Alejandra Alatorre

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ALEJANDRA ALATORRE SOBRE EL ESCRITOR (6 de junio de 1983, México, D.F.) Inició sus estudios en artes en el CEDART de Querétaro. En el 2005 obtuvo el diplomado en Creación Literaria de la Escuela de Escritores. Egresó de la Escuela de Laudería en 2006. Fue ganadora del Concurso Queretano de Cuento 2006 y cofundadora del movimiento literario El Bozal. Ha publicado diversos cuentos en El Bozal Boletín Literario, el Fondo de Cultura Económica y la revista Separata en Querétaro; The Apostles Review en Montreal, Canadá; Revista Askán en Morelos.

ÍNDICE

Aroma de orquídea Color ceniza Espalda en penumbra Un visitante

El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.


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Aroma de orquídea Mientras todo eso ocurría, un hombre de piernas largas caminaba sobre un puente, iba acompañado de un enano, también de ojos rasgados y con la cara deformada de cicatrices. El de piernas largas doblaba mucho las rodillas al dar cada paso, el otro, de piernas cortas, tenía que brincar para no quedarse atrás. La gente que por error estaba todavía fuera de su casa a esas horas, cuando los veía acercarse, salía corriendo para evitar toparse con ellos. Ni siquiera los animales se quedaban cerca de ahí. De cualquier forma ellos los asustaban con gritos y gestos que se amasaban entre las cicatrices. Y luego, con sus carcajadas los hacían huir, con una velocidad que las propias víctimas no se sentían capaces de alcanzar algún día. Eran unos demonios. Tengo que usar este pequeño regalo, tengo que estrenarla. Se la he ganado al chino tonto que maté por no servirme pronto la cena. Decía el de piernas largas al enano y él le contestaba entre risas de excitación: vamos a buscar a alguien. Vamos a hacer pedazos a un distraído. ¿A quién mataremos primero?, ¿a quién tasajearemos después? Y el otro le decía: ya llegará, ya se atravesará en nuestro camino el que debe morir con este tesoro, no se regará la sangre de cualquiera. Eso no. Camila se estiraba de vez en cuando a sus anchas entre los almohadones. Él la amaba así, acostada en su cama. La veía desde la estufa en donde le preparaba los platillos tailandeses más exquisitos. Camila jugaba con su pelo medio rizado, medio enredado, mientras hablaba de sus flores favoritas, en orden de colores y procedencia. También hablaba de todas las fantasías que pensaba comprar cuando ganara la lotería. Él la escuchaba, con mucha atención, sin interrumpirla y sin desatender sus labores. Y luego rompía una carcajada diciendo que para eso tenía que empezar por comprar el billete. Camila se levantaba y llegaba hasta la mesa con pasos de bailarina, apuntando sus pequeños pies desnudos; le daba un beso suave en la mejilla y le decía, es mejor no comprarlo, así siempre pienso en que tal vez hubiera ganado. Y volvía a caer a la cama en un split alargado, el cual miraba Wong como si fuera un niño bobo. Él le preparaba la mesa, le prendía velas, depositaba los platillos más increíbles sobre camas de lechuga, kiwis y otras frutas que Camila nunca había visto en su vida. Ella iba a la mesa y comía con las manos, pero no parecía un animal, sino una mujer de harén de algún gran sultán. Después Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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de comer un jugoso