El falso ápeiron

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Primera edición, 2019 © 2018, Héctor Alejo Rodríguez. © 2018, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com ISBN de la obra 978-607-8656-05-9 Diseño de portada © 2018, Diana Pesquera Sánchez. Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes. Impreso en México

Printed in Mexico


Héctor Alejo Rodríguez (Uruapan, Michoacán) gritó parte de su niñez y adolescencia entre bosques de casuarinas, manantiales y tierra colorada. Por rebotes del destino y voluntad paternal, aterrizó en la ciudad de Querétaro con permanencia limitada. De convicciones errantes, pisó varias universidades sin merecerse ninguna. Carmen Simón, con su método levreriano, lo aseguró en la inquietud de las letras y le encomendó las primeras tareas de esculpir relatos. Irreverente en consumir historias, logró menciones honorificas en el Primer Certamen Carta al Padre de Par Tres Editores (2011) y en el Concurso de Microrrelatos de la Biblioteca Popular José Ingenieros de Zárate (2014), en Argentina. Ha sido publicado por el Museo de la Palabra, en Toledo, España, (2012, 2013, 2014) y en la Primera Antología de la Biblioteca José Ingenieros (2015) de Argentina. Fue finalista del Primer Concurso de Cuento Corto (2015) de la Editorial Zenú, en Córdoba, Colombia. Publicó su primer libro de cuentos La raíz siniestra de Ernesto Atenco, Par Tres Editores, (2016).



El pesebre del incauto No recuerdo cuándo fue la última vez que limpié el fusil de mi padre. Ahora es necesario hacerlo. Anoche se nos murió el Canelo y las gallinas y los becerros se han quedado a ojo pelón en esta parte de monte que escogimos Rafael y yo para hacer hogar. Sí, las madrugadas eran todas del Canelo antes de que lo alcanzara la muerte. También eran de las luciérnagas, de las chicharras y de los grillos. Pero ahora ya son todas del coyote. Por eso no se oye nada, como si el silencio brotara de las ramas altas de los árboles y saltara y aplastara todo. Es como si el tiempo de secas se hubiera vuelto más grande que la calamidad. Pero es el coyote que anda cerca, el que hace que los animalitos se junten más, como para acicalarse del frío. Y yo estoy aquí afuera, detrás de una lumbrada, esperando, por si le entra valor para acercarse. Mis hijos están adentro, en nuestra cabaña toda flaca, tendidos sobre los petates que los reciben para soñar la noche. Aún ven todo triste porque el Canelo ya no estará para hacer lo de sus escapadas al río ni de sus juegos. Le hicimos su tumba, casi a la entrada de la tierra que liberamos del monte, como para que siguiera resguardándonos. Pero eso ya no se puede. Lo enterramos descobijándose el sol, en un hoyo así de grande para que cupiera, después de que Rafael hubo bajado del monte, donde se está toda la noche haciendo su trabajo de raspar los troncos de los pinos para hacerles lagrimear la trementina. Mis hijos despidieron a su perro guardián, con sus caras mojadas de tristeza, arrojándole flores de azahar de los naranjos donde le gustaba echarse, aplastando su sombra. 5


–Ahora sí –le dije a Rafael–, ahora sí que esto se volverá una tentación de las más grandes para lo que pueda bajar del monte. –Es sólo una noche, mujer –dijo Rafael–, en una noche no se puede descubrir tanta desgracia. –Tú no estás aquí en las noches, Rafael. Y el Canelo era quien mantenía a las bestias monte arriba. Tú no lo oías a cada rato emprender unas carreras y sacar su ladrido ronco, persiguiendo quien sabe qué en la madrugada. Toda la madrugada, más negra por esas correteadas que dejaban que el sueño se hiciera una cosa lejana. –Está bien, Isabel, le voy a convenir a uno de los peones del aserradero para que baje y mañana traeré uno de los perros que nos cuidan en el trabajo. –No Rafael, ningún hombre que no seas tú vendrá a mi casa. –Entiende, mujer… –No, Rafael. Tú no estás pero yo sí estoy. ¿Dónde está el fusil de mi padre? –Donde siempre mujer, allá arriba, sobre el tapanco. –Bájalo, que lo voy a limpiar… –Pero ahí está el rifle cargado, detrás de la puerta, mujer… –No, Rafael, el fusil de mi padre ya trae muerte, tu rifle no le ha despuntado la vida ni siquiera a los pájaros… –Ahí como quieras, entonces, mujer… Sentí cómo Rafael se escondió la risa agachando la cabeza. Pero yo estaba clara. Después de mí, sólo estaba él para cuidar de mis hijos. Las gallinas siguen apretadas en su miedo y los becerros no paran de moverse dentro de los corrales como si rebuscaran un hueco para aventarse hacia la noche. Sienten al animal. No lo veo pero escucho cómo roza los hierbajos en sus vueltas. Las pisadas sobre las matas se van hasta escucharse quedito, pero rápido vuelven, hasta sentirlas a unos pasos de la tumba recién hecha del Canelo. Ahí se quedan, paseándose de un lado a otro. «Ven, sal de la oscuridad animal maldito, ven para que te regale un balazo en la cabeza… date otra vuelta… hueles la carne 6


