ANA GEORGINA ST. CLAIRE SOBRE EL ESCRITOR Se crió en Hermosillo Sonora. Es hija de madre sueca y padre mexicano. Por causa amorosa llegó a Querétaro en donde ha vivido desde hace más de 20 años. Ha estudiado pintura, música, física, literatura y ciencias políticas. Se ha desempeñado como periodista, activista política y profesora. Actualmente combina sus actividades como escritora, editora y ama de casa. Se ha autopublicado en ediciones cartones y libros-objeto los libros Enamorarme de mí, De tejidos marítimos, viudas y tangas. Relatos y como ebook la novela corta La tormenta, disponible en Amazon.com Su blog nopalespoesia.blogspot. mx/ resultó ganador en 2013 de parte del blog Inventario del Proyecto Liebsters Awards
ÍNDICE
La tarde empedrada se hunde Quiero enamorarme de mi misma Las anónimas de la Revolución Mexicana En el rancho Échale más ganas Fui porque me invitaron a un mundo feliz
El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.
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La tarde empedrada se hunde (universo combo hostil de luces difusas) una piedra cayó y me hizo añicos la garganta ¿por qué son negros negros negros los pájaros? ¿por qué su vuelo alado apunta (flecha inestable de varios picos) hacia nada hacia dónde? Cójanme elévenme picotéenme (hay veces que camino cabeza abajo) y suéltenme en las rocas rosas de la tarde Abrácenme llórenme húndanme (pero no me entiendan) muero soy leña es todo
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Quiero enamorarme de mi misma perdonarme las faltas mandarme flores sacarme a bailar pasearme por el parque y en la oscuridad darme cálidos y tiernos abrazos Regalarme la paz a costa de otros ponerme en primer lugar de todos los pendientes del día Y húmeda de amor desearme perdidamente Poemas publicados en el libro “Enamorarme de mí”, Querétaro 2011.
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Las anónimas de la Revolución Mexicana La otra mitad de la población, la oculta entre rebozos y canastos. Indispensable pero invisible. Como siempre, como antes, como ahora. Sin tiempo para sí misma, se dedica a los demás. A los padres, hermanos, luego al esposo, a los hijos. Más adelante, la suegra, los padres, los enfermos. Esto es y ha sido en tiempos de paz, ¿y de guerra? No sabemos cuántas se fueron “a la bola” al principio de la Revolución Mexicana, ni cuántas terminaron vivas. Si murieron en la misma proporción que ellos o no, y de qué. El tercer censo de población del país reportó, en 1910, la existencia de 15 millones 160 mil 369 habitantes, 70 por ciento de ellos en poblaciones rurales. En 1921, el cuarto censo, había 14 millones 334 mil 780 habitantes, es decir, 825 mil 589 personas menos (1). No se desglosó, en ese tiempo, cuántos hombres, mujeres o niños.
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¿Qué pasó en el tiempo de la Revolución con las mujeres? Se ha investigado, se han retomado historias, experiencias (2). Unas se quedaron en sus casas, otras acompañaron a sus parejas a la guerra, a la fuerza o voluntariamente. Ya en el frente, unas empuñaron fusiles o fueron espías. Las más, simplemente siguieron atendiendo a “sus” hombres como en casa, pero en el frente. Se fueron con “la bola”. ¿Famosas? Las hubo, se ha hecho un esfuerzo especial para rescatar sus historias, sus aportaciones, sus acciones. Pero las mujeres revolucionarias, la inmensa mayoría, se integraron a la causa de sus compañeros, a su modo. Sin aspavientos, sin búsqueda de fama o de riquezas, sólo siguieron la pasión de los ideales tan simples como “muera el mal gobierno”, “mueran los federales” y “la tierra para quien la trabaja”. Y por qué no, se contagiaron de la idolatría que embargaba a los alzados por su caudillo: Villa, Zapata, Carranza, Obregón… Esa fe ciega ellas la compartieron Pocas empuñaron fusiles, pero muchas convertían el grano sagrado en tortillas, atole, tamales. Ponían las hornillas en un hueco o en piedras y después de prender leña, los comales y los calderos de barro se instalaban para dotar de la comida del día. Quizá a su paso recolectaron de los campos ajenos el chile, la calabaza, el frijol. De sus nopaleras las tunas y de los magueyes cortaron las puntas para jalarlas y así tejer con sus durísimas hebras la bolsa, los sacos, los sombreros. Hay fotografías de ese tiempo, tomadas quizá por equivocación, pero que han perdurado hasta hoy.