bocado, a veces se daba el lujo de chuparse uno o dos de sus pequeños dedos blancos. Aún así, podía escurrirse un poco de salsa agridulce entre sus labios, lo cual enloquecía a Wong, quien de inmediato, se apresuraba a limpiarle con un beso A C.amila le gustaba salir a la terraza después de cenar, o quedarse simplemente, sentada junto a la ventana abierta. A Wong eso lo ponía de nervios, la dejaba un rato porque nunca le podía decir que no y ver cómo el brillo de sus ojos se apagaba ante la desilusión. Pero no dejaba de pensar en el peligro: en esa ciudad habitaban demonios traicioneros y mal vivientes. En el rostro de Wong se deformaba el pánico cuando un relámpago de pensamiento le sugería que la podía perder. Entonces le cerraba la ventana y luego, la besaba toda la noche para que se olvidara del atrevimiento. Una noche mientras todo lo anterior ocurría. Camila se estiraba entre almohadones y Wong la observaba en lo que hacía brincar las verduras en el sartén hirviendo. Mientras ella hablaba de las flores y hacía una lista, que después cambiaba de orden, sobre cuáles eran sus favoritas. Su pelo medio enredado y medio rizado se deslizaba entre sus dedos, hablaba del día en que ganara la lotería, se paraba a darle un beso y volvía a caer en la cama en un split y Wong la miraba como niño bobo. También mientras cenaban y ella se chupaba uno o dos dedos, se le escurría salsa agridulce y él la limpiaba con un beso. Mientras tanto, ya venía el Piernas Largas y el enano deforme a unas cuantas calles de la ventana de Wong. Caminaban muy de prisa, echaban sus cabezas hacia adelante buscando a algún despistado. Nadie. Ya venían cada vez más cerca. Camila deslizaba el cabello entre sus dedos, se dejaba sorprender con alguna caricia en el cuello por parte de Wong. Ella suspiraba, imaginando el aroma del jazmín. Entonces los dos hombres se acercaron, vieron una luz en esa casa. Y Camila, con sus pies de bailarina llegó de puntas hasta la ventana. Al abrirla entró el frío y enseguida el metal de aquella espada silbó en el aire antes de enterrársele en el cuello. El único que sintió cómo se le iba la vida fue Wong, quien aún sostenía los platos sucios de la cena y sus manos se abrieron como dos magnolias muertas provocando un estruendo. Luego su boca se quedó abierta dibujando un grito ahogado y corrió hacia Camila quién alcanzó a soltar su último aroma de orquídea antes de que se le apagaran las pupilas. Entonces el piernas largas dijo: A ti no te mato, porque si no qué caso tendría, no abría más dolor para ti. Ve ahora correr la sangre de su cuello en un chorro delgado como el hilo de plata que le acabo de cortar. Y llora por el resto de tu vida. Wong quedó tantas horas abrazado a Camila hasta que su aroma a orquídea desapareció y tuvo que soltarla para llorar con tanta fuerza que nadie se atrevió a salir de su casa durante los tres días que siguieron. Esa noche 4

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hizo orquídea en salsa agridulce, con lechuga, kiwi y otras frutas que Camila nunca conoció. El platillo quedó tanto bueno que se acabó los cuarenta y nueve kilos que salieron. En la madrugada tuvo una indigestión y tuvo que salir al jardín a vomitar aroma de orquídea. Al día siguiente, el aroma se mezcló con el rocío, pero Wong ya no alcanzó a ver tal maravilla, se quedó tirado muerto entre el aroma y las flores del jardín.

