FERNANDO PÉREZ VALDÉZ SOBRE EL ESCRITOR Fernando Pérez Valdez, Licenciado en Publicidad, con Diplomados en Mercadotecnia, Computación Administrativas y Habilidades Gerenciales. Tiene treinta años de experiencia en el área de la comunicación. Es escritor de tiempo completo, especialista en novelas históricas de los siglos XVI al XVIII. Es alumno del Diplomado de Creación Literaria de la Universidad del Claustro de Sor Juana y de la Escuela de Escritores de Madrid, España. En el ámbito literario cuenta con las novelas Morir en Japón, Espinas, coautor de Santuario de Nuestra señora de El Pueblito (2009), Ha ganado varios premios internacionales en Polonia, Bielorusia, Estados Unidos, así como en México. En Querétaro, el periódico Ketzalkóatl otorgó Mención Honorífica a uno de sus cuentos. Sus trabajos se han traducido al inglés, francés, alemán, polaco e italiano y han sido reseñados en periódicos y medios de comunicación en diversas partes del mundo.
ÍNDICE
El cura El héroe La libertad
El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.
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El cura El Padrecito se murió de pura tristeza. De verdad que sí. El pueblo y el Padre, juntitos, se fueron muriendo los dos. Es que ya ni iba gente a misa. Nomás la Gertrudis y la Lola. Esas no salían de la iglesia. Pero, para mí que el Padre sí se ponía triste de ver tan solito el templo. ¡Uh! Había de ver qué bonito era antes. Harta gente en la iglesia, que hasta se emocionaba el Padrecito. Claro que también les daba sus buenas regañizas pero, pues ellos tenían la culpa. ¿No llegaba mi compadre Juancho bien pedo a la misa? ¡Cómo no iba a regañarlo el señor Cura! No, ya ni la amuela. “¿Ya estás borracho otra vez, pelado?”, le decía el señor cura. “No pos’ es que me estoy tomando un trago porque ando re’ triste”, le decía mi compadre. Lo malo es que al otro día tomaba porque andaba bien alegre. Y al otro porque estaba nervioso y al otro porque andaba enojado. Y total que siempre andaba bien borracho mi compadre. Había de ver cómo se juntaban ahí afuera de la tienda de don Hilarión. A pura cerveza con sus amigos todo el día. Hartos corajes que hacía el señor cura. Si hasta decía que este era un pueblo de puros borrachos. Pero ¿sabe qué? También el señor cura se echaba sus traguitos. Yo lo vi, con mis propios ojos. Nomás que él se encerraba en el curato. Creo un día hasta lo oí cómo lloraba. De pura tristeza, digo yo. Como un niñito, a llore y llore. Yo creo que ese día sí se puso medio borracho. Y es que, como le digo, pues es que no hay otra cosa que hacer. Viera usted cómo se sufre por aquí. No hay ni qué comer, puro nopal. Es que tampoco hay trabajo. Los que se quieren ganar unos centavitos, mejor se van al norte y allá les pagan sus buenos dólares. También se sufre por allá, pero por lo menos se gana algo. No que aquí… Nomás que lo malo es que luego se olvidan de sus viejas y de sus escuincles. Allá se juntan con otra señora y se olvidan de la que se quedó aquí. Por eso mejor las mujeres también se van al norte con sus chamacos. Pues ¿a qué se quedan? Por eso el pueblo se ha ido muriendo, porque se ha ido quedando sólo. Mire nomás las casas, ya todas derruidas. Mire nomás la iglesia, ya se está cayendo a pedazos. ¡Uh!, si la hubiera visto. Antes era bien bonita. Había de ver cuando se venía la fiesta de nuestro Santo Patrono, qué retechula arreglaban la iglesia. Y la banda no paraba de tocar. Y los cohetes, truene y truene los malvados. No, qué fiesta, señor. Había de ver nomás que chulas todas las mujercitas con sus estrenos. Bien peinaditas. Y Biblioteca Digital de Escritores Queretanos
