Extraño tu voz, un relato de Mutismo Selectivo

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Primera edición, 2017 Segunda impresión, 2018 Segunda edición, 2018 © 2017, María del Carmen Santillán Zermeño © 2017, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com ISBN de la obra 978-607-9374-72-3 Diseño de portada © 2017, Carlos María Rodríguez Arana Favela. Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes. Impreso en México

Printed in Mexico


María del Carmen Santillán Zermeño es licenciada en Administración y Finanzas por la Universidad Panamericana, Campus Aguascalientes. Vive en Santiago de Querétaro, México. Cuenta con una Especialidad en Finanzas y con la Maestría en Desarrollo y Dirección del Capital Humano por la misma Universidad, lugar donde colaboró en distintas posiciones académicas y administrativas dentro de la Escuela de Ciencias Económicas y Empresariales por un periodo de nueve años. Casada y madre de familia de dos niñas, actualmente es ama de casa. Su profundo interés por apoyar a su hija mayor a romper con el silencio provocado por el Mutismo Selectivo, la inspiró a escribir este libro.



Introducción

Hoy es una de esas tantas noches en que no puedo dormir. Doy vueltas en la cama y aunque trato de conciliar el sueño no logro hacerlo porque me siento triste, agotada, abatida y angustiada. Me levanto para no despertar a mi esposo, quien duerme plácidamente después de un día arduo de trabajo y me dirijo al cuarto de mi hija menor, Fernanda. Entro con mucho cuidado a la habitación para no despertarla a ella y a su hermana, y al pie de la cama las observo como a dos angelitos. Ambas duermen profundamente. Se acompañan la una a la otra en la recámara y cama misma de Fernanda, ya que Renata, mi hija mayor, teme dormir a solas. Avanzo hacia el lado de Renata, dando unos cuantos pasos y la miro, finalmente, descansar. Es entonces cuando mi mente empieza a traer uno tras otro, agolpándose tal y cual si fueran piezas sueltas de un rompecabezas sin armar, recuerdo tras recuerdo de hace algunos años, cuando decidió sumergirse en el abismo de su silencio. Y ahí, junto a ella, inclino mi cuerpo acercándome a su carita para darle un beso. No puedo evitar que algunas lágrimas rueden por mis mejillas y aunque sé que ahora no me escucha, me dirijo a ella susurrándole al oído, con desesperación, las siguientes palabras: «Renata, soy mamá. Te entiendo, mi amor, aunque me duela tanto tu silencio y ausencia de voz. Te creo cuando enmudeces, cuando tu carita y tu cuerpo me dicen que algo te angustia y te provoca miedo, y cuando al ver cada uno de tus gestos y movimientos interpreto lo mucho que sufres contenida en ti misma; como si la niña que vive en ti estuviera aprisionada 5


en su propia cárcel. No importa si los demás no lo entienden, si juzgan y critican a la ligera –tampoco los culpo porque es muy difícil comprender la naturaleza y alcances del mal que te aqueja sin vivir a diario con él–. Te amo y es mi deber y también mi placer estar a tu lado en todo momento. Eres mi reflejo, una parte de mí. He aprendido a vivir a la sombra de tu silencio, aunque nunca me conformaré con él… esperando el día en que vuelva a escuchar tu voz resonando en todos los lugares». «¡Como extraño tu voz!». Y, sí: Esta es la historia sobre el Mutismo Selectivo de Renata, mi primogénita, quien se ha convertido en mi inspiración y la razón de ser para escribir este libro; el cual no es sino una compilación de vivencias reunidas a lo largo de casi siete años, desde que mi hija dejó de hablar paulatinamente hasta que llegó el momento en que reinó el silencio y no volvimos a escuchar su voz por un periodo de aproximadamente cuatro meses, luego de los cuales empezó a emitir ocasionalmente sonidos hasta que de nuevo comenzó a articular palabras, después frases y, finalmente, recuperó el habla. Hablar de Mutismo Selectivo es tratar de un tema casi inexplorado, poco abordado y desconocido en general, no sólo para la sociedad sino incluso para psicólogos y terapeutas. Desafortunadamente, es una realidad a la que nos enfrentamos los padres de familia que tenemos hijos con este trastorno de ansiedad que no sólo modifica la capacidad para hablar y expresarse de quienes lo padecen en lugares o ambientes públicos –y que en cuyos casos no constituye ninguna limitación física o problema de lenguaje– sino que también trastoca la dinámica familiar y escolar, principalmente. Sin embargo, el Mutismo Selectivo existe, es real, y, es sumamente importante cobrar conciencia no sólo de lo que es, sino a qué nos enfrentamos las personas alrededor de un niño o adolescente que sufre este padecimiento, cómo lidiar con él, cuáles son las mejores alternativas para ponerle remedio en la medida de lo posible y, lo más importante, cómo detectarlo y actuar a partir de que se diagnostica. 6


