Hechiceros I: Camino a Siomara

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Primera edición, 2014 Yahuaca Santana, Andrea Hechiceros: camino a Siomara / Yahuaca Santana Andrea; — Querétaro, México; 2014 Par Tres Editores, S.A. de C.V.; 272 p. ISBN de la obra 978-607-9374-03-7 ISBN de la colección 978-607-9374-02-0

Distribución nacional © 2013, Andrea Yahuaca Santana. © 2014, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com Ilustración de portada y emblema © 2014, Edgar Clement. Diseño de portada © 2014, Aline Trejo García. Ilustración de mapa © 2014, Regina Dupuis. Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes.

Impreso en México ● Printed in Mexico


Andrea Yahuaca Santana nació en Atotonilco el Alto, Jalisco en 1992. Al poco de cumplir un año, se mudó con su familia a Querétaro, Querétaro, donde actualmente reside y donde estudia Licenciatura en Ciencias de la Comunicación. Aunque mostró siempre gran sensibilidad hacia todas las bellas artes, desde una edad corta tuvo una inclinación hacia la literatura, siempre su asignatura favorita, siendo sus primeros contactos con ella en concursos de cuento y oratoria. Sintiéndose por lo general fuera de un círculo social y desinteresada por el tener que encajar, buscó un escape en las ideas que rebosaban en su mente, comenzando a escribir más seriamente a los diecisiete años. Los trabajos de C.S. Lewis y J.R.R Tolkien, tuvieron una fuerte influencia en ella, adentrándola al mundo de la novela fantástica. Además de éstos, entre sus autores favoritos se encuentra también Edgar Allan Poe y J.K Rowling.



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El principio de la historia ¿Alguna vez te has preguntado, qué pasaría si las estrellas pudieran pedirse deseos entre ellas?, ¿o si sería posible que una estrella bajara del cielo sólo para cumplir uno? Bueno, pues debes saber que ambas son posibles y sucedieron. Si quieres leer una historia de amor imposible entre un muchacho plebeyo y una princesa, o te interesa conocer el cuento de una chica de larga cabellera esperando ser rescatada por su amor verdadero en la torre más alta, probablemente estés buscando en el libro equivocado. Esta historia sucedió hace mucho, mucho tiempo, más del que ni siquiera pudieras imaginar; cuando las criaturas mitológicas vivían escondidas entre los humanos, en tiempos de hechiceros poderosos, príncipes valientes y hadas guerreras. Todo comenzó en un apacible reino llamado Nell. Se vieron tiempos difíciles en la tierra de ese entonces; las diferencias ideológicas y codicias entre reinos, los llevaron a desacuerdos y conflictos hasta convertirse en enemigos. Iniciaron años de guerra, conquistas y destrucción, la maldad asoló a la tierra y quedaron nueve clanes que se dieron cuenta de que no podían mantenerse enemistados para siempre; la humanidad estaba desapareciendo con rapidez. Otras criaturas emergían y los hombres necesitaban la certeza de que, si algún peligro externo los acechaba, podrían contar con otros reinos que acudieran a su llama11


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do de auxilio. Así fue como se formó la hermandad entre nueve clanes que quedaron tras las guerras. Establecieron a través de los años sus reinos, llamándoles a cada uno con el nombre de su fundador: Nell, Aure, Aeneas, Ianthe, Megan, Naida, Kaia, Jeno y Altaír. Cada uno destacaba de alguna manera especial: Nell, por ejemplo, era un reino de verdes praderas, vivos riachuelos, tardes cálidas y apacibles. Aure, el país vecino, era un soleado reino con extensas y envidiables playas doradas de agua fresca; Aeneas era un lugar más bien seco, con edificios de mármol y adobe, donde abundaban los mercados, palmeras y camellos; Ianthe era un reino especialmente agradable, que se caracterizaba por la abundante vegetación de flores de un peculiar color lila; abundaban también las lagunas, lagos y cascadas. Unos kilómetros mar adentro, se encontraba una amplia isla, donde se levantaban imponentes los reinos de Megan, Kaia, Naida y Jeno. Megan era el reino más poderoso de todos: no era extraño mirar transitar por la calle carruajes con incrustaciones de zafiros y oro puro; doncellas que utilizaban en el rostro polvos blancos traídos de las tierras lejanas y pelucas extravagantes, se veían vestidas con las más caras y magníficas telas; había erigidas mansiones de tres o más pisos donde se vivía con los lujos más exóticos que pudieran encontrarse. Naida y Kaia eran bastante parecidos, ambos cálidos y húmedos debido a la cercana costa, de poca extensión territorial, eran las principales fuentes de pesca; cualquiera que se quisiera involucrar con la navegación y la vida en altamar, sabía que Naida y Kaia eran los lugares para hacerlo. Jeno era el más pequeño de todos los reinos, donde se disfrutaba de un poco convencional cielo lila; nubes blancas y esponjosas; carruajes con ruedas de plata y enormes casas con amplios ventanales del cristal 12


