Patricio Rebollar

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PATRICIO REBOLLAR SOBRE EL ESCRITOR (Defectuoso, modelo del 90) Abogado de profesión. Adoptado en Querétaro en el 2000. Fue editor de la Revista UCODERECHO (2010) Creador, Fundador y Director de Par Tres. Jefe Editorial de Par Tres Editores. Trayectoria literaria: Publicación en la Antología 2011 de Par Tres Editores (2011). Publicado en la Antología del IX Concurso de Cuento Gonzalo Rojas Pizarro (Lebu, Chile 2011), X Concurso de Cuento Gonzalo Rojas Pizarro (Lebu, Chile 2012), 5301 y otros cuentos Fondo Editorial de Querétaro (Querétaro, México 2014), Largo sueño de las cifras (Antología) Librarius, Querétaro, México 2014). Columna semanal en el periódico Lo mejor de mi ciudad (Enero a Julio 2012). Publicación en diversos periódicos y revistas, tales como El Presente, Yo no soy un Rebelde, Revista el Humo, entre otros.

ÍNDICE

No me preguntes la hora Samantha Juego de pelota El caballo de ocho patas El campo de la muerte Solitaria El conejo Freddy Marina

El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.


ESCRITOR QUERETANO: PATRICIO REBOLLAR

No me preguntes la hora I Estoy sentado en una banca naranja. Pienso en la nada, que curioso. Los millares de adoquines quieren salir de su sitio. Tratan de moverse pero la fuerza que existe entre ellos, ahoga el intento. Me enfoco en un reloj. Plástico amarillento, centro negro y manecillas blancas. Su caja mantiene unidas sus piezas. Lo curioso, es el lugar donde se encuentra. Una cabinita de vigilancia y un gran espacio en la pared. Una tumba grande que mantiene al conjunto de engranes. Tal vez el reloj se encuentre encerrado en esa pared por un crimen y la reja no le permite salir. Tendrá que dar el tiempo para siempre. Me acerco a él. Mientras hago preguntas, sólo responde con un tic –tac, tic –tac. Conoce mi muerte desde su inexorable calidad de reloj. Cada 60 tics me da respuesta diferente: mueve su brazo a la izquierda saludando. Con cinismo lo hace 60 veces más, entonces mueve el otro con lentitud. Es un tipo gracioso. ¿Cómo puede hacer lo mismo 3600 veces cada hora? Yo me aburrí con verlo dos y él tiene que estar todo el día. II Mi confusión llega al límite. Las premisas giran en mi cabeza a gran velocidad. ¿Cuál fue su crimen? Yo no recuerdo porqué llegué aquí ni porqué sigo en esta banca. El reloj está vestido igual que yo: blanco a rayas negras. Seguro también soy un criminal, probablemente daba la hora. Recuerdo que los que me trajeron con este delincuente regresarían a las 2:00. Quedan minutos y éste cínico me sigue saludando. Él sabe por qué estamos aquí, presiento que ayudará a los tipos a regresar. En fin, él decide lo que me pasa. Resulta que dependo de él, ¡y eso que él es un criminal!, lo demuestra su ropa cebrada y que está aquí. No me gusta esperar. Cómo en la facultad que debí leer a Platón, no comprendí nada. Debía esperar al maestro para que respondiera mis preguntas existenciales, cuando llegó, ni me volteó a ver. Hubiera terminado filosofía. Sería el mejor filósofo contemporáneo. Qué más da, se arruinó. Tenían que matar a ese politicucho afuera de mi casa. Leía por las noches, el día no ayudaba. La naranja del cielo me condenó Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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a estar despierto aquella noche y aguantar la madriza de los federales, sus preguntas mal formuladas, y yo que, en lugar de contestar, les corregía su semántica. Terminé con tanto Tehuacán en los pulmones que me sentía el hijo de Pascual Boing. En fin, los federales decían que sería cuestión de tiempo para que pagara mis crímenes. ¡Pinches locos!, no hice nada. Me traen aquí, el perfecto sistema judicial viola mis garantías y ¡pam! de la noche a la mañana me encierran con e cabrón. El que decidirá cuándo purgaré mis crímenes, esos que los federales mongoles alegaban. A caray, al parecer si recuerdo porqué llegué aquí. Todo está mal armado. El reloj me hace sudar, ya está a pocos segundos de señalar las 2:00. III El reloj saluda por última vez y señala las 2:00. Los pasos se escuchan en el pasillo. Entran dos sujetos, me agarran de los brazos y me arrastran afuera de la habitación. Entramos a otra cámara. Frente a mi hay una puerta que deja asomar un aro de luz. Afuera se escuchan murmullos de muchas de personas. El frío recorre mi frente, cae por mi sien y se estrella con el piso. Los adoquines quieren escaparse, siento como vibran. Me invade el miedo. La puerta se abre, hay un atrio enorme. Me suben a una tarima y comprendo que me sucederá. Por el miedo tiemblo como los adoquines, quiero irme. La fuerza de estos weyes no me deja. La gente se reúne a mí alrededor. Nadie viene para ayudar. Sigo gritando que no lo hice, ¡no soy un criminal! Volteo y me encuentro con el reloj que me asecha desde hace horas. Está colgado en un poste frente a mí. Amarran mi cuello y me ponen sobre una puertita. Me salen lágrimas a cántaros. Escucho mi sentencia y me condenan a morir en la horca. Mi vida pasa en segundos. Nuevamente se detiene en la pregunta más compleja ¿Por qué se encontraba conmigo el reloj? Termino haciendo un juicio de valor: A los criminales los encierran, El reloj está encerrado. = El reloj es un criminal. Sí, es correcto. El reloj es malo. ¿Cuál será su crimen? Dar la hora, no sabe hacer nada más. Mi mente sigue dando vueltas. Seguramente dar la hora es delito. Ya nunca lo haré. Con una seña, el verdugo deja caer la portezuela. 4