Surgen muchas preguntas e interrogantes alrededor de este tema, que en muchas ocasiones se confunde o se etiqueta con timidez excesiva, retraimiento social, dependencia, problemas de lenguaje, autismo, etc. Es por esto que generalmente como padres de familia, al presentarse un caso así en el hogar, podemos desesperarnos si no contamos con un diagnóstico temprano apropiado o no conseguimos la terapia adecuada para esta condición y podemos caer en el error de pensar que lo que le pasa a nuestros hijos es producto de rasgos característicos de su personalidad o un hecho que vivieron –que no necesariamente puede ser algo traumático– y no estar conscientes de la severidad de los síntomas que presentan, creyendo que se trata de algo pasajero que se resolverá en cuestión de poco tiempo o conforme crezcan según su edad y, por tanto, en algunas ocasiones podríamos estar reacios a buscar ayuda profesional. Si analizamos de fondo que no es normal que una persona que puede hablar perfectamente, sin ningún tipo de limitación de lenguaje, permanezca en silencio total durante un par de horas, que en algunos casos puede llegar a prolongarse hasta por un tercio del total de lo que dura el día o más, sin comunicar absolutamente nada que no sea corporalmente, nos damos cuenta que hay algo más, que no es sólo un acto de timidez, negación a comunicar a los demás, manipulación, un capricho o forma de llamar la atención de los padres, tutores o profesores en el ámbito escolar. Esta aparente falta de capacidad sólo se da en dichas circunstancias o situaciones, ya que en otros contextos o con personas allegadas con quienes se siente seguro, el niño se comunica con normalidad. Es a partir de aquí, del conocimiento y amor que les tenemos a nuestros hijos, que decidimos hacer algo al respecto, sin tener casi siempre ni la más remota idea de a qué nos enfrentamos. Este libro espera convertirse en un aliado en el proceso de detección o tratamiento del Mutismo Selectivo, en caso de que te resulte familiar este relato o te identifiques con ciertas partes de la historia. Por otro lado, también pretende orientar, informar y, 7


generar conciencia sobre este trastorno de ansiedad, el cual, sin ser una enfermedad en términos médicos, si no se trata a tiempo puede detonar en un mal crónico, automatizarse y tener tintes que afecten la vida emocional, social y académica del menor que lo padezca, generando en muchas ocasiones rechazo y otras repercusiones de la misma índole. Es así que te invito a leer esto que está escrito con un arcoíris de emociones, principalmente con amor, no sólo a mi querida hija, sino a todos aquellos que se han quedado sin voz en el camino y que sufren en silencio porque sólo ellos saben lo difícil que es enmudecer, no poder, aun queriéndolo y esforzándose, pronunciar siquiera un sonido, dejando al margen por completo a las palabras.

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Capítulo I Y se hizo el silencio

La historia comienza una mañana fría de enero del 2011. Era lunes de la tercera semana del mes, cuando fui como de costumbre a llevar a mi hija a su escuela, antes de ir a trabajar a la Universidad. En aquel tiempo, ella tenía tres años tres meses, aproximadamente. Cursaba por segunda vez el grado de Maternal, que es un nivel previo al primer año de Kínder. Llegamos al área de la vialidad del Colegio y me llamó la atención que estaba su profesora recibiendo a los niños, lo cual me pareció extraño, ya que esa semana no le correspondía turno para realizar tal actividad. Cuando me estacioné y abrió la puerta trasera de la camioneta para bajar a la niña, me preguntó si tenía unos minutos para platicar conmigo, a lo cual respondí naturalmente que sí, sobretodo porque pude entrever por su tono de voz que se trataba de algo importante. Me preguntó si había ocurrido algo en casa o en la familia que fuera motivo de preocupación para Renata o si le había sucedido personalmente algo durante las vacaciones de invierno, que como institución tuvieran que saber. Desde luego que me tomó por sorpresa la pregunta y respondí que no, puesto que todo estaba bien. Al menos eso pensaba. En ese momento, traté de recordar si podía haber algo que quizá se me estuviera pasando, pero sólo venían a mi mente recuerdos felices de la Navidad, el Año Nuevo y, el muy reciente Día de Reyes. Le pregunté a la maestra con cierto asombro: «¿Por qué la pregunta?». Ante lo cual me contestó que habían observado, no sólo ella sino también la maestra auxiliar que la apoyaba y otras 9


