Autor: Rafael Andrés Suárez

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Primera edición, 2021 © 2020, Rafael Andrés Suárez Vázquez. © 2020, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray Anton de Montesinos 241, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com ISBN de la obra 978-607-8656-46-2 Diseño de portada © 2020, Diana Pesquera Sánchez. Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes. Impreso en México • Printed in Mexico


Rafael Andrés Suárez Vázquez. Mexicano de izquierda y ambientalista, vive entre Ciudad de México y Querétaro. Ingeniero Bioquímico Industrial por la UAM, ha desarrollado gran parte de su vida profesional en torno al negocio de los restaurantes y turismo como consultor. Formado desde joven en teatro y música, tiene también estudios de cine y creación literaria. Participa regularmente en redes sociales como parte del colectivo Desde la Izquierda y en el noticiero A Barlovento informa que se transmite por radio en el 620 de AM en la Ciudad de México y por YouTube. Anteriormente fue columnista en los medios digitales Futboleno.com y SDPNoticias.com. Tiene publicado su poemario Por los lados del umbral (Palibrio, 2011) cuya presentación fue en la FIL Guadalajara 2013. Mefisto, es su primer novela.



A la memoria de mi padre, a quien siempre llevarĂŠ en mis pensamientos y actos como un referente de ĂŠtica, liderazgo y bondad inmensa. Julio 2020. Tuxpan, Veracruz.



Capítulo I Exorcismo Primero

«Quizá yo, a propósito, entre el amasijo humano, no muestro un rostro más nuevo. Aunque yo, quizá, sea el más hermoso de todos tus hijos». Vladimir Maiakovski. La nube en Pantalones.

La noche espesa, que siempre he soñado para mi muerte, me envuelve apacible. Nuevamente, dentro de las ruinas del viejo almacén, bajo el alto techo donde la luna asoma por sus huecos, mi figura siniestra se arrastra por el suelo sucio, delirando, hasta que una repentina aparición luminosa socorre mi sórdida existencia. Esa misma imagen murmura mi nombre y me arrulla con su canturreo acompasado. De nuevo, siento que me invade esa sublime sensación embriagante, como en cada una de las ocasiones anteriores, cuando he sentido que muero y comienzo a desprenderme de mi cuerpo durante un ensueño absorbente. Vaya…, ¿cuántas veces habré dado un paso a la muerte, y la habré sentido de tal manera y tan cerca, aunque finalmente no llega a suceder? Varias veces, ni duda cabe por su fácil recuerdo, donde siempre he vuelto a vivir, resuelto y con un conocimiento innato que voy confirmando. Antesalas previas que son evolutivas, pues incrementan mi consciencia, disminuyen el aturdimiento, el dolor y el tiempo incluso, en la progresión de cada una de ellas. Ésta, sin embargo, no parece una más de las aproximaciones anteriores. 7


Volteo, contemplo el panorama y advierto que es diferente en detalles importantes los cuales antes captaban mis sentidos sin mayor esfuerzo y que ahora faltan. Es esa particularidad de cuanto acontece en esta ocasión: la ausencia de alguna fuerza inusitada o ráfaga de acción que cambie la situación a mi favor. Sin esa ayuda, puedo inferir que será la partida definitiva. Mientras me arrastro hacia la luz, siento un alivio y permanezco ocupado en ello. Ya no me quedan rastros de vigor en el cuerpo, ni espíritu de talento en la mente, que guíen algún salto abrupto y necesario para aferrarse a la vida, para urdir un escape intrépido con remotas posibilidades de éxito, y aún, con el conocimiento pleno de él. ¿A dónde podría escapar? Por lo menos, sería una paradoja: pensar huir de un destino avasallante, a pesar de saber que no hay lugar a salvo contra este dictado maldito, en tanto, yo, quizás… –Finalmente, creo que eso no importaría para tu historia –acotó la presencia recién llegada desde el resplandor. –¿Qué no importaría? ¿Acaso te vuelves censor de mi propia voz? O mejor dicho, de mi propia mente, la cual estás leyendo. –Sólo quise decir que no importaría el lugar a dónde piensas escapar. Es irrelevante porque sería efímero, un engaño incluso –argumentó la figura resplandeciente–. Por otro lado, estoy listo para comenzar a registrar tus memorias. –Hazme el favor de guardarte tus comentarios y déjame iniciar entonces. –Trataré de omitir ciertos comentarios, mas debo aclararte que tengo la facultad de hacerlos a discreción. –¿Es necesario que también registres estos diálogos? –Debo asegurarme de la consignación completa de los hechos. –Entonces, si ya escribiste cuanto se ha dicho hasta ahora, continuaré si me permites incorporarme, disculpa que te de la espalda, y ya no interrumpas, pues iniciaré con un exorcismo: «Hoy día final, cuando me abruman, tanto una gran debilidad física como un tenaz cansancio existencial, es así y aquí, en este 8


