La trampa de la ilusión

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Primera edición, 2018 © 2017, Roberto Delgado Ríos. © 2018, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com ISBN de la obra 978-607-9374-93-8 Diseño de portada © 2018, Diana Pesquera Sánchez. Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes. Impreso en México

Printed in Mexico


Roberto Delgado Ríos nació en Querétaro, Querétaro en 1978. Definido como novelista, ha publicado las obras El Triunfo de los Otros (Rosa M. Porrúa, 2009) con la cual se presentó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Sólo lo Sabe la Luna (Plaza y Valdés Editores, 2012) y Generación Invisible, (Par Tres Editores, 2016). Abogado de profesión y candidato a Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, también fue columnista semanal de 2005 al 2018 del periódico Capital Querétaro con mas de 600 colaboraciones publicadas en materia cultural y literaria. De igual forma, se ha interesado en la dramaturgia con la obra Se Solicita Patrona (Teatro La Tercera Llamada, 2017). Roberto Delgado es un narrador joven quien ha venido a reposicionar la tendencia de los escritores queretanos que básicamente se han centrado en la poesía. Una pluma que promete abrirse paso en la literatura mexicana.



Capítulo I No pudo evitar que sus ojos esmeralda fueran de nuevo acorralados por el desconsuelo que golpeaba aún más que la copiosa nevada. Quedaba en evidencia aquella mirada sin enfoque que rebotaba furiosa y frustrada en cada metro del lago congelado que tenía ante ella. Estaba sentada en una silla de terraza frente a una revelación alarmante. Concluyó que el concepto del amor era inexistente, y por lógica, el gran culpable de aquel monumental fracaso era el propio ser humano. Cuando su mente dejaba de hacer ruido simulando un regreso pacífico al magnífico escenario canadiense, ella se recorría la mejilla con la palma de su mano, sintiendo el helado metal de los anillos, para después dejarla caer sobre aquellas piernas que solamente él tocaba para satisfacer el morbo. Aún así, se mantenía hermosa para guardarle respeto a la niña que, décadas atrás, anhelaba crecer. Un camino que, hasta la vida adulta, descubrió que modificaba personas y aniquilaba pasiones. Sentía que había traicionado a la criatura de las viejas fotografías que corría por la playa junto a su madre y quien se había abandonado como producto de su fracaso matrimonial. Aún así, mantenía las uñas largas que electrizaban, aquel suéter negro de invierno ceñido a su cuerpo, un pantalón ajustado a sus perfectas caderas, altas botas negras y aquel extraordinario perfume que nada más ella aspiraba. Quería romper con ella misma; quemar y volver cenizas cualquier rastro del pasado para simular que había nacido a los cuarenta años y no tener que rendirle cuentas a la expectativa de la juventud. Sin embargo, no es tan sencillo divorciarse 7


de quienes fuimos. Su pasado era precisamente el lugar desde donde emergían los pisos sólidos que evitaban se precipitara al vacío. Era la vuelta a la edad de la esperanza la que le devolvía cualquier atisbo de felicidad. Como un criminal arrepentido y atormentado, que busca cerrar con llave lo que fue para tratar de construir de manera distinta lo que podría venir, prendió el encendedor y lo acercó a la chimenea exterior donde descansaban los únicos dos álbumes que acumulaban fotografías de la etapa de las golosinas y las ganas de volar lejos, muy lejos. El viento frío proveniente del lago apagó la flama y ya no se atrevió a encenderla de nuevo. Antes de seguir siendo una madre, una esposa y sobre todo una mujer en su presente, decidió mirar y sumergirse en una fotografía al azar. Sintió la textura de la vieja imagen y la analizó con timidez. Era ella a la edad de cinco años, sonriendo de espaldas al mar y cargando su inseparable bolsita tejida donde escondía cartas que elaboraba para sus padres. La mente viajó en primera clase hacia el mundo de la ilusión. Comenzó a recordar y a recordarse, cuando en aquel momento le dijeron que ya podía abrir los ojos y ella obedeció. –Observa bien Cristal, ¿no es bellísimo? –dijo su madre mientras el azulísimo firmamento se desarmaba sin remedio ante el gigante líquido que lidiaba una batalla a muerte consigo mismo. No hubo respuesta inicial, pero la fuerza con la que aquella niña rubia apretaba las manos entrelazadas lo decía todo. Y sin embargo, las dos mujeres miraban escenarios distintos sin importar que el mar siempre será un mismo mar. Aquella perfecta tarde de agosto, Ana José pensaba únicamente en dos temas: la paz y la enseñanza. Por el contrario, Cristal mostraba una media sonrisa ladeada tan suya como quien solamente revela placer pero se rehúsa a compartir el cáliz de su regocijo interno. Mientras el adulto siente la proximidad de la muerte, el niño contrae fidelidades con la eternidad y por ello, las dos como testigos silenciosos, disfrutaban todo de manera asimétrica. Utililizando su espléndida máquina de ilusiones, Cristal clavó la mirada como 8


