Primera edición, 2019 © 2019, Antonio Rafael Barreda Lira © 2019, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com ISBN de la obra 978-607-8656-27-1 Diseño de portada © 2019, Diana Pesquera Sánchez. Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes. Impreso en México
Printed in Mexico
Antonio R. Barreda Lira, oriundo de Tuxpan, Veracruz. Creció con dos hermanas en un hogar excesivamente humilde y con padres separados, obligándose desde niño a trabajar para ayudar al sustento familiar. Dedicó cuarenta y cinco años de su vida al ámbito marítimo internacional, participando como: Capitán de la marina mercante, gerente de personal y de operaciones en diversas compañías, maestro e instructor en su alma Mater en el puerto de Tampico. Fundó tres empresas de gestión de tripulación (crew management); recibiendo de manos del presidente Vicente Fox Quezada, la medalla de oro al mérito por su desempeño. Participó adicionalmente como criador de avestruces en las Huastecas y como constructor de casas habitación. Formó una familia con su esposa Luz María, sus tres hijos y sus tres nietos. A sus sesenta y cinco años de edad y ya jubilado, decidió iniciarse como escritor de novelas de ficción.
Capítulo I La Maldición
Narra alguien que lo conocía… que esa tarde, José María apuraba a su pollino, llevaba prisa «como siempre». El caclop, caclop, de las pezuñas del animal resonaba al dar con el empedrado del pueblo San Miguel del Refugio. Un lugar aciago y desdichado, perpetuamente con un dejo de tristeza y desesperanza en toda su gente, porque eran muchos más quienes morían, que quienes nacían. Pronto, se escuchó el tañer de una campana de la iglesia, anunciando el esperado sepelio. El hombre iba preocupado, él era el sepulturero oficial. Sabía bien: «que los entierros deben efectuarse a la hora exacta, durante el tiempo del crepúsculo vespertino». Ansioso, picó nuevamente a su cabalgadura. «Este ocaso tan sólo duraría cincuenta minutos, y ya había dado comienzo». –¡Újule! ¡Enterrador maldecido! –le gritaban algunos niños a su paso. –¡Apura hombre, por Dios! –vociferaba una mujer–. ¡O habrá otro muertito! No le inquietaba la regañada del cura Amaroz, pues constantemente se ensañaba con él, invariablemente volcaba su coraje en su persona, desde siempre, desde que era tan sólo un pequeño niño; y hasta se podría decir que lo disfrutaba. Ya para esa hora, el viejo y regordete clérigo debía encontrarse todo angustiado, ansioso y molesto por el perenne y estúpido comportamiento de la gente, por su medieval y eterno terror a ser sorprendidos durante la noche dentro del viejo panteón; propiciado todo aquello por una antiquísima creencia: que los muertos se enfurecen al salir de sus tumbas y toparse a los seres 7
vivos dentro de sus dominios, persiguiéndolos hasta atraparlos cruelmente con las formas más aterradoras y violentas que la imaginación permite. Los difuntos tenían sus reglas y había que respetarlas, jamás se debería permanecer en sus señoríos sin contar con la plena luz del día. Aquello había sucedido muchas veces, siendo esas las historias mayormente contadas en toda la región: durante algunos sepelios, un pequeño ruido o una simple sombra al terminar el crepúsculo, los volvía enjundiosos e irreflexivos, propiciando que los más aterrados sacaran sus armas y comenzaran a disparar a diestra y siniestra. Jamás eran capaces en entender y aceptar que eso no servía de nada contra las ánimas del más allá, sin embargo, los insensatos seguían haciéndolo y muchas de las veces sólo lograban causar algunos muertos más. Pero para José María eso no afligía su alma, en su mente persistía atrapada la horrible maldición que el día anterior le había conjurado la bruja Clotilde: –Estarás obligado José María Catarino, a