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Color ceniza Después de veinte minutos de viajar en aeromóvil, por fin llegamos al Tepozteco. Bajamos poco a poco, haciendo ceder los propulsores hasta llegar a un valle escondido entre la maleza. Cuando nuestros pies color ceniza tocaron por primera vez la tierra, nos volteamos a ver desconcertados, nos percatamos de que estábamos a punto de entrar a un mundo completamente desconocido. Tantos árboles, tanto verde era inconcebible. Después de haber hurgado los rincones de aquellas ruinas atrapadas por la maleza, hicimos un pequeño círculo entre los siete y nos olvidamos de que en unos momentos, justo antes del atardecer, nuestros cuerpos antes color ceniza, se irían empezando a tornasolar hacia el índigo. Cerramos nuestra visión externa, tratamos de no pensar en nuestras caras lisas y electrizantes, ni en nuestras manos agudas y delicadas. Concentramos nuestros sentidos en la materialización de una esfera que se formaba justo en el centro de nosotros y a la altura de nuestras cabezas. Al principio la esfera parecía el haz de luz del pensamiento de un bebé, pero mientras más concentración lográbamos, la esfera tomó paulatinamente el tamaño del haz de luz un anciano. Nuestros cerebros intercambiaban mensajes intensos y empecé a sentirme confundida. ¿Realmente lograríamos viajar al pasado y por fin conocer más sobre lo que fuimos? O por lo menos ¿seríamos capaces de lograr una comunicación con los que vivieron allí hace al menos un milenio? Mi pensamiento se vio interrumpido mucho antes de llegar a tener una respuesta: Amirka, ¿otra vez con esos pensamientos?, así no lograremos la concentración necesaria. Detente ya. Está bien, volví a pensar, si ya llegué hasta aquí es porque yo misma deseo hacer muchas preguntas al hombre que nos espera en el pasado. De acuerdo, ahora, concéntrate. Volvimos a reforzar la red de corrientes eléctricas que corrían de unas cabezas a otras y a su vez, todas hacia la brillante esfera. Y entonces, una imagen a penas perceptible se formó ahí dentro: siete figuras humanas en contemplación, formaban un círculo como nosotros. Supuse que eran humanas por la forma de sus cuerpos, pero hubo algo que no pude comprender: tenían sobre su cara varios orificios de distintas formas y además, una especie de alfombra sobre la cabeza y un poco sobre la cara. Estuve a punto de pensar en voz alta: ¡Qué es esto!, pero me contuve, me percaté de que si distraía a mis compañeros podríamos perder la imagen. 6

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Recuerden que para la percepción de la Otra Realidad se necesita “esto” para el iniciado, una vez que la Otra Realidad deja de ofender a nuestros sentidos y a nuestra razón, ya no será necesario. A continuación, el chamán nos repartió varios puños de esos pequeños hongos color verde luciérnaga y dijo: coman poco a poco para que encuentren su propia dosis. Lo obedecimos, solemnes y mientras comíamos muy despacio, nos fuimos olvidando de los demás. En diferentes tiempos cerramos los ojos. Vi cómo mi visión interna se llenaba de un juego de colores y decidí compararla con la externa. Todos nos veíamos sin comprender aún lo que nos sucedería. Cuando deseen pueden dispersarse para explorar su viaje individual sin distracción. Yo fui el primero en seguir la sugerencia. Me sentí preparado para comenzar mi búsqueda, ya que para eso había llegado hasta ahí y había planeado tanto tiempo esta excursión. Abrir una puerta era lo único que me interesaba. Así que caminé hacia un paraje místico que descubrí desde el principio. Los árboles que me encontraba en el camino me extendían sus brazos como si hicieran reverencias. Empezaron a caer gotas gruesas de lluvia soleada, vi cómo chocaban los goterones contra mi piel y al instante se convertían en pequeños charcos de colores sobre mi cuerpo. Volteé a todos lados para ver