Primera edición, 2016 Delgado Ríos, Roberto Generación Invisible / Delgado Ríos Roberto; — Querétaro, México; 2016 Par Tres Editores, S.A. de C.V.; 318 p. ISBN de la obra 978-607-9374-29-7
Distribución nacional © 2015, Roberto Delgado Ríos. © 2016, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com Diseño de portada © 2015, Aline Trejo García.
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Impreso en México ● Printed in Mexico
Roberto Delgado nació en Querétaro, Querétaro en 1978. Definido como novelista, ha publicado las obras “El Triunfo de los Otros” en 2009 con la cual se presentó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y “Sólo lo Sabe la Luna” en 2012. Abogado de profesión y candidato a Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, también es columnista semanal desde 2005 del periódico “Capital Querétaro” con cerca de quinientas colaboraciones publicadas en materia cultural y literaria. De igual forma, se ha interesado en la dramaturgia mediante una obra inédita que será montada en 2016. Roberto Delgado es un narrador joven quien ha venido a reposicionar la tendencia de los escritores queretanos que básicamente se han centrado en la poesía. Una pluma que promete abrirse paso en la literatura mexicana.
Generación invisible
I LÁZARO A más de dos mil metros de altura bajó de la copa de un árbol a gran velocidad, como si su existencia dependiera de la prisa, y tocó la tierra mojada. Más por el impulso de encontrar alimento que por un raciocinio lógico, el animal avanzó mediante pequeños saltos hacia el sur. Probablemente detuvo su camino y no fue más allá, pero si hubiera seguido su trayecto por la Cuenca de México, algún día habría llegado hasta uno de los cuatro valles que la componen en la parte central del territorio. Y mientras, el cinturón volcánico, la Sierra Madre Occidental y la Oriental, mirarían desde lo alto el recorrido de aquella afelpada criatura que se dirigía al sur, el cielo comenzaría a mudar sus colores por grises y negros. Cruzaría el Valle de México, esquivaría Hidalgo y Tlaxcala para internarse finalmente en la celebérrima Ciudad de México: aquella maravillosa pesadilla donde todos los antónimos se concentran para construir oraciones al momento de describirla. Ahí, en medio de la ciudad de los antónimos, uno de tantos padres de familia que hacía frente a las malas noticias con la misma frecuencia que compraba el pan, esperaba por simple trámite, la voz del médico. El rostro inanimado y artificial del galeno transmitía lo que dirían sus palabras. ─Por alguna razón que aún no puedo identificar, su hijo 9
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ha detenido su desarrollo físico, lleva más de treinta y seis meses con la misma estructura corporal. A sus diecisiete años se mantiene de catorce, los registros son idénticos: no hay cambio de voz, brote de vello corporal, aumento en los niveles de grasa y lo más importante, tampoco su corazón y pulmones sufrieron un ensanchamiento. La presión arterial es idéntica a la de un niño algunos años menor –concluyó el médico. El padre lo miró en silencio, esperando la traducción al español del clásico parte médico, el cual solamente puede comprender quien haya estudiado diez años de medicina. Al menos, palabras que asesinan con sólo escucharlas como «cáncer» no resonaron en las paredes. Ni siquiera le habían descrito algo que sonara a enfermedad, sin embargo, el rostro del hombre de la bata blanca inspiraba terror. No era ningún secreto que las expresiones de las personas transmiten mucho más que las palabras. Cuando un médico, refugiado en una mirada apagada y tensa, intenta construir oraciones de tranquilidad, significa que las cosas no pueden marchar bien. «¿Será posible vivir sin la idea de que Dios nos protege?» pensó. Sabía que la naturaleza de sabernos humanos, frágiles, sensibles y vulnerables era lo que ahora le atormentaba. Qué ganas de no sentir y ser insensible ante lo que sucede a los otros, así sean nuestros hijos. Qué ganas de entenderlo todo como producto de nuestra esencia mortal, sin embargo, era imposible no sentir. Ante la noticia, las paredes del hospital se le venían encima. ─¿Significa que mi hijo está enfermo o que tendrá problemas de estatura? ─preguntó tratando de entender la noticia. ─Más complicado que eso, significa que no ha crecido un sólo centímetro en tres años, no hubo proliferación ce10
