Escucha correr el agua del arroyo

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Primera edición, 2019 © 2019, Liliana Santiago Ramírez. © 2019, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com ISBN de la obra 978-607-8656-24-0 Diseño de portada © 2019, Diana Pesquera Sánchez. Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes. Impreso en México • Printed in Mexico


Liliana Santiago Ramírez nació en el estado de Querétaro y al cabo de poco tiempo se mudó con su familia al pueblo de San Miguel Calteplantla, Hidalgo, donde actualmente radica. Estudió en la Universidad Autónoma de Querétaro la licenciatura en Estudios Literarios donde despertó su interés por la escritura, la obra de Sergio Galindo, Otilia Rauda. Su primer producción artística titulada Escucha correr el agua del arroyo ha sido influenciada por su observación sobre las mujeres que habitan el pueblo de Hidalgo y los espacios destinados a ellas. Asimismo, la imagen de su madre, una mujer de bajos recursos, madre soltera y víctima de discriminación, marcó su infancia y posteriormente su obra. Al de salir de la Universidad, Liliana comenzó a desarrollar esta serie de cuentos cuando, por la muerte de su hermana, construye en ella una poética que tiende a mostrar de la falta de vitalidad fija en una atmósfera y en una psicología no sólo narrativa sino sociocultural.



Al Santo se le fue el milagro –¡Al Santo se le fue el milagro! –¡Dios mío, se le fue el milagro! –¡Ha perdido el brillo en los ojos! –¡Escuché que está tan molesto que hasta enchueca su boca! En el pueblo de Josefina, ese que está olvidado por casi todos, donde sólo vive la gente olvidada, ahí había ocurrido una desgracia: al Santo se le fue el milagro. Eso parecía imposible, porque hasta Dios a veces se olvidaba de ese pueblo, pero jamás de su Santo Patrón. Él siempre los cuidaba, cada cosa que pedía el pueblo, por más difícil o insignificante que fuera, la cumplía, no existía ninguna persona en ese lugar que se quejara del Santo. Si le pedían lluvia: llovía; si pedían buenas cosechas: el maíz y el frijol se daban en abundancia; si pedían sol: el día escampaba; si pedían dinero: también les llegaba; cualquier milagro, por absurdo que fuera, sucedía. En ese pueblo olvidado, la gente vivía feliz y le agradecía al Santo. Por esa razón, cada año celebraban una fiesta en la cual la gente no dudaba en dar el poco dinero que tenía para que fuera la fiesta más hermosa de todos los lugares cercanos e igual de olvidados. Las calles se llenaban de sonidos, la banda tocaba en la noche y el castillo iluminaba el cielo. Pero la desgracia llegó a ellos un día de todas esas celebraciones. La gente esperaba con ansias la quema de los castillos. Todos se pusieron sus mejores ropas para bajar a la iglesia, no eran de telas caras ni de alta costura, sólo las menos despintadas y desgastadas. El cielo se estaba poniendo naranja, cuando de repente una campana empezó a sonar. Al 7