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Una mujer joven sobresale, entre otras, en la parte izquierda de esta fotografía tomada a un tren en reposo. Está inclinada, viendo expectante hacia fuera del cuadro, probablemente hacia los andenes o a las salidas de otros vagones del mismo tren. ¿A quién veía, buscaba, despedía? Su cabello está escondido en el rebozo, que aunque está echado para atrás, se ahueca con cierto viento; ella está pálida, ojerosa. El tren de la historia se va de ese pueblo y ella alcanzó a subírsele. Ahora ella será, a su modo, protagonista de su propia vida. Es a la única que se le ven zapatos, y parece portar una pistola en la cintura. En primer plano a la derecha, una niña mira de frente, extrañada quizá por el fotógrafo mismo. No entiende lo que pasa ni tiene idea de lo que le espera. A su lado, una mujer un poco más grande voltea a ver hacia dentro del vagón, quizá uno de sus hijos lloró o la llamó; ambas descalzas. Atrás de ellas, dos mujeres, una encanecida y otra de mediana edad ven con gesto de piedra al frente, ya vivieron la guerra, saben a lo que van. Más atrás, otras dos también portan gesto adusto, altivo, sereno. Ellas traen sus cosas que acaban de acomodar en el tren: canastos, cobijas, ropa. Listas para la salida que no saben si tendrán regreso.
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En esta, se ven mujeres instaladas junto a soldados, arriba de un tren, al modo como se transportan ahora los desgraciados centroamericanos a través de nuestro país. En el primer plano izquierdo, un soldado de espaldas a la cámara, mantiene una familiar cercanía con una mujer, seguramente su pareja, tapada con su rebozo y con un canasto a su lado. Atrás de ella, otra mujer luce sus blancos dientes con gusto, también porta un canasto de víveres consigo. Le da el aire, el sol y ella va cómodamente sentada. La acompaña incluso un perro, que se frota familiarmente en sus piernas. Más atrás, otra acompañante esboza una gran sonrisa también. Salen del encierro del jacal, de ver siempre el mismo pedacito de tierra. Se van a recorrer el país, como gitanos al amparo de los ideales que los mueven. La aventura les recorre las venas y ese día olvidan los horrores de la guerra, que ya presenciaron o los de las historias que ya han de conocer. A la derecha, detrás de dos soldados, viaja una mujer tapada con su rebozo. Después de ella, una jovencita, mostrando sus pies descalzos, abraza con una mano a su bebé mientras con la otra mano maniobra para detener un sombrero. Entre las cosas, unos sacos seguramente llenos de maíz o frijol forman parte de la comitiva viviente que pobló las rutas del ferrocarril revolucionario. Ellas, al llegar a algún punto y hacer campamentos de varios días, quizá caminaron a algún arroyo y trajeron agua acomodándose las vasijas en un hombro. Quizá ya estaban embarazadas o cargaron a su escuincle con la mano libre. Indispensables, invisibles. Comida, calor de hogar, familia. Las mujeres de la tropa ahí estuvieron, ahí anduvieron. No las contaban como tropa pero si alguno salía herido, ellas le lavarían la herida, aplicarían hierbas para así salvar a los salvables y consolar a los que sufrieron hasta morir. Y los enterraron y los lloraron como debía de ser, para consuelo de los vivos: irían gustosos al frente, pues sabían que si la muerte los encontraba, tendrían quién les abriría con su llanto los caminos hacia el mas allá. Tan anónimas como la tropa, su número no contó a la hora de anotar los “efectivos”. Y no las contaban como no contaban para la vida pública, para votar, para las decisiones importantes. Pero sí participaban en todo. La mujer escuchaba, aconsejaba al hombre, opinaba en la intimidad. Como antes, como ahora.
