Primera edición, 2019 © 2018, Marian Ortiz García de Alba © 2018, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com ISBN de la obra 978-607-8656-26-4 Diseño de portada © 2019, Diana Pesquera Sánchez. Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes. Impreso en México
Printed in Mexico
Marian Ortiz García de Alba nació en Zamora, Michoacán, el 24 de febrero de 1979. Llegó a Querétaro en 1997 para estudiar Agronomía y desde entonces vive en esta ciudad. Desde muy pequeña escribe cuentos. Narrar historias es su pasión. Cuando estudiaba en el Tec de Monterrey decidió, por primera vez, meter uno de sus cuentos a un concurso y lo ganó. Que por qué me volví hechicero obtuvo el primer lugar en el certamen de Literatura del campus Querétaro y después ganó el primer lugar en el concurso de intercampus. Al siguiente año escribió un segundo cuento, Amarilla, y también lo mandó a concurso; este cuento obtuvo el primer lugar en el campus Querétaro y después ganó a nivel sistema Tec de Monterrey. Desde entonces Marian sigue escribiendo cuentos, publicó su primer libro de cuentos titulado Raíz (Pangrama, Nuevas Voces, 2017). Es hasta el año siguiente que comienza a incursionar en la escritura de novelas, publicando El sabor de la tierra (Pangrama, Nuevas Voces, 2019), siendo este ejemplar la segunda entrega de esa fascinante historia.
Capítulo I «Siento como si esta tierra me desafiara enfrentándome con la desolación, haciéndome dudar de mi propósito de volver a hacerla mía –Isabel tiene la mente ausente. Se recrimina con preguntas mientras trata de arreglar una ventana–. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué volví? ¿Cómo fue posible que creyera que yo sola iba a poder reconstruir esta Hacienda?». Se corta intentando desprender un cristal roto. Observa temblorosa cómo su mano se va cubriendo de rojo. Entonces, como si la sangre hubiera abierto una compuerta, un lamento incontrolable se abre paso a través de su garganta. Las lágrimas irrumpen violentas. Pierde el control. Comienza a llorar todo lo que no había llorado desde que llegó a la Hacienda de Las Águilas. Llora de cansancio. Llora de miedo. Llora de frustración. Lentamente recorre los pasillos de la Hacienda. Un rastro de pequeñas manchas rojas va quedando tras de sí. A pesar de todo lo que ha trabajado, aún quedan restos de macetas rotas, los cuales pisa mientras camina. El crujir del barro se mezcla con el sonido de sus sollozos. Observa, desesperada, la devastación que la rodea: el viejo cedro todavía yace en medio de lo que era el jardín, las paredes están descarapeladas y los cuartos siguen sin puertas. Lleva días levantando escombros, recogiendo basura y limpiando un polvo que se aferra en regresar, a pesar de que lo barre con una determinación que raya en la obsesión. Como si le hubieran retirado el último alfiler que la mantenía erguida, se desploma en medio del patio. Siente que algo la aplasta. Es el peso de la tristeza. Mientras va sosegando su llanto, comienza 7
a recordar la belleza de ese lugar. Se ve a sí misma de niña, jugando entre plantas. Evoca el olor de los geranios y buganvilias que poblaban el jardín. Logra sentir el frescor de la sombra del nogal y escuchar el sonido del agua de la fuente. Pero inmediatamente después de esos recuerdos, vienen imágenes de su salida precipitada de la Hacienda y de su madre al frente de tres niños, intentando protegerlos de una Revolución que los persigue y expropia. Sacude la cabeza intentando alejar esos recuerdos. De repente, una voz familiar la saca de sus cavilaciones. Es José con sus ojos grises, su amigo de la infancia. Lo único intacto que queda en estas tierras. De inmediato, José se da cuenta de que su amiga ha estado llorando. La interroga con la mirada. Isabel tarda unos minutos antes de hablar: –¿Por qué no logro desprenderme de este lugar? ¿Por qué no puedo ignorar su llamado y continuar con mi vida en la Ciudad de México? ¿Por qué siento que si me alejo