personas que conformaban la planta docente y personal de la institución, que la niña tenía unos días, desde que había regresado a clases, que no había pronunciado una sola palabra durante todo el tiempo que permanecía en el Jardín de Niños. En ese momento, mi semblante cambió, ya que simplemente no podía creer lo que me estaba diciendo la maestra. No porque no diera crédito a sus palabras, sino porque no habíamos notado, ni mi esposo ni yo, algún tipo de comportamiento o conducta extraña o diferente en nuestra hija, recientemente. La profesora me dijo que lo último que había escuchado decir a Renata era lo que había recibido de regalo por parte de los Reyes Magos, quienes ese año le trajeron un castillito de tela armable y montable color rosa, con techo morado, que le había encantado desde que lo vio por primera vez. En aquella etapa de su vida, su fascinación era el mundo de las princesas y los cuentos de hadas. El tiempo se acortaba para despedirnos. Casi era hora de que sonara la campana para que los niños entraran a clases. Tenía que retirarme, para llegar al trabajo puntual. Finalmente, la maestra me solicitó mantenerla informada de cualquier detalle, por más mínimo que pudiera parecer y me hizo saber que por su parte estaría alerta en caso de que Renata volviera a hablar, como hasta hace unos días siempre lo había hecho. Durante el trayecto a mi trabajo, me fui pensando sobre aquella plática que me resultaba verdaderamente insólita. Por qué motivo mi hija no querría hablar en la escuela, siendo que en casa se mostraba de lo más normal. Traté de analizar si podía haber ocurrido algo en vacaciones, que pudiera estar afectándole para que no quisiera comunicarse con su profesora, compañeritos y otras personas en el kínder. Por más que me esforzaba, no lograba encontrar algo contundente. Quizá lo único que podía parecerme que a la niña le pudiera causar algo de estrés, era el hecho de que, desde hacía unos días, yo estaba muy atareada, planeando y organizando la mudanza a la nueva casa y, probablemente, ella estaba resintiendo toda la actividad que yo traía, ya que eso implicaba que estuviéramos 10


poco tiempo en casa, en comparación con las horas que habitualmente solíamos estar. Recuerdo que cuando pasé a recoger a Renata, ese día y a la salida del colegio, una vez que se subió a la camioneta le pregunté cómo se sentía: «Nena, ¿hay algo que te preocupe? Me comenta tu maestra, que le parece extraño que desde hace unos días no quieres hablar con ella y tus amiguitos. ¿Hay algo que esté pasando que quieras compartir conmigo?». La niña me dijo «no». No quise insistir demasiado en el tema, ya que estaba cansada y tenía algo de sueño. Aquella noche cuando se durmió, le conté a mi esposo sobre lo sucedido. Me dijo que no me preocupara, aunque le pareció extraño y difícil de creer que Renata no quisiera hablar, en absoluto, en la escuela. Después de conversar, llegamos a la conclusión de que lo más seguro era que quizá estuviera enojada con algo con lo que no estaba de acuerdo. Probablemente había pasado algo en la escuela que no le había gustado y ese malestar ocasionaba su negación a hablar. De cualquier forma, no era normal que mi hija no pronunciara ninguna palabra, independientemente de que algo estuviera preocupándole en casa o en el kínder. Hablar es una necesidad del ser humano, no es sólo una forma de comunicarse y transmitir un mensaje. Es algo inherente a la naturaleza humana. El solo hecho de permanecer en silencio, aún y cuando nos dispongamos a estarlo, durante un lapso de tiempo determinado supone mucho autocontrol y dominio de uno mismo. El hecho de que Renata no hablara en la escuela, representaba una gran preocupación para mi esposo y para mí. Nadie conoce mejor a los hijos que los propios padres y la personalidad que la caracterizaba era la de una niña amorosa, tranquila, tierna, inteligente, alegre y muy platicadora con las personas que conformaban su entorno más inmediato: papás, abuelos paternos y maternos, tíos y primos directos, profesoras del kínder y compañeritos. Esto no tenía sentido con el silencio al cual ahora estaba recurriendo, por lo menos en el ámbito escolar. 11


