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Hugo Vílchez Romero
Yungay, aluvión 1970
Hugo Vílchez Romero (El Pichuychanca) 30
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Testimonio I
Me encuentro en la Av. Salaverry, enfrente del Hospital Es Salud Eduardo Rebagliati. Notando este antiguo y conservado edificio que posee 14 pisos, en donde, mal que bien, aun con las dificultades y la burocracia, los pacientes logran ser atendidos. En otro sistema, los ciudadanos, todos, tendrían acceso a la salud gratuita por ser un derecho y no un servicio. Entrando a este nosocomio, por una de las puertas que da a la Av. Salaverry, de inmediato, dolorosos recuerdos resucitan de mi mente, cuando hace algunos años atrás, preocupado, acudía para acompañar por largos días e inquietas noches, sin salir de este recinto, a mi madre enferma. Ahora, de nuevo, estoy en este mismo lugar, visitando a un familiar después de que fuera intervenida quirúrgicamente la noche anterior. Familiares de los pacientes, uno tras otro, esperan el turno para acceder al remoto y trémulo ascensor que funciona a la perfección a pesar de los difusos años de uso que tiene, goza de un esmerado mantenimiento. Uno de ellos, haciendo cola, que va al piso 7, soy yo. Luego de haber salido una multitud de personas, él ascensorista espera pacientemente que ingrese otro pelotón de gente, mientras va peguntando a que numero de piso subimos, presto, pulsa las luminosas clavijas designadas. Colmado de visitantes, denotando rostros con heterogéneos estados de ánimo, el encargado, cierra las chirriantes puertas del elevador, trepidante comienza a subir.
Ya estoy caminando por el piso número 7. Las losetas blancas y grises, dotado de limpieza, brillan. Al lado izquierdo del corredor, las habitaciones tienen una sola cama. Un paciente descansa sobre un sillón, con el pie vendado y levantado sobre una silla. Mientras espera que algún familiar lo visite, lee un periódico de setenta céntimos. Al lado derecho del pasillo, las habitaciones tienen dos camas y los
30 Hugo Vílchez Romero. - Natural de Chiquián, contador público colegiado por la
Universidad San Martín de Porres. Prolífico escritor que resalta lo típico de Chiquián en sus más diversas facetas desde su bloq “El territorio del Pichuychanca”.
1970 La hecatombe de Áncash 218
pacientes están acompañados por sus familiares. Las enfermeras llevan, en un coche, los envases de suero, medicinas y las agujas para ser aplicados a los dolientes que lo necesitan. Del fondo del pasadizo, que tiene aromas típicos a medicina, surge una camilla, sobre ella, tendido un enfermo, dos técnicas, vestidas de blanco, una atrás y la otra delante, lo llevan quien sabe a dónde, ¿a la sala de operaciones o, para un examen? Me aproximo a la habitación número 710 y aflora la imagen de Perching, mi hermano, con rostro aliviado, síntoma de que su esposa salió bien de la operación, nos saludamos y paso a ver a la paciente, mi cuñada que está tendida sobre la cama, descansando. Acompañada de su hijo que se dejó crecer la barba azabache y al costado de él, su enamorada, ambos, próximo a culminar su carrera de Derecho. Platicando sobre su estado de salud con todos los presentes, observo que, en la cama contigua, separado por una cortina, esta una paciente mayor, una señora de cabello corto y gris, ojos de piadosa mirada, tez cobriza y en la comisura de su boca reflejaba los pliegues lo mismo que en su pequeña frente, tenía aproximadamente 75 años de edad. Se incorpora lentamente y se arrellana sobre un sillón que está junto a la litera, cavilosa, mira a través de los cristales de la amplia ventana, el patio del hospital, en donde los intensos rayos del sol, aguijoneaba al experto jardinero que regaba con esmero la exigua rosaleda.
Con anterioridad, antes de mi llegada, la señora, de la cama adyacente, le había solicitado un servicio a mi hermano para que le consiga ciertos alimentos para el hijo, discapacitado, que le visitaría más tarde. Perching y Piero, su hijo, regresaron con el encargo. Luego de esta actitud altruista de parte de mi hermano, los acompañé al restaurante, en el trayecto, Perching me comentaba que la señora tenía una hija que la visitaba fugazmente.
A nuestro regreso luego de dos horas, Perching se emplazaba al pie de la litera, a mi costado, mientras su cuñada que había llegado en nuestra ausencia, platicaba amenamente con su esposa, se arrimó aún más a mi lado para comentarme con voz apagada: -La señora, de la cama del costado, es de Yungay- Enterándome de donde era la señora, mi casi otoñal memoria viajó inmediatamente, no al futuro sino al pasado, de aquel infausto acontecimiento, el terremoto del año 1970.
