Enfoque de Oriente | Edición SEPT, 2018

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Frecuencias en el territorio

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s natural de la existencia que los seres consigamos confluir en espacios que revelen la multiplicidad de sentidos comunes en quienes participan del encuentro. Escuchar la palabra del otro nos otorga un lugar en él, donde el creador y el espectador convergen en una totalidad que se puebla de historia y movilidad social. Este es el caso de frecuencias, donde confluyen tres miradas que ahondan en experiencias, límite cuyo transfondo expresa la reflexión sobre un territorio desolado. Aquí se hacen explícitas las memorias de estos artistas que indagan en el sentido de su identidad, aquí se apresencias exploraciones de símbolos tenues que narran un conflicto encarnado en la indolencia y la apatía: Frecuencias se enarbola como un heraldo contra el olvido.

En llamado a la memoria leemos esta edición de atrás para adelante.



Comunicamos para

el Cambio Social

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Invitación:

n el escenario comunicativo es innegable la presencia de disputas entre aquello que se ha normalizado como bueno y lo que venimos creando como necesario. Entre los medios alternativos (en clave y aplicación de lo participativo) y las maquinarias mediáticas persisten unas diferencias significativas al momento de constatar (por derecho) la comunicación y la información, como bien lo detallan los propios sustantivos y lo evocan sus acciones. Mientras los unos crean la agenda en colectiva, desde lo que resulta significativo y trascendental en los territorios, los otros las imponen (a veces por mandato personal de la institucionalidad). Y es que sumidos en un escenario comunicativo en crisis, en el que las relaciones, el flujo y el consumo de información han alcanzado una velocidad inimaginable, los medios de comunicación se encuentran en el centro de la discusión dado el rol fundamental que desempeñan como actores protagónicos y orientadores de la opinión en la sociedad. Sus libertades y limitaciones, la ética y el enfoque que los conforma, las diversas prácticas y estrategias de las que se valen para subsistir o los objetivos que pretenden alcanzar, son elementos que continuamente se ponen en tela de juicio, siendo este un debate que ha enriquecido la labor que desenvuelven. Y, mientras tanto, en su configuración como empresas mediáticas ya es común que sean señaladas y concebidas como promotoras de la polarización, difusoras de noticias falsas, manipuladores políticos, cortinas de humo e innumerables descalificativos que no vale la pena nombrar. El llamado entonces es la búsqueda y pregunta constante de cómo luchar ante lo establecido; es encontrar el mensaje de vuelta a las grandes maquinarias comunicativas que nos imponen, manipulan y distraen, confirmando que nuestro fin es ser un medio de comunicación, no una empresa de la información. El pasado 25 de agosto, durante el Foro: Periodismo y Comunicación desde el Territorio -realizado en el Instituto de Cultura El Carmen de Viboral, en alianza con el proyecto Hacemos Memoria de la UdeA-, constatamos el trabajo comprometido que realizan algunos medios de comunicación, los mismos que narran a la Colombia escondida, olvidada; enriqueciendo la agenda informativa y llamando la atención de la opinión pública acerca de situaciones que necesariamente deben ser nombradas y tratadas (sin pinzas, sin intermediarios). En conversación con las diferentes plataformas rescatamos el trabajo de Pacifista, con el seguimiento juicioso que han hecho a la implementación de los Acuerdos de Paz, todas las dinámicas que rodean este proceso y acto seguido, la actualidad en clave de la construcción de paz; Verdad Abierta, que durante años ha estado pendiente de los procesos judiciales concernientes al conflicto armado desde el periodismo investigativo y de inmersión; Semana Rural y toda su propuesta de acercamiento a las comunidades para hacerlas cada vez más

El Foro Anual de Filosofía Stoa es un evento del Instituto de Cultura El Carmen de Viboral que se propone potenciar la idea de la filosofía como una práctica integrada a la vida cultural, promoviendo la formación de públicos a través de espacios para la divulgación del pensamiento crítico, social y político, el arte y la ética, de forma abierta al público no especializado, donde experiencias estéticas como el teatro, la literatura,

#EDITORIAL

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protagonistas y dueños de esa voz que les pertenece, y Producciones El Retorno, almas rurales que recorren incansablemente el territorio para contarlo, comenzando en las montañas de nuestro Oriente antioqueño, y ahora traspasando las geografías en América Latina. Estas apuestas, en lectura de nuestro mismo propósito, constatan la idea colectiva de encontrar las #NuevasManeras de contar lo que sucede en nuestras regiones. Vemos entonces que este camino de lo que adjetivamos alternativo, colectivo, comunitario, socialmente informativo, es parte del panorama. No todo son malas noticias. Aunque también se cuentan, y las cuentan quienes las viven, las sienten. Dejar de lado las emociones en la comunicación es cifrarnos, cosificarnos. Por ello, las voces, los rostros, los protagonistas en las narrativas anti-hegemónicas son pequeñas resistencias en el escenario comercial de la verdad, de las realidades. Como medio nos esforzamos por comunicar para el cambio social y la construcción de paz. Queremos unirnos a todas las apuestas que se plantean a partir de la confianza en un contexto conflictivo, promoviendo a través de discursos, metodologías y prácticas una relación legítima, transparente e incluyente entre los actores del territorio, para la consolidación de la paz y el país soñado, un país que requiere de la participación colectiva. Como medio, como medios alternativos en general, si bien la resistencia es ante la homogeneización, la convivencia con las lógicas económicas y de poder hacen parte también del escenario. Que nuestro lector sepa que la comercialización de las instituciones no es la comercialización de nuestras ideas, es justo una alternativa que encontramos para expresarles a éstas que claramente su pauta no nos veta, y al tiempo manifestarle a las audiencias las realidades que preponderan, las mismas que nos atrevemos a cuestionar y exponer en paralelo. Enfoque de Oriente es un medio transformado en pro de las comunidades, la historia, la cultura, el arte, la memoria. Abrimos el debate entre aquello que nos alienta y nos confronta en los distintos escenarios, políticos, ambientales, económicos, sociales, territoriales. Construimos agenda en conjunto, habitamos la comunicación en respuesta al diálogo y la realimentación; entre los lectores que son autores y los autores que luego se leen, que son lectores. Finalmente, las nuevas apuestas comunicativas y populares tendrán sentido siempre y cuando los receptores se cuestionen, se inquieten, se aventuren a ser también emisores. La institucionalidad teme a que el pueblo se informe y comente sus propias realidades, es por ello que compra y calla su derecho a las verdades. Es falso aquello que han hecho creer de que el periodismo vive de lo insólito en las noticias, de las fuentes tercerizadas y los discursos memorizados; el protagonismo de las comunidades, resignificadas en su propia voz, son la fuerza de la información, la valentía de quien no se silencia y el relato de quien lucha en su propia tierra.EO

el cine, la danza, el performance y las artes plásticas, se encuentran para demostrar los impactos de sus fuerzas creadoras acompañadas por la práctica filosófica. Del 27 al 29 de septiembre de 2018 los invitamos a sumarse a este encuentro diverso y fraterno: el Decimotercero Foro Anual de Filosofía Stoa que para este año tendrá por nombre “La imaginación: entre lo sensible y el pensar”.


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En Villa Hermosa, una de las veredas de Cocorná donde creció Alex, hace catorce años las señales llegaban inesperadamente. Los grupos armados aprovechaban los montes densos encajonados en la topografía cocornense para acordonar la zona y amenazar la tranquilidad de los campesinos. Chulo a temprana edad no asimilaba la situación. En ese punto la calma parecía abandonar por completo a sus habitantes, ya se comenzaban a vislumbrar los primeros intentos de reclutar a los jóvenes para engrosar las filas de los grupos armados. Había dos opciones para ellos: convivir con los sonidos del monte o aprender de la cultura armada para no desistir de sus tierras. Alex evitó combatir en el monte y decidió desplazarse con su familia hacia Cocorná. En el 2002 perdió a su cuñado cuando había regresado de Medellín a Villa Hermosa. El hecho se presentó en las montañas de la Vereda. Quienes perpetuaron el crimen pensaban que estaba trayendo información a grupos contrarios. “La traición era una de las supuestas causas de muertes inocentes”. Dejó viuda a su hermana y huérfanos a tres hijos. Según cifras de la personería de Cocorná, entre un 80% y 90% de la población fue víctima del conflicto armado. Sin embargo, el 100% de la población sufrió el desplazamiento forzado, tanto la zona urbana como la rural. Los 19.000 habitantes del Municipio fueron víctimas de las distintas modalidades de desplazamiento entre 1998 y 2008. Alex también fue uno de ellas. Ahora sí entiende por qué cuando estaba muy pequeño esos factores no le representaban ningún peligro, confundía una granada con un banano, el armamento le generaba mucha curiosidad, siempre saludaba a quienes pasaban como civiles portando el símbolo del conflicto. Desde que tiene uso de razón acostumbra a saludar por respeto, incluso hasta el día de hoy conserva el espíritu auténtico de las miradas y las manos para comunicarse con los demás, pocas veces permanece perplejo. Mientras Chulo retoma el pincel con rapidez tratando de acabar pronto el diseño, arquea los ojos tenues como si estuviera recordando los años de una infancia atípica comparada con la de hoy. A los siete años entró a preescolar. En el contexto actual, tener esos años, por obligación, es cursar segundo. Él iba a la escuela con botas pantaneras que le llegaban hasta la rodilla. Acepta que aplicaba el factor distracción. Se dedicaba más a jugar que a estudiar. Durante sus ocho, nueve y diez años dejó de ir a la escuela para dedicarse a los quehaceres de la finca. Dibujos llenos de vida Después del desplazamiento forzado, Alex aprendió a pintar en sexto de bachillerato y descubrió la majestuosidad de una historia contada por medio de los colores. Desde ese día no ha dejado de pintar. Es su única fuente económica, pero el más grato de todos los trabajos. Trata de imprimirle vida a los dibujos para sanar las cicatrices y los traumas ocasionados por la guerra. “La violencia fue traumática, me tocó convivir con varias tomas guerrilleras. No se me olvida la del 99. Yo estaba en la casa y cuando escuché una fuerte explosión salí a encontrar a mi papá que estaba en la plaza. Al tiempo que iba subiendo comenzaron los disparos y me toco devolverme”. Poco a poco retornó la calma, Evaristo Quintero, padre de Chulo, se encontraba a salvo con la familia en casa. Por esas razones, la vida se antepone a la resistencia, es como pasar del caos a la esperanza en unos segundos y está seguro de que su estilo de inspiración artístico puede ser un factor psicológico por haber vivido en carne propia una parte triste que nuestro país ha superado lentamente. La ilusión significa reconocer la desgracia para no repetirla. Pasar de la hegemonía del miedo a la abundancia de la paz es asunto del presente. Construir murales es un legado que Alex le quiere dejar a las futuras generaciones. Está haciendo la paloma que representa la paz encima de la bandera de Granada. Luego seguirá con la cara del Alcalde portando un adobe, al lado de ellos las siluetas de granadinos muertos en el pueblo. Mientras en Granada la última toma guerrillera destruyó casi la totalidad del