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Al final de la película “Enamorada” (1946) de Emilio Fernández, la protagonista Beatriz Peñafiel (María Félix), decide irse con el General Bernardo Reyes (Pedro Armendáriz) a la Revolución. La escena incluye la caminata de muchas mujeres, detrás de “su hombre”, con un fusil en la espalda, su rebozo y un canasto en una mano y agarrándose de la montura de “su hombre” con la derecha. Beatriz deja un matrimonio arreglado y una vida cómoda en su pueblo, Cholula. Una vez que el general Reyes decide retirarse, ella lo sigue, a pie, igual que las otras. Refiere Poniatowska que, Más bien se sabe que se les dotaba de sus propios caballos, andaban en carretas o en tren. El va a la guerra, ella a acompañarlo, hacerle de comer, esperarlo en el campamento, calentarle la cama y hacerle los hijos, mientras pelea. Si muere, ella regresará con sus padres o tomará o será tomada por otro soldado. Esa vida errante, que cubre distancias a caballo, que se establece en donde cae la noche en aquel despoblado territorio nacional, no pudo ser sin las mujeres , que en grupos aparte estaban ahí, indispensables, invisibles. ¿Cuántas fueron robadas, cuántas se fueron voluntariamente, cuántas fueron forzadas y terminaron acomodándose a su suerte? En la novela “Los de Abajo”, de Mariano Azuela (3), Camila es robada con engaños por Anastasio para cumplir el capricho de Demetrio, oficial villista de bajo rango. Camila al principio deja su ranchito con gusto, creyendo que se irá con Biblioteca Digital de Escritores Queretanos
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Anastasio, al que dice preferir. Una vez “tomada” por Demetrio, Camila es incitada por la prostituta del pelotón, la Pintada, a huir y regresar a su casa. Camila se niega, es que ya le está “tomando voluntá” a su nuevo dueño (4). Azuela refiere cómo tanto los villistas como los federales, tomaban de las rancherías lo que requerían, incluyendo a las mujeres. Violadas, convencidas o robadas, las mujeres vivieron así la vorágine social que trajo consigo ese movimiento. Su papel fue muy importante como cocineras, enfermeras, acompañantes y sexoservidoras, ya sea exclusivas para “su” hombre o como prostitutas. Indispensables e invisibles, esa presencia femenina todavía resta de ser reconocida cabalmente en su importancia histórica, económica, social. Entonces como antes, como ahora. NOTAS (1) www.inegi.gob.mx (2) Elena Poniatowska ha realizado una extensa investigación testimonial sobre las “soldaderas” mexicanas, mujeres que combatieron durante la Revolución Mexicana y en otras guerras internas. Dos libros tocan el tema: Hasta no verte Jesús Mío, Ed. Era 1977 y Las soldaderas. Ed. Era-INAH, México, 1999. (3) Azuela, Mariano. Los de Abajo. FCE . México, 1982. (4) Ibíd., p. 101. Fotografía Película “Enamorada” : Youtube. Resto de las fotografías: Archivo Cassasola.
Ensayo ganador de Mención Honorífica en el concurso “Mexicanas al Grito de Guerra” organizado por el periódico Plaza de Armas, Querétaro 2010. Publicado en el blog personal de la escritora en 2011.
