VERÓNICA RAMOS SOBRE EL ESCRITOR Nací el 29 de Noviembre de 1973 en Ramos Arizpe, Coahuila. Mi necesidad de explorar el mundo por mi misma y mi amor al arte, me llevó a partir de mi pueblo a una edad muy temprana. Fui adoptada por otros pueblos lejanos, con otras lenguas y costumbres, pero al mismo tiempo de una familiaridad universal, que siempre me sentí como en casa, sin embargo yo sabía que mi verdadera casa estaba en mis orígenes con mi familia en el pueblo que me vio nacer. De esta añoranza y evocación que sentía cada vez que regresaba a mi pueblo empecé a escribir cuentos que principalmente fueron para mí, como una terapia para poder entender el paso del tiempo por un pueblo que tenía un ritmo, historia y tradición y fue adelantado de forma violenta para entrar en la modernidad. Mis cuentos son un retrato antiguo de un tiempo que ya no está o sólo existió en mi mente, fantasmal, reflejo de mis propios temores y deseos no lo sé.
ÍNDICE
El cenicero y yo El sauce La casa de la moneda La puerta de latrillos La quinceañera
El contenido de estos textos es propiedad y responsabilidad del autor, Par Tres Editores, S.A. de C.V. transmite estos textos de manera gratuita a través de su proyecto de difusión cultural y literaria denominada Biblioteca Digital de Escritores Queretanos. Los autores han seleccionado sus textos para permanecer en dicha biblioteca para su uso única y exclusivamente como difusión literaria, por lo que se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del autor, quien es el titular de los derechos patrimoniales de los mismos.
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El cenicero y yo Otro día que despierto, ya llevo algunos días obsesionado con la idea de no despertar. Me recuesto en la noche pensando que puede ser la última. Amanece de nuevo, al fin me levanto, toco mi cara para comprobar que estoy vivo, no lo puedo creer, otro día más. Bajo a la cocina y mientras me preparo mi café veo a mi amigo inseparable que me espera como hace cincuenta años, siempre quietecito en el centro de la mesa. Día a día lo he llenado de mi vida convertida en cenizas. A veces lo veo como mi urna y lo lleno hasta que he consumido el último de mis huesos. Siempre lleno de polvo gris con chispazos de brasas que lo calientan y reaniman como un ser orgánico y autónomo. Muchas veces he hablado con mi cenicero, por ser el único que me escucha y me acompaña. Hay quien tiene un gato o un pájaro enjaulado, pero yo prefiero a mi cenicero, porque deposito mis penas y mi soledad convertidas en ese polvo gris humeante y con olor fétido. Los objetos que te acompañan en la vida, se van llenando de ti, van adquiriendo un rostro y personalidad propia. En cambio el cenicero de un restaurante es como la fosa común, donde reciben de todo: gente alegre y triste, enfermos y saludables. Echar la ceniza en mi cenicero es un ritual de complicidad. Uno necesita tanto del otro para sobrevivir. Decía un poeta que al morir sólo se llevaba uno, un puño de tierra. Si se valiera escoger, yo quisiera llevar conmigo mi cenicero, que es el caset regrabable de toda mi vida, donde dije y me desdije, donde hice y deshice, donde dejé todas las lagrimas de mi vida. Mi cenicero ha sido mi diario de cristal. Me angustia la idea de separarme un día de mi gran amigo y confidente, yo quiero que cuando muera, me incineren junto con él y fundirnos en uno solo. Así, vidrio y cenizas transformarnos en un cristal negro lleno de misterio y secretos como la obsidiana.