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pueblo, en Cocorná el último ataque afectó el comando de policía, la administración municipal y la casa de la cultura. El duelo de la violencia Cuando Chulo pinta, deslumbra, llena de belleza una pared que estuvo vacía y triste, se impone sin reflectores. Pertenece al mundo silencioso de los héroes sin capa que pasean por el pueblo como uno más, caminando, o de la mano con su hija Susana de dos años. En la moto pasa la mayor parte del tiempo: para ir al parque a jugar una partida de ajedrez con el “profe” Pedro o para desplazarse a la cancha de arriba a ver jugar a la selección de Cocorná como un aficionado en busca de la gloria, esa que todavía no le reconocen cuando pinta un indígena, una silueta, una bandera, una línea del tiempo en representación de la memoria. Es que por la mente de Chulo siempre pasan iniciativas de mejorar tal mural, tal otro, retocar el rostro indígena, resignificar un nuevo mensaje, crear un proyecto para que la gente lo disfrute. Él sostiene que “mural a los tres años ya está viejo”. Cree ciegamente en la ley de la remodelación y no descansa hasta ver una idea plasmada en una historia llena de poder. Ha regalado dos murales sobre el conflicto como forma de superación colectiva del pasado. Uno está en el corregimiento Santa Ana de Granada, y el otro, en la personería municipal de Cocorná. Insiste en el trabajo social voluntario, solo necesita los elementos y seguramente el mural estará listo en menos de cinco horas. Para él, recrear es sinónimo de alivio. Pinta un hecho de la violencia porque se siente reconfortado. Es recordar también a tantas víctimas que pasaron, incluidos sus seres queridos muertos. “Una manera de superar es ayudando con mi talento”. Sus manos son para tenderlas, no para mantenerlas cruzadas. Continúa pintando, utiliza el compresor y el aerógrafo. El compresor es el que tira el aire y el aerógrafo es el que pulveriza la pintura. El compresor facilita su trabajo, en parte les da realismo y vida a las obras. “Bacano ¿sí o no?”, pregunta entre risas. De repente suena el ruido del compresor como un motor. El año pasado, durante la realización del mural en Santa Ana, los habitantes se unieron, se integraron y disfrutaron de lo que estaba haciendo. La idea consistió en representarlos a ellos como campesinos. El corregimiento es una zona muy alejada y abandonada por el Estado. Entonces el pago fue la gratitud de los granadinos. “De un muro vacío, solo, aislado, pasó a ser un mural que plasmará las riquezas auténticas como la iglesia, los charcos, el café, la chiva, el parque”. En el Salón del Nunca Más Suena la lija. Retoca los dibujos con las últimas pinceladas. El grito que hará Alex se llama, “el resurgir de Granada como acto de resistencia”. Finaliza la propuesta con mucho esfuerzo. Primero debe diseñar el mural, segundo ejecutarlo con el Alcalde, tercero esperar la aprobación del espacio y cuarto llegar a un acuerdo económico, aunque no le tiemblan las manos para brindarlo sin ningún precio. Está a punto de terminar el proyecto y quedará de la siguiente manera: el Alcalde carga un adobe en el hombro izquierdo. A los lados, siluetas de personas que también se unen a la marcha del abobe. Las palomitas son varias; van saliendo de la bandera de Granada. De los colores se desprende la PAZ. Es una analogía de un líder social, en este caso el Alcalde que ayudó a la reconstrucción de su pueblo por medio de un adobe, incluso su vida. Por eso, Chulo anhela estar sentado elaborando el mural en el Salón del Nunca Más, ubicado a un lado de la iglesia de Granada. Alex no espera un homenaje público porque el valor es simbólico. El sudor de él es una lágrima de dolor de una madre, un padre, un hijo que por medio del mural tejen el duelo recordando el día en que su ser querido partió de sus brazos.


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El grito silencioso de los murales Por: Carlos Mario Palacio

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lex Quintero “Chulo”, tiene claro que si en su adolescencia hubiera continuado viviendo en Cocorná hubiese sido víctima de esos enemigos de la vida. Alex aprovecha el soplo del aire para recordar su niñez. En minutos estará finalizando una propuesta de un mural alusivo a la memoria de las víctimas de Granada. Tardará cuarenta minutos para hacerlo. Mientras él va dando botes en el pasado, recuerdo con avidez el siguiente transcurrir: de Alex sabemos que pinta por instinto más no porque interpretamos el mensaje renovado que llevan por dentro sus obras. De Alex entendemos el apodo “chulo” por repetición, pero no por su procedencia. Que un día estaba con unos amigos en el charco El Toro y de repente uno de ellos se le zafó el chulo y eso permitió que lo reconocieran por el apodo, y lo olvidaran por el nombre. Alex repite su sello propio cada que culmina una obra de arte, porque es él quien embellece las calles de murales y refuerza el sentido de nuestra cultura. A Chulo lo miramos con indiferencia porque el cocornense lleva arraigado la banalidad y el reconocimiento se logra cuando uno mismo busca los medios para ser

importante; Chulo aún no ha entendido eso. La sencillez a la hora de actuar no lo deja, prefiere el homenaje silencioso porque se acostumbró a no ser el centro de las miradas. Entre otras cosas porque dedica el tiempo libre a aprender del arte para la satisfacción del futuro. Y hay mayor prioridad cuando el otro sonríe y alza la voz unísona de agradecimiento. “Mi pago es la gratitud de las personas, ver a todos reunidos compartiendo una nueva experiencia”, agrega. A este arte él lo llama “trabajo social amoroso con el otro, inculcado por el respeto y la memoria de las víctimas inocentes que cayeron en esta región”, sentencia. Entonces me cuenta minutos después que el dinero no lo desvela pues “a veces el dinero no es tan importante en la vida”. Y es que cocornense que se respete viene de las montañas, pues en sus manos además de brotar el sudor cálido de la tarde, también afloran las ganas de refrescarse en las aguas cristalinas de las 159 quebradas que riegan a Cocorná, su pueblo querido. Aunque también existe el otro cocornense que resistió a un pasado oscuro.


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evas marsupiales en las manos, tus ojos, tu cadena, tu rostro, tu cabello… todo es un círculo perfecto. Te llamaron Dama del Armillo, Dama como si fueras incapaz de levantar tu voz, de reventar en cólera y cansancio. Sutilmente vestida para la ocasión, sería una locura vivir sin ti en parís. Maldito sea Europa ardiendo en Louvre pero vendito fueron las tinajas y los dioses del sol, las noches milenarias…! Silencio! volvió la voz del ASESINADO Neruda “ y el humo no regresa del cielo” LAS HIJAS DE LAS MADRES EN LA PLAZA se levantan. Es su cuerpo como fue el tuyo Leonardo, les pertenece. Es decisión como la que mira hacia un costado CUANDO NO QUIERE, prefiere un animal o cualquier ser para entregar afecto, no es un vientre que soporta huesos y carne, es un animal que la acompaña… en su garganta viste en vez de perlas pañoleta verde y eleva una pluma como corona. Esta acompañada de luz, las tinieblas y el claro oscuro se esfumaron lejos hacia tiempos renacentistas. El olor a viejo que desprende el libro de donde se copió la imagen, recuerda su distancia pero su presencia fue robada de los museos donde duerme tranquila de la luz. Duerme mejor que cualquier habitante del planeta, se esconde y se refugia de la clarividencia de los días, se detiene ante el moho el cuerpo mórbido. Pero hoy estamos para sacarla del museo y de los libros antes de que arden a manos del más alto fascismo (todo pueblo que se le quiere conquistar se le atenta ante su memoria y patrimonio). Ella también te cree hermana, todas la mujeres de la historia humana que posaron siempre entregadas a los artificios del arista se sumaron para reclamar su vientre, hicieron largas filas para divorciarse de la moral y le enseñaron a sus pequeñas que el futuro son ellas. MAESTRO del renacimiento bienvenido a nuestro tiempo, gracias por traerla a nuestro tiempo y permitir que lleve trajes más sueltos y revoltosos, es una lástima que Leonardo Davinci no pueda ver esta grandiosa obra para ella, lo devorarían los celos de verla como india y encapuchada como bandida.

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Robar los museos

antes de que ardan Por: Buena Siembra


La guerra nos deja sin rastro

#LAPÁGINAVIOLETA

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Por: Mariana Álvarez López.

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uede sonar presuntuoso asegurar que la guerra no ha sido contada por mujeres, ha sido glorificada por los hombres. Incluso en ella, históricamente, los hombres han sido protagonistas, no sólo en el acto, también en la memoria, en cómo se cuenta, cómo se recuerda, cómo se califica, cómo se exige e impone que se nombre. Dicen que la historia siempre la cuentan lxs vencedores y nunca lxs vencidxs, el género femenino parece entonces ser parte de lxs segundxs, lxs ocultxs, lxs silenciadxs, lxs que nada tienen que contar. ¡Mienten! Hay mucho que gritar. ¿Qué tienen que decir las mujeres de la guerra?, ¿qué es lo que sienten?, ¿cómo han vivido y viven la guerra? Svetlana Alexievich (Premio Nobel de Literatura 2015) encontró en lo anteriormente cuestionado una razón amplia para escribir La guerra no tiene rostro de mujer, un libro espejo de los relatos de distintas mujeres en la guerra, desde su emoción, percepción y batalla con el ejército rojo durante la Segunda Guerra Mundial. Dice no escribir sobre la guerra, sino sobre el ser humano en la guerra. Tampoco escribe la historia de la guerra, sino la historia de los sentimientos en la guerra. Y, entonces le dio voz a las mujeres francotiradoras, en las trincheras, en los aviones. Es una propuesta que -sin duda- nos reta a darle voz a las mujeres huérfanas de sus hijxs, padres, madres y hermanxs, a las féminas excombatientes, militantes, viudas, muertas.

Es cierto que son más los hombres que han ido a la guerra, de hecho se dice que fue el hombre quien la creó. Pero, las mujeres también han ido. Se las han llevado, lo han elegido. Las mujeres también han disparado fusiles, han llorado a sus muertxs, han sufrido y parido, muriendo. Las mujeres han resistido, han soportado los estragos de la guerra, las violencias sutiles, sexuales, verbales, sociales, patriarcales, terroristas. Esas mismas mujeres, las de rostro cansado, a veces marchito, otras veces luminoso; las de los pies hinchados de caminar, la espalda cansada de esperar, la mente perdida de imaginar; las de botas pantaneras, cabello trenzado, y cabello blanco; las negras, mestizas, viejas, nuevas, han venido abanderando la esperanza de nuevos contextos, el anhelo de un nuevo país; han sacado las fuerzas de donde no sabían podían hacerlo. Le han dejado claro a la selva, a la vida, la justicia, a la verdad y a sí mismas, que es falso eso que dice que somos el sexo débil. Vienen haciendo y siendo memoria por sus muertxs, sus fantasmas, sus desaparecidxs. La guerra está escrita en femenino y si me preguntan cómo es su rostro pienso en niñxs llorando, mujeres gritando, hombres peleando, animales muriendo, el mundo matándose, el mundo sin rastro. Esta edición, en lo peculiar de esta página, me ha puesto a la tarea de cerrar los ojos y ver el rostro de todas aquellas mujeres que he conocido y que desde sus propias historias me han permitido tramitar su relación con la guerra y su intimidad con la resistencia. Confirmé que la guerra no tiene rostro de mujer. Cuando menos pensé estaba viendo oscuro y en figuras de humo vi uno a uno los trazos de las caras de distintas mujeres. Vi a Fabiola, a Gloria, a Flor, a Martha, a Luz, a Alejandra, a Erika, a Beatriz, a Ana. Quise ver un solo rostro y no pude. Lo que sí logré fue adjuntarlas en una sola historia, concluyendo en aquel relato de la madre que da a luz con esperanza para que le arrebaten a su hijx por venganza. Terminé pensando en la importancia de ponerle rostro a las historias, para que dejemos de ser meras cifras, como si el conteo regresivo de la guerra fuese parte del paisaje de esta paz que buscamos. Es tiempo de entender que “en esta guerra no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana”. William Ospina bien lo enuncia en su Oración por la paz (2016) “Colombia no es un país de malos, sino de maltratados”, y es esta la razón por la que debemos abandonar la contemplación de la guerra para narrarla y transformarla desde la emoción; reconocer incluso nuestro rol violento y nuestro protagonismo en la construcción de paz; no acallar la raíz de las historias, ni anular los rostros que protagonizan las hazañas. Militar en la búsqueda de la verdad. Militar incluso en el dolor. Militar en la paz, como ya viene siendo un compromiso femenino, por lo históricamente vivido. Buscar a nuestros padres, hermanos, familiares, amigos, hijos, esposos, compañeros. Militar debiera ser sólo verbo y no sustantivo. #Recomendado: El próximo domingo 7 de octubre seremos testigxs del evento Mujeres, arte y transformación, en el municipio de Marinilla, con la participación de Eywa, Scuilo y Memoria femenina, agrupaciones y colectivas femeninas de la región. A partir del diálogo, la música y la reflexión, daremos pasos grandes en pro de la juntanza y la transformación social en clave de género. Más información en nuestras redes sociales.