La señora, con los ojos de piadosa mirada, seguía descansando, su hijo, discapacitado, se había retirado para llegar a la hora puntual al asilo donde le había internado temporalmente, hasta el momento en que los
doctores le dieran de alta. Horas antes habíamos estado platicando temas de salud, de actualidad y otros de menor importancia. Pero al enterarme que la señora, paciente de la cama aledaña, era de Yungay, mayor fue mi interés e inquietud de querer saber, por boca de ella, del persistente recuerdo que aflora, como espuma de la leche al hervir, en la mente no solo de los sobrevivientes y de las personas de la Región de Ancash, sino también del país entero, del aciago aluvión que azotara encanizadamente, su tierra añorada. Cada aniversario de este fatídico suceso, oí muchos relatos y leyendas, pero, no directamente de uno/a que se haya salvado, dentro de los miles de habitantes del desaparecido y hermoso pueblo de Yungay. En este Hospital Es Salud Edgardo Rebagliati, habitación número 710, arrellanada en el sillón, junto a los traslucidos cristales del amplio ventanal, delante de mí, estaba una sobreviviente, la señora… Huinchos viuda de Vergara. Con reservada prudencia me aproximé, le pedí permiso si me podía sentar junto a ella. Accediendo con placer, mi petición, me senté dando la espalda a los cristales de la ventana. Por mi hermano, ya estaba enterada que era de Chiquián. En medio del vocerío de los visitantes que venían a ver a mi cuñada, nuestro dialogo comenzó con cautela de estar al tanto de su estado de salud. Con voz grave, le hablé: -¿No la abrumo, si le consulto sobre lo sucedido con el aluvión de Yungay?inmediatamente agregué – ¿Usted estuvo presente en aquel fatal acontecimiento?- Luego de esta pregunta, tal vez muy directo, entre ella y yo hubo un monumental silencio, a pesar de las voces ininteligibles del otro lado de la cortina. Luego de unos segundos, agarrándose las pequeñas y acanaladas manos, mirando directo el patio con sus piadosos ojos, después el blanco techo, como queriendo traer a su longeva memoria los sombríos acaecimientos producidos por el terremoto de 1970. Con lánguida mirada, profunda e inmóvil, con voz mortecina, me respondió: - No te preocupes, no es nada grave mi dolencia, pero ahí vamos dándole duro a la vida- hizo una pausa y prosiguió –Por aquel entonces ya contaba con 25 años de edad, estaba casada y ya tenía un hijo de un año y dos meses y cuatro meses de gestación cuando ocurrió lo del aluvión- hizo un reposo de sus vagos recuerdos. -“¿Recuerda usted, los hechos de aquel momento?”pregunté. –No todo, pero los sucesos más difíciles y trascendentales que pasé en este pasaje de mi breve existencia, se me quedó gravado para toda la vida, jamás lo olvidaré, me parece que fue ayer, lo llevaré hasta cuando me marche de este mundo- Me contestó con voz interpolada, contagiándome sus sentimientos de angustia y dolor. Se dio tiempo para serenarse e inicio el relato de su vivencia personal:
“Con mi esposo, mi esposo se llamaba Nemias Vergara, ya teníamos previsto desde la noche anterior, sábado, trasladarnos rumbo a la chacra. Ese día, 31 de mayo, amaneció radiante, animado; los nacientes rayos dorados del sol, empezaban a aguijonear las cumbres canas del Huascarán y los techos rojos de las casas. Arriba, el espacio, se hallaba rematadamente azulenco, libre de nubes. El suave y fresco viento de la mañana arrastraba, desde el jardín a nuestros aposentos, sugestivos aromas de las flores y rosas. Como cualquier domingo, tomamos el desayuno, ligeramente tarde. Mi esposo y yo además de ser docentes, nos dedicábamos al negocio de materiales de construcción y la tienda estaba en las cercanías del mercado, en el centro del pueblo, junto con el de mis padres que se dedicaba a la venta de abarrotes y estaba a cargo del estanco de coca, nuestros negocios se ubicaban próximo a la plaza de armas. De súbito, un colega, profesor, se presentó a la casa solicitando, de manera urgente, cemento y fierros.