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El sauce Me gusta pasar las tardes aquí, ver la caída de sol que se esconde detrás de la fosa común. Caminar entre los sauces llorones que inclinan sus ramas queriendo tocar las tumbas. Vengo a contarles a mis amigos cómo sigo viviendo sin ellos y lo mucho que los extraño, paso a saludar a mi madre y le doy las buenas noches. Mi encanto por el cementerio empezó el día que enterré a mi madre. No he faltado desde que ella murió y sé que desde el cielo está orgullosa de mí por eso, como cuando en vida contaba a la gente que yo llevaba más de veinte años trabajando en el banco y no había faltado ningún día. La verdad es que si nunca falté al trabajo, no es porque haya sido muy responsable, sino porque no hubo un día que no me despertara mi madre puntual a las siete de la mañana con los olores a tortillas de harina recién hechecitas y café de olla que se colaban por mi recámara. Ese fue mi despertador de olor hasta que ella murió. Mi vida fue rutinaria, mas no por eso aburrida. Lo de la rutina lo aprendí desde niño con mi madre, tenía un menú semanal que nunca cambió con excepción de la semana santa, donde no comíamos carne. Los lunes había tortitas de papa, los martes cortadillo de cerdo en salsa verde, los miércoles albóndigas, los jueves asado rojo, los viernes caldo de pollo, los sábados enchiladas de queso y los domingos el mejor puchero de res que haya probado en la vida. Este mismo orden lo tenía con la ropa que me ponía en mi silla tejida de palma al lado del buró de mi recamara para ir a trabajar. Los lunes iba de pantalón azul y camisa a cuadros, los martes pantalón café y camisa a rayas y así toda la semana, me daba el mismo cambio para cada día. Ya va a empezar a llover, yo sé cuándo los sauces están inquietos y se empieza a pelear el viento con las ramas vencidas de tristeza, entonces es cuando llega la lluvia a dar consuelo y calma. Me refugio en la tumba del doctor Tremont. Allí vive ahora Rufino el camposantero. El doctor Tremont fue un Francés que se vino a la Rosilla después de la primera guerra mundial, no se hizo famoso aquí por curar enfermos, sino por traer la fotografía al pueblo. Platicaba que cuando llegó de Europa en barco, se trajo sólo un cambio de ropa y su gran cámara de fuelle francesa Gallus. Le gustó la Rosilla para quedarse, decía que aquí tenía el paisaje de Nantes 4
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de donde él era, pero sin guerra ni hambre. Venía gente de Saltillo y hasta de Monterrey a que los fotografiara. No era barata entonces la fotografía, era un lujo muy grande. Recuerdo cuando murió mi abuelo Papá Juan nos dimos cuenta que nunca le habíamos tomado una foto en vida, entonces, mi madre fue con el doctor Tremont para pedirle que le sacara una foto a mi abuelo. Lo sentamos en su mecedora de palma y lo amarramos con cordones a la mecedora, para que quedara derechito, luego le pusimos su poncho y no se notó que estaba muerto ni amarrado. Más bien se veía como si estuviera dormido. El Doctor soñaba con tener su tumba estilo Nantes, decía, y se mandó hacer un mausoleo. Las únicas flores que recibía se las traía mi madre. Rufino ni lo conoció y un día agarró su mausoleo como casa. Al principio, yo me enojé mucho con Rufino y le decía que el Doctor Tremont compró su tumba a perpetuidad, pero nunca me entendió. Ahora lo veo diferente. Aquí tomamos café y jugamos a las cartas. Cuando tomamos aguardiente, siempre pierde Rufino y le echa la culpa al doctor Tremont dice, me está castigando por usar su perpetuidad. La rutina es algo que siempre me ha seguido en la vida. Yo creo que si no la tuviera me perdería. En eso soy como el doctor Tremont, muy francés, aunque yo si tuve amigos y muchos. Ya todos viven aquí, pero se fueron en paz, sabían que su fiel amigo Humberto los acompañaría siempre, hasta que también algún día me reciban con ellos. Fue un trato. Ya siento que falta poco para que esté con ellos porque la diabetes me ha agarrado y no me quiere dejar. Este año me amputaron la segunda pierna, pero no por eso dejo de venir. Ahora me traigo a mi sobrino Paco. Vive conmigo y lo voy a heredar. Aunque él no lo hace por dinero, tenemos un trato también y él se quedará