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Su índice toca el rostro impreso de Miguel y recuerda la primera vez que el conflicto armado le arrebató a un hijo, a Migue, como lo llamaba de cariño. Recuerda cuando Claudia le dijo: “Mijo, es un niño”. Su cuerpo se llenó de una energía que sólo podría explicar alguien a quien el amor de su vida le ha regalado su primer hijo. Después, lo recuerda corriendo por el monte verde de la finca, acariciando los perros, montado en el palo de los guayabos y bastante inquieto por aprender. En su subjetividad, Ovidio, piensa en que no hay amor más sincero que aquel que puede existir de un padre hacía un hijo, un amor que va más allá de lo pasional y lo metafísico; un cariño tan grande que solo podría compararse con el dolor que se siente cuando te quitan a la persona que amas. Como desmembrando un cuerpo, la ausencia se siente y queda ahí por días, meses y años. Su mente se transporta a aquella noche cuando todos dormían en casa. Afuera, las botas de extraños se acercaban más y más, la puerta se vino al piso de un solo golpe y un grupo guerrillero irrumpió en la humilde vivienda. El reloj marcaba las 11:40 pm cuando Migue fue reclutado por el frente 46 de las FARC; Claudia lloraba desesperada y su esposo solo podía contenerla ante 6 hombres que con armas amenazaban a cualquiera que se incitara a evitar el hecho. Los hombres amarraron con una soga las manos de Miguel y se desvanecieron en la selva verde. Nunca volvieron a saber nada de él. Ovidio seca una lágrima que llega a su quijada, deja la fotografía sobre la mesa y se dirige hacia la cocina para preparar un café; luego, toma un trozo de pan y aún afligido por el sueño y los recuerdos, se prepara para salir a sembrar la tierra como de costumbre. Ensilla su mula vieja y se deja llevar por el equino que reconoce el camino que ha repetido durante años. Pasa el portón, avanza entre el pasto, luego sobre el camino destapado. Ovidio, a lomo de mula, recorre su vereda mientras el cielo azul y el verde intenso de las montañas se dibujan y desdibujan de su entorno. Saluda, como de costumbre, a quien se cruza en su camino, respondiendo a una acción fáctica e involuntaria. Llega a su montaña, matizada por un color amarillo y negro que cambia su tonalidad entre metro y metro. Empieza su larga jornada de siembra que se prolonga por más de 9 horas. De regreso a casa, paso tras paso, trata de reconstruir el sueño de la noche anterior. Pasa frente a la escuela, ve el pavimento de la cancha, y puede recordar con un poco más de lucidez aquel estado de ensoñación que lo viene persiguiendo por tantos años. Y recuerda que más allá de un sueño, el acto fue una realidad. Y recuerda... Es la madrugada del 31 de mayo, la población campesina de la vereda Salto Arriba del municipio de Marinilla se levanta más temprano de lo normal. Hay que ordeñar las vacas, recoger lo sembrado, ducharse con agua fría y posteriormente ir a la misa que se oficiará en la escuela de la Vereda; la de la zona rural, la escuela olvidada, la que solo se habita por políticos en tiempos de campaña. El reloj marca las 6:48 de la madrugada y la gente se apura en llegar hasta la institución de puertas rojas y escudos pintados en la pared. Es jueves pero la gente luce sus prendas como si fuera domingo: los zapatos de charol, el vestido de boleros, la camisa elegante y el pantalón de paño se dejan ver entre los semovientes, minutos previos a la eucaristía. En la cancha, los niños ríen fuerte, gritan y corren alegres mientras sus padres se

acomodan en las sillas y se disponen a esperar la salida del sacerdote que oficiará la eucaristía. Pasados unos minutos entra el cura — aún agitado por el trajín del viaje —, se acerca hasta el sagrario improvisado, da media vuelta para santiguarse y por la puerta de su mano derecha entran varios hombres con ropa camuflada, es el Bloque Metro. Cierran las puertas y retienen a más de 500 personas. Con lista en mano, selecciona a 9 de ellos; 4 son asesinados en acto público, entre ellos: Fernando, su hijo. Los demás, fueron reclutados por el grupo armado y tuvieron un desenlace fatal. Y así, el asfalto de la escuela abandonada se manchó de sangre campesina aquel día de mayo del 2001. Ahora, el pavimento que observa Ovidio no tiene sangre, han pasado los años pero la soledad lo persigue, más la carga en sus hombros junto con el peso del recuerdo. Regresa a casa, agotado y se sienta en una silla a ver caer la tarde. Don Ovidio, como lo conocen en la Vereda, tiene un sombrero amarillento, una camisa blanca desabrochada hasta el pecho y manchada por la jornada de siembra matutina; su pantalón remangado y sus pies cuentan que no han sido pocos los años que ha recorrido sobre el pasto que cubre las montañas del Oriente antioqueño. Como buen hijo de Dios, es creyente y porta un escapulario sobre su pecho. Suele sentarse en aquel sillón todas las tardes para ver caer el día. Después de tantos atardeceres, no se acostumbra a aquel cúmulo de vacíos. Hace varios años, su esposa murió de un cáncer que no pudo ser tratado a tiempo debido a sus condiciones económicas. Pasados unos minutos se pone de pie, va hasta la habitación, coge la fotografía con su mano derecha, enciende la radio y regresa, se sienta y continúa contemplando el episodio vespertino. Mira la fotografía y recuerda a José, el tercer hijo ausente, el comerciante frustrado que fue vestido como guerrillero por el Ejército Nacional y presentado como baja de las FARC. Es el atardecer del 26 de septiembre de 2016. De fondo, suenan las ondas hertzianas del radio viejo, se anuncia la firma de un tratado de paz con uno de los grupos guerrilleros más antiguos del continente: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Se habla de la posibilidad de silenciar los fusiles que han sonado por más de 50 años. Ovidio continúa observando el atardecer rojizo que se esconde tras las montañas. Sabe que no ha sido el único afectado por esta guerra, sabe que junto a él hay más de 8 millones de personas víctimas de violación, tortura, secuestro y desaparición forzada. Su historia, es también la historia de otra familia que vive a escasos 20 metros de su casa, pero también de la que vive a kilómetros de distancia en el territorio nacional. El arma fría no solo se apoyó sobre la cabeza de su hijo Fernando; se apoyó también sobre millones de campesinos, de sus coterráneos. Este hombre, padre de 3 hijos, con su rostro lacerado por el paso de los años, sonríe. Entiende que la culminación de cualquier conflicto evitará dolores futuros a próximas generaciones, comprende que callar un fusil es evitar que historias como la suya se repitan y que a pesar de tanto dolor: la paz es la única guerra que vale la pena luchar.


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Remembranzas del conflicto

n arma fría se apoya en la cabeza de Fernando. Un grupo identificado como Bloque Metro, con lista en mano, busca acabar con la vida de personas que habitan la vereda, donde, según información confiable, existen ayudantes de grupos guerrilleros que han operado en la zona. A Fernando le tiemblan los labios, está arrodillado en el pavimento de una cancha de microfútbol. Sus padres, impotentes, son espectadores del acto macabro. Varios hombres pertenecientes al grupo armado están vestidos con ropa militar y una pañoleta cubre gran parte de sus rostros; son ellos los encargados de custodiar la zona y han sido patrocinados por personalidades del departamento de Antioquia. Uno de ellos, al parecer el de mayor rango, lanza un grito imponente y frívolo: — ¡Hablá pues!, si no querés que te pegue un tiro. — Yo no sé nada señor, no los conozco. Responde Fernando, mientras se le quiebra la voz. Suena un disparo. Ovidio despierta agitado. Es un sueño repetitivo en su vida, un sueño que le carcome hasta el alma porque no explica su impotencia en aquel momento; no encuentra el porqué de su inmovilidad al presenciar nuevamente cómo el conflicto armado colombiano le arrebataba a uno de sus hijos. Afuera, el sonido de los pájaros y el canto de un gallo viejo, anuncian que el día ha comenzado. La cama tibia, el radio viejo y las imágenes religiosas pegadas en la pared, adornan la habitación de Ovidio. Sus pies se apoyan en el piso de barro y las últimas gotas de un aguacero torrencial, que inició la noche anterior, caen sobre el techo de la humilde morada. Ovidio vive solo, aunque 10 años atrás su historia era completamente distinta. Su esposa gozaba de buena salud; sus 3 hijos: Miguel, José y Fernando querían estudiar y prepararse para mejorar las condiciones de vida de sus padres. Miguel quería ser abogado, tenía 28 años, era el mayor de la familia; José con 25 años, quería dedicarse al comercio, era bastante bueno desde pequeño para esta actividad; por último, Fernando, que con 19 años quería ser educador, amaba enseñar y veía en la educación una alternativa para la construcción de un país basado en la tolerancia. Después de la pesadilla, Ovidio agarra una foto que está pegada en la pared junto a una lámina de la Virgen del Carmen; en la imagen, amarillenta por el paso de los años, está él, su esposa y sus 3 hijos. Ovidio, sabe bien que los años no han llegado solos, se han cargado de ausencia, de silencio, de una saudade que lo arruga por dentro. En ese trozo de papel se detienen sonrientes, celebraban aquel día la llegada del año nuevo; recuerda el sabor del sancocho preparado por su esposa, la natilla y el aguardiente antioqueño sobre la mesa; eran buenos tiempos congelados en la nada, de izquierda a derecha: Miguel, Fernando, José, él y Claudia, su mujer.