de las gallinas y de los becerros y te zangolotea el apetito… pero es lo que tenemos para pasar este tiempo de secas, lo que tenemos para nuestras barrigas llenas de hambre… ven, este fusil no es de los que fallan, ya ha traído muerte, mucha de ella…» No siento frío pero así de pronto, me hace temblar una presencia que hace vaho en lo oscuro. La siento como un deseo pesado. Un deseo de acarrear su hambre y reventar los corrales. Luego se aleja, como si la oscuridad la atrapara y la jalara hacia atrás. El fusil me lo heredó mi padre, aún envejecido de vida. Se lo arrebató a un Capitán Federal después de abrirle la garganta. Fue durante la Guerra Cristera cuando al gobierno le dio por matar a los curas y a la gente más pobre que los seguía. Mi padre se levantó contra aquellas tropas que violaban y quemaban todo lo que se encontraban y que no tenían ni una miserable gota de piedad en las entrañas. Fue parte de ese puñado de hombres cristeros que se desperdigaron en el monte, corriendo tras la tropa unas veces, y otras, huyendo de ella. Las armas que traía la tropa hacían más puntería que las que disparaban los alzados, hacían más muerte porque eran más, pero el valor de esos soldados era como un hilo de telaraña. Nomás hacía falta que echaran de ver que los cristeros aparecían por debajo de los matorrales, por debajo de las piedras para que se les abandonara el coraje y salieran corriendo, disparando y matando árboles que recibían aquellas descargas en silencio. Muchas veces fue así, pero otras, los cristeros caían de los caballos, despeñados de las laderas, sosteniéndose las entrañas que se les escurrían entre las manos o con el espinazo roto por las balas. Hubo mucho muerto tendido en los claros del monte, más de los que puedo contar, resecándose para los zopilotes. Mi padre peleó, se sanó sus heridas con la medicina del monte, avivó la esperanza en sus hombres de que la causa era justa, se desangró con ellos avanzando por delante en las batallas, huyó, se escondió y cuando pudo bajar del monte, se encontró con un mundo nuevo y ajeno, que ya no tenía nada por qué pelear. Le llegó el indulto del gobierno, se cargó el fusil y 7


siguió el camino de los desesperanzados que no sabían si habían ganado o perdido, pero habían perdido más porque seguía el hambre y una soledad que se volvió de las fuerzas de un peñasco que no se mueve. Entonces regresó a donde siempre, al monte, de donde había salido para que sus ojos miraran una diferencia, como un río de corriente nueva, pero regresó arrastrando una triste resignación. Subió para hacer hogar y engendrarnos a mí y a mis hermanos en una paz que más bien parecía de olvido. Y sólo después, al ir creciendo como varas de nardo, conocimos su historia por las cicatrices de su cuerpo. «Pero yo voy a hacer que te recuerden papá, que mis hijos te conozcan a través de lo que yo les cuente, para que no te nos mueras nunca…» Me coloco el fusil para alargar bien el ojo por la mira, la culata pegada al hombro, la rodilla hincada sobre el petate. Aguanto el resuello, parece que los becerros quieren llorar, algunas gallinas cacarean y se aletean el temor. «Ven coyote, sacúdete lo cobarde, como te sacudes el agua del río; ven, salta a la luz de la lumbrada para que pueda verte y dejarte ir derechito una bala que te parta tu cabeza maldita…» Oigo el jadeo adelante, pequeño. Luego, se va moviendo a la derecha. Lo siento aquí, de lado, donde sólo veo los troncos de los pinos. Ya no escucho nada, muevo el cañón del fusil y apunto hacia donde está el Canelo en reposo. Se oye que rozan el matorral a la izquierda, el cañón apunta hacia ese lado. Tengo la boca reseca. «Si me he de quedar toda la noche para esperarte, me quedo, coyote, aguantándome la sed. Me quedo para verte… ándale. Acércate, déjate caer a la tentación. Olfatea la carne, ¿deliciosa, no? Saboréala, coyote maldito. Es la misma que se saborean mis hijos cuando la cocino, cuando el hambre llega y les arrebata su alegría. Aquí me quedo para esperarte, ven, coyote sin sueño…» Los matorrales se han quedado sin pisadas. Un vaho sale volando como si fuera una nube de polvo. La lumbrada lo prende, lo veo subir, hacerse largo como una sábana, hacerse invisible. 8


Lo sigo hasta que se hace una nada negra. Bajo el cañón, apunto al hueco de oscuridad que se hace entre los troncos y que parece la entrada de una cueva. «¡Ahí, Isabel!» Aguanto la bocanada de aire como si estuviera fumando. Lo veo, rápido. Veo como si se prendiera una luciérnaga, un ojo encendido; sólo uno, un ojo que lleva la lumbrada adentro, como un espejo que rebota una luz. Sólo lo veo por un momento. Disparo. La bala se va, matando lo primero que se encuentra, una piedra, un árbol, la tierra, nada. Menos la maldad del coyote. Las gallinas y los becerros se arrinconan. Adentro de la cabaña se mueven los petates. Recargo, sin quitarle la vista a lo oscuro que se acerca. El eco del disparo se ha muerto. Espero. El fusil encuentra mi hombro de nuevo; quieto, mira hacia el monte. «Yo no te llevé a la muerte papá. Yo no. Fueron mis hermanas y hermanos que se hicieron un veneno junto y quisieron desposeerte de lo poco que habías hecho, después de aquella revuelta. Ni sus hombres ni sus mujeres te merecieron un respeto. Muchas veces te vi sumido en tus enojos de viejo, sin decirme nada, pero se notaba que tus manos querían volver a cargar el fusil y llenarles el pecho de balas. Pero te empujaba el cariño y evitabas segarles la vida a esos desagradecidos. Mi madre no aguantó el tamaño de esa pena y se fue primero, a buscar un consuelo en la humedad de la tierra. Yo era muy chica, papá y me faltaba la fuerza para enfrentarme a esos canallas pero más de una vez, logré voltearles la cara con mis manos. Por eso me fui, papá, después de que te sepulté. Me fui con Rafael. Tú lo conociste, papá. Es un hombre bueno. Siempre me ha querido bien y él me fue amansando con sus palabras que me acariciaban la piel y que hacían que el espanto y el coraje se fueran quedando pequeños. Hicimos hogar, lejos de la avaricia, cargando nuestra pobreza, pero lejos de la atrocidad». El cañón del fusil tocó la tierra como si se le doblara su fuerza. Lo sentí como una tranca, el recuerdo le regalaba peso, el peso que se agarra de los muertos. Un ojo se me llenó de una lágrima gorda, me la sequé de un coraje. 9


