Primera Edición 2016 Alejo Rodríguez, Héctor La raíz siniestra de Ernesto Atenco / Alejo Rodríguez Héctor; – Querétaro, México; 2016 Par Tres Editores, S.A. de C.V.; 122 p. ISBN: 978-607-9374-38-9
Distribución nacional © 2015, Héctor Alejo Rodríguez. © 2016, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com Diseño de portada © Aline Trejo García
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Impreso en México • Printed in Mexico
Héctor Alejo Rodríguez (Uruapan, Michoacán) gritó parte de su niñez y adolescencia entre bosques de casuarinas, manantiales y tierra colorada. Por rebotes del destino y voluntad paternal, aterrizó en la ciudad de Querétaro con permanencia limitada. De convicciones errantes, pisó varias universidades sin merecerse ninguna. Carmen Simón, con su método levreriano, lo aseguró en la inquietud de las letras y le encomendó las primeras tareas de esculpir relatos. Irreverente en consumir historias, logró menciones honorificas en el Primer Certamen Carta al Padre de Par Tres Editores (2011) y en el Concurso de Microrrelatos de la Biblioteca Popular José Ingenieros de Zárate (2014), en Argentina. Ha sido publicado por el Museo de la Palabra, en Toledo, España, (2012, 2013, 2014) y en la Primera Antología de la Biblioteca José Ingenieros (2015) de Argentina. Fue finalista del Primer Concurso de Cuento Corto (2015) de la Editorial Zenú, en Córdoba, Colombia.
Héctor Alejo Rodríguez
El olor de la tumba
Teníamos que morir aquí, sobre el llano verde. Imaginé que debía caer en esta batalla. Era lo esperado. En campo abierto, sin nuestra táctica de guerrilla que nos hacía ser un peligro. Sin la sombra de la montaña, ni la oscuridad de nuestro laberinto de cuevas. Había llegado el momento de ponerle el pecho a la muerte. Toda esa desesperación a la luz del día. Morir para proteger a los nuestros. Lo temíamos. Yo los esperaba. Era cuestión de la lógica que los grupos armados de los narcos se fijaran en el rancho. No era un secreto que las familias de los que se habían unido a esta guerrilla vivían aquí, cerca del llano verde; olvidados de cualquier ayuda. Sólo la nuestra. Un puñado de hombres que se habían unido a mi causa. Una venganza solitaria que sin quererlo se había hecho parte de todos. Como una desgracia común. Un dolor que se comparte y quiere dejarse de sentir. Cuando pude darme cuenta, éramos más de cien. Vine a esta zona a matar al padre Germán: un sacerdote traficante de drogas. Lo había rastreado hasta aquí, a esta región de montañas crecientes que reflejan el sol como si nacieran del metal y no de la piedra. Vine a ajustarle la muerte de Fernanda: mi novia. Mi hermosa Fernanda. Confiaba tanto en él que lo hizo su guía espiritual, su confesor más que su maestro de preparatoria. Chantajeada por descubrirle sus obsesio9
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nes. Muerta por negarse a ser su esclava sexual. Asesinada por una sobredosis. Ultrajada después de morir. ¿Qué cómo lo sé? Le arranqué la verdad al padre Jesús María antes de matarlo. El padre Germán se lo dijo bajo secreto de confesión, y fue tanta la conmoción del padre Jesús María, que se inconformó peligrosamente para sentenciarlo a 40 padres nuestros y 50 aves marías. “Se había portado severo”, dijo. Después se guardó en un cómodo silencio en los cuartos alfombrados del Seminario. ¡Pobre padre! Desconocía que un hombre con las manos y dedos destrozados puede hablar verdades y esclarecer cualquier misterio, puede revelar el motivo más escondido. El tormento le fue insoportable. Su revelación me trajo hasta aquí, directo al cuarto que ocupaba el padre Germán como alojamiento expiatorio. Tardé para matarlo. Fue fácil reducirlo. El miedo ayuda a hacerlo. Lo conduje a la cueva que está atrás del convento-parroquia del pueblo donde pretendía ocultarse. Ahí nadie se acercaba. Todos decían que era la entrada al infierno. Sí, claro; al bajar descubrimos que éramos bienvenidos. Sin prisa le fui destrozando los huesos de los brazos y las