Aunque no socializaba mucho con otros niños –generalmente le gustaba más jugar sola– participaba activamente en las prácticas y dinámicas que su maestra organizaba, como parte de la metodología que se impartía en su salón de clases, siempre conforme a la filosofía educativa de la institución. Por un lado, no nos parecía extraño que se comportara así, ya que lo atribuíamos al hecho de que había heredado el temperamento de mi esposo y el mío, que en ese aspecto es muy parecido al de Renata. Pero de eso a que se estuviera acentuando esa necesidad de guardar silencio, no lográbamos comprender el porqué. Pasaron unos días y recibí una llamada telefónica del propio colegio. Me solicitaron presentarme a una cita con la encargada del Área Psicopedagógica del Jardín de Niños, en la que también estaría presente la maestra titular. Esto me alarmó, ya que tenía la leve sospecha de que el motivo de aquella cita estaba asociado con el que mi hija continuara sin querer hablar en la escuela. Desde el día en que conversamos la maestra y yo, todos mis sentidos se abocaron a observar el comportamiento de mi hija, desde que amanecía hasta que lograba conciliar el sueño y dormía. Comencé a observar algo que me empezó a preocupar, ya que no era normal que sucediera. Generalmente, camino a la escuela mi hija y yo platicábamos de algo, o cantaba la letra de alguna canción que estaba escuchando, mientras llegaba a dejarla. Desde hace unos días, coincidía que poco antes de ingresar a las instalaciones de la escuela misma como por arte de magia enmudecía, aún y cuando yo trataba de que hablara a base de preguntas. Era como si recibiera una orden que le anulara el habla y, automáticamente, se volviera muda. Cuando la recogía a la hora de la salida, lo mismo pasaba. Con la ayuda de una maestra subía y se sentaba en su asiento dentro de la camioneta y sólo hasta después de abandonar la vialidad, una vez que salíamos del colegio, volvía a hablar conmigo. 12


Llegó el día de la cita y me presenté. Era la primera vez que entraba a aquella oficina. Habían pasado aproximadamente dos semanas desde que la maestra me había notificado que mi hija había dejado de hablar en el kínder. La encargada del Área Psicopedagógica, me pareció una persona muy linda y gentil. Se caracterizaba por ser amable, dulce y cariñosa con los niños. Me atendió con mucha gentileza y, me expuso, al igual que la maestra de mi hija, su preocupación respecto a lo que estaba ocurriendo. Sólo que ahora la situación se estaba agudizando y tornando más grave. Mi hija no sólo había dejado de hablar en el kínder, sino que, además, había comenzado a modificar su comportamiento, dentro y fuera del salón de clases. Se mostraba tensa y rígida, en su expresión facial y corporal. Era muy raro que quisiera sonreír, como antes lo hacía. Ya no disfrutaba de los juegos en los que participaba con otros niños. En fin, la niña que me describían, en que se había convertido mi hija en tan corto tiempo, no encajaba con mi Renata. Simplemente me resultaba ilógico todo aquello. Parecía que me estaban hablando de otra niña que yo no conocía. Aproveché el espacio para externar mi inquietud y la de mi esposo, en relación a saber si en la escuela había sucedido algo, durante los primeros días después del regreso a clases, que pudiera haber provocado que la niña mostrara esa conducta. Quizá algún incidente con algún niño o la maestra misma; sin embargo, el testimonio de la profesora no indicaba que el hecho de que mi hija no se comunicara en el kínder, estuviera relacionado con hechos que hubieran tenido lugar en la escuela. La encargada del Área Psicopedagógica trató el asunto con suma delicadeza y, como parte de los acuerdos al final de la cita, me sugirió buscar ayuda profesional con algún psicólogo o terapeuta, para así poder ayudar a mi hija. Cuando salí de la oficina, recuerdo que lo único que venía a mi mente era la pregunta: «¿por qué está pasando esto? No puede ser que hace unas cuantas semanas todo era tan normal 13


como siempre, y apenas había comenzado el año y se estaba presentando esta situación tan rara e inexplicable». Camino al estacionamiento, observaba a algunos niños jugando en el patio del kínder. Se sonreían unos a otros y disfrutaban del día. Parecía que el frío les hacía cosquillas, puesto que no obstaculizaba, en lo absoluto, su juego aquella mañana. El lugar era hermoso. El Jardín de Niños estaba situado en el casco de la Ex Hacienda de Ojocaliente, en la ciudad de Aguascalientes, donde residíamos en aquella etapa. Frondosos árboles, gran variedad de plantas y detalles como algunas paredes de piedra desgastadas, que tenían, al menos, poco más de doscientos años, creaban una atmósfera especial para los niños. Lejos de resultar un lugar tétrico, por la antigüedad de aquel edificio, daba la sensación de que los niños permanecieran por un par de horas, en un lugar mágico. Se trataba de una gran casa de campo, en donde el único ruido que podía escucharse, fuera del producido por las risas y juegos de los niños, era el canto de los pájaros, entre ellos golondrinas, que se cobijaban a la sombra de las ramas viejas de los árboles, y pensaba yo en voz alta: «Esto no puede estar ocurriéndole a Renata; ya pasará». En ese momento no tenía ni la más remota idea de que aquellas palabras de pasajeras no tendrían nada y de que se avecinaban tiempos difíciles. Nunca antes había tenido algún contacto con un psicólogo, que no fuera alguno de los profesores de la Preparatoria o que conocía de vista en la Universidad en donde trabajaba. Ahora tendría que darme a la tarea de conseguir uno, con quien llevar a mi hija, para que, inicialmente, pudiera darme su valoración sobre lo que le estaba pasando. Aunque mi opinión sobre los psicólogos, en general, era bastante buena, confieso que no me agradó verme en la necesidad de tener que recurrir a alguno de estos especialistas. Me resultaba muy difícil de aceptar y reconocer, primero, que mi hija en realidad tuviera un problema que ameritara llevarla a consulta con uno de ello y, luego, no sabía por dónde empezar: si lo mejor sería buscar a uno especializado en niños, por la naturaleza 14