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más grueso, vino especiado que proveían a todas las regiones de la tierra. Toda la ciudad estaba conectada por pasillos tapizados con azulejos celestes y dorados. Cada tarde era común disfrutar de un arcoíris que adornaba todo el cielo. Frente a esta Isla, cruzando el mar de Malva, el reino de Altaír, el más grande de todos: contaba con una zona urbana y con enormes campos silvestres llenos de lagos, bosque y costa. Era también allí donde se realizaban asambleas anuales, a las cuales acudían los embajadores de cada uno de los reinos para reforzar la diplomacia y hermandad. En Nell, reinaba entonces un buen hombre digno de admiración y respeto: el rey Stefan Rhirel, junto con su dulce esposa, la reina Gladys. Desde que asumieron su posición en el trono de Nell, reinaron con admirable ejemplo de paz y armonía para los otros reinos, ya que además de su capacidad económica, era bien conocido por su fama de ser apacible y encantador. Las personas que allí habitaban vivían felices, con la certeza de que Nell se convertiría en un lugar más próspero para vivir. Stefan y Gladys tenían un hijo único y heredero a la corona Rhirel: el príncipe Leander. Era un niño muy bien parecido, de tez apiñonada y cabello oscuro como sus ojos. El chico era vivaz e inteligente. Era aplicado en sus lecciones; destacaba en latín, matemáticas, historia y ciencias. Y en cuanto a sus actividades físicas, tenía enorme talento en artes marciales, siendo especialmente diestro en la esgrima. Los reyes siempre supieron que, si llegaba el momento, sería un fiero guerrero. Desde muy chico, el príncipe fue instruido por Argus; un hombre muy viejo, pero conocido como el más sabio de todos los ancianos. Lo que muchos ignoraban, es que 13


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ese hombre era un mago. Conocía todo lo que había que saber acerca de cualquier habilidad, hechizo y encantamiento mágico, pero su verdadera pasión eran las criaturas míticas; las conocía con excelente precisión y detalle. No era raro encontrarlo en su estudio, fumando su pipa en forma de búho y sosteniendo en sus manos un murciélago, una libélula, una lechuza, una serpiente o un escarabajo. Y menciono únicamente estas criaturas entre la infinita variedad que se podía encontrar en su estudio. Los reyes estaban conscientes de los conocimientos y prácticas del mago Argus y preocupados por la imaginativa y despierta mente de Leander, le fue prohibido instruir al pequeño en magia y todo lo que aquello englobaba. El mago no comprendía la razón de los reyes; la magia no podría hacerle ningún mal a la mente del niño, al contrario, la fortalecería y lo haría más inteligente de lo que ya era, pero, muy a su pesar, obedeció las órdenes que se le dieron, ya que estaba muy encariñado con el niño y no estaba dentro de sus planes abandonarlo, en caso de que sus padres decidieran destituirlo si le enseñaba magia. Fue así que el mago convirtió todos sus conocimientos de magia y de criaturas míticas en cuentos que le contaba al niño. Historias que, hasta donde el pequeño príncipe sabía, eran ficticias; simples cuentos creados por su mentor para entretenerlo. No obstante, Leander disfrutaba imaginando que todo aquello realmente existía. Era normal que se le encontrara sentado detrás de las cortinas, con los ojos cerrados, recreando en su mente algún cuento que el viejo Argus acabara de contarle. Pero conforme fue creciendo, perdió la ilusión a medida que se involucraba cada vez más en asuntos relacionados con el reino, que en un futuro, aún entones lejano, sería su responsabilidad. 14