piernas con el mazo que había destinado para él, mientras el dolor trepaba los techos rocosos, me aulló la lujuria que sentía por mi Fernanda, ese mal deseo que lo masacraba, desnudo por las noches, como una rabia. Me lo dijo, quizá para que lo matara rápido en un coraje enconado. Hice que sus brazos y piernas sin forma probaran mi cuchillo. Dejé que la sangre encontrara ritmo. Luego, le golpeé la cara con los puños, para borrarle el cuerpo de mi Fernanda, y para que le subiera más el dolor, no para dejarlo inconsciente. La nariz rota, la boca privada de algunas piezas dentales. Lo dejé así, amarrado sobre una roca puntiaguda para que le llegara la zozobra del hambre y la sed. Lo abandoné para que lo visitaran los animales del monte. 10
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Mis pasos se retiraron para que la oscuridad lo desapareciera. Cuando salí, la cueva ya había vomitado a la noche. Las súplicas aulladas se habían quedado muy adentro. Me imaginé que seguiría concentrado en agotarse la garganta. Sí, sonreí. Aquí arriba no se escuchaban sus gritos. La Providencia ensordece el auxilio de estos hombres de fe torcida. Me impuse la penitencia de viajar por este espinazo de montaña. No tenía a qué regresar a la ciudad. Tenía una vida exterminada allá. Sólo podía conseguirme un encierro. Mejor aquí, debajo de las nubes. Un gran eslabón de bosque, niebla y soledad, y la calma de las cuevas. Fatigué mi paciencia en descubrir sus secretos. Logré orientarme bajo tierra y visité varias veces el cadáver del padre Germán. Lo encontraba fácil. Cada vez con menos carne podrida y huesos. Hasta que lo hallé sin cabeza. Mejor, así desperdigado sería una complicación juntar su muerte. Los ranchos en lo alto y en las laderas también me encontraron y no tardé en volverme habitual. Varias pláticas con sus ocupantes, personas gentiles, me ganaron el nombramiento del joven paseante de la montaña. La mochila a la espalda ayudaba a concentrar la idea. Eran personas sencillas y pobres, ocupadas en reducir el hambre con sus milpas que tardaban en retoñar, y sus hortalizas que desaparecían pronto. Un trabajo de estar encorvado. Difícil. A veces les alcanzaba para convidarme un plato de frijoles en sus mesas. Me preguntaban sonrientes qué hacía ahí, y les respondía que era más asunto de una penitencia que de un paseo. No me creían, así que no buscaba insistir. Me aconsejaban de buena fe, me decían que cuando me mareara el hambre me hiciera una sopa con las hojas del árbol de pemoche; esas hojas rojas que parecen espadas curvas llamadas cimitarras. Les hice caso, pensando que envenenarme no podía ser más fácil. Los niños solícitos me hicieron una resortera para 11
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ocuparme de los pájaros. Afinar la puntería me llevó tiempo y varios recesos de hambre. Las piedras comenzaron a perseguir y alcanzar a las aves en los dominios del aire. Cocinadas al fuego, parecían empequeñecerse y sus huesos diminutos llegaron varias veces a atragantarme. Pasados los meses, las tormentas llegaron bravas. La niebla se deslizó pronto, como si la montaña respirara frío. Las cuevas me recibieron bien, cálidas por el vapor de agua. Por esas noches, caminando bajo el torrencial, me encontré con la guerrilla de narcos. Hombres armados con AK-47, jorobados bajo los bultos venenosos que transportaban. La curiosidad me hizo volverme un fisgón. Oculto en la complacencia del bosque, avisté sus movimientos, sus nombres, sus borracheras. Me volví temerario y comencé a caminar entre ellos a la hora de su mayor ebriedad que los desperdigaba sobre la tierra. Los veía roncando en la seguridad de lo clandestino. Me divertía estar ahí, sin ser visto. Una paciencia de suicida se me cocinaba en el pecho. Me convencí entonces que el bosque me había adoptado y en una noche, el león de la montaña me persiguió como a su igual. Peleamos bajo la lluvia, y el miedo estuvo a mi lado. El león de la montaña es brutal, sin remordimiento en sus