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la feria. Que la rueda de la fortuna, que la ola, que los carritos. Toda la calle se llenaba de puestos. Y hartos canastos con pan, con frutas, con dulces. ¡Uh!, a los chamacos les encantaba. Y los bailes. ¡Qué le digo, señor! Esos sí eran bailes, no como los que organiza mi compadre el “tuercas”. ¡Todos sus discos están bien rayados! Y luego la gente ni le paga. ¿No tiene que andarlos persiguiendo para que le paguen? Antes venían buenos grupos de la capital. Sí, verdad buena que venían grupos famosillos. Y se juntaba harta lana pa’ pagarles. Y la misa que se hacía el día de la fiesta. Retechula que se veía la iglesia toda llena de gente. Yo le ayudaba al Padrecito a tocar la campana. Verdad de Dios que hasta me dolía el brazo de estar a toque y toque la campana. Ahora ya no puedo ni subirme al campanario porque me dan los “váguidos”. Ya ni veo con este ojo. Y además, ¿para qué la toco si ya ni Padrecito tenemos? No, señor, este pueblo se fue muriendo con el Padrecito. ¿Sabe qué? Al señor Cura le mandaban recados de la ciudad, que porque no iba a las juntas del Decanato. ¿Y como iba a ir, si ya ni podía caminar? Ni mucho menos treparse a la mula. No podía llegar ni al crucero para tomar el camión. Ya ve usted que son como tres horas caminando por la vereda para llegar a la parada del camión. Y luego el méndigo camión ni hace parada el desgraciado. Y sólo pasa uno al día. No, señor, el Padrecito ya no podía caminar tanto. Desde que se le quebró el carcañán por andar cargando las vigas. ¡Sí!, cuando andábamos arreglando el techo del curato. Yo mismo oí cómo le tronó el espinazo. Nomás que no le pegó luego, luego, porque ese día le dio una buena sobada con alcanfor mi comadre Juana. No, si mi comadre es buena para sobar. ¡Quién sabe cuánta yerba le pone al alcohol! Pero verdad de Dios que si es rete buena. Había de ver, cuando uno anda acedo, aquí así de la panza, que se viene el dolor por acá, mire, por acá y le da la vuelta hasta acá, con una buena sobada de mi comadre y no digo si no se alivia del estómago. Pero, bueno al Padrecito con los años se le fue torciendo la espalda. Ya ni caminaba derecho. Parecía que andaba rete espantado. Mi comadre hasta le quería sacar el espanto, pero el méndigo Padrecito terco, que no se dejaba. Había de ver cómo se le enojaba. “Está bien, no se enoje. Si no quiere que le quite lo espantado pos’ no y ya” le decía muy enojada. Si yo vi a mi comadre cómo sacaba lo espantado. Nomás le pasaba unas yerbas y decía bien fuerte: “¡Sal, hijo’ela!”. Y se quitaba el espanto. A la chamaca esa de la Espergencia, que traía unos ojotes bien abiertos, que parecía que estaba viendo al chamuco, ¿no le sacó lo espantada? Pero al Padre cada vez le dolía más la espalda. ¡Uh! peor tantito cuando se venían los fríos. Había de ver cómo se tiraba al suelo del dolor. Sólo podía caminar con su bordoncito. El doctor le decía que era la “asiática”. Ahora que le voy a decir que el doctor, pos’ ¿que iba a saber?, si estaba rete mocoso el ingrato. Que decían que venía a su servicio. ¡Uy!, pues qué servi4
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cio, si no servía para nada. Para lo único que sirvió fue para dejar panzona a la hija de mi compadre Hilaro. ¡No! si en la mañanita que se enteró, ya lo andaba buscando con el machete para que le cumpliera a la chamaca. Pero el doctorcito ya se había pelado desde la noche en una mula. Pero nunca lo encontraron. Para mí que se fue para abajo de la barranca. Si viera cuántas mulas se han desbarrancado. Ni quien lo saque de ahí. Por eso mejor ya ni nos mandan doctores. Pues, ¿para qué?, si mi comadre Juana también le sabe a las parturientas. Tanto canijo chamaco que ha sacado. Nomás se le murió uno cuando se le atravesó el chamaco a la difunta Estercita. Pero, pues ella tuvo la culpa. ¿Para qué acarreaba tantos botes de agua? Por eso se le fué chueco el chamaco. Se murieron los dos juntos, ella y el chamaco. Nomás pegaba unos gritotes cuando la cargaron en la mula de mi compadre Filemón para llevarla a la ciudad. No llegaron ni al crucero. Cuando pasó el camión que va para la ciudad, ya se había muerto desde hacía un ratote. Ya ni quisieron subirla al camión. Que porque había que esperar a la autoridad. Hartas horas la tendieron ahí en la orilla de la carretera, hasta que llegó la ambulancia, la del forense, creo le dicen. Pero ahí dejaron a mi compadre con don Lole y con don Gume. Hasta el otro día tuvieron que esperar al camión y ya se pudo ir mi compadre a ver a su difuntita. Bueno y al difuntito también, pero