Fernanda Aguillón

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FERNANDA AGUILLÓN SOBRE EL ESCRITOR Fernanda Aguillón (Toluca, Edo. de Mex. 1988) Escritora novel, cuentista, mas no por ello cuentera; desde pequeña gustó de los libros, pues según su madre, era el único lugar donde estaba permitido mentir. Estudió Diseño Gráfico Multimedia en la Universidad Contemporánea, en el estado de Querétaro. Y aunque un papel dice que sabe mentir a través de gráficos e ilustraciones, sus mejores mentiras son aquellas puestas en letras. Ha tomado cursos de narrativa y creación literaria desde el 2007, siendo alumna de los talleres de guionísmo para cortometraje y narrativa por parte de Tinta Creativa, y es diplomada en Narrativa Avanzada por parte del Laboratorio de Escritora, en Barcelona, España.

ÍNDICE

El escritor Nueces Doña Carmen Luz de cucurucho Zapatismo dominguero Historia de una manzana que jamás fue recogida Sol de medianoche

El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.


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El escritor La gente suele hacerse la interesante cuando toman el último asiento en la barra del Bar Coruña. Lo he visto suceder noche tras noche; innumerable cantidad de tristes barbajanes de sexo indistinto, atraviesan las puertas dobles de entrada, se quedan ahí parados un momento y contemplan a la cantidad de audiencia tendrán. Dependiendo del número de ojos posados sobre ellos, es la fuerza y velocidad con la que atraviesan la oscura taberna hasta llegar al décimo asiento junto a la barra. Toman asiento, y con su voz más ensayada y estoica, en un volumen lo suficientemente alto para que sus espectadores lo escuchen claramente, piden un coñac Martell; la bebida es ignorada –porque al menos al ochenta por ciento de los que la piden, no les gusta– y sacan una navaja o cuchillo de cocina para juguetear con él entre sus manos. ¿Por qué ese lugar en específico llama a tanto pretencioso serranazo? Tristemente, y no puedo recalcar cuánto lo siento, es culpa mía que ese banquillo esté maldito. Me llamo Elías Buñuel, y soy escritor. Bueno, lo intenté ser, porque nunca nadie me leyó y me parece de mal gusto llamarme escritor cuando nunca se conocieron mis letras. Sin embargo, soy uno de los personajes más famosos del pueblo. Y mi única obra publicada pasa largas noches de soledad ahí, sobre la barra del bar. Yo solía tomar asiento en ese banco, el número diez si cuentas de la entrada al fondo del lugar, cada tarde a partir de la puesta del sol y hasta la una en punto. Siempre ordenaba una copa de coñac Martell, no por ser yo un gran conocedor, la verdad es que nunca he sido sino un pobre diablo. El gusto por el coñac fue porque mi abuela solía tomarlo para curarse sus reumas en las noches de invierno, y al ser la única botella a la mano, mis primeros tragos hurtados fueron de su coñaquito; desde entonces coñac Martell fue lo único que aprendí a tomar. Cada noche me sentaba a intentar escribir, a buscar inspiración en los extraños que pasaban a narrarnos sus vidas a mí y al muchachito que atendía el bar, mientras yo clavaba una y otra vez un cuchillito pequeño pero afilado sobre la vieja madera de la barra. Ese cuchillo había sido regalo de mi misma abuela, cabe señalar que la vieja me crió cuando mis padres me abandonaron a mi suerte cuando aún era un bebé. Ella me lo dio pensando Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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que me podía ser útil en caso de que tuviera que defenderme en alguna riña de cantina. Nunca cumplió esa función. El cantinerito no me decía nada, yo era un cliente consentidísimo y me dejaba “picotear su barra”, como él decía a manera de albur de mal gusto. Llegué a escuchar miles de historias de desamores, una que otra de desempleo y del dinero que no alcanza, otras tantas de muerte, violencia y enfermedad. Ninguna de ellas me inspiraba nada. Fue ahí que me convencí que la gente y sus vidas en realidad son copia unas de otras, con diferentes formas de ser narradas, pero al fin y al cabo, la misma aburrida historia dicha con otras palabras. La noche del diecinueve de septiembre del 87, la recuerdo bien porque iba ser mi última noche en el Bar Coruña. Me había decepcionado la falta de gente interesante que atravesaba sus puertas. Estaba a punto de guardarme el cuchillito en el bolsillo y pararme cuando alguien se sentó junto a mí y ordenó el mismo trago que yo, por primera vez, un coñac Martell. Era la voz de una mujer, no, de una niña. Cuando mucho rondaba los veinte años de edad. “¿No eres muy joven para estar sola en un bar?” dije a media voz, haciéndome el misterioso, queriendo comenzar una conversación con la fachada de hombre de mundo en mi torpe cara. Lo siguiente que sentí fue una manita que tomaba, temblorosa pero veloz, el cuchillo de mi mano; y a continuación, un agudo dolor en el costado. Giré por primera vez la cabeza hacia ella y con eso llegó otra punzada al estómago que me dobló a la mitad y arrancó un gemido de mis labios. Y otra. Y otra. Y otra más a mi pecho que me abrió los ojos. Su cabello parecía el mismísimo espejo del sol más furioso que he sentido. Y vi lo que llaman lágrimas en un rostro joven, cruel y desorbitado. Vi, lo ví. Sonreí dichoso. Y un segundo después, morí. Irónicamente, fue la última vez que sonreí, un momento antes de mi muerte. ¿Por qué? Porque ahora estoy atado al mugroso y viejo Bar Coruña, condenado a ver a esos pelmazos, esa escoria que llega noche con noche, se sientan en mi banquillo, se toman mi trago y gozan con mi infeliz fama cuando yo nunca lo hice. Hace diez años de todo esto y fue hasta hoy la vi otra vez. Entró al bar con paso decidido, era ella y su mismo cabello furioso, su rostro con más edad y lleno de la serenidad que no tuvo al matarme. Se sentó en mi banquillo y pidió una cerveza. A pesar que el idiota cantinero le ofreció un Martell, ella se negó y volvió a pedir su cerveza. Me pareció obsceno. Regresar al lugar donde había cometido su crimen y romper con la tradición que todos los demás idiotas habían formado en mi honor sin siquiera saber nada de mí. Cierto, odiaba el ritual, pero odié más que ella lo rompiera con tanta sinvergüenza. 4