le aconsejó su madre. Respiró y escuchó el ruido que venía desde el oleaje del agua. Con gran curiosidad, pero con disimulo, analizó qué reacción tenían los demás turistas ante semejante juguete. No logró traducir sus dudas en palabras, pero eso no importaba. Hay momentos en que la explicación daña más de lo que repara. Aflojó la presión de su mano cuando se sintió segura y acostumbrada. Movió un poco los pies para sacudirse sin lograrlo. De manera atrevida, la arena renunciaba a pedir permiso para colarse entre sus dedos y después, el leve murmullo mutó en sonora algarabía. Comenzó a correr hacia el mar con aquel semblante que solamente regalaba en sus cumpleaños. Niña y paraíso se encontraban y se saludaban como quien descubre un maravilloso hallazgo sin querer soltarlo. –¡Cristal! –gritaba la madre nerviosa. –¡Mamá! –respondía la niña en éxtasis mientras aceleraba la carrera por la orilla irregular de la espuma salina. Las risas de Cristal se convirtieron en aquellos sonidos que emergen desde ese rincón extraño que se manifiesta cuando la felicidad se convierte en un instinto. Las pequeñísimas huellas que iba dejando atrás constituían un perfecto testimonio notarial de que Cristal finalmente había conocido el mar. Al darle alcance, Ana José la levantó y comenzó a darle vueltas en círculo, diciéndole con los músculos de sus brazos que la amaba profundamente. Dejó la fotografía en la mesa blanca, a un lado del café que se enfriaba más con cada pensamiento que con la temperatura bajo cero del hermoso lugar. Regresó a sentarse y el viento se estrelló con su rostro. Miró de nuevo el lago congelado para replicar la seguidilla de reflexiones. ¿En qué momento él le había arrancado de tajo sus deseos de atraer, su delicioso sometimiento a la protección masculina y el caminar frente a él sabiéndose observada? Le habían dinamitado también la destreza y la energía para educar a dos niños por el hermoso proyecto común, de pintarse los labios frente al espejo pensando en un tercero, de mirarse de frente y de perfil, de ensayar el tono de voz y la frase perfecta para recibirlo, de comprar en los centros comerciales 9