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lular y los tejidos, órganos y sistemas que debieron estar en desarrollo continuo, se detuvieron. No quiero alarmarlo, pero no me había enfrentado a algo similar, el estudio no presenta anomalías, simplemente todo permaneció como estaba. Tendremos que realizar más pruebas y comenzar con diversos tratamientos –explicó. ─¿Es reversible? ─preguntó Carlos suplicando por conocer la verdad por más cruel que ésta fuera. ─No lo sabemos, dependemos de las pruebas. ─¿Corre peligro su vida? ─No, está muy sano, no tiene ningún problema de salud. ─¿Por qué le está pasando esto? ─volvió a preguntar con voz frágil. ─Es lo que vamos a tratar de descubrir, en estos momentos no es bueno preocuparse sino hasta que tengamos una respuesta concluyente ─comentó el doctor dándole una palmada en la espalda al padre de un niño que se negaba físicamente a convertirse en joven y que enfrentaba algo difícil de entender. Al parecer ni siquiera era una enfermedad, se trataba de un alto genético, como si el cuerpo de Lázaro hubiera decidido estacionarse en cierta edad. Salió de la torre médica con una sensación de vacío, una desesperanza parecida a la ausencia de cariño, una búsqueda divina por saber si aquello sucedía por razones naturales o por un castigo a su persona. «Camina, simplemente camina por los pasillos del hospital. No le sueltes la mano, al contrario, aprieta un poco más para que sepa que lo proteges» se decía Carlos con el pensamiento al encaminarse junto a su hijo a la salida del edificio. Cruzó la puerta de aquel edificio con la derrota en la frente, ochocientos pesos más pobre y veinte años más viejo, cuando menos en el pensamiento. 11
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«No lo mires, no te hagas esto a ti mismo, ya cruzarán miradas. Seguro está confundido y quiere que lo abraces y le expliques lo que le sucede. No, mejor no lo hagas, un abrazo dentro de un hospital significa decirle al enfermo que ha ocurrido lo peor y no alcanzan las palabras. Actúa como padre, no como un consuelo, ya llegará el abrazo con su madre. Te tiene que ver fuerte. Él te estará mirando de reojo y si caminas erguido lleno de confianza, eso significará mucho para él, la tranquilidad le regresará al rostro. Ahora deja de tomarle la mano, pon la palma en su espalda. Ya no es un niño. Si quieres llorar hazlo solo y en un baño, lejos de él. ¡No seas cobarde! ¡Tus ojos no te pueden traicionar en estos momentos! Sí, es cierto, de ahora en adelante tendrás una doble vida. Aquella donde estarás cerca de tu familia ayudando en la abrumadora nueva circunstancia y la otra donde estarás culpándote y preguntándole al cielo que si solamente te mandó un hijo, porqué ahora te lo condena. Podría ser peor y lo sabes. Estás frente a algo inexplicable, no ante algo irreversible o degenerativo. Pero…, pero… ¡deja de hacer este ejercicio miles de veces, el que va a terminar en un psiquiátrico serás tú! Debes sacar lo mejor de ti, tu hijo te necesita» se dijo bajo un aceleradísimo ritmo de tensión y adaptación. «Ha llegado el punto de quiebre del que siempre me habló. Qué razón tenía mi padre, siempre sucede algo en la vida que marca a las personas. Acaba de suceder. ¿Por qué ahora, por qué a él? No tengo la disciplina, la valentía o el coraje de cambiar, no puedo convertirme en un modelo de padre de la noche a la mañana» se cuestionó mientras sus manos conducían un auto carente de vida. El silencio nunca se había sentido tan incómodo entre ambos. Carlos comenzó a recibir una cascada de imágenes 12
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de su hijo en cada etapa de la vida. Todo aquel esfuerzo que su hijo había realizado por caminar, hablar y comprender el mundo en el que se encontraba, había sido en vano. Aunque no se tuviera una descripción cierta sobre el tipo de padecimiento, era una condición extraña que modificaría cada pequeño detalle de la vida de todos. Era el medio día pero el cielo permanecía negro y profundo como ya era costumbre en la Ciudad de México desde hacía ocho años. El grado de contaminación había llegado a tal nivel que el gobierno había recurrido a la llamada «solución 5», un método descrito en el Protocolo de Beijing que aprobaba la utilización de «techos artificiales» en ciudades que alcanzaran niveles de estado crítico a uno irreversible. Cinco países que representaban a las cinco ciudades más contaminadas del mundo se reunían de manera anual para revisar las medidas ambientales conducentes, sin embargo fue la Ciudad de México a la que se le salió de las manos su tema y no tuvo remedio más que solicitar la aplicación del «techo artificial». Esta medida consistía en cubrir la ciudad completa con un vapor cuyos compuestos de carbón activado prevenían cualquier daño en la salud de la población. Tristemente, lo único que se podía hacer era levantar un muro ficticio en los cielos ya que la purificación era imposible de lograr. El carbono había convertido a la ciudad más grande del mundo en la primera donde se vivía de noche las veinticuatro horas. Las únicas ocasiones en que el cielo se iluminaba era cuando tronaban cohetes para que la gente se sintiera más viva. Era tanta la necesidad de iluminar los cielos con pólvora que el gobierno había despenalizado la actividad con tal de darle a la población algo de alegría a la vista. La mitad de los automóviles eran eléctricos y la otra mitad 13