escucharla, la gente quedó confusa, sintieron gran emoción y bajaron extasiados a la misa. El recinto estaba construido con cantera rosa, hacía poco que lo habían terminado y solo le faltaba una campana, hasta ese día no habían tenido dinero suficiente para comprarla. La iglesia se llenó por completo, nadie faltó, ningún niño ni anciano se quedó sin ir. Se escuchaban gritos y aplausos, y cada vez que la campana tocaba con arrogancia, las personas gritaban y algunas hasta lloraban de la emoción. Tal fue su alegría que no se dieron cuenta de que no había ningún castillo hasta que el Padre terminó de dar la misa. Éste era un hombre calvo y delgado, la mayoría del tiempo estaba enojado, no simpatizaba con la gente del pueblo y aunque en varios sermones le echaban indirectas sobre su comportamiento blasfemo, nadie le hacía caso, lo tildaban de viejo y amargado. Al salir de la iglesia, Josefina corrió a la placita que se encontraba frente al recinto, no era muy grande, apenas cabía la gente del pueblo. Ella quería ser la primera en ver de cerca el castillo. Los años anteriores casi no lo pudo apreciar porque era muy pequeña y le tocaba estar hasta atrás junto a su madre, pero ese día era distinto; ya tenía diez años, y su papá le había dado permiso de estar enfrente. Su desilusión se dio cuando llegó y no había nada, ni siquiera una ruedita. Volteó para todos lados y pensó que estaba soñando, que tenía que ser un sueño, era imposible que el castillo no estuviera, simplemente absurdo. Todo lo que esperó para verlo, las cosas que tuvo que hacer para que su papá la dejara estar enfrente: aguantarse las ganas de ponerse ese vestido blanco hasta ese día porque no quería tallarlo en la piedras, ni que se fuera a ensuciar de foni. No, eso estaba mal, se sentó en el piso a esperar una respuesta, rezó tres veces a su Santo para despertar, hasta que más y más niños fueron llegando, y se quedaron parados a su lado, también esperando. La gente no tardó mucho en llegar. Los adultos estaban igual que aquellos niños, no se movían, tampoco hablaban, parecían asustados, sus ojos se hicieron más grandes y brillantes, como 8


estrellas en una noche trágica, los ancianos sentían que habían muerto y que aquello era un peregrinaje al otro mundo. Pasó casi una hora de silencio y espera sin que nadie se moviera. Un mayordomo, de los diez que eran, decidió acercarse e interrumpir el brillo de aquellas estrellas. –No va a haber castillo, porque el dinero fue utilizado para comprar la campana. Habló poco, sentía que sus palabras no tenían sonoridad, hasta llegó a creer que sólo estaba pensando. Al ver que la gente seguía en el mismo letargo, decidió marcharse al igual que los demás mayordomos, mientras dejaba en la oscuridad todo el mal que hizo. Josefina fue la primera en despertar, observó a cada uno de los que estaban mirando ese vacío infinito, después miró en el mismo punto para descubrir que lo dicho por el mayordomo era verdad, corrió al lado de sus padres para llorar, aunque estos aún no querían despertar. Los demás niños también comenzaron a sollozar, al igual que los bebés en brazos, el silencio era aún más poderoso y apagaba sus llantos, la gente simplemente se fue apartando poco a poco de la plaza, como almas perdidas. Los padres de Josefina fueron de los primeros en irse, tomaron a su cinco hijos y se marcharon. La plaza no tardó en estar completamente vacía, como si los rastros de una fiesta no hubieran existido, ese día que siempre se había festejado con alegría, ahora resultaba ser desolador. En la mañana, en casa de Josefina, el silencio fue interrumpido por la imprudente niña que le cuestionaba a su madre la importancia de una campana, alegando que sólo producía un sonido incómodo en el pueblo, simplemente molestaba a la gente. Su madre, quien iba de un lugar a otro barriendo, ordeñando, prendiendo el fogón y realizando un sinfín de tareas, escuchaba a su hija con impaciencia y aunque le contestaba con un: «No sé», y con un: «La campana es importante», la niña no dejaba de aturdir a su mortificada madre, quien sentía lo mismo por culpa de esa campana. 9