en mi lugar para que siga la tradición. Paco me empuja la silla de ruedas y yo cargo flores en el brazo. Las margaritas son para mamá, los claveles para Lucía mi novia. A José Luis le traigo su botella de tequila, escondida bajo el brazo. Me la tomo con él, mientras Paco se va a barrer las tumbas y a echarles agua. El tequila nos unía, cada viernes teníamos nuestra mesa en la cantina del mudo. Podíamos platicar horas con él y nos entendíamos sin que pudiera decir una palabra. Solo emitía sonidos extraños, que nosotros interpretábamos muy bien, como un lenguaje propio. Para pedirle un tequila cuervo, señalábamos un cuervo disecado que tenía arriba de la barra de espejos, la cuba de Presidente, era pasar la mano izquierda desde el hombro derecho hasta las costillas del lado izquierdo simbolizando la banda presidencial. Siempre subíamos la rocola a todo volumen, lo hacíamos a propósito para ver llegar a Chemita el rentero que vivía al lado. Entraba en calzoncillos y con las manos en las orejas diciéndole Biblioteca Digital de Escritores Queretanos
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al mudo que estaba muy fuerte la música. El mudo tocaba la barra y sentía la vibración de la música, entonces le bajaba a la rocola y nos regañaba con unos aaa aaa aaa. Ya empezó a llover con fuerza, los sauces parece que se quiebran de dolor, se encorvan moviendo sus brazos de lado a lado acariciando las tumbas. Todas las nubes del cielo de la Rosilla están concentradas aquí, en el único lugar donde los árboles no fueron sacrificados como en el pueblo entero, para dar paso a la modernidad. Aquí están los mismos árboles que conocieron a mi abuelo Papá Juan, al doctor Tremont, a mi madre y a mí. Las copas de los árboles son las más altas de la Rosilla, pareciera que son columnas de mármol deteniendo el cielo. Rufino enciende su colección de cirios que recoge de las tumbas. Los usa como calentador. Los ojos de las ánimas se derriten en lágrimas de cera roja y se estrellan contra el piso, acompañándose una a otra, acumulando el dolor y el olvido y el enojo por lo que no vivieron. La habitación se ilumina y se calienta y se llena de sombras y de ánimas. Ese día Rufino estaba triste, por eso la tormenta y las velas y la lluvia que no paraba. Yo decidí quedarme con él y despaché a Paco a la casa. Saqué mi botella de tequila y nos la fuimos tomando despacio, sin prisa, dejando que el silencio nos acompañara y las únicas voces fueran las de la lluvia. Ya de noche, cuando se acabó la última gota de tequila, Rufino sacó una bolsa de hule de un florero viejo que le quitó también a alguna tumba. Estaba llena de dientes de oro y joyas con lo que iba a comprar aguardiente cuando se nos acababa. Al regresar con el aguardiente se sentó en su catre y miraba hacia la pared, tenía sus ojos fijos en un cuadro de hoja de oro y terciopelo rojo, su cuadro de bodas con Agustina. El cuadro estaba en medio de la pared, rodeado de coronas de flores de plástico, llenas de tierra y de sol. Esa noche Rufino quería hablar de él por primera vez, pues desde que lo conozco lo único de lo que platicábamos era del último muerto al que le echó la tierra. De cómo lloraban los parientes del difunto que estaba enterrando. Describía de una forma minuciosa cada una de las caras que había visto esa tarde. De la niña pecosa con las margaritas en la mano que soltó al difunto mientras bajaba a su tumba. Del padre del difunto que luchaba para no aventarse con su hijo, de cómo maldecía a la vida por torcer lo natural. De la madre hinchada de llorar con los ojos casi vaciados como dos verrugas colgantes. De los gritos de la novia desconsolada que se le salía el corazón entre sollozo y sollozo. No, esa noche Rufino veía su historia con Agustina, la imploraba desde ese cuadro de terciopelo rojo y hoja de oro. Ya amaneció. Rufino sigue dormido, tomó mucho tequila anoche. Agustina nos ha traído unas gorditas de harina con huevo y frijoles. Yo me levan6
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té a hacer café para todos. Los niños de Rufino juegan con las coronas de plástico llenas de tierra y de sol. Me puse a barrer la tumba de mamá y de papá Juan para que cuando llegue en la tarde Paco nos encuentre limpios.