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podía circular únicamente dos veces por semana. Debido a la alta demanda, los autos eléctricos habían incrementado sus costos y el coche familiar de Carlos era uno de aquellos modelos contaminantes casi prohibidos. Dos patrias tenían los capitalinos: México y la noche. «Tú eres el culpable y lo sabes. Tú le has hecho esto a tu propio hijo. Esta vez no podrás engañar a nadie. Es casi un filicidio» se decía Carlos continuando con la tortura. Mientras el auto avanzaba, miraba por la ventana a todas las personas que caminaban por las aceras; mujeres y hombres de todas las edades que sin saberlo eran envidiados. De alguna manera comenzaba a sentir resentimiento y rabia por todo aquel que había podido crecer sin contratiempos, contrario a lo que sucedía a su único hijo. Aunque le acababan de asegurar que no había peligro de muerte, ningún deterioro de la salud o aspectos degenerativos, no le diría una palabra a Lázaro sobre lo que el doctor le había informado a solas. Sería demasiado para una persona de diecisiete años, ¿o catorce? ─¿Cómo que no ha crecido en cuatro años? ─comentó Julieta dejando de lado la aguja, el hilo y el pantalón blanco de enfermera que cosía a mano, el único que tenía para su actividad. ─Eso dijo el doctor, es un niño de catorce años en todos los sentidos, no ha evolucionado nada, como si mágicamente su cuerpo hubiera decidido detener el crecimiento ─explicó Carlos a su esposa mientras Lázaro permanecía encerrado en su cuarto preparándose para su juego sabatino de fútbol. ─Pero eso no es tan trágico, a lo que seguramente se refirió el doctor es que será un hombre de baja estatura, es 14
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todo ─contestó ella. ─No lo sé, ahora que lo pienso, yo veo al mismo niño en todos los sentidos, también pareciera que su mentalidad se detuvo. ¿Cómo te explicas que toda la niñez destacó por su altura y ahora es de los más bajos, que le gusta hacer exactamente lo mismo que hacía hace dos años y que cada vez le cuesta más trabajo sobresalir en la escuela? Se detuvo en todos los sentidos, así de fácil. ─Eso no sucede, no seas absurdo, solamente dejó de crecer de manera acelerada y tendrá un problema de estatura en el futuro y nada más. Dime un sólo caso así que hayas escuchado, creo que estás imaginando demasiado por la preocupación ─contestó la mujer encajando con más fuerza la aguja en el pantalón y esperando que el doctor sintiera a la lejanía la perfecta perforación. Carlos la miró unos segundos sin estar de acuerdo con ella. ─¿Será algo nuestro? ¿Tendrá algún mal genético? ¿Qué sucedería si en verdad jamás crece física ni mentalmente? Julieta, tenemos que estar preparados para todo. ─Yo lo veo feliz y no tiene ninguna enfermedad, eso para mí es lo más importante. Qué importa la altura o si es de desarrollo lento. Aquello de la mente ya es una creencia tuya. Y en caso de que fuera cierto, en lo particular lo veo como un misterio bellísimo, quiero a mi niño siempre así de joven, sería algo terrible que se repitieran los moldes cuando sea adulto ─contestó ella en alusión a su esposo dando por terminada la conversación. ─¡Estoy listo! ─gritó Lázaro abriendo la puerta enfundado en el uniforme azul claro de cada fin de semana. Carlos salió del cuarto principal y, con la primera sonrisa falsa que le dedicaba a su hijo en toda su vida, ambos subieron al auto. 15
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─¿El fútbol es igual de bonito cuando se juega de noche? ─preguntó Carlos tratando de conocer más los gustos de su hijo. ─¿A qué te refieres papá? ─Pues creo que la Ciudad de México ha perdido mucha magia a raíz de la capa negra que siempre tenemos encima. Los deportes ya no son tan atractivos, las personas son más tristes y pesimistas. Todo es más caro por el costo de la electricidad y los partidos duran menos minutos ─explicó. ─Lo que pasa es que yo tenía nueve años cuando todo esto ocurrió, para mí la Ciudad de México siempre ha sido así ─contestó. ─¿Triste? ─preguntó Carlos. ─Siempre negra e iluminada. No es triste, es diferente. ─Y lo diferente es atractivo. ─Exacto ─contestó Lázaro mientras el carro recorría avenidas interminables donde cada cuadra era idéntica a la otra. ─Entiendo que es algo privado, pero ahora que estás más grande, ¿no tienes ciertas dudas o incomodidades con algo de tu cuerpo? ─preguntó Carlos intentando saber qué sentía una persona que no evolucionaba. ─Nada papá, todo muy bien ─contestó con desdén. Carlos miró de reojo las piernas del joven para confirmar que no había un sólo vello en ellas, los de los brazos eran escasos y la cara continuaba lisa sin asomo de barba o bigote. ─¿Has pensado en el futuro, digamos en diez años Lázaro? ─¿Por qué tantas preguntas papá? ─Curiosidad. ─No me gusta pensar en el futuro ─contestó Lázaro más serio. ─¿Por qué dices eso?, inevitablemente tendrás que pensar en él. 16
