Primera edición, 2019 © 2018, Julia García Suastegui. © 2018, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com ISBN de la obra 978-607-8656-18-9 Diseño de portada © 2019, Itzel Arzate Palacios. Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes. Impreso en México • Printed in Mexico
Julia García Suastegui nació en la ciudad de Querétaro el 15 de septiembre del 2004. A su corta edad (quince años, apenas) Julia ha escrito ya dos libros; Recuerdos de una amistad con Pangrama, Nuevas Voces en 2018 y el que tienes en tus manos. Su pasión por la escritura ha estado presente desde muy pequeña y espera poder dedicarse a la creación literaria por el resto de su vida. Además de escribir, a Julia le gusta nadar, cocinar y bailar. Actualmente estudia en el Colegio Suizo, Campus Querétaro.
Capítulo I El fino arte de mentir
El hecho de que actuaran como si no fuera mi culpa me comía vivo. El silencio, realmente nuevo en la casa, me volvía más loco por cada segundo que pasaba. Hice todo para intentar callarlo: gritar, correr, escuchar música. Pero nada ocultaba el ruido de la falta de voces ahora presente en mi vida. Me dolía la cabeza y el corazón. Me quedaba acostado por horas, mirando al techo, sintiendo absolutamente nada más que el zumbido en mis orejas. Me incorporé lentamente, sintiéndome derrotado por mi tremenda falta de energía, y caminé directamente hacia el baño. Me miré al espejo. Me quedé ahí, parado, observando el reflejo de una persona que ya no reconocía. Ni siquiera me vi cuando dejé que el agua fría me lavara el estado somnoliento. Sólo vi a un muchacho escuálido, pálido, y con unas ojeras negras e hinchadas. Salí del baño y, con paso lento, me dirigí al pasillo. Caminé como si fuera un extraño en mi propia casa, con la mano derecha en la pared; caminando poco a poco en estado casi catatónico, pero mi camino fue interrumpido por el cambio de texturas bajo mi piel. La pared se había convertido en puerta y yo, miedoso, me aparté de golpe. La puerta blanca estaba cerrada y tan sólo verla me causaba un insoportable dolor en el pecho. Era muy raro verla así: blanca, sin anuncios ni letreros. Mi mano se acercó a la perilla, temblorosa, con duda y cuidado. Casi sentí el frío metal cuando escuché la seria voz de mi madre pronunciando mi nombre. Volteé y me la encontré con brazos cruzados y una mirada de decepción mezclada con enojo. 9
Esperé a que hablara, pero luego me di cuenta que ella estaba esperando una disculpa de mi parte. Bajé la mirada y jugué con mis dedos por nerviosismo. –Yo… lo siento –tomé aire e intenté mirarla a los ojos–. No volverá a pasar –murmuré y me alejé de la puerta aún más. Comencé a alejarme, entonces, sintiendo su pesada mirada quemándome la nuca. Paré en seco a la mitad del camino y regresé mi vista hacia ella. –Ma… –comencé, pero mi mamá me mostró su palma y negó con la cabeza. –No le diré nada a tu padre; no te preocupes. Después de soltar un respiro de alivio, terminé de bajar las escaleras hasta llegar al primer piso. Mientras me dirigía hacia la entrada, presencié algo que me rompió el corazón un poco más: mientras pasaba por la habitación de Ximena y la vi en su cama con una fotografía apretada contra su pecho. Entré y con cuidado retiré la fotografía de sus brazos. Observé la imagen y sentí la melancolía inundarme el cuerpo… Estábamos en el jardín y Nicolás miraba a la cámara con su habitual sonrisa radiante, mientras tenía a Ximena cargada de caballito. Yo estaba a su lado, con la mano de Ximena en mi cabello. Dejé la foto en la mesita de noche y le puse una manta encima a mi hermana. Salí haciendo el menor ruido posible, para no tener que explicarle nada a nadie. Mis padres estaban demasiado ocupados con el abogado, que ni siquiera se dieron cuenta que ya me estaba yendo. Inhalé el aire fresco y mi vista se desvió hacia mi camioneta. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y todas las imágenes de esa noche se proyectaron frente a mis ojos. –No –me dije–. Ni de broma. Me iré caminado. Me alejé de la casa y al cabo de algunos minutos sentí la brisa del mar en el rostro. Admiré el paisaje desde el acantilado, sentado y con la espalda recargada al tronco del árbol que crecía cerca de la orilla. 10