mismo momento que abandonan las fuerzas, cuando gana la necesidad de revelar historias hondas y viscerales que se anudan y revuelven del pecho a la garganta en búsqueda de expulsión sanadora. En esta situación terminal donde me encuentro, me arrincona la obligación de narrarlas para mitigar esta angustia creciente que amenaza con seguir perturbándome a través de los tiempos. Necesito, por tanto, desdoblarme y regurgitarlo desde dentro, escupirlo en definitiva». «No voy a meditar como método, no oraré tampoco, ni suplicaré y mucho menos, otorgaré un silencio sepulcral. ¡Nada de plegarías porque lo que necesito es gritarlo! ¡Gri-tár-te-lo! Desgarrarlo, para que arrastre consigo cualquier referente tuyo. Aquello que me da vueltas en la cabeza y enferma mi espíritu. ¿Cómo es posible que una de las más admirables criaturas tenga que padecer tormento tan prolongado? Reniego a tener algo que ver contigo y tu parentela, o que pueda yo formar parte de tus caprichos. ¡Salte por mis poros desde mis entrañas! ¡Emerge hacia la nada, aunque sea el todo para ti y te revuelvas en tu elemento! ¡Exijo un estado de excepción porque soy un ser de especial cualidad! ¡Déjame fuera de tus planes ordenados y permíteme adquirir plenitud en el caos! He dicho y así sea». –Regreso contigo, una vez terminado lo anterior. –Ya más ecuánime, te expresarás más fluido. No me ha parecido un exorcismo tal cual, de cualquier forma, llevaré el proceso completo. –No sabes cuánto me he esforzado por mantenerme tranquilo hasta ahora, no puedo asegurar que siempre lo logre. –Tenemos música relajante con efecto terapéutico y el tiempo detenido a nuestro favor. Lo conseguirás. 9


–De hecho, ya me siento más sereno. También la música me ayudará a ubicarme en momentos precisos de la historia. Al final, intentaré otro auto exorcismo. –Sigamos entonces la narración y nuestros propósitos en ese tenor. Comienza por tus motivaciones para estas memorias. Entendido, así lo haré. Si bien puede increpárseme cómo es posible que tenga ánimo y capacidad para contarlo, puedo asegurar que si conservo fuerzas, son las de la estirpe, el orgullo y la trascendencia. Por el contrario, puede considerarse normal que al sentirse morir, emerjan los deseos de redimirse con aclaraciones o justificaciones de acciones particulares, y hasta del sentido de la vida misma que se deja. O tal vez, de lavar un poco la memoria de algún negro pasado soluble en ejercicios exculpatorios. O acaso, como un acceso de febril desvergüenza, yéndose al extremo enfermizo de exponer cínicamente actos viles por heroicos, como última y rebelde presunción, en forma de constancia redactada en medio del dolor residente y el sabor a hierro de la sangre, suscrita de último momento con los arrestos sobrantes en el alma. Finalmente, poseemos un aura donde se exponen todas nuestras acciones y ésta nos acompaña como carnet de identificación y nos representa a través de la Eternidad, aunque la tengamos empeñada por pactos milenarios, y por más que queramos esconderla, es inútil, resiste y se muestra, nos delata. No es cómplice de nuestros embustes por más sutiles que sean. Para quien sabe ver, no habrá trampas que valgan y lo verá claro. Nos habrán descubierto, sin remedio alguno. En gran parte, ese es mi caso. Mas ya lo leerás y podrás discernir por cuenta propia si es que necesito expiar culpas, como muchos antes y tantos después que, como un servidor, seguirán venciéndose ante esta tentación tan básica como mundana: contar las memorias para así exorcizar los fantasmas. Espectros que acosan y lo exigen –¿o lo suplican?– para también ellos liberarse de nosotros mismos: pecadores irredentos, demonios perversos, malditos desde el origen de la Creación. 10