De regreso, cuando mi esposo me comentaba y planteaba que mejor sería ir a la chacra, a las dos de la tarde, después de almorzar…, en ese preciso instante, alguien tañía la puerta, mi compañero con voz afectuosa me dice: - ve a ver quién es- fui atravesando el patio que había regado en la mañana, al abrir el zaguán me topé con las figuras de dos colegas de mi esposo, notando en sus rostros cárdenos, con señales de ebriedad. Uno de ellos preguntó por Nemias. Mi esposo que también había salido hasta el centro del patio reconoció la voz del amigo, acercándose al añejo pórtico y colocándose a mi lado, les ofreció a pasar hasta la sala. Luego de la invitación de los amigos que querían seguir libando licor en una de las tabernas de Yungay, les propuso que preferible siria quedarse aquí, que, él, hoy día, no tenía ningún motivo para salir de su casa. Convinieron en permanecer en la casa y mi esposo mandó a comprar cerveza”. La Señora Huinchos, por un momento, detiene su relato para referirme brevemente como era Yungay antes del fuerte y fatídico terremoto que, como consecuencia de ello, provocó el aluvión de 1970. Yungay, me dice, era un pueblo muy atractivo, con calles bellamente empedradas, en donde cada día domingo, los campesino/as que venían de las típicas aldeas cercanas trayendo sus productos agrícolas para vender, se posesionaban alrededor del mercado y la calle principal. El comercio estaba en auge, tal es así, que los pobladores de Caraz y Carhuaz llegaban a Yungay para hacer sus compras. Las casas de segundo piso, que se hallaban frente a las calles, poseían llamativos
balcones y la mayoría de ellas gozaban de amplios patios con adornados y bellos jardines. En la entrada del cementerio, pulcramente conservado y esplendido, se podía apreciar una estatua gigante del Cristo Redentor de Yungay, erigido en el año 1966 y en el zócalo se encontraban las cuatro robustas y desafiantes palmeras, mirando al imponente nevado del Huascarán, al otro lado, la iglesia colonial Santo Domingo. Como si estuviera ante un alumno, la señora Huinchos, me describe datos históricos de su tierra natal y continúa ilustrándome. El nombre de Yungay me explica, proviene del vocablo quechua “yunga” o “yunca” que significa cálido, “valle cálido”. Además, como docente que fue por aquella época, me reveló y aclaró que el término o la denominación tradicional de “Yungay hermosura” fue mencionado por el explorador alemán Richard Witt en 1842 y que erróneamente es adjudicado a Antonio Raimondi. Luego de manifestarme estos importantes detalles, una vez más, observó a través de los cristales, los nuevos edificios construidos alrededor del hospital, suspiró y continuó con su relato:
“Después de almorzar, el sol iba inclinándose y las nubes pardas aparecían uno tras otro, el viento iba arrastrando hoscas sombras sobre el pueblo. Mi esposo con uno de sus colegas seguía tomando, el otro se había retirado. Yo, al día siguiente, lunes, tenía que estar muy temprano en la escuela y, ya estaba embarazada de cuatro meses. Meditando que ropa ponerme, es cuando rememoro del vestido de mi gestación anterior. Subí al cuarto, al encontrarlo, inmediatamente me probé quedándome al talle, para mi alegría. Como tenía que ir a la chara para ver las sementeras, me puse mi ropa de campo y descendí con dirección al jardín para podar algunas plantas mientras ellos, don Nemias y su amigo, terminaban de tomar.
En el momento que salía del jardín, sentí un leve temblor, di unos pasos más, la tierra seguía templando. Entonces, angustiosamente grité con voz que salía de mis entrañas:
-¡Temblo-o-o-r! ¡Temblo-o-o-o-r!- en ese momento salían de la sala mi esposo, su amigo y el cocinero con rostros pálidos y achispados. -Ya va pasar, ya va pasar- decía de mi esposo, y la tierra seguía temblando espantosamente. El amigo, comienza a clamar von voz desgarradora:
-¡Mi familia! ¡Mi familia! Sale despavorido de la casa. Yo, angustiada, seguía gritando:
-¡Abrancito-o-o! ¡Abrancito-o-o!, ¡Neme, Abrancito está en su cuna! mi esposo raudo va al escritorio donde mi hijito descansaba plácidamente en su cuna. Cuando regresaba cargando a nuestro hijo, amparándolo en su pecho, con sus calurosos y nerviosos brazos, apenas cruzaron el corredor, llegando a mi lado, estruendosamente se desplomó el techo, le siguieron las cuatro paredes de la casa, de inmediato, se levantó por el cielo, una espesa polvareda. Estábamos aturdidos y en ese instante el joven cocinero que teníamos, chillaba con pavor: -¡Don Nenias; se viene el Huascaran! ¡Se viene el Huascarán! - Sin saber a dónde ir, desesperada, yo pedía marchar con voz atropellada:-¡Al cementerio! ¡al cementerio! - mi esposo jalándome de la mano, me decía con voz ronca: -¡Vamos a la pista de Caraz! ¡a la pista de Caraz! En medio de ese caos emocional, jalándome con fuerza, decidimos marchar, salvando sobre nuestra casa demolida, a la pista de Caraz. En ese instante sentimos un intenso y desgarrador frio cuando huíamos por esta pista, de pronto, de los cerros provenían sordos rumores amenazantes, entonando cantos fúnebres a la gente. Percatábamos impetuosos ecos, zumbidos, ruidos asombrosos y desconocidos, jamás escuchado. Tras de nosotros, cerca, lejos, la gente corría, se hincaban, con voces desgañitadas, continuaban clamando: ¡Terremoto-o-o! ¡Terremoto-o-o! , ¡Se viene el Huascaran!-
Cunado por un instante torné la mirada, en nuestra martirizada huida, vi arriba, a la entrada de Yungay, una inmensa ola negra que se acercaba doblándose como una serpiente siniestra abriendo sus fauces para tragarse todo lo que hallaba en su mortal trayecto.
¡Neme! ¡Neme! ¡Dame a mi hijo! ¡Yo, me quedo aquí! ¡Ya está sobre nosotros! Le gritaba fuera de sí. -¡Corre! ¡corre!- me daba ánimo mí esposo. Detrás de nosotros venia un jovencito que, luego de exclamar con voz plañidera: -¡Sí, señora, ya está sobre nosotros!, ¡estamos perdidos!- se desmayó. Sin detener nuestra fuga, de aquel siniestro aluvión, pude observar algunos vecinos desmayados”. Por un momento, la señora con ojos de piadosa mirada guarda absoluto silencio, como deseando obtener una respuesta a estos escalofriantes fenómenos naturales, que arrasa con todo lo que encuentra a su paso.
