Primera edición, 2019 © 2018, Andrea Beatrix Zalles Sorta © 2018, Par Tres Editores, S.A. de C.V. Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués, Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro. www.par-tres.com direccioneditorial@par-tres.com ISBN de la obra 978-607-8656-19-6 Diseño de portada © 2019, Diana Pesquera Sánchez. Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes. Impreso en México
Printed in Mexico
Andrea Beatrix Zalles Sorta nació el 17 de abril de 1988 en La Paz, Bolivia, donde vivió hasta sus diecinueve años, edad a la que se mudó a Querétaro, México a estudiar la carrera de diseño industrial. Al graduarse, fundó un despacho de diseño con dos compañeras suyas de la universidad y, en 2017, se mudó a Barcelona a estudiar un máster en innovación y emprendimiento. Fue ahí donde encontró gran parte de la inspiración para escribir esta novela, tras años de investigación y trabajo sobre este proyecto. Todo inició en unas vacaciones en Bolivia en diciembre de 2014, año en el que su tía abuela regresó a vivir a La Paz y momento en el que Andrea decidió visitarla y tomar una o varias tazas de café tres veces a la semana para que ella le contara de su vida.
28 de junio de 1919, firma del Tratado de Versalles como pacto de paz entre los Países Aliados y las Potencias Centrales. Fin de una guerra devastadora. Un conflicto que duró cuatro años, pero que parecieron cuatro décadas. La gente empezaba a perder la esperanza. Se creía que nunca acabaría y que el fin llegaría con la Muerte. Ese día, que se convirtió en lo más anhelado y, a la vez, en lo menos esperado, llegó. El aire se sentía diferente, la comida sabía distinta, el ambiente era cálido nuevamente; el mundo recobró sus colores y las personas volvieron a ser humanos otra vez. La gente sintió haber renacido: recibieron una segunda oportunidad para vivir y veían venir un futuro próspero o, al menos, eso es lo que me contaron mis padres. La realidad es que nunca sabes lo que te espera en la vida. Puedes tener muchos planes y muchos sueños por cumplir, pero nunca sabes qué puede pasar; la vida da muchas vueltas y al destino no le importa lo que tengas en mente. Yo he nacido después de la Primera Guerra Mundial, justo el año en el que el Tratado de Versalles entró en vigor. Los de mi generación, éramos símbolo de paz y prosperidad, pero repito, nunca sabes lo que te depara el futuro y, a diferencia de lo que se esperaba, ninguno de los nacidos en aquellos años veinte ha vivido una niñez o juventud pacífica.
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Infanta Gokesch Tras la Gran Guerra, muchos soldados regresaron a sus hogares llenando de alegría a sus familias. La felicidad reinaba Europa; la represión y la incertidumbre habían llegado a su fin y el reencuentro entre familias, amigos y parejas eran los momentos más gloriosos después de muchos años. Durante los primeros meses de paz, a nadie le importaba la resolución política de la Guerra. ¿Quién venció a quién? ¡Eso qué más daba! Los tiempos oscuros y de sufrimiento habían terminado. Era verano de 1919, pero el ambiente se sentía como primavera: un nuevo renacer, fresco y radiante. Los árboles, tupidos de hojas verde intenso, eran el hogar de un sinfín de nuevos polluelos que nacieron en esa preciosa época. Sus cantos se escuchaban a todas horas del día, aunque se intensificaban en el amanecer y al atardecer. La felicidad no sólo se manifestaba en los pájaros, las plantas y el ambiente, también en las personas que caminaban sin temor por las calles vistiendo prendas más coloridas, alegres y ligeras, repartiendo sonrisas a quienes se cruzaban en su camino. Muchas parejas se formaron y otras se reencontraron como fue el caso de Ernesto y Dorothea, dos jóvenes que se conocieron en Budapest poco antes del inicio de la Guerra. Dorothea, mujer esbelta de ojos azules intensos y profundos, era austriaca y había llegado a la capital húngara por cuestiones de trabajo de su padre, quien debía atender asuntos del gobierno relacionados al Imperio Austrohúngaro. Ernesto, un joven alto y de porte imponente, era el hijo único de una familia húngara muy influyente e importante. Todos los días coincidían en el 9