Los recuerdos llenaron mi cabeza y sentí las lágrimas acumulándose en mis ojos. Pero me las sequé, ignorando que alguna vez existieron, y regresé mi vista al mar. Se sentía tan raro e incorrecto estar ahí solo; después de todo, nunca lo había hecho. Parecía ayer que habíamos descubierto este lugar. Los recuerdos en mi mente comenzaron a abrumarme; tanto que me paré abruptamente y comencé a asestar golpes contra el tronco del árbol, hasta que sentí la cálida sangre brotar de mi piel. Solté un grito desesperado antes de darle un último golpe al árbol. Me volteé y volví a mirar el mar, inclinándome un poco hacia la orilla. Por un segundo, me pregunté qué pasaría si saltara; qué pasaría si por fin me diera por vencido y dejara que las olas destrozaran mi cuerpo y me arrastraran por el suelo del océano. Negué con la cabeza y me di cuenta que era demasiado cobarde como para atreverme a hacerlo en algún momento. Me alejé del borde y con manos temblorosas saqué el teléfono de mi bolsillo. Mis ojos nublados apenas me dejaban ver lo que hacía, pero a pesar de eso marqué el número de la persona que más necesitaba. –¿Hola? ¿Santiago, qué pasa? –contestó mi mejor amigo, Juan Pablo, con su voz eternamente ronca. –Nada más… no quiero estar solo en este momento –lo escuché suspirar a través de la línea. –Claro… ¿necesitas que te recoja de algún lugar? –No, no te preocupes, yo llego. –Okay. Corté la llamada. Para cuando llegué a casa de Juan Pablo, ya se había hecho de noche y yo no había revisado el celular ni una vez para checar si alguien me había llamado, porque sinceramente no me importaba. Toqué a la puerta dos veces para que supiera que era yo. Apareció unos segundos después con cara de sueño y sus rizos rubios despeinados. 11
–Santi –me saludó. –Juan Pa. Reímos un poco, antes de darnos un fuerte abrazo. No lo había visto en todo el verano y lo extrañaba muchísimo. Cuando nos separamos del abrazo, extendió su mano hacia el interior de la casa y asintió. Entré y los dos nos fuimos directo a la sala. Nos dejamos caer en el sillón y solté un suspiro de alivio al sentir cómo mis músculos se relajaban. –¿Cómo estás? –me preguntó. Solté otro suspiro cansado y cerré los ojos. –Para serte sincero, no lo sé. Mi cabeza es una bola sin sentido en este momento. –¿Cómo es eso? –¡No lo sé! Sólo… me siento vacío. Pero eso no era cierto; me sentía roto y con ganas de gritar y decirles a todos que fue mi culpa, aun sabiendo subconscientemente que no era verdad. Sentí mis ojos arder, amenazando en dejar salir las lágrimas que llevaba escondiendo desde aquel día. Quise mantenerlas dentro, pero a pesar de mis intentos las lágrimas comenzaron a escurrir por mis mejillas. Respirar, de repente, se volvió difícil y comencé a temblar. No quería dejarlo salir; no quería mostrar el dolor que estaba sintiendo, pero mis sollozos eran incontrolables. Juan Pablo se veía alterado, como si no supiera qué hacer, pero pronto me encontré llorando contra su hombro. Sin poder controlar mi cuerpo, únicamente dejé todo salir. Ni siquiera lo sentí, pero de un momento a otro a otro el mundo se había vuelto negro y yo había perdido la conciencia.