Cada que Josefina escuchaba la campana sentía miedo, una sensación recorría su cuerpo, presentía que algo malo pasaría, lo sentía como aquella vez que el tecolote cantó en la madrugada y, al despertar se dio cuenta de que la vaca se había muerto, aunque estaba demasiado vieja aún seguía dando leche todas la mañanas. La misma preocupación tenía al escuchar el sonido ensordecedor de esa campana, pensaba que algo malo ocurriría. Pasaron las semanas y la gente se fue olvidando de aquella fiesta trágica, nadie tocó el tema y habían preferido omitirlo, no tardaron mucho en volver a reír y a acostumbrase a que cada hora sonara en todo el pueblo. Josefina, la niña de los ojos redondos, también se había olvidado de aquel suceso hasta el domingo en la tarde, cuando pretendía encerrar a las gallinas y se dio cuenta de que tres de ellas estaban bien muertas. Corrió para avisarle a su papá, quien las revisó y dijo que lo mejor sería no comérselas, que el calor había estado muy fuerte últimamente y probablemente eso les había afectado. Josefina no pudo dormir esa noche y sólo contaba las campanadas que sonaban cada hora, escuchaba el canto del tecolote en cada sonido. Las lluvias se habían atrasado, el campo estaba seco como las plantas de los pies de la madre de Josefina, el agua de los ríos se esfumó de repente, todos los días morían animales: vacas, puercos, gallinas. En las noches se oía cómo el pueblo entero rezaba a la misma hora, pero esta vez su Santo no los escuchaba, era como si su voz se apagara con el aire y no lograra alcanzar el corazón de su Santo. Hasta que doña Prudencia, la señora más vieja del pueblo, con ciento un años de edad, fue a la iglesia a dejar una veladora y se dio cuenta de lo que sucedía, no podía creer lo que veía: a su Santo ya no le brillaban los ojos. Así que se acercó más y más para observarlo mejor, y entonces, efectivamente descubrió que sus ojos estaban opacos, muertos. Esos ojos tan brillosos y llenos de vida se encontraban extintos. La pobre anciana sentía que ese era el fin del mundo y se detuvo unos momentos a rezar 10


un Padre Nuestro entre sollozos. Antes de terminar notó cómo su Santo se enojaba y enchuecaba la boca, con gran esfuerzo dio un grito y salió corriendo de la iglesia, era peor de lo que pensaba, en verdad estaba enfurecido. Como pudo, llegó a la tienda más cercana –la cual casi nunca tenía nada, sólo pulque–, ahí estaban don Porfirio, don Evaristo y doña Julieta, quienes tomaban un jarro de pulque para que se les pasara el calor. La dueña de la tienda, doña Cristina, vio tan sofocada a doña Prudencia que le sacó un banco para que descansara. Los ahí presentes pensaron que la pobre señora se moriría en cualquier momento: su cara estaba pálida, su cuerpo temblaba y no podía hablar. Doña Cristina le ofreció un jarro de pulque, el cual acercó a su boca para que pudiera darle pequeños sorbetes y se tranquilizara. Doña Julieta le echó aire con sus enaguas, las cuales despedían un olor demasiado fuerte, mientras que los dos hombres, parados a la entrada de la puerta llamaban la atención de la gente que pasaba diciendo: «Doña Prudencia se muere». La gente empezó a detenerse afuera de la puerta hasta formar un círculo considerable, después de un rato empezaron a rezar, los hombres se quitaban el sombrero y algunas mujeres llegaban con velas al lugar. Cuando pensaron que doña Prudencia había muerto al fin, escucharon sus gritos desde afuera, entonces, una persona tras otra se metieron a empujones a la tienda, algunos se quedaron afuera intentando escuchar lo que decía la pobre señora: –Al Santo se le fue el milagro, lo vi ahorita que fui a la iglesia… enchuecó su boca, está enojado con este pueblo… estamos malditos… todos en este pueblo lo estamos –sus palabras eran tan torpes y rápidas, que no lograba darse a entender del todo. Doña Cristina siguió dándole tragos de pulque para calmarla hasta que doña Prudencia logró recuperar la compostura y pudo relatar brevemente lo que sucedió: cómo al Santo se le había ido el milagro. La gente que estaba adentro escuchándola empezó a asustarse, y un poco incrédula, empezó a susurrar hasta que las 11