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─Ojalá que no ─murmuró mientras de manera torpe buscaba estrellas entre la negrura del cielo hasta que recordó que apenas era el medio día. El teléfono celular sonó y Carlos eligió no atender la llamada. ─¿No vas a contestar? ─dijo su hijo sin voltear a verlo. ─No, es de trabajo. ─¿En sábado?, ¿era ella verdad? ─aseguró Lázaro cerrando los ojos para evitar una discusión, sabiendo que su padre sistemáticamente engañaba a su madre desde hacía un par de años cuando menos. Carlos manejó sin mediar palabra, un tanto avergonzado pero de ningún modo arrepentido. Los fines de semana familiares se reducían a eso, a silencios largos, actividades mecánicas y reproches. El eterno trabajo repetitivo y burocrático del padre, las jornadas agotadoras de la madre como enfermera particular y los cientos de palabras que Lázaro escribía en soledad provocaban que cada uno de ellos se aislara de los otros integrantes familiares. La obligación había sustituido al deseo de estar juntos. Cuando llegó el lunes, todo se antojaba idéntico salvo por el terrible o acaso extraño secreto que Carlos y Julieta guardaban para sí mismos. Ante la sensación de peligro inminente, ambos recordaron que amaban a su hijo por sobre todas las cosas y a la vez sintieron vergüenza por haberlo olvidado. Como todos los días laborales, Carlos desayunó el mismo emparedado, tomó la leche en dos sorbos y haciendo el mismo ruido con las suelas de los zapatos, salió de su casa. Encendió el carro, ajustó el cinturón de seguridad, se miró unos segundos el cabello por el espejo y comenzó su recorrido. Desde que había una oscuridad perpetua en la Ciudad de 17
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México, todas las manzanas, calles y avenidas parecían ser las mismas. Carlos miró el mismo edificio pasar unas cien veces, se vio rebasado por el mismo carro blanco con un hombre de espesa barba en no menos de seis ocasiones, miró las llamadas «cápsulas de sueño» que el gobierno había instalado en los parques una tras otra sin que el parque terminara nunca, sonrió cuando vio tronar un cohete como bomba iluminando de rojo el cielo y miró el mismo espectacular que anunciaba una cadena de gimnasios en veinticuatro momentos diferentes. Bajó la ventanilla de su puerta para dejar entrar la música clásica que se escuchaba en cada avenida principal para combatir el estrés, pero no logró relajarse al descubrir que la sinfonía era la misma de los últimos doce meses. En el radio era complicado encontrar una estación distinta a las del gobierno donde se escuchaban consejos sobre cómo cuidar la Ciudad de México, por lo que casi siempre prefería llevarlo apagado. No había planchado su traje gris pero, ¿cuál era la necesidad? podría ir en ropa interior y nadie notaría su presencia; vamos, ni siquiera las personas con quienes tenía interacción serían capaces de distinguir si Carlos llevaba la misma corbata seis meses seguidos o portaba una distinta todos los días. Estacionó el auto en el lugar asignado y caminó con calma hasta uno de los elevadores. Junto con doce personas, que no tenía ni idea en qué departamento trabajaban, subió hasta el piso catorce. Caminó recto sin demostrar ninguna emoción, siempre mirando hacia el suelo para evitar darle los buenos días a sus compañeros de trabajo. Contó los sesenta y tres pasos que lo llevarían a su escritorio, se detuvo y alzó el rostro por primera vez para mirar su computadora. Después miró el pizarrón donde 18
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estaban escritas las proyecciones para el primer trimestre de años anteriores. No había tocado el pizarrón en veintiocho meses. Sintió una vibración y miró el mensaje del teléfono celular. Era un mensaje de Julieta: llegó el recibo del agua, espero que ahora sí lo pagues. Dejó el aparato sobre la mesa y se preparó un café bajo los lineamientos de siempre: dos cucharadas y media de café y tres sobres de sustituto de azúcar. Tres cuadros se alineaban junto a la computadora, los tres aún con la foto del paisaje que la tienda tenía para su venta. Sin embargo, ese día había decidido realizar un cambio. Sacó de su bolsa una fotografía de Lázaro y la introdujo en uno de los marcos, el de en medio. Sonrió. Regresó la mirada a la computadora aún cerrada y le dio un sorbo a la taza interminable. Mientras tanto, la gente cruzaba aceleradamente por el pasillo a las afueras de su oficina. Raúl, el Jefe de Sistemas, había pasado en más de diez ocasiones