Segundos después del movimiento telúrico, una inmensa masa de hielo, se había desprendido de la parte norte del nevado del Huascarán, impactando contra la pared de la quebrada del rio de
Ranrahirca cuyo efecto formó un estancamiento de agua, desviando furiosamente su curso en 30 grados que dio inicio su apocalíptico recorrido con dirección al desafortunado pueblo de Yungay.
“Mientras el aluvión desbordado con 40 millones de metros cúbicos de hielo, fango y rocas que media aproximadamente 1Km de ancho y con una velocidad de 200 a 500 Km/h va arrastrando y sepultando en su horrendo e inexorable curso, cadáveres de campesinos, infantes, turistas ahogados, junto con el de sus bueyes, corderos, aves de corral y las vigas de sus casas, arrancando arboles de raíz, sementeras y por último a la población entera en los fatales 18 Km que avanzó.
De repente. Esa resonancia, ese eco inverosímil, extrañamente se interrumpió. Ganada por la angustia, cuando volví la mirada por segunda vez, Yungay, en tres minutos, había desaparecido, de principio a fin, para siempre, de mi vista. De nuevo grite, desfallecida: -¡Mi papá-a! ¡Mi mamá-a-a!.. ¡los pañales de Abrancito-o!- Mi esposo, abrazándome con uno de sus brazos me consolaba con voz apagada y trémula, me decía: -Amor, nos hemos quedado absolutamente sin nada; sin casa ni parientes.
Agotados, seguíamos caminando hasta alcanzar la parte más alta, donde se hallaba la inmensa peña de Huachahuay, cerca del cementerio. Con este cuadro infausto de la naturaleza, me parecía estar soñando. De todo lo hermoso que atesoraba Yungay, solo sobrevivieron, imperturbables, sosteniéndose sobre sus cimientos férreos, desafiando al demoledor aluvión, cuatro erguidas palmeras, ubicados en las respectivas esquinas de la desierta plaza de armas y al frente, alejado, en lo alto del cementerio, la estatua del Cristo Redentor de Yungay.” Su voz se ahogaba, suspiró hondamente, yo me aproximé para confortarla y solidarizarme con la doliente anciana, sola, arrellanada en el sillón, con otro profundo dolor de aquella imperecedera tragedia. De esta aciaga calamidad, pocos lograron salvarse de entre miles y miles de personas, como los siguientes testimonios cortos que a ella le contaron:
“Un señor, que lo conocía de vista, me contó que estaba cerca del mercado, apenas al sentir el temblor, empezó a correr al sector de Aura, donde vivía su familia. En su veloz travesía por las calles ceñidas, pudo observar gentíos corriendo de un lugar a otro con los rostros
despavoridos, a mis padres ancianos y a una multitud de gente, prosternados con los ojos cerrados y los brazos en alto, implorando: ¡Khuyapayawayku! ¡Khuyapayawayku! (¡Señor ten piedad! ¡Señor ten piedad!), muertos y heridos, tendidos en el suelo empedrado de las calles, esperando ser socorridos. Estaba determinado llegar a su domicilio; corría y corría, sorteando paredes que se desplomaban levantando densa polvareda, postes y paredes que se balanceaban de un lado a otro, como los altos arboles de copiosa copa, inclinándose por un fuerte viento, dejando la cuidad a sus espaldas, sin saber que venía el encrespado aluvión. Había pasado la calle Espinar, por donde yo vivía y creyendo que había muerto, vio a mis vecinos, al señor Cesar Lagos, su esposa, a su papá, su hermano, también, arrodillados, en el centro de la arteria, turbados y espeluznados, sin saber qué hacer ni a donde ir. Cuando llegó a su destino, al volver la mirada hacia el pueblo, este, se encontraba con un aspecto inusual, monstruoso, sombrío, desierto, Yungay, estaba bajo los escombros de bloques de hielo, lodo y rocas, en un cerrar y abrir de ojos, había desaparecido completamente.” Dentro del centenar de maestros que enseñaban en Yungay, sobrevivieron cuatro, Reyna Veramendi, Elvira Vásquez, y Carmen Giraldo, esta última docente, le describió lo siguiente:
“Huyendo del sismo, estremecidas por las resonancias extrañas que arribaban de los cerros y las quebradas, con mi anciana madre, sin pensar dos veces, corriendo, nos encaminamos directo al panteón. Cuando estábamos subiendo los primeros peldaños, con penosa dificultad, a razón de que mi madre, exhausta, ya no podía caminar a paso firme, al escuchar cada vez más cerca el violento e inverosímil sonido y cuando de repente advertí, aún lejano, una ola negra, gigante y espantosa que nos acechaba, entonces, con desesperación, con las ultimas fuerzas y el aliento que me quedaba, empecé a jalarla a rastras, de pronto, vuelvo la mirada para ver a mi madre, y como si fuera un sueño, ya no estaba conmigo, el protervo aluvión me la había quitado de mi propia mano. Era una escena apocalíptica, embarazoso de describirlo”.