palabras llegaron afuera, a todos los demás. Algunos dijeron que era una mentira, otros prefirieron guardar silencio. Josefina y su papá, quienes iban pasando justamente por ahí, se acercaron a ver lo que ocurría. Su padre era de los que guardaban silencio y escuchaba atentamente el relato. Josefina, por su parte, sabía que era cierto, lo sentía. Doña Prudencia, con el cuerpo asustado, convenció a todos de ir a la iglesia a que vieran que era cierto, algunas señoras se ofrecieron a ayudarla a caminar porque su cuerpo no dejaba de temblar. El papá de Josefina no quería ir pero la pequeña niña de ojos redondos lo convenció de hacerlo, ella quería ver lo que estaba pasando. En cambio, su padre no quería hacerlo porque sentía miedo. La iglesia se llenó por completo como si fuera una fiesta, doña Prudencia fue la primera en entrar junto con sus acompañantes que la sostenían. –Miren, vean sus ojos, están como muertos, vean… su boca está chueca –señalaba con tal énfasis que las mujeres a su lado comenzaron a notarlo. Las personas empezaron a observar bien a su Santo y pudieron comprobar lo dicho por aquella anciana, en sus ojos no había brillo, eso quería decir que efectivamente se le había ido el milagro, algunos otros podían ver cómo enchuecaba su boca. La gente que estaba adentro salía desesperada para confirmar lo que decía doña Prudencia. Las personas que se quedaron afuera, porque no cabían en la iglesia, empezaron a entrar para confirmarlo, y así sucesivamente, unos salían y otros entraban, sólo para darse cuenta de que era verdad. Josefina y su padre fueron de los últimos en entrar. Al hacerlo, Josefina, por más que observaba al Santo no veía nada raro, ni siquiera su boca chueca. Ella lo percibía como siempre, pero al escuchar a las personas hablar con tanta certeza se dio cuenta de que tal vez no lo notaba porque aún era muy pequeña. La gente seguía parada afuera de la iglesia buscando una solución, las voces e ideas se escuchaban de todos lados, pero, 12


¿cómo encontrar una explicación a algo que nunca había pasado ahí, ni en ningún otro pueblo? La misa de la quincena sería al otro día, tenían esperanzas de que el Padre pudiera hacer algo. Salieron de la iglesia caminando en multitud; parecía como si hubieran sacado a su Santo Patrón a peregrinar por las calles, algunas mujeres aún llevaban las velas destinadas para la vieja Prudencia. Mientras más se alejaba de la iglesia, el peregrinaje se iba desintegrando y cada alma se dirigía a su destino, a seguir orando para que el Santo los escuchara. Después de que terminaron de rezar se fueron a acostar; como si estuvieran sincronizados, apagaron las velas y el pueblo entero quedó sumergido en la oscuridad, sólo se escuchaba el sonido retumbante de las campanas, hasta que su tranquilidad fue interrumpida por el viento que empezó a resonar en cada casa, se escuchaba la nostalgia del aire, algunas tejas fueron desprendidas de las casas, parecía que la ventisca se llevaría todo a su paso, los perros ladraban y nadie quería salir, ni siquiera a ver qué pasaba. Algunas mujeres encendieron las veladoras benditas que guardaban escondidas en una caja esperando ser usadas algún día, otras prendieron un pedazo de copal para ahuyentar a los malos espíritus, pero nada parecía apagar el enojo del viento. Al amanecer, todas las matas de aguacate estaban pelonas, no había ni un solo aguacate en ellas, los frutos tapizaban el suelo, algunos verdes aún, otros empezaban a ponerse negros, las calles brillaban entre esos colores con la luz del sol. En la misa de quincena, el Padre enfadado y sin escuchar las súplicas de la gente, dio su misa normalmente, y después los sermoneó diciendo que eran paganos, que su Santo jamás se enojaría, que él lo veía perfectamente normal, sin la boca chueca, ni los ojos opacos. Les aconsejó que solamente lo limpiaran. Insatisfecha, la gente salió de misa maldiciendo al Padre. Josefina estaba entre la multitud y con voz apagada murmuró entre ellos: «Es culpa de la campana». La gente más cercana escuchó lo que decía sin saber de dónde venía esa voz, pero tenía sentido, la campana era la culpable, esa idea se dispersó tan rá13