creo ni nombre le pusieron al angelito. Cuando lo sacaron ya estaba todo morado. Nomás había de ver a mi compadre cómo lloraba el ingrato. Pero, bueno, le estaba platicando del Padrecito. Pues le digo que nomás se la pasaba regañando. Había de ver cómo se enojó cuando se pelearon con los del otro pueblo. Que porque no les querían dar agua del pozo. Y que se seca el pozo. Había de ver. Verdad de Dios que se secó. De pura tristeza se secó el pozo. Verdad buena mire, por ésta que el pozo ya no quiso dar más agua. Se fue el agua y ya no volvió. Y luego, pues que había que traerla desde bien lejos. Y ahí vamos con los tambos por el agua. Dos, tres viajes a la semana. “¿Ya vieron? Por andar de peleoneros”. Y pues de ahí en adelante se fue muriendo el pueblo. Y el Padrecito también. Yo digo que se murieron de pura tristeza.
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El héroe De un teclazo puso punto final al trabajo que estaba elaborando. –¡Es extraordinario! –exclamó con aire triunfalista. El texto que acababa de concluir, era la versión ficticia de la historia de un héroe olvidado. Estaba consciente de que lo que había escrito era una farsa, pero al fin y al cabo, siendo una obra de ficción, poco importaba que no estuviera apegada a la realidad. Por supuesto había realizado un exhaustivo trabajo de investigación a fin de tejer una red con datos fidedignos que le dieran soporte a su héroe ficticio. Muchas horas había invertido en buscar, catalogar y armar una sólida estructura que pudiera resistir el más minucioso escrutinio de algún escrupuloso investigador que intentara descubriera su engaño. Así había sido la solicitud expresa de su editor y así la había realizado. Sin embargo, había puesto tanto empeño en aquella obra, que estaba seguro de que merecía publicarse y, por qué no, quizá con ella vendría el reconocimiento largamente esperado y tal vez hasta algún premio. El éxito fue inmediato. Las cartas a la redacción llegaban constantemente, al igual que los correos electrónicos. Todos estaban encantados con la historia que él había sacado a la luz. De pronto se enteró de que tenía más amigos de los que él jamás había contado. Las invitaciones a cocteles, así como a eventos sociales y culturales eran incesantes. Los reconocimientos también llegaban en tropel. Él los recibía con alegría y no poca vanidad. Sabía que era un mito genial y lo alimentaba continuamente. Le gustaba ser el centro de atención y que la gente escuchara embelezada sus historias. Sin embargo, una noticia en especial lo llenó de sorpresa. El máximo Jefe de Estado realizaría una ceremonia en la que se rendirían honores a aquel héroe olvidado durante tantos años y que, gracias a su labor de investigación, había sido rescatado del anonimato. –¿Héroe olvidado? ¿Anonimato? ¡Pero si lo que yo he escrito es una farsa! ¡Nada de eso es cierto! ¿Cómo pudiera alguien pensar ni remotamente que toda aquella historia fuera verdadera? ¿Acaso no se daban cuenta de las exageraciones y situaciones inverosímiles que intencionalmente había descrito en aquella 6
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pequeña biografía ficticia? ¿Acaso no percibían que su intención había sido precisamente burlarse de las acarameladas e irreales obras de los biógrafos y cronistas? Acudió con su editor, pero se encontró con que los funcionarios del Gobierno ya lo habían visitado para ponerlo al tanto de sus intenciones. –Pero… jefe, usted sabe que es una obra de ficción. Nada de lo que se relata ahí es verdad. Bueno, es cierto, pero en realidad no sucedió tal cómo lo decimos ahí. Todo es una mentira sostenida entre muchas verdades. –Bien lo sé. El problema es que ha realizado usted una farsa tan bellamente narrada que todo el mundo ha creído que es real. Y ahora el mismo Gobierno ha retomado la bandera de ese héroe hasta ahora olvidado, al que usted ha elevado a las nubes. –¿Y no puede hacer usted nada para sacarlos de su error? –Por desgracia, no. El Gobierno piensa que un héroe así es el que nos hacía falta en estos momentos de tribulación. Por eso ellos mismos lo están impulsando. Sin duda usted