ojos ambarinos. El hacha y el cuchillo se solidificaron en mis manos y la voluntad no me abandonó. Le temía, pero estaba cierto que yo merecía morir. Lo que había hecho sólo la muerte podía absolverlo. Así que lo embestí de frente, gritando rabioso el final de mi vida. Las garras se apoyaron en mi abdomen, abrieron la carne en rasguños. El cuchillo se hundió en sus costados. El agua se tornó viscosa alrededor de mis dedos. Caímos sobre la piedra resbalosa, rodamos, gruñíamos heridos. Sentí su fuerza empujándome como un ariete. Lancé el brazo del hacha para matar a la noche. El filo encontró la 12
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cabeza felina que soltó el sonido de madera mojada partiéndose. La inercia me hizo caer sobre el lomo de la bestia. Lo aferré del cuello; un cuello musculoso, incapaz de quedarse inmóvil. Mi cuchillo encontró el vientre blando. Repetí una y otra vez, clavando la hoja, moviendo el filo en sus entrañas. Me fue ganando su peso. Huesos que se les va ausentado la vida. En un espasmo gigante, se liberó y sujetó mi antebrazo con sus colmillos. El hacha se me fugó de la mano. Aullé el dolor; el cuchillo persistía enterrándose. Sentí la quemadura del cansancio en mi hombro, la sangre uniéndose al agua. El hocico se fue privando sin fuerza, dejó de resollar su aliento colérico. Seguía insistiendo con el cuchillo cuando pude liberar mi brazo. Era agua, sangre, lodo, y dolor. Grité como un animal sediento de muerte, rugí hasta que el pecho se quedó sin aire, como si corriera cien metros cuesta arriba. Lo sostuve hasta que bajó el frío de la náusea. Evaporado aquel canto de salvajismo, sólo supe ponerme a llorar. Las cuevas me recibieron sangrante. Vomité y oriné los restos del nervio. Llevaba un rato apretándome las heridas cuando escuché que la oscuridad hablaba. Seguí el murmullo, despacio, a veces apoyando la mano fuerte sobre las paredes húmedas. Pronto saltó la luz de un quinqué al terminar una curva. Más allá, aire nuevo avanzando. Una entrada o una salida. La noche apareció más clara que la negra piel de la cueva. Entonces distinguí a una niña tumbada en el suelo rocoso y con el vestido levantado hasta la cintura. Lanzaba súplicas, gruñidos, lágrimas. Era una lucha. El hombre que tenía encima resoplaba, le sujetaba las manos, le abría las piernas tratando de penetrarla. La luz me ayudó a descubrir a otro hombre que atestiguaba, torciendo la boca y acariciándose la entrepierna. Los hombres eran de la guerrilla. Los había visto, ebrios, hablando en el sueño. Y conocía a la niña, era del 13
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rancho de al lado del llano verde. El mirón fue el primero. Antes de que cayera al suelo, el cuchillo le había encontrado las tripas. Dos veces. El violador trató de incorporarse. Rápido, tanto que se tropezó al subirse los pantalones y querer ocultar su vergüenza erecta. Le vi el terror en la cara. Vi mi aspecto de muerto en su boca abierta. Le medí la cobardía. Creí que el hacha castigaría mejor y se la dejé caer varias veces en donde comienzan las piernas, debajo de la cintura. Me atacó el mareo y mis rodillas encontraron las asperezas del suelo de piedra. La niña me ayudó a bajar la montaña. Su hombro era fuerte. Me sentí admirado y agradecido. La gente del rancho nos encontró pronto entre la niebla. Eran una masa de antorchas, de búsqueda, de desesperación. No recuerdo si cambié el orden de los sucesos cuando me pidieron explicaciones. Quizá el león nunca me había atacado y los hombres de la guerrilla eran espectros de las cuevas. Todo nacía y sucumbía en mi imaginación. La mañana me alcanzó y mostró vendajes sobre las heridas. Salí de la cama, encontré a mi paso miradas distintas, admiradas, ojos que confirmaban mi historia. No tardé en alcanzar la montaña. Muy pronto la guerrilla tuvo noticias mías. Los fui a buscar después de que la desgracia trepó hasta donde me encontraba. Una familia completa masacrada por diversión. Dispuse de las armas y municiones de los hombres que había dejado en la cueva. La noche fue fácil, el sueño pesado, muchos se quedaron en él. Otros correlones alcanzaron a perderse ladera abajo. Fueron pocos. Me quedé con lo abandonado y lo escondí en el laberinto de cuevas. Los hombres de los ranchos subieron para medir unas palabras conmigo. Querían combatir. Les dije que no; insistieron. Conté que era un hombre muerto, por el momento, ese número le bastaba a la muerte. Contestaron que los vivos 14