«No Isabel, no te venzas. Echa para atrás el pasado. El ojo mojado es engañoso para la puntería…» El fusil seguía acariciando la tierra cuando de la oscuridad de enfrente, delante de la tumba del Canelo, se fueron adelantando dos lucecitas, pequeñas al principio; luego fueron creciendo. Dos ascuas en medio de aquel desierto oscuro. Las dos ascuas del diablo. Entonces disparé. La bala mató los brotes de un arbusto e hirió el suelo del monte salpicando un puñado de tierra roja, muy cerca de las patas huidizas del coyote. Los matorrales se agitaron, como si corrieran entre ellos los becerros, se fue alejando la agitación, pero dio la vuelta rápido, regresó como si lo empujara la fuerza de un galope. «¡Recarga rápido Isabel!» Lo volví a sentir pesado, y cuando lo tuve en la mira, lo vi de una alzada más grande que el Canelo, avanzando, y en él no había cobardía. Los ojos eran tan amarillos que no pude dejar de mirarlos. Brillaban. Me metí en aquella brillantez. La panza se me hundió, el gatillo se quedó solo, sin la voluntad de un dedo que quisiera apretarlo furiosamente… Y entonces vi cómo el mundo de esa noche se abría de blanco. Se abría en un blanco muy fuerte. Me encontré con la cara de mi padre y todas sus historias brotando de él, de cada cicatriz que sufrían en un viejo dolor. Miré los días que llegaban temprano y se sepultaban pronto, sentí un mareo y la boca me supo a un desierto. Vi la tumba de mi madre y me asomé para tocar sus huesos. Sentí un ansia de hambre y mis manos señalaron mi vientre que se abultaba en un embarazo. Advertí el sol que secaba la tierra al mediodía. Miré a lo lejos y descubrí nubes como montañas. Mi padre volvió a mi lado y abrazó a los nietos que no vio nacer pero que siempre imaginó. Vi la libertad que persigue un perdón. Me miraron mis hermanos y escupieron su soberbia, enflaqueciendo hasta romperse en esqueletos. Probé la dulzura del maíz y el refugio de un fogón. Sentí la alegría del café, y la desesperanza del hambre que engorda a mis hijos. Escuché el paso de la muerte en los corrales, vi la sangre en la tierra, miré la lumbrada desmayarse. Absorbí el ánimo de los muertos y la resequedad de los vivos. 10


Noté a todos los animales del monte, en sus madrigueras, en sus cuevas y en sus nidos y todos a la vez, me miraron. Presencié cómo el coyote pasaba a mi lado como si no existiera, llevando un becerro colgado en sus colmillos. Reviví la muerte de mi padre y lloré de nuevo. Me miraron el amanecer y la puesta, y yo era una niña. Contemplé de cerca las plumas del zopilote y sentí su olor de carne muerta. Y desde ahí, vi todas las veredas del monte que hacían las pisadas de los hombres y las pezuñas de los animales. Sentí a todos los árboles sangrar trementina. Me vi vieja y seca, venerada por los hijos de mis hijos antes de morirme. Observé las corrientes confundidas de un río y las piedras ahogadas en el fondo. Miré a un cazador siguiendo el rastro de un venado y lo escuché hablar de que al coyote se le debe disparar por la espalda. Enfilé hacia una oscuridad de caverna y vi dos ojos amarillentos dejarme sin voluntad y hacerme dormir aterrada sobre el río polvoso del suelo. Me vi dormida con los ojos abiertos, amarrada al fusil, respirando la tierra en el sueño pesado que me impuso el coyote; pesado como una preocupación. Miré de nuevo y vi a mi Rafael, arrugada la cara en un pendiente, subiéndole el olor a trementina, llamándome. Vi a mis hijos llorosos, pidiendo a su madre. Y entonces, mis ojos fueron otra vez mis ojos y sentí toda la sed del mundo en mi boca. El día llegaba temprano, como siempre, antes que al sol se le descobijara la luz. –¡Isabel, mujer! ¿No tienes herida? ¡Isabel! –¡Mamá! ¡Mamá! El fusil sigue agarrado a mis manos. Miro los corrales rasgados, sin gallinas ni becerros. Veo la sangre que hace un camino. Escucho a las gallinas desperdigadas, escucho a los becerros desbalagados. Los veo. Y lloro. La rabia se me escurre en un ardor por los ojos. A un lado, un perro nuevo me olfatea, me mira como un chiquillo. –¡No, Rafael! ¡Déjame! Déjame una noche más, una sola, Rafael. Déjame matar a ese coyote maldito. No volverá a dormirme, no miraré sus ojos de diablo, otra vez. Solo otra noche, Rafael. ¡Necesito otra noche para matarlo!… 11


«Sí papá, sólo una noche para acompañarnos. Entonces concebiré mi venganza. A la espalda te cazaré coyote, antes de que el mal sentimiento se me haga un olvido…Ven coyote, salta otra vez de la madrugada… ¡Ven!…»