se me secan las raíces? –la voz de Isabel es casi un lamento. –Porque aquí naciste, Isabel. Esta Hacienda es el comienzo de tu historia. Las Águilas es la raíz que te une a esta tierra. –No puedo sola José. Lo admito. La magnitud de la destrucción ha desbaratado mi voluntad. –Estoy aquí para ayudarte. Lo haremos juntos –le dice José con una mezcla de ternura y entusiasmo–. Pero necesitas contratar a alguien que te ayude a quitar los escombros de la casa, porque voy a requerir de tu presencia en el campo. He conseguido un semental. Me lo venden en muy buen precio. –¿Qué? ¿Cuándo sucedió esto? ¿Dónde lo conseguiste? –la cara de Isabel se ilumina y José no puede más que sonreír. –Fue en el pueblo. Me encontré a unos viejos conocidos que se dedican al ganado. Pero a pesar de la oferta se necesitará de casi todo el dinero que te queda –Isabel analiza sus posibilidades, permanece pensativa unos minutos. –Tengo que arriesgarme, aunque sea lo último de mis ahorros. Lo que he gastado comprando vacas no tendrá sentido si 8
no conseguimos un semental que nos dé crías. Vamos a cerrar el trato de una vez. Ambos montan sus caballos y se dirigen al pueblo, dejando atrás los restos de Las Águilas, una hacienda mezcalera y ganadera, que se consideró una de las más prósperas antes de la Revolución, y de la que hoy sólo quedan ecos rebotando dentro de un cascarón.
9
Capítulo II Un hombre aparece en el camino de tierra. Sus gastadas sandalias reflejan largos recorridos. A pesar del ancho sombrero de paja, tiene la piel tostada por el sol. Un morral acompaña su atuendo sencillo. El hecho de que haya llegado tan temprano hasta el elevado valle de Las Águilas, demuestra que es un caminante experimentado, que aprovecha las horas del amanecer para viajar, pues son las más frescas. Avanza por entre el caserío despertando la curiosidad de los pequeños que juegan fuera de sus casas. Los saluda con una sonrisa dulce y mirada apacible. Al poco tiempo ya todo el pueblo sabe de la llegada del padre Anselmo. Lo habían estado esperando. Después de una alegre bienvenida, lo llevan a la casita donde se hospedará. Más que una casa, es apenas un cuarto con un pequeño patio de tierra. La gente se apena por las condiciones del lugar. Anselmo no quita la sonrisa a pesar del deterioro de su nueva morada. Le explican que otros sacerdotes habían intentado quedarse en el pueblo, habitaban la vivienda un par de meses pero terminaban yéndose. No cualquiera aguanta el duro clima de Las Águilas. Anselmo no se alarma. Le parece que el pirul que se encuentra en el patio le dará suficiente sombra para mantener la casa fresca, y ya se encargará él de transformarla, poco a poco, en un hogar. La imagen de Isabel con un martillo en la mano y un clavo en la boca sorprende al joven Feliciano. Está tratando de colocar una puerta. El ruido no le permite detectar su presencia. 11
–¡Buenas tardes! –Feliciano grita para ser escuchado. Isabel se asusta, da un salto y tropieza. No está acostumbrada a que haya visitas en la Hacienda, sólo la familiar voz de José pasea entre las paredes mudas. Feliciano es la ayuda que tanto ha estado esperando. Irá todas las tardes después de la escuela. Isabel se asombra, es apenas un muchachito. Pero agradece la vitalidad que contagian sus ojos alegres. –Buenos días. Me da mucho gusto que hayas llegado. Como verás, la casa está muy destruida. Yo sola no puedo repararla. Pero estoy segura que con tu ayuda pronto la dejaremos habitable –Isabel sonríe ante los grandes y blancos dientes que le muestra el muchacho mientras asiente con la cabeza–. Lo primero que haremos es terminar de sacar el escombro. Luego colocaremos las puertas que aún me faltan y arreglaremos las ventanas rotas. Al fondo de ese pasillo hay una huerta que tengo mucha ilusión de restaurar, y este patio de tierra tendrá que convertirse de nuevo en un jardín. Pero eso será después. Por ahora, lo más importante es dejar de sentir que vivo entre ruinas. Luego