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La casa de la moneda Fue exactamente hace un año cuando la encontré en nuestra cama con otro hombre. Tengo tan presente ese día como si hubiera sido hoy. Yo llegaba a la casa siempre a las seis de la tarde, cuando había terminado de ordeñar las vacas. Natalia siempre me recibía con una taza de café de olla y tortillas de harina recién hechecitas. Mientras yo merendaba ella vendía la leche a las señoras del pueblo que ya estaban esperando en fila afuera de la casa. Ese día mi mejor vaca, la Consentida se estaba muriendo y no quería que sufriera más, por eso tuve que regresar a las cuatro de la tarde a la casa por la pistola para matarla. Encontré a Natalia con un hombre en nuestra cama, saqué la pistola del ropero y les apunté a los dos. Mis manos me temblaban, no sé sí estaba más asustado que ellos o era la adrenalina. Recuerdo que sólo le pregunté al cobarde si ya habían terminado. Él me dijo tímidamente que sí. Entonces pregunté si estaba satisfecho. Él tenía los ojos hinchados de un pánico que no le cabía en el rostro, parecía como si no oyera lo que le decía, pero sus ojos reflejaban el miedo que se le tiene a la muerte cuando se ve de cerquita. Mis poros expiraban azufre. El rostro de Natalia era una lluvia de lágrimas que caían sobre la cama queriendo lavarla del pecado. Cuando el hombre afirmó con la cabeza le dije que le pagara. Fue entonces cuando sacó unas monedas del pantalón caqui que se estaba poniendo y las puso sobre la mesa. Le pedí que se largara y no volviera nunca, porque la próxima vez lo mataría y se lo echaría a las vacas como pastura. Natalia se arrodilló a mis pies y me pidió que no la matara. Yo no dije una palabra y tomé una de las monedas de diez pesos con las que el cobarde le pagó y la clavé por fuera del portón de madera de la casa. Le dije a Natalia que mientras ella viviera, esa moneda iba a estar siempre clavada en la puerta para que le explicara a todo el que preguntara. Ella cuidaba celosa de que nadie fuera a quitar la moneda de la puerta y yo veía como su vida se apagaba día a día. El pueblo entero se enteró de la historia de la moneda y lucraban con nuestra desgracia llevando turistas a visitar La casa de la moneda, así la llamaban. Hoy que Natalia amaneció muerta decidí enterrarla con la moneda en el pecho. 8
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La puerta de ladrillos Eran las cinco de la tarde cuando vi llegar a Rogelio a recargarse en la puerta de ladrillos en la calle de Morelos esquina con Carranza. Yo lo observé desde la vidriera del local de mi padre que está justo enfrente. De pronto llegaron a mí un montón de recuerdos de la infancia, llenos de pan con cocas y novelas del corazón. Allí estaba Rogelio, inmóvil, como una estatua de ladrillos, camuflajeado, sin moverse, sin hacer una mueca, con su sombrero de paño beige, una camisa blanca ya muy neja y sus pantalones café chocolate. Ahora lo recuerdo todo. Rogelio es el último sobreviviente de la tienda de don Carlos y Nico, sí, diría la gente, allí fue muchos años una tienda de revistas, de cocas, conchas y pan francés. Pero no fue así, esa tienda fue mucho más: era el café de los portales para quién no tenía dinero para irse a tomar un café, era el billar para quien no jugaba billar, era la cantina para quien no tomaba y era el punto de reunión para ver a las muchachas que iban a comprar el pan y sus revistas del corazón. Don Carlos era el dueño de la tienda, un señor de estatura bajita, calvo, gordito, con unos lentes gruesos de aro negro. Creo que Nico era su hermano, no estoy segura si de sangre, pero sí de corazón. Él era de piel blanca, chapeado, pelo de plata rizado y bigote tupido. Nico era muy simpático, siempre estaba cantando. Don Carlos era más serio, pero se reía mucho de todas las ocurrencias de Nico. Yo tenía como 8 años y era cliente de la tienda; ba con mucha frecuencia pues me quedaba algunos días a la semana en casa de Maye, mí queridísima abuela, la cual vivía a un costado del local de vidrieras que ahora heredó mi padre y que en ese entonces era la cantina del mudo. Iba a la tienda de Don Carlos a comprar mi coca, un gansito y una revista de terror; me encantaba esa revista en formato miniatura, con dibujitos en color sepia y papel viejo. Las novelas eran para adultos, en verdad me daban miedo, pero el formato de la revista era tan pequeño que don Carlos y Nico nunca pensaron que yo no tenía edad para estar leyendo esas historias. Esa tienda existió por muchos años desde que yo tengo razón, toda la vida. Don Carlos y Nico ya eran muy viejitos y todo el día se la pasaban caminando del mostrador a la bodega, no había sillas, ni para ellos ni para los clientes, la gente siempre se recargaba en ese mostrador de madera café muy Biblioteca Digital de Escritores Queretanos