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Cuando Leander tenía seis años, sus padres lo llevaron con ellos a un banquete celebrado en Aure, el reino vecino. Los anfitriones; el rey Zander, su esposa Isadora y su hija, la princesa Stacia, eran los más atentos y recibían a sus huéspedes con una sonrisa cálida. La princesa, por cierto, era una niña enérgica y ocurrente, cosa que a veces la hacía redundar en la irreverencia, o eso decían los adultos. Su cabello negro como ala de cuervo y su piel bronceada como las doradas playas de Aure, era poseedora de una increíble belleza, con hipnóticos ojos verdes que parecían destellos de esmeraldas al sol. Probablemente en sus años de adultez, sería una de las solteras más codiciadas. No pasó mucho tiempo antes de que Leander y Stacia fueran presentados y casi obligados a convivir aquella noche. “A regañadientes” no es expresión suficiente para explicar cómo fue que comenzaron a hablarse: casi sin abrir la boca, definitivamente sin mirarse. Pero pocas horas después y como es común a una edad tan corta, los niños comenzaron a encontrar maneras de divertirse juntos: escondiéndose debajo de la mesa junto con la bandeja de postres; correteándose por todo el castillo, escaleras arriba y escaleras abajo; haciendo figuras con las sombras de sus manos a la luz de los candelabros. En fin, no pasaron para nada un mal rato y los padres de ambos lo notaron. A la mañana siguiente, los reyes de Aure invitaron al príncipe a pasar con ellos el verano, a lo cual, los reyes de Nell accedieron honrados. Fue así como comenzó y fue creciendo una estrecha amistad entre los jóvenes príncipes, tanto, que pasaron los años y Leander fue olvidándose de las historias mágicas de Argus e interesándose más en la princesa. Ella tenía un carácter fuerte, pero Leander, quien había sido su amigo 15


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desde la infancia, no veía ese lado de ella, sino el de la joven entusiasta, divertida y elocuente. No había ocasión en que pasara un mal rato estando con ella. Durante los años siguientes, Leander la visitó cada que tenía la oportunidad, sin esperar a que llegara el verano y cuando no estaban juntos, se escribían. Leander enviaba seguido mensajeros a caballo llenando a la princesa con regalos; casi siempre joyas ostentosas y ella, a su vez, enviaba de regreso algún pañuelo perfumado envolviendo un mechón azabache de su cabello o alguna flor seca que a veces recogía y guardaba de sus visitas a otros reinos. Estación tras estación, año tras año, visita tras visita, el cariño que se tenían iba creciendo, tanto que a veces Leander pensaba que era demasiado para contenerlo dentro. No fue hasta una noche en el reino de Aure mientras tomaban la cena cuando Leander estuvo seguro: Stacia reía de una divertida anécdota de la juventud que narraba su padre, la reina disfrutaba también de la historia y todos pasaban una agradable noche en compañía del príncipe; pero él no estaba pensando en nada de eso, solamente miraba a la princesa reír, le pareció que tenía un brillo en el rostro. Ya no era la niñita traviesa que había conocido hacía dieciséis años; ahora era una mujer, de hecho cumpliría veintiún años en dos semanas y Leander sabía que debía preparar algo especial, pues aquella noche aceptó que lo que sentía por ella era amor. Leander se convirtió también en un joven apuesto e inteligente, aunque por dentro seguía llevando en su corazón la magia y todas las cosas maravillosas que Argus le había narrado en su infancia. El mago, por cierto, no envejecía ni un solo día, mintiendo cada año acerca de su edad. Afortunadamente, a Leander jamás se le ocurrió preguntar 16