partir de esta tercer noche, a salvar a siete espíritus en pena, uno por cada cementerio del Valle. Deberás darles tu indulto con la cruz del altar de Santa Engracia, «si acaso te la presta el cura de la parroquia». Cuídate de quedar mal, serías arrastrado por toda una eternidad a cumplir las penas de esas siete ánimas. Mientras tanto, no podrás tener contacto alguno con los vivos. Para cumplir cabalmente con tu encargo, habrás de arriesgar tu alma cada noche; sólo así podrás recuperar totalmente tu vida. De pronto, y muy cerca, pasó volando una gran parvada de cuervos yéndose a dormir, regresándolo de golpe a su realidad. Por unos instantes, las aves negrearon la estrecha calle, el batir de sus alas y sus graznidos le pusieron completamente chinita la piel en nuca y espalda. Más nervioso que de costumbre, palpó la pala y el pico sujetos a su montura. Hasta él llegó la fragancia desprendida por la gran cantidad de «huele de noche», sembrados a la orilla del camino junto al cementerio, y cuyo fresco aroma le anunciaba que la noche ya se acercaba. 8
José María era un hombre moreno, rozaba el metro setenta y muy delgado, «casi huesos» decían algunos. Su cara afilada, con un bigote ralo cayendo por las comisuras de su boca y una barba formada por una docena de pelos; jamás se afeitaba, creyendo que a la larga le saldrían algunos más. Siempre con su pantalón de mezclilla remendado y su camisa blanca de manta, limpios aún después de los entierros, «pareciera sólo poseer una muda», decían los que lo conocían. Sus piernas colgaban largas, no tanto porque fuera muy alto; sino porque su montura era más bien bajita: ésta de nombre Eustoquio, a cierta distancia su figura aparentaba ser la de un caballo pony. Sólo que este équido híbrido, era descendiente de una mula rejega y un burro prieto y sumamente peludo. El ¡talán, talán!, de las campanadas terminó justo cuando los cánticos de la procesión dieron inicio. José María azuzó a su pollino una vez más, debía de pasarlos y comenzar la excavación. «Sólo espero que los ayudantes ya estén allí». –¡Estás de retraso, sepulturero! –gritó el cura a la cabeza de todos, mirándolo pasar con sus prisas «como siempre».
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Capítulo II La Cruz de Santa Engracia
–¿Te toca sepultar a otro difuntito? –preguntó el mayorcito, al frente del grupo de niños que se acercaba–. ¿Qué se puso rete feo anoche, con las ánimas del cementerio? –Pos algo sí, bastante –dijo José María sentado mientras tejía su morralito de yute–. Pero no fue por mi culpa, fue del alcaide que se tardó demasiado tiempo con su discurso. –Dicen que sacaron pistolas. Hartísimos tiros en la oscuridad. –Así fue Pedrito, todos dicen haber visto a los espíritus, pos yo la mera verda no vi nada de eso; sólo la lumbre que echaban las pistolas. –¡Ah! ¿Será que no los quisiste ver? A mí se me afigura más bien, porque andas torcido por la maldición que te echó la bruja Clotilde –de nueva cuenta intervino el mayorcito de nombre Fermín, mientras se le recargaba y pasaba su brazo por el hombro del sepulturero. –Pos, ultimadamente, me late que sí. –¿Y si juera mejor enterrar los muertitos al mediodía? –la voz del más pequeño se escuchó muy apenas, pero con la sublime fuerza de la razón, mientras con algo de timidez asomaba su carita por detrás de sus amigos. –Serás valedor, Canica –le replicó Fermín, manoteando el cabello del niño–. Si los entierran con sol, los pasan a perjudicar pa todita la eternidad. –Ya te dije ansina muchas veces que no me digas Canica, me llamo Miguelito… Miguel Sánchez y Sánchez. 11