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Samantha Samantha baja la escalera como un caballo a trote. Su cabello juega con el viento y se enfila en caída libre a la acera de San Marcos. Los camiones rugen como leones persiguiendo a su presa. Pasan volados haciendo abanico su vestido. Las aves giran en su entorno como buitres carroñeros. Sus lágrimas caen al suelo como lluvia intensa; el río de lágrimas comienza a tomar fuerza en la calle. Samantha sube la escalera arrepentida. Su corazón palpita como tambores de guerra; preparándose para atacar. El río tomó fuerza amazónica; Filobobos para rápidos extremos. Su casa es como el gran árbol de tule oaxaqueño; grande, vieja y cacariza. Abre la puerta dejando entrar una corriente mortecina que le eriza la espalda. Regresa el diluvio lagrimal. Sus dientes castañean de frío y de miedo. Los tambores suenan con más velocidad. En el interior se escucha, a lo lejos, una orden militar ¡Atención! Samantha odia la violencia. Nada en el interior de su casa; la inundación se acrecienta. Naufraga en la escalera junto a su habitación. La escalera se ha convertido en una cascada Niagarezca. La oscuridad llena de oscuridad nebulosa el segundo piso. Su habitación está helada. El hielo hace resbaladizo el suelo. Mármol blanco que hace patinar las botas de hule. Cómo el árbol del Tule: hule. Hule: duele: Tule: Hule: duele. Y si duele es porque duele es de dolor. Un gran dolor. Dolor que ella llora. Ríos venas que desangran su corazón. Sus lágrimas suicidas que se estrellan en la nieve à mármol blanco resbaladizo. Resbaladizo como su vida a lo largo de los doce años que ha vivido. Samantha no sabe cómo ayudarse. No sabe como pedir ayuda. La inundación sube con más fuerza a su habitación; con la misma velocidad con la que su virginidad fue arrancada. Con la misma fuerza que un solo hombre pudo ocasionar. Su tío turco, con dientes afilados, tripudo, sucio y con mal olor, sonríe al ver que Samantha se ahoga con sus propias lágrimas. Fumando un rubio y recordando sus caderitas.