si alguien se percataba de aquello que me sucedía, pero los demás habían quedado muy lejos, a penas alcanzaba a ver que se habían dispersado, cada uno tomaba su lugar encima de una roca grande y plana. Caminé hasta llegar a la Gran Grieta y me introduje en ella, al meter mis pies en el agua vi que se convertían en líquido, al igual que mis piernas y luego el resto de mi cuerpo. Me escurrí a través de la Gran Grieta para finalmente quedar fuera de ella y salir por el otro lado. Mi cuerpo se volvió firme otra vez y continué mi camino. En un pequeño claro vi una esfera de luz del tamaño de una cabeza y avancé hacia ella sin pensarlo. Cuando mi mano se encontró a un metro de tocarla, una barrera invisible me impidió hacerlo. Primero empujé, creyendo que lograría traspasarla, pero cuando vi que no era posible, quise averiguar su tamaño, tocándola al caminar como un mimo que trata de definir un enorme cilindro. Vimos cómo se dispersaron esas personas y caminaban hacia rumbos distintos. No sé si mis compañeros se dieron cuenta desde el principio, pero yo me percaté enseguida que uno de los hombres caminaba hacia nosotros; su posición inicial no era muy lejana de donde nos encontrábamos. Desde que él se levantó y empezó a caminar, yo le decía: Hacia la Gran Grieta, hacia la Gran Grieta, por ahí, avanza, no, a la derecha, por ahí no, más adelante. Cuando traspasó la grieta con una rapidez que no había mostrado antes, y llegó cerca del claro donde nos encontramos nosotros, le insistí, casi gritando para que me pudiera escuchar: Mira frente a ti, observa la esfera brillante, acércate a nosotros. Vamos, sé que me escuchas. Sentí que era como un simple juego virtual al que Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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sólo es suficiente con lanzarle órdenes para que suceda lo que uno quiere. Él me obedeció en todo momento y tal vez por eso me desilusioné cuando vi que no pudo atravesar la puerta por la que podría llegar hasta nosotros. Por eso se me salió pensar: ¡Utiliza tu mente, empujando con las manos nunca serás capaz de abrir la puerta! ¡Qué hombre tan extraño, ahora entiendo por qué ha sido imposible la comunicación con ustedes! Y otra vez surgió de mis compañeros un regaño, pero por lo concentrada que estaba no supe quién fue: ¡Amirka, ¿otra vez tú?! ¡Vas a hacer que perdamos la señal! Intenta hacerle entender dónde está la puerta y cómo debe abrirla. A ti te escucha mejor. Tenían razón, no podía arruinar todo el camino que llevábamos recorrido. Traté de concentrarme otra vez: ¡Por favor, utiliza tu mente, no tu cuerpo! Como me percaté de que el hombre no comprendía cómo había que usar la mente, intenté explicárselo desde el principio como le hacemos con un bebé. Primero mantente quieto, apoya bien tu cuerpo sobre el suelo, encuentra una posición erguida pero natural. Muy bien, ahora, fija tu pensamiento en la esfera, concéntrate. ¡Así!, ¡Este hombre aprende muy rápido! No sé por qué, cuando me di cuenta de que no podía llegar hasta la esfera, me quedé estático, pensé: tengo que atravesar la barrera, concéntrate. Entonces me sentí como un súper héroe e imaginé que tenía una visión láser para delinear una puerta invisible dentro de la invisibilidad que me impedía adentrarme en el cilindro. Me sentí bastante satisfecho del poder infinito de mi mente en ese estado al percatarme que la puerta se abría. Di un paso hacia el interior, al principio no vi nada. Giré en todas las direcciones para ver si percibía algo distinto, era exactamente lo mismo a estar afuera, sólo que un paso más adelante. La esfera seguía frente a mí. Quise tocarla, pero me dio miedo, un retortijón en el estómago me detuvo, a lo lejos la Gran Grieta se había iluminado por el sol que ya se empezaba a colar entre las nubes, fue como una señal, me sentí con cierto poder, estiré la mano y la extendí sobre