–¿Es cierto señor Catarino, que tu apá también jue sepulturero de difuntitos? –Sí, niña Petrita, también mi agüelo y mi bisagüelo… y de ahí pa tras. –A mi tío Ruperto, lo están velando –mencionó Ernestina, haciendo puchero en su boca y arreglándose la trenza, mientras iba recargándose en la rodilla del hombre–. Antes de petatearse dijo que tres ánimas se le habían arrimado, que lo jalaban rete juerte; y que por eso se puso a disparar a lo loco. –Sí, mesmamente gritaba como poseído. Ahí comenzó la balacera, desde toditos los sitios se veían los fogonazos. Al pobrecito solamente cuatro tiros le tocaron; andaba de suerte, pos tan sólo uno era de muerte. –¿Qué a las juerzas tendrás que ir a los camposantos de noche? –Si serás taruga Petra, de eso se trata la maldición que le echaron encima. –¿Tú también Ernestina? Tan bien mensas las dos. Si se le mira a leguas, todito muerto de miedo. Hasta parece que se cobijó con el mismísimo chamuco. El niño Fermín interpelaba a las niñas, mientras José María guardaba silencio. Sólo de pensar que tendría que ir a los siete panteones por las noches, cuando los muertos salen de sus tumbas, dispuestos a jalar a cualquier vivo que ande merodeando en sus dominios; peor aún, el tener que enfrentar cara a cara a siete espíritus chocarreros. Todo eso, de plano lo trastornaba por completo, llenándolo de miedo hasta la médula de los huesos. Extrañaba a su Casilda, ya tenía quince días sin visitarla. En la última ocasión, habían estado muy acaramelados, abrazados a la sombra del enorme árbol frente a su casa mientras le susurraba al oído su vieja canción preferida: …Arráncame la vida, y si acaso te hiere el dolor, ha de ser de no verme, porque al fin tus ojos… me los llevo yo. Esa noche había salido huyendo. El viejo Lucas Mayoral, el padre de Casilda, apareció con una escopeta cuata. La gruesa 12
rama del mesquite lo salvó al parar de golpe todos los balines. Para su fortuna, Eustoquio se encontraba cerca, lo montó como si fuera un trapecista de circo, escapando como alma en pena. Aquella había sido la última vez que estuviera en el poblado de Ánimas de Arriba, ya en sus adentros sentía las cosquillas por volver y abrazar a su tierna novia. Las risas de los niños lo arrancaron de raíz de sus pensamientos amorosos, la imagen de la mujer amada se esfumó tristemente de su mente, resintiendo el corazón su ausencia. Sus manos regresaron a su tarea, ya casi había terminado de reparar su morralito de yute. –Son hartos panteones, no regresarás sepulturero, te van a jalar bien pa dentro. –No me jorobes Fermín. –No podrás matrimoniarte con tu novia. Ya casi estás muerto. –Que tu boca se tuerza y se haga chicharrón, Fermín. –No te amuines conmigo, es que vas pa llá, onde matan a lo salvaje. *** Por la noche, José María regresaba de sepultar al viejo Ruperto, quien murió por su propia credulidad pagana y diera inicio al terrible tiroteo de la noche anterior. La gente estaba muy asustada, más por los engendros que supuestamente habían visto, que por los heridos que entre ellos mismos se ocasionaron durante la refriega. Ahora todos se habían retirado temprano. «A tiempo», dijeron muchos de ellos. No había existido el consabido discurso del alcalde del pueblo, «herido en una pierna y acostado en una cama de hospital de la capital». En cuanto al cura de la parroquia, había echado su incienso y su bendición en un rapidísimo santiamén, retirándose del lugar antes que nadie. Al pasar por donde las flores, el hombre restregó sus ropas como siempre lo hacía, buscando ocultar el olor de los sepulcros. Volteó para mirar en la penumbra, la torre de la parroquia, 13