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Juego de pelota Cada año la contienda entre el águila y el jaguar se lleva a cabo en Chichén Itzá. El jaguar anuncia su llegada, entre tambores retumbantes y diversos flautines, se acerca el señor de la guerra. Vestido tal dios, se presenta con una gran cabeza de jaguar como máscara y todo su cuerpo pintado con motes negras; pieles y garras forran su cuerpo. Detrás, siete nobles, capturados en batalla honorablemente, aptos y entrenados para el juego. Pintados de azul cielo y manchas negras. Sobre la cabeza cargan un cráneo de jaguar y lo portan con dignidad. Decenas de familias nobles aplauden la entrada de los jugadores. Uniformes dignos para Xibalbá. En el otro lado de la arena, entra el águila, sentado en un gran trono de madera, con diversos tallados a mano y, en las posaderas, dos grandes águilas reales; cuatro hombres lo cargan sobre sus hombros sin mostrar el dolor sobre sus espinas dorsales. Los nobles guerreros; vencedores y quienes capturaron a los jaguares, traen alas de águila y sobre sus cabezas penachos pequeños representando al dios, a su dueño, a su señor. Todos vitorean la entrada triunfal del gran juego del año. El rito va a comenzar. El gran sacerdote se acerca al centro de la arena. Los dioses son llevados a los costados del campo; lugar dónde la acción se percibe de cerca. Los jugadores hacen una línea frente a frente. El capitán, de cada equipo, da pasos al frente y recorre su mirada a sus contrarios; los catorce se hincan en señal de respeto. El sacerdote les provee la bola de hule recién consagrada a Xibalbá. Los tambores retumban a un ritmo mayor; empieza el juego. La arena simple; rectangular. A lo largo tiene, aproximadamente, ciento cuarenta metros y a lo ancho unos treinta y cinco. De cada lado se sientan los dioses contendientes; observando un corredor de unos diez metros, que de cada lado se levanta hasta casi cinco metros en rampa; llevan por nombre taludes. Justo en el centro de cada talud se encuentra un círculo de piedra mostrando una serpiente enroscada y con hoyo al centro; lugar donde pasará la bola. Las reglas son sencillas, cada jugador debe pasarla al contrario, únicamente pueden hacerlo golpeando la bola con la cadera y en caso necesario 6

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pueden utilizar su rodilla para acomodarla. El capitán del equipo deberá pasarla rodando hacia el otro lado, los jugadores deben tirarse y golpear la bola con la cadera hasta levantarla, así comienza el juego. Tras eso, cada equipo se para sobre su talud y comienza el intento de introducir la bola entre el orificio. Si un equipo pierde la bola, los contrarios, desde su rampa, pueden recuperarla y hacer el mismo intento. Los jaguares llevan la ventaja de dos puntos por encima de los otros; cada equipo se ha preparado casi cuatro años para el gran juego. Tras algunas horas de juego, mientras el sol se encuentra en el punto más alto del cielo, el juego termina. El dios jaguar ha ganado la contienda. Los nobles vitorean el gran juego y se levantan dirigiéndose al gran Xibalbá. Los perdedores, sobre sus rodillas, veneran a los ganadores; los nobles jaguares han ganado su libertad. El honor ha llegado para ellos. El capitán jaguar se acerca al sacerdote, justo al centro de la arena, y entrega la pelota sagrada. Hule, piel y más hule para hacerla rodar y botar. Los guerreros águila siguen sobre sus rodillas, lloran de alegría y portan su persona con honor. En el idioma que no entiendo, se escuchan oraciones, mucho incienso se quema sobre unas piedras porosas; mientras, las doncellas hacen círculos para llenar a los siete perdedores. Xibalbá espera. Y es así como los perdedores, los ganadores y los dioses son llevados al cenote sagrado; a un lado de la pirámide mayor. Una caída de cincuenta metros, agua helada y estalactitas filosas esperan en el fondo. Los jugadores perdedores son bañados en aceites y bendecidos por el sacerdote; las águilas revolotean mientras el jaguar ruge con fiereza. Los nobles se han acomodado alrededor del gran abismo a Xibalbá; todos festejan su ofrenda a los dioses. Cada uno de los águilas caminan con honor y dignidad al desfiladero; se sienten orgullosos de llegar a Xibalbá. Los aceites permean el ambiente como el incienso en humo tibio; los corazones abren vuelo al gran dios proveedor de todo; “Xibalbá clama sangre” grita el sacerdote, todos se hincan y veneran el abismo. El canto comienza, el oro llega, jade por doquier y doncellas embadurnan la ofrenda requerida. El precio desnudo de los perdedores del gran juego de pelota; arrojados en el hoyo y atravesados por el suelo de estalactitas, la sangre proveerá vida; pero necesita un costo para hacerlo. Las esposas e hijos de los perdedores lloran de alegría, gozo y pérdida. No tendrán a sus maridos en sus camas a partir de ese momento. El gran cuerno es soplado, produce un sonido grave y estruendoso; hace eco entre la selva. El jaguar sigue rugiendo. El dios águila se pone en pie y bendice a sus jugadores; estos se arrodillan frente a él y claman los fervores divinos, Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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el dios los concede. Los siete jugadores, perdedores, se enfilan al abrevadero; dispuestos a ofrendarse con orgullo y dignidad al gran cenote sagrado. Una doncella es degollada en la orilla para pintar el agua de rojo; la sangre abre el gran apetito del dios. En pocos minutos los águilas se arrojan al vacío, dejando un gran ¡splash!, con su caída y algunos gritos de dolor por las estalactitas. Los cantos retumban y el llanto de las esposas inundan la selva; nobles y familias veneran al ritmo del tambor. El juego de pelota se ha acabado.