pido que todos se quedaron detenidos afuera de la iglesia susurrando lo mismo. Los mayordomos presentes decidieron irse sin hacer el menor ruido porque ellos también lo creían. Las voces se hicieron más fuertes. –Fue culpa de la campana. –Fue culpa de los mayordomos. –El castillo… el Santo se enojó porque no hubo castillo. El Padre salió de la iglesia, otra vez escuchó lo que decían y los calló, tomó un poco de agua bendita y se las roció, pronunció unas cuantas palabras y entre ellas se escuchó decir: «Perdona Dios a esta gente blasfema». Les ordenó que se retiraran a sus casas y rezaran tres Padres Nuestros, dos Ave María y que de penitencia, no cenaran. El Padre se quedó parado hasta que las personas se fueron dispersando. La niña de los ojos redondos llegó a rezar enojada porque sabía que nada se solucionaría. Por el contrario, su madre cumplió las órdenes del Padre y no dio de cenar a ninguno, ni siquiera al bebé que no dejaba de llorar pidiendo su chichi. Así pasó una semana y las cosas cambiaron. No había agua en ningún río ni charco, parecía que hubiera desaparecido. Los animales no dejaban de morir, ya casi nadie tenía gallinas, vacas, ni puercos y sólo quedaban cinco chivos en todo el pueblo, y eso era exagerando. La gente enojada iba a tirar a sus animales muertos en las casas de los mayordomos. La semana siguiente fue casi lo mismo, la comida empezó a escasear, en especial el maíz, y de los diez mayordomos, sólo uno seguía en el pueblo: el más anciano de ellos. Estaba muy viejo para irse de ahí, si hubiese querido partir habría tenido que subir el cerro y después bajarlo, si lo hiciera, tardaría aproximadamente tres días para llegar a otro pueblo, pero para él era imposible realizar ese trayecto. Se estaba acostumbrando al olor de esos cadáveres en descomposición. En las mañanas, después de que se levantaba, les echaba unas paladas de tierra a los nuevos animales que llegaban para ocultar el delito, pero hacerlo era ilógico. 14


En la misa, la gente enojada esperaba al Padre para suplicar una solución razonable. Las velas en la iglesia cubrían el piso y era difícil que alguien pudiera entrar. Mientras esperaban al Padre, un humo empezó a invadir el lugar, al principio pensaron que eran las velas, después se dieron cuenta de que el humo cada vez era más espeso, entonces Josefina volteó y vio el sabino quemándose, señaló con asombro y sus ojos se hicieron más grandes que de costumbre. Cuando vieron lo que sucedía, la gente corrió hacia allá. No sabían qué hacer, tomaban palas de tierra para apagar lo único bonito que tenían en su pueblo. Don Silverio, quien vivía a un lado, salió en calzones a apagar el fuego que estaba a punto de llegar a su casa. El fuego se extinguió casi cuando terminaba de consumir todo el árbol, nadie hablaba, estaban como aquella noche trágica del castillo, no sentían, se habían entretenido viendo cómo se consumía aquel nogal en ese pueblo olvidado. –Yo sé dónde se fue el milagro –don Agustín habló efusivamente–. Yo sé a dónde se nos fue el milagro, se fue al pueblo de la Soledad, lo sé porque fui a trabajar ahí y dicen que desde hace meses las cosas en ese pueblo han cambiado, que las lluvias son abundantes, que nunca había llovido tanto, que las cosechas ahora son gratas. De todas las cosas dichas en ese pueblo esa resultaba ser la más lógica: el milagro se había ido a otro pueblo porque estaba enojado con ellos, tenían que ir por él y traerlo de vuelta, el único problema era que no sabían cómo hacerlo. Esperaron al Padre hasta el anochecer pero nunca llegó, él también había decidido abandonarlos, eso quería decir que no existía ninguna solución. Josefina volvió a hablar: –La campana, hay que deshacernos de ella. Su voz, aunque casi no se escuchaba, podía llegar hasta los oídos más sordos. –Hay que vender la campana –contestó doña Prudencia. –Tenemos que ir hasta la Soledad por nuestro milagro. El pueblo entero acordó vender la campana. A la mañana siguiente y desde muy temprano, seis hombres partieron a la 15