Ahora, precisamente, como una última lucidez concedida, recuerdo bien: ¡Cuánta gente llegó a rodearme, a conocerme!, ¡cuántos a caminar a mi lado, a seguirme!, y ahora… ¿Dónde me encuentro? Aislado de toda compañía y querencia. Mi carisma y popularidad quedaron reducidos a escombros y hoy no gobierno siquiera los lastimeros pasos de mi cuerpo, si le pudiera llamar pasos a ese arrastrarse por la vida, si es que también a esta se puede nombrar así, al menos sin llevar un adjetivo adecuado como «puta vida», que entonces la definiera mejor. De hecho, tal vez haya muerto antes y haya estado por estos sitios vagando, desde no sé cuando, sin ser notificado… ¿por qué acaso, alguien me ve, me oye o le importo aquí, desfalleciendo sin el mínimo auxilio?, o incluso a mí… ¿me importa este desaire? De cualquier modo, sé que no puedo irme sin dejar el siguiente testimonio para alimentar mi leyenda y dejar constancia de hechos plasmados con sudor y sangre en los siguientes párrafos, los cuales habrán llegado a tus apreciables manos a través de un encadenamiento de eventos nada casuales, en cambio sí preconcebidos, evolutivos y hasta mágicos, si te permites creer en ello, y por lo cual serás afortunado o desgraciado, bendecido o maldecido, según lo merezcas, de aquí en adelante según el ritmo y equilibrio que consigas. Así sea, de nuevo y entonces.

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Capítulo II Iniciación

«Y ya siento que mi «yo» me queda estrecho. Que alguien pugna por salir de mí». Vladimir Maiakovski. La nube en Pantalones.

Debo regresarme a la infancia, la cuna de nuestros temores y valores, de muchas certezas como de infinidad de dudas. La ruta inocente, hasta el punto de inflexión donde se realiza algún acto iniciático, consciente o no, que viene a consolidar aquellos acercamientos un tanto involuntarios como indescifrables hasta ese entonces. Dicho lo anterior, y solicitando que liberes tu mente de prejuicios, entro en materia. Mi infancia transcurrió normal y agradable, sin sobresaltos de ningún tipo, como miembro de una familia acomodada, que vivía un cierto esplendor, por su cercanía con personajes de la política y la cultura. Desde muy chico, me acostumbré a reuniones continuas en casa donde se convivía con gente diversa, por demás interesante, que teníamos como huéspedes, incluso por largas temporadas. Vivíamos en un suburbio boscoso, tranquilo y reservado, donde se desarrolló esta etapa de mi vida. Fui educado para conducirme con propiedad en dichas ocasiones, para ser agradable y respetuoso con nuestras visitas, y por ello, era tanto reconocido como admirado. Conscientemente, éstas fueron las primeras adulaciones recibidas, las cuales pronto se harían constantes, como dulces narcóticos, que daban movimiento constante a mi vida egocéntrica e incipiente. En 13