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viejo y desgastado por el tiempo, que era como la barra del bar. Los niños confianzudos como mi primo Manolín y yo, saltábamos arriba del mostrador y nos sentábamos, para ver todo lo que había y pedir como grandes. Era una tienda con un estilo para vender, que los expertos en ventas de hoy en día no podrían entender. Recuerdo cuando mi hermana Marie hizo su primera comunión y mi mamá me encargó ese día ir a comprar todo el pan francés que tuvieran en la tienda, para acompañarlo con el riquísimo pozole rojo que ella había preparado. Nico solo me vendió 5 piezas de pan. Yo no entendía, pues la vitrina estaba llena y yo quería todo el pan y le enseñaba el dinero. Pero el me respondió diciendo, No, ya no te puedo vender más, porque luego ¿Qué vendo?, además falta que venga doña Lupe, don Ricardo y muchos más que ya no me acuerdo. Ese día cuando llegué a la casa, enojada porque Nico no me había querido vender más que cinco piezas de pan, mi papá soltó una carcajada y me empezó a contar que un día fue a comprar el períodico porque mi abuela se lo había encargado, ese día había salido Angélica su hermana en la sección de sociales, entonces Nico le dijo antes de vendérselo, que ya se lo habían llevado a la casa de mi abuela, que salía Angeliquita en sociales, en ese momento un amigo y cliente de Nico, le dice a Nico Bueno que eres tonto, tu véndelo y ya, que te importa si ya lo compraron dos veces o no quieres vender? No, si la tienda vendía pan y revistas era un puro pretexto para existir, lo que realmente regalaban en ese lugar era otra cosa. Allí se reunían todas las tardes muchos personajes del pueblo. Algunos muy humildes que no tenían para comprar la revista. Nico se las alquilaba por diez centavos para que la leyeran mientras se tomaban su coca con una concha de pan. Un personaje era Nacho Saucedo más conocido por todos como El adiós porque todo lo respondía con esa frase y depende el acento y ademán que hacía quería decir; apoco, no te creo, ¿por qué? Cómo olvidar también a Don Cheno, con su lenguaje al revés, Nico y él se hablaban todo el tiempo en ese idioma que solo ellos entendían, al llegar lo saludaba diciendo que sopa con goti o sea Que pasó contigo. Rogelio seguía parado en esa puerta de ladrillo, pero ¿qué lo detenía allí? Si la tienda ya no existe desde hace 15 años. Él estaba firme como un soldado resguardando algún tesoro, aunque su vestimenta era muy sencilla y humilde conservaba su postura con dignidad. La tienda se cerró para siempre cuando murió Don Carlos de tristeza. Se dijo que murió de un infarto pero yo sé que murió al perder a su querido hermano. Nico murió antes, pero no murió de forma natural. El día que se mató Nico, el pueblo entero se quedó en ayunas. Se había marchado alguien que había sido mucho más que un vendedor de revistas con cocas y pan de dulce. 10
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Nico fue un ser triste, aunque uno lo recuerde siempre tan alegre. Su corazón sufría de soledad. La tienda era su terapia de lunes a domingo. Cerraba la tienda todos los días a las ocho y media de la noche, solo se le veía caminar a paso lento por la calle de Morelos, camino a la casa de su hermana soltera con la que desde hace años vivía. Él se empezó a sentir mal, le daban unos dolores de cabeza intensos que lo hacían llorar y gritar. Fue al médico, quien le encargó unos análisis para ver el mal que lo aquejaba. El diagnóstico fue fatal. Tenía un tumor en el cerebro. Unos días después de haber recibido la noticia, sólo se le vio en la tienda algo distraído, más que de costumbre. Y una noche fría, a las ocho y media cerró la tienda como siempre, pero esta sería la última vez que lo hacía y la cerró por primera vez en su vida por dentro. Al día siguiente, don Carlos abrió la tienda como siempre a las ocho, entró a la bodega a prender la luz y se tropezó con unos zapatos que estaban al lado de la puerta de la bodega y al caer, sintió como le rozaban en el cuerpo, los pies colgantes de Nico. Ramos ya no es el mismo, han pasado 15 años y muchas cosas han cambiado. Llegó la modernidad al pueblo y con esto los grandes supermercados. Ahora, si quieres comprar todo el pan francés del supermercado, lo puedes hacer si lo pagas. Ya no hay un Nico que cuide que Doña Lupe no se quede sin su pan. La cajera de la tienda no te conoce ni tu tampoco sabes su nombre ni su historia. A veces ni siquiera te miran a los ojos al cobrar, sólo hacen la misma pregunta a todos los clientes ¿Encontró usted todo lo que buscaba? A Ramos ha llegado la modernidad, pero a Rogelio no le tocó nada. Él sigue aferrado en la esquina de lo que fue el lugar donde pasaba sus tardes. Con los años alguien decidió clausurar esa puerta, donde se para Rogelio y la cubrió con ladrillos rojos, pero a Rogelio no le importa, el sigue allí fiel sin importar que la vida ya le quitó ese espacio. Para él sigue siendo la tienda de Don Carlos y Nico donde va puntual a su cita cada tarde a las cinco. Ya no hay cocas ni pan de dulce, yo lo observo desde la vidriera de enfrente y veo que tiene los ojos cerrados.