ciudad con la campana cargada en dos burros. El viaje duraría cinco días. Con el dinero obtenido con la venta de la campana comprarían cohetes y contratarían una banda. Hacía mucho tiempo que Josefina no dormía, hasta ese día en que se llevaron la campana a pesar de que las cosas seguían igual. Sin la campana, la tranquilidad estaba regresando al pueblo, sólo faltaba lo más importante: el milagro. Los días pasaron lentamente, aunque las cosas no mejoraron, tampoco habían empeorado, el pueblo estaba en pausa desde que la campana se fue. El último mayordomo que quedaba, don Jerónimo, decidió acompañarlos a la ciudad para vender la campana, al fin y al cabo todo lo sucedido fue en gran parte su culpa. La ciudad más cercana, la Esperanza, tenía algo muy particular: toda la gente sonreía con entusiasmo y, como el nombre lo decía, eran gente con mucha esperanza, cuando veían llegar a un foráneo a su pueblo lo recibían con entusiasmo. El pequeño peregrinaje fue bien acogido a su llegada, les dieron agua y comida a cambio de la leña que llevaban. Vender la campana resultaba algo complicado, una señora les recomendó que fueran con el herrero del pueblo, ya que él compraba ese tipo de cosas. La vendieron a la mitad de lo que les costó. El herrero les dijo que no le interesaba la campana, sólo el cobre, y simplemente pagaría lo que pesaba, era la mejor oferta que podían obtener, así que aceptaron. Fue fácil conseguir los cohetes, y con el poco dinero restante, se dirigieron a contratar a una banda pero lo único que pudieron pagar fue un trompetista y al sujeto con el tambor. Cuando estaban a punto de llegar al pueblo, lanzaron dos cohetes al cielo para que todos oyeran su llegada. El tambor y la trompeta empezaron a tocar por las calles. La gente que escuchaba gritaba para llamar a los demás, uniéndose a los peregrinos recién llegados y a la banda. La alegría invadió al pueblo, las penurias quedaron olvidadas por un momento, la gente bajaba con tortillas, enchiladas y cazuelas de guisados acabados de hacer. La música y la comida provocaron un instante de olvido, hasta que un viento interrumpió aquella 16


reunión. Los truenos aparecieron por doquier, la gente no tuvo tiempo de correr, algunos se quedaron parados, otros entraron a la iglesia como pudieron y se dieron cuenta de que su Santo seguía enojado y que aún tenía la boca chueca. Casi cuando anochecía los truenos cesaron y la gente empezó a salir de la iglesia como ratones asustados. Ahí reunidos, los que quedaban decidieron el destino del pueblo, treinta personas acordaron ir hasta el pueblo de la Soledad a recuperar el milagro. Josefina quería ir, pero su madre no podía dejar solos a su hijos y su padre iría pero no cargaría con ella. Entonces, cuando estaba a punto de darse por vencida, su madrina pidió su compañía puesto que su esposo se había lastimado un pie y no podía ir, y ella había prometido a su Santo recuperar el milagro, tenía la manda de hacerlo pero una mujer no podía ir sola, así que pidió que su ahijada fuera con ella. No tenía hijos y casi estaba entrando a la edad de no poder concebirlos, desde que se casó, hacía diez años, nunca pudo embarazarse, así que quería a Josefina como a una hija. Al mediodía partieron todos, los burros iban cargados de comida y agua para aguantar dos días de caminata, uno de ida y otro de regreso. Entre seis hombres llevaban cargando a su Santo, pocas mujeres acompañaban el peregrinaje. A Josefina le costaba subir el cerro, sentía que las espinas se le clavaban en los huaraches, su madrina la sostenía de la mano sin soltarla un momento. Escurriendo el sudor entre sus manos, caminaron sin parar hasta que el cielo se tornó naranja. Cuando el hambre y la sed no les permitieron seguir, la niña de los ojos redondos sintió que flotaba. Su madrina la arrastraba entre los espinos y la hierba seca. La banda de los dos hombres estuvo tocando la mayor parte del tiempo, cada hora los cohetes danzaban en el cielo. La fiesta se había convertido en una andante. Se buscó la sombra con desesperación, también piedras para sentarse a comer, una vez satisfechos decidieron quedarse a dormir ahí. La música tocó parte de la madrugada y la gente bailó con alegría entre los espinos, el pulque mitigó su sed y cansancio volviéndolos más bailarines. 17