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El bosque azul Erandi veía al Juataru Cristóbal arrastrar ese cuerpo de culebra como si fuera una reata para lazar una recua de árboles. Llevaba sobre un hombro, la parte más gorda del animal e iba dejando sobre la tierra colorada, un caminito por donde se escurría esa cosa que decían que era sangre y que hacía que la tierra se pusiera casi negra. La culebrota esa estaba bien muerta y ya le habían despegado la cabeza de un machetazo para que no siguiera retorciéndose como gusano grande. Perita, la hermana mayor de Erandi, que sabía todo sobre la tierra y los animales, le dijo a la niña que aquella desproporción era un alicante. Erandi ya había escuchado de cerca sobre esos animales que crecían sin sosiego. A sus cinco años ya sabía que el alicante poseía el color de la noche, unas rayas y manchas amarillas con verdes que las hacía ver atacadas de enfermedad. Sabía que podían trepar como si tuvieran manos; se encaramaban a los árboles y a las casas de madera que eran buenas para acercarlas al cielo. Había escuchado del Juataru Cristóbal que podían brincar las lumbradas más altas cuando se quemaban las milpas de maíz y que podían tragarse a cualquiera como merienda. También sabía que eran unas víboras chifladoras y les gustaba visitar a las mujeres recién paridas que dormían sin el amparo de un hombre. Olían el parto a distancia y se metían entre las vigas de madera, que hacían de esqueleto a las casas y se volvían un secreto. El dulce de la leche materna las atraía como una abeja que enloquece dentro de una flor. Esperaban a que la noche se descobijara, desenroscaban entonces sus anillos del horcón 13


más alto. El alicante en caza aprovechaba el sueño de la mujer que amamantaba y le encascaba otro sueño con su vaho, pesado como piedra de molcajete. Metía la cola en la boquita del bebé y se pegaba como sanguijuela de un seno de la mamá para sacarle la leche a empujones de su lengua partida. Pasaba toda la noche succione y succione. El bebé amanecía a los pocos días con unos granitos en la boca, como sarpullido, y la mamá hecha una resequedad. El alicante se volvía como las ramas más gruesas del aguacate, apenas llevando de vuelta su gordura a la cima del horcón para ocultarse durante el día. Volvía a bajar en la hora del sueño profundo para atontarse de la leche, hasta que llegaba el día en que el corazón de la mamá se empequeñecía, o el bebé se prohibía en respirar, porque el hambre dejaba a los pulmones muy flacos para agarrarse del aire. Igualito como le hubiera acontecido a la vecina Zoila en su cabañita, de donde el Juataru Cristóbal había salido con ese viborón en un hombro. La vecina Zoila, caminando a trompicones su pellejo seco, lo había ido a encontrar llorosa de alivio. Todos acudían al socorro del Juataru Cristóbal cuando se sabía que los alicantes se descolgaban del monte y se hacían, como la fuerza de una plaga, junto con las barrigas gordas de las mujeres que estaban a un segundo de romper en aguas. Pero ahí estaba el Juataru Cristóbal que poseía las fuerzas de los vientos y del caudal del río. Tenía la piel como el color del tronco de los árboles jóvenes y se decía que no había nacido de mujer. Los más ancianos y llenos de autoridad de por ahí, contaban que había salido del vientre de las raíces del árbol viejo de aguacate, que caminaban encima de la tierra colorada, y que ya no tenía el ánimo de regalar fruto. Pero a esas raíces de fuera sí les creció un deseo fuerte de engrandar un hijo de carne que rompió el tubérculo desde dentro. Las mujeres lo encontraron junto al árbol que lo alimentaba con el jugo de sus raíces caminantes, y admiradas, retrocedieron con el bebé entre sus brazos. Se volvió parte de todas las familias de aquella comunidad de casas desperdigadas y huertas enormes, mientras se estiraba, diferenciado 14


de todos por el silencio que le habían heredado los árboles. Los ancianos lo nombraron como a un hijo para que creciera siendo hermano de los hombres, mirándolo con respeto ya que la naturaleza se concentraba en sus ojos. De niño, se pasaba horas al desnudo abrazado a los troncos, escuchando su sabiduría. Cuando tuvo todo el conocimiento junto en su cabeza, entonces comenzó a hablar. No le temía al río y nadaba imitando a las ranas. Trepaba a las copas de los árboles sin ocuparse de la altura, cantaba junto a los pájaros que le revoloteaban cerca de la cabeza y aterrizaban sobre el cabello duro, oloroso a la savia de las hojas. Ya desde chamaco se las veía a muerte con los alicantes. Mató a su primera víbora a los siete años cuando uno de esos animales le pasó a un lado, nadando en las frescuras del río, sin que pareciera advertirlo. La víbora grande se hizo de la orilla y dominó una piedra pulida para secarse a la armonía del sol. El chico salió de las aguas, un poco más arriba de donde se hallaba el animal asoleándose, y en el sigilo cómplice de los arbustos, se acercó contra la voluntad del viento. Cargó la piedra más pesada que sus manos pudieran levantar y se alzó como una sombra de adulto. La piedra cayó con la fuerza de los árboles sobre su hermana rocosa, haciendo la voz del trueno; la cabeza de la víbora gritó un chasquido y todo el cuerpo latigueó en espasmos de muerte. El niño pisó a la víbora justo por debajo de donde la piedra tenía su final, la levantó y volvió a dejarla caer, ahora con la fuerza del río. Ambas piedras se partieron en dos. Los ancianos de la comunidad de casas desperdigadas vieron aparecer, trepando camino, el arrastre de ese cuerpo muerto, bajo el hombro del muchacho, y sin contener la sorpresa hablaron entre ellos. Pusieron su experiencia sobre los platos de barro cocido y bebieron las tradiciones de sus antepasados en las jarras olientes a tierra mojada. Recibieron la víbora para quitarle la piel y secarla a los sudores del día. Y esperaron. Pronto hubo una nueva voz de alarma sobre un alicante recién visto en los alrededores. Preguntaron al chico que si en su espíritu 15