la esfera como si fuera una bola mágica, de esas para ver el futuro. De pronto sentí que había más personas conmigo. Enseguida aparecieron unos rayos de electricidad que surgían de la esfera y se interconectaban a las cabezas de unos seres que se encontraban alrededor. Cuando los pude ver con mayor claridad supe que por fin había logrado abrir una puerta. Permanecieron en silencio y sin moverse, sentí una fuerza que descargaban sobre mí, aunque no podía saber si me miraban puesto que no tenían ojos ni ningún orificio o protuberancia en la cara, estaban desnudos y eran de una electricidad platinada de principio a fin. En ese instante el estómago se me carcomió en una descarga: ¡son extraterrestres, ¿qué quieren de mí?! No somos extraterrestres, vivimos en el mismo planeta. No tengas miedo, sólo queremos conocerte --resonó una voz femenina en mi pensamiento-- esperábamos hace mucho tiempo poder comunicarnos contigo. El miedo, que ya me aprisionaba, se multiplicó. Di un paso hacia atrás soltando así la esfera luminosa, vi cómo la puerta 8

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se cerró de un golpe y me quedaba solo otra vez frente a ella. Corrí, recorrí en muy poco tiempo el camino de regreso, hasta donde estaban los demás, cada uno recostado plácidamente sobre su roca. Los asusté con mis gritos, los hice correr tras de mí hasta donde estaba la esfera. Se las mostré, la señalé, me acerqué lo más que pude. La puerta ya no se abrió. Ellos no vieron nada, todos pensaron que lo había imaginado. Nadie me creyó. Vi cómo el chamán se alejó de nosotros lentamente atravesando la Gran Grieta y ya no lo encontramos. Varios años después volví a aquel sitio, arrastrado por la curiosidad. Encontré el pequeño valle donde había visto la esfera. Ahora sólo había siete manchas color ceniza que formaban un círculo en el suelo. Yo era muy joven cuando hicimos esa excursión. Me afectó mucho que el contacto con nuestros ancestros hubiera fracasado. De cualquier forma estoy satisfecha, esa ocasión fue cuando más cerca estuvimos de tener comunicación con ellos. Y si aún no hemos llegado más lejos es porque el miedo a lo desconocido, característico de los hombres del pasado, nos lo ha impedido.

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Espalda en penumbra Hay un momento después del atardecer en el que el Luna Nueva se queda vacío. Yo aprovecho para limpiar las mesas, me preparo una michelada y me recuesto en la hamaca de la terraza. Me quedo así una media hora. A veces leo. Luego llega Pablo y se queda en la barra a preparar todo lo que haga falta para cuando llegue la gente otra vez. Desde la hamaca lo alcanzo a ver, siempre empieza por partir limones; rellenar los envases de sal y chile medio vacíos. Se acerca algunas veces a decirme algo, casi siempre silencioso para no interrumpir mi intimidad con el sonido de las olas. Ayer llegó Pablo a decirme que si alguna vez me había hablado de Graciela. No, ¿quién es?, le dije con un fingido interés para que no se sintiera mal, porque luego ni quién lo aguante. Graciela es una prima lejana que sólo he visto como tres veces, la primera vez me enamoré de ella pero rápidamente se encargó de ponerme un alto. Ayer me pareció verla entre los clientes, no sé si ella me vio. Pablo entornó la mirada y luego se fue a escarchar los vasos. Estaba en la barra, yo lo alcanzaba a ver, fue por eso que me extrañó un poco escuchar un ruido en el almacén. Bajé las piernas de la hamaca con intenciones de ir a ver, pero Pablo ponía hielos a los vasos sin ninguna señal de que hubiera escuchado algo. La música no estaba tan fuerte y justamente el ruido se oyó en el final de una salsa. Subí los pies otra vez y jalé con el popote los últimos restos de chile y cerveza que quedaban al fondo. En ese momento se escuchó en el almacén el sonido nítido de un vaso caer al suelo, expandiendo miles de trocitos