MIGUEL AGUILAR CARRILLO SOBRE EL ESCRITOR Miguel Aguilar Carrillo nació el 20 de octubre de 1954 en la ciudad de México. Reside en Santiago de Querétaro desde 1980. Estudió química en la UNAM, ocupación que abandonó para dedicarse a la literatura. Tiene publicados varios libros de poesía, entre ellos: Oficios de la luz (1996), Hilvanes, condición de la memoria (2002), Asuntos personales (2003), Prestigio de estar aquí (2004), Laberinto del cuerpo (2006), Historias (2006) y Muchacha en la playa (2008; edición española, 2009). Está antologado en El huerto magnífico de todos, publicado en Salamanca, España. Actualmente forma parte del consejo editorial de la revista Separata y dirige la editorial Calygramma. En 2009 recibió el V Premio Internacional de Poesía “Desiderio Macías Silva” con el poemario La cosa en sí (2010).
ÍNDICE
Muchacha en la playa
El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.
ESCRITOR QUERETANO: MIGUEL AGUILAR CARRILLO
Muchacha en la playa Así surges del agua, clarísima, y tus largos cabellos son del mar todavía Gabriel Zaid
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Quedeme y olvideme San Juan de la Cruz ¿Qué es eso de que surjas así sin triangulitos, de piel vestida y sin escamas como mamífero cetáceo varado en los restos del aire de la playa? ¿No te dijeron las casi transparentes e inmaculadas que es pecado pervertir la luz entera y el aire con tu aroma a cada paso a cada vuelo de tu muslo y ondulante cadera y cintura y pechos y clavículas profundas? Pero allí vas siniestra, vaporosa vendiéndote a los ojos que no debieran verte. Vístete con mi saliva oh prodigiosa y elevada muchacha que me tienes perplejo sin san Juan en la mañana clara de tu cuerpo surgiendo de las aguas sin Pitágoras con sólo hipotenusa y sin catetos precipitando mi blancor almidonado.
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Si te estuvieras quieta, quietesísima, delgada casi como paloma herida, cervatilla, quizá, leona en asecho, tigra, ¡Ay muchacha! Soñé que te… ¿direlo? revoloteando en este espacio transparente, selva en que quisiera encuadrarte en la mirada casi quieta de la playa y huyendo sin percibirse, lento el día, transcurriendo alrededor de tu inmóvil presencia y transparencia y casi herida y yo el maltrecho gacela, palomica mía, mi transparente si quieta te quedaras, espuma en la palma de la mano, burbuja del sol en la perduración de tanto cuadro y enfoque de mis ojos y las manos que se acercan —clic y clic—, entorpecidas ante la transparencia donde sólo lo fugitivo permanece y la quietud ausente en que te encuentras, en este mar de aire trozándolo hasta llegar a ti sin consumirme y consumido en un no sé qué que queda de Quevedo y de esos locos que me hacen convertirte en pergamino.
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Muchacha estás aquí frente a los ojos vestida apenas de mucho sol y poca arena translúcida y cegada al clamor de baratijas que anuncian vendedores, vencedores de la brisa que no encalla en la albura de tu dársena por la sombra que a su paso impide contemplarte. Estás aquí en un verano largo, más largo que el invierno mío y observo el rumor bosquejado en tus mejillas las múltiples orillas de tu cuerpo y el sexo oculto por perverso entramado de cáñamo sedoso y sin marca registrada. Estás aquí frente a los ojos navegantes de un mar que no es el tuyo en la isla donde vaga tu figura bajo el sol, sobre la arena cerca a los ojos míos que se plantan oscuros a paladear tu sombra, el aroma que le dejas al aire cuando ya tu figura se aleja entre olas que lamen los contornos del cuerpo que te viste.