del caso, o alguno, que sin importar esto, tuviera mucha experiencia en su carrera. Ir con el psicólogo, según lo que yo sabía por testimonios de conocidos y familiares, y de acuerdo a lo que había visto en algunas películas, supondría abrir la puerta de cierta parte de la intimidad de mi familia a un completo desconocido, que probablemente no sería tampoco la solución de lo que le pasaba a mi hija. De cualquier forma, no tenía otra opción, ya que si bien es cierto que no poseía certeza alguna, en aquel tiempo, de lo que le sucedía a Renata, mi corazón de madre intuía que algo no estaba bien y decidí hacer caso a mis corazonadas, más que a tan sólo seguir indicaciones del Área Psicopedagógica del Jardín de Niños de mi hija. De inmediato, entonces, le llamé a mi esposo por teléfono y le informé sobre lo que había ocurrido, aunque tampoco estaba muy convencido de buscar ayuda profesional, estuvo de acuerdo, por el bien de la niña y, sobre todo, para descartar que se tratara de algo más grave que le afectara a nuestra hija y familia. Y fue así que cuando llegué a la Universidad, empecé a preguntar a algunas de mis compañeras de trabajo, de toda mi confianza, si conocían a algún buen psicólogo que pudieran recomendarme. No tuve éxito. Al parecer, al menos en la facultad en donde yo trabajaba, nadie había tenido la necesidad de solicitar los servicios de uno. Me acordé de que hacía unas semanas, justo en un crucero cerca del nuevo fraccionamiento a donde nos íbamos a cambiar, había visto publicidad de un Club Hípico, en el que se impartían clases de Equitación, al mismo tiempo que equino terapia, y aunque no sabía en qué consistía este tipo de terapia ni sus beneficios, tenía el presentimiento que podría ser una excelente opción para mi hija. En aquella etapa, a Renata se le había despertado mucho el interés por los caballos. Recientemente, había tenido la oportunidad de montar uno de estos animales en compañía de su papá, durante un paseo de fin de semana en la Sierra de Tapalpa, en el estado de Jalisco, unos días después de haber cumplido tres 15


años de edad. Aquella experiencia fue algo que dejó una profunda huella en la niña, ya que desde aquel día, y hasta la fecha, los caballos, al igual que los perros y la gran mayoría de los animales, son una parte esencial del universo de Renata. Esa misma tarde, pedí informes por teléfono y me dieron cita para llevarla a una terapia de prueba, en esa misma semana. Me entusiasmó la idea de saber que la niña tendría la oportunidad de tener contacto nuevamente con un caballo. Siendo muy optimista, quizá eso la motivaría y le devolvería el ánimo, así como el deseo de hablar en la escuela. Por otra parte, ocurrió lo que considero fue lo peor en aquellos días. Coincidentemente, tanto en casa de mi papá y su esposa, como de mi hermana, Renata dio señales de algunos síntomas que comenzaron a alarmarnos aún más a todos. Desde que Renata tenía uso de razón, sus abuelos maternos y su tía Ale figuraban en su vida al menos un par de horas de tres a cinco días de la semana. Eran las personas con quienes mi hija no sólo pasaba más tiempo fuera del hogar y la escuela, sino que además representaban las figuras de amor y apego más importantes para la niña, entre otras personas de ambas familias. Eran ellos quienes nos apoyaban con cuidados y, porque no decirlo también, con cierta parte de su crianza, dado que intervenían en la educación de Renata desde el momento en que la niña se quedaba bajo su custodia, cuando mi esposo y yo, por motivos de trabajo, no podíamos estar con ella. Mi hija los amaba y era totalmente correspondida, como sucede hasta la fecha. Recuerdo cuando justamente uno de esos días, al llegar a recoger a la niña a casa de mi papá, éste me dijo con cierta preocupación y nostalgia que Renata ya no quería platicar con él. Lo mismo pasaba con Josefina, su esposa. Me preguntó si estaba pasando algo, ya que la notaban diferente, como apartada, retraída. Parecía que la niña ya no disfrutaba como antes de la compañía de sus titos, como ella solía llamarlos. Traté de tranquilizar a mi papá, diciéndole que no sabía que estaba ocurriendo. Lo puse al tanto de lo que estaba sucediendo en el kínder. Si bien esto no 16