Yungay, aluvión 1970 Testimonio II: sobrevivientes
La historia de los sismos en el Perú, el más monstruoso y destructivo fue el que sobrevino el funesto día 31 de mayo de 1970 en la Región alto andino de Ancash. El terremoto de 7.9 grados de magnitud que duró 45 segundos, conmovió a cientos de pueblos. El más afectado, como consecuencia de este violento movimiento telúrico, fue la ciudad de Huaraz, capital de Ancash y el pueblo de Yungay, serpenteados de imponentes nevados, dejando un saldo de aproximadamente 70,000 mil muertos, 20,000 desaparecidos e incontables miles de heridos.
Luego de haber sobrevivido prodigiosamente del violento terremoto y del horrendo aluvión, evocando los aciagos momentos de su supervivencia, la señora Huinchos viuda de Vergara aun descansando en el sillón, al costado de la cama y junto a los cristales de la amplia ventana de una de las habitaciones del hospital, que por esos azares de la vida estaba internada junto a la cama de mi cuñada, operada, y yo, a su lado, preguntándole con moderación, deseando saber de aquel suceso que tuvo que pasar por esa penosa y agobiante etapa de su vida. Con sus ojos de piadosa mirada, con voz trémula, pero más calmada, continuó el siguiente relato:
“Yo, sentía haber perdido la razón, sin darme cuenta, sobresaltada y enervada, iba caminando, jalada de la mano por mi esposo y solo escuchaba su voz trémula que musitaba: –vamos, vamos rápido, por el camino hacia Caraz, a un lugar seguro donde acampar- Logramos llegar, salvos, al sitio relativamente más alto, a la inmensa peña de Huachahuay, en dónde nos topamos con otros cinco sobrevivientes, todos ellos con rostros palidecidos y tiritando, por el atroz frio. Desde este apartado sector, próximo al cementerio, con Neme, mi esposo, asombrados, mirábamos alrededor nuestro, pensando ver, con esperanza indecible, si aún había alguna vivienda de pie. Nos parecía que despertábamos de una larga pesadilla, toda la zona urbana de Yungay estaba absolutamente asolado, bajo los escombros de grandes cúmulos de hielo, rocas de todo tamaño y de una inmensa laguna de lodo. Todo, completamente todo, Yungay había desaparecido. Percibíamos un sordo silencio inacabable. Era las tres y treinta de la tarde, cuando por el firmamento aún se elevaba lentamente una enorme masa de compacta y pavorosa polvareda, las nubes umbrías aún más oscurecieron el día. La tarde y el tiempo, parecían haberse adelantado tres horas, daba la impresión que las agujas del reloj
estaban marcando las seis de la tarde. Por un instante, lastimero, el agitado viento, aullaba y en otro, silbaba impetuoso, produciendo un hiriente frío, más de lo acostumbrado, teniendo que arrebujar, con el único cobertor que teníamos, la chompa de mi esposo, a mi niño que lo cobijaba con mis cenceños brazos y alcanzándole mis pechos para que lactara. Al observar por las cuatro brumosas direcciones; este, oeste, norte y sur, sin señales de vida de algún sobreviviente más, juzgábamos estar en un desierto. Sólo, los tres y los cinco señores que milagrosamente habían logrado salvarse, en medio de aquella hosca y maligna calamidad, fustigada por los fenómenos de la naturaleza, aumentó en nosotros, una profunda e inefable zozobra.
Luego del destructivo terremoto y el devastador aluvión, en medo de un riguroso silencio, ahí sobre la peña, nos encontrábamos plenamente desamparados. Cuando nuestras afligidas miradas se cruzaban, notábamos rostros insepultos, inconsolables, no era necesario expresar palabra alguna. En ese instante, sentíamos un profundo dolor por la pérdida de nuestros seres queridos; padres, hermanos, hijos, tíos y amigos. En esas circunstancias, de aquella adversidad que vivíamos, nadie se atrevía a moverse de aquel lugar, por temor a las constantes réplicas del terremoto. De rato en rato se oía, quizás el único, el llanto plañidero de mi hijo.
Los segundos parecían minutos y los minutos horas, las horas…fueron una eternidad. A eso de las siete, bajo la enmarañada penumbra de la noche, se aproximaba pausadamente una silueta humana, un sobreviviente, con pasos cansinos. El hombre entrado en edad otoñal, era el encargado de cuidar el colegio que había donado la embajada de México. Hallándose junto a nosotros, con voz trepidante, filantrópicamente nos propuso: -Señores, vamos al colegio que está a unos pasos, para poder dormir esta noche, como se van a quedar aquí a campo abierto y en tanto frio- aliviados, le dimos las gracias y luego continuó: -Ha quedado un poco de leche en polvo y trigor, para preparar mañana el desayuno.
En plena oscuridad, descendimos de la peña. Llegando al colegio, el portero nos ubicó en uno de los salones que había resistido al terremoto, el resto no se encontraba en buenas condiciones. Arriesgando nuestra propia integridad física, intentábamos dormir en el helado piso, pero no era posible, por las redobladas replicas. Toda la noche pasamos corre aquí, corre allá; entre el colegio y la peña, de la peña al colegio.