♥♥♥ Miré a mi alrededor, encontrándome rodeado de luces cálidas y gente alegre que pasaba una noche de maravilla. 12
Alguien tocó mi hombro, sobresaltándome. Me volteé y me encontré con el rostro de Nicolás. Me miró con una sonrisa gigante y puso su brazo alrededor de mis hombros. –¿No te gustaría que este lugar estuviera aquí siempre? –me dijo él, escaneando el sitio con una mirada de asombro y admiración. Me reí y negué con la cabeza. –Le quitaría lo divertido, Nico. Eventualmente, las personas dejarían de venir. Mi hermano soltó un bufido y desenganchó su brazo de mi cuello. –Tú ganas esta vez –me dijo–. Pero no disfrutes mucho la sensación, que ya encontraré la manera de superarte. Me reí. Así era Nicolás: siempre aspirando a ser el mejor, sin importar la situación, la discusión o el problema. Caminamos por toda la feria, hasta que Nicolás paró de pronto y señaló hacia la lejanía: un lugar lleno de árboles frondosos que realmente nunca había notado. Lo miré confundido, pero me vi obligado a seguirlo cuando comenzó a correr hacia allá. La inclinación era mucho mayor de lo que esperaba, y parecía que en cualquier momento iba a tocar el cielo. Los árboles que dejábamos atrás eran todos iguales y me hacían pensar que estábamos en uno de esos sueños donde corrías y corrías y nunca llegabas a ningún lado. Pero mi sentimiento no duró mucho, pues llegamos al final: un claro con un árbol solitario que se erguía al final del sendero. –¡Mira esto Santiago! –me gritó él corriendo hacia la orilla, donde se veía el mar sereno–. ¡Es un acantilado! ¿Cómo es que nunca lo habíamos visto? Me reí y me uní con él a la orilla. –No lo sé, tal vez ésta es otra dimensión y nos transportamos aquí milagrosamente. Me fulminó con la mirada. Me reí y me quedé ahí sentado, viéndolo cómo estaba ahí parado, con los brazos extendidos y los ojos cerrados. –¡Somos los reyes del mundo, Santiago! ¿Lo sientes? –gritó él a todo pulmón. Me reí y asentí con la cabeza; claro que lo éramos. 13
♥♥♥ Me desperté con un tremendo dolor de cabeza. Me ardían los ojos y me dolían los músculos. Apenas y recordaba lo que había pasado antes de dormirme. Abrí los ojos justo a tiempo para ver a Juan Pablo acercándose a mí. –Te traje una taza de té; creo que te hará bien. Esbocé una pequeña sonrisa y acepté la bebida. Antes de siquiera tomar un sorbo, la dejé en la mesa y lo miré con pena. –Lo siento… yo no esperaba desmoronarme así. Juan Pablo se sentó a mi lado, volvió a darme la taza y puso su mano en mi hombro. –Deja de pedir perdón por mostrar lo que sientes. Estás pasando por cosas muy duras, Santiago; es normal. Estaba a punto de contestarle, pero no pude. Mi voz se atoró en la base de mi garganta. Nos tomamos el té en silencio, pues ya no había nada qué decir. Al terminar, llevé mi taza a la cocina y regresé con Juan Pablo. Iba a decirle algo, pero sentí la vibración de mi teléfono en mi pantalón. Contesté sin ver el identificador y tuve que apartar el móvil de mi oreja por lo alto que gritaban desde la otra línea. –¡¿Dónde crees que estás, Santiago?! ¡¿En qué pensabas al salir sin siquiera avisar?! –Hasta ahora se dan cuenta –murmuré. –¿Qué dijiste? –Nada. –¡Te quiero aquí, ahora! –gritó mi madre sin calmarse–. ¡Si no llegas pronto, te juro que… –Estoy en casa de Juan Pablo, y, sí, ya voy. Adiós. –¡Sí, adiós! Colgué la llamada y volteé a ver a Juan Pablo. –Tengo que irme. Y escuchaste a la jefa –dije. Juan Pablo rió suavemente y asintió. –No pasa nada –me acompañó hasta la puerta y me dio un último abrazo. 14
Antes de irme, Juan Pablo me miró con lástima y curiosidad. –¿Vas a estar bien? –me preguntó. –Supongo. Pero al dejar que la oscuridad me devorara por completo, me di cuenta que iba mintiéndome. Nunca iba a estar bien y decir que sí sólo era una sucia y vil mentira.
