Revista vivir y viajar 7

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Cruce de caminos Revista Vivir y Viajar - Número7 - Páginas 26 a 35

Cúcuta, Villa del Rosario y Pamplona, escenarios de nuestra historia independentista, convierten una visita a esta tierra de frontera en un encuentro con el pasado. Tenaces, emprendedores y abiertos es la gente de Norte de Santander, departamento que ha visto transitar por sus caminos a generaciones de hombres y mujeres que han soñado con construir nuevas repúblicas, a europeos –italianos y alemanes-, que llegaron hasta allí, con el ánimo de “hacerse a una nueva vida”, lo mismo que a miles de foráneos que lo han considerado punto estratégico para desarrollar labores de comercio. De su naturaleza de frontera se desprende esa condición de paso que se experimenta allí, ser punto de encuentro y cruce de caminos en el que unos compran y otros venden, condición dada desde su fundación. El comercio ha traído prosperidad a esta tierra como se vio en el siglo XIX cuando el puerto natural de este intercambio era Maracaibo y no el río Magdalena. A partir de aquella activa vida comercial en Cúcuta –nombre de cacique motilón- se construye el primer ferrocarril privado de Colombia, la primera instalación de servicio telefónico y alumbrado público. El empuje de aquellas generaciones también se constató en los relatos sobre las circunstancias vividas luego del terremoto del 18 de mayo de 1875 que arrasó con la ciudad. Al año siguiente ésta ya se había vuelto a levantar a partir del plan regulador del ingeniero venezolano Francisco de Paula Andrade Troconis. De aquella primera Cúcuta han quedado muestras arquitectónicas que hoy enriquecen su centro administrativo y comercial.

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El edificio de la Gobernación del departamento es un ejemplo. Construido con planos del ingeniero Marco A. Gómez, se caracteriza por su cúpula, que aunque el ingeniero la propuso elíptica, los fabricantes neoyorquinos la cambiaron a chata. Hoy es lo que identifica al edificio. Otro de los lugares emblemáticos de la ciudad es la Torre del Reloj, curioso ejemplo de arquitectura republicana y sede actual de la Secretaría de Cultura y Turismo del departamento, en donde un reloj importado de Italia le ha venido marcando el paso a la ciudad. A sólo unos metros de allí, frente al Parque Colón, se encuentra la Biblioteca Pública Julio Pérez Ferrero, que funciona en lo que fuera el antiguo Hospital San Juan de Dios, el cual fue objeto de una restauración y remodelación en el año 2000 para convertirlo en un espacio dedicado a la cultura. El edificio que hoy alberga la Biblioteca tuvo sus inicios en 1788 cuando don Manuel Antonio Fernández de Novoa donó por voluntad testamentaria todas sus pertenencias para la construcción de un hospital general. La construcción del Hospital San Juan de Dios, la Clínica Infantil, la morgue y el manicomio, que se desarrollaron entre 1879 y 1939, junto con otros edificios levantados en 1940 y años posteriores, conformaban los 6.000m2 que fueron intervenidos para darle nueva vida al lugar. Se conservaron los edificios de dos plantas y de gran altura en forma de pabellones con crujías y corredores abiertos, cuyo valor radica en ser muestra de la arquitectura de tierra caliente. Gracias a la eliminación de las edificaciones que carecían de valor, se diseñó una serie de plazas que permiten realzar lo conservado. El templo que guarda el sueño de Bolívar A sólo siete kilómetros de la ciudad se encuentra Villa del Rosario en el llamado Parque Grancolombiano, donde a la sombra de palmeras reales, tamarindos y chimilangos se da un encuentro con la historia. Allí está el templo histórico en cuya sacristía se realizó en 1821 el Congreso Constituyente que declaró la primera Constitución Política de Colombia y se posesionaron el Libertador Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, como presidente y vicepresidente, respectivamente. Lo que queda del templo es la cúpula que reconstruyó el sacerdote venezolano Manuel Lizardo después del terremoto. Allí permanece incólume Bolívar desde 1971, alzado en mármol por el escultor italiano Pietro Canónica. Y muy cerca de allí, lugares que permiten reconstruir los primeros años de Francisco de Paula Santander. La casa donde nació y vivió hasta que se fue a estudiar al Colegio San Bartolomé. Cuando ésta pasó a manos de Eliseo Suárez empieza a ser nombrada Hacienda Santander. Luego la compró la Nación y y se declaró monumento nacional. A unos pasos de