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El caballo de ocho patas La leyenda del caballo de 8 patas me tenía cegado, obsesionado. Pocos animales faltaban para completar mi colección. El taxidermista ya estaba armando los bocetos para hacerme la pieza del centro de mi sala. Es bien sabido que el caballo, Sleipnir, con pelaje gris, es capaz de correr sobre la tierra, los aires y hasta en el mundo de los muertos. Con esa dotación, era complicado poder encontrarlo, y en caso de verlo, alcanzar su veloz cuerpo. Pero debía lograr cazar a esa bestia tan bella. Fue localizado en un campo de Bulgaria. Me dirigí hacia allá. Mi rifle con balas especiales no permitiría que Sleipnir fuera a moverse; esas balas hechas de oro de 24 quilates, con punta agujada y al impacto expansiva. 10 toneladas de manzanas rojas, sumamente jugosas, fueron depositadas en el centro de una pradera cercana, me coloqué en el puesto y esperé. La cruz de mi mira telescópica me daba el alcance de cerca de 1100 metros, suficientes para dar en el blanco, que supongo se ubicaría en el centro de las manzanas. Tras cuatro horas de espera, apareció por fin; el corcel más grande y bello que había visto jamás. Comenzaba a rondar en mi cabeza la idea del cuerpo del animal en el centro de mi sala de trofeos, junto a osos, rinocerontes, jirafas, unicornios y otras especies extintas ya; dotaría de elegancia y generaría envidia entre mis amigos cazadores. Segundos antes de jalar el gatillo, un estruendo distrajo al animal. Disparé para no perderlo, pero no contaba con la presencia de su dueño: Odín, quien detendría la bala y me pondría en el centro de su sala de trofeos.

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El campo de la muerte Los soldados así le llamaban a los tres pinos; lugar donde se habían enfrentado, durante siglos, legiones de hombres en la lucha del poder. El gran valle, rodeado por tres grandes pinos y una explanada arenosa; daba la oportunidad para enfrentarse sin contratiempos. Se sienten a los espíritus de las legiones vagando por el campo. Mientras uno camina hacia la gran roca del centro, un escalofrío recorre con rapidez tu espina; cada vértebra se eriza en cada paso que das. Tras aproximadamente 250 pasos, tu respiración es más pesada. La arena caliente expide un aire seco y tu saliva comienza a quebrar tus labios. La presencia de los espíritus afecta mi cordura; y la de los que estén aquí. El miedo invade tu cuerpo. Tiemblas, no sabes si es por los escalofríos o por el miedo; te sientes extraño y no puedes parar la temblorina. Justo en el momento que decides caminar hacia alguno de los grandes pinos, que quieres alejarte de la gran roca; tu cuerpo se paraliza. Tus pies pesan, no obedecen, sólo puedes mover tu cabeza. Asustado, tu respiración aumenta. Tu escudo comienza a rozar la arena. Pareciera que ya no puedes cargarlo más. Tu lanza, hace temblar tu brazo con la que la sostienes. Tu espada corta, hace sentir tu cadera con sobrepeso. Sientes como el suelo jala tu cuerpo, como si de repente fuera a enterrarte completo. Mientras luchas por conservar la calma y seguir caminando, tu enemigo circula en dirección a ti. La gran roca está cerca. Cuando vez a tus compañeros; sufren lo mismo. Se siente la pesadez en el interior de tu falange. Observas a tu contrario, su paso atenuado te da a entender que no eres el único que sufre la fatiga. Se escucha un grito de batalla. Los tambores hacen retumbar un gran eco en el valle. Como de costumbre, el latido de tu corazón comienza a bailar al ritmo de la guerra. La adrenalina recorre tu cuerpo; al igual que el oxígeno, empieza a revitalizar tus extremidades. Tu escudo ya no pesa, tu mano ya no tiembla al soportar tu lanza, tu cadera deja de sentirse sometida ante el peso de tu espada corta. 10