por atracción y no por necesidad, en una palabra, el anhelo de lo que vendría se convirtió en la nostalgia de lo que fue. Era el robo de una centuria, casi un delito, el asesinato de la fuerza que inunda el corazón de emoción y lo colma de sentido. Ella constituía el principio y el fin de su vida adulta, una carta sin destinatario, una botella abierta con una copa y una sensibilidad empobrecida. Para coronar su desdicha, llevaba prácticamente todo su matrimonio viviendo en Vancouver, aquellas existencias segregadas que emocionan cuando se anuncian pero que mutan en un autoflagelamiento al sentir lejos la sangre, el idioma, las costumbres y por supuesto: al esposo ausente. Cristal había dejado de ser Cristal para siempre. Asidua a la lectura, tomó de nuevo la fotografía que le serviría de separador y caminó hacia la nutrida biblioteca de la cabaña. Aquel refugio a dos horas de la metrópolis, simbolizaba el pedazo de tierra boscoso que habían escogido para el desapego. La casa de campo predilecta para hacerse el amor de manera suave y entregada. Aquel escondite tan de ellos que justificaba haberse lanzado a la aventura azarosa de formar una familia a dos países de distancia. Sin embargo, todo aquello había terminado de tajo para darle entrada al frío de la nieve que borraba los perfiles para construir autómatas que seguían juntos únicamente por la costumbre. De pronto ansiaba haber edificado una vida ordinaria en México, en lugar de una extraordinaria con sabor a maple que le explotaba de regreso cual bumerang a gran velocidad. Decenas de libros para un par de ojos ávidos y dos manos indecisas hasta que eligió uno de ellos: La Esposa Silenciosa. Un título por demás extraño considerando que quien se encargaba de colmar los estantes era quien simulaba ser su marido. Cuando los brazos se le cansaron, devolvió a su hija al piso mientras la pupila de la pequeña se dilataba al reflejar la memorable caída del sol. A unos pasos, donde descansaba otra familia, una niña cuyo cabello negro escapaba del hermoso sombrero rojo que la cubría, las miraba entretenida. Caminó hacia ellas y le mostró a Cristal dos muñecas idénticas, muy pequeñas. Ana José, con 10


un movimiento de cabeza, autorizó que su hija se acercara. La menuda visitante bajó una de las muñecas y sostuvo a la otra en alto, se la estaba regalando. Cristal la tomó agradecida y le hizo un espacio entre las cartas secretas al interior de su bolsita tejida. –¿Cómo te llamas? –preguntó Cristal mientras, a lo lejos, la madre de la segunda niña comenzaba a acercarse. –Fernanda… ¿y tú? –Cristal. Aquella tarde, Cristal no solamente conoció a una nueva amiga, sino que encontró la bondad de una persona extraña y se había enamorado a un grado superlativo de la vida que apenas empezaba para ella. Una fastuosa caja de sorpresas confabulaba alrededor de sus ganas de divertirse, la delicia de reconocerse como alguien que importaba y el convencimiento de querer crecer. Había entendido, o si acaso conquistado su tiempo y su espacio, ese primer pretexto de cualquier niño para creer que lo que sigue con cada año cumplido, irá incrementando la emoción y le renovará sus votos hilarantes con la eternidad. Cristal y Fernanda pasaron juntas aquella semana de vacaciones, esa clase de amistad que por la edad, no requiere demasiadas palabras, únicamente acciones. En aquel viaje, también descubrió la sensación de ausencia cuando en el avión de regreso, lloraba desconsolada por dejar atrás a Fernanda. Sin embargo, las ausencias siempre se verían colmadas con nuevos encuentros en la ciudad donde, para su suerte, ambas vivían. La ausencia iba siempre seguida de la recuperación. Los vacíos, aunque dolorosos, se entendían como inevitables pero nunca permanentes ya que en el mundo infantil ningún dolor dura más allá del siguiente acontecimiento. La muñeca dentro de la bolsita tejida, era el recordatorio de que Fernanda estaba mirando lo mismo dentro de su casa y que la luna de todos los días, que se veía desde su ventana, las observaba jugar a ambas. –Dile que la quiero ver pronto porque mi muñeca se aburre –le dijo Cristal al cielo unos minutos después de que Ana José cerró la puerta de su habitación. 11