era lo que le hubiera gustado escuchar, al menos se daría cuenta de que el silencio de su nieta no se podía imputar a un hecho en concreto y que tampoco debía malinterpretarse como un cambio en el afecto de la niña hacia sus abuelos. Aquella conversación resultó verdaderamente incómoda y difícil. Por un lado, me dolió ver la expresión de tristeza dibujada en el rostro de mi papá. Por el tono de su voz y sus palabras, sentí como si en parte él me estuviera reprochando y responsabilizando, indirectamente, de la conducta de la niña; como si hubiera algo que le estuviera ocultando y no quería compartírselo. Empezaba a caer en la cuenta, con esto, de que la escuela no era el único lugar en donde Renata estaba dejando de hablar. Desafortunadamente, su comportamiento se estaba replicando, ahora, en casa de sus abuelos maternos. Me aterrorizaba pensar que lo mismo podría estar pasando en casa de mi hermana. Quise salir de dudas y decidí llamarle por teléfono. Cuando mi hermana Ale me contestó, le platiqué con lujo de detalle todo lo que había pasado, desde aquel día en que me notificó la maestra en el kínder que Renata había dejado de hablar en la escuela. Le narré, tal cual fuera una crónica, todos los hechos que se habían presentado hasta ese momento. Le pregunté abiertamente si había observado algún comportamiento extraño en su sobrina y sin tener que decirme nada la pausa y el suspiro que hizo mientras charlábamos fueron lo suficientemente largos como para percatarme de que el problema era aún más grave de lo que originalmente creía. Efectivamente, mi hija tenía apenas unos días en que estaba más seria que de costumbre. Con mi hermana aún platicaba, sin embargo, era muy notorio que cada vez hacía menor uso del recurso de la palabra y tal parecía que prefería guardar silencio, en vez de conversar con su querida tía, a quien, me atrevo a decir, Renata quiere y confía como si fuera su segunda madre. Ale no había querido preocuparme porque desconocía todos los pormenores de la situación y, en el fondo, atribuía el silencio de Renata a varios factores: cansancio, sueño, enojo, un día malo 17


en la escuela, etc. Nada que pudiera parecer realmente grave, como para sospechar siquiera que aquel aparente desinterés de la niña por no conversar con su tía y jugar con ella, como acostumbraba a hacerlo, fuera el principio de lo que se conoce como Mutismo Selectivo. Al terminar aquel día, no podía sino dar vueltas y vueltas en mi cabeza a todo lo que estaba pasando. Me sentía como si formara parte del reparto de una película, en donde estaba justo en la escena de la historia en donde el personaje central, como sucede en la mayoría de las tramas de suspenso, trata de encontrar todas las pistas sobre el origen y causas del problema en cuestión. Trataba de recordar con precisión si había algo que hubiera sucedido durante las vacaciones, que pudiera haber detonado en Renata ese cambio de actitud tan repentino y esa pérdida evidente de interés por hablar en varios lugares. Afortunadamente, continuaba ella todavía charlando con su papá y conmigo, aunque empezamos a cobrar conciencia de que había algo que estaba cambiando en ella. Podíamos sentirlo cuando la abrazábamos y besábamos y no obteníamos la misma respuesta cariñosa de antes; palparlo, cuando al preguntarle cómo se sentía observábamos su carita y su mirada estáticas y no obteníamos respuesta alguna. Todo eso era una pesadilla. Me preguntaba qué podía haber ocurrido para que mi hija se estuviera transformando de esa manera, en tan poco tiempo. De ser una niña normal, feliz y alegre, a una niña, que tal cual fuera una ostra, cada día que pasaba se cerraba más y más en ella misma, impidiendo adentrarse, no sólo en su corazón, sino anulando toda posibilidad de obtener información de sus emociones, pensamientos y deseos. No encontraba respuestas. Me sentía culpable. Quizá el no pasar más tiempo con ella debido a mi trabajo, estaba empezando a surtir efecto en sus emociones y, como me lo habían enfatizado en varias ocasiones algunos familiares, era una forma de llamar y captar mi atención, para que le dedicara más tiempo que de costumbre. La culpabilidad comenzó a perseguirme. 18