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Mientras esperaba, la mujercita pasó sus dedos sobre la barra; estoy seguro que la primera vez por casualidad, la segunda por duda y las posteriores por curiosidad. Una de las cadenas de mi alma se rompió y dejé de sentir rencor. Cuando le pusieron la cerveza enfrente, ella preguntó por lo escrito sobre la barra. “No señorita, son puros hoyitos que hacía el Elías Buñuel” “¿Y él quién es?” preguntó la joven sin dejar de pasar sus dedos por los hoyitos. “Era” contestó el cantinero con la sonrisita bruta que ponía cada vez que iba a contar su versión de mi historia “Un cliente al que asesinaron aquí mismo hace diez años, que siempre pasaba las noches aquí, tomando coñac y platicando con quien se sentara junto a él. Hasta que una noche llegó una joven y lo apuñaló con su propia navaja. Cuentan que era su amante–“No era su amante” lo interrumpió ella. Tampoco era una navaja, pensé, era un cuchillo con mango de obsidiana negra. Ella no era nada de mí, nunca la reconocí más allá de su delito, y sin embargo, después de la muerte, en ese preciso momento, la amé profundamente. El cantinero se mantuvo callado un rato hasta que ella volvió a hablar “¿Sabe si alguna vez publicó algo?” “¿Publicó?” “Sí, él era escritor, ¿no?” insistió mi asesina, mientras me nombraba escritor. La vi por última vez y ella sonreía sin dejar de tocar lo único que no podía y por fin pude dejar atrás, gracias a ella, en aquel Bar Coruña. “Lo dudo mucho señorita, Elías Buñuel era ciego.”

