Primera edición, 2020 © 2020, Alejandra Hoyos González Luna. © 2020, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray Anton de Montesinos 241, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com ISBN de la obra 978-607-8656-41-7 Diseño de portada © 2020, Marta María Hoyos González Luna. Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes. Impreso en México • Printed in Mexico
Alejandra Hoyos González Luna. (Quéretaro, 1987). Psicóloga de profesión, cuentacuentos desde que tiene memoria y escritora. En 2013, publicó un compendio de textos en la Biblioteca Digital de escritores queretanos PAR TRES. En 2017, publicó El hombre de Suspiros en la Antología de cuento fantástico Los Insomnios, compilatorio del escritor Ulises Paniagua por Ediciones Navarra. Es creadora del blog: www.nidoysombra.com que promueve una crianza con bienestar emocional y de El baúl de las letras: un espacio para promover la lectura en voz alta a los niños.
Para mi tía Poly quien dejó la llave de sueños líquidos, personajes que habitan lienzos y un nido.
Luna menguante –Unos nacen y otros se mueren –dijo mi tía Chayo, entre telarañas y pañuelos, cuando le mostré a Joaquín que dormía inmutable en su carriola. Estaba claro que un funeral no era el mejor lugar para un bebé con menos de veinte días; pero no había podido encargarlo con nadie. «Al menos alcanzó a conocer a su bisabuela», pensé evocando como mi Tata, en sus últimos días, había hecho un esfuerzo por cargarlo con sus brazos menguantes. Sólo quedó el recuerdo pues la batería del celular murió antes de tatuar el instante. Santa madre de Dios, ruega por nosotros. La tía Chayito es la que organiza los rezos. Papá se acerca con ojos húmedos y se queda viendo a Joaquín, como si de esa manera sintiera menos su ausencia. –Ese niño tiene los ojos de tu abuela –dice sin esperar una respuesta, más para sí mismo. Estrella de la mañana, ruega por nosotros. Otra vez se me ocurre que morir es muy parecido a nacer. Le pido a mi mamá que le eche un ojito al niño, quien sigue dormido; me acerco al ataúd. Refugio de los pecadores, ruega por nosotros. Está abierto. Mi abuela, como luna menguante, parece haberse encogido. La tía Chayo y las señoras del grupo de oración del Carmen, llevan el luto hasta en el arrastrar de los rezos. Gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Está por terminar el rosario y Joaquín comienza a llorar de una manera muy ilustrativa, yo lo escucho como si estuviera lejano, tardo en captar que es mi hijo y mamá se acerca para dármelo con una mirada desaprobatoria. 7
–Este niño tiene hambre, Consuelo. Anda, búscate un lugarcito –la funeraria está llena, por lo que no encuentro ningún espacio para alimentarlo. Joaquín sigue en el valle, llorando cada vez más fuerte. Mi tía Chayo eleva los rezos. A mí se me ocurre ir al coche a darle de comer antes de que su llanto sea lo único que se escuche en el velorio. Joaquín come y ahora soy yo la que está hecha un pañuelo. Dicen que la tristeza sólo sana con lágrimas, si no pasa como en el poema de Juan de Dios Peza, cuando la sonrisa es un relámpago triste. Mi Tata siempre tenía una sonrisa para todos, aunque debajo tuviera muchas llagas abiertas: la muerte de su padre que le dejó su olor a puro; el abandono de su madre, un martirio de tacones alejándose y la frase estéril de: «Quédate con tu abuela en lo que voy a comprar el mandado», después los tacones enmudecieron. Mi abuela selló todos esos recuerdos con una sonrisa. Los guardó sin dejar un espacio, como los chipotles que hacía cada primavera y cerraba al alto vacío. Al único que le platicó su historia fue a mi padre, quién además de ser su hijo mayor, sabe