Ricardo Carapia

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RICARDO CARAPIA SOBRE EL ESCRITOR Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad del Valle de México (UVM), se ha desempeñado en la prensa escrita como jefe de información, editor, columnista, reportero y corrector de estilo. Ha publicado cuento y poesía en revistas, periódicos y suplementos culturales, y es autor de Espejos de Arena y Sal, (Fondo Editorial de Querétaro, 2006).

ÍNDICE

ESPEJOS DE ARENA Y SAL [Fragmentos del libro] Espejos Arena Sal

El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.


ESCRITORES QUERETANOS: RICARDO CARAPIA

ESPEJOS

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I Calculo minuciosamente las posibilidades de caber en él. De frente, miro y me doy vuelta de cuando en cuando, para encontrar el rincón perfecto, asomarme dentro, sacar la cabeza del otro lado y mirarme desde ahí. En un momento dado, doy cuenta que en realidad estoy en el sitio contrario, buscando la salida como un perro en persecución eterna de su rabo. Me cuesta seguir en círculos, pero también veo que en realidad esa era su intención al llamarme esta mañana. Y ahí, en esa pequeña cárcel de reflejos, llevo minutos incontables, que son ninguno, pues en el reloj el minutero está en el mismo lugar de antes.

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II Cesan los golpes secos sobre la puerta. Acerco la vista al pequeño agujero en mitad de ella y veo un rostro alargado, irreconocible, mirando por el mismo agujero. Parpadeamos al mismo tiempo, nos rascamos la cabeza al unísono. Sé que la figura al otro lado de la puerta no puede verme, pero la sensación de vernos es tan real y onírica que un cierto escalofrío sacude la piel. No me atrevo a abrirle la puerta, me da miedo que al hacerlo me vea entrar a mí mismo y no pueda negarme la entrada.

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X Si deja de llover, nos dejamos ir sobre la hojarasca húmeda. Si no para, nos quedamos tendidos en el viejo porche, en un silencio acompañado por el golpeteo constante de las gotas sobre la tierra cansada. Solemos acompañarnos en esta época, sin más contacto que el saludo obligado y una que otra mirada que se cruza distraída. Por lo demás, jugamos a ser extraños en un mismo espacio. De cuando en vez, hacer el amor sobre el colchón raído junto al fuego, y otras un tinto que desgarra. Pero las más, quedarnos aquí en el viejo porche, sentados en la madera crujiente, un cigarrillo tras otro y el café que nos calienta. Y si deja de llover, nos dejamos ir sobre la hojarasca húmeda.

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XII El monte parió una luna incompleta y algunas estrellas abrieron los ojos. Todo aquello que indicaba una noche tranquila desapareció en un instante. No dejaron las hojas de caer, huérfanas, y hubo momentos en que hasta los insectos enmudecieron. Apareció el viento, y con él nubes que lloraron hasta morir de tristeza. Silencio.

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ARENA

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II La sinceridad fue una de las cosas que menos tomó en cuenta antes de decidirse a confesar. Habló, y habló durante mucho tiempo, sin detenerse a pensar siquiera si lo que decía era verdad o no. Varias horas después cuando los guardas lo sacaron de ahí, hartos de su palabrería vana, insistía en que le volvieran a la celda obscura, que le torturaran otra vez, gritaba que estaba dispuesto a decirlo todo, absolutamente todo. Alguien se apiadó de su condición y le recibió de nuevo. Nuestro hombre no pudo hacer más que llorar de felicidad cuando entró en la mazmorra. Al menos ahí había quién le escuchara, aunque sea para intentar descubrir la verdad agazapada entre sus mentiras.

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VII Por siglos he estado varado aquí, sin otra cosa que hacer más que ver el paisaje, del cuál soy parte imprescindible, y resignándome a dejar que los nativos canten, bailen, y de cuando en cuando, decapiten una que otra doncella a mis pies. ¿Qué les ha hecho pensar que soy una especie de dios para ellos? ¿Qué hice yo para hacerles creer tal cosa? No lo sé. Y si lo sabía, hace mucho lo olvidé, tal vez para, en mi aburrimiento, divertirme un poco conmigo mismo y dejarme corroer por la duda durante algún tiempo.