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A pocos segundos, tus falanges frenan. El enemigo te imita. Están frente a frente, con escasos 40 pasos de distancia. Se logra ver la inmensa fila de hombres preparados para embestir. Al centro del mar de soldador enemigos, puedes ver la gran carreta; donde se encuentra el señor de la guerra, dueño de sus tierras, dueño de sus almas. Nosotros, hombres libres peleando por mantener nuestras tierras, mujeres y nuestro arte; los tres privilegios más preciados. El gran cuerno emite un sonido grave; producto del aire que fluye a través del shofar. Nuestro contrincante, con más velocidad marcha, apuntan sus lanzas hacia ti. Tus pies no quieren moverse. Nuevamente, los tambores hacen que entres en su ritmo: juego sinfónico que trae muerte y sufrimiento. Cada paso retumba. Miles de cuerpos sonando al unísono. Inicia la batalla. Omito el desenlace, pues la sangre me provoca nausea. Sucesos de muerte que quisiera olvidar, probablemente me seguirán a mi tumba. Cada que mataba a un ser, el campo lo succionaba. La tierra enterraba a cada víctima. Caían decenas de hombres cada segundo, parecía que el suelo se los comía. No tengo manera de describir tales escenas trágicas y aterradoras. Sólo puedo decir que, al parecer, los espíritus unían a los hombres caídos en su gran ejército infernal. De allí en fuera, no tengo nada más que decir. –¿Quién ganó la batalla?– pregunté La mirada de aquel soldado expresaba tristeza, impotencia, lamentos. Mientras me respondía, el sonido de su voz se ahogaba hasta ser nulo; mientras tanto, su imagen se desvaneció, hasta quedarme sentado, solo, sobre la gran roca; en el centro del campo de la muerte.

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Solitaria La noche caía junto con la lluvia intensa; golpeaba las paredes gruesas de la catedral. A veinte metros de altura se hallaba la gárgola solitaria, en espera de recobrar vida una vez más. Cada noche traía consigo soledad, el calor de la piedra se concentraba en el centro de la estatua y le permitía andar por la bardilla que rodeaba la cúpula principal. Algo inimaginable llegaría para la gárgola. Una nueva construcción al otro lado de su esquina, también recobraba vida. Cuando se encontraron de frente, la gárgola se asustó; parecía un espejo reflejando su triste figura animada. La otra gárgola comenzaba a preguntarle cómo había llegado allí, quien la había creado y como podía sobrevivir a gran altura. La insistencia y cuestionamientos la ponían nerviosa, no hizo más que presentarse y regresar a su esquina para ver salir el sol. –Mi nombre es Drako– acto seguido caminó a su esquina, vio salir el sol y la vida se fue con la oscuridad. Otra noche más llegó a cubrir el cielo y Drako nuevamente revivió. La gárgola nueva comenzó a invadirlo nuevamente de preguntas. Drako comenzó a explicar lo que eran y el fin que tenían: asustar a las palomas y darle un toque gótico a la catedral. Cuando la gárgola observó sus alas gigantescas preguntó a Drako si podían usarse para volar. La pregunta llegó como espina a su ser, pues era una de las impotencias mezquinas más grandes que sentía; tener alas y no poder volar. Drako explicó que debía acercarse a la orilla, dejarse caer 10 metros para después expandir sus alas y así poder elevarse en vuelo. La gárgola asintió y lo intentó, con nerviosismo e intriga, se acercó a la orilla, juntó sus alas y se dejó caer. Drako observó la caída y como la piedra se destruía en el piso, para que nuevamente el silencio y la soledad permearan en su inocencia nocturna.