Al siguiente día, la mañana amaneció doliente, en el espacio todavía se hallaba inmóvil la espesa y lóbrega polvareda, más arriba las nubes terrosas imponían a su voluntad un marchitado día. El joven cocinero, que nos había adelantado en nuestra desesperada huida, escapándose del espantoso aluvión, había tomado el trayecto que va hacia Caraz, cruzando el puente de Ancash, logró salvarse. Extenuado, por la tensión que pasó toda de la noche, regresó para indagar sobre nuestro destino. Nos estaba buscando cerca de la casa. Aterrado y conmovido, observaba el arrasado pueblo. Sin esperanzas de encontrarnos, pesaroso, regresaba en dirección del colegio. Mientras uno de los sobrevivientes iba a buscar leña, otros construían un improvisado fogón en la periferia del colegio. Estando yo de espaldas, escuché una voz despepitada: -¡Señora-a-a!- veloz torne la mirada y vi la imagen pernoctada del cocinero que me había reconocido, ante la presencia de los emocionados sobrevivientes, venía corriendo con los brazos abiertos y con voz ahogada, gritaba:- ¡señora-a-a! ¡Señora-a-a! ¡está viva, viva!- Llegando a mi lado me abrazó fuerte muy fuerte y prolongado, también se abrazó con mi esposo y cargo a mí niño. En cada replica, nos ayudaba en subir a la peña.
Desde las primeras horas de la mañana, más allá, a un corto trecho de la peña, un hombre que logró salvarse, de nuevo, exponiendo su vida, rescataba algunos enseres de su casa semidestruida. Entre tanto, nosotros, al ver que las aulas del colegio no estaban en buenas condiciones para seguir posando, en común acuerdo decidimos marchar a un lugar, por así decirlo, invulnerable. Cuando nos disponíamos partir, de pronto vimos a una distancia de cien metros, que alguien se acercaba, como una hormiga solidaria, trayendo sobre sus enjutos hombros, un pesado colchón de lana, le esperábamos impacientes. Cuando llegó, se aproximó y con generosa mirada, dirigiéndose hacia mi esposo que estaba a mi lado, hablo con voz ronca: -Señor Vergara, llévese este colchón, su esposa está embarazada, y en las noches, entre ustedes, pueden abrigarlo a su niño- aquel hombre era el amigo de mi padre, desaparecido por el aluvión.
Alertados, ya estábamos caminando en hilera, siete u ocho sobrevivientes, indagando un paraje que guarde cierta seguridad para poder acampar. De tramo en tramo alguno de ellos, hombres de buen corazón, nos ayudaban, solidariamente, a llevar, sobre sus heterogéneos hombros, el pesado colchón. Luego de unos minutos,
localizamos una chacra ligeramente llana que en los días anteriores habían terminado de cosechar el maíz. Llegando, veíamos detenidamente los rededores, aquel lugar se hallaba despojado y silencioso, como nosotros, con las manos casi vacías. Con lo poco que se pudo recuperar, entre ellos; víveres como una escasa bolsa de leche en polvo y el trigor, enseres de cocina, como ollas pequeñas y algunos cubiertos, todo ello, era propiedad del colegio, ubicado en la periferia de Yungay. Elegimos aquel paraje para alojarnos.
Lo primero que acordaron fue armar las comisiones para realizar el recíproco armazón de las chozas. Luego de emparejar el piso con fustes y sus manos amoratadas, en el pétreo suelo, empotraban los palos y sobre ellos esparcían las ramas de los árboles de eucalipto, molle, sauce y diversas plantas silvestres, traídos afanosamente de lugares distantes, edificaron con empeño el temporal cobijo. Con las pancas del maíz, para mi alivio y de los demás sobrevivientes, cubrieron completamente las cabañas. En un recodo de la chacra, montaron un familiar fogón. El cocinero, ansioso, preparaba la comida. Cuando degustábamos, el gusto era desabrido y mirábamos a nuestro cocinero como reclamándole, él nos devolvía con otra mirada de compasión: “he preparado la comida con los escasos ingredientes que están al alcance de mi mano”. El hambre agobiaba y en sepulcral silencio, teníamos que seguir comiendo.
La inmóvil polvareda y las nubes oscuras, tercas y obstinadas, no nos permitían ver el cielo azulenco en toda su dimensión. Cuando estábamos descansando a nuestra suerte dentro de nuestras chozas, de repente, a la lejanía, escuchamos el sordo sonido del motor de un avión, veloz, todos salimos de nuestros cobijos al centro de la chacra. Cada vez que se acercaba y estando a la expectativa, unos fueron corriendo a recoger las ramas del eucalipto que estaban regados cerca de nuestras chozas, otros inmediatamente se despojaron de sus prendas, el avión volando raudo sobre nosotros, desesperadamente agitando las prendas y ramas con nuestras trémulas manos, gritamos a viva y a una sola voz desde lo más recóndito de nuestro ser: ¡Aquí! ¡Aquí estamos! ¡Aquí-i-i! ¡Aquí-i-i!...el bullicioso ruido del motor, ahogaban nuestras roncas voces que se perdían en el arisco espacio. Los pilotos no alcanzaron a vernos. Al tercer y cuarto día, sobrevolaban aviones arrojando paquetes, que descendían como meteoros, cayendo en los pueblitos y aldeas distantes donde no habían sido afectados por el aluvión o el terremoto. Los Pobladores de otras aldeas comentaban que dichos paquetes se desplomaban…sobre el rio Santa.