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Por: Esteban Gómez

*Cuento ganador del tercer lugar en el 3er concurso de cuentos “Ciudad de Marinilla” 2017 en la categoría adultos*


ENFOQUE DE ORIENTE

10 *** (…) Todo está sumido en una extraña sensación: vamos para Aquitania, allá están ellos, guerrilleros y paramilitares. ¿Y si nos matan? Al frente de la caravana una camioneta blanca de Naciones Unidas. Atrás, en ese inmenso jardín del trópico, un par de chivas atestadas: unos en las bancas, otros sobre la plancha del vehículo. Y una chirimía, un trovador, un guitarrero. Él repite el coro de la canción, aquella dice cumbia. Están sumidos en un profundo ruido, no hay silencio. En la última reunión hicieron unos acuerdos: los únicos que hablarán con los armados somos nosotros, César y Mario. Nadie más. ¿De acuerdo? Vamos a mirar cómo están las casas, las veredas, el pueblo. Vamos, siempre y cuando regresemos a San Luis. Sí, sí. A las casas, al lado de la carretera, las trepa la maleza. Estropicio. Las personas de Pocitos se quedan aquí, kilómetro 19. Nosotros seguimos en la otra chiva y bajamos en la tarde. César y Mario siguen con los demás. Suben el alto de Pocitos, descienden en la vereda La Unión, van hasta la curva del gatillo e inician un ascenso vigoroso, derecha e izquierda, tierra naranja, piedras sueltas. Aquitania es silencio. Alguien espera en el parque. El tipo es bajo, moreno, fornido, de voz gruesa y recia, suficiente para romper la neblina. Carmelo, el comandante paramilitar. —¿Ustedes quiénes son? —Nosotros somos un programa de comunidades que acompaña comunidades, somos de Naciones Unidas, Viaje a pie por el retorno. Estamos acompañando a los campesinos de Aquitania —dice César sin nombrar a la Legión del Afecto. —Tranquilos pueden estar en el pueblo lo que quieran. No dice mucho más Carmelo. Escruta y mira a través de esa cara hermética. Da la vuelta y se marcha. Lleva un fusil. Él manda.

*** Sabía que algún día escribiría este libro. Lo comprendí el 20 de julio de 2013 cuando me dije que en Aquitania no había transcurrido el último siglo: los caminos de tierra; las calles santuario de piedras. Las casas, la gente, la música, los perros, los cerdos esperando su muerte en la madrugada, víctimas de puñales oxidados. Todo, o casi todo, parecía de otro mundo. El asombro personal. Hace tres años conmemoraban una década del desplazamiento. Después de ese viaje traté de imaginar qué había detrás de lo poco que conocí. Había escrito una historia, sabiendo que era un insignificante trazo de la dimensión humana que se escondía tras el relato de guerrillas y paramilitares. ¿Acaso eran balas lo que me importaba? Entendí con los viajes que había una situación que me sobrecogía: ¿Cómo habían sobrevivido a la guerra en este último confín del mundo? Justo ahora cuando el final de este libro aparece a la vista, por lo menos después de los tres días de camino entre San Francisco y Aquitania que me esperan, recuerdo que hace poco más de un año un periodista amigo me recomendó desistir de esta historia y buscar una que sí fuera grande, que tuviera una melodía más universal; que no cerrara mi universo de escritor a un pueblo desconocido, vestido con una niebla inasible. Basta de conflicto armado, de dolores y pesares, de bombas y minas, de guerrilleros y paramilitares. ¿Debía renunciar? Me dije por aquellos días: escribo de esto, del dolor y la valentía, y no me he enfrentado a sus fusiles, a sus palabras, a sus corazones. Soy como aquel que recorre un sitio que ya no es lo que fue. Recojo historias del pasado, recojo congojas. Con todo esto, con lo duro que es escribirlo, recordarlo, pensar en Rosario que me acechaba con su historia y sus lágrimas que se me esconden, me obstiné en que era necesario: siento sembrar con mis palabras una flor donde hubo bombas, sembrar un jardín en donde hubo terror. Porque la escritura es una lucha contra la descomposición de la memoria; había escrito Alfonso Armada en Sarajevo: “Una selección de las noticias del mundo, de las impresiones que vamos atesorando sobre todo en los días de viaje, cuando la retina no deja de asombrarse”. Pensé, Aquitania, en escribir la historia de los tuyos en la nube blanca que te cubre cada noche. Me resistí, porque esa niebla hermética desaparece con la mañana cuando el sol rojo se levanta sobre el río Magdalena. Escribo, entonces, en mis cuadernos, en el papel, para que no se borre la voz de nuestros recuerdos.


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ENFOQUE DE ORIENTE

*** Rodrigo no tuvo tiempo de despedirse de su novia Gloria. Ni un beso ni un te quiero. Estaba trabajando bastante lejos de su casa cuando ella abandonó con su familia el Venado Chumurro. En las tres semanas siguientes se preguntaría si la volvería a encontrar, si estaba bien. —Oiga, por ahí está esa muchacha. ¿Qué si puede subir mañana a Aquitania? —le dijo Dora a su hijo Rodrigo, una vez regresó de Aquitania. En su rodilla izquierda aún estaba la marca imborrable del filo del machete luego de un descuido trabajando en un potrero en la vereda Comejenes. Se fue en una bestia hasta Aquitania y allá encontró

a Gloria, su novia. Si hacía pocos días se había marchado, huyendo de la guerrilla, le impresionaba que hubiera regresado al pueblo. —Rodrigo —le dijo ella—, nosotros estamos en San Luis. ¡Vámonos para allá unos días! La distancia los obligaba a tomar una decisión: llevar una vida en pareja después de dos años y medio de noviazgo o sentenciar la relación al fracaso. Rodrigo le explicó que no podía marcharse tan de prisa, además el dolor en la pierna no le permitiría llegar hasta San Luis. Era lunes, Rodrigo regresó a su casa y no halló guerrilleros en el camino. La iglesia estaba cerrada, las puertas custodiadas por candados.

*** Luego del desplazamiento, Rosario dice que el Ejército se asentó en el Alto del Tabor. A veces se escuchaba el helicóptero que les traía comida a los soldados. Días después aparecieron de nuevo los paramilitares. Segura de que nunca se fueron, Rosario se contiene y no lo dice. Si algo aprendió cuando estaban las guerrillas y los paramilitares en Aquitania era a callar y negar: yo no sé, yo no vi nada, no tengo ni idea, no me gusta meterme con nadie. Un día bajó el helicóptero y en pocas horas algunos soldados compartieron con Rosario y las demás familias la comida que ya no comerían. Se iban. —A mí me dio mucho miedo cuando salió el Ejército y eso se quedó solo sin una persona armada, que yo decía que podían entrarse los del monte y acabar con nosotros. En ese momento pensé que yo lo había hecho muy mal y las otras personas decían lo mismo, que era mejor haberse ido uno. Pero ya pa´qué, si uno cogía el camino y se iba y le podía pasar algo. Mejor se quedaba uno esperando qué podía pasar. Se quedó. En la noche regresó la angustia de los primeros días: el aullido de los perros, la niebla silenciosa, el fantasma de los guerrilleros cumpliendo su promesa en el pueblo. Volvía a dormir cuando sus ojos no soportaban el peso de los fantasmas. De pronto un perro se rascaba y sus uñas tableteaban sobre la madera, y Rosario volvía a despertar, pensando que le tocaban la puerta. Se quedaba quieta. Si hubiera podido dejar de respirar lo habría hecho. Una semana después aparecieron sus fantasmas. Estaba en su puerta de madera y vio cinco hombres. Sus pies no respondieron, su mirada quedó atónita. Estaban frente a la casa de su vecino Francisco Giraldo. Ellos se dejaron venir. Se había quedado en Aquitania segura de la visita de la muerte. No había tiempo para escapar. Tenemos mucha sed, le dijeron, ¿nos regala agua? Acabamos de llegar. Fue al nacimiento de agua y les sirvió. Imaginaba que le iban a preguntar por qué no se había ido si la orden fue clara. —Vea nosotros somos la autodefensa y venimos a cuidar el caserío. Es gente normal, se dijo ella, no son los otros, los del monte. Se fueron para la base que les había dejado el Ejército, en el Alto del Tabor. Gente normal.

Adueñados del pueblo los paramilitares. Dos semanas después tomó la decisión de ir a San Luis. Gloria estaba distante. La había conocido cuando trabajaba con su papá en un yucal que tenía en el Venado Chumurro. Calculando la estrategia para conquistarla empezó a ayudarlos a arrancar la yuca y a empacarla en costales. Le soltaba un piropo y le sonreía de medio lado, coqueto. Hacían planes juntos pero aún no se decidían. Entonces llegó la noticia y Gloria se marchó. No hubo tiempo para despedidas ni besos ni promesas de futuro. En San Luis, Rodrigo comprendió que la historia había terminado. Volvió a su casa, desalentado, con ansias de beber.

*** En la Casa Campesina de San Luis hay unas 300 familias en una reunión. César y Mario preguntan por el desplazamiento. Una narración coral nace de allí: la noticia la recibimos en la mañana y nos dejaron todo el día en Pocitos. Eran guerrilleros de las FARC y el ELN. Que había tres días para irse de Aquitania, cuentan en el pueblo. Lunes, martes y miércoles para huir. La ropa en costales, las gallinas y los cerdos que se quedaron, las casas cerradas con candado, el cielo bajo el que dormían, los ruidos de la noche que no son los mismos. Yo salí a pie, yo me vine con unas mulitas, a nosotros nos sacaron en una volqueta, en la autopista había soldados que nos ayudaron a cargar las cosas, allá vimos una cámara de televisión. En San Luis nos recibieron con una balacera miedosa. El alcalde se ha portado muy bien con nosotros. La gente de San Luis ha sido muy querida. Este es nuestro segundo hogar. Horas y horas, de pie, en círculo, prestándose la palabra. Luego, unos artistas de la Legión cantarán, bailarán, se pintarán la cara, tocarán la guitarra y lanzarán sonrisas, una alegría allí, un movimiento de cadera en este otro lado. ¿Cuándo vamos a volver? Ay, Aquitania. Un par de semanas después continúan su narración coral y hablan de su regreso, de sus miedos como jorobas de las que no se pueden librar. —Nosotros queremos volver a Aquitania pero tenemos mucho miedo —dice una mujer en medio del diálogo. ¿Volver? No, qué miedo; sí, sí tenemos que regresar. César y Mario escuchan de nuevo. —Mire —agrega—, el problema que nosotros hemos tenido es que el mismo silencio con el que nos hemos desplazado es el mismo del retorno. Hay que romper ese silencio. Esos miedos terminan desplazando a cualquiera, se dicen, generando más miedos. No hay nada más contagioso. —Si están decididos a regresar al territorio, nosotros los acompañamos —les dice Mario. Hablan de retornar. ¿Cuándo? En quince días volvemos y vamos a Aquitania, salimos temprano, madrugados, y regresamos en la tarde. Hay más de 60 jóvenes con chirimías, disfraces, maquillaje, también guitarreros y trovadores. Van a bailar, van a cantar.


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*** La carretera hasta Aquitania es una amplia colección de piedras. A medida que avanzo, mi maleta con poca ropa pesa como plomo. ¿Quién osó caminar en este cementerio de rocas? ¿Alguien renegaría de la carga que llevaba sobre sus hombros? ¿Se lamentaría de no llevar más pertenencias consigo? ¿Se preocuparían por las ampollas que ahora siento al pisar el polvo y la hierba, las rocas y el pasado? Siento una punzada en el omoplato por el peso de mi bolso. ¿Le ayudo?, me dijo Faver hace un rato. Le dije que no. Ahora pienso en el escritor Alfonso Armada cuando se pregunta en su libro Sarajevo: “¿Cómo escribir de la guerra sin mancharse las manos, pero implicando el corazón?”. Cuando dice que escribir no es un alivio porque no sirve para nada y, sin embargo, se escribe contra el olvido del mundo y el propio. Aquí voy, guiado por los párrafos torcidos que escribo en el cuaderno y que ordenan esta historia. Avanzan mis pies con las ampollas que nacen, busco la arena y el dolor no cesa. Me grito en silencio para escucharme, intentando imaginar las familias que recorrieron este largo camino a pie, con bultos en sus hombros y niños de la mano, con los animales al paso; el sol a cuestas, la luna incólume, las flores que ofrecía el monte. Horas caminando con el alma estremecida. Desprecio la ayuda que me ofrece Faver por la vergüenza que implica negarme a llevar unos pocos kilos, cuando decenas de familias cargaban sus pertenencias sin rumbo, dejando una vida entera. Cargando el peso de su mundo. El dolor en mis piernas es la manifestación de un quejumbroso. Sí, un quejumbroso. (…)Durante horas creí que no te vería, Aquitania, cuando sentía que caminaba sobre los huesos, sin zapatos, sin medias. Hasta que te vi desde el alto de Pocitos y sentí, por fin, que me convencías con tu cielo azul clarito. Luego me halle con la rama extinguida de un árbol que un año atrás sostuvo un pendón con el nombre de más de 30 personas asesinadas en la vía, por uno y por otro. Más adelante la curva del gatillo. Parezco recordar el homenaje a los que ya no están, las cruces de madera al lado de la carretera, la muerte de los conductores de la flota TransOriente y de un soldado civil que volvía donde su familia.