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Nueces Para ser sincera, no recuerdo haber matado a Elías Buñuel, pero todos aseguran que así fue. Al parecer mi crimen tuvo testigos, y ellos describen mis intenciones como despiadadas y malignas, llenas de dolo y con toda la intención de arrebatarle la vida al viejo aspirante a escritor. Lo que más recuerdo de ese día es el viento. Normalmente, en esta tibia ciudad, siempre se respira una brisa veraniega que refresca el rostro de los hombres y levanta las faldas de las mujeres. Y nunca lo hubiese notado, yo soy muy práctica, el clima y sus gentilezas me importan poco. Pero ese día, en vez de brisa hubo un viento agresivo que congelaba hasta los huesos. Necesitaba caminar lejos de mi casa, el viento volaba el viejo paraguas sobre mi cabeza. Empecé a correr cuando el paraguas se volteó y mi pelo se empezó a agitar violento hacia el cielo. Encontré refugio en un techito de dos aguas de algún restaurante de comida china, cerca del centro de la ciudad. El cielo ya se había comido al sol y estaba sola ante lo que amenazaba ser una gran tormenta. No sabía cómo iba a volver a casa y pensé en el regaño de mi padre. Seguro hablaría de la inseguridad de la ciudad en la noche, sobre todo para una señorita de diecinueve años que apenas y sabía sonarse sus propias narices. Acepto que yo era una señorita de diecinueve –en el fondo, el término “señorita” siempre me ha molestado, y ni qué decir del “señora”–, pero yo siempre me he jactado de ser muy independiente y valentona, la noche y la tormenta no me preocupaban tanto como la posibilidad de pescar el resfriado de mi vida. Vi las primeras gotas de lluvia caer ante mí, y de ser ligeras y tímidas se volvieron abundantes y pesadas. El techito era mi mejor aliado, así que prendí un cigarrillo y me quedé observando la lluvia. Pensé en lo que debía comprar por encargo de mi madre: nueces, cocoa, media docena de huevos morenos y un litro de leche. No me gustan las nueces, las encuentro aburridas y su sabor es parecido al cartón. Muchas personas son como nueces: se creen exóticas y de sabor refinado, pero yo las encuentro acartonadas. Yo consideraba ser selectiva con las personas que me rodeaban, no es fácil impresionarme; pero al mismo tiempo creo que no me doy cuenta que en realidad eso es prejuzgar, y lo considero un defecto. ¿Otro defecto mío? Soy muy distraída. 6

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No fue hasta que me agarraron toscamente del brazo que deje de pensar en nueces, de la sorpresa, tiré mi cigarrillo. La voz seca, llena de licor de un hombre cerca de mi oído no me dio tiempo ni de voltear. “¿No eres muy niña para estar tan solita?” Sé que traté de soltarme, golpearlo, patearlo y correr lejos de él, y sé que fallé. Su manaza ahogó mi grito mientras me jalaba a un sucio callejón. Sabía lo que venía cuando jaloneó mi pantalón, se bajó el suyo y me estrelló contra la pared. Nuble mi mente y aguanté la respiración. Y así pasaron los ocho minutos, que hoy son eternidad, más bajos de mi vida. Lo que viví después, bien digo que no lo recuerdo porque lo veo como si fuese una película. Ahí estoy, Carolina, piel pálida, cabellos rojizos, vista perdida, recogiendo mi paraguas y caminado dando incómodos tras pies. Me veo, Carolina, labios apretados y miedo en los ojos, entrando a un bar unas calles más adelante de donde un alguien me violó. Me veo, Carolina, apenas legal para pedir un trago, sentándome en la barra y copiándole a un viejo su bebida de cognac Martell. Me ven, Carolina, turbada y enfurecida, arrebatarle al viejo un cuchillo de mango de porcelana negra y apuñalarlo varias veces. Me voy, Carolina, recobrando algo de conciencia y corriendo una vez más hacia la lluvia. Pienso en lo que debía comprar por encargo de mi madre: nueces, cocoa, media docena de huevos morenos y un litro de leche. No me gustan las nueces.