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La quinceañera No sé si deba contar mi historia, soy de las personas a las que nadie recuerda. Me llamo Blanca. A veces creo que ese nombre me ha traído mala suerte. He sido la hija de Carmela Beltrán y la nieta de don Pedro el de las velas. Así es como me identifican cuando me presentan con un ahhhh! Pero de mí no saben nada. Con decir que mi amiga y compañera de la primaria, con quien tanto jugué y tantos recuerdos tengo, cuando al salir de misa me acerqué a saludarla de luto de su padre, note en su mirada la angustia que se siente al no saber ni el nombre de quien te está saludando y tratas de hacer un esfuerzo para que la otra persona no lo note, pero es inútil, yo me di cuenta pues ya estoy acostumbrada, le ayudé para que no se sintiera mal. Le dije, soy Blanca, estuvimos juntas en la primaria. Para que no quedara duda, le dije que era hija de Carmelita. Hasta entonces vi cómo descansó de su angustia con una sonrisa tibia, como recordando en ese instante en que la boca se alarga y los ojos medio se cierran y pasan la película de tu vida en su mente. Mi madre se casó a los diez y nueve años. Nunca se fue de casa del abuelo porque mi padre no salía de la cantina y ella de la iglesia. Mi abuelo hacía cirios y velas, y mi madre atendía la tienda. Nuestra casa está en la esquina de la iglesia. Recuerdo el olor a cebo que usaba mi abuelo para las velas, que tanto repugnaba y me hacía devolver el estómago. Otra vez suenan las campanas de la iglesia. Un día mi padre no llegó a casa. Todos se pusieron de negro y lloraban y gritaban. Pregunté por él y sólo me dijeron que no volvería más, que se había quedado dormido en las vías del tren. Yo no creí esa historia y pasé mi infancia buscándolo. Aprovechaba cualquier oportunidad para ir a caminar a las vías, de punta a punta del pueblo, brincando de durmiente a durmiente. Me iba silbando, como mi padre lo hacía. El silbido era un lenguaje que sólo mi padre y yo entendíamos. Conocí a todos los maquinistas y garroteros del tren. Me hice amiga de Francisco, un viejo que me traía dulces y platicábamos siempre que me encontraba sentada en la estación. Yo le conté de mi padre y él me dijo 12
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que mi padre no se había dormido en las vías, que se había ido en el tren a Chihuahua y si yo quería me podía llevar. Suenan las campanas. Planeé todo, y una tarde de noviembre me fui, exactamente un día después de mi cumpleaños que no pude festejar, porque a un cristiano se le ocurrió morirse ese día y en vez de festejo me la pasé ayudándole a mi madre en la tienda vendiendo veladoras. Ese día, a las 6 de la tarde, con la última campanada de la iglesia de Dolores, mi madre se fue a misa y yo me subí al tren. Era el día más feliz de mi vida, iba a volver a ver a mi padre y lo traería de nuevo a casa, era el regalo de cumpleaños que más anhelaba. Francisco dijo a sus compañeros que yo era su hija. Era la primera vez que me subía a un tren. Vi cómo el desierto desolado se iba abriendo entre huisaches y magueyes para que pasara el tren con su sonido majestuoso. El viaje duró poco, aunque a mí se me hizo eterno. Nos bajamos en la noche en Paredón, un pueblo que está a dos horas del mío. En la estación de Paredón había unos vagones viejos que adaptaron como casas y en uno de ellos nos metimos. Al entrar vi que solo había un catre viejo y angosto. Por un momento me dio miedo, pero Francisco me abrazó y me dijo que no temiera, él nunca me haría daño. Mañana al fin vería a mi padre. Francisco me ofreció un trago de tequila, yo no quise pero me obligó a tomarlo, me dijo que me quitaría el frío. De lo demás no recuerdo mucho, estaba oscuro y sólo sentí su cuerpo sobre el mío que me asfixiaba. Pegó su boca a la mía, me quitó el vestido de un tirón y me comenzó a meter los dedos por todo el cuerpo. Al otro día desperté entre sangre y moretones. Él no estaba. Como pude me