de vidrio alrededor. Esta vez la música estaba muy fuerte y Pablo no había escuchado nada. Me dirigí de inmediato al almacén y todo estaba en orden, ninguna cosa fuera de su lugar, todo perfectamente limpio a excepción de un vaso para ron reventado en el suelo. La escoba lanzó los últimos brillos sobre el recogedor cuando la presencia de Pablo me hizo sentir observada y volteé a verlo. Tenía un brazo recargado sobre el marco de la puerta. ¿Te dije que Graciela era cubana? No. El afro de su cabello contrastaba con el brillo de su piel y su cuerpo fuerte se moldeaba bajo la poca ropa; tenía ojos de adivina. Con razón te obsesionó tanto. No te pongas celosa, tú siempre serás la única. Me molestaba cuando hacía comentarios referentes a nuestra relación, como si todavía tuviera importancia ese primer verano que pasamos juntos. No te preocupes, pintas tan guapa a Graciela que yo misma quisiera conocer sus dotes. Salí del almacén, la gente había empezado a llegar y era hora de poner el reggae a todo lo que daba para empezar el ambiente. Al otro día llegó 10

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Pablo directo a saludarme a la hamaca. Ayer vino Graciela otra vez, ¿la viste? No, yo estuve todo el tiempo en la barra. Bueno, primero la vi de lejos jugando carambola con unos argentinos. Le cambié la mesa a Rodrigo para atenderlos y poder hablar con ella. Nos vimos desde los extremos de la mesa. Me sonrió fugazmente y abrió la boca al bajar la vista, como les gusta hacerle a las mujeres para establecer el primer contacto. Primero pensé que no me había reconocido, pero después preferí pensar que todos estos años la habían hecho cambiar de opinión y tal vez ahora podría dejar de lado nuestro parentesco. Me dio la espalda mientras me aproximaba a ella para mostrarme su tatuaje de sol y luna en el huesito de arriba de su cóccix. Estiré la mano para tocar su hombro duro, pero en eso un borracho me tomó por el brazo y me dijo que en su mesa habían tirado una bebida y que si podía ir a limpiarla. Tuve que ir. Los argentinos siguieron jugando hasta casi la media noche pero siempre, por alguna razón, tenía que atender otros asuntos y ya no pude ir con Graciela. Cuando volvía con los argentinos ella había ido al baño, salido a la terraza o no sé dónde andaba. Aún así, la veía desde lejos, sobre todo cuando se agachaba para tirar y su vestido se estiraba increíblemente mostrando la redondez de sus nalgas. Bueno, ¿pudiste hablar con ella o no? Aún no, tal vez esta noche. Tal vez esta noche no vuelva. Volverá. Ese sábado antes de que llegara Pablo, me tomé mi michelada un poco más temprano y fui a hacerme otra. Me agaché para ponerle hielos al vaso y cuando me enderecé vi una espalda larga fundida detrás de la mesa de billar. Pensándolo bien, se me antojó un mojito; cambié de vaso, lo preparé y fui hacia la espalda. Desde el sillón de mimbre en el que me instalé, escuché detrás de mí los pasos de sus tacones. Debe ser ella, pensé. Pero, ¿quién ella?, si ni la conozco. De cualquier forma es ella. Cerré los ojos, sus tacones se acercaron hasta quedar justo en el respaldo de mi sillón. Claramente sentí dos respiraciones tibias en mi nuca un milímetro antes de convertirse en contacto. Sentí unos labios rozar los bellos de mi nuca y recorrer camino hasta mi oreja, al llegar ahí se abrieron para decir algo, pero no salió la voz, sólo un aliento a hierbabuena que me erizó la piel. En eso, vi a Pablo en la entrada, ¿qué haces ahí?, me dijo. Estuve a punto de decirle que conociendo a Graciela pero me detuve. Descubrí en sus ojos un aire de angustia y le pregunté si la había vuelto a ver. No, me dijo, pero me llegó su olor toda la noche, entre hierbabuena y almizcle. Le dije que no me extrañaba y me miró extrañado. Es que estás tan obsesionado con ella que es normal que la huelas en todas partes. Ayer la soñé desnuda, me dijo sin tiempo a