prendió la mecha, pero ahora la pólvora estalla por sí sola sin control. Usted creó una hermosa ficción y mucho me temo que ha dejado de serlo. Para todos es ahora una hermosa realidad. –Yo me encargaré de denunciar los hechos y acabar de una vez con esta farsa. –El problema no es sólo el Gobierno –le dijo el editor–. Nuestros accionistas están felices porque nunca habíamos agotado nuestros tirajes. El número de suscritores se ha elevado estratosféricamente. Los anunciantes se pelean por los espacios publicitarios. Las mejores plumas del país hacen fila para que les publiquemos sus escritos. Son centenares de cartas las que se han recibido y miles los seguidores en las redes sociales. ¿Tengo qué decirle algo más para que caiga en la cuenta de que nos hemos adentrado en un camino que no tiene retorno? –Pero todo es falso. Hablaré con la gente del Gobierno –amenazó el escritor–, últimamente he hecho buenas relaciones y sin duda me escucharán. –Tenga cuidado. Nos han amenazado con sacarnos de la circulación si nos atrevemos a denunciar que todo ha sido ficticio. Se ha puesto en marcha toda la maquinaria del Gobierno contra nosotros. Tocó puertas una y otra vez, pero siempre la respuesta era la misma. Nadie quería escuchar su falsa historia de que lo que había escrito no era realidad. ¿Qué pretendía al querer destruir los méritos de aquel extraordinario héroe? Sólo el Asistente del Secretario del Viceministro de Asuntos Culturales se dignó a recibirlo. –No sea tonto, mi amigo –lo conminó–, aproveche toda esta publicidad a su favor. Pudiera ser que por fin publique ese libro que tanto ha deseado o quizá podamos ofrecerle alguna cartera en este Ministerio. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos
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–Usted no entiende –le dijo al Asistente–. Ese homenaje no debe realizarse porque ese héroe en realidad no existe. –Para nosotros sí existe –le advirtió el Asistente. Pronto se convirtió en un estorbo para todos. Nadie quería escuchar sus tontas lamentaciones. Sin duda la fama le había afectado y estaba perdiendo contacto con la realidad. Era una lástima que un hombre tan brillante y con tanta autoridad estuviera perdiendo la razón. ¿Cómo se atrevía a poner en tela de juicio incluso hasta la existencia de aquel fenomenal héroe? La gente le volvía la espalda en los escasos eventos donde aún era recibido. Ningún micrófono se abría para él y las publicaciones cerraban las páginas a sus escritos. –Acudiré al extranjero si es necesario. Enviaré correos electrónicos a personajes clave en publicaciones internacionales y eso será más que suficiente para acabar con esta farsa –pensaba para sí, mientras cruzaba la avenida. Nada pudo hacer ante aquel imprudente sujeto que lo arrolló. ¿Le pareció ver que era un vehículo del Gobierno? Poco importaba ahora. Había muerto casi instantáneamente. El homenaje al héroe olvidado era apoteósico. Estaban presentes los máximos Jerarcas del Gobierno, así como los representantes de todos los organismos culturales y los dirigentes de las cúpulas empresariales. En un gran mural se exhibía la pintura del héroe, realizada magistralmente y que retrataba, de una manera impactante, la epopeya de aquel gigante. El motivo de tan importante evento era no sólo el homenaje al héroe olvidado, sino la presentación de la nueva versión oficial del libro de Historia Nacional, en el que ya se incluía la biografía de aquel héroe que inexplicablemente la historia había olvidado. El orador repetía con emotividad, las portentosas virtudes de aquel benemérito que el escritor había plasmado tan certeramente en su obra. Realmente era una lástima que el autor de ese descubrimiento no pudiera estar presente en tan importante ceremonia. En una silla vacía, cubierta con un paño negro y colocada en un extremo del presidium, una rosa blanca encima de la portada, era el sencillo homenaje que se rendía a ese brillante escritor que había sacado a la luz, la ejemplarísima, increíble e imponente biografía de aquel héroe nacional. En el podio, el orador concluía su arenga: “¡Vivan nuestros héroes nacionales!”
