UPAEP VALENTÍN MARTÍNEZ-OTERO PÉREZ
[LA INTELIGENCIA AFECTIVA EN LA FAMILIA]
Salvo en la novela de Unamuno de igual nombre, amor y pedagogía están lejos de ser incompatibles, dice el autor de este artículo. La familia es el motor emocional del niño y de su actuación depende que el futuro del pequeño sea equilibrado y fecundo. Aunque el término ‘inteligencia’ es polisémico y no contenta a todos, la expresión “inteligencia emocional” ha alcanzado gran difusión popular, acaso porque subraya la imbricación de los procesos racionales y afectivos. En estas líneas nos centramos en esa trabazón y en su cultivo desde la familia. Procede, sin embargo, manifestar nuestra predilección por la locución “inteligencia afectiva”, sobre todo porque se trata de una expresión original y porque la palabra ‘afectividad’ es más abarcadora e incluye, entre otros fenómenos internos, las emociones. Ternura y calidez La familia es la comunidad humana esencial en la que sus miembros se unen principalmente por amor. Esta urdimbre convivencial básica tiene gran trascendencia en la biografía personal. Las primeras y más hondas huellas existenciales se reciben en el hogar y acompañan durante toda la vida. Cuando la impregnación emocional es suficiente, se dispone al niño para un porvenir equilibrado y fecundo; mas si en la infancia se descuida cuanto tiene que ver con el corazón, no ha de extrañar que en ulteriores etapas aparezca la amargura, la inestabilidad o el desorden. En la niñez ha de garantizarse la ternura y la calidez necesarias para que las lágrimas no empañen el camino. Esta ley natural de crianza se ve, sin embargo, conculcada con demasiada frecuencia. Los padres e hijos no siempre se unen por delicados lazos cordiales. Sea por falta de preparación o por un cariño mal encauzado, cuando no inexistente, lo cierto es que a veces se priva a los menores del amor que precisan para madurar. Por eso se requiere fortalecer el compromiso familiar con la educación afectiva, la primera y principal. Amor y pedagogía, salvo en la sarcástica novela unamuniana de igual nombre, no son incompatibles. No se trata de que los padres se profesionalicen, pero sí de que reciban algunas orientaciones que mejoren su natural vocación educativa. La creciente complejidad de la vida actual no siempre facilita el quehacer formativo de los progenitores y, desde luego, la escuela no puede asumir en exclusiva la trascendente tarea educativa. El auténtico motor emocional del niño, el que puede estimular o frenar su desarrollo afectivo, ha de buscarse en el seno familiar.
Sentimiento y razón Si la inteligencia difumina las sombras de la afectividad, ésta colorea el acromatismo del pensamiento. Este encuentro de la razón y el sentimiento posibilita el progreso personal. La inteligencia afectiva ilumina y canaliza adecuadamente el torrente emocional y el comportamiento. Sus implicaciones se extienden a las distintas situaciones interhumanas y experiencias vitales. Por eso es menester desarrollarla desde la temprana infancia. La plasticidad cerebral durante la niñez hace especialmente apropiada esta etapa para el enriquecimiento unitario de la cognición y la emoción. Condicionantes genéticos aparte, debe recordarse que la organización del cerebro y la estructuración de la personalidad acontecen gracias a la educación que se recibe, en gran medida en la propia familia. Los padres cuentan con numerosas vías para fomentar conjuntamente el despliegue intelectual y emocional: * Cultivo del amor. La familia ha de ser el genuino y natural molde amoroso en que se forme el hijo. En la comunidad familiar que funda el amor, esencia humana, brota la sensibilidad y se enciende la razón del niño. El amor, experiencia radical compleja y luminosa en que confluyen numerosos sentimientos, teje la personalidad infantil. Así como el ropaje confeccionado con hilos de amor es suave, resistente y cálido, el que se produce con hebras de indiferencia o violencia es áspero, endeble y frío. Nada tiene de sorprendente, por tanto, que en el amor se condense la práctica familiar de la inteligencia afectiva. * El ejemplo. Los niños advierten lo que hacen y dicen sus padres, hermanos, abuelos, etc. El modelo ofrecido por los miembros de la familia impacta cognitiva y emocionalmente en los más pequeños. El repertorio conductual observado en los seres queridos cercanos y significativos tiende a imitarse. Así, el optimismo o pesimismo, la manera de relacionarse, el tono vital básico, etc., dependen en gran medida del aprendizaje empírico acontecido en el hogar durante la infancia, lo que nos permite hablar del “sello de familia” para referirnos a una marca ambiental y genética. * La actitud cordial. El clima familiar favorecedor de inteligencia afectiva está presidido por la cordialidad (del latín, cor, cordis = corazón), es decir, por la comprensión empática, el respeto, la confianza, la comunicación, la sinceridad y la cooperación. La cordialidad genera seguridad y favorece la maduración. Esta disposición emocional de los padres hacia sus hijos, patente en las pequeñas acciones cotidianas, fomenta el encuentro, fortalece la vida familiar y estimula la identificación y la expresión de la afectividad, al igual que su adecuada canalización.
* La estimulación intelectual. No se trata de recibir sin más gran cantidad de estímulos intelectuales, sino de que éstos sean variados y beneficiosos. A los padres corresponde en gran medida construir un ambiente que despierte el amor a la cultura en sus diversas manifestaciones. Esta siembra familiar, apoyada en la lectura y la práctica de la razón, así como en actividades lúdicas y deportivas, fructifica en la personalidad infantil en forma de sana curiosidad, inclinación a explorar el entorno, afición por las letras e interés sociocultural generalizado. * La disciplina. A través de normas razonadas y razonables el hijo adquiere y refuerza conductas de elevado valor para la convivencia. Una disciplina de nítido signo humanista permite canalizar la energía intelectual y afectiva del niño, que de otro modo se reprime o desborda. Es bien sabido que tanto el autoritarismo como la permisividad desembocan en comportamientos inadecuados. El autodominio y el crecimiento personal acontecen en un marco disciplinar ético en que prime la sensatez y la estabilidad emocional de los progenitores y su proyección en el establecimiento compartido con los hijos de reglas apropiadas. La práctica de la inteligencia afectiva en la familia, de la que las orientaciones anteriores pueden servir de muestra, está llamada a mejorarse por los propios padres y constituye una senda idónea para enriquecer el comportamiento de los hijos potenciando los aspectos positivos y neutralizando cuanto de negativo pueda haber. Procede recordar que las disposiciones temperamentales no determinan la trayectoria vital. Merced a la actuación educativa se fortalecen y aquilatan muchos aspectos de la personalidad, de la que la inteligencia afectiva forma parte esencial.
Fuente: http://www.conmishijos.com/expertos-familia/la_inteligencia_afectiva_en_la_familia/207