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Doña Carmen No había tarde en que el piano de Carmen callara. Y nadie la culpaba de no querer salir a jugar como sus demás hermanos. Toluca siempre había sido una ciudad gris, con una incomprensible sensación de tristeza que flotaba etérea entre sus viejos edificios; además de que cada tercer día la lluvia se dejaba caer con toda su fuerza. Carmen lo sabía, el año pasado había contado únicamente doce días de su amado sol. Aquella niña bien pudo haber sido hija del astro mayor, con su cabello leonino entre rojizo y dorado, y sus ojos color agua. Pero era una niña muy extraña, en contadas ocasiones la oías hablar, podían pasar semanas enteras en que la chiquilla no pronunciara palabra; por lo mismo, sus padres se negaban a mandarla a la escuela. Su educación corría a cargo de Tía Mercedes, una monjita arrugada y regañona que le enseñaba a leer y escribir. Eso no la alejaba de hacer las diabluras que todo niño hacía. Una vez vendió sus costosas muñecas de porcelana china por cuarenta limones maduros que llevaba una marchanta por enfrente de su casa, pues quería poner un puesto de limonada en el tercer día de sol del año. Se ganó una nalgada por parte de su padre, un discurso cargado de la culpa católica de su madre, y que al día siguiente la lluvia ensuciara las jarras llenas limonada que había dejado en el jardín. Como siempre, al pedirle una explicación, Carmen callaba. Los días pasaban mejor delante del piano, y siempre lo visitaba disfrazada de alguien diferente. Había días que se vestía de conejo, otros de abeja, a veces usaba la pipa y la gabardina de su padre. El colmo fue cuando robó el hábito de Tía Mercedes y comenzó a tocar el Réquiem de Mozart vestida de monja. Tía Mercedes se enfureció y cada vez que Carmen no le contestaba a sus reproches, le daba un buen pellizquito de monjita y le pedía paciencia a Dios mientras se persignaba tres veces. A su madre le desesperaban los silencios de su hija menor. Con frecuencia la ponía a prueba. Le decía que no podría comer a menos de que pidiera comer por favor, acto seguido Carmen salía de la cocina, para regresar un minuto después con una nota donde se leía “Tengo hambre, pido comer por favor”. La solución, desde el punto de vista del robusto y severo padre de Car8

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men, era traer a un especialista del leguaje que tratara con su hija. Vino el especialista, un doctor de gran renombre y revisó las cuerdas bucales de Carmen y le hizo pruebas de habilidad mental. La niña tenía sus cuerdas sin problemas, un cerebro prodigioso. El especialista quiso entablar una conversación con ella, pero la niña, cada vez que le preguntaba por qué no quería hablar, dejaba de tocar el piano y señalaba el cielo nublado. La conclusión fue que la niña simplemente estaba loca. La madre lloró más que la lluvia misma, el padre tomo una foto de su hija y lo aventó a la basura y Tía Mercedes insistía en llamar a un exorcista para que le colocara un crucifijo en la cabeza. La niña Carmen salió de la casa rumbo a la Clínica de Enfermedades en Mentales en Atlacomulco, un lluvioso día de verano; donde por primera vez, a sus diez años de edad, ella vio la lluvia caer mientras un tímido sol apenas se asomaba para que un arco de colores cruzara del cielo a la tierra. Carmen estaba maravillada y reía feliz en al parte de atrás del carro. Sus padres eran los que ahora callaban al saber que su hija se reía sola porque estaba loca. En la Clínica de Enfermedades Mentales de Atlacomulco, hoy puedes visitar a sus muchos personajes, pero no hay nadie más adorable que la Doña Carmen: una señora que debió ser una mujer muy guapa, con cabello rubio rojizo y ojos azul agua, siempre vestida con los colores del arcoiris y tocando el viejo piano de la sala común. Solo habla contigo si la sacas al jardín y le invitas un vaso de limonada, siempre cuando el sol brille alto en el cielo.