escuchar. Mi abuela y su corazón, tan ancho como el tamaño de su cocina. Ahí, el milagro de la multiplicación de los peces y los panes se hacía todos los días a las tres de la tarde; para todos alcanzaba. Cuando nació Joaquín yo también tuve que sonreír, aunque en el fondo estuviera en un naufragio. No me atreví a decírselo a nadie, menos a mi madre. Me hubiera visto con ojos desaprobatorios. Era una tristeza la que me invadía, como si hubiera perdido algo. El día que asomó su cabecita, algo murió en mí. Quizá esa forma de ser despreocupada e irresponsable. Al principio, escuchar su llanto era un martirio, me abrumaba. Pensaba que no entendía lo que quería decirme; me la pasaba llorando por no saber ser madre, por la culpa de sentirme así y la angustia de no disfrutar a mi bebé. Joaquín continúa comiendo tranquilo, mientras me hace cosquillas con su pequeña mano. Pareciera que le gusta sentir la textura de mi camisa negra, áspera en comparación con la piel de mi pecho. Es ahora, cuando todo adquiere un sentido. Mis 8
ojos otra vez son ríos que se desbordan. Ahora lloro por mi Tata que se fue y por este sentimiento tan ancho que me hace sentir Joaquín, yo creo que es amor o algo más. Se me ocurre que el túnel de la vida es muy parecido al túnel de la muerte. Justo en el momento en que Joaquín asomó de entre mis piernas con el primer aliento, a mi abuela empezó a escapársele la vida; salía de sus ojos y de su boca como si fuera el aire que se escapa de las ventanas y de la puerta. Joaquín termina de comer de un lado, lo pongo paradito sobre mi hombro y le doy unas palmadas pausadas para que saque el aire. Mi Tata soltó el último suspiro ayer, cuando llegó mi tía Chayito con el padre Mauro para que le administrara los Santos Óleos. Yo creí que éstos, más los rezos de mi tía que le imploraba a la Virgen que hiciera el milagrito, serían suficientes para que mi Tata se quedara unos días más. Sin embargo, mi abuela ya no hace remolinos con el viento, ya no entra ni sale nada de su cuerpo de luna menguante. Mi abuela estuvo internada en el mismo hospital en el que nació mi gordo. La muerte codo a codo con la vida. Mi esposo, Alfonso, llegó rayando a la sala de parto, yo ya estaba en el quirófano. Como siempre robando atención, pues la ginecóloga y la pediatra corrieron en su auxilio cuando vieron desplomarse al hombre de metro noventa. Minutos después, Joaquín decidió renunciar a su paraíso y llegar a este valle de lágrimas. Termina de comer del otro lado, suelta el pezón relajando su mano, ya no va dibujándome con sus dedos. Se ha quedado profundamente dormido. Reina concebida sin pecado original, ruega por nosotros. Mi tía Chayo terminando de vuelta el rosario. Veo a Joaquín dormido tan tranquilo, como las calles de Querétaro un domingo a las siete de la mañana o como si fuera inmune a la muerte vestida de negro. No puedo evitar dudar que sea cierto eso de que está en pecado mortal; de cualquier manera, a él no le afecta en absoluto. Sólo se puede dormir tranquilo si se está en paz, y él duerme como si fuera un santo. Mi tía Chayo me recuerda que ya es tiempo de bautizarlo, que es importante hacerlo hijo de Dios. 9
La gente comienza a irse, los que nada más vienen a modelar sus vestidos negros, «a lucirse», dice mi madre. Mi papá se acerca y se ofrece a cargar al niño. Él no va a tratar de aliviarlo dándole el pésame, ni le va a preguntar por qué sus ojos están tan líquidos. Me quedo quieta, pensando que la vida y la muerte están codo a codo, siempre juntas; y que nosotros, simples mortales, sin darnos cuenta, somos como el equilibrista de circo, andando la cuerda floja. Siempre al borde de la vida y la muerte.
