Addy Espinosa

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ADDY ESPINOSA SOBRE EL ESCRITOR Addy Melba Espinosa Gómez es queretana de nacimiento y comunicóloga de profesión, creció rodeada de lectores que le enseñaron la magia oculta en las páginas. Así, mientras muchos sueñan con ser como los héroes que protagonizan las grandes historias, ella convirtió en sus héroes a los creadores de aventuras. Su afición por escribir la llevó a continuar sus estudios en diversos talleres y finalmente a terminar su primera novela, El fantasma de al lado (Par Tres Editores, 2016). Igualmente publicó El tigre y el águila (Pangrama, Nuevas Voces, 2018). Además de leer, Addy disfruta de compartir su afición, los libros, y espera que su trabajo le ayude a crear más adictos a la lectura.

ÍNDICE

John Lockland Robin Hood La cerradura La huida La película Cinco

El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.


ESCRITOR QUERETANO: ADDY MELBA

John Lockland –¡Maldita sea! –exclamó John azotando el puño contra la mesa–. Es un solo hombre ¿debo suponer que ese maldito campesino bastardo puede más que mi guardia entera? –Su furia estaba marcada en las venas de su frente que palpitaban debajo de la corona incrustada de diamantes que parecía volverse más pesada cada día. –Si me dejaras matarlo… –empezó a susurrar el sheriff. –No necesito un maldito mártir –cortó John de forma brusca–. ¡Lárgate! y no regreses hasta que lo traigas VIVO. El sheriff azotó la puerta al salir del salón del trono sin tratar siquiera de disimular su enojo. Necesitaba hablar con el, necesitaba detener tantas muertes innecesarias. John odiaba a su hermano un poco más a cada segundo. Su juego de ser el héroe en una tierra extranjera estaba matando a SU país. El país de John, no de su hermano, el león extranjero quien lo había convertido en el personaje más odiado de una nación en decadencia. Si tan solo ese ladronzuelo de cuarta entendiera al príncipe de la forma en la que él podía entender al ladrón. John había perdido el apetito, solo comía en los banquetes que se organizaban con excesiva frecuencia para su gusto. Pero no podía ser de otra manera, los emisarios de Francia, Escocia e incluso los de los reinos Hispanos, esperaban cualquier símbolo de debilidad para invadir el reino sin rey, la otrora poderosa nación que ahora podía sucumbir ante cualquier enemigo mientras el grueso de su ejercito luchaba del otro lado del mar siguiendo las ambiciones de un loco que nada sabía del pueblo que lo adoraba. John lo sabía, lo recorría por las noches y maldecía a su hermano en cada bocado de elegantes piezas de caza que entraba en la boca del enemigo mientras su pueblo moría de hambre. Lo odiaba a cada gota de vino derramada por los elegantes obispos que celebraban a su hermano mientras sus feligreses temblaban de frío a las puertas de sus iglesias. Pero sobretodo lo odiaba a cada aclamación de júbilo dirigida al ladrón de Sherwood, ese maldito bastardo mataba en nombre del Corazón de León, un león que había pisado su tierra en una sola ocasión y así se consideraba Rey. Estaba harto de ver los cuerpos de sus guardias, masacrados en robos que solo generaban un circulo vicioso: si el no subía los impuestos el dinero de la corona no era suficiente para mantener a raya el conflicto políBiblioteca Digital de Escritores Queretanos

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tico, si el bastardo lo robaba ponía en riesgo a la nación: cualquier debilidad política podría llevar la lejana guerra a las puertas del reino, y entonces a la hambruna se sumaría el infierno de los invasores. John se asomó por la ventana, por un lado se veía el territorio de caza, extenso, pero prohibido para los campesinos, ellos estaban limitados a las tierras de cultivo, que hubieran podido alimentar sin problema a los habitantes de su país, pero mantenerlos a ellos y al ejército de su hermano era una tarea titánica. John escuchó el crujido de la puerta, se giró espada en mano, y descubrió que su acero apuntaba a una bella joven. Con una mirada hizo que John enfundara su espada. Levantó los hombros al tiempo que fruncía el ceño. Debía haber sabido que su sobrina estaba cerca. –¿Espiaste de nuevo Marian? La joven sacudió su cabellera dorada y suspiró sentándose en el trono de su tío. –No puedes con ellos, no puedes con ninguno ¿Cuántas personas más tendrán que morir para que entiendas que me necesitas? John tensó los puños y desvió la mirada. Marian tenía razón. Marian siempre tenía razón. Pero era su única familia, la única que entendía sus motivos y la única persona en ese enorme palacio que era querida por el pueblo, los nobles y los emisarios extranjeros por igual. Su condición de mujer la hacía verse noble cuando ayudaba a los necesitados, postura que a el lo podría marcar como débil. Había más de un emisario interesado en la mano de la chica y los sirvientes obedecían hasta sus miradas. Esas miradas verdes que combinaban siempre con sus largos vestidos y que John no podía mirar al momento de negarle lo que fuera. –Te necesito aquí Marian, si te vas, harás que el pueblo se levante, solo tu puedes mantenerlos a raya. –Y solo yo puedo con el ladrón. Lo sabes, y sabes que no soporto tener que consolar viudas cada día, entregar a las madres los cuerpos de sus hijos, cada día reclutas guardias más jóvenes, y hay otra solución, nadie tendría porque saber que me fui, si usamos el espejo yo puedo regresar siempre que lo requieras. Puedo hablar contigo y sabes lo útil que sería eso. –¡No! –John dio un manotazo y tiró la mesa que estaba frente a el. Marian se encogió en el trono y suspiró, sabía que esa sería la reacción de su tío. La magia siempre venía con un precio, y la herencia de Morgana seguro incluía un precio alto. –Tu abuela perdió la cabeza por culpa de la magia Marian, lo sabes, puso en riesgo el reino, puso en riesgo todo y al final perdió su vida. –Y tu abuelo mantuvo el reino gracias a ello, y pese a Morgana, sabes que no hay otra salida, si no detengo a Robin Hood, va a seguir matando, 4