albergaba el rasguño del miedo. El chico negó, hablando con la alegría de las avecillas. Fue obsequiado con un verduguillo filoso, metido en una funda de cuero de vaca recién curtido, lo alistó por debajo del abdomen y encaminó un espíritu resuelto hacia los ancianos quienes le señalaron con sus dedos huesudos, allá por donde el río hacía una curva para torcerse hacia los montes. El bosque recibió al chico meciendo su melena de ramas, a modo de saludo. Las hojas que caían sobre la tierra colorada le iban dibujando el rastro que el alicante hundía en su deslizo. Los pájaros no se levantaban al aire en un vuelo de espanto; si el chico se paraba a escuchar el respiro del bosque, éstos se acercaban a sentir la nudosidad del tronco verde en su piel. El chico se fue aproximando al silencio que el alicante cercaba en lo más hondo del bosque, donde sólo se encerraba el olor de la antigüedad. Lo escuchó antes de verlo, arrastrándose en la hojarasca; el sonido de las hojas enrollándose bajo una pesada piel fría y resbalosa. Tomó el chico de su mente la prevención de los pájaros y se encaramó a uno de los árboles. Se abrazó a él, sintió los latidos del tronco, se hablaron en el lenguaje del silencio. Después subió más y desde lo alto distinguió el cuerpo del alicante dividido en curvas. Lo observó levantar la cabeza, como si poseyera un cuello enorme, y probar el aire con su lengua, en varias ocasiones, separando los aromas. El animal tocó tierra de nuevo, avanzó un poco e inició un rodeo entre arbustos y piedras. El chico lo vio regresar inquieto y bajó del árbol. Puso ambos pies sobre dos raíces que se asomaban encima de la tierra. Se colocó de espaldas al tronco, recargándose en él y se petrificó. El alicante volvió a saborear el aire antes de llegar al árbol donde aguardaba el chico. Se pegó a la tierra deslizándose armónico, pasó el árbol sin advertir una presencia, lo dejó atrás. El chico retrocedió a la altura del árbol donde las ramas se hacían un abrazo. Pasó de árbol en árbol, enmascarado por las ráfagas de aire que hacían cantar bajito a las hojas y hacerlas caer en una suavidad hasta la tierra colorada y suelta de abajo. Siguió al alicante y lo adelantó. Observó en un instante desde arriba y encontró a dos 16


árboles de distancia, sobre las raíces, unas piedras que hacían un consejo milenario. Bajó sin pisar la tierra. Escogió la piedra que creyó podría ser de un palmo más grande que la cabeza del alicante y que pudiera levantar sin que se le vinieran abajo las rodillas. La sujetó con ambas manos y la acarreó pegada a su abdomen, muy cerca del verduguillo. Caminó por encima de las raíces, se detuvo en cuanto el viento lo saludó a la cara. Aguardó. El alicante no tardó en aparecer enseñando su cabeza al ras del suelo, en un imprevisto movimiento de alerta levantó casi toda su extensión y permaneció erguido mirando por encima de las jaras. El chico lo vio muy cerca, tanto como para tocar el frío resbaloso de aquel cuerpo ondulante. La raya negra en medio de los ojos amarillos, la piel de color nocturno, la lengua partida en dos lamiendo el aire. Se hizo del suelo al quedar satisfecho con los mensajes disueltos en un silencio que se ensanchaba como una burbuja. Pasó a un lado del chico que levantó la piedra con ambos brazos y la recargó por un segundo en la coronilla de su cabeza. Un pie aterrizó en la tierra colorada y poco después levantaba la piedra y volaba lento de sus manos. La piedra cayó justo aplastando la cabeza del alicante y encajándose en la tierra suelta. El chico vio al animal enroscarse como si quisiera hacerse una mano para liberarse de la piedra. Era un nudo, luego chasqueaba golpeándose con el aire y volvía a anudarse. El chico avanzó evitando aquel dolor fustigado, pisó la piedra, sacó el verduguillo y de dos tajos, decapitó al alicante. El silencio se fue a las profundidades de la tierra y regresaron los trinos de los pájaros, el chirrear de los grillos y las salpicaduras de los chapulines. El bosque exhaló fuerte y el chico alcanzó a ver el retoce de los conejos que dejaban huecos sus escondites. Los ancianos vieron aparecer al chico entre el resplandor que hacía más verde la salud del bosque. Recibieron la cabeza del alicante que el chico les otorgó como trofeo y deliberaron. Se miraron unos a otros en lo profundo de sus ojos húmedos de memoria, encontraron las palabras de espíritu que sus abuelos habían grabado desde que caminaron el monte, y los bosques les 17