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por qué sucedía eso. Después de mucho planear, preparar e idear, Leander tuvo la idea de realizar un pomposo banquete en Nell para el cumpleaños de Stacia. Aunque no se trataba de un banquete nada más, pues Leander tenía planeado proponerle matrimonio a la princesa y cumplir su sueño de contraer nupcias con su mejor amiga. El día llegó por fin, había tanto regocijo en Nell como en los demás reinos de la hermandad que también fueron invitados. Acudían entusiasmados a la importante celebración, luciendo sus más suntuosas joyas y trajes de ricas telas. Tan especial era la ocasión, que la reina Gladys sacó el anillo de bodas que perteneció a la madre del rey Stefan; anillo que guardó durante muchos años y que ahora sería el obsequio de bodas para Leander. Ellos estaban orgullosos de que su hijo, ya hombre, se casara; pronto estaría listo para heredar el reino. —¿Leander? —llamó la reina mientras caminaba a través de la amplia terraza que dividía el balcón y la habitación del príncipe. —¿Sí, madre? —contestó el muchacho, concentrado en el tablero de ajedrez, mientras acariciaba con una mano su barbilla. —Leander, querido —comenzó la reina, colocando una mano sobre el hombro de su hijo—, después de tantos años, finalmente veo los frutos de aquel primer verano que pasaste fuera. No puedo creer que vea tu compromiso con Stacia; debo confesarte que lo vimos venir desde que fuimos al banquete en Aure —el príncipe se levantó de la mesa que compartía con el viejo Argus, para prestarle atención a su madre—. He guardado algo durante el tiempo 17


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que he estado casada con tu padre. Algo que quiero obsequiarte. La reina Gladys extendió las manos hacia su hijo, entregándole una pequeña caja forrada con terciopelo negro. El príncipe, intrigado, la tomó y luego de examinarla la abrió, encontrando dentro de ella un magnífico anillo de plata. —¿Madre? —inquirió el príncipe mirando a la reina, confundido. —Era de la madre de tu padre, tu abuela Agneta. Ella se lo dio a tu padre antes de que nosotros nos conociéramos y le dijo que se lo obsequiara únicamente a la mujer a quien verdaderamente amara. Y lo hizo —dijo ella mientras un arrebol se formaba en sus mejillas—, ahora es tu turno, Leander —dijo, mientras que el príncipe escrudiñaba la ostentosa joya. Leander cerró la caja y su madre colocó sus manos sobre las del príncipe, envolviendo la caja dentro de ellas—. Mi consejo es el mismo: entrégaselo a la mujer a la que realmente ames, Leander. Únicamente a la mujer a la que ames —concluyó la reina, pronunciando aquella palabra con particular énfasis. El príncipe asintió, y su madre lo envolvió en un maternal abrazo. En el castillo de Nell, el salón donde se llevaría a cabo la celebración fue lujosamente ornamentado con gran entusiasmo: del techo colgaban los más hermosos candelabros; las escaleras que llevaban al salón estaban cubiertas por una enorme alfombra roja con complicados diseños bordados en oro. El techo estaba decorado con atrayentes figuras celestiales, como arcángeles sonando triunfales sus trompetas, nubes blancas de aspecto suave sobre las cuales dormían los ángeles y justamente al centro, se podía admirar un sol dorado cuyas brasas pintadas, parecían irradiar 18