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Luz de cucurucho Hay días en que la luz brilla, linda y fuerte en su cucurucho de cartón mojado. Fue un día de finales de verano que le atrapé: jugaba a las escondidillas con un viejo duende, obviamente él iba ganando. Sospeché que se escondía bajo un trozo de cartón viejo de aquel ático de recuerdos eternos. “¡Te tengo!” ... acto seguido me abalancé sobre el cartón, lo hice un cucurucho y miré dentro. No era el duende, era una luz. Seguramente se había perdido, conociendo a las luces, esta quiso iluminar un lugar tan oscuro como aquel, lleno de imps y duendes traviesos. Pobre lucecilla, se veía temblorosa y asustada. Le sonreí por un breve momento y pensé que lo mejor era dejar el cartón donde lo había encontrado. Pero ella estaba asustada y cuando menos lo esperaba, me saltó a la cara. No sé si fue un intento de ataque o un abrazo desesperado... curioso lo parecidos que pueden ser el uno al otro. Como pude me las arranqué de los ojos y la sostuve entre mis manos. Creo que me miró directo a los ojos, pues recuerdo un breve y terrible momento de ceguera, pero por fin, se calmó. Tuve que recoger el cucurucho de cartón. La verdad es que la lucecita me estaba ampulando las manos. No dolía, es más, no noté que quemara hasta que mis heridas fueron evidentes. Ella se veía feliz en el cucurucho, pero lo mejor era, como la lógica me lo decía, regresarla al sol. Abrí la ventana, el señor amarillo ya estaba tornándose color fuego, y sacudí el cucurucho para que la luz saliera, admito que eso no fue muy delicado de mi parte. Nada, ella se quedó dentro y una vez más, temblaba. Lo intenté varias veces más, por varios días, a diferentes horas... ella no quería salir. Así que ahora vive conmigo, en su cucurucho de cartón. Lo pinté del color del cielo de medio día y le dibujé unas nubes purpúreas aquí y allá. Aún en el cucurucho, su incandescencia natural llenaba de ampollas mis manos, así que se me hizo la costumbre de mojarlas antes de tocarlo. El cucurucho se arruga y humedece, pero gracias a la pintura que usé, parece que no va a desintegrarse en un buen rato. Todos los días intento que la lucecilla salga por la ventana. Una vez, unos de sus rayos salió tímido, casi pudoroso, del cucurucho. Pero fue sólo por un fugaz momento. De pronto es linda y brillante, de repente me salpica el rostro con una de sus más suaves caricias, supongo que me quiere... pero no puedo estar 10

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seguro, las luces son caprichosas, berrinchudas y hasta volátiles: uno no se puede fiar de la luz. Hay días que pienso que ya ha volado lejos del cucurucho. Pero solo se opaca y brilla sólo de cuando en vez. Esos días tengo que contarle sobre la lluvia y los arco iris, de las plantas, en especial de los girasoles; así logro que brille un poquito más. Y si le cuento de los colibríes que viven cerca del durazno del jardín, seguro obtendré un fulgor naranjoso de alegría. Sé que algún día mi luz se cansará de lo mundano del cucurucho de cartón mojado, y regresará a vagar por el mundo, pero también sé que aún no está lista. No pierdo las esperanzas, nunca me cansaré de acercarla a la ventana y dejarla asomarse al exterior. Eventualmente saltará y se irá. ¿Qué haré el día en que me deje, cuando solo duendes e imps volverán a jugar conmigo? ¿Qué se hace cuando tu luz te deja? Ese día, simplemente me apagaré.

