Eloy Caloca Lafont

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ELOY CALOCA LAFONT SOBRE EL ESCRITOR Eloy Caloca Lafont (1987) es Licenciado en Relaciones Internacionales y Maestro en Estudios Humanísticos por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, Campus Querétaro, y se encuentra culminando su Licenciatura en Ciencias de la Comunicación, en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado artículos en múltiples publicaciones a nivel nacional e internacional (Razón y Palabra: Revista Latinoamericana de Comunicación, Picnic, Anagnórisis) y colaborado en diferentes congresos y foros (Asociación Mexicana de Semiótica Visual y del Espacio, Asociación Mexicana de Estudios Internacionales, Encuentro Nacional de Ensayistas Tierra Adentro). Actualmente, es profesor de Literatura e Historia del Arte en la Preparatoria del Tecnológico de Monterrey, Campus Querétaro, y editor de la revista académica Retos Internacionales. Ocio y civilización (2013), editado por Par Tres, es su primer libro.

ÍNDICE

Aquella tarde en Tlatelolco Simpatía por el supermercado American way of life Autorretrato a los 17 Caracoles Los pitufos no nos dejan besarnos Nocturno en que todo se extraña

El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.


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Aquella tarde en Tlatelolco Para Azucena González, la mejor de las alumnas. Hay calzadas que, cuando se vuelven cíclicas, se rompen en un estruendo de llanto que nos descubre insumisos. Al fondo, la ruina es gritería, y al otro fondo –el fondo más fondo– hay una niña. Paso desnivel: el edificio blanco se cubre de gases; el corredor es la única ventana para entender lo que está pasando. Opacado está todo. Opacados estamos, pequeña, pero seguimos, al fulgor grisáceo de los disparos y los estudiantes, y yo, contándote, hecho guiñapo de recuerdos. Somos títeres de los más viejos pensamientos y figurines relucientes de tus últimos pensares. Hoy, no somos más que afiches de una historiografía que se deslava, cubiertos de canciones de protesta que huelen a viejo, cubiertos de esmog, de rosa y negro, de amarillo: un ciclo antiguo que se destiñe con el paso de las marchas. Nos limitamos a mirar el cielo y platicamos del automóvil modificado y del elotero, de la secundaria y de las marchas del silencio: los torrentes de la vida y adónde va el sol, a las seis de la tarde. En otra tarde, como éstas hecha polvo de tanto recordar, de no alcanzar el paso del sesenta ocho a las espaldas, y hastiado de la vida por delante, del sueño a cuestas y del ensueño a un lado, buscaré ese otro perfil que nos adornaba: la encantadora silueta que a veces miro, Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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tan pequeña, como eras, esa tarde que veía pasar éstas, mis tardes de ahora, obsesionado con volver a encontrarte a través de aquella tarde en Tlatelolco. Ciudad de México, octubre de 2008.

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Simpatía por el supermercado Con ánimo de perder el tiempo, perder mi rostro de niño, perderme de la mano de mi madre (como ya hace quince años), o perder el amor a la pérdida, transcurro estos mismos pasillos: congelados, cereales y farmacia. Ofertas: lencería, juguetes y enlatados. Las salsas saludan como un ejército de precios, y la sal yodatada ha venido a curarme el alma. La música del ambiente me recuerda a Chick Corea (aunque sé que no se trata de Chick Corea, y que las cajeras y personal de carga no sabe siquiera, quién es Chick Corea). Me he detenido a echar un ojo a los revisteros de las cajas: las mujeres tan bellas, tan semidesnudas como siempre; lo “Insólito” de siempre y las mismas filas, tan incansables como siempre. Escucheo el tintineo del cobro de productos. Yo sólo he comprado un disco de Aloindra De la Parra. Tanto miedo. Tanta nostalgia. Tanta marca. Tanta muerte. Hay que reconocerlo: la vida tiene sus días. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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American way of life Lo que siempre he soñado es esa casa con buzón adorable y adoquín en el porche, el periódico en el patio, junto al golden labrador; niños impecables con juguetes de Fisher Price, y un comedor de ébano con lámparas que combinen; también una mujer hacendosa, cuya virtud máxima sea, además de exuberantes dotes culinarias, despertarme en la mañana con el más dulce de los besos, todos y cada uno de los días de mi vida. podría cambiar, a lo mucho: la casa entera por un apartamento goteroso (cubil), el periódico y el patio, por montañas de libros, pósteres de Walter Benjamin y fotogramas de palomas; el golden labrador por un gato obeso, los niños impecables por greñudos, insolentes, y la mujer virtuosa por una artista itinerante, que ame el jazz y el mate, o las películas de Jean Luc Goddard, y que no cocine un carajo, pues así habrá pizza todas las noches. el beso por el resto de todas las mañanas de mi vida eso sí, me parece irrenunciable.