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defienden a sus familias, que ya estaban hartos de respirar con miedo. Iban a morir, más temprano que tarde. Querían hacerlo defendiendo a sus hijos, a sus mujeres, a sus tierras, nadie más lo haría. Dios no era un combatiente. Sólo quedaban ellos para enrojecerse las manos. Había valor. Cansado de su necedad, no pude negarme otra vez. Le dimos duro a la guerrilla utilizando la montaña, la niebla, las cuevas, la noche. Atacábamos y huíamos como cabrones. Hacíamos caer a los narcos por números grandes. Vivían azorados y desvelados por nuestras visitas fantasmales, pero les nacían los reemplazos y atrás de los cuernos de chivo se encontraban caras nuevas. Por eso nos tocó morir aquí, en el llano verde. Esperándolos, defendiendo a nuestras familias. Peleamos escupiendo la rabia. Levantando la frente a las balas, les hicimos sentir lo amargo del miedo. Y sucumbió el llano bajo el peso de la sangre. El sol ya está alto y calienta los cuerpos apilados y retorcidos. El silencio se balancea en los árboles. Aquí abajo, aún resuella fuerte el dolor de los que mueren. Las personas del rancho comienzan a salir de sus casas. Vienen por sus vivos. Vienen por sus muertos. Camino. Entre este pantano de cadáveres encuentro a Catarino. A Josías. Más allá está Raymundo. Y Socorro. Junto a sus enemigos, abrazando la misma oscuridad teñida de rojo. Estoy herido pero quiero caer, ahora, acribillado por miles de balas. Como ellos. Junto a ellos. Ser su hermano de muerte. Tendrán que esperarme un poco más, y ya no quiero esperar. Ayudo a separarlos de quien les apartó la vida. Los recuesto sobre el petate que los arropará bajo tierra para que los observe el sol y las lágrimas de quienes los echaran en falta. Se nos diluye el día cavando sobre el llano, exterminando su pasto, limpiando cuerpos, apilando cadáve15
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res desconocidos dentro de una fosa. En los narcos se ausentaron los sobrevivientes. Antes del arribo de la noche, llega el canto. Una letra que habla de resurrección, de vida nueva. Las mujeres se suman y el murmullo crece despertando a la montaña. Ella despabila una sombra encorvada, mirando triste el sacrificio de sus hijos. Tomo la jarra de incienso que me ofrece una de las mujeres dolientes. Una pequeña llama lo quema, lo libera. Hago la reverencia frente a Catarino. Toco con el humo aromático los cuatro puntos imaginarios de una gran cruz, luego lo repito sobre él, cerca de su cara dormida. El aroma empuja su alma hacia lo alto viajando suavemente como una pluma, elevándose a la paz de un cielo estrellado. El canto se contagia de lágrimas, de despedidas. Estoy junto a Josías, con Raymundo, con Socorro. Los despido con el incienso. Un impulso me asalta, de abrazarlos a todos, a todos mis muertos. Acerco una pala y comienzo a cubrirlos, a cada uno. Sus familias los despiden con flores y plegarias. Hay más flores y plegarias que tierra sobre ellos. Las lágrimas me ganan pero no dejo de palear. Hasta que sólo hay tierra sobre tierra en esta tumba grande de sepulcros pequeños. Quise ayudarlos a limpiar el terror de sus casas, de sus ranchos, de sus campos. Me convencí de liberarlos, pero soy menos que un libertador, menos que un maldito héroe. He sido quién los apartó de la vida para que los descubriera la muerte. Y no reconocerán mi presencia cuando la luz abandone mis ojos. El mayor engaño que puede concebir un pobre asesino. Una sombra de nada. Eso, una nada. Eso soy yo.