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El conejo El conejo tenía una mirada muy extraña; me condenaba a muerte desde su inexorable calidad de roedor. Creo que sabía lo que le iba a suceder, es por eso que sus ojos se hinchaban en sangre, fruncía el ceño y temblaba de rabia. Mientras, yo lo sostenía de sus grandes orejas, me pelaba los dientes como si quisiese defenderse de mí, pero aunque pataleara y se moviera, terminaría en la cazuela que ya había puesto a hervir. Con la parte posterior del cuchillo, abaniqué en forma de práctica, apuntaba con cuidado para no fallar y hacerlo sufrir. De un solo golpe conseguí desnucarlo, sus últimas pataleadas de reflejo cesaron y pude continuar con el procedimiento. Sentados en la mesa, nos disponemos de comer al conejo. Mi esposa nos platica de su trabajo y los niños a los que les da clase; yo soy desempleado así que no tengo nada que contarle. Mi hija Amelia llega contenta, su nueva escuela le ha gustado mucho y yo estoy triste porque ya no puedo cuidarla por las mañanas. –¿Qué vamos a comer hoy papi? –me dijo mi pequeña Con cierto desgane y un sentimiento de culpa, le dije que sería una carne deliciosa y que le encantaría el caldo que le hice. Pero ella no era nada tonta. –¿De qué es el caldo? –preguntó –Pues es de un animalito que he preparado para ustedes dos- respondí –Bueno papi, ¿me sirves medio plato? –dijo mientras extendía la cazuela en la que comemos la sopa. Mientras servía la sopa mi esposa me miraba con sospecha. Una vez que terminamos de comer se acercó a mí, y me preguntó de que era la sopa. Le dije que había preparado al conejo, ella horrorizada y escandalizada comenzó a regañarme y a gritarme. Desde esa última vez, no he vuelto a cocinar a las mascotas de mi hija

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Freddy El reloj deja caer sus horas lentamente. Gotean como malva, cada hora, como una savia. ¡Las horas, las horas, las horas! Horas lentas en este lugar. Horas y horas. Y a cada hora crecen mis ansias. No sé qué tengo que parece que me ahogo. ¡Qué inquietud! ¡Qué nerviosismo![1] Trato de unir las piezas de anoche. No hay razones para estar nervioso. Quizás he cometido un acto terrible. Tal vez no. Debo saber que sucedió. –Mi pequeño Fredy, qué te pasa muchacho –me pregunta la señora Cudy mientras cruza la puerta de vidrio y se acerca al mostrador–. Pero estás pálido, ¿estás enfermo? –No, señora, todo bien –respondo con voz temblorosa–. ¿En qué le puedo servir? –A mí se me hace que traes algo, ¿seguro que está todo bien? –Si señora, no se preocupe. ¿Le doy lo de siempre? –No, hoy no. Simplemente quería platicar con alguien. Estoy sola en ese departamento viejo y el recuerdo de mi Joy está en cada esquina. Todavía no me acostumbro a ser viuda. ¿Puedo quedarme un rato? –El tiempo que guste, pero debo hacer requisición en el almacén, regreso en unos minutos. Me apresuré a llegar al almacén. Lo último que me faltaba era tener a la viuda Cudy en la tienda y contando las hazañas falsas y la vida de su esposo muerto. Sonó el timbre del mostrador y no me quedó más que ir a ver. –Señora Cudy, tiene tiempo que no la veía –exclamó la señora mientras se acercaba al mostrador. –Ah qué tal, señora Mishima, tiene tiempo, es cierto. –Fredy, cariño, lo de siempre. Tengo un poco de prisa –terció la señora regordeta mientras me veía desde sus ojos rasgados. El aburrimiento me mata en cada segundo. Las horas siguen pasando lento. Además, debo escuchar las pláticas de toda la clientela, preparar los 1. Párrafo escrito en coautoría con Eloy Caloca Lafont. Párrafo original: Las horas en el reloj transcurren lentas. Este día en especial, a esta hora y en este lugar, las horas son lentas. Que lentas son. Pareciera que los minutos tienen pereza. Seguro tienen flojera. Quizás es mi nerviosismo o mi inquietud. ¡Caray, que inquieto estoy! No sé qué me está pasando. 14