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allí se encuentran los cimientos de lo que fuera la Iglesia de Santa Ana, donde fue bautizado. Pero si los edificios nos recuerdan quienes han pasado por aquí y dejado huella, también sus poetas han dejado marca. Eduardo Cote Lamus es uno de ellos. Nació en Cúcuta y fue político y poeta. También su amigo y compañero de lides Jorge Gaitán Durán, creador de la revista literaria Mito, que identificó a una generación de poetas con una nueva postura ante la vida, el oficio y el país. Unos cuantos versos del libro Estoraques (1963), dedicado a su poeta y amigo Gaitán Durán, acerca a la profundidad de su canto a la vida y a la muerte: “Empecé por abrir la soledad/ como quien destapa una botella/y no encontré ningún camino;/di pasos atrás para buscar palabras y cantar/y no vi nada;/volví por la ciudad y sólo el viento,/el que viene y el que va, como perdido/como buscando Dios, como arañando/los altos, los duros, los broncos estoraques”. Los estoraques, también símbolo de los nortesantandereanos, son aquellas formaciones que se encuentran en el municipio de La Playa de Belén y ocupan unas extensión de 640 hectáreas, que están protegidas por el Sistema de Parques Nacionales Naturales. Pero volvamos a los poetas que le cantan a esta tierra. Para Jorge Gaitán Durán, quien nació en Pamplona, la vida, la muerte y el viaje como exorcismo, purificación y búsqueda fueron temas de su poesía. A Cúcuta le cantó en su poema Valle de Cúcuta así:“ Toco mis labios el frutero del día/ Pongo con las manos un halcón en el cielo./ Con los ojos levanto un incendio en el cerro./ La querencia del sol me devuelve la vida./La verdad es el valle. El azul es azul. /El árbol colorado es la tierra caliente./Ninguna cosa tiene simulacro ni duda/Aquí aprendí a vivir con el vuelo y el río”. Y de su libro Si mañana despierto (1961), el poema del mismo nombre acerca de su manera de abordar la vida: “De súbito respira uno mejor y el aire de la primavera/Llega al fondo. Mas sólo ha sido un plazo/Que el sufrimiento concede para que digamos la palabra./ He ganado un día; he tenido el tiempo/ En mi boca como un vino./Suelo buscarme./En la ciudad que pasa como un barco de locos por la noche./Sólo encuentro un rostro: hombre viejo y sin dientes/ A quien la dinastía, el poder, la riqueza, el genio/Todos le han dado al cabo, salvo la muerte/Es un enemigo más temible que Dios,/El sueño que puedo ser sí mañana despierto/Y sé que vivo./ Mas de súbito el alba/Me cae entre las manos como una naranja roja”. Otros cucuteños, como es el caso de David Bonells Rovira, se han dedicado a proyectar y estudiar la ciudad desde otra disciplina, la arquitectura, aunque también ha usado las palabras para comunicarse con el mundo desde otra orilla. Ya son cinco sus libros de poemas,