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Capítulo II Regálales el infierno
–Estás hecho mierda, Santiago –me dijo Ximena–. ¿Dormiste bien? La miré, con la obviedad de no haber dormido casi nada, y, sin pronunciar una palabra, me senté a desayunar con ella. Comimos en silencio, y apenas tenía la fuerza para mantenerme despierto. Las pesadillas, que tenía casi cada noche, me atormentaban desde el atardecer hasta el alba. Había desarrollado un extraño miedo a dormir. Después de desayunar, Ximena me siguió hasta la entrada. Miré mi camioneta por unos minutos, hasta que ella me sacó de los pensamientos en los que me había enfundado. –Podemos despertar a mamá o a papá. No tienes que hacerlo… –me aseguró ella. Miré a mi hermana y negué con la cabeza. Le indiqué que se subiera al auto y que me esperara un segundo. Solté el aire que contenía y me sacudí. Me subí a la camioneta y miré a Ximena, que me veía con orgullo en los ojos. Prendí la radio, inicié el auto y nos fuimos al instituto. El viaje, igual que el desayuno, fue silencioso. Supongo que fue por el hecho de que ambos luchábamos por mantenernos despiertos. Apenas amanecía cuando llegamos al instituto, y me di cuenta que habíamos salido de la casa demasiado temprano. Me había tardado menos de lo que había esperado en subirme a la camioneta. Ximena me lanzó una mirada cansada. 17
–Debería irme, van a darnos los horarios –me dijo ella, señalando su edificio. Asentí y con una sonrisa la observé alejarse. Cerré los ojos por un momento y me preparé mentalmente para lo que estaba a punto de suceder. Puse mi peor cara y me fui directo al salón. Como esperaba, la primera persona que me recibió fue Renata; empujándome hacia un rincón oscuro del pasillo y atacando mis labios con ferocidad. Después de un corto momento me separé de ella, dándole un suave empujón para apartarla. –¿Qué sucede, Santiago? –ronroneó ella–. ¿Acaso no extrañaste a tu novia? Rodé los ojos. –Sólo no estoy de humor –le dije y me metí al salón. Juan Pablo estaba apoyado contra su mesa, mientras hablaba con Mauro animadamente. Dejé mis cosas al lado de mi escritorio y me acerqué a ellos. Los saludé y me uní a su conversación mientras evitaba la mirada enojada de Renata. La voz de mis amigos fue interrumpida por la ruidosa campana y el sonido de la puerta cerrándose. Llevé mi mirada al frente, para darme cuenta que la maestra ya había llegado. Solté un suspiro y fui a sentarme en mi lugar. La maestra nos repartió una copia de nuestros horarios y nos asignó lugares nuevos, para después discutir algunas de las cosas que haríamos ese día. Pero para la primera explicación, mi mente ya estaba en otro lugar.