abrieran sus secretos. Supieron entonces de la envidia que ponía sedientos a los alicantes por los asuntos de los hombres. Le hablaron en la lengua ancestral purépecha y el chico les respondió bien en el mismo idioma. Se alimentaron de la voz infantil que explicó con la poesía del quetzal y la inquietud de la ardilla. El conocimiento germinaba y brotó sobre ellos que el alicante no podía sentir al niño porque vivía en él la inmortalidad de la madera. Entonces le confiaron que su travesía era apenas una luz de luciérnaga, y el fogón de ladrillo cocido conoció de nuevo el aliento vivo del volcán. De ese fuego se prendió el metal en un blanco luminoso y de la forja, nació el filo del machete. Los ancianos obsequiaron al chico el arma con la empuñadura hecha de la madera dura del aguacate viejo, y un rollo de manta cruda que había dormido años abrazada al tronco del pino más alto y grueso, rociada todos los días por la paciencia de la trementina. Uno de los ancianos le enseñaría las artes del machete y la mujer de la comunidad, que había visto vivir y morir a más hijos que nadie, le mostraría las artes de formar en la manta, las defensas contra las corrientes más vivas del frío. Así, los ancianos lo instruyeron como guardián del bosque y fue conocido más allá de donde los montes se vuelven de un gris lejano. Cristóbal creció y todos le comenzaron a llamar Juataru porque era más del bosque indómito que de los hombres. Pasaba meses desaparecido en la antigüedad de los árboles, en la rapidez del venado, en la astucia del coyote y la voluntad del puma, hasta que el fuego de las milpas se desbordaba sobre los montes o el río crecía y se desviaba tanto como para abrazar a la montaña y partir las raíces y las rocas. Erandi también sabía que cuando las mujeres que bajaban al río regresaban hablando de las agitaciones de las hierbas y de los lirios, era porque los alicantes rondaban las orillas, y era el tiempo de que el Juataru Cristóbal abandonara la profundidad milenaria de su cueva para prestar sus servicios de guardián. Entonces lo esperaba mirando hacia el camino hasta que los perros salían en carrera y rompían la canción del bosque con 18


la alegría de sus ladridos. Lo veía aparecer, primero la cabeza y los hombros, hasta descubrirse todo el cuerpo, que parecía el señorial de los árboles que llevaban la vida de cien hombres purificando los cielos. Erandi era la primera en recibir al Juataru Cristóbal tomándolo de una mano, arremolinados entre los lengüetazos de perros saltarines. Lo llevaba hasta donde lo esperaban los ancianos y luego los veía desaparecer en la choza grande de los consejos. Ahí aguardaba hasta que el Juataru Cristóbal salía envuelto en la esperanza y bendición de los ancianos. Erandi volvía a sujetarse de la mano nudosa del Juataru Cristóbal y caminaban al paso, entre las huertas, mientras una historia cantarina de los bosques se columpiaba en sus oídos. Las lenguas de los bosques eran muchas y el Juataru Cristóbal las conocía todas. Sabía cómo contaba el venado y la ardilla, el puma y el gorrión; el coyote y la liebre. Entonces, Erandi hacía grande lo que escuchaba para verlo mejor en su cabeza hasta que el día se iba despidiendo. Perita, su hermana, llegaba a reunirse con ellos antes de que todo se escondiera de la noche y los grillos se hicieran de su música. Era el tiempo de cantarle a las estrellas y Perita lo hacía con una voz abundante que lograba que el bosque respirara en silencio, escuchándola en un arrullo fresco, en tanto el Juataru Cristóbal la acompañaba con la armonía del canario. Ahí se estaban los dos, contentándose con el cielo y sus resplandores lejanos. Llegaba la hora del sueño y Erandi y Perita se despedían de las estrellas. El Juataru Cristóbal les hacía compañía de regreso a su cabaña. Entonces Erandi lo abrazaba y le dejaba los labios en la mejilla y la niña se llevaba a la cama el sabor de las hojas del pino. Erandi se imaginaba, antes de dormir, lo que el Juataru Cristóbal haría durante toda la noche. Caminaría vigilante, como suelen escurrirse las sombras, y recorrería las distancias largas entre las cabañas hasta sentir los arrastres del alicante. Entraría a la cabaña invadida, envuelto en su manta cruda y olorosa a trementina. Se volvería como el alicante, un bulto muerto, una espera en lo oscuro, hasta que el animal saliera a la hondura de lo que duerme 19


profundo. El filo del machete despertaría y se haría un destello, que partiría hasta la tranquilidad del aire. Eso imaginaba Erandi cuando el sueño se le encimó y no pudo con él. Los párpados se le vinieron abajo, sintiendo en la nariz, un rastro sano de los perfumes que se deslizaban juguetones, en las puntas afiladas de los pinos ancestrales. Perita despertó a Erandi en la mañana cuando el sol apenas era una raya amarilla en las copas de los árboles más estirados. De prisa, se trenzó en dos el cabello y salió de su cabaña, al tiempo que el Juataru Cristóbal arrastraba al alicante sin cabeza por el camino. Los ancianos lo llamaron para fortalecerle el espíritu con la tortilla caliente, los frijoles humeantes, el aguacate recién cortado y la carne de armadillo, aún en la brasa del fogón, que se preparaba ceremoniosamente en la choza de los consejos. Erandi esperó a que saliera el Juataru Cristóbal después de ser recompensado para despedirse de él. El Juataru Cristóbal levantó a Erandi como si sostuviera a un recién nacido que saluda al sol; la estrechó como sólo él sabía abrazar a los árboles para recibir su cariño y le dejó al oído un adiós que sonaba al goteo del río cuando subía sin apuro. Erandi lo vio desaparecer, bajando por el camino, seguido por unos perros que se hacían un aullido de abandono. Sin llamarlo, le subió un deseo de que otro alicante apareciera arrastrándose desde la calma del río para que el Juataru Cristóbal regresara pronto. Pero sólo se presentaron los remolinos de aire que levantaban la tierra colorada y empujaban más lejos los aullidos lastimosos de los perros. Erandi se quedó en medio del camino, limpiándose con los dedos, la tristeza que se le juntaba en los ojos. En su mente, Erandi no tenía una cara paternal que pudiera extrañar. Lo más cercano que sentía como papá, era al Juataru Cristóbal. Las ausencias del guardián se encimaban como las subidas largas desde el río, llevando el cántaro de agua lleno y 20