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con el espejo puedo volver siempre que haga falta y puedo advertirte de sus movimientos. Sabes que tiene un espía en el castillo, si no fuera por eso no estaría enterado cada que hay dinero en camino, y tu en cambio no tienes a nadie entre sus hombres. Si yo fuera parte de ellos, tendrías una ventaja al menos. Nuestro pueblo viene de la magia, no puedes alejarnos de ella. –Cuida tu boca niña –John hizo la señal de cruz, y miró nervioso a la puerta–. Dios sabe que las paredes escuchan y no podemos enemistarnos con la iglesia que tanto defiende a mi hermano. Los ojos de Marian destellaron con furia, levantó la mano, pero la mirada angustiada de su tío la contuvo. –Tienes dos opciones tío, me dejas ir por las buenas y me encargo de ayudarte a salvar nuestro reino, puedo hablar contigo cada anochecer si eso te da paz, o me voy como pueda, y sabes que puedo, y me uno al bandido que está terminando con el dinero que requieres para mantener esta farsa. Es tu elección, soy una druida, no una doncella y estoy harta de sonreír para tus aliados políticos mientras mi pueblo se muere de hambre. John observó el collar en forma de “M” cambiar de color mientras su sobrina apretaba los puños y trataba de contener la fuerza que se escondía en su interior. Sabía lo que le había pasado a su abuelo Arturo al enemistarse con su abuela, la bruja, aunque la historia culpaba a Morgana, el sabía que no era inteligente provocar a una mujer tan poderosa, y viéndola así, casi olvidaba que era la niña que había cuidado desde la infancia. No, Marian ya no era la criatura indefensa que despertaba llorando por la muerte de sus padres, había aceptado su ascendencia druida y estaba dispuesta a usarla para salvar el reino. No solo no podría detenerla, la necesitaba de su lado. Se desplomó en una silla y movió la mano por su barba resignado a dejarla ir. –¿Cómo esperas que lo acepte? Solo hay hombres en su banda… –dijo en un susurro esperanzado. –Para eso puedo utilizar otro tipo de magia –dijo levantándose del trono y caminando lentamente hacia su tío. John observó la figura delineada por el vestido de Marian, la niña que había cuidado estaba perfectamente formada como mujer, se acercó a la corona, John tensó las manos en los bordes de la silla y sus labios rojos, gruesos y perfectos se acercaron a su oído–. No tengo problemas para controlar a ningún hombre –susurró Marian–, espera noticias mías cada anochecer en el espejo –fue lo último que dijo antes de alejarse contoneando su cadera y dejando a John perplejo y seguro de que si Marian no podía con el ladrón, nadie más podría.