ENFOQUE DE ORIENTE

Los buses dejaron de entrar y este camino que ahora recorro se convirtió en cementerio. Se acercan las seis de la tarde. He caminado un día entero en una carretera polvorienta y pedregosa, pensando en los que se fueron, en los que regresaron. Muchos partieron en camiones, otros tantos caminando. Y por eso voy a pie. —Estamos coleccionando ampollas —me dice César. Nos sonreímos. Faver dice que falta poco. En unos minutos llegaremos al pueblo y no dejo de pensar en el camino que conduce a El Jardín, en donde vivió Rosario antes de marcharse, en donde ahora vive Lucelly. Y la recuerdo a ella hablándome bajo la luz de una bombilla enclenque con la que se anunciaban sus arrugas prematuras. Imagine el día en el que se bajó de su mula al lado de sus vecinos. Enviaron las mulas de vuelta a casa. Habían dejado los potreros abiertos, las gallinas a su haber, los marranos libres entre el bosque. La noche anterior mataron gallinas y piscos. Si es el último día aquí, comamos lo que más podamos porque lo demás se va a perder, decían. Lucelly, su esposo y sus vecinos miraban atrás y las bestias de regreso. Estaban angustiados y los niños parecían compartir el sufrimiento. Pero no. —Cuando ustedes estaban en esa reunión diciendo que nos teníamos que ir, llorando… —le diría después uno de sus hijos a Lucelly—, nosotros nos hacíamos los tristes, pero cuando ustedes no nos veían brincábamos y gritábamos de contentos, porque ahora si nos íbamos a pasear. Pasear era salir por primera vez de estos bosques y conocer el mundo, la civilización, San Luis, sin saber que les esperaba en la huida. Los niños estaban felices. Algunos se montaban por primera vez en un carro. Lucelly se marchó con su familia y vivieron cerca del río Samaná, al lado de la autopista. En mi libreta voy ordenando los tumbos de los recuerdos, deteniéndome en cada imagen, gritándome por dentro en cada punto, con las manos limpias y el corazón implicado. Son las 6:07 de la tarde. Aquí estoy, Aquitania.

Derecho a nacer en ti Por: Lucas Rendón Muñoz.

No estamos lejos de la civilización, ella está lejos de nosotros Porque mi cuna son las montañas, mi lecho está hecho de helechos que perfuman la muerte y me regresan a las entrañas de esta tierra. Nacer en ti, con las caras pintadas de achote, Nacer en ti, fecundando bajo las plataneras. Y que el plomo se lo regalen a los artistas Para que fundan una escultura contra la guerra y la violencia. Que la metralla arrulle los rincones de la memoria, Aquiteño, antioqueño Colombiano, humano.


ENFOQUE DE ORIENTE

E

n la tarde del domingo Ana Ligia Higinio, poetisa y auxiliar de enfermería, se reunía en el parque con la junta directiva de la Asociación Sonrisa del Niño, fundada once años atrás con el patrocinio de la Christian Children, una organización estadounidense que apadrinaba niños de varios municipios de Antioquia. Estaban elaborando los proyectos para la construcción, en una esquina del parque, de la segunda etapa de la sede de la Asociación, que tendría una ludoteca para los niños. Imaginaba un salón gigante con muchos libros en los que aprendieran jugando, leyendo, fantaseando. Estaba emocionada. Sonreía, llevaba su cabello suelto, desperdigado en el aire, imponente, vivaz. Miró hacia la calle y una mujer caminaba rauda, desbarajustada por el llanto. Debe ser que se le murió un familiar, creyó. —¿Por qué está llorando? —le preguntaron. Les dijo que había llegado la línea con una orden de la guerrilla: abandonar Aquitania. Desplazarse. Si no se iban antes del miércoles no iban a respetar la vida de las personas que se quedaran. Le dispararían al blanco que vieran. Meses atrás había escrito en su cuaderno la canción “Leonardo”, recordando aquella vez en que la guerrilla ordenó a su esposo salir de Aquitania sin saber que estaba embarazada de su cuarto hijo. Fue corriendo a su casa. Había decidido no llorar, hablarles a sus hijos sin la voz arrugada para no descomponerse. —Nata, Bayron, Leíto, nos tenemos que ir. Entonces van a escoger los tres vestidos y el juguete que más les guste. —Mami, ¡el camarote! —respondieron. Un mes atrás lo había comprado: de madera, embarnizado. En la cama de arriba dormía Bayron, en la de abajo Nataly y en el nido, una cama que entraba y salía debajo del camarote, Leonardo. —Mis amores, ni siquiera sabemos dónde vamos a llegar, entonces ¿cómo van a creer que nos vamos a llevar el camarote? Empezaron a llorar. ¡Cómo se iban a ir sin el camarote si estaban estrenando! Ana Ligia los miraba y ellos escogían sus vestidos. ¿A quién busco?, se preguntaba. Sumaba y sumaba interrogantes: ¿dónde trabajo, dónde está mi esposo para ayudarme con los niños? Con la cercanía de la despedida tenía poco tiempo para pensar. —Nos vamos mañana al medio día —les dijo. En la mañana el primer chivero había partido con tres personas de Aquitania. Nadie se había decidido a tomar la iniciativa. Sobre el mediodía Ana Ligia echó seguro a su casa y caminó las calles de tierra: la iglesia aún abierta, los vecinos en las puertas. Cuando arribó a la esquina que da entrada al parque, al lado de la casa de Jesús María Guzmán, se formó la correría. Todos querían viajar. Subió con sus hijos y 17 personas más. Mientras se alejaba en la esquina agitaban las manos. En el parque se amontonaban los costales llenos de gallinas, cerdos amarrados de estacas, reses inquietas con la multitud, la ropa empacada en costales, niños felices porque iban a pasear. En la casa quedaba el camarote y Ana Ligia sin saber dónde iban a dormir. Era lunes.

Aquitania

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siempre se vuelve al primer amor Por: Juan Camilo Gallego Castro

El 20 de julio de 2003 los habitantes de Aquitania, corregimiento de San Francisco, perdieron su terruño y quedaron a la deriva. Durante años, Juan Camilo Gallego Castro se identificó con el drama de los desplazados que retornaron a su primer y más puro amor. Durmió en sus camas, leyó sus poemas, visitó sus cultivos, tomó cerveza en sus cantinas, y recorrió el camino del éxodo. Presentamos aquí fragmentos arbitrarios de Aquitania, siempre se vuelve al primer amor, obra publicada en el 2016 por Silaba Editores tras ser ganadora de la convocatoria pública de estímulos al talento creativo en cultura y patrimonio


#BIENESTAR

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E-MISIÓN POR LA PAZ

Si comparáramos los relatos sonoros de los niños con el de los adultos, daríamos fe de que los primeros suenan y resuenan, los segundos aturden y retumban.

C

uando les preguntamos qué era un niño nos dijeron que es una persona chiquita que aprendía todo de los adultos. Después, cuando los interpelamos con qué era eso que sabían hacer los niños que los adultos no, Tomás, de 8 años, rápidamente levantó la mano, como quien se sabe la respuesta correcta, y apurado nos dijo: Los niños sabemos jugar. Después preguntó, ¿será que cuando uno crece y es grande le da pena jugar? A los adultos les debería dar pena matar, no jugar. Jugar es el verbo favorito de los niños, y es siempre esa su invitación. Disfrutarnos. Jugar, correr, gritar, reírnos, caernos, levantarnos, escondernos, encontrarnos. Y, justo con esa palabra y sus conjugaciones, la de jugar-juego, en la introducción de la Casa de las estrellas (de Javier Naranjo) está claro por qué salió a la luz, por un juego con las palabras, por el mero hecho de jugar con el lugar donde se esconden las palomas (como define la palabra, León de 11 años). Este ejercicio es un referente para esta iniciativa que optamos por activar en nuestra región, en reconocimiento de la infancia como la etapa más transparente que tenemos en el crecer humano, y a la vez, por visibilizar aquella población que no solo juega, también sufre, piensa, percibe, sueña, cree, define, le significa el mundo, y en duda está si al mundo. En nuestra relación con la Fundación El Maná (de La Ceja del Tambo) hicimos real el inicio de e-MISIÓN por la paz, un ejercicio que en este primer momento tuvo como intención generar un relato sonoro a partir de las percepciones y definiciones de los niños en relación a la paz y su construcción social, familiar, personal y cotidiana. Se creó en el mismo ánimo de dibujar sus realidades, evidenciarlas y registrarlas, teniendo presente sus vidas, maneras de relacionarse y las múltiples formas de ver lo que sucede ante sus ojos, plasmándolas desde sus diversidades, reconociéndoles de manera importante como sujetos activos e indispensables para la construcción de sus propias subjetividades a partir del cuerpo, sus sentidos y emociones. Así, teniendo como premisa aquello de que la guerra nos suspende los sentidos, consideramos que la tarea de la paz es reactivarlos, razón por la que el cuerpo, la palabra, las emociones, sensaciones y memorias de los niños son las protagonistas en la creación de la historia y su producción. Siendo una pieza sonora, este producto busca

también –en el marco de la coyuntura nacional y el tan en boga de la paz- reconocer la vivencia del infante y provocar la sensibilidad que da como resultado unas reflexiones y retos importantes para el tejido social, desde aquello que se entiende y concibe como la construcción de paz en los escenarios más cotidianos. Niños y niñas entre 7 y 10 años, definieron la paz como: Cuando mi mamá me hace la comida con amor. La paz huele a lo que huele el viento de un águila volando. Siento paz con mi mamá, pero sentiré más cuando mi papá regrese. Siento paz cuando duermo abrazado con mi mamá. La paz huele a hielo. Cuando estás muy cansado y tomas un vaso de agua con hielo. Es refrescante. La paz es cuando llego de la escuela a mi casa. Es cuando puedo jugar y salir a pasear con mi perrita. La paz sabe a chocolate y al cuerpo de dios. Sólo imaginemos si le obsequiáramos a las acciones la fuerza de la palabra, si nos preguntáramos como adultos qué nos significan las cosas, las ideas, las realidades, eso que nos venden o nos nombran. ¿Qué sería del mundo si fuera gobernado por niños y niñas? ¿Qué preguntas nos haríamos? ¿Qué definiciones daríamos? Seguramente dejaríamos de manosear la paz como término y empezaríamos a aplicarla como emoción todos los días; dejaríamos de jugar a la guerra con cuerpos ajenos, intereses personales y armas de verdad. Finalmente, el relato sonoro (próximo a compartir en nuestras rede sociales y a difundir en donde se nos permita), pintado en fábula, en medio de la selva, con animales domésticos y salvajes, entre sonidos y rugidos, si se escucha e imagina en detalle, retrata parte del panorama actual, nacional, regional. ¿Será que el ave que cae en la selva a causa de una gran tormenta es el espejo de la paloma de la paz que no ha podido emprender el vuelo en nuestro país?


Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu.

La única historia que se ha escrito es esta, la historia de las dos caras. Una: la legítima, la ley. La otra: la lucha, la búsqueda de la verdad y la vida que la muerte deja. María y su familia se han preparado en la Corporación Jurídica Libertad para afrontar los retos que deja la “lucha contra el Estado”, como ella la llama. Sergio, su acompañante, los ha orientado para lograr que su caso, tal vez, pueda llegar a la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. Los falsos positivos fueron asesinatos de civiles efectuados especialmente por el Ejército quienes los hacían pasar como guerrilleros muertos en combate. Estos también tienen una amplia relación con la asociación de paramilitares y Policía en los operativos. El auge de este fenómeno se dio entre el 2006 y el 2008. Según la Fiscalía, desde 1998 hasta el 2014 se registraron en Colombia 2.248 ejecuciones extrajudiciales, como también se le llaman a estos casos. Estos asesinatos a civiles tenían como objetivo presentar resultados “positivos” por parte de las brigadas de combate, en el marco de la “Política de seguridad democrática” propuesta por el expresidente Álvaro Uribe y que dio pie a que la población civil fuera altamente vulnerable. — A Alberto lo creían un bobo ahí que andaba solo, y ¿qué dijeron?, acá está el de nosotros. En Abejorrral ya habían matado otros siete antes que a Alberto, y cómo vieron que yo no me quedé quieta y que se estaban asfixiando, fue el último —dice María aliviada. María escribe cartas, se prepara y sueña el momento en el que pueda escuchar la verdad. La desesperanza ha sido tan frecuente en su camino como la felicidad, por eso busca recordar el motivo de su lucha y escribe: “Las víctimas de Estado debemos enfocarnos en buscar unión entre todos para que logremos juntos alcanzar los objetivos propuestos, si no luchamos y somos constantes y perseverantes, no lograremos nuestras metas. No podemos sentirnos débiles, tenemos que sentirnos fuertes; no podemos pensar que lo somos o que los que acabaron con la vida de nuestros seres queridos son más fuertes. Nosotros tenemos que luchar y defender nuestros derechos, así como ellos hicieron daño de una manera cruel y sin medir el daño causado, nosotros saquemos esa fuerza para gritarles la verdad. Dios nos guiará y nos dará esa fuerza interior para sacar las palabras que les toque el corazón y les haga decir la verdad”. Pareciera que la verdad tiene un precio muy alto en una tierra de “personas sin nombre”, de guerrilleros, de colaboradores y de estafadores. Pareciera que la verdad, inclusive la mentira, son privilegios de pocos. Pareciera también que la lucha más grande que ha dejado la guerra es la lucha contra la desesperanza. María y su familia la van ganando, esperar es lo único que resta.


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Tengo sed

—Yo no sé yo que vaya a hacer cuando los tenga ahí al frente y les pueda decir: ¿Si ven que él no era ningún guerrillero? —dice María mientras piensa en el momento del juicio—. Yo he luchado mucho para tener el caso en donde está ahora, eso no fue fácil, empezar de cero sin saber siquiera dónde habían empezado las cosas, escuchar en todo momento que iba a ser una lucha perdida, que para qué hacía eso, que por algo sería que lo habrían matado. Yo me he sentido caer tantas veces, pero la sed de encontrar la verdad, y las buenas personas que también han aparecido en mi camino, me motivan a seguir. A las dos semanas de que Alberto muriera, María comenzó a armar el rompecabezas necesario para evitar que su caso quedara impune. Los desvíos que se abrieron

ENFOQUE DE ORIENTE

en su camino comenzaron: retención de información, traslados de jueces y funcionarios que buscaban ayudarla, llamadas de números imposibles de rastrear en las que le ponían músicas fúnebres o sonidos de interferencias, el asesinato del soldado que le disparó a su esposo y que iba a declarar. María lleva diez años luchando contra la tristeza y la desesperanza, ahora el caso está en la Sección Nacional de Fiscalías Especializadas de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario. “No habiéndose imputado aún ninguna conducta punible a personal militar o civil alguno”, como se expresa en la última notificación enviada por la Fiscalía en el 2016.

Todo está consumado (Un recuerdo) Después de nueve años sin hacerlo, María decidió volver a recorrer el camino por el que habían llevado a Alberto. No era él mismo, habían abierto una carretera y el filo por el que habían descendido no se encontraba con facilidad, sin embargo, la saliva al tragar era pesada como la primera vez. Estaba agobiada, no podía ser que el camino por el que tantas veces había pasado reconstruyendo pistas para avivar el fuego de su sufrimiento, no estuviera. No podía ser que los ojos que lo habían marcado durante once años con lágrimas no lo estuvieran viendo. Descendió con Alejandro, como lo habían hecho tres meses después de la muerte de Alberto, tenía una cortada grande en la mano y no podía sostenerse con facilidad de las ramas que ayudaban a no salir rodando por la pared de tierra. Después de mirar incrédula muchos picos de montañas, pensó que otra vez estaba ahí buscando el dolor. Alejandro estaba igual, callado, buscando llegar al lugar de la última escena. Los pasos eran difíciles de dar aunque el verano tuviera la tierra seca, no como en enero que llueve y es difícil llegar sin tropiezos con unas botas dos tallas más grandes que al final estarían limpias. María iba reconstruyendo el camino, caminaba sigilosa como si tuviera miedo a pisar algo que la destruyera, aunque sabía que no podía estarlo más. Acá lo desamarraron, dijo al llegar a un plan por donde también pasaba la quebrada Santa Catalina. Cuando se sentía abrumada por tanta soledad, se rompió el silencio y dijo: con razón le cortaron la lengua, si seguro él pedía ayuda y ¿quién le iba a escuchar?, se desesperaron y… cómo lo llevarían por acá, si vea que él tenía los dedos quebrados, las uñas chuzadas y unas costillas quebradas. Y se quedó en silencio. Por suerte las montañas no hablan porque siendo las únicas testigos de tanta crueldad, segura-

mente si lo hicieran tampoco existirían. El lugar no parecía de muerte, los árboles daban la sombra necesaria para sentarse a disfrutar del sonido del agua. No era un lugar de muerte, pero el 2 de enero, nada parecía lo que era, tomaban otros papeles: asesino, guerrillero, lugar para matar. —Acá le dispararon —dijo María y pareció desaparecer, no estaba en ese lugar, en su corazón tenía muy clara la historia, tal vez escuchó el disparo, el grito, las conversaciones de los militares, soñó despierta, como tantas veces, poder encontrar los hechos que le dieron el final a la historia: una familia que sostener, una lucha que trataba de ganar. Los recuerdos la agobiaban y Alejandro parecía más fuerte que la última vez que lloró a su padre deshaciendo los pasos. Solo se escuchaba la quebrada que junto con una palma y las montañas fueron las únicas testigos de lo que pasó esa noche. El ascenso a la montaña fue agobiante, como si no fuera suficiente sentir el corazón salirse en cada suspiro, el sol se posaba con tanta crueldad que hacía que las fuerzas se esfumaran con más rapidez. Ya en el alto, se sentó en el suelo con un dolor de cabeza que no toleraba. A pesar de su crueldad, el sol no fue el culpable de tal estado, habían torturas más fuertes, había muertes más lentas y María lo sabía. Todo el camino de regreso para Abejorral tenía alguna huella de Alberto; mientras más cerca estaban, los pasos se hacían menos. El camino se había acabado, quedaban solo los recuerdos. María no habló sino hasta el día siguiente, el dolor de la cabeza y el corazón eran fuertes.


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ENFOQUE DE ORIENTE

María, ahí lo tienes

-Yo lo veía ahí, todo tranquilo en el ataúd y le decía: ayúdeme, deme mucha fuerza, yo creo en usted, en su inocencia —dice María mientras desempaña las gafas humedecidas por las lágrimas—. Esto es muy duro, saber que cuando yo llegué de la finca de mi papá lo único que me decían era que lo habían matado por ser guerrillero, pero, mejor dicho, Alberto era el hombre más malo para decir mentiras. Él me decía cualquier mentira y yo ahí mismo se la cogía, y me decía: usted sí es. Verlo en ese momento con los dedos quebrados y con la lengua sin encajar me hacía pensar en cuánto habría sufrido. Después verlo ahí, tranquilo como dormido, con esa paz después de semejante tormenta. Yo le dije esto no se va a quedar así, yo voy a luchar para encontrar la verdad y limpiar su nombre, no me deje sola, necesito que me ayude. Cuando yo sueño con él, estoy feliz todo el día porque lo vuelvo a ver y me da fuerza para continuar, es como si me dijera: hágale, mija, que yo estoy aquí —dice María con una sonrisa, mientras su hija Sandra le lleva el almuerzo: espaguetis con sardinas, arroz, papas y carne frita—. A él le encantaban los espaguetis con sardinas. De hecho cuando llegamos a la casa del hermano, donde él se estaba quedando, encontramos dañado el almuerzo que se había hecho el día que lo mataron y era espaguetis con sardinas —concluye María y come el almuerzo especial que su hija le preparó.

¡Dios mío!, ¿Por qué me has abandonado?

El 2 de enero del 2008, a medio día, Luis Alberto Ramírez salió en su bicicleta desde la vereda La Polka, cerca al Salto de Aures, allí se encontraba trabajando en una finca de la que pensaba salir para ir a buscar mejores oportunidades a la capital. Le pidió a su patrón que le prestara una mula para sacar sus pocas pertenencias hasta la línea que pasaba para ir al pueblo. Cuando llegó al pueblo vendió unas guayabas que su antiguo patrón le había regalado, dejó sus cosas en la casa de su hermano Alfredo, tomó la bicicleta y emprendió rumbo por la carretera que conduce a La Ceja. Había recorrido dos kilómetros cuando se encontró con unos militares pertenecientes al batallón Pedro Nel Ospina, los mismos que más tarde, según relato de los familiares de Alberto, lo llevarían amarrado por la vereda Santa Catalina. La destapada que había era corta y se cerraba para dar inició a los caminos de herradura que se adentraban en el monte silencioso ya cuando la noche era el telón de la escena. Llegaron al filo de una montaña que comenzaron a descender cerca de donde tenían el campamento, ya abajo le quitaron los amarres que, días después, encontraría un campesino de la zona. Desde este punto no faltaba mucho para el desenlace de la obra, cada paso gritaba un número en el conteo regresivo. Un Sargento segundo, tres soldados regulares y Alberto estaban al borde de la quebrada Santa Catalina después de caminar 7 kilómetros. Un fusil 5.56, un disparo en la espalda, un grito de muerte, unas botas venus talla 43, una sudadera gris sobre el pantalón que llevaba, una chaqueta café sobre una camisa de cuadros con la que su hijo Alejandro lo vio por última vez, un pasamontañas, una pistola que no se disparó sino hasta después de que Alberto muriera: la sentencia de “un guerrillero muerto en combate”. A las diez de la noche Alberto estaba muerto. A las ocho de la mañana del día siguiente, 3 de enero de 2008, realizaron el levantamiento y partieron hacia Abejorral para que le realizaran la necropsia al guerrillero al que se le había dado de baja en la operación “Emblema” realizada por el pelotón Acero N° 5 del Pedro Nel Ospina, en la que se habrían enfrentado cinco bandidos que intimidaban y “vacunaban” a la población de la zona con cuatro soldados, según aparece en las declaraciones de los militares, uno de ellos investigado por una posible ejecución extrajudicial realizada en el mismo Municipio tres meses antes, y en la cual solo se encontró el cadáver de uno de los bandidos que se enfrentó con un revólver y cinco balas a estos soldados cada uno con un fusil y 150 cartuchos. Cuando llegaron al pueblo a las diez de la mañana, dejaron el cadáver en el carro de la patrulla. Cadáver que vio un cuñado de María cuando fue a mercar para llevar la comida a la finca donde estaban Alejandro y Cristian. Solo alcanzó a ver las botas colgando y al llegar a la finca les dijo: “ahí estaba afuera de la policía un cadáver, dizque guerrillero, pero quién sabe, esas botas se veían nuevas, hasta familia tendría”. Después de cinco horas decidieron ir al hospital para realizarle la necropsia al “NN”, a la persona sin nombre. Alberto había ido frecuentemente al médico a finales del 2007 por un dolor en la espalda, su última consulta había sido el 31 de diciembre, dos días antes de su muerte. Cuando los militares entregaron el cadáver de la “persona sin nombre” en el hospital, inmediatamente, lo reconocieron y no permitieron que se lo volvieran a llevar. Él no era un guerrillero, ellos lo conocían; se llamaba Alberto.