alcanzando a observar la ventana de vitral de la capilla de Santa Engracia. Acordándose de la cruz en su altar, se detuvo a mirar hacia todos lados. Las calles se encontraban desiertas; sus supersticiosos pobladores, temerosos perpetuamente de la oscuridad y de que alguna alma en pena se atreviera a salir de su confinamiento en el cementerio, se hallaban ya desde hacía un buen rato, encerrados en sus casas a piedra y lodo. «Ahora es cuando», se había dicho José María. Valiéndose de las circunstancias, jaló las riendas de su pollino y se encaminó con prisa hacia la iglesia. Minutos más tarde, dejó a su animal atado al arbusto de magnolia de la entrada, y como si de un oscuro fantasma se tratase, su figura se escurrió rápidamente entre las sombras. –¡Méndiga rata! –se oyó tronar en la noche–. ¿Qué carajos te estás llevando? El ruidoso repiqueteo se escuchó en toda la iglesia, por más esfuerzos que hizo José María, la pequeña cruz de latón se había escapado de sus manos cayendo hasta el piso de granito. Cogiéndola nerviosamente, el hombre la revisó en tanto su frente sudaba a mares; mirando de reojo venir desde el fondo mismo del altar principal, al enérgico sacerdote. –¡No! ¡No te la llevarás, José María Catarino! –Será prestada, Su Merced. –Qué prestada ni qué ocho cuartos. ¡Regrésala a su sitio! –Es que ando con desconsuelo y bien cacheteado, en la meritita orilla del barranco. –Eso me vale un reverendo cacahuate, tu vida me tiene sin cuidado. –Pero padrecito Amaroz, la bruja Clotilde me aventó encima su maldición, ni tan siquiera me dijo por qué. Ya hasta tengo hartas manchas como jiotes podridos. –¡Y tú de pendejo que te lo crees! Eres un ignorante como todos los de este pueblo. Conociéndote, seguramente lo harás con tal de casarte con tu novia. –Pero usted mesmamente fue testigo de lo que pasó en el cementerio la otra noche. 14
–¡Pamplinas! ¡Pura bola de supersticiosos y agoreros! ¡La verdad está sólo en Dios, lo demás es charlatanería! José María lo escuchaba, sin atinar a ponerse de rodillas y suplicar, o bien, sorprender al cura y salir corriendo del sagrado sitio. Algo vino a su mente como un relámpago, algo que sólo él conocía, algo que tal vez lo sacaría del apuro. –Sigo en espera de que la pongas en su lugar. ¡¿Me oyes José María?! –¿Y si mejor la dejo en el lugar en que usté pone las limosnas? –¿De qué hablas, insensato? –Pos del cofrecito que su merced tiene en su recámara. ¿Se recuerda usté, cuando lo vi contando billetes y monedas? –¿Y eso que tiene ver? ¿Acaso no las puedo contar adentro? –Pos, fue la tarde que se echó los billetes más grandes en su pantalón. Y que muy arregladito se fue a cenar a la fonda de doña Chole. Ansina recuerde que me dijo que lo cuidara, por si se le pasaban las cucharadas… y se le pasaron toditas. Era la medianoche cuando lo llevé casi a rastras y lo dejé como burro, tumbado en su cama. –¡Hum!… Bueno, tal vez podría ser prestada. Pero eso sí. ¡Tienes diez días para devolverla! –Sí padrecito Amaroz, no tenga usté pendiente. Lueguito que la regreso. *** Al día siguiente, José María salía de su pequeña choza, la que formaba parte de una humilde congregación de familias campesinas y situada en un cerro en las cercanías del pueblo de San Miguel del Refugio. Con sus prisas de siempre, apretaba el cincho de la montura, con su morralito de yute recién arreglado y colgado por un lado, abultado éste por algunas cosas dentro, entre otras con su mejor tesoro… la pequeña cruz de latón dorado. –El Eustoquio se ve requeté contento –dijo su amigo al aproximarse. 15