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La libertad Stefano miró asustado el arma que sostenía en su mano derecha. Un poco más allá vio con horror el cuerpo de un hombre tendido en el pasto que sangraba de la cabeza y se movía con espasmos incontrolables. Stefano estaba paralizado y presa de un tremendo shock. Permanecía hincado a un lado de aquel cuerpo moribundo sin saber qué hacer. De pronto, escuchó unas voces que le gritaban desde cierta distancia: –¡Tire el arma! ¡Está rodeado!. Levantó la mirada perdida y se asustó aún más al ver a una docena de carabinieri que le apuntaban con sus armas largas. Las voces volvieron a insistir. Ahora se daba cuenta de que no era la primera vez que le gritaban. –Tire el arma o de lo contrario dispararemos. No tiene escapatoria, lo tenemos en la mira. Su mente no alcanzaba a procesar la sucesión de emociones que lo habían invadido en los últimos minutos. Cuando los carabinieri cortaron cartucho, reaccionó. Más por temor que por obediencia, tiró el arma lejos de sí y permaneció de rodillas. Poco después sintió que una tremenda humanidad caía sobre él por la espalda y lo azotaba contra el piso. Quedó inmovilizado por la maniobra de aquel fornido oficial de policía, cuyo peso le dificultaba la respiración. Le esposaron las manos por detrás, pero el oficial mantuvo la rodilla con todo su peso sobre el cuerpo de Stefano. El jefe de los carabinieri se acercó y le indicó a uno de los oficiales que reportara un homicidio –o tentativa de homicidio, ya que la víctima aún se movía– y que habían detenido al asesino in fraganti. También le ordenó que solicitara los servicios de emergencia para la víctima. Entre jadeos, a causa de la falta de aire por el peso del oficial, Stefano intentaba hablarle al jefe de los carabinieri: –Pe… pe… pero yo… no…. Era inútil. Él no podía hablar y nadie lo quería escuchar. Después de unos minutos, lo levantaron y, casi en vilo, lo llevaron hacia un camión cerrado de la policía. Stefano trataba de detenerse, pero era en vano. Antes de entrar, en un intento desesperado, levantó la pierna derecha y la plantó a contra un costado de la puerta, impidiendo que lo metieran al camión. –Es que ustedes no entienden. Déjenme explicarles –gritó Stefano con Biblioteca Digital de Escritores Queretanos
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desesperación. –El que no entiende es usted. Ya tendrá tiempo de explicar todo durante los largos años que pasará en prisión –le respondió uno de los carabinieri al tiempo que le propinaba un seco golpe en el vientre con la culata de su fusil. El golpe fue brutal, directo al hígado. Stefano quiso gritar, pero el dolor ahogó su voz. La vista se le nubló. Todo se tornó de color amarillo y perdió el sentido. Cuando volvió en sí, se dio cuenta de que iba tendido en el piso a bordo del camión, de camino hacia la jefatura de policía. Llevaba las manos sujetas con unas esposas en la espalda. Sobre los asientos, iban dos carabinieri escoltándolo con sus armas largas. Stefano comenzó a sollozar en silencio, intentando recordar cómo es que había llegado hasta ahí y cómo había perdido lo que más amaba: su libertad.