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ENFOQUE DE ORIENTE

Las siete palabras de un falso positivo Por: Manuela Betancur Pérez

Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen

“Pero Dios lo llamó para que su historia ante Él declarara/ y en el cielo está hoy, adiós por siempre, amigo del alma”. Ese 4 de enero de 2008, los versos de la canción Adiós a un amigo del Grupo Estrella salían de una tienda y resonaban en Abejorral que era un pueblo atónito. La caravana que avanzaba hacía el campo santo se veía marchar sigilosa, como si supiera que la muerte rondaba el pueblo, solo sollozos se escuchaban a la par de la canción, una sinfonía de pesares por el hombre que hacía dos días había muerto. Quién podría imaginar que declararía ante Dios, tal vez, que las botas Venus talla 43 que colgaban por fuera del carro de la policía no eran suyas, porque él calzaba 39; o que en casa, su esposa no querría quitar los arreglos de navidad para poner los arreglos de la novena para difuntos; o que le había prometido a su hijo, Jhon Alejandro, que ese año, por fin, lo llevaría a conocer las escaleras eléctricas de Medellín; o que su hijo Esteban caminaría y hablaría igual que él; o que cuando su esposa recibió la noticia de su muerte, su hija tuvo que ayudarla a vestir, porque ella no tenía fuerza; o que él sabía bien que el único pecado que lo había llevado hasta ahí a contarle su historia, lo cometió cuando no podía impedirlo, cuando ya estaba muerto: ser positivo.

Yo te aseguro: estarás conmigo en el paraíso. —La gente siempre dice que no hay muerto malo ni niño feo, pero con mi papá sí que era cierto— dice Jhon Alejandro mirando las manualidades y la colección de monedas que dejó su papá— él no se metía con nadie, era una persona muy tranquila. Trabajaba en lo que le resultaba y siempre lo vi como un gran ejemplo. Recuerdo que una vez me mandó a cepillar los dientes para que no se me cayeran como a él, yo me los lavé muy bien, porque él insistió mucho. Cuando acabe sacó una bolsa con confites para que yo comiera, entonces yo le pregunté que si para eso era que uno se tenía que lavar los dientes. La última vez que lo vi tenía la ropa que le encontraron bajo esa otra que llevaba puesta, ya muerto, y como yo me iba a ir a pasar vacaciones al Corinto, una vereda del corregimiento de Pantanillo, me dijo que pasara muy bueno, que cuando volviera fuera a la casa, que yo sabía que allá iba a estar, pero nunca más estuvo. A veces, íbamos a visitar a mi abuelo al cementerio y encontrábamos las tumbas con los “NN”, entonces yo le preguntaba que qué quería decir eso y él me respondía que era una persona que no tenía nombre, sin saber que él casi queda como uno de esos. Yo era la ñaña de mi papá, ese 2008 que apenas comenzaba, yo me veía andando con él para arriba y para abajo, por eso después cuando yo salía del colegio y veía militares, me provocaba… mejor dicho: me daba mucha rabia, tenía mucho rencor en mi corazón -¡si me habían quitado al viejo!- hasta que un profesor de artística me dijo que si yo quería ser feliz tenía que perdonarlos, y eso hice, los perdoné, pero mi padre ya no está y eso no lo olvido. —Concluye mientras ve los informes de la fiscalía, las fotos y las cartas que su mamá ha guardado durante casi once años-. Alejandro es el segundo de cuatro hijos: Cristian, Sandra, Esteban y él, viven en Abejorral con su mamá, una perra y tres gatos. Es un joven de 21 años, alto, delgado y sonriente, tal vez, porque el paraíso puede estar aún en el infierno si se mira con los ojos correctos. Cuenta que hace poco llegó de prestar servicio militar en el ejército. —Cuando mi mamá me vio con el uniforme se puso a llorar, para ella fue muy duro. Además mi juramento de bandera fue en el Pedro Nel Ospina, yo la veía y ella no sabía qué hacer. Cuando yo me iba a ir a prestar servicio, me dijo que si me iba no volvía, yo le dije que bueno. Los días pasaron y una noche antes de presentarme compré un colino, unas medias y me fui. Después me llamó para ver dónde estaba y yo le dije que ya estaba en el ejército; me dijo que me saliera, que ella iba por mí, que no hiciera eso, yo le dije que no y presté servicio en el Batallón Juan del Corral. Allá encontré gente muy buena, también gente muy mala. Al final fui capaz de vestir el uniforme que usaron los mismos que mataron a mi viejo.


ENFOQUE DE ORIENTE

Por la vía El Carretero se escuchaban disparos. La gente corría para sus hogares. El temor invadía las calles, hasta que habitó un silencio que ensordeció. Las famosas papas-bombas fueron el arma de algunos grupos sociales que se encontraban en el escenario, Andrés hacía parte de uno de ellos. Miguel Ángel esperaba a Andrés en medio de la loma del Cementerio de Rionegro. No tardó ni quince minutos en llegar. Se vistieron con trapos amarillos en la cabeza, en la cara, muñecas y cadera. Salieron corriendo entre los árboles para mirar el panorama de la problemática. Reconocieron que sus compañeros se enfrentaban contra otro grupo: los Paramilitares. Prepararon algunos explosivos y los tiraron; sin embargo, aquel grupo armado se dio cuenta de que eran Miguel y Andrés quienes tiraban papas-bombas desde lo lejos y se fueron corriendo detrás de ellos. Los dos jóvenes se metieron por un bosque que había al lado del cementerio. Entre árboles se escabullían, Miguel pudo escaparse por un hueco que lo conducía a otra vía, pero Andrés no, quedó atrapado entre las ramas, gritaba y lloraba con desesperación. “Bastó el primer disparo para saber que mi parcero estaba muerto. No me devolví porque sabía que, si lo hacía, yo también me moría. Fue un trauma tan grande que tuve que dejar el grupo. Jamás había escuchado a Andrés llorar, era la primera vez. Luego del primer disparo su llanto era fuerte y desgarrador. A él le encantaba pelear, pero cómo defenderse contra ametralladoras…” Fue así, como el 3 de abril de 2002, a sus 22 años, la vida de Andrés terminó a causa de dos disparos en el pecho. Luego de la muerte de Andrés, las cosas se complicaron porque la demás familia estaba en total rechazo por lo ocurrido. No recibieron ningún apoyo: la casa que tenían arrendada en Los Lagos se la quitaron. El papá de Andrés ––Mauricio Marín–– se volvió alcohólico y todo se fue derrumbando poco a poco. Después de tres años de su muerte, los padres de Andrés y su hermano José recibieron un dinero de Reparación de Víctimas; a pesar de que mejoraron su estilo de vida y obtuvieron cosas materiales, jamás regresaría Andres... “Sonará muy horrible, pero yo tengo casa propia gracias a mi hijo muerto. Me duele mucho porque ningún peso puede devolverme a Andrés, pero así fueron las cosas. Mi familia me decía que mi otro hijo, mi esposo y yo no íbamos a salir adelante, que éramos delincuentes; y aquí estamos, mejor que ellos”, cuenta Martha mientras deja caer una lágrima. Estudiar = Libertad Andrés David estudió en la Institución Educativa Técnico Industrial Santiago de Arma. Siempre fue un estudiante con altas calificaciones y se interesaba mucho por biología y las ciencias sociales. Era delgado y alto, su porte causaba presencia. Desde pequeño su madre lo enseñó a llevar el cabello no muy corto, pero tampoco le gustaba tenerlo más debajo de los hombros. Usaba jeans muy anchos, camisa clásica y algunos zapatos que su madre le compraba, pues era lo que menos le importaba porque solo deseaba estar entre bosques divisando los panoramas.

19 En los descansos todos los niños debían salir con los bolsos en sus hombros porque se robaban cuadernos, libros, lápices, loncheras... Andrés odiaba la idea de tener que salir con su morral y no poder dejarlo para poder ir a jugar fútbol, a la guerra con sus compañeros. De hecho, una vez vio a su mejor amigo esculcar el bolso de un niño en medio de un receso; Andrés gritó y lo señaló delante de todos. La honestidad era una de sus adjetivaciones. No obstante, era un niño de muchas amistades, ayudaba a los demás para que sacara buenas notas, aunque a veces dijera: “burro, ponga cuidado pues”, cuando se desesperaba de explicar varias veces el mismo tema. “Si no quiere que le digan nada, si no quiere que le vean la cara de bobo, si quiere conocer el mundo… Si quiere ser libre… estudie, papito”, decía Andrés David cuando sentía que no le prestaban atención. Andrés David amaba la música. Sus bandas favoritas eran Caifanes y Nirvana. Cada vez que salía con sus tres primos García (Juan José, Daniel y Luis), jamás se iban para discotecas llenas de personas, preferían lugares calmados donde se escuchara rock y quizá alguna salsa. Nunca fue amigo de la marihuana; sin embargo, su delirio era el aguardiente y el vino. Cuando se embriagaba en medio de la calle se reía, hablaba acerca de sus sueños, de la belleza de las mujeres, de la voz rasgada del cantante Kurt Cobain y de su equipo de fútbol, el Atlético Nacional. Una sensibilidad oculta El 20 de agosto de 2001, cayendo la noche, Andrés David Marín escuchó que su hermano José lloraba. Tenía siete años, y él, como hermano mayor, fue a calmarlo. No preguntó las razones de las lágrimas del pequeño; pero, al parecer, sentía miedo. Prendió el tocadiscos de la sala, tomó a José en sus brazos y se sentaron en el sofá. “Que saque el aire de mis ojos. Que abrace al miedo con tus sueños. Que sea un guerrero de sangre para que nadie te haga daño…”. Siempre era la misma canción cada vez que Andrés acunaba a su hermanito. La banda Caifanes era, no solo la autora de este verso, sino también la que ayudaba a disipar los miedos que sentían ambos. Aunque Andrés pareciera que tuviera un hierro en su alma, sabía que por dentro ardía de furia y de miedo; un miedo que lo impulsaba cada vez más a luchar por su país y a tranquilizarse con su hermano José “Cuando estaba entre mi familia, jamás mostró algún indicio de sensibilidad, pero yo conocí la otra parte de Andrés. Todas las noches, lo veía sacar unos trapos amarillos como que triste. Yo era muy chiquito para entender qué significaba eso”, cuenta José Marín, ya a sus 22 años. Noche tras noche, la canción se convertía en el himno de los hermanos. José fue el único que descubrió la ternura de Andrés y no comprendía por qué en una cena familiar su cabeza se inclinaba, terminaba la comida siempre de primero y se levantaba sin decir una palabra. Nunca demostró lo que sentía, era muy rara la vez que daba un abrazo o una palabra que resumiera su cariño hacia su familia u otras personas. Tal vez, nadie más que José, conocía su ternura entre aquella armadura invisible que jamás quiso quitarse por eterna lucha y revolución de su pueblo.


