6 minute read

Wilfredo Kapsoli Escudero

Yungay en mi memoria

Wilfredo Kapsoli Escudero 21

Advertisement

Hace algunos años estuve pensando por qué durante en mi vida universitaria, pude recrear con mucha facilidad ensayos y estudios acerca del movimiento campesino. Sucede que, al haber nacido en un pueblo serrano de Áncash (Pomabamba) y vivir con los peones de mi abuelita, pude no solo comprobar una serie de fenómenos que transcurren en el mundo andino sino también, de una manera muy peculiar, rasgos y gestos de los hombres y mujeres que estaban al servicio de una pequeña propiedad o fundo de mi abuelita.

Podría decir que mi vida transcurría en dos espacios geográficos: en el pueblo, durante la época escolar, y en el campo en las vacaciones El medio año y diciembre casi siempre coincidían con las épocas de siembra y de cosecha. Nuestra hacienda estaba ubicada más o menos a una hora y media de camino a pie y unos 45 minutos a caballo. Podría decir que mi abuelita estableció con los peones una relación señorial y proteccionista, con mucha filantropía. Llegó a tener un trato maternal con cada uno de ellos; eran unas doce familias.

Yo era, prácticamente, el nieto único, el niño que era amigo de los hijos de los peones con quienes frecuentaba a las prácticas agrícolas y al trabajo que realizaban en nuestra casa del pueblo.

En las épocas de fiestas, algunas personas venían a vender o canjear frutas u otras mercancías con las papas o cereales que cosechábamos.

Por otro lado, podría decir que era distinta la actitud de ellos al hacer sus propios trabajos en sus chacras o en los de la hacienda. Generalmente, se levantaban muy temprano, preparaban desayuno, que era bastante sostenido, salían al trabajo y laboraban hasta medio día. En que descansaban, chacchando coca, tomando alcohol o chicha,

21 Wilfredo Kapsoli Escudero. Natural de Pomabamba. Doctor en Historia. Profesor en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Ricardo Palma, con importantes cargos. Autor de una treintena de libros de historia social, utopía andina y cultura popular.

1970 La hecatombe de Áncash 171

prácticamente no almorzaban sino hasta la tarde en que retornaban a la casa y se servían lo que sus familias tenían. El trabajo en sí motivaba cierto tipo de competencia, y normalmente lo hacían con mucha alegría, casi diríamos estimulándose unos a otros, poniéndose apodos o incitando a los otros para que acaben las tareas y las jornadas que se les asignaba.

Había mucha sabiduría en ellos porque; por ejemplo, en las épocas de cosecha de cebada no se hacía la siega en días de bastante sol porque al cortar las espigas se podían caer los granos, de manera que lo hacían en noches de luna, o comenzando la madrugada. Estos cereales, los juntaban en gavillas en el propio terreno donde estaban cosechando. Luego de terminar las siegas cargaban a la era donde se procedía a la trilla con caballos o bueyes. Luego se usaba la técnica del venteo, aprovechando la orientación de los vientos, que en agosto son bastante intensos. Utilizaban la orqueta, la pala.

La siembra, y particularmente la cosecha de papa que se hacía en época de lluvia, en enero y febrero, era mucho más espectacular, diríamos más ritual. En ella los chicos o los patrones iban delante de todas las cuadrillas de peones a recoger las papas más grandes, más harinosas, las más seleccionadas, que recibían el nombre de "papa cuay", "quayllacoj, aiuasha" que significa "voy a ir a escoger papas para la brasa". Pero aquí había una cosa ingeniosa que practicaban los peones: al hacer el escarbe y coger las papas de la tierra, ellos avanzaban en cuadrilla y disimuladamente dejaban los tubérculos grandes a las mujeres o amigos que venían detrás de ellos, en condición de pallaqueros. Teóricamente, estos recogían las papas pequeñas, que, al hacerlo con el pico o la pala, uno no las tuvo en consideración o no se les vio. Sin embargo, al final, estos pallaqueros lograban cantidades más o menos significativas, porque había esta “costumbre” de dejarles esa papa. A partir de los siete años como mis padres trabajaban en Lima empecé la travesía de venir acá. Lo hacíamos a caballo bajo la guía de los arrieros que preparaban fiambres y ropas especiales para un viaje que duraba de dos a dos días y medio de Pomabamba hasta Yungay. La travesía era muy dura por las inclemencias del clima que no solamente bajaba de temperatura si no venía acompañado de granizadas y lloviznas torrenciales. Al llegar la noche si había suerte encontrábamos alguna posada donde guarecernos o de lo contario acampábamos en la