«Dile que ya le pedí a mamá que me compre más muñecas para regalarle otra», pensó Fernanda regresando del balcón del cuarto de sus padres para ponerse la ropa de dormir. Cristal regresó hacia la terraza escuchando sus tacones como un implacable recordatorio de que tendría que aprender a vivir en una forzada y ofuscada soltería. Se sentó, miró cómo los impetuosos árboles se movían de lado a lado mientras dos pedazos de hielo caían desde el techo inclinado. Se escuchó el sonido del teléfono rompiendo desordenadamente a la noche. Era él. Dudó. Su respiración comenzó a alterarse. Cerró los ojos y los recuerdos añejos pero victoriosos de cuando eran una pareja que tenía un rumbo, se dibujaban entre sombras. El teléfono dejó de sonar y la noche recuperó su esencia. Leyó con reservas la contraportada del enigmático libro. Revisó el número de páginas con detenimiento para después alzar las cejas como quien ha decidido algo con sobresaltos. Comenzó a leer mientras los relojes de la cabaña, como cuadros de Dalí, se escurrían de aburrimiento ya que él nunca llegaría. Y ella… ella había decidido que sin importar el tiempo que le llevara, cuando terminara aquella novela, se quitaría la vida. Cuando se recibe en la mente al más letal de los huéspedes, la razón se nubla y ni siquiera la devoción por los hijos detiene la espiral descendente. Estaba a punto de ser devorada por el tragaluz de su biografía personal. Si Cicerón acertó cuando dijo que la vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos, entonces eso, su muerte, tendría que ser el único acto heroico en el que él se vería obligado a tenerla tan cerca, como ella siempre había anhelado.

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Capítulo II Terminó de secarse las manos con la pequeña toalla y se encontró con su reflejo. Arregló la solapa de su fino saco gris y miró su rostro lozano como quien olvida sus rasgos a causa de las ocupaciones diarias. Sonrió. Al salir, avanzó por los pasillos colmados de gente con una seguridad propia de las celebridades, analizando el cuerpo de cada mujer que cruzaba su camino. Su estatura y su arreglo, tan incorrecto como atractivo, proyectaban una especie de aura sexual con toques de triunfalismo. Al regresar al patio principal, desde donde el jardín espectacular eclipsaba a los invitados, decidió robar la atención de la mujer más bella de la mesa donde estaba él sentado. Las mujeres eran el adversario, el oponente al que había que aniquilarle la resistencia para consumar la conquista. Comenzó con un puñado de preguntas directas, previo contacto físico entre las yemas de su mano derecha y el dorso de la mano izquierda de ella. –¿Crees en el amor sin palabras? –Creo en el amor –contestó, rompiendo el roce. –¿Consideras que alguien podría conquistarte sin decir absolutamente nada? –Si tuviera una historia en común con él, podría ser factible. –¿Y si no la tuvieran? ¿Si él fuera un completo extraño? –insistió en clara alusión a él mismo. –No veo cómo pueda suceder ese escenario… tú debes ser Lorenzo. 13


–Culpable –dijo él riendo y dándole un sorbo a la bebida que le acababan de servir mientras se perdía en el fulgor de aquellos ojos color esmeralda. No había duda de que la celada no había funcionado, cuando menos no de inicio. –Yo soy Cristal –respondió devolviendo la sonrisa para después desviar la mirada y buscar a Fernanda, la hija de los dueños de la casa quien ofrecía una cena con motivo de su vigésimo sexto aniversario. Segundos después la ubicó enamorada, exultante y sometida a las caricias de Diego, con quien estrenaba noviazgo. La muy característica escena donde se atestiguaba cómo la soltería iba a galope hacia la vida matrimonial construyendo muros infranqueables. Para ella, el amor seguiría prófugo y proscrito hasta que no se presentara el sujeto juicioso, gallardo, aunque por momentos ficticio, que imaginó desde niña. Parecía que buscaba salvarse del juego del amor esperando un perfil abstracto que podría no existir. Aún así, prefería evadirse rechazando al prototipo de hombre peregrino al que se prometió nunca conocer más allá de una lejana amistad. Aquella noche, se mostró esquiva con Lorenzo dejando en claro su interés nulo. Y dentro de su profunda soledad por elección, tenía de acompañantes al cansancio, a la disminución del apetito, al dolor muscular y a las náuseas. Cristal presentaba un cuadro clínico cada vez más severo. La pérdida de peso comenzaba a preocupar, el diagnóstico médico no podría ser más contundente: «Hepatitis C». Un contagio producto de la frenética búsqueda de respuestas. No había una explicación clara sobre el tema. Había caído irremediablemente en el selecto grupo de los contagios donde el todo y la nada jugaban un papel medular. Casi como si la propia enfermedad escogiera un organismo para anidar y destrozarlo todo. La explicación del contagio abarcaba un abanico extenso, que iba desde una relación sexual, tatuajes y transfusiones, hasta el préstamo de un cepillo dental. Todo cabía dentro de la hoguera de la culpabilidad. 14