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Zapatismo dominguero Sucedió una tarde de domingo, en la plaza el centro, era de esos domingos de ritual en los cuales me sentaba en un banco de metal a leer y fumarme las noticias de la semana. Tan distraído me tenía mi propio humo y las torpes redacciones de los tristes aspirantes a redactores, que no fue hasta que unos torpes pies que se subieron de un salto a la misma banca de metal donde yo cada domingo colocaba de manera civil mi anciano trasero. Levanté mis ojos y pude percatarme de que estaba rodeado. La dueña de los pies era apenas una señorita de mayas grises, vestido rojizo y pelo castaño atolondrado que no me dejé verle el rostro, pues de inmediato se lo cubrió con un megáfono. Su voz chillona ahogó de golpe la paz dominical que me rodeaba: “¡Hemos llegado compañeros! El derrumbe de la opresión se acerca y de sus runas nace ya un mundo nuevo. Nuestro subcomandante vivió una etapa oscura, pero de nosotros depende una nueva era para el país.” Gritos ovaciones y hasta una grabación con trompetas y marchas retumbaban más que la mencionada opresión. Frases como “¡abajo el sistema! ¡viva el general Zapata! ¡amigos del indígena! ¡por la dignidad de la mujer rebelde!” aumentaban los ditarrambos y más insistía la mujercita en dichas palabras. Hombre de educación siempre he sido, y discretamente me levanté de mi asiento y le hice una seña con mi pipa, pero al señorita no me escuchaba entre tanto griterío. De señas pasé a voz elevada, y de voz elevada a tirones de su vestido. Por fin volteó a verme y le hablé una vez más. Pero ella me interrumpió aún hablando por su odioso megáfono. “Compañero, lo que tenga que compartir, lo invito a parase junto a mí y compartirlo con todos nuestros hermanos” El clamor de las trompetas grabadas convocó a más gritos y aplausos. Naturalmente me vi en la obligación de treparme en la banca como ella, y tomar el megáfono. “Compañera, le pido por favor que se mueva un poco, está parada en mi sección de deportes”

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Historia de una manzana que jamás fue recogida Era una vez una manzana madura, posada a los pies de su manzano, una de esas manzanas que al caer, se escondían entre las raíces del manzano. Era lo mejor, haber pasado su vida en la fresca hierba, teniendo en cuenta las historias de terror que contaban las hojas y frutos del manzano: ser arrancada sin escrúpulos de la seguridad de sus ramas, sufrir el castigo de una mandíbula hambrienta que arrancaba sin piedad su piel... una y otra vez hasta morir dejando sólo su corazón al desnudo, y que este quedara tirado en algún lugar sucio, inmundo y oscuro al cual llamaban “basura”. No, no, el aburrido verde pasto era un paraíso comparado con eso. Hasta el gusano que ya hacía un tiempo se había alojado en su interior y la comía lentamente, era un molestia tolerable y hasta un fin más digno. “Mamá, mamá ¿puedo comerme una manzana del jardín?” Un niño llegó corriendo hasta el manzano y tocó su tronco con suavidad y tristeza. Era un niño pequeño y no podía alcanzar ni uno solo de los frutos rojos.Para el terror de la manzana tirada en la hierba, el niño bajo su mirada y la miró, su tristeza convirtiendose en una sonrisa triunfante. Toda su vida escondida entre pasto y raíces, tolerando calor, tierra e insectos... todo ese miedo a alejarse del manzano para que un imprudente mocoso llegara a comerla, y peor, justo delante de sus hermanas. Ya no había marcha atrás, el niño la tenía y sintió su aliento cercano a su piel. “¡No hijo” De un golpazo, la manzana voló fuera de las manitas infantiles y la golpeó con violencia el suelo. “Es una manzana mala. Ve, ni siquiera es roja ya y los gusanos ya le robaron su jugo.” La madre del niño, culpable del golpe y de las acusaciones terribles hacia la pobre manzana, tomó una hermosa joven manzana del árbol, la acercó a su nariz y aspiró su dulce aroma. Su tierna sonrisa hirió más a la vieja manzana que el golpe que acababa de sufrir. ¿Acaso el olor de la vieja manzana ya no era delicioso? ¿De verdad su fina piel no era roja y hermosa? ¿Se había convertido en una manzana “mala”? La madre y el niño se alejaron con varias de sus hermanas entre Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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sus brazos... ¿a donde irían?¿verían algo más que tierra, insectos y la vieja corteza del manzano? Así murió la manzana: vieja, devorada por gusanos, revuelta entre lodo y hierba, curiosa de un destino diferente y arrepentida de su miedo a lo que había más allá del jardín.