mirando siempre los papeles blancos, sin nada escrito. La simulación laboral era muy previsible. Se levantó y caminó hacia la ventana, la abrió y miró la misma pared de ladrillo rojo del edificio vecino que veía todos los días. Se sentó. Una joven mujer de falda oscura y blusa blanca le hizo señales para pasar. Él accedió. Ella sonrió y él también. Luego intercambiaron documentación. Ella salió. No hubo palabra alguna. La computadora seguía cerrada y el traje arrugado. La corbata era la misma del viernes pasado. Decidió dormirse por el lapso de una hora, pero antes dejó papeles con notas en el pedazo de escritorio que quedaba libre una vez que hubo utilizado sus brazos de almohada. Comenzó a soñar diversas cosas, entre ellas, que su hijo crecía y se curaba. Los colaboradores entraban y 19
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recogían el papel que les correspondía según la nota. Nadie se percató de que Carlos estaba dormido o tal vez no les interesó. Como era de esperarse, no hubo comentario sobre el traje arrugado, sobre la corbata del viernes anterior o el hecho de que la computadora estaba aún apagada. En su sueño, Lázaro le decía que de grande quería ser como él e imitar siempre sus acciones. Carlos se sentía complacido, pleno y satisfecho. Sin embargo, la hora del sueño concluyó y volvió a la realidad, aquella donde era un extraño para un hijo enfermo y el facilitador de dinero para una esposa decepcionada. Se quitó los zapatos y descalzo se encaminó a la junta de todos los lunes, aquella donde se hablaba más de lo que se entendía. Los sonidos guturales de todos los participantes lo desesperaban pero debía quedarse, era lo inteligente. En un par de ocasiones se escuchó a sí mismo hablando en aquel idioma cuando le habían pedido su intervención. En instantes, su cabeza borró cualquier recuerdo alusivo al tema, había olvidado su propia opinión. Cruzó la pierna, el calcetín sin zapato estaba a centímetros de la directora de finanzas. Nadie lo notaría y nadie lo notó. Regresó descalzo a su oficina y miró de nuevo el retrato de Lázaro, pero en lugar de marcarle a Julieta o a su propio hijo, se comunicó con la mujer ajena. ─¿De nuevo triste? ─No. ─¿Por qué me llamas sin saber si estoy acompañada? ─No tengo nada que perder. ─Tu familia. ─Ya la perdí. ─¿Pues entonces por qué siempre estás lejos? ¿Por qué siempre enciendes tu auto y regresas con ellos? 20
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─Tengo que hacerlo. Así funciona. ─Ven, inventa algo y pasa la noche conmigo. ─Lo haré –finalizó Carlos colgando el teléfono y sonriendo por segunda vez en el día. Se levantó, apagó la luz y caminó hasta su coche. Se miró al espejo sin reconocerse, encendió el auto y comenzó a circular en sentido contrario. Nadie le insultó o le tocó el claxon, simplemente lo esquivaron de manera natural. Se detuvo en una intersección y se quedó mirando un letrero gigante que decía: «LA DECISIÓN ES TUYA», en alusión a una nueva universidad que acaba de llegar al país. Él claramente estaba pensando en su vida personal. A varios kilómetros de distancia, en el a veces mal llamado hogar, la esposa engañada seguía obligándose a desarrollar un gusto por su trabajo y a desapegarse de su hijo por necesidades económicas. Julieta era una enfermera particular que podía elegir sus empleos de tal forma que pudiera convivir más con Carlos o con Lázaro pero realmente prefería ocuparse todo el día. Vivía en el autoengaño, pensaba que la decisión de ocuparse la mayor parte del día obedecía a estar encadenada a buscar dinero, pero había un gran interés en escapar, en despegarse de una vida donde el amor de pareja era un sinónimo de no estorbarse y el amor de madre se reducía a prepararle el desayuno, la comida y la cena a Lázaro. Con mucho interés leyó la historia clínica del señor Alfonso del Río de 70 años enviada por una buena amiga que conoció en sus días de la Clínica Cuarenta y Cinco. Dejando las hojas a un lado con extrema delicadeza, como si el paciente estuviera atrapado entre las letras del documento, mentalmente comenzó a desarrollar un plan de enfermería. 21
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Alfonso presentaba hemiplejia del lado izquierdo de su cuerpo como producto de un infarto cerebral originado por su afición enfermiza al cigarro. Estaba esclavizado a una silla de ruedas de por vida desde hacía quince años y su esposa continuamente rotaba enfermeras, ya que según el reporte, era un paciente complicado. No era la mejor de las señales, pero Julieta había desarrollado una piel gruesa para soportar los avatares de la vida al lado de Carlos y dentro de una familia apática y presa de las circunstancias de vivir en la Ciudad de México con todo lo que ello significaba. Los datos de contacto que incluía el documento eran de una persona llamada María Luisa Ferrer, seguramente su esposa. Al exterior de su habitación, de nuevo los pasos nocturnos hacían crujir la madera. Lázaro entró en la habitación sin detenerse ante la puerta abierta del dormitorio de sus padres. Cerró con llave el picaporte. La luz que se deslizaba por la parte baja se oscureció y Julieta supo que aquel ritual era la señal de que su hijo había decidido irse a descansar. ─Buenas noches Lázaro ─murmuró para sí misma. Al siguiente día se propuso averiguar más sobre la condición de Alfonso y todo el detalle del empleo. Levantó el teléfono. A los dos tonos, le contestó una mujer que a juzgar por la voz, no se trataba de la esposa. ─¿Buenos días? ─¿Me comunica con la señora María Luisa? ─No está. ─¿Bueno? ─dijo una tercera voz de hombre entrecortada, como quien lucha por parecer normal. ─¿Quién habla? ─dijo Julieta. ─¡Quien habla! ─respondió la voz apagada y carraspea22
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da mientras Julieta comenzaba a percibir que se trataba de su paciente. ─Cuelgue Don Alfonso ─dijo quien seguramente era la asistente doméstica. ─Está bien ─contestó el hombre de manera obediente y de nuevo se quedaron al teléfono las dos mujeres. Julieta confirmó que se trataba de la persona del reporte, de su paciente. ─Mi nombre es Julieta Palacios, soy enfermera particular y el expediente del señor Alfonso me lo remitió Karla Martínez, al parecer una conocida de la señora María Luisa. ─Tiene que hablar con ella, pero que yo sepa el señor Alfonso no necesita de su ayuda. Aquí todos le ayudamos diariamente. ─Pero según me han dicho sí necesita ayuda. ─Hable con la señora María Luisa. ─¿Tiene su teléfono móvil? ─Tiene suerte, va llegando a la casa, se la comunico ─respondió la empleada doméstica quien se conducía como un familiar más del paciente y dejaba notar cierto celo por la intromisión de una nueva enfermera en el cuidado de su patrón. ─¿Hola? ─Buenas tardes señora, soy Julieta Palacios, enfermera particular. Karla… ─Martínez, mi amiga es quien te mandó el reporte de mi esposo ¿no es así? –contestó. ─Exactamente. ¿Necesita a alguien que le ayude con su esposo?, porque su empleada me acaba de decir que ella le asiste en todo. ─No te preocupes por ella, lo quiere como a un familiar y a veces habla por mí, pero definitivamente necesito que 23
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alguien me ayude a cuidarlo. Sobre todo a platicar con él, ayudarle en sus proyectos y porqué no decirlo, tratar de alegrarle la vida y mantenerlo interesado para que viva muchos más años. Sería por las tardes, medio tiempo. ¿Estás interesada? ─Sí lo estoy. ─Entonces tendremos que vernos el día de mañana, martes, en mi casa. Ahí te explicaré los detalles del sueldo y te presentaré a mi esposo. Si mañana estás de acuerdo en todo, puedes empezar esta misma semana ─dijo María Luisa tratando de terminar con la conversación. ─¿A qué hora nos veríamos y cuál es la dirección? ─A las 5 de la tarde en el domicilio que aparece en el expediente ─finalizó. Julieta se despidió de manera cortés y colgó el teléfono con algunas dudas. Sonó el teléfono. ─Hola ─dijo Carlos. ─Hola ─contestó ella. ─Voy a trabajar tarde, necesito terminar un proyecto porque es cierre de mes ─dijo él. ─Está bien. ─Gracias. ─¿Lázaro? ─preguntó Carlos para intentar disfrazarse de padre preocupado por su familia. ─Viendo la televisión. ¡Ah!, y con el mal del crecimiento por si lo olvidaste. ─Nunca lo olvido. ─¿No?, ¿y cuándo es la siguiente cita con el especialista? ─Aún no he tenido tiempo de programarla. ─Clásico. ─Nos vemos luego. ─Adiós ─terminó por decir ella en uno de los diálogos 24
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característicos de su relación. La desesperación marital se había acentuado a partir de que la Ciudad de México se había visto sumida en la negrura de los cielos que parecían oscurecer los sentimientos de sus habitantes. Julieta miró la foto de casados que tenían en el buró como quien mira el epitafio de un familiar, la tomó y la guardó boca abajo en el cajón del mueble. Ahí, junto a un paquete de tarjetas de presentación, un reloj despertador y una libreta telefónica, estaban los anillos de compromiso y matrimonio, aquellos que no utilizaba desde hacía cinco años. Carlos jamás lo había notado. Pensó en tirarlos, después se arrepintió. Tal vez algún día podría dárselos a alguien que los valorara. Tal vez era hora de dormir aunque la cama le quedara grande. Abrazó la almohada más cercana y suplicó conciliar el sueño antes de que llegara su esposo a contarle mentiras. Lázaro trataba de hacer el menor ruido posible mientras revisaba una a una las fotografías de su padre desde la infancia hasta su juventud. La toalla de baño colocada en el pie de la puerta impedía que la lámpara de