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calor; era una pintura fantástica. Había una extensa mesa de caoba, decorada con un elegante mantel de brocado dorado sobre un fondo rojo. Sobre ésta, se encontraba la más exquisita comida que podrías imaginar. Había una gran variedad de frutas de temporada; pastelillos de diferentes tamaños y sabores: tartas de fresas, zarzamoras y bayas; dulces de leche y otros postres. También había pollo, pichones y terneras. Justo al centro de la mesa, había un extravagante pavo real servido con su plumaje y para beber había una vasta selección de los más finos vinos provenientes del reino de Jeno. Los invitados tendrían un gran festín. En el centro del salón se encontraba una enorme pista de baile, donde ya se llevaban a cabo las danzas, con tanta gracia que parecía que habían ensayado horas antes. Alrededor de la pista había juglares, músicos de hermosas voces que armonizaban los bailes. Se hacían acompañar además, de dos bardos con sus laudes y un flautista, que en conjunto emitían una melodía rítmica, que hacía bailar a todos los invitados. Las damas de la realeza lucían ostentosos vestidos de delicadas telas como seda y satín, como las que usaban en el reino de Megan, que las hacían parecer muñecas de porcelana y llevaban además joyas en toda su vestimenta. Sus cabellos eran recogidos con broches en hermosos peinados abultados, y en sus pies llevaban zapatos con tacones no muy altos. Por su parte los nobles caballeros vestían con elegantes camisas de seda ajustadas con cinturones, bajo las cuales algunos llevaban mallas, otros usaban pantalones de telas más gruesas. Todos ellos, a excepción del príncipe Leander que llevaba botas, usaban zapatos de vestir, con hebillas de oro y plata. La princesa Stacia, por su parte, lucía un largo vestido 19


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de terciopelo en tonos dorados y verde olivo con dibujos florales. Un fino aro de oro simulaba hojas de laurel adornando su cabeza, llevaba el cabello recogido en una alta coleta de caballo, mientras que unos oscuros caireles enmarcaban su fino rostro. El príncipe Leander, nervioso, caminaba en línea recta de un lado hacia otro en su balcón. Si algo no había cambiado en él, era la aversión a presentarse frente a cientos de personas y ser ovacionado. No era que tuviera miedo, más bien le era incómodo. Sin embargo, tarde o temprano tendría que bajar las escaleras, ¿verdad? —¿Leander? —llamó su madre desde la habitación—. Sé que estás nervioso pero ahora debes bajar. Stacia ha estado preguntando por ti. —Lo sé, lo sé, madre —respondió con voz ahogada. —Bien. Entonces regresa con tus invitados, te lo suplico. Todos están ansiosos por un brindis. El príncipe bajó a formar parte de la fiesta, sentándose a la mesa junto a su padre y Stacia. Después de cenar un delicioso banquete y charlar efusivamente con algunos nobles de los reinos hermanos, Leander comenzó a sentirse cada vez más cómodo, especialmente con Stacia a su lado, quien siempre encontraba el momento adecuado de sacarlo de alguna conversación incómoda y con la certeza de que después de esa noche, pasarían el resto de sus vidas juntos. Todo estaba yendo a la perfección: los invitados disfrutaron del banquete, y todos se deleitaban con la música que provenía de la pista de baile. Era el tipo de música que, si estuvieras allí, se habría apoderado de todo tu cuerpo haciendo que tus pies se movieran a su ritmo casi involuntariamente. El príncipe Leander, que se encontraba sentado al cen20


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tro de la mesa, se puso de pie y tintineó su copa con un cubierto, acto al cual los nobles respondieron bajando su tono de voz y poniendo toda su atención a lo que el joven príncipe tuviera que anunciar. —Queridos hermanos de los nueve reinos, quiero agradecerles a todos su presencia, propongo un brindis por la princesa Stacia, en su cumpleaños número veintiuno —los presentes estallaron en aplausos mientras dedicaban sonrisas sutiles a la cumpleañera—, ahora que tengo la atención de todos —continuó—, quisiera aprovechar la oportunidad para pedirte el honor de esta pieza, Stacia —dijo, dirigiéndose a ella. Antes de que respondiera, todos los nobles se mantuvieron a la expectativa, mirándola insistentemente, mientras que ésta se ponía de pie, tomándole la mano y sonriendo mientras caminaban a la pista de baile. Una vez ahí, los músicos comenzaron a tocar un vals muy suave. Por todos lados se escuchaban comentarios: «¡qué hermosa pareja!» o «me pregunto cuánto tardarán antes de casarse». Sin embargo, ni Leander, ni Stacia escuchaban nada además del agresivo palpitar de sus corazones y la música tenue que ambientaba el momento. Mientras giraban con movimientos gráciles y fluidos, el príncipe sintió que era hora de hacer aquella pregunta que no lo había dejado estar completamente tranquilo durante toda la noche. Escuchando su propia respiración amplificada en sus oídos, tragó saliva y respiró tanto aire como pudieron guardar sus pulmones, mientras reunía todo el valor que poseía. —Stacia —comenzó el príncipe—, nos conocimos hace dieciséis años y nos hicimos amigos. Hemos pasado momentos inolvidables juntos, eres mi mejor amiga y quisiera que pudiéramos seguirlo siendo, viviendo en el mismo cas21