Josefina, aburrida y cansada, sentada en un montón de piedras, veía cómo bailaban su papá y su madrina mientras el Santo estaba a un lado suyo observando el espectáculo. Hubo un silencio en el cerro y era porque todos dormían. Josefina, acostada entre la tierra, envuelta en un rebozo, despertó cuando un grillo saltarín se posó en ella y entonó un dulce cantar. Al abrir los ojos sintió la soledad de ese lugar. Todos dormían plácidamente, aquellos rostros reflejaban felicidad aunque ella sentía algo de miedo al observarlos, entonces decidió voltear a ver al Santo que seguía observándolos algo molesto, buscó a su papá y madrina, pero no los encontró. Tenía ganas de ir al baño, así que fue a dar unos cuantos pasos atrás de un garambullo. Mientras caminaba escuchó ruidos extraños, gritos y gemidos. Estuvo a punto de regresar pero vio tirado el sombrero de su papá y decidió seguir caminando. Debajo de una luna brillante, el garambullo enrojecía con la fruta que brotaba entre las espinas. Complacida, la niña observó aquel espectáculo hasta que escuchó que alguien susurraba. Asustada, regresó a descansar y antes de llegar a donde estaba su rebozo, se detuvo a orinar. Sin darse cuenta mojó la espalda de don Jerónimo, pero éste ni siquiera lo sintió. Cuando al fin alcanzó el rebozo se tumbó sobre él, aplastando al pobre grillo que seguía ahí. En la mañana, al abrir los ojos a causa del sol, notó que su madrina reposaba al lado suyo entre la tierra. Después buscó a su padre entre los que aún dormían y lo vio a lo lejos con el sombrero en la cara. Entonces supo que anoche sólo había sido un sueño, que el Diablo estuvo en él, todavía podía sentir su presencia, así que arrebató el rosario que llevaba su madrina entre las manos e intentó recordar algunos fragmentos de los rezos que escuchó de su madre mientras veía cómo el sol terminaba de salir entre los cerros. La peregrinación continuó después de desayunar. La banda y los cohetes siguieron su rutina, la gente gritaba y caminaba entre la hierba seca, las víboras no se acercaban a ellos por el ruido. 18