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En el rancho Ofelia me invita al rancho de sus papás. Iremos con sus dos hermanos mayores, que acostumbran cazar. Mis padres me permiten ir. Después de unas polvorosas horas de camino en la parte de atrás de su troca, llegamos en la noche a una casita abandonada, en medio del desierto. Ofelia baja sus mochilita, yo también. Trini y Beto nos señalan el cuarto donde hemos de dormir Ofelia y yo. Es una cama con un colchón sin sábanas, todo gastado pero no roto. Yo lo observo y descubro con horror que está todo manchado. Me acerco y veo con al débil resplandor del foco de la entrada que son líneas gruesas y delgadas de sangre seca. No tienen cobijas y debemos acurrucarnos ahí. Ellos se irán de cacería y dormirán afuera. Yo no me puedo acercar, ni siquiera animada por Ofelia, que parece acostumbrada a dormir ahí. Beto, desde su imponente estatura, le dice a mis asustados diez años que la sangre seguramente la escurrieron vampiros de paso por la recámara. Me asusto más, pues no sabía que escupieran sangre y menos sobre los muebles. Me quedo pegada a la pared por mucho tiempo, hasta que el sueño me vence y me acurruco en la orilla del colchón, en donde hay menos rastros de sangre. Duermo mal, despierto seguido. Espero ver volar los vampiros por el cuarto, abierto por el agujero de la puerta hacia un amplio porche. Peor aún, escurrirme la sangre que me habrían de chupar mientras estoy dormida. Por eso quiero estar alerta a cualquier aleteo, rumor, viento o líquido que pudiera caer del techo. El desierto tiene ruidos extraños, me asusta hasta el cantar de los grillos. De mañana, Trini y Beto duermen en catres en el descampado, no sé si cazaron algo. Yo observo el colchón: se ve más horroroso de día que de noche. Cuántos vampiros, pienso, para tanta sangre. Y yo en medio de ella. Relato publicado en el libro “De tejidos marítimos, viudas y tangas. Relatos”, Querétaro 2013.
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Échale más ganas –Oye, ¿no te la puedes quitar y dejármela? –. No es la primera vez que me la pide. Eso de andarnos besuqueando y abrazando frente a los demás presos no es de mi agrado, pero todo compensa estar con él. –No, hasta que te la ganes – le digo, juguetona. Y como creo que le faltan varios meses para salir, evito tener que comprar otras. Lo conocí porque vine a ver a mi hermano, que me lo presentó. Salió mi hermano pero yo seguí yendo. Nos volvemos a besar. Me dice que le gusta así como la traigo, sucia. Si, es un cochino, tremendo distribuidor de droga y ladrón, pero es como me gusta. Hasta me hace temblar cuando se me acerca. Alto, con los músculos tatuados forrados en piel canela, delgadita, sus ojos morenos son cariñosos y amenazadores. –Ándale, que te quiero recordar –. –No –. Algo debo dejar para el gran agarre que nos daremos cuando salga. No me importa haberlo visto con otras viejas. Una de ellas, supongo, es su esposita, esa que le está pagando su fianza. Mensa ella, con un hijo chiquito, no sabe que este cabrón a quien desea es a mí. Incluyendo lo que traigo puesto. Caminamos entre otras visitas, me despide con otro beso que incluye una mordida suavecita a mi lengua, yo le correspondo igual. Volando de la cabeza pal cielo, me voy a casa, a esperar que sea día de visita otra vez. A los dos días me habla. – Ya salí, me ayudaron con la fianza. Madre santa, ¡y va a venir a verme! Horas después está en mi casa, listo para que terminemos lo que empezamos. Lo bueno es que mi hijo anda trabajando al otro lado de la ciudad. Lo paso, medio platicamos y empezamos con los arrumacos, los chupetes, otro mordisco, yo igual. Nos vamos desvistiendo. Yo primero me quito blusa y brasier. Me pellizca suavemente la cintura, le agarro el cuero del brazo y lo levanto, me muerde un pezón, le abro de un tirón el pantalón que le queda suelto. No, no trae calzoncillo, como si le hicieran falta, 12
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pero se bañó antes de verme. Su pene está tan erecto que apunta en un arco a su abdomen. Así quería yo verlo. Me desabrocho y bajo los pantaloncitos cortos con todo y tanga. Con nuestros cuerpos encimados, mis uñas largas inician recorridos feroces por su espalda, él se alienta a morderme una oreja, luego me penetra con tanta fuerza que me quita el aliento. Lo hace con gran fuerza, aunque rápido llega al orgasmo. ¿Qué, me la gané? – me dice después de que reposamos un rato. –No, tendremos que practicar más. Échale más ganas, corazón, mañana te espero. Ese mañana no me habla. Dos días después le hablo al número del que me marcó. Me contesta una voz de mujer joven, con un fondo de niño llorón. Me lleva la chingada, está con su vieja. Cuelgo sin hablar. –¿Nos vemos en tu casa? –, me habla a la semana. No puedo decirle que no. Está pendiente, siempre quedo tan pendiente de él que aunque me dé coraje que esté con su vieja. Me aliviana pensar que fue ella y no yo la que lo sacó, la que gastó el dinero para llevárselo a su casa. Lo que no sabe es que también a mí me tocó ganar. Llega a mi casa de noche. Casi no hablamos. En la salita nos quitamos la ropa después de habernos mordido los labios. Me rasguña la espalda, yo también. Me muerde los brazos, suave, yo me voy a sus nalgas. Otra vez su pene es una flecha directo a su barbilla, Dios. Lo tomo y con los dientes rodeo su glande como si lo fuera a arrancar, son puras probaditas de su miel salada. El me retuerce los pezones con sus callosas manos y yo contengo el dolor, pero mi placer lo acompaña. Sé que me quiere penetrar pero con un gesto lo contengo, ahora lo acuesto y me le subo. Con las piernas dobladas, froto mis labios y vulva sobre su hinchado miembro, es placer adelantado. El me suelta una cachetada que me hace querer regresársela con todo y uñas. –La cara no –me dice deteniéndome la mano, y pienso que este desgraciado se quiere ocultar de la otra. Mis uñas recorren entonces su plexo solar, se traen arrugaditos los restos de piel que lo cubren, con todo y el tatuaje de león azul. Ahora sí estamos parejos, el placer me invade y me levanto un poco para encajarme en él. Me muevo lenta, pausadamente mientras permito que me muerda las manos, yo me inclino sobre él y agarro su oreja con los dientes, quisiera arrancarle un pedazo, nomás se la lleno de saliva. Mi orgasmo se apodera de mí, bailo acompasada sobre su cuerpo mientras él se aferra a mis caderas, me encaja las uñas cortas en las nalgas. Esto sí que es vida. –¿Qué, ya me la gané? – me ve satisfecho a los ojos. Recojo mis pantalones del piso, les meto la mano y saco unos hilitos rojos adheridos a un triángulo. Se la doy. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos
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Nunca regresaría, pero eso ya lo sabía. Relato publicado en el libro “De tejidos marítimos, viudas y tangas. Relatos”. Querétaro 2013.
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FUI POR QUE ME INVITARON A UN MUNDO FELIZ, perdón, a un bar de Querétaro Fui porque me invitaron, si no, no hubiera decidido meterme a ese antro ubicado en el segundo piso de un centro comercial, en una de las colonias con más ricos de Querétaro, Jurica. Eran los cuarenta años de una amiga. Con gusto y con mucha alegría, nos invitó a convivir ahí. Según mi mala costumbre para las fiestas, llegué temprano. Éste sólo tenía a un grupo de muchachos jugando en una de las mesas, a medio iluminar. Después supe que eran los mismos meseros que mataban el tiempo mientras esperaban a los clientes. Yo, con mis cincuenta años, cabello corto en picos, abrigo de plástico imitación piel negra sobre mi blusa tejida a mano, exageradamente pintada (para mis usos) y botas negras altas también imitación piel sobre unos mallones cafés brillante, me sentía bastante guapa. Llegué, pregunté por mi amiga. Un señor moreno, de mediana edad, gordo y con walkie-talkie y saco negro se me acercó. –No está. –Es su cumpleaños, nos citó aquí. –No hay nadie– me dijo. El atril que sostenía un libro sostuvo también su aparato de comunicación. Yo vi hacia adentro. Caminé por los tablones hacia la puerta del bar. –No puede entrar– y su cuerpo forrado de negro me salió al paso. –¿Por qué no? –.Abrí los brazos en jarra. Podía ir tomándome mi única cerveza que consumiría, e incluso algún aperitivo. Tenía hambre, un poco. –Porque no hay nadie. ¿Cómo dice que se llama quien la invitó? –Menganita. Di un paso más sin quitar mis brazos de la cintura, entonces con sonrisa forzada se hicieron a un lado. Me ubicaron en una esquina del “salón”, en un sillón con mesita baja de madera. Me senté pegada al grueso vidrio que me separaba de la calle y el aire. La mitad era de vidrio, arriba un forro de grueso plástico, como los forros de los cuadernos, aislaba el resto de la pared del medio ambiente, un poco frío por el invierno. Regresó un mesero. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos
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–¿Usted viene con Menganita B., con treinta invitados? –Si, es ella. Se volvió a ir el muchacho, con su mandil largo de color rojo. Siempre consultando a alguien de la barra. Música proveniente de pantallas planas ubicadas cada cinco metros inundaba el lugar. Las ágiles figuras iluminadas con niebla de diversos colores, con sombrero los hombres o con pelucas las mujeres, con sugestivos movimientos como los de las bailarinas alrededor de los “tubos” de los “tabledances” , atraían mi mirada. Era hipnótico observarlas, aunque por la oscuridad, los fuertes colores fosforescentes me herían. Traté de voltear hacia la calle, pero la sugestión televisiva era muy fuerte. El mesero me dejó la carta con las comidas –apetitosas y no carísimas– y las bebidas. Llegaron una pareja más. Las paredes de vidrio hacia la entrada facilitaban mi punto de observación. Se sentaron conmigo. Solo les pregunté si venían con Menganita, comentamos la hora y se volvieron a sí mismos, a platicar entre ellos. Llegó el mesero, ordené mi cerveza modelo y ensalada, los muchachos sus hamburguesas y siguieron platicando. Jóvenes, delgados, con ropa no de fiesta sino con aspecto de salir de un trabajo más o menos informal, se platicaban su día en voz baja. Entraron muchachos jóvenes, delgados, con aspecto limpio pero desfajados, con lentes cuadrados de marco negro, corte de pelo peinado en puntas los hombres y las muchachas delgadas, rubias o morenas, con cabello lacio y pantalones de mezclilla o mallones. Algunas de zapato alto, de plataforma y tacón cuadrado, otras con chalecos, bastante informales. Los guaruras de la puerta aumentaron. Se formó una fila frente al listón que colocaron antes de la puerta. Se juntó gente afuera, yo vigilaba si llegaba mi amiga para darle su regalo. Empezaba a dejar de verle sentido el haber acudido a ese lugar, sin otra amiga que la cumpleañera, que estaría muy ocupada por supuesto. Me llegó mi comida y bebida y me dediqué a saborearla. Volteé y la vi. Bellísima con su cabello largo, sus zapatos negros de plataforma y tacón cuadrado, su mezclilla pegada a sus voluminosas caderas y una blusa negra que le ceñía la cintura, con un maquillaje que le resaltaba los ojos. Pero algo detenía su entrada. Pensé que estaba esperando más gente, pues solo veía hacia adentro. No nos vio, nosotros, los primeros invitados, estábamos además ocupados comiendo. En eso entró mi amiga con sus amistades, eran como diez, de mediana edad. Nos presentó, nos saludamos y urgió a los meseros a acomodar las mesas. Nos quedaríamos en la esquina del bar que se nos designó, toda forrada de vidrio. 16
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La entrada se despejó. Yo platiqué con Menganita un ratito, ella me preguntó por el resto de los amigos mutuos y yo le dije lo que sabía. Ella pidió una botella de whisky con hielos, me ofreció y yo decliné, con mi cerveza tenía. Ella volteaba a la entrada a ver si llegaba más gente. Unas amigas delgadas, de cabello lacio echado a la cara, de mediana edad entraron sin problema y la saludaron con el gusto acostumbrado. Pero en eso volteó de nuevo, sentada a mi lado como estaba. –¡No dejan entrar a Leticia! Yo alcancé a ver a una señora de cabello largo descolorido recogido de la cara con una peineta, de mediana edad, con mezclilla informal y una blusa bien planchada, con una chamarra de plástico imitación piel. Su cara se veía pecosa, sus ojos pequeños sin pintar y sus zapatos de cuero sin tacón. Su esposo traía un pantalón gris y lentes cuadrados sin aro, cabeza calva y su escaso cabello largo y gris tratando de taparle la prominente calvicie del cráneo. Miraban a su alrededor con cara angustiada, pues iban pasando a otros jóvenes y a ellos los hicieron a un lado de la fila. Menganita se levantó de un salto. –Voy a ver que los dejen entrar, ahorita vengo- con voz entre enojada y preocupada. Yo la seguí con la mirada, entendiendo por qué no los dejaban entrar. Estaban “mal” vestidos, ostentaban la edad y peor, se veían bastante modestos. Menganita salió y se puso a hablar con los guaruras, ellos sólo la escuchaban y volteaban de un lado a otro las páginas del libro sobre el atril. Me dieron ganas de salir a ayudarla, pero me contuve. ¿Cuántas veces me he buscado problemas mayúsculos por andarme metiendo en donde no me llaman? La edad y la experiencia me aplacaron. Esperé a ver qué sucedía. Después de mucha negociación los dejaron entrar. Y con ellos varias mujeres también de mediana edad, con sobrepeso, vestidas con blusas con chaquira de colores brillantes y con cutis claro y bien maquillado. Ya se está llenando la esquina del bar con sus amigos, pensé. Los meseros iban y venían con los vasos jaiboleros llenos de hielos. Menganita se quedó levantada, cedió su lugar a dos preciosas mujeres de mediana edad que iniciaron la plática sobre pieles de León y la convivencia con hijos adolescentes que finalmente me incluyeron en la plática, aunque me quedé pensando en la conducta de los guaruras que ahora eran más de cinco. Menganita se me acercó. Le dije que lo que les había sucedido era para reportarse a Derechos Humanos, por discriminación. Ella sólo asintió y me dijo que a su esposo tampoco lo querían dejar entrar, por eso se habían quedado varios en la puerta. Entonces observé al esposo, que no conocía más que en fotos: medio calvo, de lentes cuadrados, de barriga prominente, con Biblioteca Digital de Escritores Queretanos
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una camiseta negra con un gran diseño de una mujer en pose provocativa sobre unos mezcilla bastante deslavados. Un festejo de cuarenta años, necesariamente trae consigo gente de mediana edad, pensé. Esa es la dificultad que tienen para pasar en este lugar. Menganita me comentó que era la segunda ocasión que visitaba ese bar, que la primera vez le gustó y por eso apartó reservación para su fiesta. No sabía de las trabas que ponían para dejar entrar a las personas. Y ahí estábamos, rodeados de muchachos felices con sus vasos de soma, perdón, alcohol, en la semioscuridad iluminado solo por las pantallas de las tabledancers virtuales, cantando en inglés o una de otra en español de Alexis Syntek (con gafas negras, saco sobre camiseta y mocasines de moda), Luis Miguel o Christian Castro, estos dos últimos rodeados de mujeres delgadas y musculosas, con caras andróginas, enseñando poca ropa, con cabello lacio llegándoles por lo menos a los hombros…. Recordé la novela Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en donde los bellos, musculosos y aleccionados jóvenes hacían gestos de asco ante la presencia de Linda, quien a sus 40 años mostraba signos de envejecimiento por el abuso del alcohol en la Reservación Salvaje, a donde fue confinada por su embarazo no abortado. Veían con horror sus arrugas, sus pliegues de grasa, sus canas y su prominente vientre, que ninguna de las habitantes clonados del Mundo Feliz llegaría a tener, pues todos los nacimientos eran por probeta. Un bar, como los hay varios en Querétaro, en donde a los jóvenes se les deja entrar, evitando se pongan en contacto cercano con “esos” viejos, feos, pobres, morenos, malvestidos, gordos de la sociedad. Un bar donde se discrimina a la mayor parte de la sociedad, en donde quienes deciden quién entra, pertenecen a la categoría física de los excluidos, solo que por ser guaruras tienen el control, cual capataces negros en una finca de negros (recordé al mayordomo de la finca de Django ). Fui la primera que se fue de esa “fiesta”. Por unas escaleras de servicio pasé frente a un restaurant de crepas. Señoras delgadas y canosas, con ropas en tonos pastel y gris tomaban con delicadeza trozos de lechuga. Un guarura en el estacionamiento seguía mi curiosa mirada, alerta, también con walkie-talkie en mano. Si, me dije, no pertenezco aquí, se me nota, y qué bueno que me voy pronto. Crónica publicada en el blog personal de la escritora en 2013.
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