Olimpia Park, cerca al majestuoso Parlamento y a las orillas de un Danubio que le dotaba de un ambiente relente, refrescante y mágico. Cubierto de árboles y flores que bañaban de colores los jardines en primavera, bancas de madera oscura con metal forjado, hacían de ese lugar un espacio muy acogedor para tomar aire puro y reunirse con amigos, familia o incluso con uno mismo. Muchos niños pasaban por ahí para ir al colegio o regresar a sus casas aprovechando para jugar en los columpios y toboganes. Se formaban nuevas amistades, se unían grupos de diferentes colegios, de gitanos con no gitanos y, a veces, nacían los primeros sentimientos de enamoramiento; un amor inocente que, por más que no cruzaran palabra, la chispa, el cosquilleo y la emoción se sentían. Era un lugar muy especial donde la magia podía ocurrir sin palabras. Al principio, los encuentros entre Dorothea y Ernesto sí eran casuales. Se trataba de su recorrido diario, pero con el tiempo, ambos buscaban cualquier pretexto para pasar por ahí y verse. El vínculo comenzó con conversaciones referentes al clima y cada vez fueron evolucionando a temas más personales e íntimos, terminando en una relación amorosa que no se rompió con la guerra ni con la distancia. Durante la Guerra, mantuvieron contacto por medio de cartas prometiéndose el uno al otro que algún día se volverían a ver. Fueron tiempos difíciles en los que Dorothea, como todas las mujeres europeas, estaba consciente que la mala noticia de la caída de su soldado podría llegar en cualquier minuto. Hasta que llegó el momento del tan esperado y prometido reencuentro. Ernesto no tardó ni un día para decirle a Dorothea que no quería pasar un segundo más alejado de ella y que quería pasar el resto de su vida a su lado. Así fue cómo, en cuestión de dos semanas, se casaron. Una ceremonia muy sencilla por las circunstancias de la época y porque los padres de ambos no estaban a favor. Decían que la decisión era apresurada, que se estaban dejando llevar por la emoción del reencuentro y la euforia del fin de la Guerra. Además, Dorothea no era húngara ni proveniente de 10
una familia de élite y era tres años mayor que Ernesto, algo completamente inadmisible y fuera de lo tradicional. Ernesto retomó sus estudios en la carrera de Ingeniería en Agronomía. Dorothea se encargaba de la casa y seguía ayudando a su padre en asuntos de trabajo. Llevaban una vida feliz y tranquila, hasta que, en enero de 1920, entró en vigor el Tratado de Versalles en el que se decretó a Alemania, al Imperio Austrohúngaro y sus aliados, como responsables morales y materiales de haber causado la Guerra, teniendo que desarmarse y hacer importantes concesiones territoriales a los vencedores, además de pagar elevados montos como indemnización a los Estados victoriosos. Se venían tiempos difíciles para la economía de Hungría, pero la esperanza y el positivismo se manifestaban de diferentes maneras. Una tarde cálida de mayo, Ernesto salió de la universidad cansado y con el ánimo bajo. Lo único que quería era llegar a casa, ver a Dorothea, y a lo mejor salir a dar un paseo aprovechando que el clima estaba estupendo y el atardecer pintaba que iba a ser todo un espectáculo de colores rojos a naranjas y amarillos, pasando por tonos rosados y acompañado del canto de los pájaros. Llegó a casa y notó que Dorothea no estaba ahí. Se acercó a la mesa del comedor y encontró una nota que decía: Te veo en el Olimpia Park, en la banca donde hablamos por primera vez.
Ernesto, intrigado por la invitación, salió inmediatamente rumbo al parque. Al llegar a la banca, encontró un paquete con una etiqueta que llevaba su nombre. Dudó unos instantes en abrirlo, miró a su alrededor para ver si Dorothea estaba cerca, pero no la vio. Al abrir la envoltura, se encontró con uno de sus chocolates favoritos, muy difíciles de encontrar en esa época por la crisis tras la Guerra. «¿Qué hice o qué está sucediendo para que me merezca semejante manjar?», pensó para sí. Entonces se sentó y empezó a leer una nota que venía doblada junto al chocolate: 11
Muchas veces, los momentos más importantes de nuestras vidas suceden en los lugares más inesperados. Nunca pensé que ese hombre alto y apuesto, que un día se sentó junto a mí en esta misma banca, se convertiría en mi esposo. En esta banca, tan vieja y sencilla como la ves, me ha cambiado la vida. No sé si para ti signifique lo mismo estar sentado en ella, por eso quiero asegurarme que así sea y decidí darte una gran noticia: vamos a ser padres.