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ENFOQUE DE ORIENTE

Andrés David y su eterna revolución Por: Yuliana Escobar Sepúlveda Comunicación Social UCO, yuli.e.s@outlook.com

U

na tarde, en el parque de Rionegro, Andrés David Marín, un niño de diez años, salió con su madre, Martha García, por algunos alimentos para el almuerzo. Era 1989. El paramilitarismo se expandía al igual que los frentes guerrilleros. Las calles se inundaban de miedo y se llenaban de policías para proteger a la comunidad colombiana. Entre compras y sonrisas, Andrés observaba a varios hombres de traje café, casi verde, con botas negras y pistolas en sus caderas, que reían por algún vago motivo; luego de repararlos, vio cómo un señor de más o menos setenta años era golpeado por dos jóvenes. —Ma, vea a ese señor, ayúdele. —No se meta con eso, mijo. Preocúpese por lo suyo, culicagado. Siguieron caminando con rumbo hacia su casa que quedaba cerca del Hospital regional San Juan de Dios de Rionegro. Cuando iban a una cuadra lejos del parque, escucharon gritos. Andrés miraba para atrás y empujaba con fuerza a su madre para devolverse. “Andrés, no más, te voy a dar una pela”, le gritaba la madre, asustada. El lamento del señor se escuchaba cada vez más fuerte. Parecía ser que el problema era en serio. Andrés se estaba desesperando, y solo bastó morderle el brazo a su madre para zafarse; corrió hasta el parque y solo vio al viejo tirado con sangre derramándose por su cabeza, nariz y boca. La gente solo miraba la escena del señor entre suspiros y lamentos. Nadie decía nada. Había un silencio que invadía todo el lugar. Andrés David miraba a su alrededor y solo pudo fijarse nuevamente en los policías que aún reían. Se dirigió hacia uno de ellos, tomó impulso, se inclinó y salió un escupitajo de su boca. Sin un perdón, salió corriendo hasta alcanzar a su madre y seguir su camino a casa. Ella no le dijo nada del asombro que llevaba. La llamarada Andrés David Marín García nació el 20 de agosto de 1979. Era estudiante de Ingeniería Ambiental en la Universidad de Antioquia. Según su familia y amigos, era un joven amante de la naturaleza y de la vida. A pesar de su aparente neutralidad frente al mundo, a veces le gustaba dar sus opiniones con un toque de denuncia, especialmente sobre política colombiana. “Mi hijo era muy reservado, pero sí se desbordaba con las palabras cada vez que hablaban del ambiente o de política. En ese entonces la violencia estaba muy marcada y tenía mucho por criticar”, recuerda su madre. Una de las tantas noches que llegaba de la Universidad, comenzó a sacar sus trapos amarillos del bolso. No había nadie en casa, ya que la familia García estaba reunida en la casa de Ruth, la hermana de Martha, tía de Andrés. Más o menos a las 8:00 p.m., llega una llamada a la casa de Andrés. Él contestó. —Parce, salga ya. Hay batalla en El Porvenir —dice con un tono agitado Miguel Ángel Cifuentes, íntimo amigo de Andrés. —Espéreme en el cementerio a las 8:30 mientras subo hasta allá. Ojo se deja coger de esos manes. Yo no quiero que me le tumben la cabeza —responde Andrés sin pensarlo dos veces.


La memoria, el lugar donde se configura la resistencia del conflicto armado

#movimientosocial

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ENFOQUE DE ORIENTE

Por: Daniela González García Docente comunicación social UCO Coordinadora semillero Arte y Comunicación

L

a memoria se constituye como un ejercicio que permite la consolidación narrativa en un hecho concreto; es en esencia una construcción oral y generacional, es decir, comunitaria. A través de los hitos históricos, la memoria y la historia empezaron a construir una relación estrecha y complementaria, donde los relatos orales y las interacciones cotidianas se consolidaron en soportes simbólicos que narraban los sucesos a través del tiempo, un ejemplo de esto es el arte rupestre. Ya con las dinámicas políticas, de colonización, división territorial y establecimiento de poderes, la memoria y la historia se fragmentaron. Ya el relato oral y comunitario no era desde el que se consolidaba lo histórico, sino que la narrativa de la historia ahora era un discurso jerárquico, de poder, de vencedores. La memoria queda invisibilizada y el relato comunitario subvalorado y marginado. La palabra generacional quedaba en el entorno de lo privado.

En el caso colombiano no se hablaba de memoria sino de tradición oral, porque tenía un contexto local que no trascendía al contexto de lo público. Con la llegada del conflicto armado también llegó el silencio de las voces locales, ya no solo eran imposibilitadas en el ámbito público sino también en la esfera privada, se les desconoció letalmente como sujetos activos de su propia realidad. No solo se asesinó, secuestró, o se desapareció sino que también se calló. Arrebatar la palabra y el relato desde lo comunitario se convirtió en un arma más de la guerra. El miedo y el silencio eran los garantes de la impunidad y es por esto que cualquier voz que se levantaba en medio del conflicto era sinónimo de resistencia. En nuestra región, en medio de la época de mayor conflicto (año 2000 - 2006) se empezaron a ver en el panorama algunas luces en forma de voces que iban en contra de la hegemonía de los actores armados. Las víctimas se sentaron a relatar, a construir un discurso común, a encontrarse

desde el dolor para reivindicar sus vidas y las de sus seres queridos, se sentaron a hacer memoria. Las marchas de la luz, las trochas por la vida y cada una de las manifestaciones que encontró cada municipio para contar la muerte, el dolor y la violencia, fueron al mismo tiempo las alternativas para reclamar la vida, sus derechos y el reconocimiento de su voz. En medio de estos ejercicios de memoria nace el Salón del Nunca más en Granada, las Tejedoras de la Memoria en Sonsón, los Trovadores de San Francisco, las poesías en Aquitania y un sin número de formas simbólicas de contar la memoria, de pasar el relato colectivo a un relato en el tiempo, donde se hizo resistencia a los actores armados que controlaban no sólo el territorio sino también lo que se narraba en el. Recuperar la voz, la palabra y acabar con el silencio impune, fue el resistir desde la memoria y sus simbolismos a aceptar el discurso hegemónico de la guerra.


22 #EDITORIAL

ENFOQUE DE ORIENTE

Reparar a los vivos Por: Juan Alejandro Echeverri

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ocas cosas tan cambiantes, tan subjetivas, como el pasado. Hacer memoria –mirar al pasado– duele, da ira, temor; genera polémicas, preguntas; acelera el corazón, lo dilata y lo encoge. En países como el nuestro –si es que existe en Marte un país como el nuestro– “el pasado se agranda de golpe, ogro engullidor de vida, y el presente es un simple y delgadísimo umbral, una línea más allá de la cual no existe ya nada conocido”. La vida, o lo que queda de ella, es enterrada en un pasado perpetuo que nunca termina de pasar. En un país cuyo pasado es un rompecabezas que le faltan partes, donde se han dejado de decir tantas cosas y las dichas se han dicho mal, la memoria se convierte en un campo en disputa. Y cada cual puja en esa disputa con sus intereses y sus subjetivas arbitrariedades. Hay quienes comercializan, trafican y hacen dinero con el pasado ajeno –y lo hacen muy bien-. Otros hurgan en los rincones desconocidos, en las cicatrices más dolorosas, y descubren un poco de luz. Algunos otros tratan de adulterar la memoria, agotarla, o imponer una única forma de recordar. Están, también, los que buscan reconciliarse con su propio pasado, o los que juzgan el ayer con las convenciones del hoy. Y otros, otros… que hacen tantas otras cosas. Nosotros sentimos la necesidad y la obligación de participar en esa disputa, la indiferencia también es una postura política. Por eso dedicamos esta edición de Enfoque de Oriente a la memoria del conflicto armado en el Oriente antioqueño. Es solo un retazo, un deseo de hacerle eco a todas esas memorias desperdigadas por el territorio, un diminuto instante inmenso en el vivir como diría Silvio, una pregunta sin resolver, una deuda con el Oriente y con nosotros, una interpretación legítima como tantas –como todas-, un simbólico homenaje, una declaración de principios, una

Directora: Mariana Álvarez López 3206720165 Gerente: Jorge Mario Álvarez 3113339481 Diseñadora: Laura Mesa Múnera

Colaboradores: Santiago Agudelo Giraldo Juan Alejandro Echeverri Manuela Betancur Pérez Carlos Mario Palacio Lucas Rendón Muñoz Andrés Felipe Garzón Ospina Buena siembra Taller Artescienza

palabra de aliento no pedida, un canto escrito a la vida, que también es, sin duda, un canto por los muertos que están vivos. Tenemos nuestra propia forma de hacer memoria. Esta edición fue hecha para ser leída de atrás hacia adelante, tal como deberíamos hacerlo a diario: interrogar el pasado para interpretar el presente. Comienza a blanco y negro y termina a color porque el único antídoto contra el horror es la esperanza; porque la reconstrucción de los hechos ilumina el laberinto de preguntas que recorre a diario una víctima de este conflicto infame y perpetuo. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, entre el 1958 y el 2012, el conflicto armado ha causado la muerte de 218.094 personas, dejando un saldo de 8’731.105 víctimas reconocidas en el Registro Único de Víctimas (RUV). En 17 años de dictadura Augusto Pinochet desapareció a 3.200 chilenos; la dictadura militar desapareció a 40.000 argentinos; en Colombia perdimos el rastro de 86.000 personas, todas ellas desaparecidas en “democracia”. Las cifras son conceptos que importan por aquello que niegan. Aceptar una cifra exacta sería injurioso con todos esos muertos-desaparecidos que si no le importaron al Estado y a la sociedad cuando estaban vivos, mucho menos importaron cuando estaban muertos o desaparecidos. A los muertos no los olvidamos, pero también pensamos en los vivos, en los que quedan. El dolor del muerto muere con él, nadie puede describirlo de forma fidedigna. Pero el dolor del vivo –de la viuda, del huérfanoqueda vivo para siempre. El dolor es un lenguaje anterior a las palabras y a la gramática que no puede compartirse ni materializarse, pero intentarlo puede ser terapéutico. Esta edición es eso: un intento de reparar a los vivos.

Apoyan: Conciudadanía Prodepaz

Circulación impresa y gratuita. Facebook: Enfoque de Oriente Twitter: @EnfoqueOriente Instagram: @enfoquedeoriente periodicoenfoquedeoriente@gmail.com

Portada: Fotografía: Valentín Betancur. Obra: “Sin Título” de David Felipe Ocampo Rúa, de la exposición Frecuencias en el territorio.

Enfoque de Oriente es el espacio para la visibilización de los textos que se publican; sin embargo, quien los escribe es el total responsable de lo que allí se dice.



ENFOQUE DE ORIENTE

Edición N° 265 Agosto - Septiembre de 2018 ISSN 2539-1984


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