recargado en la cabeza. Por ello, Erandi buscaba el consuelo del bosque, después de darles el sorgo a los animales que rebosaban los corrales y aplanar la masa de las tortillas antes de que su mamá y Perita las dejaran ir a tatemarse encima del comal. Corría y corría hasta sentir cómo las hojas de los árboles la recibían cayendo de gusto. Entonces Erandi giraba en medio de la cascada de hojas, haciendo que los dibujos de osos de su vestido, bailaran de contentos. Ahí se ponía a perseguir los lugares donde ella y el Juataru Cristóbal pasaban horas esperando a que los pinos se hicieran generosos y dejaran que sus piñas aterrizaran en la tierra colorada, para abrirlas golpeándolas sobre un consejo de piedras, y descubrir en su interior, la cuna de los piñones. Las manos actuaban rápido y el fruto desaparecía en sus bocas. Lo masticaban lento para liberar el manjar del piñón, de un sabor feliz a pistache y nuez, que duraba la eternidad de una delicia. También estaba cerca el lugar donde las crecientes que bajaban de los montes en los tiempos de aguas habían herido la tierra y dejado unos surcos enormes que parecían las arrugas del bosque. Ahí, en unas de esas hendiduras, donde la creciente había dejado descubierta la tierra roja más antigua, apareció la muñeca encuerada que el Juataru Cristóbal rescató de los torrentes correlones y regaló a Erandi para que se creara un juego en sus ausencias. Erandi vio que la muñeca no era como las otras muñecas de las niñas que dominaban la comunidad; carecía del acolchonado de la tela y de un ojo. Su muñeca tenía las formas que su hermana Perita escondía bajo su falda larga, y que sólo podía ver cuando se bañaban juntas en un codo oculto del río. Pero le lucían muy bien los vestiditos que Perita le había hecho con el encanto de sus manos, y la hacía parecer como jefa de todas las muñecas con un parche temible sobre el hoyo de la cara. Erandi caminaba el bosque, arrullando a su muñeca, en el tiempo en que las hojas se ponían de acuerdo para caerse juntas, y que sonaban como muchas piedrecillas aventadas y chocando entre las ramas. Pronto las hojas murieron sobre la tierra colora21


da y dejaron una tumba de polvo dorado, hasta que la corriente de las heladas limpió los caminos, y el frío empujó a los hombres a buscar el refugio del fuego dentro de sus cabañas. Erandi sentía al bosque apartado de ella mientras los animales del corral iban haciéndose menos y aparecían hirviendo en el fogón. A veces el frío la dejaba salir cuando no lo sentía clavarse como un salvaje en la planta de sus pies. Era el tiempo en que el Juataru Cristóbal agarraba el sueño místico de los osos y las ardillas y desparecía del bosque en las profundidades cavernosas de la tierra. Parecía que todo el monte había huido; hasta los ronquidos del río se movían como lentos de cansancio. Pero el sol se rebeló un día y se coronó de un calor sostenido que deshizo la helada mañanera y los pájaros se encontraron tibios en sus cantos. Erandi tomó a su muñeca, que ya era una doncella pirata y salió para que el bosque la colmara de sus respiros. Torció por la vereda que habían pisado muchos hombres y que la subía al hogar de los pinos generosos y ancestrales. Iba platicándole a su muñeca sobre canoas que vencían a los ríos, y que encontraban peces gordos y nuevos que se hacían de muchos colores. Le contó cómo el conejo le sacaba voz al tronco hueco con el poder de su pata y cómo el cardenal se volvía una luz roja cuando el sol se caía de sueño. Se dio cuenta que había algo grande que cerraba la vereda cuando le relataba a su muñeca sobre la gota de lluvia que no consiguió secarse nunca. Erandi vio que aquello que no le dejaba ver todo lo largo que subía la vereda, parecía una piedra de un negro tan profundo, que sólo poseían las rocas incubadas dentro de la tierra. De esas piedras ennegrecidas que no conocen una caricia de luz y que padecen de frío como las que viven en la cueva del Juataru Cristóbal. Y era muy probable, que a esta piedra, el suelo la vomitara hacia arriba, sintiéndola como un estorbo en uno de sus tantos estirones desprevenidos. Erandi se acercó pensando esquivarla para regresar al camino. Por los lados, la tierra se hundía como un techo de dos aguas, dejando descubiertas laderas muy hondas y escarchadas del huinumo más resbaloso que regalaba unos via22


