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Eduardo Quevedo Serrano

El terremoto del 31 de mayo de 1970

Eduardo Quevedo Serrano 39

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La tarde del 31 de mayo de 1970 transcurría en Chimbote como un domingo cualquiera. La gente disfrutaba de un día soleado. No había sospecha que a las tres y veintitrés un terrible terremoto destruiría la obra humana con mortal ferocidad, como si la naturaleza hubiera querido arrojar por los suelos todos los huesos de la ciudad para averiguar, entre sus escombros, de qué acero estaba hecho el carácter de su pueblo.

A esa hora, los parlantes del viejo Cine San Isidro dominaban mi barrio con música de Javier Solís y Leo Dan, canciones como Sombras Nada Más y Santiago Querido hacían de preámbulo a la función de matiné que estaba a punto de empezar. Frente a mi casa, en La Pampa del 21 de abril (actual Colegio Santa María Reina), se disputaban clásicos partidos de futbol ante una nutrida multitud que abarrotaba los cuatro costados del campo. Y más allá del Cementerio Viejo, en el antiguo Estadio Vivero Forestal (Hoy, Gómez Arellano) se jugaba el Campeonato Relámpago de la Liga de Futbol de Chimbote, el cual debió concluir esa tarde, pero en realidad nunca terminó.

Un minuto antes de la fatídica hora dejé la tienda de abarrotes de mi padre, ubicada en la esquina de la Avenida Aviación con el Jirón Unión, para dirigirme al baño de la casa en la parte trasera del corral. Frente a la puerta me detuve por un instante y escuché el bullicio proveniente de La Pampa de futbol, y me pregunté si yo también debería estar ahí, junto a mi hermano menor Alberto, quien en ese momento era parte de la multitud. Aún sostenía este pensamiento en la mente, cuando de pronto la música del cine y la bulla de La Pampa fueron eclipsadas por el ladrido temeroso de todos los perros del barrio. Acto seguido, un sonido desconocido invadió al mundo. Empezó con un rumor bronco, seco y

39 Eduardo Quevedo Serrano. Nació en Chimbote. Estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Nacional de Trujillo. Trabajó en el Instituto Peruano de Seguridad Social de Chimbote. Radicó en Londres, Inglaterra y desde 2003 en New Hampshire, USA

1970 La hecatombe de Áncash 267

poderoso, y derivó en el bramido apocalíptico de una bestia mitológica que rompía sus cadenas en la profundidad de la tierra. Entonces un cataclismo descomunal sacudió Chimbote y a la Región Ancash. Sentí la necesidad de mi madre, y corrí en su búsqueda.

Mientras huía, algunas paredes se desplomaron a mi paso. Cuando llegué en la calle fui testigo de la escena más dramática que alguna vez haya presenciado en mi vida: A ambos lados de la Avenida Aviación, hasta donde mi vista podía llegar, vi brazos extendidos hacia el cielo, gente de toda edad y condición, unos parados y otros de rodillas gritaban en alto sus pecados y pedían perdón al Dios de la Creación. Entonces mi madre me vio, y me dijo: “Es el fin del mundo, hay que estar juntos”. El día del terremoto sólo tenía nueve años, pero los cuarenta y cinco segundos de su duración perduran en mi mente, inmunes a la contaminación del olvido. Me acompañan desde siempre y para siempre. Sus escenas, sin duda, se repetirán por una última vez en la película final que veré antes que las cortinas se cierren, y se apague la luz.

Recuerdo que mientras la tierra se movía, mi mamá contó sus hijos para verificar si estaban completos: “Uno, dos, tres, cuatro, cinco...” Tres de mis hermanos no estaban con nosotros en ese instante: Alberto y Olga (los dos menores) y Roger (el mayor). El primero había estado en La Pampa mirando el partido de futbol y Olga estaba en su cama. Ella nació la Navidad de 1965 y nunca caminó hasta los cinco años de edad. Nació con una enfermedad y la mitad de su cuerpo vivió secuestrado dentro de una armadura de yeso.

En medio de la estampida de la gente que corría desde La Pampa, Alberto por sus propios medios llegaría de vuelta a casa. Más tarde mi madre nos diría que aquel día él no parecía correr sino flotar en el aire, con los brazos extendidos, como queriendo abrazarla a la distancia. El caso de Olga y Roger fue diferente.