Al llegar al pueblo de la Soledad, la gente de ahí no sabía de dónde provenían la música y esos cohetes, hasta que vieron llegar una procesión cargando a un Santo. Al principio no distinguían de qué pueblo eran pero después de observar bien al Santo lo supieron. El pueblo de la Soledad se hallaba casi abandonado, no había más de doscientas personas viviendo en él, las calles no parecían calles, estaban mal delineadas y descuidadas, las casas eran tan viejas que en cualquier momento se podrían derrumbar, y aunque en otro tiempo el lugar parecía polvoriento, ahora se encontraba lleno de hierba y la tierra olía a humedad. La gente que permanecía en las calles se quedó quieta, observando, no tuvieron la intención de acercarse, no les importaba mucho lo que sucediera en su pueblo. La iglesia era pequeña y parecía que no la limpiaban desde hacía mucho tiempo, quizás años, las paredes tenían moho y la humedad se trasminaba por todas partes. Al entrar a la iglesia, la gente no sabía cómo recuperarían el milagro, así que pusieron a su Santo delante del otro Santo y pidieron que les devolviera el milagro. No sucedió nada, los ojos seguían igual de opacos y la boca chueca, algunas personas decidieron esperar afuera en los jardines. Los que salieron de la iglesia sintieron que todo estaba perdido y resignados se sentaron entre el pasto mojado. De repente fueron interrumpidos por un misionero que tenía poco de haber llegado a ese pueblo. Vivía en un cuarto pequeño a un lado de la iglesia, algo molesto por el ruido que hacían, salió para saber lo que estaba sucediendo. Al verlo, la gente pensó que estaban viendo a Dios, con su barba larga, su piel blanca como la leche y los ojos azules. –Dios, esto es un milagro –gritó alguien y la mayoría se arrodilló al escuchar tal exclamación. Algo aturdido, el misionero se acercó a ellos y trató de calmarlos. Las mujeres le besaban las manos y lo alababan, los hombres estaban asombrados y hubo algunos que hasta lloraron. –El milagro Dios, devuélvanos el milagro. El misionero no entendió lo que sucedía, sólo escuchaba decir: «El milagro». Con un ademán hizo que dejaran de tocarlo, 19


las personas siguieron hablando entre sollozos de felicidad. El misionero comprendió una que otra palabra y enfadado por lo blasfemos que se escuchaban esos cristianos, disimuló su coraje ya que recordó lo que el supervisor le había dicho: «La gente de esos pueblos no entiende el sentido religioso y lo mejor es no contradecirlos porque son capaces de lincharte». Intentó sonreír y tomó del brazo a la única niña que estaba ahí, pensó que era la más racional de todos ellos. Josefina lo llevó hasta el Santo y le enseñó sus ojos opacos y la boca chueca. El misionero fue corriendo a su cuarto, no tardó mucho en traer algodón y alcohol. Limpió la cara del Santo y parte del cuerpo. Un milagro había sucedido, sus ojos volvían a brillar, y no sólo eso, sino también su boca y mejillas volvieron a ser rosas. Josefina nunca se dio cuenta de la boca chueca del Santo pero le hizo saber al misionero que la tenía. Él le cerró los ojos y contó hasta diez, cuando los abrió, aunque ella no notó la diferencia, supo que su Santo tenía el milagro de vuelta. El misionero salió de la iglesia, rezó un Padre Nuestro afuera en donde estaban todos y volvió a su dormitorio. La gente entró a ver a su Santo. Josefina lloraba de felicidad, y al mirarla tampoco pudieron contener las lágrimas. La banda volvió a tocar y a lanzar cohetes al aire, efectivamente el milagro había regresado a ellos. De camino a su pueblo don Jerónimo murió, no pudo aguantar el viaje. Empezó con una pequeña tos que se fue haciendo más aguda mientras caminaba, tal vez los dos viajes le afectaron o la orinada de Josefina le provocó bronquitis. Su cuerpo fue cargado por un burro, el pueblo lo enterró como un héroe. Olvidando el mal que había provocado, la banda tocó en su funeral. La gente de ese pueblo vive en armonía y prosperidad hasta el día de hoy, sin que el milagro se haya vuelto a ir. Cuando regresó, cumplió los milagros pendientes; lo primero que hizo el primer día fue traer lluvia, el segundo, que florecieran las flores, así pasaron los días, y siempre se realizaba un nuevo milagro. El más sorprendente fue cuando la madrina de Josefina 20


tuvo una hermosa niña, todo gracias a su Santo y al peregrinaje. El Santo estaba contento con su pueblo por esa razón los complacía con lo que pidieran por más absurdo que fuera. Josefina, supo entonces que su Santo era el más milagroso de los que existían y que jamás le volvería a fallar, por ello el pueblo entero jamás volvió a poner otra campana en la iglesia, y cada año celebraban con el castillo más espectacular que pudieran pagar.

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