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Anular desnudo Se maquilló como si efectivamente hubiera llegado el día de su boda, se puso el anillo en el dedo anular y se pasó la plancha por última vez, dejando que el cabello le cayera con gracia sobre los hombros. Cuando se vio en el espejo, suspiró larga y pausadamente; después, se pintó los labios de color vino. Pensó en tomarse una copita, pero no lo hizo. Se volvió a ver en el espejo y salió. En el semáforo tardó en reaccionar, si no es por el pitido del coche de atrás, hubiera seguido absorta, viendo el anillo. Se lo había quitado, lo contemplaba con rabia, mordiéndose el labio inferior. Ocho años y, ¿ahora él se sentía confundido justo a dos meses de la boda? ¿Para qué le había pedido en un principio que se casara con ella? Al final, quizá su papá siempre tuvo razón al decir que no se fiara de un bohemio. Seguro había otra. Luego pensó que quizá había sido su culpa por estar tan intensa con los preparativos, con las nimiedades de la boda. Quizá lo había descuidado. Trató de pensar en la última vez que había llegado al orgasmo y no lo sabía con exactitud. Otra vez un claxon, el semáforo en verde y ella sumida en sus pensamientos. Tuvo ganas de llorar. Hizo todo lo que pudo para contener las lágrimas, para que no se le estropeara el maquillaje. Quedaron de verse en el parque de Carretas. Claudia quería lucir mejor que nunca para que no se le notara el dolor que sentía por dentro, por eso abrió los ojos y se quedó sin pestañear, tratando de evitar las lágrimas a toda costa. Estacionó el coche, pero no se bajó. Había llegado quince antes de las seis. Se volvió 11
a pintar los labios y estuvo a punto de irse. En la radio; Someone like you de Adele. Vuelven las preguntas. «Nadie muere de amor», piensa Claudia pero siente cómo le crece un agujero en el estómago. Piensa que es una tontería despedirse, entregarle el anillo. Prende el coche para salir de ahí, para alejarse de ese parque en el que tantas tardes habían andado de la mano, con las nubes gordas de sueños y proyectos en conjunto. Justo cuando está a punto de salir huyendo, lo ve por el retrovisor. «¿Y si le pido otra oportunidad?, nada perdemos en intentarlo». Trae esa camisa de cuadros que le queda bien. Se sienta a esperarla en la banca junto a los columpios. Todavía no tiene el valor de bajarse. Otra vez se mira en el espejo, se acomoda el cabello. Al fin, se decide. El saludo es rasposo. Claudia se queda con la mirada clavada en las hojas secas del parque. Él pregunta un: «¿Cómo estás?» de compromiso. «Bien», responde con indiferencia y un poco de rabia. «Necesito que me regreses el anillo». Ella se lo quita de inmediato y termina tirándolo entre las hojas. Se agacha a buscarlo pero él lo encuentra primero. «Gracias. Es mejor así, no íbamos a entendernos». Todo lo que planeó decirle sobre volverlo a intentar, quizá retrasar la boda y hacer un viaje juntos: se desvanece. Se queda viendo su mano; en realidad ve su dedo anular, lo ve desnudo. Le parece una broma pesada. Todavía le pregunta: «¿Es en serio? ¿Todo esto?». Con rabia le pregunta que quién es ella, por la que la está dejando, que tenga los pantalones de darle una respuesta. Que no sea maricón. Él guarda silencio. Claudia continúa: «Entonces, ¿para qué chingados me diste el anillo y me pediste que me casara contigo?». Él no dice nada y se da una palmada en la bolsa de la camisa, justo donde guardó el anillo. Claudia se levanta, o más bien la rabia la hace levantarse. Y él la retiene para despedirse con un beso que raspa, muy hondo. «Gracias por todo», le dice pero Claudia ya no voltea, va camino a su coche. Dobla la esquina e inmediatamente comienza a llorar con rabia y el maquillaje se le arruina. 12
Claudia estaciona el coche en el parque de Carretas, sin bajarse de inmediato. Se queda contemplando su anular desnudo, busca la canción de Adele en su celular. Sabe que él va a poner el anillo en el dedo de otra, probablemente el mismo que le pidió de vuelta. Claudia está estacionada en el parque de Carretas, se queda con la mirada fija en su anular. Sigue desnudo. Han pasado cinco años. Se arregla el cabello y trata de disimular las ojeras con un corrector. Otra vez escucha: Someone like you.
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Índice
Luna menguante, Anular desnudo, Cementerio de lisiantos, Claro oscuro, Fantasmas, Diálogos, Escala de grises, Reloj de arena, El adiós, Érase un lobo, Primera noche, El pintor, Superstición, Gajos de sol, Todo por amor, Nariz roja, Nido, Mala suerte, Expectativas,
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