Todos estos recuerdos deambulan agazapados en el cuarto oscuro de mi memoria, y sólo requieren de una rendija de luz para volver de golpe. A partir de 1994 viví en Londres por casi una década. Residí en

siete barrios diferentes de la capital inglesa y cerca de mis alojamientos siempre tuve a una de las líneas del metro subterráneo o del tren de superficie. Cada tren estremecía la tierra de tal manera que mi corazón daba un vuelco, creyendo que se trataba de un sismo. El año 2003 me mudé a New Hampshire, USA donde vivo en un pueblo ubicado a unos pasos de la línea férrea. Corren por aquí locomotoras que jalan un centenar de vagones de carga. La conmoción de los trenes, instintivamente me devuelven al 31 de mayo de 1970. Y es que los hijos del terremoto fuimos marcados con una cruz de ceniza, como los hijos de Aureliano Buendía en Cien Años de Soledad.

Durante los primeros segundos del terremoto, mientras todos nos precipitábamos a la calle, mi hermano Roger corría hacia el interior de nuestra casa. A pesar de que el día anterior se había dislocado severamente el codo jugando basquetbol, y llevaba su brazo derecho colgado de un cabestrillo, él ingresó a la casa y rescató a Olga. Fue un acto crucial. Terminado el terremoto, cuando inspeccionamos los daños de la casa encontramos la cama de mi hermana aplastada contra el suelo. Una pared de ladrillos le había caído encima.

Aquel día, Chimbote fue devastado como si las hordas de Atila hubieran galopado sobre la ciudad, y no hubieran dejado “piedra sobre piedra”. Mi barrio no tenía grandes edificios, con excepción de la Iglesia San Francisco de Asís, y fue destruida también. La recuerdo bello, en la forma de un arca, y con pelícanos en bajo relieve diseñados en sus paredes. Los vecinos gustábamos llamarla, “El Arca de Noé”. Toda la región Ancash fue destruida en cuarenta y cinco segundos por el desastre natural más grande de la historia del Perú, y uno de los terremotos más devastadores de la historia de la humanidad. El epicentro del sismo fue Chimbote.

Al día siguiente, Chimbote se arremangó la camisa, enterró a sus muertos, e inicio el proceso de su reconstrucción. Los barrios participaron de una gran organización comunal. Cuadrillas de voluntarios recorrieron calle por calle y casa por casa para limpiar los escombros. La ayuda internacional llegó generosa y oportuna. La Pampa del 21 de abril se convirtió en un gran campamento con carpas levantadas para diversas familias que se quedaron sin casa.

Mis hermanos y yo participamos de las cuadrillas voluntarias. Al final de cada jornada recibíamos una ración de víveres consistente en carne de pollo congelado, frejoles enlatados, un derivado de trigo llamado trigol que sustituía al arroz, aceite comestible y leche en polvo. La falta de agua fue un problema serio, pero las familias lo obteníamos de pozos abiertos en el suelo, en casa mi mamá llenaba cada balde y olla disponible, la dejaba sedimentar, y luego el agua clara era consumida. Por entonces Chimbote y el Perú se encontraban hambrientos de buenas noticias. Y éstas llegaron. El mismo día del terremoto se inauguró el Campeonato Mundial de Futbol México ’70. Cuarenta y ocho horas más tarde, luego de cuarenta años de ausencia de los torneos mundiales, la selección peruana ingresó al gramado de juego portando brazaletes negros para debutar frente a Bulgaria. Los asistentes guardaron un minuto de silencio por nuestra tragedia. Tras ir perdiendo por dos a cero, Perú venció por tres goles a dos. Y cuatro días después derrotamos a Marruecos por tres goles a cero. La popular polka de la época, “Perú campeón, Perú campeón...”, resonó en cada rincón de Chimbote y en todos los confines de la patria.

Semanas después, el equipo del pueblo chimbotano, José Gálvez FBC, en un Estadio Vivero Forestal sin paredes, puertas ni tribunas inició una sensacional campaña que concluiría con el ingreso, por primera vez en la historia de Chimbote, a la liga profesional del futbol peruano. Ahí nació nuestro himno: “A Chimbote tierra bella, hoy te canto para ti... En música los Rumbaney, en vóley la selección, en futbol el José Gálvez, José Gálvez es campeón”. A veces los pueblos necesitan de grandes desafíos para saber con qué acero están hechos. Chimbote renació de sus escombros, y emergió como un coloso para reencontrarse con su destino. Hoy es una ciudad grande, bella y optimista. En cuanto a lo mío, siempre he creído que el terremoto del 31 de mayo de 1970 bautizó con fuego a la unidad de mi familia.