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X Tras las rejas, no hay mucho que hacer más que despertarse, probar la grasosa comida de una bandeja mugrienta, y tirarse el resto del día a rumiar los propios pensamientos, acompañado de los rumores que salen de las celdas vecinas. Algunas veces, al atardecer, se escuchan gritos dolientes que desbordan de los sótanos, gritos que ya no quitan el sueño como en los primeros días. El paladar se le había acostumbrado al mal sabor de la comida, a los cigarrillos baratos y al aguardiente de contrabando. Condenado a treinta y cinco años en prisión, había purgado más de la mitad aunque en realidad después del cuarto mes había dejado de contar los días. A veces recordaba la escena en que dejó caer el pesado puñal sobre el pecho de aquél desdichado, y no dejaba de sentirse orgulloso de no hallar remordimiento alguno rasgándole el alma. Esas ocasiones, omitía o añadía detalles, de manera que al pasar el tiempo unas veces era el asesino de su hermano, otras el que mató al marido de su hermana. Otras, y las más de las veces; el puñal caía sin piedad sobre su propio corazón en una certera y profunda herida. Ahí se encontraba no en un encierro de paredes cubiertas de mensajes obscenos y barrotes inmundos, sino en su propio infierno, repitiendo incansablemente el pecado dentro de su cabeza, y en esa repetición sin arrepentimiento se encontraba irremediablemente cada madrugada al inicio de su condena.

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SAL

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I Largos años había pasado en esa cabaña en medio del bosque, jugando con los animales, cantando con los siete enanos todas las noches alrededor del fuego. Sin embargo, todas las noches sentía un vacío en su pecho y sollozaba en silencio bajo sus sábanas. Salió de casa de los enanos un día de octubre, pensando en encontrar a su príncipe. Caminó durante mucho tiempo, y en cada pueblo que pisaba preguntaba por su amado. Nadie le supo dar respuesta y al cabo de un tiempo se sentía cansada, y el vacío le era aún más grande. Años más tarde, los enanos se encaminaron al muelle de ... a enviar a tierras lejanas un cargamento de diamantes. Le encontraron, con el rostro marcado por arrugas prematuras y picada de viruela en un burdel para los marinos que llegaban a puerto, y en donde a todos los hacía su príncipe a tres quince la hora.

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II “¿Tú también, hijo mío?” dijo, con la voz quebrada de tristeza, aunque sospechaba de hace tiempo la naturaleza perversa de su hijo. Era un padre quien se dolía en esas palabras al ver a su único hijo, al heredero del César, besando a la criada.

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III –Bésame… –dijo el feo sapo a la siguiente muchacha que pasó por el estanque. –En realidad soy un príncipe hechizado por una malvada bruja. Poseo un castillo no lejos de aquí, extensos campos y numerosos sirvientes. Si me besas, me casaré contigo y tendremos los más hermosos hijos que haya visto la tierra. Poseo también los caballos más bellos y dóciles de este lado del continente, y pondré a tu disposición el que quieras. Tendrás sábanas de seda, vestidos hechos por los mejores sastres y costureras del reino, diarios banquetes en tu honor y jardines con flores de todo el mundo. Oro, plata y piedras preciosas adornarán tu cabeza, tu cuello y tus brazos. No escatimaré recursos en cumplir tus caprichos, incluso los más extravagantes. Seré un esposo fiel y respetuoso. Una corona, un reino y un príncipe a tus pies es lo que ofrezco, si tan sólo me regalas un beso de tus labios. –Sólo con una condición –dijo la doncella. –¿Y cuál es ella? –inquirió el batracio. –Que viva mi madre con nosotros. –Bésame… –dijo el feo sapo a la siguiente muchacha que pasó por el estanque.

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VII De pie ante su tienda de campaña y solo en mitad de la noche, dejó caer una lágrima al recordar a su enemigo muerto. Julio recordaba su fuerza, su elevada estatura, su astucia e inteligencia de estratega militar, sus riquezas… los bien torneados músculos, los labios de avellana de Pompeyo…

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IX Camino a la vieja hacienda, el caballo se detuvo. Ahí, en despoblado, se veía nervioso y se negaba a dar un solo paso. Fue entonces cuando reparé en la raya trazada en el camino con una vara. El caballo parecía no querer cruzar dicha línea. Me bajo y las sombras surgen, el viento ruge entre las ramas, pareciera que el otoño se coló en el verano de un solo golpe. Todo se pinta de gris, y ni siquiera un pájaro se deja oír a lo lejos. Como por instinto, borro la raya del suelo y el cielo se abre al azul, el viento cesa y las aves cantan. Ya más tranquilo, el viejo caballo voltea y me mira fijamente a los ojos. –Eso sí que estuvo raro, ¿no? –me dijo ahí, en despoblado.

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XVII Podría navegar durante meses enteros en este pequeño balandro. Sortear tempestades profundas, evitar peligrosos escollos en las costas, ir a la deriva al costado de una enorme ballena azul; dejar que el timón decida el rumbo exacto hacia mi destino, pasear con gaviotas… Podría hacerlo, pero invariablemente llega mamá a sacarme de mi caja de cartón, con el absurdo pretexto de lavarme las manos para comer, como si pudiera darle órdenes a un capitán de barco.

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