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El perro rojo
Te preguntarás quién carajos te pudo haber hecho esto. A ti. Al Señor Presidente. Se te ha de haber encharcado el cerebro de puro miedo, piense y piense. No, no. Ya que estoy aquí, te ayudo. No fue el líder de ese sindicato ni de aquel otro; tampoco el General ése al que le machacaste la dignidad. Si lo piensas un poco, todos estaban muy visibles, controlados por el odio que te tienen y que sólo lo saben al hablar y descubrirse. No. El marrazo no pudiste verlo ni siquiera en la imaginación de un mal sueño. ¿Cómo? ¿Tú, el Presidente populista de tres millones de votantes? ¿La cara bonita de los medios? Por supuesto te caló el frío de una amenaza directa. ¿Bravuconeaste? Sí, de seguro. Para escupir lejos el pinche miedo. Te has de haber cagado cuando tu propia guardia presidencial te encañonó y te redujo la valentía a las ganas de mearte encima. ¡Pendejo! Si nunca aprendiste a usar un arma, menos a defenderte con los puños. Sólo aprendiste a depender de otros, a dejarle la seguridad de los tuyos a la lealtad de una paga. Y ahora estás solo. Más pinche solo que un campesino al que lo ha derrotado la sequía y le ha matado la cosecha. Quizá ahora sepas lo que a muchos se les atraganta en el pescuezo. Pero yo no soy moralista y no te hablo pensando en que aprendas la moraleja. Te haré un favor ahora que ya está frente a ti mi cara desconocida. El favor que se le concede al sentenciado, 17
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el cigarrillo final, como quien dice. Para que vayas al paredón tan destrozado que sólo te consuele la idea de morirte pronto y de que se te obligó a realizar lo impensable. El espejismo de la inutilidad antes de que te peles de esta vida. Te explico. Soy un hombre sencillo que trata asuntos inusuales. Comercio con la víscera de los hombres. El bajo instinto, como los noticieros de la noche, o la Cámara de Diputados y Senadores protegidos en sus trajes caros y su violencia de poder, gritándose leperadas a falta de alguna solución creativa. Mis pretensiones son baratas, al alcance de cualquier gusto. Sin nada a que pertenecer. Familia, casas, autos, mujeres. Nada que me complique un esfuerzo. Por ello pude hacer este trabajo. La tarea de organizar. Te cuento lo que estuvo a favor de que adelantáramos los planes. La guerra contra los cárteles que enarboló como su política tu colega anterior (¿te molesta que te ponga a su altura?) Sí, ese cabrón tuvo la puntería de recetar, en ambos bandos, una lastimadura de puro resentimiento. Divisiones y deserciones en las instituciones de seguridad. La matanza que hubo fue el regalo adelantado de Navidad para los noticieros y periódicos. De forma simultánea, se desató también la otra guerra, entre los cárteles del país para hacerse de las plazas que se perdían y que se hacían de los servicios de los desertores. El Cártel de Tijuana peleaba plazas del Cártel de Sinaloa o de Michoacán. Tres frentes de combate. Todos contra todos. Una lindura. Hace doce años le ofrecí la idea a un jefe de la droga desesperado (dispensa que no te diga quién, soy vanidoso y su nombre secuestraría tu atención), quien me llamaba Amigo por haberle salvado la vida. Accidentalmente, claro. Le esclarecí el punto de dominar el origen del negocio mientras nos engullíamos unos helados de limón en el Andador 5 de Mayo, en el centro de Querétaro. De seguro conoces esos helados. 18
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Tienen añales y siguen igual de ricos, ¿no? Si se conseguía obtener el control de los campos de cultivo de la droga en las sierras, había negocio garantizado. Todo era tarea de reclutamiento e infiltración. “Y usted Amigo, ¿puede hacer eso?”, me preguntó el Jefe. Yo ya llevaba tiempo en la movida, tanto como para ver la posibilidad muy tentadora y la cual era improbable para otros. Hombres a los que el orgullo les reduce la inteligencia. Pobres, entre sus lagunas de dinero y mujeres que creen que Benedetti es un actor de telenovela y que Julio Cortázar pronto dará un concierto en el Auditorio Nacional, son más parecidos de lo que crees, tú y ellos; una diferencia del grueso de un hilo. Contentos en sus grandes residencias para guardar sus penes pequeños y la frigidez de unas esposas que esperan a que se las coja el compadre y los amigos. Creen que esa opulencia y traer guaruras es el poder. El poder viene del miedo. ¿No estás a punto de zurrarte en tus pantalones italianos? De verdad que es un gusto. Así que pienso tardarme. Tú disculparás. Ya que insistes, a tu mujer y a tus hijos los tenemos aquí cerquita, en uno de estos cuartitos de la Residencia Oficial. Los tiene bien vigilados el Chino, tu jefe de seguridad personal. Y le trae unas ganas a tu vieja. La verdad se ve mejor en persona que cuando salía en la televisión besuqueándose con cualquiera. Hasta que salió besuqueándose contigo y ahí le paró. Ella sabe muy bien que en esta época sobrevive quién se vende mejor. Sí, lo sabe muy bien la condenada. Y nosotros sabemos que lo sabe. Imagínate, llegó a Primera Dama, como quien llega a segunda base. Yo no sé, pero si el Chino se la echa, también que se pase de una vez con tus hijas. Están chulas las chamacas, huelen sabroso, ¿no? Ahí nomás te digo. Para que nos vayamos entendiendo. Ni te alebrestes, que si va a pasar, ya ha de haber pasado. 19