aquel tiempo, me había vuelto, así, la carta de presentación de la familia, la estirpe más notable y presumible; inmediatamente después de que los invitados traspasaban el umbral de entrada, yo era un estandarte viviente que obligaba elogios para cualquier huésped que recibíamos. Y esa obligación tácita no admitía medianías pues nadie me daba alcance en mi mocedad, comportamiento, educación y rasgos. Un tiempo después, aunque las adulaciones no cesaron, ahora llevaban intrínsecas algunas exigencias cuando ocurrían las inevitables comparaciones con mis contemporáneos. Era sumamente extraño para toda la gente que yo rehusara jugar; que no anduviera corriendo sin sentido por todos lados con los niños, persiguiendo una pelota, idiotizado como todos ellos; que prefiriera estar sentado, pasivamente, escuchando conversaciones de adultos, mirando el paisaje por la ventana o escuchando música; cosas que no despertaban o no podían retener el interés de los pequeños comunes. Entonces, se empezó a cuestionar mi vanidad, a decirse que la vida no sólo era portarse bien, ser lindo y educado. Por supuesto que yo tenía mi propia versión, para mí, hacer ejercicio era con el fin único de estar en buena forma física y no para divertirme de manera enajenada y sosa. Por lo tanto, los juegos de niños me aburrían y los desdeñaba. Con las niñas no era muy diferente, me atraía estar con ellas porque eran muy cariñosas, aunque después llegaban a hostigarme tanto, con sus besos y arrumacos insistentes, que prefería dejarlas, además que sus juegos temáticos me resultaban igualmente insulsos. Después de varias tardes de café y galletas, o de juego de cartas de las señoras que se reunían periódicamente en la casa, comencé a oír insistentemente sobre la necesidad de buscarme una actividad, pues llamaba su atención mi presencia pasiva mientras descansaba en la sala o paseaba en el jardín. Decían que era demasiado buen mozo para ser tan tímido y tan quietecito. Entonces, aquellas tardes, y dependiendo de la sutileza de cada persona emisora, se llenaron de sugerencias, desde dejar de ser 14


el adorno de la casa hasta la temeridad de insinuar un posible trastorno. Y de aquel conjunto de recomendaciones, críticas y comentarios que se hacían sobre mí, siempre quedaba algo dando vueltas en el ambiente, no sé si como un resumen o una selección intuitiva pero la idea que sobrevivió fue que necesitaba despertar de ese letargo o zona de confort, decidirme a dejar de lado la timidez para ser el mejor, de acuerdo a mis grandes posibilidades para lograrlo. Esto último quedaría grabado en mi memoria, marcándome muchos años, porque yo, a diferencia de muchos, pude saber el significado de esas frases recogidas en aquellas tertulias, aparentemente intrascendentes, y lo que implicaron para mí de manera casi inmediata, pues el cambio vino rápido. Fue así como crecí para descubrirme más grande y fuerte que cualquier otro. Me veía al espejo –pasaba largos ratos frente al más próximo que tuviera– y me sabía incluso el más bello de la familia, que ya era mucho decir, pero a fuerza de aquellos comentarios, me cosquilleaba la angustia de sentir que algo faltaba por conocer, aunque perceptiblemente era muy afortunado por lo que ya poseía. No advertía yo que la infancia se estaba despidiendo. Sin precauciones, avanzaba de frente. Grandes cosas en mi vida comenzaron con un sueño, así fue el primer adiós a mi inocencia. Soñé que escapaba, que salía por la puerta principal de mi casa, siempre cerrada con llave, pero que esta vez se encontraba abierta por misteriosa invitación o simple descuido. Entonces corría con ansiedad y salía por el camino, para después voltear hacia atrás y ver mi mansión como una cárcel imponente, no tenebrosa, sino sobreprotectora, con sus colores en psicodelia y los aromas exaltados por demasiada ternura y borbotones de luces proyectándose desde los muros externos, creando un gran halo guardián y brillante a su alrededor. De pronto, me veía en un lugar extraño, en tinieblas y con los sentidos embotados. Razonaba que debía encontrarme en el bosque de enfrente, mas no hallaba ningún motivo conocido dentro de esa extrema oscuridad, que ni aguzando la vista podía 15