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Robin Hood Falta poco tiempo para el amanecer, el lodo de mi cara empieza a endurecerse y tengo que mover mis manos y piernas para evitar que se entuman. Imposible saber cuando tiempo llevo agazapado sobre este árbol, mis movimientos son tan mínimos que incluso los animales, que cuando llegué regresaron a sus escondites, empiezan a moverse alrededor mío: como si yo fuera una rama más en este frondoso bosque. De acuerdo a la información de palacio ya no puede faltar mucho tiempo. El dinero destinado a las cruzadas del Rey Ricardo salió por la mañana enviado por Juan sin Tierra. Un suave ulular de paloma me hace bajar la mirada al arbusto donde se esconde el Pequeño Juan, me hace una seña en dirección al centro del sendero, una descuidada familia de faisanes camina a solo unos metros de mi amigo y a tiro seguro de mi flecha. El hambre, no solo la mía, sino la de mis hombres y sus familias me tienta; aun así muevo ligeramente la cabeza en forma negativa y mi compañero de armas entiende el mensaje. El tiempo está en nuestra contra, una pieza de caza no se desprecia fácilmente, pero no puede equipararse con el tesoro arrebatado al pueblo y destinado a una guerra ajena a nosotros. El hermano del Rey es el personaje más odiado por el pueblo. Se dedica a extorsionar a los campesinos a causa de las cruzadas. Dice que si su hermano no estuviera luchando para recuperar Tierra Santa no tendría que subir los impuestos. Tampoco tendría que subirlos si se ahorrara esos fastuosos banquetes, además no puede tratar de difamar al Rey Corazón de León. Los faisanes levantan vuelo intempestivamente, mi mirada se cruza con la de Juan, asentimos prácticamente sin movernos, ha llegado la hora. Escucho los cascos de los caballos, levanto el arco, mi mano izquierda sube en ángulo recto mientras que la derecha tensa lentamente la cuerda y detiene la flecha. El lodo de mi cara termina de secarse y cae algo de polvo mientras inclino la cabeza afinando la puntería. El trote ligero de los caballos me indica que la caravana tiene prisa pero se siente segura. Estiro mi brazo derecho, mi puntería es buena, me atrevo a decir que la mejor del reino, tengo que fijar la mirada y esperar a que mi blanco quede en el punto exacto. Un instante puede hacer la diferencia, se acerca la caravana. La madera de las ruedas del carruaje real cruje a cada 6

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paso, señal de que el botín puede ser incluso mejor de lo esperado. Veo que se acerca el chofer, pienso un momento en su familia, en que el solo trataba de darles algo mejor que la vida de campo y que yo los dejaré desamparados. Pienso en las familias que mueren todos los días a causa de los impuestos cada día más asfixiantes. Desaparece la empatía por el chofer y es reemplazada por el silbido de mi flecha que aterriza justo en la yugular tiñendo rápidamente de escarlata el cuerpo sin vida de quien estaba guiando la caravana. Los caballos frenan bruscamente y retroceden espantados ante la doble sorpresa de la muerte del hombre y la súbita aparición de el Pequeño Juan y el Fraile Tuck quienes con un par de lanzas terminan con los primeros guardias que no logran ni acercar la mano a sus espadas. Mis flechas abaten a otros dos antes de que el resto de la escolta reaccione. Es una lucha veloz, sangrienta. Mi cuerpo se calienta con la adrenalina y la ira tiñe todo de escarlata. Tras un par de flechas más, salto del árbol y termino con otra vida a la velocidad del cuchillo que saco de mi bota. Me coloco a espaldas de Juan, juntos, aumenta la velocidad y seguridad de nuestro ataque: sabemos que la espalda está segura. El choque de las espadas se mezcla con los gritos agonizantes de los guardias y solo el silencio me indica que la batalla terminó. Miro a mi alrededor, mis hombres milagrosamente están vivos, magullados, pero a diferencia de los guardias, quienes defendían oro ajeno, ellos lucharon con el coraje de quien lucha no solo por su vida sino por la de aquellos que cuentan con el resultado de la batalla para sobrevivir. Miro el campo teñido de mi venganza, miro lo que queda de la carroza y el botín que salvará a tantos. Veo a los huérfanos que he creado con mi flecha y mi cuchillo. Tengo que decirme que es por el bien de muchos. Reparto el botín, me llevo algo más para las viudas y huérfanos de los guardias. En la noche la obscuridad alberga mis más fuertes dudas en esta lucha donde ya no se quien es el enemigo, ni quien el héroe. El Rey a quien aclama el pueblo, pero que está en una guerra que no trae más que hambre. El príncipe que sube los impuestos so pretexto de mantener al héroe. Y yo, el ladrón que crea viudas y huérfanos para después salvarlos del hambre en un país que muere lentamente. Vestido Azul. Con el vestido azul, que un día conociste me marcho sin saber si me besaste antes de irte. Tarareo la canción mientras quemo la última página de mi diario en la chimenea. Releí cada página antes de quemarla. Primero quemé las tuyas y después solo quedaron fragmentos de esta aldea gris. Estoy harta, no puedo seguir con la misma rutina todos los días. ¿Cómo podría? Hoy repetí la rutina por última vez, saludé a la señora gorda que se persignó ante el largo de mi falda, sonreí ante el anciano que volvió a Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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confundirme con mi madre. Limpié la casa y prendí la chimenea al atardecer. Ahora veo como las páginas se encogen, se ennegrecen, y desaparecen mientras las llamas parecen bailar pidiendo que no dejen de alimentarlas. Se terminó, ya no hay más hojas llenas de ti. Las llamas se agachan, me piden alimento. Decido darles todo aquello que te contenga. Empiezo con las fotos, pero tengo que seguir con la vela que me diste en ese aniversario, el mantel sobre el que comimos en aquella ocasión, las copas que usamos en ese brindis. Con el beso amargo de aquel licor, hubiera bastado mi amor. La canción sigue conmigo. Las llamas no parecen disfrutar del cristal tanto como del papel, lo tratan de saborear, pero se hartan y lo escupen en pequeños fragmentos que llegan hasta mi. Se clavan en mi piel y salen pequeñas gotas de sangre que caen muy lento; parecen tener tan pocas ganas de abandonar mi cuerpo como tu recuerdo. Miro a un lado y a otro: dos paredes grises; atrás: una ventana; frente a mi: solo la chimenea. Le doy la espalda a las llamas por un momento, las escucho mientras crujen por algo más y me doy cuenta de que los únicos recuerdos que quedan los llevo conmigo. Saco los fragmentos de cristal que siguen en mi piel, me acerco a la chimenea, los recuerdos salen junto con mi sangre, algo más rápido. Pienso que por fin me voy a deshacer de ti pero es cuando vienes a mi. Pensé que te habías ido para siempre, pero mientras le entrego mis últimos recuerdos a las llamas, me tomas de los brazos y me sacas por la chimenea. Puedo ver la aldea bajo nosotros y sonrío. Nunca más veré esos techos de triángulos en serie, las cercas que pierden sentido cuando todos pueden entrar a cualquier casa sin previa invitación, veo por última vez la chimenea que escupe el humo de tus recuerdos y cierro los ojos, dejando que tus brazos me lleven lejos de la aldea y lejos de ti.