Se escuchará extraño, pero tenía delirio de culpabilidad. Aún y cuando reconocía que esa lejanía de horas, sin estar junto a mi hija, podía estar cobrándome la factura, como se dice comúnmente en mi ciudad de origen, sabía que no necesariamente era la raíz de la situación. Tratando de buscar otra explicación, vinieron a mi mente imágenes de lo impensable para mí en ese momento. «¿Cabría la posibilidad de que algo tan abominable como un abuso sexual le hubiera ocurrido a mi niña?» La sola idea de pensarlo, me resultaba dolorosa, detestable y, aunque me negaba a reconocer que en el fondo de las cosas pudiera tratarse de algo así, pensé que antes de descartarlo debía estar segura de que, en efecto, no hubiera vivido algo tan terrible como eso. Confieso que tenía y sentía pavor de enfrentarme a algo así. No podía esperar más y, al día siguiente, fui desesperada a consulta con la pediatra de la niña, para que le hiciera revisión general de rutina y le pedí, dada la confianza que le tenía, que la examinara para determinar si algo así le había sucedido a mi hija. Me apenó mucho aquella solicitud que le hice, pero en ese momento, en la balanza de mis emociones, se inclinaba más la angustia y ansiedad por una respuesta que la pena y el pudor personal. Me sentía terrible de exponer a mi Renata a una revisión de esa naturaleza, pero necesitaba salir de dudas, sentirme tranquila, y más que estar especulando, si había tenido lugar algo tan horripilante, quería saber la verdad. Cuando acabó de revisarla, la doctora me dijo que me despreocupara, que en definitiva no había ningún rastro para sospechar siquiera que Renata hubiera sido víctima de un acto tan terrible. Respiré profundamente, abracé calurosamente a mi niña y, aunque aquello no me devolvió la tranquilidad, por lo menos sí la calma y certeza de que no había experimentado un hecho tan repugnante. Al día siguiente, cuando fui a recoger a Renata por la tarde a casa de mi papá, Josefina, su esposa, me dio el teléfono de una amiga de mi hermano Sergio, que conocemos muy bien en la 19


familia desde hace muchos años. Es educadora y se ha especializado en temas de Educación Especial para niños. Josefina le comentó de la situación de mi hija, y por los antecedentes que le dio, le sugirió que la contactara para proponerme una alternativa que ayudara a la niña. Le marqué de inmediato. Fue así que me recomendó llevarla al CAPEP II (Centro de Atención Psicopedagógica de Educación Preescolar) ubicado en Aguascalientes. El CAPEP es una dependencia gubernamental que apoya a niños y niñas de etapa preescolar que presentan necesidades educativas especiales, conformado por profesionistas como educadoras y psicólogos. Un día después, acudí a las instalaciones de dicho centro, acompañada de Renata para solicitar información. El edificio de esa entidad se ubica en una escuela pública, que por las mañanas funciona como escuela Primaria del Gobierno del Estado y, por las tardes, brinda atención, a través de diferentes tipos de terapias, a niños con ciertas limitaciones de índole física y/o mental. Cuando llegué a la recepción, la señorita que estaba atendiendo me solicitó llenar un formulario con datos personales y de la niña, para, posteriormente, hacerle una evaluación y así poder identificar si era candidata a recibir apoyo en el CAPEP. Afortunadamente, en ese momento le pudieron aplicar unos test y pruebas psicológicas a la niña, y al cabo de casi dos horas de permanecer ahí nos retiramos a casa. Los resultados nos serían entregados en el transcurso de las siguientes cuarenta y ocho horas. Y yo que casi no podía esperar más; sabía que de la aceptación de mi hija a dicho centro podían depender muchas cosas. Pasaron aproximadamente dos días. Decidí darme una vuelta al CAPEP para saber si había alguna noticia sobre los resultados. La recepcionista me informó que ya tenía respuesta y que de acuerdo a los resultados de la evaluación que se le había practicado a Renata había sido aceptada para recibir terapia. Me mostró el informe, elaborado por la persona encargada, de las admisiones al Centro de atención psicopedagógica, donde se 20


mencionaba, casi al final de dicho documento que Renata había sido diagnosticada con Mutismo Selectivo y que requería, paralelamente, de terapia de lenguaje. Mi primera reacción, después de leer esas líneas, no fue precisamente de alivio. Al contrario, estaba desconcertada. Primero porque no sabía qué era el Mutismo Selectivo. En la vida había escuchado ese término. Desconocía si se trataba de una enfermedad, un síndrome, trastorno, etcétera. Después, porque no lograba comprender por qué mi hija necesitaba tomar terapia de lenguaje, si no tenía ningún problema al respecto. Una cosa era que no quisiera hablar repentinamente en varios lugares y otra que en realidad tuviera una limitación para hacerlo. Traté de conservar la calma y permanecer serena. De cualquier forma, hasta no platicar con las personas encargadas de la terapia de Renata no saldría de la duda sobre qué tipo de apoyo recibiría en aquel lugar. Al menos, ahora, contaba con un diagnóstico. No sabía si era confiable o no; sin embargo, algo bueno había resultado de todo eso. Personas especializadas en Psicología habían valorado a la niña y, aunque el resultado podía ser acertado o, por el contrario, distar de la realidad, tenía un punto de partida. La recepcionista me programó para entrevista con los encargados de los dos tipos de terapia que se le había asignado a mi hija. Por un lado, recibiría terapia de lenguaje y, por otra parte, terapia psicológica. En ambos casos, y por disponibilidad del centro de atención, la llevaría dos veces por semana a ambas terapias. Asistiríamos por tiempo indefinido, dos horas cada uno de los días. Fue así que acudimos a la entrevista de inicio, a principios de la semana, después de la recepción de los resultados. Primero, tuvo lugar la plática con la persona encargada de la terapia de lenguaje. Nos recibió a Renata y a mí, en el aula en donde se llevarían a cabo las sesiones. La entrevista fue personal, atendiendo al caso concreto de la niña. La señorita nos explicó que tenía formación como especialista en terapias de lenguaje para niños 21