vencer. Tropezaba con troncos caídos, las ramas colgantes me rasgaban, casi chocaba con los árboles, me sumía por hondonadas que me hacían reptar al perder equilibrio, en tanto, un silencio acechante me circundaba. Entonces comenzaba a sufrir una angustia palpitante por volver. Fue una experiencia onírica muy vívida y sentí miedo luego de una sensación muy rara, cuando advertí una presencia muy cercana, cada vez más y más próxima, hasta que llegamos a tener un contacto que heló mi piel. Ella me hablaba o susurraba algo que no comprendía, a pesar de intentarlo, y por su proximidad, preferí concentrarme en el roce de sus manos sobre mi cuerpo. Sus dedos tocaban lo que ninguna otra había hecho jamás. Aún seguíamos en el bosque espeso e inexpugnable, captando nada más que las mismas vagas siluetas y los murmullos de fondo, ahora sin preocupación alguna. De repente, estábamos en la orilla del lago y lo que sucedía entre nosotros ya no era un juego, o si acaso lo era; era uno muy distinto donde se vivía un placer extraño. Las caricias continuaban hasta el grado que sudábamos de forma copiosa y que, a partir de un momento dado, exigían más imaginación, pero como de mi parte aún no la desarrollaba y esos terrenos me eran vírgenes… me agité tanto que desperté, eso sí, alterado y bastante húmedo. Tres días después del sueño, en la casa pernoctaron unos familiares del sur. Estaban de visita y aceptaron nuestra hospitalidad para descansar un par de días, antes de seguir su viaje hacia el norte. Desde que llegaron a la casa y su camioneta todoterreno se detuvo en el garage, pude verla al descender. Quedé maravillado con esa criatura tan hermosa y perceptible, pues no tardó en entablar diálogo con la mirada. Con tanto que contarse, los adultos pasarían horas interminables charlando y bebiendo frente a la chimenea. En una situación común, yo estaría satisfecho y cómodamente instalado, oyéndolos junto al calor de la leña, más si alguien se disponía a tocar el piano o la guitarra. Ahora, en cambio, prefería quedarme con ella en el jardín, aunque comenzara a 16


correr aire frío y las nubes negras amenazaran con lluvia pronta. Al hallarnos solos, quedé absorto del impresionante parecido, me intimidó que fuera la viva representación de la preciosura que soñé días antes, sus mismos ojos invitantes, su exagerada gesticulación, su rápida y aguda plática, su delgadez, de mi edad pero mucho más desenvuelta que yo. Decía que tantas horas de viaje en carro le habían entumido las piernas y que necesitaba estirarse, así que empezó a hacer movimientos gimnásticos frente a mí y a dar vueltas a mi derredor. De un momento a otro, sin darme cuenta, ya me había brincado a la espalda y rodamos juntos por el pasto, entre risas y jadeos, permanecimos abrazados con el acuerdo tácito de conocernos sin mediar palabras, mediante el tacto. Durante ese lapso, el recuerdo de mi sueño había estado presente como si fuera un guión para ejecutar y que empezaba a vivirse; o revivirse, si se prefiere dar a lo antes soñado igual categoría. Y así era la misma sensación al tocarme ella con sus finos dedos, posarlos sobre mis brazos, sobre mi pecho y extender mis manos e invitarlas a recorrer su piel. Era definitivamente aquél mismo nojuego del sueño, era ese rápido tránsito del breve reconocimiento inicial hacia ir directo al placer del tacto presuroso, con ella que exploraba entre mis piernas, y yo, que por fin vencía mi timidez y le correspondía con caricias en zonas similares. Tal como en el sueño, llegó un momento que exigía más imaginación, y para esta vez sí que ambos la tuvimos. Ella se echaba a correr para que la siguiera y nos saliéramos del alcance de cualquier ventana indiscreta, entendí que por conocer perfectamente el terreno, debía ser yo quien la guiara; entonces, la conduje a la bodeguita de las herramientas del jardinero. Estaba cerrada pero no importaba, ya nos habíamos alejado lo suficiente. Lograba así, superar mi sueño, ambos enseñábamos y aprendíamos en tan corto tiempo, temblando del cuerpo entero, humedecidos por la ansiedad imperiosa ante ese temor a lo nuevo, a lo desconocido, a lo oculto y a lo que sabíamos prohibido para nosotros, y por lo mismo, riesgoso y más excitante. Un rincón 17