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La cerradura Me despierto con la garganta seca y la frente húmeda. Abro los ojos, parpadeo. Tardo un par de minutos en acostumbrarme a la obscuridad, aunque la luna brilla en el exterior, las gruesas cortinas apenas dejan que entre un pequeño destello de su luz. Tengo sed, pero no me quiero parar, la idea de caminar sola y de noche por pasillos desconocidos en un castillo no me parece muy tentadora. “Un pequeño castillo” fue lo que me dijeron y a mi me parece enorme. Tengo mucha sed. Me tengo que parar, necesito agua. Ni siquiera me pongo los zapatos. Recuerdo que al final del pasillo debe haber una escalera y se que hay una cocina no muy lejos de la misma. La obscuridad no me deja ver más allá de mi mano y camino muy lentamente, casi arrastrando los pies. Mis manos van pegadas a la pared, avanzan por delante de mi cuerpo hasta que siento el vacío y se que estoy en el borde de la escalera. Bajo los escalones, uno a uno, sin soltar el barandal y con cuidado de no tropezar. Estoy a punto de terminar mi recorrido y un ruido de cristales rompiéndose me hace parar en seco. Hago un alto total, siento la tensión recorrer mis brazos mientras mi puño se aprieta con más fuerza al barandal. Giro la cabeza en dirección al sonido. Nada, ni siquiera el ruido del viento. Dejo salir aire por la boca, me rio para mis adentros: me estoy poniendo paranoica. Bajo el último escalón y muevo la cabeza a ambos lados del corredor tratando de recordar hacia donde está la cocina. Me llama la atención una delgada línea de luz, debajo de una puerta. Camino en esa dirección, mientras me acerco comienzo a escuchar voces. Murmullos que se mezclan con bufidos y pasos rápidos. Cuando llego a la puerta empiezo a distinguir voces, estoy segura que una le pertenece al conde, nuestro anfitrión. La otra no la reconozco, es de mujer, pero es grave, profunda, seca. Me acerco más, le dije a Santiago que era una mala idea quedarnos ahí, pero él y sus amigos de alcurnia, el conde era amigo suyo de toda la vida y sería una grosería no aceptar su oferta. Llego a la orilla de la puerta, me paro indecisa al borde de la luz. Me da miedo acercarme y que mi sombra revele que estoy husmeando en la noche. Respiro hondo, pronuncio un hechizo en voz baja para eliminar mi sombra, me paro frente a la puerta. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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Es antigua y de alguna madera fina que aun conserva su olor a bosque. Me acerco a la chapa, la cerradura es bastante, grande, y puedo acercarme a ver si tener que pegar mi cabeza. Me da miedo que si me pego, la puerta pueda ceder ante mi peso y abrirse. Al principio no alcanzo a ver nada, la luz que viene del interior me deja ciega un momento y viendo aritos negros un momento más. Por fin distingo las formas. Hay un pedazo de escritorio al fondo del cuarto, detrás unas cortinas gruesas, que van de piso a techo, sugieren la presencia de una puerta o ventana grande. A un lado del escritorio está el conde, aun tiene su traje de gala, con los zapatos de charol y la corbata con un presuntuoso diamante en el nudo, pero ahora el nudo está flojo, el saco se ha ido y las mangas de su camisa están arrugadas hasta ala altura de los codos que se doblan con las manos en su cabeza. Su peinado perfecto ha desaparecido para dejar unos rizos que se asoman entre los dedos inquietos. Tiene la vista clavada en alguien que no alcanzo a ver. Se que es la dueña de la voz profunda. Me la imagino alta, con tacones plateados, vestido rojo, a tono con su labial y cabellera y un cuerpo perfecto. Una vez que logro controlar mi respiración y me convenzo de que las gotas de sudor no suenan al caer en el piso de mármol, me concentro en las voces y escucho la conversación. –Te digo que tiene que estar aquí, con ellos, o encuentras lo que quiero o tus preciosos amigos se van a quedar aquí bastante más tiempo del que ellos pensaban. El conde se recarga en el escritorio y mueve los pies, cerca de estos veo algunos fragmentos de cristal, supongo que el ruido fue de eso, lo que sea que haya sido, estrellándose contra la caoba obscura que está detrás del conde. Sus manos pasan del borde del escritorio a la parte superior de su cabeza y de ahí al resto de su cara. –No tienen nada, por favor, ya te lo dije. Lo conozco desde que teníamos tres años. No hay forma de que este relacionado con ella. Solo déjalos ir, yo te daré los recursos que necesites para encontrar a los verdaderos responsables. Los ojos del conde están rojos y veo en la alfombra la sombra de la mujer moverse despacio. –Aquí la que decide quien se queda y quien se va soy yo Conde –lo dijo lento, poniendo énfasis en el Conde y separando las sílabas, el hombre que horas antes me había parecido un snob alto y elegante, me parece mucho más pequeño, encogido como esta y con la cara cada vez más pálida. La sombra de la mujer se encoje, por fin puedo verla. Contraria a mi imagen de película gánster, la dueña de la voz lleva unas botas de piso, que dan pasos lentos pero largos. Unos jeans sucios y rotos y una chamarra negra con un gorro que le tapa incluso la cara. Camina con el cuerpo hacia 10