♥♥♥ El sonido de la campana, antes molesto, se convirtió en la cosa más gloriosa en el mundo. Esperamos a que la maestra dejara de hablar y salimos todos en grupo. Me dirigí a la cafetería, con rapidez, para intentar evitar la enorme fila que se creaba en los recesos. En un momento de distracción, sentí un caliente líquido caerme encima, seguido del impacto con un niño del año menor, que no había visto. 18
–Dios, lo siento tanto –me dijo él–. ¿Estás bien? Lo miré con incredulidad mientras sentía cómo mi enojo comenzaba a crecer. Me sentí avergonzado e impotente, y no podía sólo dejarlo así. –¿Acaso eres idiota? –le exclamé–. ¡Claro que no estoy bien! ¡Me has quemado con tu jodido café! Una mueca de disgusto se formó en el rostro del chico. –Bueno, no hay necesidad de ser groseros. Además, si hubieras visto por dónde ibas, nada de esto hubiera sucedido. Formé puños con mis manos. –¿Qué dijiste? –¿Quieres que te lo repita? Lo empujé con fuerza. Tenía una expresión enojada, mientras yo lo miraba casi con asco. Lo tomé por el cuello de la camisa y alcé el puño, listo para golpearle el rostro, pero no tuve oportunidad, pues sentí la mano de alguien rodear mi mano. Levanté la vista para encontrarme con Juan Pablo, deteniendo mi puño. –Santiago, ésta no es la manera –me dijo con seriedad. Quise ignorarlo, pero mientras miraba sus ojos azules, desistí. Bajé mi brazo y comencé a alejarme del chico. –¡A la próxima no va a venir tu novio a salvarte! –dijo él con atrevimiento, como si eso fuera a asustarme. Bajé los ojos. –Realmente no quería hacer esto –murmuré para mis adentros. Fui con él rápidamente y le di un puñetazo en la mandíbula, derribándolo de un golpe. Sacudí mi mano un poco y lo miré a los ojos. –A la próxima no te metas con alguien que no puedes vencer. Regresé con Juan Pablo mientras él me miraba con decepción. Lo miré y, con pena, oculté la mirada. –¡Santiago! –me llamó un maestro desde el otro lado del patio–. Oficina del director… ¡ahora! Vi a Juan Pablo negar con la cabeza mientras me iba. Sentí una pizca de arrepentimiento dentro de mi mar de ira. Mi puño 19
todavía hormigueaba cuando entré a la dirección. El maestro no estaba a la vista, pero ya sabía que se había ido a contarle al director lo sucedido. Así que me senté en el sillón de espera y me quedé ahí, hasta que la regordeta cara del director se asomó por su puerta y me llamó con el dedo. Torcí los ojos y me paré. Al entrar, el director me dijo que volviera a sentarme. El silencio entre los dos era incómodo y yo no podía evitar mirar fijamente el grueso bigote que reposaba arriba de su labio. Casi sentí el reflejo de su calva cabeza quemarme la retina, pero él cerró las persianas antes de que sucediera. –Santiago –comenzó él–. Tú sabes que lo que pasó en el patio no es correcto. –¿Por qué? El idiota se lo merecía –contesté sin pensar–. Lo siento –me disculpé por la mala palabra. El director me miró y soltó un resoplido de cansancio. –Voy a serte totalmente sincero, Santiago. Desde el semestre pasado tu actitud ha sido algo preocupante; a lo mejor no tomaríamos estas medidas si tus calificaciones fueran excelentes, pero tampoco son tan buenas que digamos. –¿Qué? ¿De qué medidas está hablando? –pregunté preocupado. Miles de opciones cruzaron mi cabeza y sentí mi corazón parar un momento. –Tomamos la decisión de recomendarle a tus padres conseguirte algún tipo de ayuda profesional. –¿Al loquero? ¿En serio? –No, Santiago, a un psicólogo. –A ver, por favor deme una diferencia –me paré enojado y pateé la silla, mientras el enojo volvía a llenar mi interior–. ¡No necesito un jodido loquero! –exclamé señalándolo–. ¡Me conozco mejor yo a mí, que usted a mí! ¿No lo cree? Comencé a decirle que se fuera al diablo, pero una voz conocida por detrás me llamó. –¡Santiago! ¡Suficiente! –cerré los ojos con exasperación al escuchar las palabras de mi padre detrás de mí. Lo único que me 20
faltaba para arruinar más mi día era ver su cara–. ¡No toleraré ese tipo de comportamiento irreverente! –me gritó. Me alejé del escritorio y lo miré a los ojos antes de chocar contra su hombro. –Como si te importara.
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