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a partir de los cuales se lo ha definido como poeta nadaista e integrante de la Generación Sin Nombre. Su pregunta constante es por el paso del tiempo. Otro cucuteño en quien el ejercicio del periodismo, la enseñanza y el de escribir terminaron por ganarle la partida al abogado es Miguel Méndez Camacho, actual decano de la Facultad de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Externado de Colombia, quien recientemente publicó su primera novela, Malena, cuya protagonista nació en San José de Cúcuta o más bien, en aquella que él recreó en su imaginación y llamó San José de los Vientos. Para Méndez Camacho, Cúcuta es la ciudad con cielo azul de playa sin playa, un aire quieto que a veces se mueve con la brisa de las cinco de la tarde. El sudor y la siesta y donde no se pueden vivir romances tiernos sino encuentros cuerpo a cuerpo. Así lo han dejado ver sus amantes en sus cinco libros de poemas. Recogimiento pamplonés Pero no todo es sol canicular en estas tierras. A 75km de Cúcuta se encuentra Pamplona, a 2.287 metros sobre el nivel del mar, lo que le ofrece al visitante otro clima y paisaje. Es considerada la “ciudad fundadora de ciudades”, ya que en la época de Independencia se planificaron desde allí nuevas expediciones que permitieron la conquista de otros territorios. Bolívar pasó por allí en seis oportunidades. Su valor histórico se manifiesta en la Catedral de Santa Clara en la que sobresale su artesonado y enorme piña de madera policromada. También están otros templos, conventos, el Museo de Arte Religioso y la Ermita del Humilladero que ilustran la devoción de la ciudad. A estos espacios se les une el Museo Anzoátegui, donde falleció el compañero de luchas de Bolívar. La casa, convertida en museo, presenta una breve historia de lo que fueron las gestas de aquellos valientes. Para encontrarse con un aspecto menos heroico pero no menos hermoso que acerca a la vida cotidiana de sus habitantes, cabe una visita a su mercado, puesto en funcionamiento en 1920. Y para dar un salto a las expresiones artísticas del siglo XX, el Museo de Arte Ramírez Villamizar, que funciona en una casa del siglo XVI. Al recorrerla se observa la evolución del escultor pamplonés que encontró en la geometría y materiales como el metal, su medio de expresión. Allí también se encuentra una colección de obras que ilustran la evolución del arte colombiano contemporáneo. Con esta riqueza artística y la presencia de la Universidad de Pamplona, la ciudad mantiene vivo su espíritu estudiantil.

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De regreso a Cúcuta, el camino se endulza con las tradicionales “cucas”, galletas elaboradas con panela, harina y canela –de allí su color– y con el jamón de pierna de cerdo que todos compran y conocen con el nombre de “jamón de Pamplona”. Su historia refrenda el espíritu abierto de esta región que recibe bien a quien llega y se establece. Wolfgang Bochmann, de origen alemán, maestro en salsamentaria, salió de su país por los rigores de la guerra y estando en Suecia leyó en un periódico un aviso que anunciaba la necesidad de un experto en salsamentaria en Pamplona (Norte de Santander). Llegó en un barco bananero a Colombia en 1953 y hoy día se declara no sólo colombiano sino “colombiano furibundo” . Aquí se casó con la antioqueña Nora Cárdenas y tuvo cuatro hijos, y pronto comenzó su propio negocio en asocio con Ernesto Faber. Lo que le gusta de su jamón de cerdo es la manera artesanal como se produce, -el proceso toma cinco días- hasta llegar a un resultado jugoso y fresco que se vende al día. Podría acompañarse muy bien con el queso de mano que se produce en La Garita, o con el mojicón, un tradicional pan que se hornea desde 1905, primero por las “hermanas Jiménez” y cuando ellas le vendieron la panadería Aire Libre a Policarpo Sanabria Quiñónez, por él y sus descendientes, que no han variado en nada la fórmula original –mantequilla de primera, huevos, harina, azúcar y aguamiel– que le dé un toque especial. Este sí que es el pan del cucuteño que lo empezó a comprar a cinco centavos y hoy lo pagan 200. En los buenos tiempos, por allá en 1950, se llegaba a trabajar a las dos de la mañana para producir hasta diez mil mojicones, que se llevaban hasta la casa de sus clientes. Otro sabor que conecta de inmediato con la gastronomía de la región son los pasteles de garbanzo que acompañan la tradicional sopa de mute. Se pueden comprar en muchos lugares como La Dacha, de propiedad de Carlos Arturo Montañés, abierto desde hace treinta años. El postre no podía ser otro que sus cortados elaborados con leche de cabra, limón y azúcar, que se producen en el corregimiento de El Salado. Se dice que su característico sabor obedece a la alimentación del animal a base de orégano, albahaca, palito negro, cují y tuno. Podemos decir ahora que conocemos un poco a los nortesantandereanos. Francos, de temperamento recio y firmes convicciones.

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