y, que independientemente del nivel de lenguaje, fluido o no de mi hija, era sumamente importante apoyarla con ejercicios de estimulación y relajación facial para facilitar su expresión oral. Posteriormente, acudimos al aula en donde nos esperaba el psicólogo. Recuerdo que nos dio una cálida bienvenida. Era de pocas palabras, aunque esto no le restaba credibilidad. Me miró fijamente a los ojos y me dijo: «Señora, su niña necesita mucho apoyo y cariño. Los niños como su hija sufren mucho en silencio». Su intervención fue breve, pero contundente. No me explicó en sí lo que era el Mutismo Selectivo; sin embargo, me aclaró que no se trataba de una enfermedad, sino de un padecimiento que se presentaba en niños pequeños, más del sexo femenino que del masculino, alrededor de los dos o tres años de edad, lo cual coincidía, generalmente, con la incorporación al ámbito escolar. No me restaba más que confiar y dar oportunidad a que ambos terapeutas hicieran su trabajo y que el tiempo transcurriera. Lo único que en aquel momento sabía era que tenía mucha fe en Dios, en su poder, en sus designios. Me costaba trabajo entender todo aquello. En el fondo, creía que algún día encontraría la explicación a toda esa situación, como sucede casi al final de las películas, cuando a partir de un acontecimiento se descubre la verdad. Paralelamente a las terapias en el CAPEP, Renata comenzó a tomar equino terapia, en un hípico muy cerca de la casa nueva, a donde hacía cuestión de unos días nos habíamos mudado. Y aún y cuando mi hija no quiso, en ningún momento, comunicarse verbalmente con la instructora del hípico, se sentía feliz de tener un espacio, de dos horas por semana, de contacto con su animal favorito, además de que se despejaba al salir al campo y encontrarse con la Naturaleza. Tal y como había acordado con la escuela, mantuve al tanto de la incorporación a los tres tipos de terapias, a la maestra titular y al Área Psicopedagógica del Jardín de Niños de mi hija. Se establecieron acuerdos y compromisos mutuos, para dar se22


guimiento al caso de la niña, dentro y fuera del kínder, hasta que concluyera el ciclo escolar. Habían transcurrido ya casi tres meses, desde la primera vez que la profesora habló conmigo, del momento en que mi hija dejó de hablar en la escuela. Desgraciadamente, lo peor estaba por venir. Era como vislumbrar a Renata sobre un escenario, en donde, aunque se encontraba rodeada de personas que la amábamos y nos preocupábamos por ella y su bienestar, finalmente sólo podíamos ser simples espectadores. Aún y cuando la participación del personal de la escuela, terapeutas del CAPEP, instructora de Equinoterapia, familiares y sus padres era activa, ella se encontraba sola, sobre el estrado, donde desde su percepción estaba siendo exhibida, lo que le provocaba un terrible miedo y una mayor ansiedad para comunicarse. Lejos de ganar en seguridad y estabilidad emocional, semana tras semana, su mutismo se había agudizado, a tal grado que llegó al extremo de despertar un día y, a partir de ese momento, no pronunciar palabra, entablar ningún tipo de conversación, ni emitir sonido alguno. Con nadie, incluyéndonos a mi esposo y a mí. Primero, ocurrió por espacio de algunas horas, después se alargó a algunos días, hasta que súbitamente reinó el silencio en sus labios. Su voz tierna y dulce de niña pequeña, que me llenaba de vida cada vez que me decía mamá, ahora no era otra cosa sino más que el recuerdo del ayer, cuando escuchaba sus palabras, cantos, gritos, risas, enojos. «¿A dónde fue su voz?», me preguntaba. Se había extinguido, tal y como sucede con el fuego de una fogata, luego de haber ardido al máximo y abrazarnos con su calor, para desaparecer finalmente y reposar en las cenizas. A partir de ese instante, su silencio se volvió su voz. Aquel hecho me partió el corazón y me dejó sin palabras.

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