del jardín, entre un naranjo, el rosal y la barda, sobre el pasto mullido, y tapándonos de la vista de algún posible observador, la fuente y los columpios como guardianes cómplices y convidados de nuestro secreto. Fue ella, con candidez juguetona, pero poseedora de la innata sabiduría femenina, quien supo despertar y canalizar mis precoces instintos para completar la unión de fuerzas y voluntades, sensaciones y misterios que destruyeron las barreras de mi comportamiento habitualmente serio y obediente que, finalmente, cedieron el marco adecuado para que esos imberbes arrebatos nuestros coincidieran en el lugar y modo exactos, estallaran a su momento y se inscribieran en el registro de los hechos rotundos. Obtuvimos, aquella tarde, un rico calor adormecido y envolvente que abría el pasaje a un mundo interior y novedoso, lleno de texturas para descifrarse a ojos bien cerrados y almas a flor de piel. De pronto, un grito nos interrumpió. Al segundo grito pude identificar la voz de una de las sirvientas que nos llamaba a comer. Tuvimos que separarnos con prisa para evitar que se acercara demasiado. No pudimos terminar por el insistente llamado pero, al menos yo, ni sabía cómo terminaba dicho asunto, sólo intuía que había algo más, definitivo e inconfundible, como un timbrazo que marcara el final ansiado y la caída del telón de fondo. Nos presentamos corriendo en la casa, habiendo recompuesto sendas figuras en el trayecto. Nuestra agitación se explicó por algún juego en el jardín y se festejó mi participación en juegos y el abatimiento de mi timidez. ¡Qué vaya si la dejé! Esa noche no podía dormir, daba vuelta tras vuelta. Repasaba mi cuerpo con mis manos y me sentía diferente, algo bullía en mi interior. Al pensar lo sucedido, repetía el rico tiritar de mi piel y mis manos, el ritmo incontrolable de mi respiración, la fuerte pulsación de mis músculos –sobre todo del corazón– y cómo se fue dando el proceso, consecuente, acomodándose entre movimientos e instintos, como mi erección olímpicamente encontró espacio de entrada y salida, vacilante al principio pero fascinante y firme al final, adictiva por ser una sensación gratamente nueva. 18


Ya no podía apartar a mis pensamientos de ello, de aquello que se dejó, de lo hecho y lo que pudo faltar, de lo que pude hacer mejor. Entonces la deseé tan fuertemente que no logré resistirme, bajé a la sala, y sin hablar, esperé en un sillón a que ella bajara también, mientras los demás dormían. Me concentré tanto en llamarla mentalmente, que cuando me recobré, ya estaba conmigo y no hubo más por decir. Rehicimos, nos tocamos y besamos, precipitados, otra vez temblorosos por el temor de ser descubiertos, mas nuevamente ese peligro nos excitaba. Pasamos de estar recostados en el gran sofá de la sala, bañados por la nocturna luz que se colaba por las cortinas claras del ventanal, a deslizarnos hasta el acolchado tapete persa de la sala para agotar nuestros impulsos silvestres de apareamiento. Después, y en silencio, cada quién regresó a su dormitorio con sensación de triunfo. La noche siguiente nos volvimos a encontrar en el mismo sitio, cada uno cumplió puntual con la cita. Nos gustó más la firmeza y complicidad silenciosa del tapete de tejido azul para la siguiente unión. Esas noches nos sentimos completos, por primera vez, a nuestra tierna edad. Esa fantasía sólo duró dos noches, donde en la sala, a hurtadillas y de madrugada, la volvimos realidad imborrable. Al cabo de ello, se fueron en su camioneta a proseguir su itinerario de vacaciones. La despedida fue difícil, yo hubiera querido abrazarla fuertemente y tal vez prometerle algo. Ella, supongo, entró en pánico por tener las miradas encima, sólo alcanzó a rozarme la mejilla para rápido subirse a la camioneta. Nunca volteó su cara ni la asomó por el cristal. Siempre he preferido pensar que lloraba por no poder darme el adiós querido. Creer que sus ojos y los míos se inundaron en un deseo cortado, cercenado de un golpe. Varios días perdí el apetito y únicamente tenía espacio para ella, en mis recuerdos y sueños la reencontraba dispuesta cuan ansiosa. La soledad y la abstracción parecían volver a atraparme, pero en casa lo advirtieron, procurando evitarlo, y tanto la familia como las continuas visitas se obstinaban en ello. Decidí actuar en 19