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delante, las manos tienen guantes negros, levanta la mano izquierda y colgando de su puño, que se alza amenazante en contra del conde, está el medallón. Siento un puñetazo en el estómago y de pronto noto lo frio del piso de mármol bajo mis pies descalzos. Puedo ver el corazón que se balancea con el movimiento de la extraña mujer que, pese a no llegar ni a la barbilla del conde, lo tiene agazapado en su propia casa. Vuelve a tomarse el cabello con ojos llorosos. Cualquier persona podría pensar que es imposible que la mujer que sostiene un collar de corazón pueda amedrentar al hombre alto, fuerte y poderoso que tiene enfrente. Pero yo no soy cualquier persona, se el poder que encierra ese medallón, y si ella lo tiene, y está tratando de obtener algo de Santiago, solo puede tener un oficio: esa mujer es una bruja. No pensé que hubiera alguna en el país, mucho menos que estuviera bajo el mismo techo que yo. Me muevo un poco sobre mi pie. Estoy tratando de ver su cara, pero no puedo ver mucho a través de la cerradura, es grande pero si la bruja se mueve un par de pasos de hacia atrás la perderé de vista. –No tengo que recordarte cual fue nuestro pequeño trato ¿verdad? –la bruja ladea su cabeza y amenaza al conde con el medallón. Veo la barbilla del conde elevarse y su manzana de Adán sube y baja a la par de sus manos que arremangan la camisa. –No quiero formar parte de esto… –el conde susurra sin separar los dientes. –Vaya, vaya, parece que alguien olvidó la actitud entusiasta que tenía cuando traje su castillo con un tronar de dedos ¿Qué podremos hacer para ayudarlo a recordar su fidelidad a la causa? Lo sabía, este castillo era demasiado para este continente, ya sabía yo que esa idea de “replicar el hogar de mis ancestros” había sido una fanfarronada del conde. Pero tengo que concentrarme. Hay una bruja a metros de mi, no puedo pensar en lo estúpidos que son los hombres presumidos. –¡Cómo si pudiera olvidarme! –el conde contesta con un suspiro y apretando los puños. –Bien –la respuesta de la bruja suena a ladrido–. Me alegra por tu bien y por el de Elena, que estés consciente de que no puedes jugar conmigo. ¿Quién rayos es Elena? Bien ahora tengo que saber que hace la bruja aquí y seguramente después tendremos que rescatar a una Elena de sus garras. –Tienes 24 horas para entregarme lo que me pertenece, tus tontos amigos no pueden sospechar de ti. Los voy a necesitar más adelante. Necesito las piezas completas. Y no trates de engañarme: no puedes mentirme. Es parte del hechizo de nuestro acuerdo –los ojos del conde se abren y su boca se traba en una O–, ¿nunca te dijeron que leyeras las letras chiquitas? ¡24 horas! Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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La bruja agita la mano del medallón y desaparece del cuarto. El conde da un manotazo al escritorio, se desacomoda el cabello. Pensé que no podría estar peor, pero se está superando, se pasa la mano por la cara y camina hacia la puerta. ¡Demonios! Yo estoy en la puerta. Tengo que salir de aquí. Estoy entumida. Tengo que correr sin hacer ruido, me duelen las piernas. Subo las escaleras lo más rápido que puedo, tratando de no chocar con algo en el camino. A mis espaldas escucho la puerta frente a la que estaba momentos antes, abrir y cerrar. Me detengo, no puedo dejar que me escuche, los pasos del conde se alejan. Me llevo una mano a la frente. Estoy cubierta en sudor, trato de regresar mi respiración a la normalidad. Camino de regreso hacia mi cuarto, mi mirada está perdida en el pasillo y no me doy cuenta cuando choco con Dan. Me llevo el dedo índice a la boca y cierro la puerta a mis espaldas. Tenemos que huir.