vendrán las plantas, los árboles y las flores. –Me imagino que hay que quitar este tronco que atraviesa el patio –comenta Feliciano señalando los restos del cedro que alguna vez fuera el árbol más alto de la zona. –Sí. Aunque me duela, habrá que retirarlo. Este árbol fue el primero que se plantó en la Hacienda. Contaba la historia de este lugar –Isabel hace una pausa, antes de continuar observa detenidamente los vestigios de ese árbol que un día fue majestuoso–: hoy también representa lo que sucedió con mi familia. Sacarlo marcará el inicio de una nueva época. Sin entender nada del significado de las palabras de Isabel, Feliciano toma el machete y, con entusiasmo, comienza a cortar el viejo tronco en trozos pequeños. Isabel lo contempla pensativa durante unos minutos. Después, sin volver la vista atrás, regresa con la puerta que sigue esperando ser colocada en su lugar. Trabajan toda la tarde. Isabel extraña a José. Se ha acostumbrado a esa presencia que le regala seguridad y certeza. Se fue 12
a San Luis de la Paz, el pueblo que se ubica en la base de las montañas donde se encuentra Las Águilas. Fue a comprar herramienta para el campo y a hacer otros pendientes más, por lo que tardará varios días en volver. Le sorprende estar pensando en sus ojos grises. Esos ojos melancólicos con los que le sonreía de niño, que recorrían el campo con alegría y asombro, ahora se han transformado. Se han vuelto profundos. Reflejan una madurez inusual para un hombre de apenas treinta años. Algo ha cambiado en su forma de percibir a José; pero no sabe qué es. Duda ante esta sensación desconocida. Sólo está consciente de que su compañía se le ha vuelto indispensable; su conversación, necesaria; su risa, esencial. Algunos días después, Isabel va a la pequeña tienda del pueblo a comprar fruta y verdura. Mientras no rescate su huerta, no tiene de dónde más abastecerse. Toma su salida a la tienda como una distracción, un paseo que le ayuda a romper la monotonía de los solitarios días en que José no ha estado. Habita sola en esa enorme casa, cuyos grandes espacios acentúan la sensación de vacío. Seguido, Feliciano le pregunta que si no le da miedo quedarse sola en la Hacienda, porque en el pueblo dicen que esa casa está llena de fantasmas. Ella responde que no. Esos fantasmas son sus antepasados que la cuidan. En la Hacienda están enterradas varias generaciones de su familia. Siente su presencia en los muros, en los rincones, en los pasillos, en la cocina. Es una casa protegida. No tiene miedo, pero se siente aislada. Además de José y Feliciano, no convive con nadie más. Las cartas que recibe de su hermana Julia y su mamá son su compañía. La gente del pueblo evita encontrarse con ella. Le tienen recelo. No saben por qué volvió. Desconfían de sus intenciones. Mientras camina por entre las casas, se sorprende al ver un hombre limpiando aquel cuarto abandonado. Tiene pelo castaño y piel muy clara quemada por el sol. Está sudando a chorros mientras ordena concienzudamente. Isabel sonríe al verse reflejada en él. Entonces él levanta la mirada y unos ojos tranquilos 13
la saludan. «Debe ser el sacerdote que me comentó Feliciano, el que habían estado esperando». –¡Buenas tardes! Usted debe ser el Padre. –Así es. Me llamo Anselmo. –¡Bienvenido! Yo me llamo Isabel, vivo en la Hacienda. Me gustaría invitarlo a comer. Me honraría con su compañía. –Muchas gracias por la invitación. Primero voy a tratar de instalarme; después, con todo gusto, le tomo la palabra. –El día que pueda por ahí lo espero –Isabel se despide con la mano, él lo hace tocándose el sombrero con una inclinación. En las semanas siguientes, nubes de polvo señalarán esos dos lugares donde las piedras dan paso a las macetas con flores y, los escombros, a muros recién pintados. Poco a poco, ambas ruinas comenzarán a sentir una vida que palpita en ellas, absorberán la esencia de ese ser que las transforma y se convertirán en el refugio de aquel que las levanta.
14