buró le diera la señal a Julieta de que aún estaba despierto. La cama se hallaba cubierta de fotografías del álbum que nadie miraba desde hacía años. El sólo hecho de tocarlo casi le hacía sentir a su padre en aquellos años. El olor a polvo y el crujir del plástico que cubrían las imágenes le hacían sentir que entraba a una casa vieja donde no era invitado, casi un intruso del pasado de su padre. La rutina había sepultado el interés de los tres por recordar y en el caso de Lázaro, por conocer a su padre antes de su nacimiento. Sin embargo, había una razón importante para mirar a Carlos de manera secreta. De lo poco que le había aprendido a su padre ausente y depresivo era el gusto por la lectura y Lázaro se propuso 25
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construir una novela como todas aquellas que había podido leer sobre la magia de la infancia y la adolescencia. Seguro de tener talento para narrar, el joven quiso rendirle un extraño tributo a su padre. Lo pondría al centro de la historia, pero como regalo le regresaría la juventud. Lo describiría de la misma edad que él mismo tenía, en la época donde nada importaba más que ser feliz. De momento solamente contaba con un título: «Uróboros» en alusión al símbolo griego donde un animal se come su propia cola. Para Lázaro, el simbolismo ejemplificaría la vida universal desde la particularidad de su padre. El hecho de que la vida nos va sorprendiendo, logramos ser felices y al llegar al clímax, comenzamos a girar en nuestro propio círculo hasta comernos la cola inmersos en una total insatisfacción e indiferencia por todo y todos. Las fotografías eran variadas. En algunas se podía mirar a Carlos en brazos de su madre, caminando en la arena de la mano de su padre, jugando tenis en algún torneo local o disfrazado para alguna ocasión. En otras páginas del álbum, aparecía Carlos de adolescente posando con sus hermanos al pie de un acantilado, algunas practicando diferentes deportes y otras con toda la familia en un largo sillón. El efecto era increíble, Lázaro sentía que lo quería a rabiar aunque en realidad no era así. A él le había tocado la peor parte de aquel ser humano. Se lo habían entregado cansado y decepcionado. Qué ganas de haberlo conocido cuando sonreía tanto, cuando tenía sentido del humor y cuando enamoraba a mujeres valiosas como su madre. Con la intención de comparar personajes, tomó otro álbum, aquel donde él ya aparecía y miró de derecha a izquierda ambos libros. En el álbum de la vida de casado, Carlos no esbozaba una sola sonrisa, si acaso una media mueca forzada en algunas imá26
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genes como el día en que se convirtió en padre. Alzaba a Lázaro con un semblante alegre aunque nada parecido a los grandiosos gestos de la adolescencia. Para escribir con la mayor precisión posible, Lázaro tendría que platicar con alguien que lo hubiera conocido en aquellos tiempos previos a la desesperanza y quién mejor que su abuelo. Vencido por el sueño, apagó la luz y se propuso lograr dos objetivos: avanzar con su novela y conocer de una vez por todas quién diablos era aquella persona que había extraviado las palabras en algún punto de su vida y que se presentaba como su padre. Al día siguiente, ya de regreso de la escuela, Lázaro, sin dudarlo, le marcó a su abuelo paterno, a quien también le sorprendió la llamada. ─¿Abuelo? ─¿Quién eres? ─Lázaro. ─¿Lázaro? ¿Cómo estás? ─Necesito hablar contigo, es importante que platiquemos de mi papá. ─¿Está bien? ─Está bien, es para un asunto mío ─reveló. ─Claro, puedes venir el día que quieras. También hay un tema que quiero platicar contigo ─reviró el abuelo refiriéndose al problema de crecimiento que tenía el joven y del que nadie le había hablado. Consideraba que los problemas se enfrentaban junto con el paciente y no atrás de él. ─Puedo ir en este momento ─respondió Lázaro con la ansiedad cubriendo su voz. ─Claro, ésta es tu casa hijo ─respondió cariñoso aquel hombre tan viejo como la tierra pero tan lúcido como un amanecer. 27
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La relación entre ellos, aunque fraterna, era de igual forma distante al extremo. No había visitas mutuas entre la familia de Carlos y su padre. Problemas añejos y disparidad de caracteres habían restringido la convivencia a una vez por año con motivo de la Navidad. Por irónico que pudiera sonar, ambas casas estaban a muy corta distancia una de la otra. Lázaro podía recorrer el trayecto montado en su bicicleta en menos de quince minutos, aunque con la capa negra de la ciudad, a veces tardaba un poco más. Iba tan ilusionado que en apenas doce minutos ya estaba en la entrada del fraccionamiento donde vivía su abuelo. Pasó por el módulo de control y finalmente detuvo la marcha frente a la gran casa de color