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jamones y esperar a que se vayan pronto. Necesito salir y averiguar que pasó la otra noche. –Fredy, pero que te pasa, estás pálido cariño –decía la señora Mishima al tiempo que depositaba su abrigo en mi mostrador. –Todo bien señora, no se preocupe. –Bueno. ¿Cudy, te has enterado de lo sucedido ayer por la noche? –No. –Han asesinado al señor K. –¿Qué? pero ¿Quién? –la noticia me hizo tirar dos piernas grandes de jamón. No esperaba algo así, de repente y sin preámbulo. –Sí, lo han matado en el callejón de Ángela Peralta a eso de las cuatro de la madrugada. Ha sido algo espeluznante, me he pasado toda la mañana allí. El cuerpo se encontraba en varios pedazos. Algo horrible. –¡Pero qué barbaridad! Ese muchacho era agradable. Nos atendía siempre tan amable. –Lo sé, pero he irme. ¿Me acompañas querida? –Dijo la señora Mishima al tiempo que tomaba su abrigo y los dos jamones. –Supongo que sí. Hasta luego Fredy. –Adiós señoras, buen día. Mi día aburrido comenzaba a tornarse más extraño. Las horas no se mueven, yo estoy pálido, no recuerdo la noche de ayer y el señor K está muerto. Cerré la tienda. Debía averiguar lo que sucedía. Corrí a la parada de camiones, llegué al panteón municipal, a la funeraria modernos y me encontré con un tumulto de gente. La mitad de la ciudad estaba allí reunida. Las coronas de flores por doquier. Me acerqué al ataúd. Debía ver con mis propios ojos que fuera el señor K. En las coronas había infinidad de frases con buenos deseos para el difunto. “Al joven que atendía con una sonrisa en su cara”. Qué raro. Si el señor K no atendía y mucho menos era joven. Me acerqué al ataúd y estaba cerrado. Intenté abrirlo pero no pude. Con todas mis fuerzas empujé la caja de madera, ésta se cayó haciendo un ruido tan estrepitoso que las miradas de terror se enfocaron en mi lugar. El ataúd cayó de golpe y se abrió, haciendo rodar cuatro trozos de un cuerpo joven y familiar. ¡Era mi cuerpo!

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Marina “Algún día, criatura encantadora, para ti seré sólo un recuerdo” Marina Tsvetáieva (1892 - 1941) Durante años los hombres se han encargado de la destrucción del conocimiento. Los sentimientos en el hombre son fuertes y capaces de mover masas. Los libros son armas usadas por los intelectuales para promover ideas. Los que están en el poder lo saben. Malditos zaristas de mierda. Nos censuran y arrestan. –Marina, ¿has sabido de tus hijas? –pregunta Aleksei. –Desde que partí a Praga no puedo contactarme. Apresaron y fusilaron a mi esposo. –Escuché que Irina murió en el orfanato. Lo siento. –¿Mi Irina? –pregunta confundida. Enjuga las lágrimas en un pañuelo sucio. Esposo e hija muertos. –Murió de hambre. El orfanato era muy pobre. Las condiciones deplorables. De verdad lo siento –comentó Aleksei–. En cuanto me enteré, regresé de París en tu búsqueda. –De Ariadna, ¿sabes algo? –Arrestada junto con tu esposo Serguéi. Cuando lo fusilaron perdí la pista de tu hija –Aleksei no tiene respuestas; siente impotencia, un nudo en la garganta seca su lengua. Marina perdió la cabeza desde que dejó Moscú. Los pensadores, en plena revolución bolchevique, eran censurados, asesinados o desterrados. El café de la plaza roja estaba desierto. Veinticinco bajo cero y la gente se escondía en casa, frente a un fuego reconfortante; cualquiera se siente millonario si tiene fuego, más cuando todo es hambre, muerte y destrucción. Aleksei Remizov es muy cauteloso. Cualquiera puede estar escuchando y llevarlos presos. A pesar de que Stalin ya se sienta en la silla del Gran Palacio de Kremlin y el partido socialdemócrata permitió el regreso de todos los exiliados, aún viven aquellos que seguimos en contra del nuevo régimen. Toda revolución deja estragos. 16