jes de cabeza hasta el nacimiento de la subida. Lo mejor sería treparla y, hecha una decisión, estiró una mano. La piedra dio un suspiro de vida y Erandi echó para atrás sus ganas trepadoras. Se quedó observando el despertar de aquella piedra, como si saliera de un entumecimiento de noche larga. Le nacían brillos parecidos a cuando el sol le pone una mirada de reojo a la cara rocosa de la montaña. Erandi pensó que lo que buscaba despertarse con esos movimientos de viejo achacoso era una tortuga de un caparazón gigantesco. Casi grita al querer abrazarla. La detuvo lo que se despegó de aquel caparazón y le mostró una cabeza aplastada y un ojo amarillo que no parpadeó. Erandi lo miró como si pudiera verse reflejada ahí adentro, y sintió todo el frío del bosque atropellarse en su panza. Una de sus manos se agarró fuerte de su muñeca y sus piernas empezaron a moverse, empujadas por el latigazo del miedo más grande que hubiera sentido hasta entonces. Perita venía de recoger el poco fruto del aguacate que la helada no había hecho un témpano, cuando escuchó un grito que bajó rápido, desde donde nacía la vereda que subía al monte. Pensó que eran los chiquillos que jugaban pegados al soplo cálido de la tierra colorada. Pero otro eco, muy solo, se dejó caer como un despeño de piedra suelta. Subió un poco para ver más de la vereda. Erandi apareció corriendo como si la aventara una locura. La risa se le quedó atorada a medio camino al observar como Erandi tomaba los sesgos de la vereda, entre un enredijo de piernas que luchaban por no irse de panza. Luego sintió el pecho apretado, galopando muy fuerte por dentro de las costillas. La canasta de los aguacates se soltó de su mano. La cabeza levantada que se asomó en lo más alto de la vereda, siguiendo codiciosamente la carrera de Erandi, la hizo quedarse quieta de horror, como un horcón seco. De aquella cabeza levantada, que bajó a sentir el cosquilleo de la tierra, le siguió un cuerpo curvo que avanzaba con la velocidad del que persigue sin cansancio. Perita sintió que pasó mucho tiempo aprisionada en el susto, mirando cómo el 23


alicante volvía a levantarse para ver la escapatoria de Erandi y volvía a bajar para seguir persiguiéndola. Se apretó lo que se le retorcía en el vientre y corrió tras su hermanita lanzándose entre arbustos y piedras. La alcanzó justo antes de que otro sesgo de la vereda le cambiara el rumbo, la agarró como si atrapara una gallina, le tapó la boca y se dejó rodar abrazando a Erandi entre la complicidad de los arbustos. El alicante pasó justo a un lado de su escondite cuando eran inmóviles como piedras, haciendo un siseo fuerte, rápido, como si una fuerza enorme la hubiera lanzado sobre la tierra, levantando la protesta del polvo. En cuanto sintió que el bulto completo del alicante se iba perdiendo entre las bajadas de la vereda, Perita se levantó con Erandi dejando el escondite de los arbustos y atravesó el terreno sembrado de hierbas gruesas, zacate alto y hoyos de tuza para llegar lo antes posible a su cabaña. Corrió con Erandi abrazada, volviendo la cabeza en una vigilia, hasta que la respiración le costó mucho y el sabor de su boca agarró lo amargo de los metales. Llegó a su cabaña hecha un pesado sudor, se dejó caer junto a Erandi, sobre una de las camas y ella, sin soltar a su hermana, aflojó el sentimiento que la oprimía y se puso a llorar. Erandi dejó de soltar lágrimas de miedo hasta que se quedó dormida, y pudo sentir apenas un poco de alivio en la oscuridad del sueño. Pero su cabeza seguía asustada y no supo realmente si despertó en la realidad, o estaba abriendo los ojos al vacío de lo que sigue durmiendo. Se incorporó y dejó que los cobertores de lana se le abultarán a la altura del pecho. Sintió como la tibieza de la cama se le iba alejando de la cabeza y de los hombros. Era de noche pero podía distinguir los cuerpos quietos que habitaban los rincones de su cabaña. Un horcón del techo se quejó como si algo lo apretara y ella volteó en un gesto curioso, buscando distinguir lo que se estrujaba en el techo. En una de las vigas había algo parecido a una cuerda enrollada que no recordaba que alguien la hubiera colgado ahí. Escuchó un nuevo quejido de madera que se siente apretada, casi a punto de vencerla. La mirada la aterrizó 24


para fijarse si había alguna brasa en el fogón. La ceniza estaba muerta. Sus ojos se volvieron como los de los gatos y pronto las cosas aparecieron más claras. Miró otra vez hacia arriba. La madera se quejó de nuevo. Aquella cuerda enrollada le enseñó cómo le crecía la forma de una cabeza, aplastada, de unos ojos amarillos muy grandes que ya la habían descubierto… Erandi despertó atragantándose en su grito y los ojos escurridos de tragedia. Se incorporó con la fuerza del becerro herido, que unas manos del tamaño de las raíces del limón chico en su primer retoño, lograron contener. Detrás de su goteo triste, Erandi sintió el aroma a hojas de pino y percibió la presencia del Juataru Cristóbal que la recibió con el abrazo inmenso de los árboles. Escondió la cara en su cuello y la savia olorosa de las hojas de su cabello largo le fue bajando la inquietud, hasta que el sollozo se fue haciendo como el trino de los pajarillos recién salidos al mundo. Pudo ver a su mamá y a Perita, un alivio puro las entrelazaba. La última gota de la mala impresión se fue desprendiendo para iniciar un largo abandono. Ahí, en su cabaña, abrazada del Juataru Cristóbal, que le hablaba al oído en las lenguas del bosque, se supo en la calidez de un refugio. Mientras, allá abajo, en el río, los lirios de las orillas mecían dolorosamente los serpenteos de un alicante burlado, ensanchándose de rabia y revancha por la llegada aún temprana del guardián…

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Índice El pesebre del incauto, El bosque azul, El rectángulo infinito, El baúl cerrado con perfume, La cofradía de las tortugas, La escoba, El rezago, La cuarta constelación, La sonrisa de mi muerte, La barranca, La peripecia de los manuscritos, Stockenhold, El duelo según Fortemina, Desiluminador de cielos, Eterna Cronócida, El falso ápeiron,

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