verde pálido, el favorito del señor Fausto. Como hacía antes del distanciamiento familiar, caminó por un costado de la casa y se introdujo a ella por el sótano. Subió la escalera que lo llevaba a la cocina y se dirigió al jardín cruzando por el comedor principal. Sabía dónde encontrar a su abuelo, viudo desde hacía una década. Desde que tenía uso de memoria, pasaba sus tardes sentado en la silla colgante que él mismo había fabricado mirando las bien cuidadas rosas rojas que le daban un bello toque al intenso verde del jardín siempre podado. El rehilete circular ahogaba el ruido que hizo Lázaro al abrir la puerta anunciando su llegada. Tenía que caminar hasta el fondo del jardín, esquivando el riego, para poder estar en posición de saludar a su abuelo. ─¿Sigues viendo tus rosas a pesar de la falta de luz natural en la ciudad? ─preguntó Lázaro dándole una palmada a Fausto para después darle un abrazo y tomar asiento en la banca. Ambos comenzaron a balancearse como niños. ─Las rosas siempre han tenido mucho que ver en mi vida, ¿no te lo he contado? 28
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─No, siempre imaginé que las mirabas para reflexionar o simplemente buscar un momento de paz. ─Eso es obvio, también busco mi propio paraíso visual dentro de la casa. Pero es más que eso. Las rosas han marcado épocas en mi vida así como la de tu padre, ahora que lo pienso. ¿Entonces vienes a platicar de tu padre? ─Así es, estoy escribiendo una novela. ─¿Una novela?, ¿quieres ser escritor? ─Solo quiero escribir una novela. ─Entiendo. ¿Y sobre qué tema es la novela? ─Sobre un adolescente que tiene una vida perfecta y de alguna forma sus padres lo protegen de la maldad del mundo para que no modifique en lo más mínimo su personalidad. Toda su educación es en casa y sus amigos son escogidos. Al crecer logra encapsular de manera permanente su felicidad. Como si no hubiera crecido nunca ─explicó tratando de ser lo más preciso posible. Fausto lo miró confundido. ─Tu novela es un tanto fantástica. ─Son los libros que me gusta leer. ─Ese texto suena muy ambicioso, ¿cómo lograrás que un joven conserve su visión del mundo intacta sin que suene a un concepto mágico? ─Es una novela mágica, solamente así puedo hacer que mi padre sea feliz de nuevo ─dijo Lázaro mientras su abuelo lo veía con la ternura pintada en los cansados ojos. Fausto lo abrazó mientras la silla se detenía con los pies del abuelo quien quería entender aún más a su nieto. ─No lo conoces, quisieras conocerlo y revivirlo en el papel. ¿Es correcto? ─preguntó Fausto. ─Sí, eso quiero. No sé quién sea ese señor, solamente sé que le debo decir «papá» ─respondió. Fausto miró el cielo negro y luego bajó la mirada para ver de nuevo sus rosas 29
Roberto Delgado Ríos
alumbradas por varios faroles empotrados a la pared del fondo. ─¿Has leído a Proust? ─No. ─Bueno, pues Proust dice que lo sensorial es lo que nos recuerda el pasado, como por ejemplo una taza de té que te recuerde el pastel que te hacía tu tía y con ello se desencadena todo un recuerdo de una época. ─Interesante, pero yo no tengo recuerdos con mi padre que me hayan marcado. Al contrario, lo que quiero es averiguar quien fue antes de que yo naciera. El de la taza de té serías tú abuelo, para que lo traigas de vuelta cuando era feliz y me platiques sobre su vida. ─Y tú lo escribas. ─Exacto. ─Carlos está aún más ausente de su propia vida que los adultos ordinarios. Es normal que al pasar a la edad adulta cambiemos, pero tu papá ha tenido una transición más dura. ─¿Es normal cambiar tanto? ─preguntó Lázaro. ─Así es, vas madurando y modificando gustos, preferencias y por supuesto adquiriendo responsabilidades ─explicó Fausto. ─No me parece algo atractivo ─dijo con extrañeza en la mirada. ─Lo que interpretas de las fotografías es cierto, Carlos era una persona alegre desde su nacimiento y hasta su juventud. Todo comenzó a cambiar en la universidad y posteriormente en el matrimonio. Puedo contarte los capítulos más importantes de su vida si estás dispuesto a escuchar. De igual forma necesito que prestes atención a lo que tengo que decirte. Existe un secreto que necesito revelarte, ya es hora de que alguien te hable con la verdad. 30
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─¡Claro que estoy dispuesto! ─dijo Lázaro inquieto. ─Muy bien, entonces tendremos charlas salteadas, un día será sobre tu padre y al siguiente sobre Lázaro. ─Acepto, ¿pero qué hay de mí? Adelántame algo del tema tan importante que me quieres decir ─comentó intrigado Lázaro. Fausto de nuevo tomó impulso y la banca comenzó a columpiarse. No pronunció palabra y se limitó a mirar de reojo la fisonomía de su nieto, aquella que se negaba a evolucionar. Lázaro entendió que la visita de ese día había concluido.
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