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tillo —con aquella última frase, el rostro de Stacia se congestionó y sintió su corazón latir con más fuerza que nunca, pues sabía adónde iba Leander con aquello y la tomaba completamente por sorpresa—. Así que Stacia, aquí está la pregunta más importante que haré en toda mi vida: ¿quieres convertirte en mi esposa? Durante unos segundos, la princesa esbozó la más sincera sonrisa, pero fue momentánea, ya que antes de que pudiera contestar, varias cosas sucedieron al mismo tiempo: la mirada de la princesa Stacia se hizo ausente, como si alguien le hubiera sacado el alma de un momento a otro; su frente y sus manos estaban sudorosas; no parpadeaba y parecía que su mirada se había quedado perdida en el vacío. La piel de su rostro se notaba pálida y, de manera drástica, antes de que pudiera darle a Leander cualquier respuesta, cayó inconsciente en sus brazos. Leander se quedó atónito, no sabía qué hacer. Los invitados, los reyes y los guardias los miraban de lejos, sin comprender del todo lo que pasaba, pero a sabiendas de que algo andaba mal. —¿Stacia? —llamó sosteniéndola firmemente—. ¡Ayuda! ¡Ayúdenme, por favor! —exclamó Leander, aterrorizado al verla desfallecida. Los músicos, confundidos, dejaron de tocar, llamando así la atención del resto de los invitados. Inmediatamente, tres de los guardias del castillo, corrieron a auxiliarlo, parecía estar a punto de perder los estribos en cualquier momento. Todos se quedaron inmóviles; no sabían a ciencia cierta qué sucedía, así que tan pronto como los cuchicheos y lamentos de mortificación comenzaron, los guardias los exhortaron a pasar discretamente al salón contiguo, mientras se encargaban de llevar a la princesa a una habitación del castillo. 22


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Karsten era conocido como el mejor médico de todo el reino, se encontraba en esos momentos compartiendo la cena con su humilde familia y tranquilo como estaba en su casa, no pudo haber anticipado lo que aquella trágica noche traería consigo; nadie pudo hacerlo, de hecho. Dos heraldos fueron quienes tocaron a su puerta, mientras que su esposa acostaba a sus niños a dormir; tres golpes en la puerta por la noche sólo podían traer malas noticias, todos lo saben. El doctor abrió nervioso. Los heraldos le informaron que debía presentarse de inmediato en el castillo de Nell, ya que la princesa Stacia había sufrido un desmayo por razones que aun ignoraban. Fue llevado a mitad de la noche hasta la habitación donde se encontraba todavía inconsciente la princesa Stacia, el doctor, tan pronto la vio, supo al instante de qué se trataba.

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El deseo Mientras el doctor se dedicaba a su trabajo, el desesperado príncipe salió a la terraza de la habitación para tomar un poco de aire fresco y despejar su mente. Recargó sus codos en el barandal y hundió el rostro en sus manos, permaneciendo ahí durante lo que parecieron horas, sin pensar en nada ni nadie más que en Stacia. Recordó que no había tenido la oportunidad de escuchar su respuesta. Fueron tan sólo unos minutos después, que salió el doctor Karsten de la habitación, dio unas palmadas al príncipe en la espalda para que se diera cuenta de su presencia. Se sobresaltó al encontrar al doctor detrás de él y, al recuperar el aliento, le preguntó precipitadamente: —¿Qué le sucede?, dígame que ella va a estar bien, por favor, dígame que no es nada grave. —Me temo que no puedo darle buenas noticias, joven príncipe —contestó el doctor frunciendo el ceño— está muy débil. Tiene una terrible fiebre que no baja y sus signos vitales están decayendo. Lo lamento muchísimo, majestad, pero… no creo que sobreviva la noche. El príncipe se quedó atónito al escucharlo, no podía dar crédito a sus oídos. Antes de que las palabras apropiadas llegaran a su mente, un viento frío sopló desde el este, haciéndole sentir un escalofrío que erizó toda su espina. 24