Ernesto se paró inconscientemente sin apartar la vista del papel que tenía entre sus dedos, con el pulso tan acelerado que no sabía ni cómo reaccionar. En cuanto levantó la mirada, tenía a Dorothea frente a él. Se miraron fijamente notando cómo las lágrimas les invadían los ojos, hasta que pudieron reaccionar y se abrazaron fuertemente. Ernesto sentía que no podía soltarla ni aunque lo intentase; no tenía palabras para expresar lo que sentía y Dorothea tampoco, pero no era necesario hacerlo: en ese parque, la magia podía ocurrir sin palabras. Siete meses después de la gran noticia, un 18 de diciembre de 1920, nació la pequeña. «Tiene que llevar tu nombre, es una belleza; es tu viva imagen», dijo Ernesto cuando sostuvo a su hija en brazos por primera vez. Era tan diminuta, frágil e indefensa, pero tan maravillosa a la vez. Sentía un amor que sólo un padre podía sentir por una hija. No importaba cuán difícil fuese la situación en el país, su pequeña era razón suficiente para levantarse todos los días y luchar para sacar adelante a su familia. Empezó a dar clases de inglés por las tardes en casa a compañeros de la universidad y del trabajo para recibir ingresos adicionales. Era increíble ver cómo su pequeña hija, a su corta edad, podía hablar tres idiomas: alemán, húngaro y un poco de inglés. Pocos meses antes de que la infanta cumpliera cuatro años, nació Gertrude. Era un nombre un poco fuerte para una criatura tan pequeña y adorable, pero se lo pusieron en honor a la madre de Dorothea quién falleció en Austria, meses atrás, por un problema respiratorio. Su apodo, Trudi, hacía más justicia a la ter12
nura que emanaba la recién nacida. La infanta veía a su hermana con incredulidad: no podía creer que esa bebé hubiera salido de su madre y que fuera su hermanita. Desde el principio, le daba miedo tocarla; la contemplaba mientras dormía en su cuna y, cuando estaba despierta, ayudaba a su madre en lo que estuviese a su alcance para cuidar de ella, pero evitaba tocarla por miedo a lastimarla. Nunca se le quitó ese miedo y más cuando la bebé enfermó. La tos era frecuente, seca y fuerte. Se intensificaba con el paso de los días y la pequeña veía a sus padres cada vez más preocupados, incluso los veía discutir como nunca los había visto. Recibieron visitas de algunos doctores quienes examinaban a Trudi, que ya no sólo tosía y tosía, sino que le costaba respirar y, cuando por fin lograba dejar de toser, se escuchaba un ruido proveniente de sus diminutos pulmones. Hasta su piel había cambiado de color. Algo no estaba bien, pero los doctores no tenían una respuesta concreta. La situación económica de la familia no era la mejor; les alcanzaba sólo para lo muy necesario y, a pesar que la familia de Ernesto tenía mucho dinero, no los ayudaban; nunca le perdonaron que se casara con Dorothea, le dieron la espalda por completo e incluso le prohibieron que sus hijos llevaran su apellido Gokesch, razón por la que todos usaban el apellido de Dorothea, quien estaba embarazada otra vez. No podían ir con doctores más especializados para determinar la enfermedad de Trudi, por lo que Ernesto acudió a los contactos que tenía en el laboratorio de la universidad donde estudió y pidió que lo ayudasen con la investigación y el diagnóstico de su hija. Así fue cómo encontraron una enfermedad que respondía a los síntomas de Trudi: tos ferina; una enfermedad sumamente contagiosa de las vías respiratorias. Se caracterizaba por la inflamación de la tráquea y bronquios, tos violenta con sensación de asfixia que terminaba con un ruido estridente durante la inspiración. La enfermedad también afectaba al sistema nervioso y al miocardio por lo que la circulación sanguínea se veía afectada. Era posible que esta enfermedad afectara a personas de cualquier edad, pero 13
las víctimas más frecuentes eran niños menores de cinco años. Existía una vacuna, desarrollada poco tiempo atrás de manera experimental en Estados Unidos, pero en Europa no había disponibilidad de dicha medicina, por lo que la vida de Trudi dependía de un milagro. Un viernes 13 de agosto de 1926, Trudi dejó de toser; dejó de respirar. Murió a los dos años de vida, después de una larga batalla contra una bacteria mortal para un cuerpo tan indefenso y pequeño como el suyo. Ese día, algo se había roto en el alma de la familia. A pesar de la tranquilidad de saber que Trudi por fin descansaba en paz y que ya no la escuchaban sufrir, nunca nadie en el mundo está preparado para perder a alguien. Es contra la naturaleza que una madre tenga que enterrar a un hijo. A los dos días, nació Otto; un Glückskind como le decían los austriacos a los niños que nacían en domingo: niños que traían suerte y felicidad a la familia. Además, era el hijo varón, futuro heredero de Ernesto. El nacimiento de Otto fue también una de esas incógnitas que nunca se podrán responder: ¿nació ese domingo 15 de agosto de 1926 porque así lo quería el destino? ¿Nació por la impresión, trauma y sufrimiento de la madre tras la muerte de su hija? ¿O nació como consuelo y símbolo de esperanza para una familia que estaba pasando por uno de los momentos más difíciles que se pudiera uno imaginar? Jamás lo descubriremos, sólo sabemos que ese niño trajo alegría a un hogar que sentía que no podría volver a ser feliz. Nunca reemplazaría a Trudi, pero es el niño que llegó a curar las heridas más profundas de una madre, un padre y una niña.
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Esta foto ha sido tomada un sĂĄbado a mediodĂa; un par de horas antes de romperme la pierna. El clima estaba hermoso y habĂa mucha nieve. Doris 15/01/1942