prepararme y entonces me llegó la imagen de su cuerpo incómodo por mi mirada. ¿Y luego? Siento que si hoy no logro hacer contacto con ella me voy a empezar a trastornar. El martes, cuando llegó Pablo, me levanté en seguida y le pregunté si pudo platicar con ella. No quiero hablar de eso, me dijo, creo que le estoy dando demasiada importancia. Se me desamarró la blusa, Pablo, ¿me ayudas? Me pasó la mirada de arriba a abajo como si descubriera mi cuerpo por primera vez. Cuando terminó de hacer el nudo bajo mi nuca y quise voltearme, me detuvo por la cintura. ¿Y este tatuaje? Te dije que no quería quedarme con las ganas Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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y pasé el domingo en la mañana con el Chilango. Se te ve muy bien. Gracias. Cuando ya habíamos cerrado, fui por la escoba al almacén y al volver, vi a Pablo hablando sólo y moviendo los brazos como si abrazara a alguien por la cintura. ¿Quieres un mojito?, le dije. ¿Quieres seguir la fiesta?, no sabía que te gustaran los mojitos. Me encantan, además hace mucho que no nos quedamos después de cerrar y todavía no tengo ganas de llegar a la casa. Bueno pues échame uno. Yo no toqué el tema de Graciela hasta que él me dijo: pienso en ella todo el tiempo, no sé qué me pasa; podría jurar que le estás agarrando un parecido, ¿te hiciste chinos? No, creo que es el agua de la costa. Puede ser. Nos tomamos otros tres mojitos cada quien. Pablo estaba en el baño cuando escuché el golpe vacío del taco en la bola que se deslizó desnuda por la alfombra verde y rodó hasta ser atrapada por un agujero negro. Ella estaba ahí, puso un dedo sobre sus labios y me dio la espalda. En la penumbra, se veía el movimiento de sus omóplatos al bajarse el sierre de su vestido celeste. Se volvió a poner frente a mí y se bajó los tirantes mostrando sus senos de pezones grandes y erectos. El vestido se deslizó hasta el suelo en un solo movimiento y sus pantorrillas se endurecieron aún más al levantar los enormes tacones, primero uno, después el otro, hasta quedar fuera del perímetro del vestido. Graciela me miró un poco incómoda, no le pude quitar la vista de encima y sentí que mi respiración se volvió más profunda. Ella se agachó a tomar el vestido y estiró su brazo para entregármelo. Yo no me animé a acercarme a ella, así que avanzó al ritmo de sus tacones, mientras sus senos saltaban ligeramente. Me dio el vestido y abrió sus labios para decirme algo. ¿Qué música quieres oír?, gritó Pablo desde la barra. Lo que quieras, le dije y al voltear otra vez hacia Graciela ya no estaba. Fui al baño y al verme el vestido en el espejo, me pareció que tenía el pelo más chino que nunca y la piel más morena. Me puse un poco de brillo en los labios y volví con Pablo. ¡Te ves muy bien! Me recuerdas a… ¿y ese vestido? Esta noche me siento sexy y me dieron ganas de ponérmelo. Terminamos por llevar una cubeta con hielos, la botella de ron, el azúcar y la hierbabuena al pie de las hamacas. Cuando se acabó la botella, Pablo se pasó a mi hamaca y volvimos al primer verano: hicimos el amor, hipnotizados, hasta que empezó a clarear. Ayer estábamos los dos en la barra, preparando las bebidas para los clientes que llegarían en cualquier momento. Al terminarse la voz de Manu, un silencio nos obligó a mirarnos. Entonces oímos una bola rodar sobre el tapiz verde y caer al agujero, volvimos la vista hacia la mesa de billar: Graciela nos observaba con la mano apoyada en el taco que lo había puesto sobre el suelo como un bastón; el brazo colgando y la cadera ligeramente ladeada. Después se dio la vuelta y la vimos caminar hacia el almacén, hasta que se volvió penumbra y luego oscuridad. Pablo me rodeó el cuello con sus dos manos y me besó de una manera que ya había olvidado. Le seguí el beso esperando que no terminara. 12