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—No, no puede ser. Ella es joven, está sana, es una buena persona, ella no puede... —Leander no pudo terminar su frase. Sintió un frío terrible en todo su cuerpo al pensar en la palabra que había estado a punto de pronunciar: morir. El príncipe sintió la sangre congelársele dentro del cuerpo y su respiración se hizo superficial. —Debería ir a verla, majestad. Quédese con ella, hágale saber que está a su lado. No hay tiempo que perder —dijo el doctor casi murmurando—. Realmente lo lamento mucho. Si necesita otra cosa, por favor hágamelo saber. —El doctor Karsten hizo una reverencia y se retiró. Esa noche las estrellas brillaban con intensidad. Mientras trataba de asimilar las terribles noticias, el príncipe se quedó mirando al cielo durante unos minutos. De pronto su mirada se quedó prendada de una estrella en particular; una que, aunque no era mucho más grande que las demás, sí parecía brillar más intensamente. Fue un sentimiento extraño el que experimentó Leander, y aunque más tarde le pareciera absurdo, en ese momento estuvo seguro de que alguien lo miraba también a él desde allí arriba en el cielo. El príncipe metió la mano en el bolsillo de su pantalón y encontró la caja con el anillo. La abrió con deliberada lentitud y miró la joya casi con añoranza, sintiendo un dolor en el pecho al recordar. Mientras lo hacía, pudo sentir sus anhelos, esperanzas y planes futuros, resbalándosele entre los dedos a medida que cada segundo transcurría. Todo lo que había soñado; la vida que había imaginado junto a Stacia, se hacía borrosa frente a sus ojos. Temeroso de que desapareciera por completo, Leander volvió la vista al cielo una vez más, mirando de nuevo a la estrella que había capturado su mirada y, por primera vez en su vida, con toda la ilusión que alguna vez albergó en su joven co25


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razón, pidió un deseo. «Quisiera que ella pudiera quedarse conmigo... para siempre», murmuró, hablando con las palabras que le dictaba el corazón. En ese momento algo muy extraño sucedió, algo que el príncipe jamás había visto antes y que probablemente no volvería a ver nunca: la estrella emitió una breve explosión, irradiando una brillante luz con tal fuerza que el príncipe tuvo que cerrar los ojos para protegerlos del brillo. Después, el intenso resplandor desapareció por completo junto con la estrella. Al abrir los ojos y volver la mirada rápidamente, Leander creyó haber perdido de vista a la estrella, la buscó desesperadamente en el cielo, pero no la pudo encontrar. Así que decidió entrar de nuevo a la alcoba para acompañar a su amada durante los breves momentos que le quedaban de vida. Atravesó la habitación con desgano, casi arrastrándose, y se acercó hasta la cama donde yacía Stacia, tan hermosa como siempre aunque ahora pálida como el marfil. Leander se arrodilló a un costado de la cama y tomó la gélida mano de la princesa. Ésta abrió los ojos, apenas dos estrechas rendijas, por donde asomaron aquellas intensas esmeraldas. —Leander… —comenzó Stacia débilmente. Él puso sus dedos sobre los labios de la princesa. —No tienes que hablar —le dijo suavemente, sonriéndole para hacerle sentir un pequeño atisbo de esperanza. —Lamento haber arruinado el baile —susurró ella. —No, no, por favor no te disculpes. El único que debe disculparse soy yo, por no haberte hecho esa pregunta antes, por no haberte dicho antes que eres mi mejor amiga, la única con quien quiero pasar el resto de mi vida —contestó 26


