Monique Alaperrine-Bouyer
catequización; la segunda, dar a los futuros caciques las aptitudes necesarias para cumplir cristianamente su papel y para desenvolverse en la sociedad colonial, o sea saber leer, escribir, contar, lo que correspondía globalmente a una enseñanza de primeras letras.
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Ahora bien, cuando se fundó el colegio del Príncipe, hemos visto que el Virrey mandó una circular a los caciques de Lima en la que se comprometía a que fuera un colegio para los hijos de los caciques principales de este distrito donde se criaran con regalo y fueran doctrinados y enseñados para que cuando sucedieran a sus padres en los cacicazgos supieran gobernar mejor. Las promesas halagüeñas del Virrey tenían en cuenta que lo que atraía de verdad a los caciques era la perspectiva de poder igualarse a los españoles, y esto suponía superar las primeras letras, como suponía la lectura de obras de devoción, vidas de santos, etc. Cada colegio contaba en principio con un rector que se encargaba de la enseñanza de la doctrina y la policía, y con dos hermanos coadjutores, uno maestro de escuela y otro para cuidar de la intendencia.
2. «Hacer de bárbaros hombres» Se consideraba que la fe era incompatible con un hábito de vida indigno de la famosa razón natural, base del humanismo que definía a los cristianos en oposición a los no cristianos, bárbaros, más cerca de los animales que del hombre: «bestias llama San Agustín a los que carecen de policía» —recuerda el obispo de Huamanga en sus Constituciones synodales antes de señalar que existe un colegio de caciques en el Cercado de Lima—. Si en los colegios jesuitas europeos también se educaba a los niños en buena policía, ésta formaba parte de su cultura, de los hábitos familiares. Para los caciques había que empezar por modificar las costumbres, educar a los niños en los buenos usos a la vez que enseñarles la doctrina. Lo que hoy llamamos aculturación era, según las palabras de José de Acosta, «curar el veneno de la perversa costumbre con el antídoto de otra costumbre» (Acosta, 1984: 377). La primera medida consistía en separarlos precisamente del ambiente «venenoso», lo que implicaba aislarlos. Les estaba prohibido «jugar ni tratar con negrillos, ni indios distraídos» (Inca: 829-830) ni podía nadie sacarlos de la escuela para enviarlos a recaudos a Lima ni a otra parte, ni debían salir los días de descanso sin ser acompañados, ni volver a sus pueblos sin autorización del Virrey. El padre encargado de enseñar la doctrina era el que debía instruir los colegiales en «vivir políticamente». La pedagogía de la policía cristiana consistía en dar nuevos hábitos de vida tanto en lo material (comidas, limpieza, maneras de dormir) como en las relaciones humanas, con preceptos de moral y ritos cotidianos. Así en las constituciones se