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Autoretrato a los 17 Dedicado a todos aquellos que así me conocieron y recuerdan. Para Julián Herbert, magnífico poeta y maestro. Yo era un muchacho bastante haragán cuando me asaltaron las circunstancias. –Autorretrato a los 27, Julián Herbert. Yo no era nadie. A lo mejor un muchacho con los ojos húmedos y claros que caminaba y caminaba (un ánima a la expectativa de robarse un libro de Librería de Viejo, camuflajeado entre la lluvia y los puentes peatonales, pensando en que tocaría no comer esa tarde, o acaso malcomer en el expendio un gourmet de microondas, antes de quedarse dormido en algún parque). Un aventurero, eso sí, con el cabello muy largo, manejando diestro la guitarra de aire y el apetito de destrucción, peleando eternamente con su padre y con la vida (sobre todo con aquella absurda idea de crecer, en los tiempos en que crecer hubiera resultado un crimen). Un adolescente con un reproductor de CDs maltrecho, tal vez por las circunstancias o por la adicción, de usarlo todo el tiempo, como usaba los Converse negros que abrigaban las Cruzadas de asfalto: leer a António Lobo Antunes camino a casa, aprenderse los escasos poemas de Bolaño, Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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o abstenerse de pensar en el mañana. Un chico que compraba un bouquet de rosas a la menor provocación, o que pasaba sus tardes dando clases particulares, con tal de invitar a su chica unas enchiladas, porque sabía que ella lo valdría, y que si ella no lo valía, de menos, sí lo valdrían su cuerpo y labios, enredados entre los dedos tras una barda, esquivando policías, ventanales y despedidas. Un muchacho enamorado de Rosa Luxemburgo o del Ché Guevara o de Led Zeppelin, o de todo lo que fuese mejor opción que su mundo; ¡su pobre mundo!, enfermo de incredulidad y poseído por el refrito. Un hombrecillo anacrónico en la ciudad equivocada, anhelante de las grandes ciudades en las plazas de provincia, recordando tiempos y manifestaciones que jamás presenció, enamorado de contemporáneas de su abuela y de canciones de protesta que dejaron de venderse. Un joven poeta muy malo que con un blog amarillo, una fuente y un atardecer, pecaba de pensarse genio, susurrando al oído de las palomas, canciones que no iban a ninguna parte, porque no pretendían ir a ninguna parte, sino convertirse en el goce más grande que ser espontáneo hubiera brindado. Como he dicho: no era nadie. A lo mejor un muchacho con los ojos húmedos y claros que camina y camina (un ánima silenciosa que ya no habita las calles, pero que sí transita un sueño maravilloso, fundido entre la lluvia y los puentes peatonales, pensando que a los diecisiete, nadie es nadie). (Querétaro, Querétaro, 16 de diciembre de 2010). 8

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Caracoles Anoche soñé con caracoles. Una superficie encefálica de cientos de caracoles plásticos, sugerentes y comestibles, preparándose para escapar de un bowl de cristal, tomando rutas de tiza sobre paraísos asfálticos, rugosos, que bien contrastaban con la suavidad de estos caracoles, gráciles, viscosos, de movimientos tan sutiles como el moonwalking, y hechos un caldo amorfo y, empero, hermoso, propio de la carne, porque no eran más que eso: carne; carne blandiéndose sobre más carne. Tan húmedos. Tan semejantes a lenguas... No...No eran caracoles. Eran más bien lenguas; sí... eran lenguas los caracoles y eran lenguas nuestras. Qué risa me daba eso: caracoles hechos lenguas; caracoles como lenguas y como labios. Y esos caracoles que eran tus labios, que eran tu lengua, se arqueaban amenazantes, erizando las antenas y la cabeza a la espera de los otros caracoles, los que eran mis labios y mi lengua, y ambos iban encontrando sus bocas diminutas como sus pies, diminutos bulbos, húmedos, humanos, muy humanos, y su piel estaba crizpada como lo que todos los humanos llamamos a veces “carne de gallina” y se salían de la carrera para darse un beso, para ser en sí mismos, por sí mismos...un beso; para volverse lengua y para hacerse labios, que al final son sólo una antesala, un simple pretexto, para volverse también carne; carne que con carne se encuentra. Pero qué imaginación la mía... Qué delicia...qué boicot... ¡Caracoles! ¿Qué es esto? Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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¡Caracoles! ¿Qué significa? ¿Son los caracoles, caracoles? De seguro que lo son, ¿qué le hago al cuento? No son los besos, ni la carne, ni la saliva, ni la lengua; son eso otro. Lo que queda. Y esos caracoles que eran tus labios, que eran tu lengua,

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Los pitufos no nos dejan besarnos Elaborado, no por mí, sino por todos los alumnos de Literatura II del 401. A todos ellos, mi agradecimiento por todas esas clases que –con todo y todo– han sido maravillosas. Los pitufos no nos dejan besarnos. Barbudo, en la esquina, este Papá Pitufo vigila que mis manos se encuentren en lugar visible: la mano derecha bien parada en su sitio adecuado... y justo al momento del calor supremo, justo cuando íbamos a perdernos (en cualquier parque, en el coche, en “lo oscurito”) llegan los pitufos y es siempre lo mismo: una identificación, por favor, van a tener que acompañarnos... pero nada que una mordida no solucione (nomás pa´los “chescos”)... Lo que más coraje da de esos pitufos es que jamás dejan terminar, aquello que comenzamos.

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Nocturno en que todo se extraña Sigo caminando bajo una atmósfera deforme y blanquecina, de rostro tan pálido como faroles que ya no alumbran, mientras una gotera que enerva y atrapa, me sumerge y, llena de cólera, va anunciando un larguísimo manto negro, pero un poco nítido; algo que se parece a la noche, a la soledad, al abandono: transparente y nublado, cruel y ominoso, pero que se extraña. Una cosa que se parece tanto a la nostalgia, pero que no es, porque ha llegado más que de pronto. Algo que me engulle como un monstruo bicéfalo: me parte en dos y cada cabeza me asesina; una recoge mis lágrimas, otra los recuerdos. Yo, de plano, hago el intento, lo describo: un engullir de besos, roces de manos, mirada marrón (esos ojos húmedos, preciosos muy profundos / muy marrón / muy tan de ella), silencio cómplice: signo; signo de signos significantes que decían,

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