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Hacía seis años que Marina y Aleksei formaron una librería en el corazón de Moscú. Ahora en ruinas tras la quema del lugar y la destrucción de centenares de libros “prohibidos” por el sistema. La librería la armaron con dos escritores más: Nikolái Berdiáyev y Mijaíl Osorguín. –De Nikolái o Mijaíl, ¿sabes algo? –preguntó Marina. Años en Checoslovaquia, lejos de sus hijas y esposo la enloquecieron. –Berdiáyev murió en París –dijo Aleksei–, tuvo suerte de seguir escribiendo librando la censura; hasta que lo encontraron inerte sobre su mesa de trabajo. Tenía la máquina de escribir y algunas cuartillas arrugadas en su mano. De Mijaíl no he sabido nada. ¿Tú? –He contactado a los de la librería. Nadie sabe de Osorguín. Se esfumó. Ojalá no haya sido fusilado. Marina y Aleksei, los viejos escritores seguían sentados frente a frente. Los recuerdos, de la librería, se reducen a cenizas en el corazón de Moscú. Cuatro años motivaron el intercambio de libros por libros o costales de harina, azúcar y canastas de papas. Aleksei sacó una pequeña publicación de hacía varios años. –¿Recuerdas esto? –preguntó alcanzándole el Smizdat con aroma a cuero, pergamino y tinta. –¡Una de nuestras publicaciones clandestinas!, no creí que hubieran sobrevivido –respondió Tsvetáieva abriendo el libro y oliéndolo. –En realidad, es la única que sobrevivió tras el ataque a la librería. Todo lo demás fue quemado. –Así que es el único escrito que se pudo rescatar de Mijaíl... –dijo Marina mientras tocaba las letras impresas y releía algunos de los versos. –Aquí también están los poemas de Nikolái y tuyos –apuntó Aleksei mientras ayudaba volteando algunas hojas para mostrarle los textos. La expresión del rostro de Marina mostró extrañeza. Los recuerdos volvían con imágenes fugaces. La muerte de su Irina, su esposo, la desaparición de Ariadna y que nadie supiera nada de varios amigos. Los años de la guerra y revolución llegaban como memorias secas y sedientas de algo más allá de la imaginación. Estos poemas escritos eran la única muestra de esa realidad. Toda la fantasía se esfumaba con el olor de pergamino y cuero en sus manos. De esa conversación con Aleksei y de la tristeza que su corazón sentía. Era pobre, no tenía nada que la atara a la vida. Sus poemas del pasado mostraban aquellos sucesos que la desilusionaron, que no podría nunca aceptar. El amor por Pasternak y su esposo muerto; un oficial zarista. Moscú ya no era el mismo. Biblioteca Digital de Escritores Queretanos

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–Habrá guerra pronto –dijo Aleksei. Mientras, encendió un cigarro y le acercó la cajetilla a Marina. Ambos fumaron en silencio. –Salimos de la censura y el mundo entró al fascismo –se queja Marina observando una marcha de soldados en la Plaza Roja. –En París hablan de guerra –aceptó Aleksei mientras apagaba el cigarrillo y prendía otro. Las noticias abundan sobre Hitler y la barbarie. Les duele el recuerdo de la quema de libros, de la revolución y las muertes que dejaron. Sus intentos fallidos por mantener el arte en los corazones de la gente. ¡Los libros son armas!, armas más poderosas que las bombas. –En Praga también hablan de guerra, por eso regresé. ¿Ya qué queda? He buscado a lo que resta de mi familia, ¡Qué sabe nadie!, y mi hijo en unas minas esclavizado–. La voz de Marina es tenue y rasposa. No esperaba regresar a Moscú y que su familia se hubiera evaporado. Aleksei tomó de regreso el Smizdat. Lo abrió y comenzó a leer, en voz alta, un poema. Bendigo la labor nuestra de cada día, bendigo el sueño nuestro de cada noche, el divino juicio y la caridad divina, la ley benévola y la ley de bronce, mi empolvada púrpura, de harapos cubierta..., mi empolvado bastón, de los rayos hogar, y asimismo, Señor, bendigo el pan en horno ajeno y la paz en casa ajena.[1] Marina lo observa. Sus ojos contienen un llanto viejo; melancolía de los días pasados. Es el recuerdo que la aprisiona y la hace arrepentirse. Escucha sus versos, escritos hace más de veinte años, y aún así recuerda fresca sus días de juventud. Cuando contenían millares de libros prohibidos por el régimen. Cuando alimentaban pobres a cambio de enciclopedias inútiles. Cuando todavía estaba agradecida por la vida. Sin decir más, Marina se levantó y caminó en dirección a la calle principal. Aleksei quedó inmóvil sin atreverse a ir tras ella. Sabía lo que sucedería y no tenía intención por detenerla. Semanas después, los Nacional-socialistas invadieron la U.R.S.S., por lo que gran parte de la población, incluida Marina, fue evacuada a Yelabuga. La 1. Bendigo la labor nuestra de cada día... 21 de mayo de 1918, traducción de Severo Sarduy . 18

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crudeza de la guerra le hizo recordar porqué fusilaron a su esposo. Decían que participó en el homicidio del hijo de Trotsky. Recordó sus amores con Pasternak, Mandelstam, la ternura de Rilke y la evidencia de ello dejado en libros. Se sabía mal madre, pésima esposa. No pudo ni despedirse de sus hijos. Tomó una soga, la ató a una viga y se ahorcó. Nadie olvida a Marina. Ariadna fue liberada después de la guerra. Enterada de lo sucedido, comenzó a recopilar los textos de su Madre. Gracias a ella muchos sobrevivieron y fueron publicados.

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