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Stefano era un hombre sencillo. No tenía muchos amigos, pero tampoco tenía enemigos. Vivía la vida tranquilamente. Era un hombre independiente y su libertad era lo que más amaba. No tenía ningún compromiso. Desde hacía varios años se había mudado desde su pueblo natal en Umbría, en la campiña italiana, hacia la ciudad de Roma. Ahí había conseguido un trabajo en el servicio postal italiano, en donde ahora se desempeñaba como supervisor. Su sueldo no era muy jugoso, pero le alcanza para vivir. Rentaba un pequeño cuarto en la casa de un matrimonio mayor en Lunghezza, en las afueras de Roma. Todos los días, muy temprano tomaba el tren suburbano en la estación ubicada a tres cuadras de la casa que habitaba. En pocos minutos, después de recorrer cinco estaciones, llegaba a Termini. Ahí descendía en la siempre atestada central de trenes de Roma y unos pasos adelante se introducia en el metro. El recorrido en el subterráneo era sumamente corto, tan sólo cuatro estaciones: República, Barberini, Spagna y Flaminio. Al salir de la estación, frente a él se levantaba el antiguo palacio de correos, típico edificio de la arquitectura italiana del cinquecento. Aquel recorrido lo hacía metódicamente todos los días, sin fallar, excepto los domingos, en que descansaba. Su trabajo era un poco tedioso, ya que no había nada nuevo. Todos los días la misma rutina. Pero Stefano se sentía contento con su empleo. Después de todo podía considerarse privilegiado, ya que la crisis había golpeado severamente al continente, especialmente a los países del sur: España, Italia y Grecia, entre otros, en los que el nivel de paro –o en el mejor de los casos, de subempleo–, llegaba a niveles alarmantes. Se decía que en España, por 10
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ejemplo, una de cada cuatro personas estaba desempleada. Aquella situación provocaba una severa depresión entre la población y no pocos casos de suicidios. Pero Stefano se sentía ajeno a aquella crisis. Lo único que le importaba era hacer su trabajo y hacerlo bien. Además, podía sentirse privilegiado, ya que el palacio postal se ubicaba a un costado de la Villa Borghese, un inmenso jardín que servía como pulmón de la siempre contaminada ciudad de Roma. Stefano gustaba de llevar su almuerzo hacia el parque y, sentado en una banca, disfrutarlo mientras escuchaba el canto de los pajarillos. Ahí es donde experimentaba, día a día, su verdadera libertad. Le gustaba admirar el paisaje, los jardines, las fuentes. Ahí se sentía, aunque fuera sólo por unos minutos, un hombre libre. Ese día, al llegar la hora del almuerzo, como era su costumbre tomó su lonchera y se dirigió hacia uno de los rincones apartados del parque. Cómodamente se sentó, cerca de unos arbustos. Se disponía a sacar su almuerzo cuando, detrás de los jardines, escuchó una detonación. El corazón saltó en su pecho por el susto. No había sido un arma grande, pero por la cercanía del disparo, Stefano lo había escuchado perfectamente. Para su sorpresa, también escuchó el gemido de un hombre. De un salto llegó al lugar en donde se había escuchado la detonación. Con profundo horror vio a un hombre tendido sobre el pasto que sangraba por la cabeza. El balazo al interior del cráneo le provocaba espasmos incontrolables. Sin embargo, en su mano derecha sostenía un pequeño revolver calibre 22, con el que intentaba dispararse nuevamente en la cabeza y terminar así con su vida. Por lo poco que conocía de armas, Stefano sabía que un disparo con un arma de calibre 22 no era mortal, pero difícilmente podría resistir un segundo tiro. Se arrodilló junto al frustrado suicida y con no pocos trabajos le quitó el arma de las manos. En los ojos de aquel hombre pudo ver una terrible desesperación. Aquello lo dejó paralizado. No supo cuánto tiempo permaneció arrodillado junto a aquel desgraciado, sosteniendo el arma suicida en su mano. Cuando volvió en sí, Stefano se sorprendió de verse rodeado de carabinieri que le apuntaban directamente. Escuchó a uno de los oficiales decir por el radiotransmisor: –Hemos atrapado al asesino. Aún tiene el arma en la mano. Fue entonces cuando uno de los oficiales cayó sobre él y lo esposaron por detrás. En eso momento supo que había perdido lo que más amaba: su libertad.
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