–Sí Melquiades, hoy no hay ningún entierrito, vamos direitito pa Ánimas de Arriba. –¿Cruzarás por San Miguel del Refugio? –Mesmamente, le compraré algo a la Casilda. –Se nota que la queres mucho. –Ciertamente Melquiades. Yo por matrimoniarme con mi Casilda, sería capaz de ir hasta el mismísimo infierno. –Esta mismita noche tendrás la obligación de iniciarte a cumplir con tu maldición. –Ansina será, Melquiades. Ahí te encargo mi jacalito, ya le puse las trancas, pero hay rete hartos con las manos sueltas, nomás revoloteando como zopilotes. –No tengas apurancias, José María. Tú primero pasa por la bendición del curita, no estaría de más. –Anoche me apercinó. Me dijo que en diez días me va a hacer una misa. –Pos qué afortunado eres, a lo mejor ni te cobra. –Hum… pues eso sí que estaría por verse. –¿Y no tienes miedo de que hoy sea veintinueve de febrero? –¿Y eso por qué, Melquiades? –Que porque los años bisiestos. –Pos yo de esas cosas ni entiendo nadita. –Dice la gente que es de mal agüero, que es cuando salen los entes infernales. –Pos será el sereno, yo por lo prontito me jalo a ver a mi novia. De un brinco quedó montado en el pollino, ajustando su morral y sujetando la rienda. –Adiosito Melquiades. –Adiosito José María, vaya usté con Dios. Así partió el sepulturero, con apenas tres tacos de frijoles y un chile verde en su estómago, montando a su Eustoquio y llevando en su mente el tan ansiado momento de volver a ver a su amada. Ocho años de cortejarla, eran ya demasiados. Recordaba a doña Guadalupe, la madre de Casilda cuando le decía a la dueña de su pasión: 16
–Si serás penitente, éste te va a dar de comer puras verdolagas… y sin tortillas. –Eso a mí ni me importa. Yo lo quiero rete harto. –No te apasiones tanto. Que no te apriete… que éste pueda ser tu último tren. –Pues si no es con él, entonces me meto de monja. Aquello lo había presenciado varias veces, en las ocasiones en que el viejo y cada día más loco, don Lucas Mayoral no se encontraba cerca. El hombre, con su alta estatura le imponía desde siempre, pero para su fortuna, se pasaba el día pegado a su negocio de peletería. Desde un principio no lo tragaba por tener un oficio de tan poca monta: Sepulturero. «Primero muerto que verla casada con ese enterrador de difuntos», decía constantemente. Pero eso a él no le importaba; ya entre ellos se habían prometido, de que si se diera el caso de que el viejo lograra impedir su casamiento, ella estaría más que dispuesta a huir con él. Ambos estaban muy seguros de su amor, sus largos abrazos y besos se lo decían, y los calores que les subían por sus cuerpos se lo confirmaban en cada ocasión. Así mismo, José María tenía plena confianza en que doña Guadalupe no le hacía malos ojos, y que ella sí estaría dispuesta a aceptarlo en la familia. Él se sentía feliz de ser un real pretendiente, aspiraba a convertirse en el marido de su enamorada y se regocijaba en ver a la señora como su futura suegra. La vereda que conducía al pueblo comenzó a empinarse. El pollino, con andar suelto y seguro, bajaba lentamente, tal como lo realizaba con frecuencia. Se alcanzaba a escuchar el ruido de los automóviles en la carretera que tenían que cruzar más abajo. Las ramas de los matorrales golpeaban los costados del équido y los brazos del jinete, obligando a un andar mucho más lento; pronto pasarían las últimas piedras grandes y blancas, y a unos diez metros más adelante a un alto total. La carretera era peligrosa, los vehículos transitaban con velocidad por aquel sitio. José María lo sabía y lo conocía a la perfección, pasaba una vez a la semana por el mismo lugar. 17
Los tres perros salieron de la nada, intempestivamente, sorprendiendo a hombre y bestia, por detrás de ellos ladrando con descaro y gruñendo con enojo desmedido. El pollino se asustó, entre más cerca los cánidos, más espantado se tornaba. De pronto, emprendió la loca y desenfrenada carrera cuesta abajo, los gritos de su amo no llegaban a su cerebro, su atroz miedo semejaba al de mirar muy de cerca al mismísimo diablo. Y los malditos canes en plena persecución, las grandes piedras blancas quedaron atrás en un santiamén, y así de pronto llegó el golpazo, apagándose toda la luz.
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