consecuencia, no olvidarla sino recordarla en otras; una especie de homenaje para esos gratos e imborrables momentos. A partir de ahí, cada que iba de visita a una casa o que alguien venía a la nuestra, aprovechaba mi buena fama de bien portado y me las arreglaba para quedarme a solas con alguna de esas muñequitas de las familias frecuentadas o vecinas. Ya no me importaba si eran mayores o menores que yo, sólo que me atrajeran, aunque debo decir que mi espectro de aceptación era muy amplio. Naturalmente, era yo quien comenzaba los cortejos, acercándome cada vez más, iniciaba toqueteos, vencía diferentes resistencias y confrontaba distintos tipos de respuestas negativas. No siempre obtenía lo que quería, pero al menos algo lograba, nunca me iba en blanco y tampoco me delataron por mis insistentes acosos. Aceptaba entonces participar en el juego que fuese, con tal que hubiera posibilidad de algún contacto físico y me despachaba con la cuchara grande, cuando podía: besaba, agarraba, lamía, sobaba, abrazaba o rozaba lo que se me acercara. Pequeño de edad pero ya tenía mis métodos, un teatro montado sobre mi cortesía y galanura, me permitía aprovechar cada posibilidad que se presentara para seducir. Miraba a los ojos fijamente, entre amenazadora y conquistadora, mi mirada penetraba y mandaba, igual que mi miembro, aunque este no pudiera concluir su cometido biológico por la fugacidad del momento disponible, pero a esa tierna edad, eso no era preocupación ni objetivo, teniéndome sin cuidado. El gran placer hallábase en la dominación, en sentir la inminencia del peligro, exactamente, en la aventura de lo insospechado como de lo prohibido, con posibles e innumerables dificultades en un sinuoso camino sin final escrito. Detonaba dentro de mí un vertiginoso flujo hormonal consecuente, que me aumentaba el fulgor en los ojos, entre sus demás efectos. Ese torrente de adrenalina desatado, que me satisfacía, como buena droga, fue requiriendo más dosis, provocando estados alterados en mi consciencia, a la vez que fui subiéndole de tono y medida a mis acciones. 20


De forma paulatina, eran menores los preámbulos y las inhibiciones, la tolerancia a la resistencia y los códigos de ética que pudieran haber sobrevivido en mi proceder. Mis sentidos se llenaron de secreciones y vapores virginales arrancados de su fuente viva, que como colecta primorosa, se absorbieron en mi piel, dotándola de finas notas aromáticas, por demás emblemáticas que me gustaba constatar por análisis sensorial, olisqueando dedicada y repetidamente mis brazos, manos y dedos, sobre todo, en depravada manía. Un placer excelso… ¡Ah!, como buen catador. –Veo que ya disfrutas de los recuerdos. ¿Cómo te sientes después de este desahogo? –Sorprendido por la fluidez. Debo admitir que tu hipnosis auditiva, funciona. –Es el método usual en estos casos. Sigamos con tus recuerdos. Ahora, también recuerdo a una vecinita que pasaba a jugar por las tardes, se presentaba siempre muy arregladita, con su caminar elegante por el jardín, y apenas tenía oportunidad, la aventaba a la piscina y se zambullía completa, después gritaba, lloraba y se enojaba. Claro que la ayudaba a salir, la secaba y cuidaba muy atento. Era esa la oportunidad imperdible para frotar y toquetear su cuerpo antes de hacerlo mío. Ella autorizaba con su mirada tierna, de enamoramiento primerizo y se entregaba a mi voluntad húmeda. Ese acto se repitió tanto, que ella mejoró ostensiblemente sus chapuzones y entendía que era nuestra ocasión ideal. No obstante lo anterior, cada vez fue siendo más difícil repetir las sensaciones precisas de aquellas primeras experiencias, hasta que las aproximaciones fueron imposibles, de la misma forma que sucede con las drogas que pierden su efecto inicial, sólo quedó en costumbre. Nunca más logré el sudor copioso y a la vez temeroso, ni el tiritar de la piel como si me congelara por algún frío intenso, tampoco el respirar y el palpitar incontrolados de esa forma; no volvieron… aunque quise e intenté emular cada cosa en incontables ocasiones, incluso me esforcé en reproducir las condiciones originales lo más posible, mas los resultados no se repitieron. Aquello fue muy frustrante, hasta que pude o tuve que olvidarlo. 21



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