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Un visitante Alguien dejó la ventana abierta. El viejo giró lo más que pudo la mirada y la volvió al principio, ya no tenía fuerzas ni para quejarse. Estaba solo después del alboroto del día: llegó familia desde muy lejos a despedirse de una vez. Sus huesos estaban tan rígidos que tenía la impresión de tener unas barras de plomo en su lugar. Alguien dejó la ventana abierta. La cortina ondeaba como velo de novia entre la penumbra, el viejo sentía que se acercaba el momento, deseaba que le llegara estando solo en medio de la noche y sin ningún grito en su garganta desgarrada para pedir la última ayuda. Su tiempo había pasado desde hace unas semanas y ahora no hacía más que echarse a perder lentamente. Alguien dejó la ventana abierta. Su garganta ya no aguantó la sequía y casi arremete una tos incontrolable que le hubiera arrancado los pulmones de su lugar. En vez de eso, se puso morado, la tos no germinó. Estuvo morado durante un largo silencio y después el sonido gutural que daba paso al nuevo respiro, a ese que el viejo creyó, ya no llegaría. Alguien dejó abierta la ventana, se volvió a quejar mentalmente: ¿quién pudo haber sido capaz de olvidar algo así?, ¿lo habrán hecho a propósito? Otra vez giró la mirada lo más que pudo. Detrás del velo de novia le pareció que ondeaba algo más. Ahora sí es el fin: sólo los demonios podrían alcanzar la ventana de este piso, ya vienen por mí. Esperó unos instantes, alargó la mirada pero una torcedura en el cuello lo obligó a volver. Dejó que los demonios hicieran lo que les viniera en gana. Sintió pesados los párpados, el silencio lo había arrullado, creyó que se iba a quedar dormido. Ojalá que este sueño sea el último, pensó. Un sonido veloz lo hizo volver a entrar en vigilia: hay alguien detrás de la ventana. El viento zumbaba como a mechones papel de china. El viejo sintió un fuerte dolor: ahora sí, esta vez será el corazón, he llegado al fin. Pero nada de eso ocurría, su final todavía guardaba un secreto. Esta vez no fue necesario girar la mirada, alcanzó a ver, de reojo, cómo una silueta rojiza pasaba débilmente como un recuerdo antaño por detrás de la cortina. El viejo quedó como momia, ni siquiera sus pensamientos fluyeron altivos como siempre. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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El velo también tuvo miedo, ya no ondeaba ni un poco, pareció volverse más nítido, más diáfano, más cristalino, y a través de él, el viejo pudo reconocer unos ojos no humanos, ojos fuera de este mundo, encendidos. Se percató de que detrás de la muerte, los demonios lo esperaban. Sintió un vahído e intentó pedir ayuda pero su boca ningún sonido emitió. La silueta rojiza se volvió a deslizar pero esta vez más rápido. El velo de novia dio un vuelco y el viejo alcanzó a ver la cabeza de un dragón enfurecido esperándolo del otro lado. Un dolor punzante lo abrazó, pidió a los demonios que se lo llevaran antes de continuar con ese terrible castigo. El velo parecía levantado por manos invisibles, esta vez el dragón se detuvo en la ventana durante un largo silbido de viento para dejarse ver en todo su esplendor. Era un dragón con ojos en llamas y lengua desquiciada. El viejo sintió ahora sí al corazón comprimirse, el dolor lo hizo enderezarse de la cama y en un segundo perder toda su fuerza. El dragón giró, mostrando su otro perfil no menos aterrador, se detuvo un instante y enseguida hizo un gesto como si fuera a entrar a la habitación, de inmediato, el viejo fue apagándose lentamente hasta olvidarse en un sueño silencioso. A través del crepúsculo se alcanzaban a distinguir las siluetas de dos niños jugando en el patio; uno le preguntó al otro: ¿crees que al abuelo le haya gustado mi cometa?, la hice especialmente para él. El otro contestó: Tal vez, pero vámonos, ya está oscureciendo.

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