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Leander, apartando dulcemente los negros mechones ondulados de la frente de Stacia y mirándola fijamente, como hipnotizado. Podía notar en la frente de la muchacha un sutil rocío de sudor helado—. Y por no haberte dicho que… que… te amo. La princesa cerró los ojos de nuevo y apareció en su rostro la última sonrisa que esbozaría en esa vida —Oye… —dijo con voz débil. —Dime, amor mío. —Iba a contestar que sí —al terminar estas palabras, la princesa se dejó vencer por el cansancio y cerró los ojos, mientras dejaba escapar su último aliento. Leander la llamó, dando un apretoncito en su mano, pero ella ya no respondió. El príncipe recargó su cabeza en el lecho de muerte, lloró hasta quedarse dormido. Un intenso frío entró como ráfaga por las puertas del balcón con un viento helado, tan frío que despertó a Leander de un salto. Stacia seguía exactamente en la misma posición en la que estuvo cuando se quedó dormido, sólo que ahora helada y rígida. La luz de la luna entraba por el ventanal dándole a su rostro un tono azul tenue, con expresión tranquila. Con el más profundo pesar en su corazón, llamó a los sirvientes del castillo y les dio la mala noticia. Éstos se llevaron el cuerpo de Stacia para darle los cuidados necesarios. Los padres de ambos príncipes, al enterarse de la noticia, se acongojaron con una terrible pesadez en sus corazones, llorando junto con Leander la muerte de Stacia. En todo el castillo permeó un silencio lúgubre. Los reyes de Aure regresaron a su reino, llevándose con ellos el cuerpo de Stacia y el sueño de Leander. Éste no soportaba el ambiente sepulcral que envolvía 27


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por completo al castillo, así que tomó su capa y preparó a Arsen, su caballo; un percherón pura sangre, color nieve y ojos carbón. Lleno de melancolía, que poco a poco se transformó en ira, salió del castillo a todo galope, apareciendo apenas como un blanco destello ante los ojos de aquellos que lo vieron pasar. Antes de darse cuenta, se encontró cabalgando por los vericuetos más escondidos del reino. La gente lo miraba insistente; no era común que los nobles anduvieran vagando solos y menos si se trataba de un príncipe. Finalmente, después de mucho cabalgar por callejones sucios, calles repletas de perros dormidos y tabernas aún abiertas, Leander llegó al otro extremo del reino, donde no había más que una pequeña casa de madera. Más allá de la pocilga, había un largo tramo de campo y después, donde la vista ya no alcanza, unos escarpados montes donde cualquier peligro es inminente hasta para un campesino. Intrigado por saber a quién pertenecía esa curiosa choza rodeada de árboles retorcidos, Leander bajó de su caballo, lo ató a un viejo pozo que estaba más seco que el desierto de Haram y se quedó mirando fijamente la pequeña puerta de madera vieja y corroída. En un abrir y cerrar de ojos, la puerta de la casa se abrió de golpe y asomó de ella una misteriosa anciana, que vestía las más extrañas ropas que ni tú ni Leander jamás hubieran visto: usaba un largo y viejo vestido negro, que seguramente en sus buenos tiempos había sido un vestido digno de una reina; guantes negros de red, rotos y deslavados, que escondían unos largos dedos chuecos y huesudos; usaba también una gruesa capa oscura, con la que se resguardaba del frío; sus zapatos de tacón, que en algún tiempo habían sido completamente negros, ahora eran de un gris más 28


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bien blanquecino, con aspecto desgastado y empolvado. La anciana miró directamente a los ojos del príncipe y éste le sostuvo igualmente la mirada. Leander más tarde describió ese encuentro como “mirar dentro de un pozo encantado”. Había algo misterioso y sombrío en esa mujer, que al mismo tiempo resultaba en gran medida interesante. La anciana se acercó lenta y sigilosamente hacia el príncipe, siempre manteniendo contacto entre sus enormes ojos purpúreos y los de Leander. —Majestad —dijo con voz ronca que vibraba en sus oídos —lo esperaba desde hace unas cuantas horas. Bienvenido sea, por fin. Leander se quedó inmóvil, presa de un inquietante sentimiento que le decía que tenía que salir corriendo inmediatamente de ese lugar. Pero lejos de huir, se acercó aun más a la anciana, quien le invitaba a pasar.

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