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2. «Hacer de bárbaros hombres»
catequización; la segunda, dar a los futuros caciques las aptitudes necesarias para cumplir cristianamente su papel y para desenvolverse en la sociedad colonial, o sea saber leer, escribir, contar, lo que correspondía globalmente a una enseñanza de primeras letras. Ahora bien, cuando se fundó el colegio del Príncipe, hemos visto que el Virrey mandó una circular a los caciques de Lima en la que se comprometía a que fuera un colegio para los hijos de los caciques principales de este distrito donde se criaran con regalo y fueran doctrinados y enseñados para que cuando sucedieran a sus padres en los cacicazgos supieran gobernar mejor. Las promesas halagüeñas del Virrey tenían en cuenta que lo que atraía de verdad a los caciques era la perspectiva de poder igualarse a los españoles, y esto suponía superar las primeras letras, como suponía la lectura de obras de devoción, vidas de santos, etc. Cada colegio contaba en principio con un rector que se encargaba de la enseñanza de la doctrina y la policía, y con dos hermanos coadjutores, uno maestro de escuela y otro para cuidar de la intendencia.
2. «Hacer de bárbaros hombres»
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Se consideraba que la fe era incompatible con un hábito de vida indigno de la famosa razón natural, base del humanismo que definía a los cristianos en oposición a los no cristianos, bárbaros, más cerca de los animales que del hombre: «bestias llama San Agustín a los que carecen de policía» —recuerda el obispo de Huamanga en sus Constituciones synodales antes de señalar que existe un colegio de caciques en el Cercado de Lima—. Si en los colegios jesuitas europeos también se educaba a los niños en buena policía, ésta formaba parte de su cultura, de los hábitos familiares. Para los caciques había que empezar por modificar las costumbres, educar a los niños en los buenos usos a la vez que enseñarles la doctrina. Lo que hoy llamamos aculturación era, según las palabras de José de Acosta, «curar el veneno de la perversa costumbre con el antídoto de otra costumbre» (Acosta, 1984: 377). La primera medida consistía en separarlos precisamente del ambiente «venenoso», lo que implicaba aislarlos. Les estaba prohibido «jugar ni tratar con negrillos, ni indios distraídos» (Inca: 829-830) ni podía nadie sacarlos de la escuela para enviarlos a recaudos a Lima ni a otra parte, ni debían salir los días de descanso sin ser acompañados, ni volver a sus pueblos sin autorización del Virrey. El padre encargado de enseñar la doctrina era el que debía instruir los colegiales en «vivir políticamente». La pedagogía de la policía cristiana consistía en dar nuevos hábitos de vida tanto en lo material (comidas, limpieza, maneras de dormir) como en las relaciones humanas, con preceptos de moral y ritos cotidianos. Así en las constituciones se
La educación de las elites indígenas en el Perú colonial
precisa que los niños deben comer cada uno en su plato, que deben tener manteles y servilletas y se precisa también que deben dormir «cada uno por sí en una cama el tiempo que se les señalare». Tanto las sábanas como los platos individuales, cubiertos, manteles y servilletas no eran, claro, costumbre indígena. En cuanto a los ritos cotidianos, se trataba de la bendición antes de comer, de encomendarse a Dios antes de dormir y al levantarse, de aprender las reglas de preeminencia para las salidas en público, saber quitarse el sombrero ante un superior o al nombrar al Rey o al Papa, saber dónde colocarse en las fiestas según su antigüedad, etc. El hermano Sebastián del Campo, maestro de los caciques, cuatro meses después que se dio principio al colegio de San Borja, escribe en una carta al Provincial que cada día, después de la escuela, el padre dedicaba un momento a la lengua española y la policía: «como se han de tratar unos con otros, llamándose de Vuesa Merced. Observa también que los colegiales comen con toda policía, que se sirven unos a otros [...]». (Vargas Ugarte, 1948: 150-152) En cuanto al aseo, tenían que aprender a mantenerse limpios, a dormir con sábanas, cuidar de sus vestidos y aposentos que aderezaban antes de volver a la sala de escuela por las tardes (Vargas Ugarte, 1948: 150-152). Sin embargo, la