levanté, me puse mi vestido desgarrado y no me quedó más remedio que subirme al tren. El maquinista, al verme, me preguntó de dónde era y qué diablos hacía allí. Yo comencé a llorar. Tuve que contar la historia. Mi madre y mi abuelo no me reprendieron, pero creo que nunca me lo perdonaron. Mi madre me bañó ese día por horas con agua y muchas lágrimas. Y aunque me talló tanto hasta sacarme más sangre, siempre quedé sucia. De infancia no me quedó mucho, tan sólo tenía ocho años, pero no me volvieron a dejar salir a caminar sola como tanto me gustaba, ni juntarme con amiguitas de la escuela por las tardes. Sólo salía del brazo de mi madre a la iglesia y ayudaba a mi abuelo a hacer las velas. Aunque seguía detestando y vomitando el olor a cebo. Así terminé la primaria, sola. Mi madre me decía que no podía tener amigas, porque un día yo les podría querer contar mi historia. Ya no pude entrar a la secundaria, según mi madre, yo no tenía cabeza Me dieron la tarea de dar catecismo en la iglesia y querían que me hiciera monja. Mi abuelo me dejó la tienda de velas y a mí me gustaba mucho ese Biblioteca Digital de Escritores Queretanos
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trabajo. En especial los fines de semana. Por las tardes sacaba una silla a la banqueta y me sentaba a ver la gente que llegaba a misa. Veía de todo, bodas, quinceaños y muertitos. Lo que más me gustaba era ver a las quinceañeras y pensar que yo todavía podía ser una de ellas, pues apenas tenía catorce años. El día de mi cumpleaños número quince se acercaba. Separé con el padre la misa. Sólo me faltaba el vestido, pero eso no sería problema, pues yo ya ganaba mi dinerito en la tienda de velas del abuelo. A escondidas fui a separar mi vestido, era rosa pastel con una crinolina de cinco aros, con cien pesos me lo apartaron y hasta me dejaron probármelo, no tenían que hacerle ningún ajuste, me quedaba a la perfección. Ya solo faltaba un días para mí cumpleaños. Otra vez las campanadas de la iglesia, alguien se había muerto. Don Faustino, el hombre más rico del pueblo. Esa noche mi abuelo se puso sin descanso a hacer montones de cirios y veladoras para poder abastecer a todos los dolientes. Hacía mucho frío, era noviembre. Mi abuelo chorreaba de sudor en el taller de velas, con todos los cazos llenos de cebo y parafina ardiendo. Ya muy de madrugada cruzó el patio de la casa para irse a dormir, pero una pulmonía fulminante lo sorprendió. Quedó tirado en el suelo, apestando a cebo, ese olor a cebo que no se le quitó ni estando en la caja. Otra vez las campanadas de la iglesia llamando a misa de muerto, en el día de mi cumpleaños, de mis quinceaños. Lloré mucho, pero de rabia. Nunca le perdoné que se haya muerto el día de mis quinceaños. Nos quedamos mi madre y yo solas. Nunca pude hacer una vela. Cada vez que mi madre a gritos me obligaba a entrar al taller de velas, empezaba a vomitar. Mi madre tuvo que hacerse cargo del taller. Íbamos a misa de seis todos los días y mientras ella rezaba a la virgen de Dolores y le pedía por el descanso de mi abuelo, yo también le pedía a la virgencita que se llevara pronto a mi madre, igualito que a mi abuelo. Mi madre no se moría y ya habían pasado cuarenta años. Fue entonces cuando se me ocurrió lo del accidente. Con las campanadas de las siete de la tarde, se fue al novenario de la virgen de Dolores. Yo prendí todos los cazos de parafina y cebo. Después de una hora ya estaba todo que ardía de caliente. Como pude, volteé un cazo para que cuando llegara mi madre se resbalara, pero no contaba con que la parafina se iba a ir directo a la puerta de madera y empezó a arder todo. A mi madre la llevaron a un asilo y a mí me encerraron en esta casa blanca como yo. La ilusión que tengo es que en unas semanas va a ser noviembre y me han dicho que me van a festejar mis quinceaños, con mi vestido rosa. Todos aquí ya me llaman la quinceañera. 14
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