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Sol de medianoche Aquella sería una noche como ninguna, pues sería la noche en que Nicolai Dolgosheev dejó de saber si estaba vivo o muerto. Él sabía que no había nada mas que resplandeciente nieve sobre la plaza roja en San Petersburgo. Nicolai, un joven de piel de lienzo con apenas dos manchones de algún color sin importancia que formaban sus ojos ciegos, se había perdido. Era la primera vez que Nicolai dejaba el hogar, a sus diecitantos. Su sobre protectora y ligeramente excéntrica madre nunca le había dejado salir de su habitación. ¿Y para qué? si su economía le había permitido simular un paraíso en casa. Nicolai vestía siempre con suaves túnicas de seda, como si se tratase de un niño hecho deidad, y tenía el vago recuerdo de la voz de su madre cantando una canción mientras escuchaba sus tacones danzar a su alrededor y percibía el olor a humo de cigarrillo. Cada vez que terminaba, la señora se ponía delante de su hijo y le preguntaba “¿de que color me vez hoy, Nicolai?” Y pobre niño, el cual nunca comprendió lo que su madre le explicaba que era un color, se encogía de hombros y susurraba “de todos colores madre, de todos” La pálida luz que azotaba la cabeza de Nicolai semejaba el ala de un cisne volando alto hacia el sol. El nunca entendió la gravedad del frío, en realida había pocas cosas que sabía: sabía hablar ruso, ucraniano, fenka y surzhyk, sabía como preparar un vodka tonic para su madre sin derramar una gota, sabía identificar cada uno de los ballet de Stravinski. No sabía lo que era la maldad o el llamado pecado, ni sabía decir que tenía hambre o frío o calor... y nunca sufrió enfermedad alguna. Pero ese día, un día cualquiera y sin mayor relevancia, Nicolai Dolgosheev había sentido en el pecho lo que él asumió era “la curiosidad del que sí ve”, y sin pensarlo mucho, corrió hacía el calor del rayo de sol que sintió en cuanto abrió la puerta de la casa. Nicolai ignoraba que pronto esa calidez inicial de su correr y de la emoción de su libertad, se iría con la repentina ventisca sólo él sintió. Su túnica debía ser una broma de mal gusto contra el poder de los terribles copos de nieve que sentía sobre sus cabellos. Pronto pensó, que en vez de paja, su cabeza perecería de escarcha. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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Habían pasado ya demasiadas horas, y seguía sin encontrar gente, la mítica gente que debía habitar la ciudad. Ya había tropezado más de una vez, pero no se rendía: suponía que eventualmente encontraría a alguien, antes que el anochecer hiciera de su ceguera, en vez de un vacío brillante, una nada de oscuridad infinita. Pero la noche no llegaba, y ese ataque húmedo que caía del cielo lo hacía temblar. Su cuerpo temblaba y ya no quería que siguiera andando. Y la noche no llegaba. Nicolai Dolgosheev cayó sobre su nieve por última vez a las 4 de la mañana, sus ojos viendo todos los colores de la luz mientras el sol de medianoche llenaba de su magia crepuscular la plaza roja de San Petersburgo. Había algo más que que él no sabía. Las Noches Blancas en Rusia, ocurren durante el lluvioso y cálido verano. Pero su madre alguna vez le había advertido: Nicolai, la nieve es fría, mata al que pasaba mucho tiempo en ella y es de un color al que llaman blanco.

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