aculturación no debía ser total en la mente de los fundadores. Acosta consideraba que no se debía hacer de ellos españoles, lo que era imposible, sino guardar de sus costumbres lo que era compatible con la religión cristiana. Así es como, tanto sus trajes como su comida, tenían que ser medio indígenas, medio europeos. Al mismo tiempo que se les otorgaba el status privilegiado y codiciado de colegial, este mestizaje cultural permitía guardar cierta distancia entre ellos y los otros colegiales de la ciudad. Como en todos sus colegios, los jesuitas no separaban el aprendizaje de las letras de la moral y de la piedad. En las primeras reglas que se establecieron a principios de octubre de 1578, advertían al que se encargara del colegio que: «la perdición de todos los indios del Perú está en las cuatro cosas ya dichas que son supersticiones, embriaguez, deshonestidad y falta de caridad unos con otros». A la primera se remediaba con la enseñanza constante de la doctrina y la obligación de no salir del colegio sin licencia, o sea el alejamiento de la familia y comunidad. En cuanto a la embriaguez, se prohibía que bebieran chicha ni tuvieran nada escondido en su aposento. Para vencer la «deshonestidad», Plaza recomendaba: «en la honestidad tenga muy particular cuidado en la conversación de mujeres, y de unos con otros sospechosa, que del todo se evite». Por eso se exigía que durmieran cada uno en su cama (exigencia común a todos los colegios jesuitas), y se les visitaba después de acostados para averiguar si lo estaban «con modestia»,
es decir con decencia. Los aposentos del rector y del maestro se situaban de cada lado del dormitorio para permitir mayor vigilancia y las velas quedaban encendidas toda la noche (MP II: 563-565), lo que no parece ser el caso para los colegios europeos (Guillot, 1991: 43). Además, un alumno síndico, considerado como bastante virtuoso y fiel, estaba encargado, a modo de los otros colegios jesuitas, de vigilar a sus compañeros y denunciar las faltas que cometiesen. Pero mantener estas condiciones de policía suponía dinero. Sabemos de sobra que los diferentes rectores, tanto de Cuzco como del Cercado tuvieron muchas dificultades para cobrar lo debido de las cajas de censos. En 1665, el rector del colegio del Príncipe hacía sus cálculos lamentando lo que costaban las velas y se quejaba de que los hijos de los caciques que, según él pretendía, eran ya muchos, dormían de dos en dos por falta de dinero «lo que —afirmaba— trae graves inconvenientes» (MP II: 526). Estas primeras reglas fueron respetadas al principio pero pronto la administración se desentendió de estas condiciones. El padre Contreras, algunas décadas después, habla de colegiales que van harapientos y descalzos andando «con desdoro de su dueño y discrédito de la Compañía» (MP II: 565), y pide al Virrey que «se sirva mandarse buelban las cossas al estado de su primera fundacion», confirmando así el decaimiento que denunciaban los dos caciques en su carta diez años antes. En el siglo XVIII, el expediente que contiene la petición del rector del Príncipe, Manuel de Pro, con el informe del juez de censos de Lima revela que los alumnos salían sin permiso del Virrey, ya no usaban sábanas ni llevaban el uniforme (BNP: c1167). Las primeras constituciones recomendaban un método pedagógico basado en lo que llamaríamos hoy la psicología del alumno, definiendo su carácter para adaptarse mejor. Esto también era propio del método de enseñanza de los jesuitas en todos los colegios: «En el modo de tratarlos tenga entereza [...] pero junto con eso no sea áspero, antes piadoso y blando y que le cobren amor, porque los indios de suyo son tímidos entre estraños, y si comienzan a cobrar demasiado miedo, están como violentados y conservan el odio secreto, y en viendo después la suya, son peores». (MP II: 459) A esta preocupación por adaptarse al carácter del niño, para formarlo, se debía en gran parte el éxito pedagógico de la Compañía, así como a la disciplina y al método progresivo en las adquisiciones. Preconizaban repetir con paciencia, explicar muchas veces, premiar a los que obedecen, vituperar a los que no, y castigar a los «viciosos». Pero, ¿cómo se podría aplicar con un número siempre más crecido de alumnos? En 1762 el fiscal protector declara con toda razón que: