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Wálter Hinostroza Castro

Coishco: cómo vivimos el terremoto del 70

Walter Hinostroza Castro 49

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El astro rey había marcado hace rato el mediodía en el firmamento y corría un poco de viento que nos hacía notar que el cambio de clima se avecinaba con fuerza. El Mono Celso empezó a correr la voz a toda la gallada de reunirnos en el cruce para ir a jugar pelota en el Vivero Forestal de Chimbote.

Una mueca de satisfacción se dibujaba en su rostro cuando intentaba convencer a todos los muchachos del barrio para salir a pelotear. Solía pelar las muelas enseñando las encías en donde le faltaban algunas, además de agachar la cabeza sacando la espalda; esto le daba una característica especial al momento de sonreír, fue por esto que le pusieron el apelativo de Mono, con el que luego se le conocería. Era famoso en todos los barrios de Coishco adonde íbamos a jugar.

“¡Vamos a ir al Vivero, me han dicho que hay un campito de mini fútbol bien bacán donde podemos jugar!”, invitaba a todos los que encontraba de camino a su casa. O, en todo caso, encargaba pasar la voz: “Dile al Ñato que lleve sus zapatillas…”. Y así continuaba, dile a fulano y a zutano. En esos años el único campo de fútbol y la losa deportiva en el pueblo, eran de propiedad privada de la Compañía Pesquera Coishco. Los jóvenes buscábamos lugares en las calles donde improvisar un campo, y los arcos eran dos piedras grandes a cada lado. La necesidad de jugar hacía que nos fuéramos a cualquier lugar.

Era un domingo de otoño, 31 de mayo; nadie presagiaba el destino que nos tocaría vivir ese día, solo la naturaleza, que siempre guarda una sorpresa. La alegría de ese domingo en el pueblo era contagiosa, había circos, las familias se iban de paseo, algunos a los coliseos de música folklórica, otros a los gallos, y muchos al estadio de Chimbote donde

49 Walter Hinostroza Castro. Nació en Guadalupe, La Libertad. Desde niño radica en Coishco (provincia Del Santa, Áncash). Institucionalista deportivo. Coautor del libro Coishco, historia de un pueblo indomable (2012), como de poemarios y relatos.

1970 La hecatombe de Áncash 331

jugaban el SIDERPERÚ contra el José Gálvez, el clásico del puerto. Otros optaban por ver televisión ya que ese día empezaba el Mundial de Fútbol México 70, que se inauguraba con el encuentro entre México, como equipo local, y la poderosa Unión Soviética; partido que terminaría empatado a cero.

En Coishco, como en todo el Perú, aún no se masificaban las pantallas de televisión. Había solamente dos o tres televisores a tubos en blanco y negro en todo el pueblo, y eran de aquellos vecinos que tenían posibilidades. Para ver algunos partidos de fútbol los jóvenes, las amas de casa sus novelas, y otros un programa cómico como Tres Patines, teníamos que pagar un sol de entrada a la sala de las casas donde ponían un televisor. La sala de la casa de Chicama, que era un obrero de la Compañía Pesquera Coishco, y que había comprado uno de estos aparatos, se llenaba de gente viendo los partidos de fútbol del Mundial, en el que participaba la selección peruana. Los jóvenes estudiantes pedíamos a nuestros padres para la entrada o trabajábamos en lo que fuera dentro de las fábricas, así nos ganábamos el dinero para nuestro vicio, como solíamos decir al ver por televisión los partidos de fútbol. Los fines de semana nos parábamos frente al cine Atlántico para advertir quién o quiénes ingresaban a la sala. Si había alguna chica del barrio y era conocida, la acompañábamos a la hora que salía conversando de cualquier tontería, reíamos con ella y luego sacábamos un cigarrillo que comprábamos en la tienda de Lázaro, justo frente al cine, donde nos vendían a cuatro por un sol. Con el cigarrillo entre los dedos, y lanzando grandes bocanadas de humo que luego de recorrer nuestros pulmones se esparcía con el aire de la noche, sentíamos cierta prestancia y chamullábamos cualquier tema tonto que se nos ocurriera; así, llegábamos hasta la puerta de la casa de ella, a quien cortejábamos para que fuera nuestra pareja.

Antes de ingresar al cine en las matinés de los domingos, nos entreteníamos jugando a las bolitas o a los dados con apuestas de veinte o cincuenta centavos el tiro. “¡Siete u once, pago pelada!”, era la frase que se escuchaba. Nos volvíamos especialistas en el juego de los dados. Claro que también existían las trampas con dados cargados, y cuando eran descubiertas se armaban las broncas deshaciéndose todo. Entré al cine Coishco muchas veces en compañía de mi padre a ver las películas mexicanas que estaban de moda: Santos, el enmascarado de plata; Blue Demon, El Látigo Negro, El Llanero Solitario, Tarzán, etc. Y muchas de ellas tenían continuación hasta el domingo próximo.

Otro entretenimiento era el leer las revistas de historietas, en lo cual era un vicioso. Llegué a tener gran número de ediciones seguidas de: Tarzán, Tawa, El Llanero Solitario, La Pequeña Lulú, El Pato Donald, etc., y todas ellas, que eran cerca de doscientas, comencé a alquilarlas junto a la mesa de venta de raspadillas de mi hermana menor en el patio de la casa. Así ayudábamos a nuestros padres a juntar dinero pra nuestros estudios. Y así fuimos pasando nuestra niñez y juventud. Ese domingo por la tarde íbamos a jugar en un nuevo campo de fútbol, el del Vivero Forestal, qué alegría sentíamos, era la oportunidad para mostrarnos y demostrar a la gallada que éramos buenos en ese deporte. Luego de haber sido citados por el Mono Celso nos reunimos en el cruce viejo, y luego de una corta espera nos subimos a la Burrita, como llamábamos a un bus pequeño que venía de Santa trayendo gente y cargando con cuanto bulto encontraba en el camino. Se dirigía a Chimbote, subiendo lentamente la cuesta entre los cerros que nos separan de nuestros vecinos del sur.

Al pasar por la puerta del Vivero Forestal, “Bajan en el Vivero”, dijimos, y el chofer disminuyó la velocidad pisando el freno hasta el fondo. Éramos una patota de diez, el resto se sumaría en el campito. El Patacho Jesús, el Ñato, Calinacho, el Mono Celso, su hermano el Perro Abraham, el Checo y su hermano el Caigua, el Zanguango Segundo, los hermanos Mederos, Segundo y Félix; Lucho Cardiaco y yo. Caminamos sonrientes, alegres, jugábamos haciéndonos bromas y olvidándonos de todo. Después llegaron otros, que no recuerdo quiénes fueron, pero sumamos más de doce muchachos.

El Mono Celso y el Checo, como capitanes, escogieron a la gente uno cada uno, luego sacaron la apuesta que cazaron. Después del sorteo del campo, acordamos jugar tres-tres para hacer el cambio de arco. Este campito era de tierra, los arcos de palos delgados, algunas áreas estaban aplanadas y duras, y en otras había un poco de arena; allí nos pusimos a pelotear. Rodeado de pinos altos y gruesos, por un costado del campito descansaban los rieles del ferrocarril que paseaba a la gente que quería sentir la sensación de subirse en un tren, pagando su entrada. Y en el centro, la laguna artificial, donde alquilaban chalanitas a remo para navegar durante una hora por toda la laguna. En el centro de ésta había un islote donde criaban buena cantidad de patos y gansos, incluso había pingüinos, todos los cuales le daban una apariencia natural al islote.

Jugadas que iban y venían, nos metieron dos goles, luego remontamos tres a dos e hicimos el cambio de arco. Cuando, de repente, un sonido estruendoso hizo pararnos intempestivamente; la pelota seguía rodando por el costado de la línea lateral. La tierra comenzó a moverse, la desesperación se apoderó de nosotros, luego el pánico al ver que el campito empezaba a rajarse por todos lados quedando grietas de diferentes tamaños; de algunas grietas salieron primero gases y luego unos chorros de agua que se filtraban entre las rajaduras.

“¡Dios mío!, ¿qué cosa es esto?”, dije. En ese momento no sabíamos de qué se trataba, y mirando a todos lados para escapar, observé que algunos pinos se comenzaron a desplomar, amenazando con caer encima de nosotros y matarnos. Intuitivamente me dirigí hacia los rieles del ferrocarril y, cogiéndolos, pensando tal vez en que no se hundirían, los atenacé fuertemente. Al escuchar unos gritos de auxilio, dirigí la mirada al lugar de donde procedían y vi que una señora y sus hijos gritaban asustados encima de una chalanita, en el centro de la laguna. No me atreví a ayudarla, ya que en ese instante cayó un pino que se atravesó entre el riel y la laguna.

El movimiento parecía de nunca acabar, el pánico se apoderaba de nosotros, cada segundo que duraba el movimiento parecía de mayor intensidad, nos sentíamos impotentes e insignificantes. En momentos como ese es cuando el hombre comprende lo pequeño que es ante la fuerza brutal de la naturaleza. Corrimos como tratando de escapar por el mismo camino por donde habíamos ingresado al Vivero Forestal. El balón quedó allí, en aquel campito, como mudo testigo del pavor que se apoderó de quienes en un momento de juego lo pateaban con alegría y corriendo detrás de él. Al salir por el portón principal fuimos testigos atónitos de cómo las casas de Laderas del Norte se caían como galletas, unas paredes encima de otras, y es que las casas de esta urbanización habían sido construidas sobre la arena.

La calle principal de Chimbote, avenida José Gálvez, no se veía nada, como consecuencia del espeso polvo oscuro levantado por la caída de las viviendas; esta polvareda desembocaba en el cruce del hospital Obrero. Además, vimos cómo las humildes viviendas del barrio San Pedro –que eran todas de adobe y a las justas llegaban a la altura del grifo Santa– se habían caído y se elevaba una tremenda polvareda como consecuencia del brutal ataque de la naturaleza.

Al pararnos en la pista de la Panamericana, no circulaba ningún carro u otra movilidad que nos trajera de regreso a Coishco, y de los pocos que circulaban nadie quería parar, no sé si por el susto del sismo o porque éramos demasiados los muchachos; lo cierto es que algunos emprendieron el retorno a casa corriendo por el asfalto de la Panamericana, como fue el caso del Ñato Neira y de Lucho Cardiaco. En esos instantes, como mandada por el Señor –a quien nos encomendamos en el momento del sismo–, una camioneta de color rojo se detuvo junto a nosotros (al parecer, quien conducía conocía a algunos de los muchachos) y en ella nos subimos casi todos.

Ya tranquilos en la tolva, ninguno se atrevía a hablar, producto del miedo que sentíamos; solo nos limitábamos a mirarnos, lo único que queríamos era llegar a nuestras casas y ver cómo estaban nuestras familias. Tal vez con esas miradas nos preguntábamos qué era lo que estábamos viviendo, ya que nadie sabía entre nosotros lo que era un sismo. En el trayecto a Coishco, empezando la cuesta de Chimbote, de improviso se detuvo la camioneta, no podía avanzar porque en ese sector de la carretera había unas grietas largas y anchas en donde cabía un hombre. Lo que hicimos, sin agradecer al chofer, fue lanzarnos a la pista y empezar a correr cuesta arriba. Faltaba poco para llegar, nos sentíamos cansados, pero con el ansia de llegar a nuestras casas sacábamos fuerzas de donde no había.

Subimos el cerrito que estaba a espaldas de nuestro barrio, no importaba cómo, lo que necesitábamos era llegar. Al coronar aquel cerro, vimos lo que tal vez nos dio un poco de tranquilidad, que no se habían caído nuestras viviendas, el fuerte sismo solamente había hecho volar el tarrajeo y una esquina de la sala de mi casa. Nos sentamos a descansar como contemplando el panorama desolador de Coishco, y el noventa por ciento de las viviendas se había caído; las que no cayeron eran las que habían sido construidas cerca de los cerros y las pocas casas de material noble. Las viviendas levantadas en las zonas arenosas de Coishco fueron las que más sufrieron, en algunos casos se habían desplomado en su totalidad. En esos años se construía las casas con muros y bases de adobe con barro; y encima de las puertas, como dintel, colocaban concreto armado de cemento con cuatro fierros. En el terremoto, fueron estos dinteles los que mataron a mucha gente que trató de salir a la calle. También se construía casas

de esteras, de acuerdo a la situación económica de cada morador, pero estas no salieron perjudicadas con el terremoto.

Los movimientos telúricos no cesaban, a cada instante había uno de diferente intensidad; por temor, esa noche no dormimos en el interior de nuestras viviendas, mi padre improvisó una chocita de esteras y palos, y en ella pernoctamos hasta el siguiente día, primero de junio. Sentimos el miedo en el ambiente y en los rostros, nuestros cuerpos quedaron enfermos con la impresión sufrida a causa del sismo, pasarían muchos años para poder olvidarnos, pero siempre existirá, dentro de nuestras mentes, ese momento tan fatídico. Para tranquilidad de mi familia no hubo muertos ni heridos que lamentar entre nosotros; lo material, como decían mis padres, se recupera con trabajo.

Esa noche no dormimos, a cada momento había un temblor de diferente magnitud. Todos improvisamos un rancho con esteras y palos para cobijarnos y protegernos del fuerte frío. Nadie durmió dentro de sus casas. Escuchábamos las noticias por Radio Programas del Perú y otras emisoras radiales de Chimbote, las noticias que nos llegaban a cada instante eran aterradoras. A partir del día siguiente el gobierno comenzó a gestionar ayuda que venía en barcos, ya que por tierra era imposible pues el terremoto había destrozado el asfalto de la carretera Panamericana. Los vecinos se organizaron en comités de cuadra para recibir la ayuda internacional de alimentos, frazadas, etc. A Coishco llegó un hospital de campaña de Cuba que atendió a todos los heridos y daba consultas médicas gratuitas a toda la población. Los estudios escolares se suspendieron hasta nuevo aviso. El día 2 de junio jugaba Perú contra Bulgaria en el Mundial de México. Nuestros jugadores nos regalaron una hermosa victoria de tres goles contra dos. Los días siguientes escuchábamos los comentarios de la gente, que en el río Santa habían puesto una red para poder rescatar algunos cadáveres, y lo que sacaban era solo piernas, manos, restos de cuerpos, pero nunca un cadáver entero; restos que eran enterrados inmediatamente en fosas comunes. Macabro, aterrador, pero cierto. La tierra temblaba, no cesaba, unos decían que a las veinticuatro horas se podía venir un nuevo terremoto, otros decían al mes, al año, etcétera. Vivíamos en la incertidumbre. Nadie sabía qué sería de nosotros; en unos cuantos segundos nos habíamos transformado en gente que deambulaba con miedo y sin saber qué hacer para comer; nadie trabajaba, todo se había paralizado. Con mis padres y hermanos

mayores construimos los ranchitos en la calle frente a la frontera de nuestra casa, allí pernoctábamos, como sea nos fuimos acomodando.

También hubo aquellos que se aprovecharon de la ayuda que daban a los damnificados a través de la Cruz Roja. Como esta no conocía a nadie para poder repartir las frazadas, camarotes, carpas y ropa de abrigo, aparecieron los que se autotitularon dirigentes sin serlo, como es el caso de Jaime, el Mocho Víctor, entre otros. Llenaban con las ayudas el local del Sindicato de Pescadores, repartían unas cuantas, a sus más conocidos, y el resto se hacía humo de la noche a la mañana. Cuánta gente se quedaba sin ninguna ayuda, teniendo la necesidad de cubrirse del frío y no dormir a la intemperie.

Después que se nos pasó un poco el susto, se volvió a reunir la gallada del barrio, compartiendo sonriente la experiencia de haber vivido la alegría y pasar luego al terror en un solo instante. El terremoto dejó heridas que tardarían años en cerrar en nuestras almas. Nunca más volvimos a jugar en el campito del Vivero Forestal, pero siempre preguntamos por su existencia y los amigos nos dicen que continúa ahí.

Coishco es uno de los distritos de la provincia del Santa (Foto: Internet)

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