Un gringo en mi barrio después del terremoto

Nadie supo cómo llegó al barrio cuatro semanas después del terremoto del 31 de mayo de 1970, pero el hecho es que apareció en las calles polvorientas de San Isidro, aún llenas de escombros, y más de un perro muerto descomponiéndose a la intemperie. Chimbote todavía olía a muerte por aquellos días, pero el tufo ominoso del dolor ya había empezado a ceder ante la luz de la esperanza.

Era un gringo alto, apuesto, bordeando unos veinticinco años. Vestía camisa a cuadros, blue jeans, y zapatos de trabajo color marrón. Caminaba a grandes trancos por las calles de San Isidro y el 21 de abril, mientras una nube de chiquillos lo seguía casi corriendo. Tenía la sonrisa fácil, el corazón noble y una naturaleza trabajadora. Siempre estuvo ayudando en algo, ganándose pronto el cariño de grandes y chicos.

“Me llamo Clinton”, había dicho sin agregar mayores detalles. Así que nosotros lo llamamos “Mister Clinton”. Y a pesar de la buena amistad que forjó en las siguientes semanas con el barrio, en realidad nunca supimos nada más de él aparte de su nombre y su nacionalidad norteamericana.

Y así como de la nada apareció en junio, igualmente desapareció en septiembre. Yo era entonces un chico de nueve años, para quien su presencia, y luego su recuerdo, no pasó de ser una anécdota circunstancial. Pero cuando me hice adulto sentí la necesidad de encontrarlo para darle las gracias por todo lo que hizo por mi barrio en una época en que la desgracia nos marcó para siempre.

Durante años y décadas pregunté por él a cuanta persona pudo haberlo conocido por aquellas semanas de 1970. Cuando el internet arribó utilicé este medio para buscarlo. Revisé cada archivo disponible de los Cuerpos de Paz, pues siempre pensé que Mister Clinton había sido parte del voluntariado de esa organización en el Perú. Y ya en los últimos años, dado el tiempo transcurrido, me inquietó la idea de que a lo mejor la vida nos habría jugado una mala pasada sin que mi gratitud pueda haber llegado a su destino.

Yo nunca supe que Mister Clinton había sido maestro de escuela. De ello recién me enteré la noche del sábado 14 de diciembre del año pasado. Pero lo curioso es que durante algunas de las semanas que estuvo en Chimbote en 1970 el buen gringo fue mi profesor. Yo, entonces, cursaba el tercer año de primaria (cuarto grado). Mil novecientos setenta fue un año extraño para mí, no solo por el terremoto, sino también porque en lugar de tener un solo docente como era lo debido, en realidad tuve cinco.

Me explico. Desde que empecé la primaria en 1967, y durante tres años me enseñó la venerable educadora, doña Eva Carbajal de García. Luego, al acudir al primer día de clases en 1970 nos dio la bienvenida una profesora nueva, Magda González Martell, quien era hija del director del Plantel, don Felipe González Olivera. Ella sólo estuvo por unas semanas y fue remplazada por don Hidelbrando Gavidia Carbajal, hijo de la profesora Eva, y también de breve duración. A continuación, vino don Macedonio Rodrigo Cordero Macedo, quien aún no era profesor, pero estudiaba educación en la Normal Indoamérica de Chimbote. Y luego llegó el terremoto e interrumpió el año escolar.

Cuando el lunes 3 de agosto se reiniciaron las clases, el Director del Plantel nos comunicó que Mister Clinton iba a enseñarnos por unas semanas, lo cual generó gran alegría entre los alumnos. Finalmente, en septiembre tuvimos como profesor a otro estudiante de la Normal Indoamérica, don Leonardo Severo Rashta Rojas, y con él terminamos el año escolar.

A fines de junio, cuando Mister Clinton apareció por primera vez en el barrio, yo no tenía idea que la razón de su presencia era ayudar en la plaza vacante de profesor que necesitábamos para el Tercer Año del Centro Educativo de Varones Nº 3151, ubicado en la esquina de la avenida Aviación y el jirón Huáscar, a una cuadra de mi casa. Desafortunadamente, a esa fecha, el reinicio de clases aún no era posible pues el local escolar había sido destruido por el terremoto y todavía permanecía en ese estado.

Sin embargo, a mediados de julio un camión grande se detuvo frente a mi casa. Éste contenía los materiales para la reconstrucción de la

escuela. El director del plantel había coordinado con mi padre para que el cargamento sea almacenado en nuestro corral hasta el inicio de la obra. Se trataba de una gran cantidad de esteras de carrizo y de totora, cañas de carrizo, palos de eucalipto, y vigas de madera.

Durante las dos semanas siguientes los padres de familia reconstruyeron la escuela en jornadas voluntarias de trabajo. La parte técnica estuvo a cargo de Felipe González Martell, un joven de 23 años, hijo del director del plantel. Mister Clinton también participó activamente. En esos días era común ver a los vecinos clavar las partes bajas de las paredes y reservar las más altas para el gringo. Entonces alguien le decía: “Mister Clinton, usted no necesita escalera, ponga este clavito arriba por favor”. Y el buen gringo respondía, “No problem”. Los chiquillos del barrio también nos hicimos presentes, posiblemente más estorbando que ayudando. Recuerdo que a mí me gustaba buscarle la conversación a Mister Clinton. Yo era un informado niño de nueve años. En prolongadas charlas de política e historia con mi padre, desde un punto de vista crítico aprendí un cúmulo de conocimientos acerca de la política exterior norteamericana. Y esta visión yo se la trasladaba a Mister Clinton, quien sólo me escuchaba pacientemente con una sonrisa en el rostro.

En el jirón Unión, a una cuadra de mi casa, vivía una de las familias fundadoras del barrio, y aquí don Marino Ramírez Pinedo dirigía una escuelita privada de un par de aulas y un puñado de alumnos. Un día a comienzos de julio este vecino invitó a Mister Clinton a dar clases de inglés en uno de sus ambientes. Y el buen gringo aceptó.

De tal suerte que por varios días, una docena de vecinos de diversas edades nos sentábamos en las carpetas de don Marino para escuchar a Mister Clinton. La mayoría asistíamos sobre todo para disfrutar de su presencia. Nos gustaba oírlo y sentíamos curiosidad por aquel gringo alto que era notoriamente tan diferente a nosotros. De las lecciones de inglés algo aprendimos: good morning, good afternoon, otros saludos, y posiblemente algunas palabras más.

Como ya he indicado anteriormente, nuestra escuela reabrió sus puertas el lunes 3 de agosto. Ese día Mister Clinton se cuadró frente a

mi aula y reiniciamos el año escolar. El nuevo profesor era divertido pero disciplinado. Hablaba un buen español, su gramática tenía algunos baches, pero era perfectamente entendible. Tal vez traduciendo de su inglés “everybody”, se dirigía a nosotros con la frase “todo el mundo”. Un día preguntó si habíamos terminado de escribir lo que él había anotado en la pizarra. Y el alumno César Segundo “chino” Del Rio Vásquez, pidió la palabra y le dijo, “Profesor, no se dice, ¿ya acabó todo el mundo? se dice, ¿ya acabaron todos los alumnos?”. El buen gringo se puso más colorado que de costumbre, y sonrió.

Muchos años después, cuando empecé la tarea de buscarlo, las pistas para lograr mi propósito eran escasas. Yo lo recordaba perfectamente. Pero los vecinos de la época del terremoto a quienes les indagaba por él, sólo guardaban memoria de “un gringo alto” y nada más. Hacia fines de la década noventa, mientras yo vivía en Europa, encargué a un familiar en Chimbote que visite al vecino Marino Ramírez, y le pregunte si sabía el nombre completo del norteamericano que dio clases de inglés en su domicilio después del terremoto.

Contra todo pronóstico recibí una respuesta alentadora. El gringo se llamaba Gregorio Labusa y era de Boston, pero la información resultó ser un fiasco. Veinte años perdí buscando este nombre en el internet. Utilicé todas las combinaciones posibles incluyéndole “Clinton”, y nada. Lo busqué con “Gregorio” en español, inglés, y otros idiomas, y nada. Exploré también con “Greg”, forma abreviada de Gregory en la costumbre angloamericana, y nada. Lo cierto es que el dato era incorrecto: el gringo nunca se llamó Gregorio Labusa.

Algo fue diferente la noche del sábado 14 de diciembre del año pasado. Yo estaba sentado frente al laptop haciendo mis cosas de costumbre. Por enésima vez en google volví a tipear “Clinton Gregory Labusa Boston”, y antes de que aparezcan los consabidos resultados, lo borré. En cinco meses el terremoto cumpliría cincuenta años. Y en once meses yo cumpliría sesenta años de edad. Abrumado por la frustración, me dije: “Eduardo, has reconstruido muchas historias del pasado gracias a tu buena memoria. Manda Gregorio Labusa al carajo, y confía en tus propios recuerdos”. Y así lo hice. A las nueve y quince de esa noche escribí en google: “Clinton Chimbote 1970”.

La vida siempre tiene sus ironías. Y escogió ese instante… el internet estaba lento. A paso de tortuga fueron mostrándose las primeras entradas. Algo que no había visto antes llamó mi atención, y le di un clic. Un documento en blanco y negro fue abriéndose, demoraba tanto que parecía discurrir de una antigua máquina de escribir. De pronto apareció parte de una imagen y algo dentro de mí me dijo que lo conocía. Primero el cabello, luego la frente, el bigote, la cara completa… “¡Mierda, lo encontré!” exclamé. Pero, instintivamente, el otro Eduardo más cauteloso y zarandeado por las reticencias de la vida, se dijo: “No, no puede ser posible”. Subí las escaleras en busca de mi esposa, con el laptop en las manos, como quien carga una torta con las velas prendidas. “Creo que lo he encontrado”, le dije. “¿De qué hablas” ?, me preguntó. Con dos palabras, le respondí: “Mister Clinton”. Ella sabía la historia del gringo que llegó a mi barrio después del terremoto desde que la conocí en Europa y nos hicimos enamorados. Y me conocía lo suficiente como para saber que la emoción me embargaba. Así que me pidió el laptop y se hizo cargo del asunto. Ella cruzó la información que yo había encontrado con otras páginas webs y redes sociales. “Es él, es un maestro, un gran educador, un hombre de éxito”, me dijo finalmente. Lo que hallé esa noche en la red fue el boletín informativo de una escuela de New Jersey, publicada en el otoño (norteamericano) de 1970. Y ahí, bajo el título “Después de un Desastre” se reproducen extractos del diario de un miembro de la plana docente. En junio de ese año esta persona viajó al Perú y estuvo en Chimbote ayudando a la reconstrucción de una escuela, y luego enseñó el aula del Tercer Año por unas semanas. El nombre del profesor era Clinton Wilkins.

Esa misma noche contacté a Mister Wilkins, y durante las siguientes cuarenta y ocho horas nos comunicamos con la mágica sensación de ser jóvenes otra vez gracias a los recuerdos. Ahí me enteré que él, desafortunadamente, no conservaba el diario que escribió durante sus días en Chimbote, y que tampoco tenía fotos de aquella experiencia. Me enteré también que él, en realidad, viajó al Perú sin tener ninguna ciudad en particular como destino final. Y si resultó en nuestro puerto fue porque su vuelo hizo escala en Caracas, y al avión subieron unos médicos venezolanos que iban a Chimbote para brindar ayuda. Ellos

lo contactaron con un grupo de sacerdotes de la Congregación Santiago Apóstol de la ciudad de Boston quienes, para entonces, ya se encontraban en nuestra ciudad.

En las conversaciones con Mister Wilkins me enteré también de algo fundamental para mí. En la primavera (norteamericana) de 1972 la embajada del Perú en la ciudad de Washington condecoró a Mister Wilkins con la orden Daniel A. Carrión, alta distinción que le fue conferida en nombre del estado peruano como reconocimiento a su ayuda al Perú después del terremoto. Saberlo me brindó una gran alegría, pues darle las gracias había sido la razón principal por la cual yo había venido buscándolo durante tanto tiempo.

Y algo más. La noche del sábado sábado 14 de Diciembre del año pasado, mientras leía el boletín informativo de la escuela de New Jersey que encontré en el internet, supe que con anterioridad al terremoto, los alumnos del Séptimo Grado del aula de Mister Wilkins habían venido recaudando fondos a fin de enviar a su profesor a cierto país de Sudamérica para ayudar en alguna escuela que lo podría necesitar. En otras palabras, Mister Wilkins resultó en mi barrio gracias a la coincidencia de una cadena de eventos cuyo eslabón inicial fue la noble acción de aquel grupo de estudiantes. A ellos y a su profesor les hago llegar mi profundo agradecimiento… cincuenta años después!

P.D.: Una pandemia universal golpea a la humanidad mientras escribo estas líneas. El mundo es un escenario nuevo e inesperado. Por cincuenta años nunca dudé que el terremoto de 1970 fue la más terrible experiencia colectiva que yo jamás haya vivido. Hoy me pregunto si aún tengo la misma certeza. Tiempos de incertidumbre para todos.

Que Dios nos bendiga.

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