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Aquí las paredes son muy gordas y rebotan para adentro los auxilios. Grita, amenaza, ándale. Sácate el hervor del pecho, que aquí a nosotros sólo nos ganará la risa y te seguiremos echando habladas. Para que le sigas. ¿Quién te va a escuchar? Tú dirás, o qué, ¿ya se te heló la retórica? Mira, yo ni pistola traigo. Puedes empezar por levantarte e intentar dominarme. No ¿verdad?, no sabes ni cómo. Así tranquilo, cerrando el hocico. Dejemos la violación de tus mujeres por un rato. Eso es, ya podemos seguir hablando. ¿Qué quién soy y qué pretendo? Ándale, así bajita la voz, como suplicando. No importa que te tiemble. Así me gusta. Mira, yo no tengo razón para ser alguien en este pinche país, no lo habito, ni siquiera estoy aquí en este momento. Digamos que soy como un mono que persigue una mariposa, si la atrapo no sabría qué hacer con ella más que dejarla ir otra vez para volver a perseguirla; soy el conjunto de capacitores que regula la imagen de un televisor. ¿Sabes de electrónica?, ¿no?, ¿de qué sabes tú entonces? De chingar a la gente, seguro. Para eso tienes doctorado. Desconocer es una acción indispensable para ser Presidente, me imagino. El puesto en sí compra hasta la inteligencia, ¿no? Te decía, el Jefe y yo agrandamos la idea esa tarde, en las bancas de histórica cantera, mientras se cambiaba las máscaras de preocupación y sonrisa para saludar a los que pasaban. Si vieras que llegaban los abogados, los diputados locales trajeados y le hablaban de “Licenciado, ¿cómo está?”, lo saludaban y hasta lo abrazaban. ¿Te digo quién? Pero si ya has de saber. Nada más faltó el Gobernador. Le expliqué a detalle lo de reclutar, luego de preparar el terreno para la infiltración. Al Jefe se le fue cincelando una sonrisa en su cara llena de cachetes. Se puso tan contento que de puro gusto me invito a los toros en Juriquilla para ver a Jorge Gutiérrez. Así empezamos. 20
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Muchas de las tierras buenas para cultivar habían pertenecido a grupos de indígenas despojados, a punta de cuerno de chivo, de su herencia milenaria. Privados por un puñado de hombres armados sólo en ventaja por sus AK-47. Esos mismos indígenas que el gobierno se dilató en atender y luego les dio carpetazo para meterlos en un olvido. Ya sabes cuáles. Lo que hicimos fue simple: armarlos y entrenarlos. Vieras qué rápido aprendieron y más rápido aún recuperaron sus tierras siendo mayoría y quedaron tan agradecidos. Una turba de indígenas enardecidos tiene la cara de la muerte. La motivación estaba ahí, solita para que alguien la agarrara y fuimos nosotros. Nos aseguramos su lealtad con una buena paga por cosecha. Cazamos y matamos a los coyotes. Ese mal despojo hecho intermediario que se hacía rico elevando los precios, fue reducido a simple negocio redondo: ellos, dueños de la tierra, nosotros, de la mercancía. Punto. Y mientras existiera la demanda entre los juniors (sí, los hijos de tus amigos políticos y empresarios), la gente poderosa (los mismos viejos políticos y empresarios), el apetito voraz de los gringos y la oportunidad en Europa, el negocio sería más redituable para todos. Nos apoderamos de su voluntad de marginados por ser sus salvadores y el gobierno se ganó su repudio por hacer lo de siempre: nada. Sí, algunos se nos salieron del huacal, por eso tuvimos que adornarles la cabeza con agujeros de 9 mm., y grabarlos chillando como ratones friolentos, así hincados, temblando una súplica. Les mostramos cómo podíamos desaparecerlos en una fosa grande, acompañándose para que no se sintieran tan mal de muertos. Hoyos profundos llenos de carne desobediente. Digo, para que les sirviera de escarmiento a los otros que pensaran igual. Les dijimos que así, de amigos, todo iría suavecito, alegre, pues. Mientras existiera su comodidad y la nuestra, no nacerían alzados ni protestas. Y 21
