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Presentación

1970. La hecatombe de Áncash, libro de creación colectiva, es uno de los homenajes más importantes que se rinde a los caídos en el terremoto del 31 de mayo, considerado como uno de los más catastróficos de la historia de la humanidad.

Cuando se hizo la convocatoria a los escritores ancashinos nuestra intención era promover una publicación digital con el aporte de narradores, testigos y poetas. Pero, sinceramente, no creíamos que iba a tener una respuesta tan rutilante como el oro, por el valor que alcanzó la respuesta y con escritos tan valiosos, prueba que esa hecatombe todavía es una herida abierta en el corazón ancashino.

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Muchos de ellos lo vivieron, estuvieron allí, en el epicentro, sintiendo temblar la tierra, ver cómo se derrumbaban sus casas, mirar cómo moría la gente, aplastada por el tejado, mutilada por una avalancha de adobes, inmovilizada por una muralla de rocas, viguetas, sin auxilio mayor que los brazos del hijo que, optó por huir, impotente, con el pánico a cuestas. Los ojos de los que estuvieron allí compartieron el rojo de la sangre que bullía en los cadáveres y en los heridos o salía a borbotones de su propio cuerpo. Para ellos, el terror es una palabra que no alcanza lo que sintieron en carne propia.

Lo seres queridos se fueron sin saber por qué ni cómo. En minutos anteriores nomás se había escuchado la palabra de la madre, del esposo, hijo, vecino, el ladrido del perro, su engreído, el kikiriki de Carmelo, el gallo de mil combates; habían convivido con el humo de la cocina todavía sin apagarse después del almuerzo y tratando de avivarlo para el cafecito de la tarde. “Alístate porque vamos a ir a visitar a mi prima Emperatriz”. Se convirtió en una visita incumplida, abrazada por la muerte. “Voy a ver el partido de fútbol”, no fue él ni hubo fútbol. “¡Qué rico descanso!”, el bostezo quedó ahí, paralizado. “Ahí tiene su carta doctor”, el papel fue el primero en temblar y la palabra se fue al anonimato. “¡Sargento, a sus órdenes!”, dijo el policía en saludo militar, pero ya no pudo bajar la mano porque cayó con todo el cuerpo. La carretilla fue el primero en sentir el temblor y empezó a

rodar, el heladero quiso cogerlo, corrió tras él y ambos tropezaron con la parca. El sartén que iba a coger el ama de casa ya no fue usado, ambos, murieron en solitario.

“¡Hay, Dios mío!, veinte mil muertos en Huaraz y ahí está Ernesto y su familia, recién se han mudado”. “¡Señor de la Soledad!, “¡Virgen santísima!, Yungay desapareció!”. ¡Vamos, vamos a socorrerlos! “No hay carros a Huaraz, todo está destruido” -les dijeron en Casma. ¡Vamos a pie! Y varios de los afligidos viajaron viendo el desastre por todas partes, con su galletita en un bolso, subieron por la cordillera Negra con calzados destrozados, bajaron por caminos intrincados y cortando con sus sufridos ojos la densa capa de polvo infernal vieron Huaraz, Yungay y todos los pueblitos aledaños llenos de escombros y personas tiradas por todas partes, ya sin resuello.

A todos ellos, a los que se fueron, a los que sufrieron y a los que todavía tienen esa herida dentro del alma está dedicado este libro.

César Vallejo, en su artículo: La responsabilidad del escritor, dice: “… es necesario, no que el espíritu vaya a la materia, como diría cualquier escritor de clase dominante, sino que es necesario que la materia se acerque al espíritu de la inteligencia, se acerque a ella horizontalmente, no verticalmente; esto es, hombro a hombro”.

La materia inerte y viviente de esa hecatome del 31 de mayo de 1970 se ha acercado al espíritu de los escritores ancashinos y ellos, con inteligencia, han volcado sus recuerdos, vivencias y opiniones; se ha trabajado “hombro a hombro”, en una inédita producción colectiva; por lo que, al presentar esta obra, expreso mi más caluroso agradecimiento a quienes han colaborado para hacerla y a quienes lloraron y lloran la tragedia. A todos, les extiendo mi más fervoroso abrazo de solidaridad.

Julio R. Villanueva Sotomayor Presidente de AEA

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