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La huida Dan abría y cerraba los ojos mientras se revolvía en una cama que por muy suave y grande que fuera, no era la suya y le parecía tan peligrosa como el resto del lugar. Recordó la expresión de Elisa cuando lo vio rodeado de recortes, hojas, impresas y copias de libros que había tomado de la biblioteca. “Eres peor de lo que pensé”, había sido lo único que había dicho al verlo. Pero el había leído lo suficiente para saber que se estaban metiendo en problemas aun antes de que ella decidiera iniciar la búsqueda. Cuantas veces le había advertido, desde que descubrieron que Elisa tenía magia, que era peligroso meterse con esa gente. Pero Elisa era la persona más necia que conocía. “Cuando la mula dice no paso y la mujer me caso, la mula no pasa y la mujer se casa” era un dicho popular en su familia…a menos que la encargada de decir lo contrario sea Elisa, siempre pensaba Dan. Miró a su alrededor. La luz de la luna se filtraba por un hueco de la pesada cortina que arrastraba hasta el suelo y le permitía ver a medias los muebles viejos de la habitación. No podía dormir. Tal vez no tenía magia, pero tenía cerebro y algo le decía que no estaban seguros ahí. Dio un par de vueltas más y se paró de repente. No le importaba la hora, se tenían que ir de ahí cuanto antes, había algo que no estaba bien. Se paró y caminó en puntas hacia la puerta, se llevó zapatos y mochila en la mano para no hacer ruido, abrió con cuidado pero rápido para evitar el rechinido de la puerta y se encaminó al cuarto de Elisa. Su cena viajó de golpe a su garganta y de regreso cuando vio abierta la puerta de Elisa, entró y al ver todo en su lugar trató de convencerse de que ella había ido al baño o tal vez por un poco de agua. Se sentó en la orilla de la cama y sintió el calor sobre las sábanas: no tenía mucho que Elisa había estado ahí. Decidió esperar un par de minutos antes de entrar en pánico, pero pasados unos segundos ya no aguantaba la espera y se encaminó a la puerta. Caminó despacio y con la vista clavada en la cama como si Elisa fuera a materializarse de repente sobre las cobijas. En vez de eso chocó contra ella y ahogando un grito sintió como su cuerpo se congelaba por completo. Se llevó el índice a la boca y tras un suave tenemos que huir, cerró la puerta tras ella. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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–Dan –susurró ella furiosa–. Eres un imbécil casi me matas del susto –le dijo mientras le devolvía la movilidad–. ¿Qué rayos haces aquí? –Buscando dolor, por lo visto –murmuró el frotando sus articulaciones–. Te vine a buscar, tengo un mal presentimiento. –No seas delicado –bufó ella mientras pasaba una mano por su cabello y se acercaba al escritorio–. Bien, estoy de acuerdo, nos tenemos que ir –lo dijo mientras guardaba sus cosas en la mochila. –¿Qué?, justo hace dos horas te dije lo mismo y me tiraste a loco. –Nada te parece ¿verdad? –Elisa gruñó mientras cerraba la mochila y arrastraba a Dan hacia el pasillo–. La vi Dan, es una bruja. –¿Qué dices? –Ella le tapó la boca y lo guió hasta el borde de las escaleras. Sin decir nada más le hizo una seña y ambos bajaron despacio, atentos a cualquier ruido y haciendo alto total ante las más mínima señal de movimiento proveniente de cualquier parte de la casa. Dan sintió como sus manos y pies se entumecían y al escuchar un trueno pensó que se le cerraría la garganta. Elisa lo fulminaba con la mirada cada que se detenía tembloroso. Llegaron a la cocina y al ver la puerta Dan sintió un poco de esperanza. Tomó la manija y comprobar que estaba cerrada con llave sintió que las paredes se acercaban más a el y que los ruidos y sombras eran señales claras de que estaban por descubrirlos. Elisa se acercó y con un murmullo creo una pequeña bola de luz en la palma de su mano, acercó la luz a la cerradura y con un movimiento la introdujo y comenzó a murmurar mientras con la otra mano empujaba la puerta que seguía sin ceder. Dan miraba los movimientos de Elisa y pegaba un brinco cada que la madera del piso o las puertas crujía. Elisa logró abrir la puerta tras algunos intentos que a Dan le parecieron eternos y tan pronto se encontraron en el jardín, se pusieron los zapatos y corrieron hacia el bosque, Elisa llevando la delantera. No se detuvieron hasta encontrarse en medio de los árboles, no estaban seguros de que no fueran a encontrarlos ahí y peor aun, tampoco estaban seguros de saber como encontrar un camino de regreso a la civilización o sobrevivir toda la noche en el bosque. Aun estaban jadeando, con las manos sobre las rodillas y las mochilas en el suelo cuando la tormenta inició tan repentina como agresiva.

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La película Alice se estaba acerando a Tom, la imagen era perfecta. Habían caminado tomados de la mano, había sido una larga caminata, los coches habían pasado haciendo que el tiempo pareciera incluso más lento: perfecto. Ahora estaban ahí, se veían directo a los ojos, intercambiaban miradas. Alice observó sus ojos: café, grandes, obscuros. Estaban parados justo en frente de un gran árbol solitario, sus sombras se mezclaban mientras el sol descendía. Podían ver la ciudad entera desde ese punto en lo alto, la naturaleza los rodeaba mientras el atardecer convertía todo en oro, como si el sol fuera la mano de Midas. La tierra naranja brillaba y los arbustos aun estaban sin hojas por el invierno. Y el árbol, como el rey del paisaje, los estaba viendo. Alice no podía moverse, sabía que el momento se acercaba y no podía dejar de pensar en lo mucho que lo amaba. El era distinto a los demás y ella era capaz de ver a través de el. Sabía cuando el estaba triste con solo verlo a los ojos; sabía lo que el pensaba casi todo el tiempo, y ella estaba feliz de que últimamente pasaban casi todo el tiempo juntos. Ella no necesitaba nada especial, solo con platicar con el, con ver su sonrisa ella estaba bien. El se inclinó, se acercó a ella, su corazón estaba acelerado, y entonces la besó. No podía respirar, Alice sintió sus manos en su cabello y lo sostuvo del cuello. Era uno de esos momentos que deseas que nunca terminen. Pero terminó. Ella no pudo decir nada, pero no lo necesitaba. Escuchó una voz: –¡Corte! Perfecto chicos, y lo lograron en una sola toma. Gracias a Dios. No Podíamos perdernos ese atardecer. Todos aplaudieron, ellos también aplaudieron y empezaron a mover lámparas detrás del árbol perfecto. El paisaje no se veía tan perfecto como antes con tanta gente moviendo accesorios. Pero para Alice, Tom aun se veía perfecto. Tom le dirigió una sonrisa. –Fue una gran toma –dijo. Otra voz: –Tom. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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La cara de Tom se iluminó. Era su novia, Alice lo miró mientras Tom corría a su encuentro. Se besaron, esta vez era un beso real y Alice lo sabía. Alice sabía que su beso solo había sido medio beso, pues solo su corazón estaba ahí y mientras los veía sus sentimientos se mezclaban. Tenía un terrible dolor de estómago, sentía su corazón roto en pedazos, de la forma en la que lo sentía cada vez desde que descubrió que estaba enamorada. También sentía odio. Sabía que no era lo “correcto” pero no podía evitarlo. Su odio hacia ella era casi tan fuerte como su amor a Tom, y la única razón por la que no había hecho nada con este sentimiento que la consumía, era porque sabía que Toma jamás la perdonaría si le hacía algo a ella y por lo tanto, no sería suyo. Se alejó arrastrando los pies. Ahora estaba parada en el estacionamiento y miró la escena, el sol se había ido casi por completo, la ciudad estaba iluminada, las estrellas brillaban en el cielo rodeando la luna que miraba al árbol rey y este lo veía a él. Tom la tomaba por la cintura con una mano y con la otra le sostenía la mano. Sus ojos estaban cerrados y la luna iluminaba el momento para hacerlo perfecto. Alice veía a la distancia. Ella estaba feliz por el, quería que Tom fuera feliz. Una sola lágrima rodó por su mejilla, si… quería que fuera feliz… ¿Pero porque no podía ser ella la que lo hiciera feliz?

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ESCRITOR QUERETANO: ADDY MELBA

Cinco El día que me entregaron mis calificaciones estaba segura de que mi pleito con la maestra de biología me llevaría a una nota más baja de lo normal, pero nunca pensé que a una materia reprobada. Cuando recibí la boleta que tenía que regresar firmada por mis padres al día siguiente sentí un nudo en la garganta y un escalofrío: el 5 estaba marcado en rojo justo al centro de la boleta, pidiendo a gritos un castigo eterno. En ese momento pasó la vida de mis hermanos delante de mis ojos, yo jamás había reprobado nada, me sentía mal por un 8, ellos por su parte estaban constantemente en el filo entre la expulsión o repetir un año; así que visualicé en unos segundos todos los discursos que mis padres les habían dado: desde el clásico: “yo jamás saqué una mala calificación”, hasta el profético “el verano estarás de cerillo en la comer para que veas lo que pasa cuando no estudias”. El resto del día lo pasé bromeando con mis amigos y fingiendo alegría y despreocupación: acababa de demostrarles que yo era una persona normal que podía reprobar, y mejor aún que no era la clásica matada que lloraba con una baja calificación y le rogaba al maestro por unos míseros puntos. Por supuesto que yo no era esa clase de matada, yo era la clase de matada que no necesitaba jamás rogarle a un maestro, o para el caso estudiar para un examen o terminar la tarea en la casa. Podía hacer la tarea en la escuela, minutos antes de que llegara el maestro y cantinflear en cualquier examen, lo suficiente para obtener siempre una buena calificación. A eso le agregaba que solía participar (más por que no puedo quedarme callada que por cualquier otra cosa) y con eso tenía a los maestros dándome puntos extras por participación. Pero no la de biología, era la bruja más grande que había pisado la escuela y si no le pedía un punto extra, por lo menos para cambiar el color del número en la boleta, no era porque me pareciera gracioso reprobar, era por que mi orgullo me lo impedía. Todo el mes había tenido que soportar su voz chillante, sus dientes chuecos, su cabeza de boiler recién explotado y sus trajes fuera de época. Había logrado que en su clase mis pocas participaciones fueran sarcásticas y que en el examen no supiera nada, porque ella no había enseñado nada. No era mi culpa, era claro que ella era la causante de que ese 5 me estuviera torturando. Pero mis padres no eran los clásiBiblioteca Digital de Escritores Queretanos

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cos padres modernos que demandan al maestro con los derechos humanos cada que el pequeño reprueba por su “déficit de atención” “hiperactividad crónica aguda” “autoestima a causa de divorcio” y otros pretextos, el maestro no te reprobó, tu reprobaste y tu tienes que hacer algo por mejorar esa calificación. Llegué a mi casa con la esperanza de que mis padres no estuvieran aun. No los vi y me sentí aliviada por unos momentos, sabía que la hora tendría que llegar, pero al menos ahora tendría tiempo de pensar en un buen pretexto o por lo menos en algún trueque para cualquier castigo medieval que tuvieran en mente. Claro, toda la tarde estuve pensando en castigos medievales y no se me ocurrió nada inteligente que decir para cuando ellos llegaran. Estaba pensando en 25 formas de utilizar el agua mineral en la tortura china cuando el ruido de la cochera me indicó que mis padres habían llegado a casa. Con un súbito incremento en mi ritmo cardíaco tuve una idea brillante: corrí al cuarto de mis padres, dejé la boleta sobre su cama, y corrí a mi cuarto a “dormir” si mañana se me “hacía tarde” no tendrían tiempo para regañarme y yo llevaría la boleta firmada sin mayor problema. Claro que a las 6 de la tarde era poco probable que creyeran en mi repentino aumento de sueño, pero no se me ocurría nada mejor, así que me puse la pijama a toda velocidad y me metí en la cama. Escuché la puerta de la casa y me cubrí la cara con las sábanas durante el minuto eterno que tardaron en subir los escalones y descubrir la boleta sobre su cama. Escuché la puerta de mi cuarto mientras se abría y sentí la luz cuando la prendieron. Por alguna razón no creyeron que estuviera dormida, tuve que pararme y caminar hasta su cuarto ya con las lágrimas escurriendo hasta el piso. “¿Qué pasó?” me preguntaron. Tras trabarme varias veces logré decirles lo que pensaba de la maestra, a excepción de la parte en la que la llamaba bruja y cosas peores, a lo que me dijeron, con bastante más tranquilidad de la que esperaba, que si me ponía en contra de un maestro tenía que ser más lista que el o llevaba las de perder, sin importar quien tuviera la razón. El sermón de responsabilidades fue bastante más corto de lo que esperaba, aunque no me decepcionaron: por más que intenté explicarles jamás aceptaron que la maestra tuviera la culpa. Agregaron que esperaban que fuera la última vez y me dejaron ir a dormir sin mayor trámite. Sin castigo, sin tortura china, sin sermón eterno. Me fui a mi cuarto sin estar segura de que era lo que había pasado y temiendo que en cualquier momento se arrepintieran y me mandaran a un calabozo el resto del ciclo escolar. Acabé el año y el resto de la secundaria sin saber nada de biología salvo su relación con la brujería y la terrible capacidad de tortura de mi propia mente. 18

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