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así se entendió. Rápido. Esto sólo fue el principio. Seguimos reclutando para iniciar la siguiente fase: la infiltración. La necesitábamos a todos los niveles. Hombres y mujeres. Habiendo dinero de las cosechas aseguradas podíamos pensar a futuro. La mayoría de nuestros reclutados eran niños y adolescentes de zonas marginadas y poblaciones rurales en extrema pobreza. ¡Vieras qué buen resultado da el dinero que llega a las manos vacías que sólo sueñan con tener un piso firme dentro de sus jacales o casas de madera cubiertas de tejas de cartón! Pero cómo lo vas a saber si sólo has estado con esta gente diez minutos cuando les cae un diablo de tormenta, o se les desborda un río o la montaña ya no aguantó y se les vino encima. Vas a hacer promesas que se van muy lejos y luego regresas a tu cama muy tranquilo, donde te espera la mujer ya encuerada y caliente para retozar a gusto. Estos, los olvidados, son nuestra caballería, así fue planeado. Los que son muchos, los que callaban pero que ahora pueden hablar, los desempleados, todos los descontentos, los inmigrantes olorosos a sombras errantes. Acudimos a ellos, los infiltramos en todos lados. Gente dispuesta a hacer lo que fuera por sentirse mejor, por llevar un peso más a su mesa y restregarse la barriga sin hambre. Los sindicatos, las instituciones que agilizan su burocracia a empujones de billetes de tres ceros, las empresas monopólicas, en los pasillos de las Cámaras, las aduanas, en el ejército. Las mujeres son las mejores para sacar la información más valiosa. Basta sacarle brillo a la voz con el acento de universidad de paga, a las nalgas y pechos grandes, al perfume hecho adicción. Sí, las metimos en las oficinas, en los bares, en los baños, en los cuartos de cualquier casa u hotel. Tienen su encanto. Puse toda mi fuerza, las relaciones y palancas del Jefe para 22
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llegar a las Fuerzas Armadas: el punto estratégico vital. Teniendo al ejército, tendría al país. Se tardó un poco. Vieras que hay generales duros que se resistieron dentro de sus cueros rancios. Pero nos volvimos históricos y aplicamos el lema de Obregón. O ¿qué?, ¿tampoco te lo sabes? ¿Qué sabes tú de la Historia Oficial de tu país entonces? Te has de poner a repasar los libros sólo los 15 de septiembre. Perdóname, quizá leer sea mucho para ti. En aquel entonces eran cañonazos de miles de pesos, ahora fueron ráfagas trazadoras de millones de dólares. Sí, el soborno es legendario. Eso hasta tú lo sabes. Y lo que no sabes es que casi todos cayeron, los que no, cayeron tiesos, directo al fondo terroso de nuestras fosas. Todos tienen que perder. El punto exacto que los desequilibra: la familia, las amantes, los amantes, los trapos sucios del pasado, hasta los perros. Fue sólo cuestión de apretar para exprimirles lo dulce. ¿Estás entendiendo? Utilicé aquello que por décadas se ha ido haciendo una montaña de mal sentimiento, de hartazgo. Por una vez bastaba con que sacaras la cabeza del mundo de la moda, de tus lociones, de tus viajes para vender al país, de tu celular, de tu cara maquillada en la televisión, de las amistades con acento de colegio privado que te quieren para padrino, para que te fijaras en las personas que trabajan en el supermercado y que se muerden los cachetes por dentro para aguantar a los que se creen por encima de ellos. ¿Has observado alguna vez al hombre o la mujer que te despacha los alimentos? ¿A la cajera que tiene que trabajar doce horas para llevar un sueldo que sólo alcanza para imaginar lo que no puede comprar? Pues claro que no. Esas tareas se las dejas a la servidumbre, a los que no tuvieron las oportunidades. Ni tu mujer agarra esos quehaceres. Ella sólo sabe de las marcas de vestidos, zapatos, bolsos y maquillajes. Te habrías dado cuenta 23
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que en esas caras que se desgastan horas esclavizadas están ausentes las sonrisas. Todas se las han secuestrado ustedes, la clase política, la explotadora, la clasista, la más criminal. Mucho más que cualquier Cártel. ¿Te duele que te compare como a cualquier delincuente? Por supuesto, llevas el mejor disfraz: el de la decencia. El que utilizan los que matan dando órdenes porque les faltan huevos para hacerlo por sí mismos. El de la buena familia, el de las niñas y niños bien. El de los adictos de pantalón largo y corbata. Los de la piel blanca que discriminan elegantemente ayudando con sus donaciones y no los prietos, que somos todos los demás y que somos mayoría. Deja saco los prejuicios de todos, es divertido. La guerra del gobierno contra los cárteles sólo hizo que nos adelantáramos. La guerra entre capos de la droga la iniciamos nosotros. Fue mi idea. Las plazas iban cayendo, se quedaban sin dueño, los infiltrados de mediano y bajo nivel fueron subiendo por cada líder ejecutado, hasta que sólo quedaron ellos, los nuestros. Entonces se vino la calma. Ya no había con quién pelear que fuera de patio ajeno. A una señal, el ejército salió de las calles, de los montes, de los pueblos y reportó la victoria simulada conforme a lo acordado. El Heróico Ejército Nacional, nuestro ejército, hecho sólo para recibir órdenes sin cuestionar, del más poderoso, que no fue tu antecesor, ni tú. Eso les hicimos creer. La sombra actuando bajo tus pies aquí mismo, en la oficina de al lado. Hubo mucho preso para dar buena impresión, perdimos en las cárceles a hombres y mujeres de valía que no se desenmascararon, pero ya los grupos tenían un mismo dueño. El país iba en camino a tener otro nombre. Se vinieron los secuestros para desviar la atención. El tráfico de armas y droga se incrementó en las fronteras mientras 24
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narcos y soldados se saludaban y se iban juntos a echarse unas cervezas. Las aduanas se llenaron al tope de mercancía lista para abastecer la demanda internacional. ¿Oyes eso? Son las unidades blindadas del ejército, al que le metiste mucha lana para armarlo. Ya vienen a asegurar la Residencia Oficial ¿Sabes cómo se reían de ti? Hay cuentas pendientes con tu antecesor. A ese le traen ganas. Muchos de sus compañeros murieron bajo el fuego de los que no eran de los nuestros. Acatando sus órdenes de ebrio y así lo premian dando clases en una escuela gringa de prestigio. También está sentenciado. Una piscina grande en una casa de lujo es ideal para irse como accidentado, y los paros cardíacos están de moda. Ahí te lo dejo para que te lo imagines. Ya retumban las orugas de los tanques allá afuera. Se oyen bien cerca con su panza pesada de acero. Consuélate. Vienen por ti. Unos cuantos más van a la cárcel por nuestros presos, otros van de camino al Recinto de Legislación. Ahorita ha de estar lleno. Sesión extraordinaria. Escogimos bien el día. Todos han de andar ahí: los diputados y senadores. Veremos quién se raja y se gana unos balazos de a gratis, algunos de tus cercanos, quizá. Ya huelen a puro difunto baleado. Te aseguro que uno u otro alcanzará a realizar una llamada y sonará el celular de alguno de nosotros. Te lo apuesto si quieres. Va a ser un sonadero buscando la influencia y la protección de la cuota. Los vamos a tantear. Que si chillan mucho, mejor los ponemos de pie en sus curules formaditos antes de hacerlos mierda a balazos. Quizá le venga mejor al recinto tanto colorido, pero habrá muchos que se unan para no caer en el arresto que antecede a ser fusilado. Esos serán mayoría. Se pondrán de acuerdo más rápido que nunca. ¿Y la población, preguntas? ¿Ahora preocupado por el pueblo? Es la agonía democrática la que te está apretando para hablar. Te contesto. 25
La raíz siniestra de Ernesto Atenco
Sí, patalearán un poco, pero no tardarán en sostener de nuevo su vocación de ser nadie. Acuérdate que si se les ponen cómodas las cosas no hay manifestaciones ni protestas. A pan seguro, boca cerrada. Y el ejército apostado en las calles los incitará a quedarse tranquilos, frente a los televisores de sus casas, aplaudiendo la idiotez. ¡Ah!, y no te preocupes, nadie va a extrañarte, no te vamos a hacer un mártir de la patria. La Historia Oficial dirá bien claro cómo entregaste el país; serás la enfermedad que vinimos a curar. Ya no me mires con esos ojos que me desbarato. Te elegí la pared blanca que está en los jardines, ahí donde sembraste el naranjo con tu familia. Es un rincón muy bonito para que le pongas unos retoques con tu sangre. No te preocupes, tu familia te verá desde el ventanal que tan generosamente se abre para que respire el cuarto y se llene de sol, y luego te alcanzarán para que no dures solo tanto tiempo en la oscuridad. Allá, quien sabe dónde. Ya vienen los soldados. ¿Oyes sus botas cachetear el mármol de los pasillos? Te pondrán contra la pared. ¿Quieres verles la cara o quieres una venda para encerrarte los ojos de puro pinche miedo? Quizá así sientas menos gacho, sin ver cómo se te avienta la muerte. Te daré un tiempo para que escuches a ciegas tu propio temblor, lo amargo de la náusea que te sube por la garganta, y cómo te vas quebrando antes de que te borren las ametralladoras. Vente, vamos a escuchar a la ciudad. Ándale. Oiremos su respiración de normalidad. La puta normalidad antes de que el caos le caiga encima.
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El olor de la tumba, El perro rojo, Calles y el mezcal, El acoso mortuorio, Noche de Mar, San Martín, Cumpleaños, El último y nos quedamos, El millón perdido, La cerveza, La tarde, La carta,
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