¿A quién reclamarle? ¿Cuál era la medicina más eficaz para erradicar el miedo? Cuando la vida se suspende, el alma se fractura y eso era lo que le sucedía, cualquier proyecto o camino a seguir tendría que estar en la peor clase de pausa, aquella que le coqueteaba terriblemente a la tragedia. Todo conducía a un muy probable trasplante de hígado y si se confirmaba, Cristal tendría altas probabilidades de formar parte de una temible lista de dieciocho mil pacientes esperando órganos de donantes fallecidos, también llamados: «cadavéricos». Cada año, el diez por cierto de aquella oscura base de datos, moría imaginando que sobreviviría. La moneda estaba en el aire. Ana José, su madre, no se permitiría la derrota. De inmediato comenzó la búsqueda heroica por la compatibilidad y lo logró. Tenía localizado y listo al donador adulto que se requería para no ser vencida por el reloj. Conforme avanzó el tiempo desbocado, lo inevitable se produjo. Las interminables horas de procedimientos quirúrgicos se llevarían a cabo y la crispación entre madre e hija se acentuó. –¿Por qué fuiste en busca de un donador? –Morirías en esa lista. –¡No quiero que alguien vivo me done absolutamente nada! La ley natural es que quien fallece pone a disposición de los enfermos sus órganos. Entre vivos siempre habrán lástimas, compromisos, obligaciones, retribuciones y demás aspectos. –¿Prefieres esperar, debilitarte y muy probablemente morir? Eres muy joven para mantener ese absurdo idealismo de realizar todo de la manera más correcta posible, aún a costa de tu vida. –¿Por qué fuiste en busca de un donador? –repitió desde su cama con los ojos apagados y los pensamientos aturdidos. –Yo te otorgué el privilegio de vivir y no seré quien te lo arranque al limitarme a una maldita lista de espera. Así que la decisión es mía y no tuya. Ahora que todo está perfectamente claro, quiero que comiences a demostrarte que, hasta en estos momentos, puedes ser positiva. Ya tenemos fecha confirmada para el trasplante, y cuando abras los ojos, estaré ahí para ver el 15


inicio de tus cincuenta años de vida restantes –respondió Ana José dándole un beso en la frente. Lo que siguió fue el silencio punzante. Las palabras salían desde esos ojos que días después analizaban el cielo grisáceo a través de la ventana del siempre miserable cuarto de hospital. La impotencia de saber que quedaría vulnerable y ausente al entregarle su cuerpo dormido a los profesionales médicos provocó que enmudeciera. Horas lacerantes donde el resultado incierto del procedimiento quirúrgico incomodaba y lastimaba. Cuando el pequeño cuadro, la fría losa del piso, la cortina de pliegues, la delgada lámpara, el sillón de visitas y hasta la televisión también parecen estar enfermos y decadentes, es cuando el alma ya está envenenada de tristeza. Los ruidos lejanos de la avenida atestada de autos se mezclaban con los pequeños golpes que el pico de un ave le propinaba a una de las ventanas mientras los pasos de las enfermeras en los desangelados pasillos sabían a claros descalabros. Hubo un pequeño instante, que duró no más de quince segundos, en el que conectó con una mujer ataviada con ropa de oficina en la ventana del edificio de la acera de enfrente. Ella tomaba café y miraba en la dirección de la cama de Cristal. Nunca como en aquel momento quiso que la ficción fuera alcanzable para ejecutar el intercambio de cuerpos y lograr el escape. Nada podría ser más frustrante como el hecho de que las operaciones fueran simultáneas y en quirófanos distintos. Una persona misericordiosa, todavía sin identidad para ella, se sometería a la terrible incertidumbre de la anestesia por el simple hecho de rescatarla. Entre seis y nueve horas de operación para el donante, donde se le extraería el lóbulo derecho de su hígado. No menos de ocho o nueve horas para ella con la finalidad de recibir aquel pedazo de órgano, previa extracción de la vesícula biliar. Procedimientos que dejarían una incisión en ambos cuerpos, la llamada «cicatriz mercedes», cuya forma sería una marca que los dos llevarían en su torso por siempre. Para Ana José los minutos fueron una vulgar condena, para los pacientes, una plana y relajante ausencia que amenazaba con el durísimo 16


despertar. Y sin embargo, todo concluyó de manera exitosa. Donante y receptor navegaron sin complicaciones para comenzar el proceso doloroso de la recuperación, mismo que los sepultó bajo las cobijas de sus respectivas camas. Cristal jamás olvidaría aquel día, tres meses después, en que su madre anunció que su donante la visitaría. Apenas terminaba la tarde cuando alguien anunciaba su llegada. Ana José se levantó de la sala y, mirando de reojo a su hija, se encaminó a la puerta de entrada. Todas las líneas intravenosas, tubos y catéteres del hospital habían quedado atrás. Las dieciséis semanas de rehabilitación casera surtieron efecto positivo como para estar ya finalmente en posición de retomar todo aquello que dejó en pausa. Ana José abrió la puerta, saludó al visitante con un beso y lo invitó a pasar. Él dio unos cuantos pasos en dirección de su receptora. Ella palideció ante semejante encuentro, para después levantarse sin articular palabra, trenzándose ambos en un duelo de miradas. Sin titubeos, él alzó la playera blanca y mostrando la «cicatriz mercedes» dijo: –¿Crees en el amor sin palabras? Lorenzo acababa de desarmar cualquier coraza que Cristal hubiera podido tener frente a los hombres peregrinos con los que juró jamás relacionarse. Ahora era ella quien provocaba el contacto entre las manos y comenzaba a entender la razón por la cual la admiración y el amor podían llegar a ser sinónimos. Un efusivo abrazo selló la relación de pareja que inevitablemente comenzó a construirse. El improbable pero muy celebrado noviazgo duró algunos años. Los viajes fueron el centro del enlace, toda vez que Lorenzo era un prestigiado piloto aviador. Cristal dejó atrás las dudas, las pausas y se entregó a los brazos de un hombre que con hechos demostraba que había renunciado a su pasado para concentrarse en su futuro, mismo que incluía la formación de una sólida familia. Paso a paso, Lorenzo se convirtió en el dueño absoluto de su corazón, como cuando se quiere detener la inundación pero el agua termina por mojar cada rincón. 17


–A treinta y dos mil pies de altura, quiero que sientas lo que no has sentido jamás –le dijo tiempo después, en el interior de una cabina trasnochadora, donde le entregó el precioso anillo de compromiso, mientras volaban a Nueva York. Sin saber que habían sido los testigos de honor, más de doscientos pasajeros permanecían sentados detrás de la pequeña puerta color crema que separaba al nuevo amor de la rutina. Aquella noche, Lorenzo selló el lazo, aunque también confirmó que tomaría la oferta de tener su base en el Aeropuerto Internacional de Vancouver para cubrir las rutas asiáticas. Cristal por fin cerraba el círculo al permitirse amar, aunque también se sintió invadida de un extraño temor, que por supuesto evitó demostrar. Los motivos por los cuales él había decidido donarle parte de un órgano no estaban totalmente claros aunque ciertamente se habían convertido en pareja como consecuencia de ese mismo acto. La trascendencia de la alegría no estaba peleada con la siempre latente posibilidad de la desavenencia.

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