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¿Por qué la carne, Señor, la turgencia, las células ahítas a lo largo del camino, los secretos lugares, la oscuridad latente en ese centro, las pequeñas espinas que alimentan la sangre? ¿Por qué los huesos, la albura siempre oculta de los huesos? ¿Los órganos contrechos; esa arritmia, ese dolor en el insomnio, ese perfume lento, caminando hacia el espíritu indeciso, el malestar de lejanía? ¿Por qué si rubio o trigueño o pelirrojo el centro? ¿Por qué los muslos fiables, Señor, los muslos, como agua, leche y mirra? Las rodillas, Señor, las comisuras entre muslo y pantorrilla? Esa rayita, Señor, no tan rayita, justo en el blanco, Señor, ¿por qué? ¿Por qué la oscuridad de los pezones y la línea convexa de la espalda? Los ojos, Señor, y las mejillas, las clavículas y el centro, oscuridad cegada, tan hondo, tan centro, tan profundo. ¿Por qué la noche inmensa, el infinito, en ese centro?
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Sentencia eres y no pastura de las horas, nada de playa, sol y vacaciones: penumbra eres, nadan los ojos que recorren páramos y páramos y holguras sima a cima. Virtual al deseo y al asombro del clic entusiasmado. Casi innombrada paso al frente en la pupila cerca de las manos que deben contenerse ¿Qué oficio tienes, cuál función tu superficie más allá del día y su carátula de tiempo? Polvo serás… —ineludible—, pero antes misterio al roce, en la letanía de las horas y olas que te forman en la caricia murmurante centímetro a centímetro en el minuto, en el segundo de los ojos.
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Largas las piernas, las eles de las piernas textura y ligereza hacia la pura lentitud del centro. Lentitud de la pisada. Lentas su consistencia y la concupiscencia. Prólogos de lo innombrable; llamas. Llamadas a encontrar la horizontal en el abismo. Eles las piernas, sin más vocal que la A única en el azoro.
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El Señor es misericordioso y atento con mis huesos. Él los lleva a poblar las anchas avenidas que van a dar a la mar / que es el morir donde crece la mirada. El Señor es cariñoso con el cuerpo mío, con los ojos y las manos y las piernas dirigidas a entablar una conversación con la arena, con la brisa y con el sol que sólo pertenecen a la calma y el sosiego. El Señor conduce las miradas donde esa frágil muchacha asciende de las aguas vestida con Su sol solamente con Su sol, vistiendo el aire con el cuerpo solo. El Señor es atento con mis huesos. Él los lleva a adorar no al becerro de oro de piedras recamado sino a esa niña de cabellos mojados lejos de los mercaderes paupérrimos que buscan el sustento diario. ¿Quién no confía en el Señor? Pues el Señor trajo hasta aquí las arrugas, las canas, el exceso de grasa para mirar a esa muchacha. El Señor es pescador de hombres ateridos, de cómplices de la rutina y me conduce lejos de las inclinaciones de la sobrevivencia, de los lujos y manjares que sólo caben en la imaginación. Loado sea el Señor que me conduce a contemplar los redondos pechos y la negrura de ese centro de la muchacha aquí, acomodando una toalla sobre la arena como un altar y tomando el licor refrescante de una piña y aguardiente. Loado sea el Señor por tantas maravillas. 10
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¿Qué se tiene debajo de la piel?, ¿el alma ya caduca y entrada en carnes o bien el espíritu maligno, imán de polo opuesto a otro cuerpo, la atracción —real o imaginaria— hacia otra superficie con los poros mismos o las células deseantes que sólo esperan el momento del ataque frontal? ¿Qué se tiene lubricando los espacios con aceites de otros días más perversos, debajo más debajo de los filamentos de esta luz? Es aquí que el cuerpo a navegar comienza, libre ya de la sirga del continuado rezo que busca descifrar la ventisca para darle solidez al aire o la espuma blanca: Ícaro solemne dirigiéndose sin temor sin atender la cera o la argamasa de plumas primitivas con sola piel atenida al rescoldo que se forma piel adentro cuando esa muchacha simple sin más emerge de las olas.