La lánguida tarde, transcurría en silencio casi absoluto. Por ahí, cerca de las chozas, por los alrededores de la chacra, se percibía el trino melancólico de los pájaros. Nubes pardas y encrespadas se deslizaban paso a paso, como apremiando nuevamente al extinguido pueblo y a los sobrevivientes. El ocaso se acentuó aún más, con una lobreguez inaudita. Los grillos, desde sus inubicables escondrijos, cantaban quejumbrosos, cri-cri-cri. Cuando el cocinero se aproximaba al fogón para encenderlo y calentar la comida que había sobrado del almuerzo, del otro lado de la pirca, advertía quebradizos murmullos y lastimeros gemidos. Con el cuerpo escarapelado, cauteloso, trepo la pirca circunvalado de tupida yerba silvestre. De pie, desde lo alto, asombrado, pegó una voz desenfrenada que nos dejó sobrecogidos a los compañeros: -¡Vengan! ¡Vengan! - Presurosos y azorados, salimos de nuestras cabañas y al unísono respondimos: -¿Qué sucede?, “¡Rápido! Rápido! vengan”- con su recia y aterida mano apuntaba al otro lado y animoso decía: -Aquí hay unos niños, hay unos niños que se han salvado, suban, suban…vamos a auxiliarlos-…El cocinero los había descubierto adormilados tiritando de frio, arrellanados uno junto al otro, hombro a hombro y su liliputiense espalda apostados en la álgida pared de piedra. Sus infantiles rostros estaban untados de polvo, sus ojitos denotaban angustia, susto y no habían comido durante todo el día. Eran los niños que habían asistido al circo Verolina, todos ellos fluctuaban entre los tres y siete años de edad. Luego de proporcionarles la cena, que lo comieron con cierto anhelo y aprieto, llegó la indefectible y umbrosa noche, teniendo que amoldarnos en mi choza para poder dormir… hasta el siguiente día, que una vez más, sería algo incierto.
Los víveres se habían agotado y los supervivientes habían aumentado. ¿Qué hacer? Por las orillas de la abatida zona urbana de Yungay quedaban casas derruidas y abandonadas, por las cercanías, deambulaban corderos, vacas y aves de corral. Los enseres de cocina no eran suficientes. No teníamos ningún tipo de alimento, ni uno, aunque sea lo esencial y tampoco los ingredientes necesarios para la comida. Los alegres y rumoreantes riachuelos estaban callados, sus inclinados cursos habían sido obstruidos a consecuencia del violento sismo, por lo tanto, el agua escaseaba. Los niños, sin padres, aún temerosos, tenían hambre, mi niño de a poco se deshidrataba. Era un cuadro desolador, pero…teníamos que sobrevivir…
En medio de este desconcierto y desasosiego estaba a prueba nuestro pudor. El respeto a las cosas ajenas. Comprendimos que en estos momentos de catástrofe teníamos que tomar una decisión. Nuestra moral y ética se sintió trastocado por una carestía dominante; el hambre, la comida.
Entonces, un grupo se dirigió a las casas devastadas, por el terremoto y el aluvión, para hurgar y encontrar los alimentos de primera necesidad, ingredientes y los enseres de cocina, como los menajes respectivos, y otro grupo, a coger las aves de corral para luego degollarlo y, en los siguientes días, los corderos. Un tercer grupo, fue a traer el agua del riachuelo que estaba ubicado a cientos de metros, empozado y turbio, para destilarlo, al fondo del arroyuelo, le colocaban pencas, y al cabo de largo tiempo, dos tres horas, retornaban, fatigados, con los pequeños recipientes llenos de agua. No abastecía para el almuerzo, esta operación lo realizaban dos tres veces. Se armó la olla común.
El aplicado cocinero, preparaba el almuerzo con lo que estaba al alcance de su amoratada mano. Cuando me acerqué a la olla, solo vi agua hervida, color terroso, y trozos de carne de gallina. Con el cucharon de palo, vertió unas gotas sobre la cuchara que lo sostenía en mis delgadas manos y cuando lo saboreé, estaba completamente insípido, sin sal ni los ingredientes. El cocinero, al darse cuenta de mi gesto inconexo, después de probar el caldo, me miró y me dijo con voz afligida: -Eso es todo lo que hay- “¿Y los niños, lo tomaran?”- le pregunte con mi voz apagada –Señora, ¿Qué podemos hacer?, por el hambre que les agobia, lo tomaran- me respondió aún más dolorido. En los siguientes días, nos sentíamos desfallecidos, desmoralizados y atormentados. Por las noches ya no soportábamos el penetrante frío. Los niños lloraban la ausencia de sus padres desaparecidos y de hambre. El desayuno y el lonche consistían exclusivamente de papas sancochadas untadas con mantequilla y agua hervida. Estas provisiones lo habían hallado al azar, en una de las casas derruidas. Yo desde mi choza, que no podía movilizarme por estar embarazada y tener a mi niño enfermo que sufría de una enfermedad neurálgica, observaba, acongojada y llorosa, como una bonita niña de cinco años, se portaba como una adolecente responsable, a su hermanito de tres años, siempre le cobijaba con la poca ropa que llevaba puesta. En un rincón de la chacra le ayudaba a hacer pis. Estos niños tan bonitos eran los hijos de los guapos vecinos de mis padres, que también se
dedicaban al negocio. Estos niños, como los demás, fueron adoptados por una familia extranjera.