intemperie con carpas para protegernos del mal tiempo. Bajábamos por el camino de herradura que bordeaba la laguna de LLanganuco. Este camino era muy angosto y daba mucho miedo que los caballos con el relincho o corcoveo nos podían arrojar al agua gélida majestuosa e interminable a la vista.

La siguiente parada obligatoria, con el que concluía nuestro viaje a caballo era la ciudad de Yungay. Esta tenía una típica arquitectura serrana con sus casas cubierto con techos de paja o de tejas de arcilla. Abundaban las pequeñas casas domésticas como también algunas mansiones señoriales con jardines y huertos. La plaza de armas era acogedora por su amplitud y particularmente por sus inmensas palmeras que aireaban el ambiente y le daban majestuosidad. En alguna casa que nos acogía pasábamos la noche degustando comidas típicas del lugar y yo tenía mucho temor de comer carne seca, es decir, charqui porque la tradición oral sostenía que allí consumían la carne del gato, es decir, el michi canca.

Al amanecer tomábamos las góndolas, antecesor de los omnibuses actuales para venir a Huaraz y luego seguir posteriormente hasta Chimbote y finalmente en otra movilidad similar llegábamos a Lima.

En muchas otras ocasiones, estas travesías e historias se repetían de manera constante quedando la imagen de la ciudad de Yungay y de sus habitantes como un recuerdo simpático en mi geografía vital. El terremoto de 1970 lo pasé en Lima y naturalmente, lo sucedido en la ciudad de Yungay fue una tragedia que enlutó a mi familia, a nuestros paisanos y al Perú entero. No era para menos, un pueblo con casi veintidós mil almas fueron sepultados por inmensos trozos de nieve, piedras y lodo que cayeron aluvionalmente desprendiéndose de la Cordillera blanca valiéndose de una especie de tobogán que se había formado al caer en el abra del río circundante a la ciudad. La tragedia se concretó dejando como un paisaje atroz solo algunas ramas de la copa de las palmeras. Solo pocos habitantes se salvaron y especialmente los niños que habían ido a un espectáculo del circo que se llevaba a cabo en una parte alta cercana al pueblo. La ciudad sepultada fue convertida en un gran santuario y luego sembrada de flores como ofrendas a las almas que se fueron y la esperanza de vida de los que quedamos. También se ha mandado preparar una inmensa escultura de nuestro señor Jesucristo como protector de la ciudad.

El ilustre viajero italiano Antonio Raimondi nos ha dejado unas alegorías ingeniosas para varios pueblos del Callejón de Huaylas.

Refiriéndose a Yungay lo califica como hermosura. Nosotros junto con Helí Ocaña en nuestro libro Ancash: capital cultural y educación lo ilustramos con la caricatura de Adelmo Vidal y el siguiente texto:

“El mejor adorno de Yungay le ha sido proporcionado por la naturaleza, con la hermosa vista de la cordillera nevada, que puede contemplarse en toda su sublimidad desde la plaza de la población. Y no hay que olvidar que al calificativo de “hermosura”, influyeron las bellas hijas del Huascarán, que no habrían dejado de llamarle la atención al ilustre hombre de ciencia”.

Ojalá que los dioses europeos y andinos nos protejan y nunca más se repita un hecho tan luctuoso y desgarrador como el terremoto de Yungay de 1970 que ahora evocamos.

This article is from: