Primera edición, 2020 © 2019, Gustavo Campopiano. © 2019, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com ISBN de la obra 978-607-8656-33-2 Diseño de portada © 2019, Diana Pesquera Sánchez. Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes. Impreso en México
Printed in Mexico
C. G. (Gustavo) Campopiano; Nació en Tucumán, Argentina en Diciembre de 1955. Pasó su niñez y adolescencia en Córdoba, Argentina retornando a Tucumán en 1974. Graduado en Ingeniería en 1982 y escritor aficionado desde los quince años, escribió una veintena de artículos técnico – científicos publicados en Argentina, España, Alemania y México. Ha escrito cuentos y poesía en español, inglés e italiano. Secuestrado en 1976 por la dictadura militar argentina y luego reclutado en 1982 para pelear sin instrucción bélica una guerra inútil contra el Reino Unido, se encontró con la muerte en otras cuatro oportunidades. A los treinta y ocho años fue considerado “demasiado viejo” por las consultoras de selección de personal de Argentina, por lo que desde el año 2000 reside en México, mientras trabaja en proyectos de ingeniería en Rusia, África, Europa, América Latina y Norteamérica.
Prólogo «The past is never dead. It’s not even past» William Faulkner Requiem for a Nun
Al escribir esta narración sobre mi primera infancia, encuentro casi milagroso que la vida me haya reservado un lugar privado para explorar mis recuerdos, los cuales se erigen en las laderas del alma, en un paisaje virtual poblado de sucesos, de emociones y de personas. Que puedo recorrerlo guiándome únicamente con la brújula de la intuición para arribar a los acontecimientos desde el pasado y desde el futuro Quizás el asombro y la inocencia de los primeros años estén más cerca de la verdad que las sofisticadas y a veces hipócritas verdades de los adultos. Quizás al crecer perdemos poco a poco la capacidad de percibir los sentimientos por lo que realmente son, nos inventamos la estrategia de la indiferencia para disimularlos, y en tanto más nos acostumbramos a ella, más y más cegamos nuestra alma, como obligándonos a percibir sólo los grises. Éste es un intento por describir las alternativas de uno de esos viajes de exploración a la región virtual y privada de mis recuerdos, para observarlos una vez más con la perspectiva de la niñez, para recuperar la memoria. Con la esperanza de hallar, en la visión inocente del niño que en aquel entonces fui, respuestas a preguntas persistentes por años, de hallar las raíces de sentimientos, puros para mí, indiferentes para otros. Con la esperanza de encontrar los colores extraviados hace tiempo. 5
PRIMERA PARTE «Let me hear the wind paging through the trees and see the stars flaring out one by one…» Edward Hirsh I was never able to pray
El nuevo hogar La historia comienza en 1960 en Jesús María, un pueblito a cincuenta y cinco kilómetros al norte de la ciudad de Córdoba, en Argentina. Emplazado a lo largo de la Ruta Nacional 9, como muchos otros pueblos del interior de Argentina, éste nació hacia fines del siglo XIX con el asentamiento de colonias de italianos alrededor de una parada del ferrocarril «General Belgrano», que unía Buenos Aires con Tucumán. Frente a la estación de trenes y hacia el oeste, se situaba la plaza principal del pueblo, inmensa y rectangular. Su vereda perimetral estaba cubierta por mosaicos de bordes biselados de colores gris y blanco. En sus jardines interiores, donde se esperaría encontrar flores, predominaba el verde del césped que la Municipalidad cuidaba con esmero militar. En el interior, zigzagueaban generosos senderos de granza(1) anaranjada. En toda su área se habían desparramado bancos con patas metálicas y tablones de madera muy dura que, a desgano, invitaban a sentarse. Según mi opinión de entonces, a juzgar por los cientos de corazones con nombres, iniciales y flechas grabados, debía haber una reglamentación oficial por la cual las parejas de novios de la época debían dejar testimonio de su amor, al sentarse en ellos. En realidad, la plaza principal estaba casi siempre vacía, excepto en alguna festividad, y con esto armonizaba a la perfección con el carácter apático de sus transeúntes habituales, los lugareños. La parte más vieja del pueblo se situaba hacia el norte de la Plaza Principal, más allá de las cuatro manzanas de edificios 9
nuevos, de líneas modernas, y pintados en indefinidos tonos pasteles, que la rodeaban. Allí, casas con zaguanes(2) vetustos franqueaban las calles estrechas y húmedas que invariablemente conducían a otra placita, con grandes árboles, umbrosa y con leones de cemento vigilando eterna e inútilmente sus cuatro entradas. En el centro mismo de la plaza, una pérgola anticuada y desecha, hacía mucho tiempo había quedado en desuso. Hacia el sur de la Plaza Principal, corrían juntas, por quince cuadras, la vía férrea y la principal avenida del pueblo. Las casas más grandes, bonitas y caras del pueblo se habían construido sobre esta amplia avenida con platabanda(3) de tierra, grandes ombúes(4), y palmeras. Allí vivían los «gringos(5) adinerados del pueblo» que no eran otra cosa más que personas austeras dedicadas a su trabajo en algún campo o una empresita de la zona. Nada fuera de lo común en realidad, sólo extraordinario en la mente de vecinos con menos recursos materiales y más capacidad para propagar rumores. En esta zona parecía haberse reunido toda la imaginación de los habitantes del pueblo. Precisamente allí compró mi abuelo en 1957, un tiempo antes de que muriera, la casita donde fuimos a vivir. Lo hizo con la manifiesta intención de que sus nietos veraneasen allí. No dudo de las buenas intenciones del abuelo, pero también medito acerca de su facilidad para extrapolar hacia nosotros su admiración por la comunidad de «gringos(5)», y con esto justificar el haber elegido un lugar tan aburrido. Situada a casi dos cuadras del cruce con el camino hacia Ascochinga(6), la casita de aspecto vagamente español, imagino, debió terminarse de construir hacia 1940 y resaltaba entre otras casas de la cuadra por la modestia de su construcción. En los años anteriores a nuestra llegada, la casa había hospedado sólo a uno que otro contingente de parientes que en los veranos llegaban desde Tucumán, en bulliciosa e infructuosa búsqueda de aquel elusivo «no se qué» que mi abuelo había visto en el pueblo y su gente. El resto del año la casa solía estar completamente vacía. La vereda de tierra de la casa le daba un aspecto inconcluso; en realidad esto era el resultado del desinterés de la parentela por 10
asumir las complicaciones de su construcción durante las cortas visitas estivales. De cualquier manera, este detalle no afectaba tanto al conjunto porque, tal como ocurre en muchos lugares donde la gente construye sus casas más rápidamente que la municipalidad a las calles, cada propietario optó por definir el nivel de su propia vereda, resultando así que cualquier inocente paseo por la cuadra se convertía en una verdadera travesía a causa de las veredas desniveladas. Por eso, en aquellos años, la gente del lugar, especialmente en las tardes, prefería pasear por la platabanda de la avenida, también de tierra, pero mucho más uniforme. Por estar al nivel de la calle, nuestra inconclusa vereda de tierra tenía la ventaja (única en la cuadra) de servir de estacionamiento para la jardinera(7) del panadero, que llegaba puntualmente a las ocho de la mañana anunciándose con el bochinche(8) de su claxon, para convocar a las vecinas que, con la sola excepción de mi madre, además de comprar el pan, intercambiaban información relevante sólo para ellas, y que en las conversaciones familiares durante la cena, mi padre, con admirable poder de síntesis, definía como «chismes». Esta vereda de tierra también fue testigo de mi primer acto de valiente independencia… ¡Cruzar solo la avenida! Instruido por mi madre a pararme en el borde mismo de la vereda y mirar primero en el sentido del tránsito, luego en el sentido opuesto y nuevamente en el sentido del tránsito antes de cruzar con paso decidido. Porque conozco hoy mi reacción frente a lo desconocido es que puedo imaginar la excitación que hubo de producirme aquel primer cruce de una calle sin la seguridad de la mano de mamá. A la casa se ingresaba franqueando una valla de mampostería cerrada por un desvencijado portoncito de madera, y luego de un brevísimo jardín, estéril de plantas, y hasta de malezas por la humedad y el abandono, se alcanzaba inmediatamente el pequeño porche(9), paso obligado para entrar a la primera habitación. Un breve pasillo comunicaba a otra habitación, contigua a la 11
primera (pero más pequeña), la cocina y el baño. La inocencia de mi corta edad, y posiblemente la inconsciente comparación que hacía de las dimensiones de la casa con mi tamañito, situaban el techo con vigas de madera de los ambientes interiores, a kilómetros de altura. La escasa luz natural disponible adentro provenía de tan solo tres pequeñas ventanitas ubicadas en las habitaciones y en la cocina. Los pocos muebles usados que mi abuelo había comprado, armonizaban perfectamente con las paredes, alguna vez pintadas, excepto en la cocina y el baño, con un color emparentado al rosa. Al final del pasillo, transponiendo la puerta trasera, el patio, y más allá un interminable e inexplorado terreno que mis padres y yo llamábamos: «el fondo». A esta casa llegamos en otoño, mi padre huyendo del desempleo, mi madre huyendo de la familia de mi padre, mi hermano Julio y yo, sólo los acompañábamos. Detestaba aquel pueblo. En el año de nuestra llegada, el frío del invierno y la soledad de su gente representaban para mí la imagen de la desdicha y el desconsuelo. Qué curioso… entonces estaba tan lejos de sospechar siquiera que en los años por venir esa imagen se desvanecería poco a poco hasta que, en un futuro distante, recordando desde una perspectiva adulta, ese período pasaría ahora a representar una contribución invalorable de la vida a mi carácter. Poco tiempo después de llegar al pueblo, mi padre consiguió un empleo y con ello la angustia de la incertidumbre comenzó a desaparecer, de a poco, reemplazada por la abrigada rutina doméstica de juegos, desayunos, meditaciones interminables, modestos paseos a pie a la plaza, al servicio religioso de los domingos y al cementerio, donde mi madre, con la tristeza más infinita que haya visto, visitaba los recuerdos de mi Nonito(10)… porque él nunca fue sepultado allí. Los días que mi padre no salía de viaje, yo dormía en una camita de metal de la primera habitación. Lo hacía con la luz encendida por temor a las sombras de la oscuridad, como to12
dos los niños. Ahora sé que en esas noches, solo en mi camita, antes de dormirme, añoraba mi casa de Tucumán, con hermosos muebles de madera lustrada, mi patio, mi jardín trasero con juegos, césped y flores, extrañaba a mis abuelos y tíos… Había perdido mi cielo azul, sin saberlo, por primera vez.
13