Mi blusa estaba hecha jirones porque lo rompía para reemplazar con el único pañal que tenía mi niño. Todas las mañanas, a primera hora, mi esposo iba a la quebrada de Áncash para lavarlo junto con su camiseta interior que también me servía como pañal. Cuando le aseaba a mí niño, mi corazón se estrujaba y lloraba a lágrima viva al ver sus enanas entrepiernas que estaba del todo escaldado, a través de su finita piel, lo tenía rojo, a carne viva. Me sentía la madre más desdichada de ver a mi crio con semejante herida, el sollozaba y sollozaba sin descansar en mis endebles brazos y yo apenada e impotente lloraba desconsoladamente. De las aldeas bajaron algunas bondadosas campesinas para apoyarnos en la cocina o cualquier otra actividad donde requeríamos su ayuda voluntaria. Cuando una de ellas escuchó el lamento suplicante de mi hijito, se acercó a la choza y al darse cuenta de la escaldadura de mi hijito, con voz suave, me dijo: -Señora, mañana le traigo la caquita molida del cuy, eso es muy bueno para las escaldaduras, ya verá, eso le va a sanar, lo va a secar- yo me quedé estupefacta e incrédula, con su proposición. Le di las gracias. Al día siguiente, al amanecer, la generosa campesina, puntualmente se presentó con lo ofrecido. La medicina milenaria de nuestros antepasados hoy desconocido por la mayoría de los habitantes de este país, por falta de interés o ignorancia, de manera soberbia, hemos dejado de aplicarlo como una medicina alternativa. Después de cada aseo, desconfiada, le apliqué dos tres veces con la caquita de cuy, parecía un prodigio, la escaldadura, de pronto se iba secando, tranquilizándome momentáneamente porque mi otra preocupación era que mi niño se iba deshidratando lentamente.
Los helicópteros se presentaron, trayendo ropa y víveres, luego de 15 largos días de una abrumada e intolerable estrechez. Al llegar este apoyo, los sobrevivientes nos sentíamos aliviados y muy contentos. Pero ese alborozo iba desapareciendo a medida que las donaciones, tanto del extranjero como el nacional, en cuanto a las ropas, que era una de nuestras mayores necesidades, cuando pasaban por nuestros ojos, se encontraban en extremo usados o se hallaban indiscutiblemente deteriorados. Al respecto, se han tejido muchos rumores sobre esto. Decían: que los encargados de estas donaciones como LAJAN, eran los que se habían apropiado, por no decir de los nuevos, los mejores trajes, atuendos e indumentarias, cambiándolos con ropas deterioradas. Fui testigo y no le estoy mintiendo…Por
ejemplo, escogí un zapato, jamás encontré su par. Buscaba otro, igual, no encontraba su par. Me tuve que conformar con un par de zapatos que eran semejantes, pero no iguales. Junto a estas donaciones, llegaron también un grupo de galenos peruanos y rusos de diferentes especialidades. Armaron carpas de campaña. Al enterarse de la presencia de los médicos, llegó un pelotón de personas de las diferentes estancias y aldeas que se asentaban por los rededores de Yungay. Preocupada por la salud de mi niño que se encontraba cada vez más desvaído y seco, cargándole con mis agotados brazos, aguardaba mi turno, en el lugar donde se habían instalado. Para mi buena fortuna, fui la primera en ser llamada. El doctor, ruso, luego de auscultarlo con suma solicitud, con su español enrevesado me dijo: -Estamos a tiempo, le vamos a suministrar algunas medicinas y tendrá que quedarse unas horas para ver cómo reaccionatranscurrieron los días, mi niño, con retardo mental, se recuperaba lentamente de la deshidratación. Su pequeño rostro cárdeno ya reflejaba su lozanía, para mí ventura”.
La señora, después de este doloroso relato, se acordaba de la prodigiosa figura de la joven campesina, de quien estaba, perpetuamente, muy agradecida por haberle ofrecido oportunamente su recomendación y la medicina natural que le proporcionó, con el cual había sanado las heridas, producto de la escaldadura, a su niño. Más tranquila y con mucha satisfacción, me platicaba de las obras que había realizado su esposo, ya fallecido, como Alcalde provisional. Como encargado de la alcaldía, me comentaba con fruición, su esposo don Nemias Vergara, fue uno de los gestores para restaurar el obelisco del Cristo Monumental, la reubicación y construcción del local para la Guardia Civil, de la escuela y el colegio. Además, agregaba con gozo, que había editado algunos escritos de su esposo, era escritor. Su relato, nuestra platica, no hubiera terminado, si mi cuñada, tendida en la cama, al otro lado de la cortina, no le decía que su comida, traído hace un buen rato por la encargada de su distribución, ya se estaba enfriando. En ese momento, le brinde mi rolliza mano para que se reincorpore del sillón y se apoye, la conduje a la mesita. Con avidez empezó a comer, era la hora de la cena.
Yo la contemplaba en silencio mientras reflexionaba, cavilaba: “Cuántos relatos, cuentos y recuerdos quedarán aún en su otoñal memoria?”