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¿Dónde se encuentra la patria de tu nombre? ¿Dime, los terrenos de tus sílabas, los surcos —no apropiados— en que van creciendo las espigas de tus letras? Tan sólo tus vocales, la ilación del nombre entero, ¿en qué brisa se sostiene? Pasas como una luz atorada en el resquicio de este azul que nos contiene y contiene leves tus pasos y leves mis ojos que te siguen para ver si así descubren el territorio donde el nombre que te cubre, acaso guarda tus vigilias, donde las sílabas descansan cobijando sus trazos que ese dios imposible quiso que tuvieras sobre la piel como una agua prodigiosa lamiéndote cada rincón, cada célula, en cada una de las flechas dirigidas a encajar miradas que surgen de las miradas mías para acercarme e invadir los territorios donde tu nombre, quizás austero o melancólico, quizás de piedra, pluma, humo que revela en qué patria no escondida, en qué bandera tu nombre hace honores y recita con fervor las notas sacras, tal vez sólo impostura. Dime muchacha el nombre de los granos de esta arena que te cubren silenciosos para robar al sol, a las miradas y a las manos que te siguen, dónde tu nombre está clavado, dónde se encuentra el ministerio de sus sílabas, dónde el consulado y la visa y atravesar así montañas ríos y fronteras y minar tu cuerpo en un abrazo donde ni sombra quede de aquella patria, de aquella urbe laberíntica que te vio por vez primera. 12
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Qué hacer, Señor, con estos ojos con esta hambruna que me sale de la piel y se vuelve canto al aire; canto rodando entre cantos pequeñísimos formando una gran bola de magma que va hacia el despeñadero de esa muchacha surgida de las aguas que no son del Leteo: memoria pura capa tras capa y folio numerado consecutivamente hasta formar la gran enciclopedia de esta hambruna que desborda mi cuerpo, entenebrece el alma.
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¿Con qué palabras, Señor, describir esta aventura? La muchacha vino a mí a preguntar la hora y conversamos. No, Señor. Tú bien sabes la historia de Francesca y Paolo y certificas que no leímos libro alguno. Si acaso las huellas que dejan los cangrejos, su escritura fugaz sobre la arena. La muchacha vino a mí y conversamos. Después sólo esta fragua este calor insoportable en el adentro latiendo muy adentro.
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Penetro en tu cuerpo como en una pared de agua. Me inundo. Me acogen tus sentidos. Me reconozco.
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No estoy de amor tejido estoy tejido de tejerlo
Tomás Segovia Ese tu pelo, la caída profunda de tu pelo a mis manos. Ese tu mechón rizado tapándote los ojos. Estos tus ojos que me miran y no miran el color del asombro con que miro el color de tus ojos y tu frente y tus mejillas. Esa tu frente y esas tus mejillas y el mentón y tus labios. Estos tus labios en el silencio casi de la orfandad como queriendo algo que se acerca y está dormido en el horizonte; ese tu cuello largo como manos y espadas asiéndote completa sosteniendo la cauda de tu pelo de ese tu pelo que recorro palmo a palmo de abismo a orilla de ese tu pelo que esconde lo profundo, las entrañas de lo mío poderoso escurriéndose en tu pelo guardando intacto la frescura de los cuerpos —nuestros cuerpos— que se tejen.
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Adentro, más adentro, hasta pulsar la luz hasta que el músculo henchido hable por su propia baba restriegue su lava cariñosa en las paredes, más adentro del adentro.
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Por ti me crece un pelo en el escroto firme, señero devanado a sí mismo en loco empeño (el otro surtidor cuatro dedos arriba tiene la frente en alto una vez más). Desde hace días tengo un pelo maravilloso en el escroto que ríe conmigo me hace cosquillas me dice: ve no tengas miedo si falla aquel yo le entro al quite y esa muchacha me cae que muere en el espasmo. Yo tengo un pelo en medio del escroto me hace bajar de peso (ya casi quince kilos) me pone guapo, me anarcisa. Yo tengo un pelo en el escroto tan similar a otros que tengo en el escroto que no hablaría de él si no fuera porque ella dice: qué lindo pelo en el escroto tienes.
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Este triรกngulo es el sendero por el que llego al c i e l o
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Deja que tu belleza no transcurra que se aleje del tiempo y sus caricias. Sólo la eternidad pese en tu carne. Deja que el tiempo cubra su red de instantes en la piel, que el óxido no encuentre su labor. Sólo la eternidad pese en tu carne. Sólo la eternidad lama tu piel, tienda su lengua y guarde las sombras y los báculos para otros menesteres alejados de ti, donde sólo la eternidad vaya contigo.
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en el
La soledad es una O centrada OjO tras la sombra desnuda en el preciso instante de la noche
que corre
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Y si expresara Dios el contubernio entre la piel gastada que ante los ojos surgiendo retorcida en esa playa silenciosa de opacas aguas y diera la señal para el ataque cuerpo a cuerpo sostenido en un instante tan mayúsculo que no dejara al día volverse sombra, sin más resguardo que su luz evocadora. Si en su palabra verdadera inclinara el solsticio hacia otro meridiano lejos de la costumbre y el temor amurallado en trabajar la ruta ya gastada del íntimo minuto. Si en su mano derecha detuviera al rayo para salvar intacta la hermosura, el cuerpo mantendría su forma en el espacio dilatado y el tiempo dejaría su inútil cantaleta de recordar al polvo.
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Conciencia habrá del cuerpo cuando esparce sin límite su polvo sobre la anchura de tu piel; conciencia de trajinar sombra tras sombra en días infinitos como infinitos son las olas y las alas y el rumor de caricias y pétalos; conciencia habrá de urdimbre; conciencia vegetal hora tras ala, ola tras muerte cuerpo sin piel en el venero de la rama que olvido y consistencia en su fruto sin paz y sin conciencia.
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No. No es nada de retórica ni de medir los versos o levantar un ara para ofrendar mis ojos. Nada que ver con sombra de una Helena en guerras figuradas. Es algo de san Juan y de la noche oscura y el ventalle de cedros y la música callada. No es nada de palabras, es el silencio de los ojos y las manos la escritura en la piel sobre la piel y la pregunta: ¿Adónde te escondiste, muchacha, Y me dejaste con gemido?
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Oscuro es el combate entre la piel cifrada y el aire que transporta la pátina de asombro que viene de tu pelo que no es / sino una ausencia sostenida en los alvéolos de la carne. Cifrado está el encuentro de la piel con la brisa, con la hoja conducida a su descanso, con el polen vertido y con la misma aura envolviéndolo todo como un presente que cubre las heridas de esta piel atenta a los combates que vienen con la noche en una mancha escondida en los resquicios de otro tiempo en que tu pelo sostenía la cadencia de susurros que se daba en los abrazos. Oscuro y ya limado de asperezas, de lascas que chispas producían en el roce continuado de tu piel con la mía y las palabras que fuera del horario la verdad incontestable de la dicha conservaban. Cifrada está la piel en la palabra, en su textura cálida, en su olor atesorado en los bordes del signo. Cifrada está y ya alojada en el rencor con que se nombra esa turgencia del aire que frescura entre los álamos nos daba.
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La piel es del cuerpo la palabra, el alfabeto mudo en conversación más pronta cada vez con la lápida que encierra el feroz silogismo. Urde en sus renglones un discurso sostenido y rescrito a través de las carátulas del día, deja manchas oscuras, cicatrices que se pierden en las líneas de la historia. La piel es palimpsesto de lo que fue borrado en una noche clara por la estrella del navío. De lo que fue reescrito cuando los pétalos exactos se erguían poderosos.
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Sabes que la escritura no cabe en el cerebro. Que la palabra en sí rompe las comisuras y desborda las paredes; busca el vuelo, no la altura, la prodigiosa emanación de estar sin sombra sostenida; de mantener erguida su propia majestad lejos del adherente polvo que anuncia su lápida perpetua. Sabes: poderosa es la palabra lanzada hacia el vacío, sin perseguir figuras, sin compromiso, presta a herir el fragmento de verdad que en las Aras se tiende ante una luz sin chispa.
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Te verás en composta convertida, ¿cómo será tu olor?, la tristeza de tu pelo, ¿irrebatible? Irrebatible ¿el mosto de tus uñas, retrato cristalino del día postrero? En composta será la piel y lo de adentro. Composta será la tierra tuya, será la tierra tuya composta generadora de aire nuevo.
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