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José Carlos Pariasca

Mi testimonio ¡In memorian Huarás Querido!

José Carlos Pariasca Pérez 63

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Exordio:

Tarde de domingo de aquel 31 de mayo de 1970, tan distante y cercano. Lejano por los almanaques que describen la cronología del tiempo; y tan adyacente, porque subsistió alojado para siempre en nuestra memoria. Es la marca, es el precinto indeleble de una fecha rebelde, trágica, demasiado triste. Los parámetros de la agonía quedan cortos, cuando recuerdas irremediablemente.

Han transcurrido como 50 años, y nuestra memoria evoca las luminarias de una época demasiado feliz e intensa: Las calles empedradas de aquel pueblito señorial y acogedor, la Plaza de Armas de ensueño y encanto mágico, calles estrechas, casitas con tejados inolvidables, con balcones que se suspendían en el cielo como jardines flotantes. La Catedral portentosa y de sublime belleza, alojaba nuestros sueños y quimeras. Las plazuelas que fueron cómplices eternos de una niñez de fantasía y esperanza.

Su gente linda, que desde muy temprano dibujaba su último bostezo, y cruzaban presurosos las calles, para ganarse el pan del día, bendición de Papito Dios. Asentados en algún banco de la plaza, dibujaban el transcurrir de aquellas tardes azuladas, y retozaban en la penumbra de la noche, para narrar sus triunfos y tristezas.

En el antiguo Jirón Ancash, se ubicaba la casona solariega, que alojaba a un grupo de familias, su adherencia solidaria, definían la extensión de tu familia. Recuerdo aquel patio, adornado de piedras hermosas por su extremo derecho, y el taller de carpintería de mi padrino Francisco Rosales, que fabricaba guitarras hermosas, y cuya técnica conocía él solo.

Al centro, un jardín y una pequeña explanada de tierra. Al fondo, la casa principal, y el depósito, que resguardaba la mercadería de los ambulantes de aquella calle. Por su extremo izquierdo, apaciblemente

63 José Carlos Pariasca Pérez. Natural de Huaraz. Docente de matemátcas. Maestro de ceremonias y organizador de eventos. Fue regidor de la Municipalidad Provincial de Huaraz.

1970 La hecatombe de Áncash 399

transitaban las aguas del canal Tajamar; a su costado, un patio más inmenso, en el que se reunía la muchachada de 3 generaciones. En el extremo inferior izquierdo, se avistaba una escalera con peldaños de madera, que rechinaban cuando subías al segundo piso, para encubrirte en el juego de las escondidas. Un pasaje cubierto de tablones, que te otorgaba la visa de un sueño. Era la salida a ese Jirón Ancash; bullicioso desde las madrugadas, y silencioso, cuando llegaba la noche.

Al centro de aquel patio, se ubicaba una pila única para todas las familias, el sabor del agua fresca aquietaba tu sed y angustia. En el borde oeste, se congregaba la generación mayor; al centro, la intermedia; y junto a la escalera, mi cofradía había establecido su dominio.

El último paseo:

A las 9 de la mañana de aquel domingo, nos habíamos instalado alrededor de la vieja escalera. Nuestro grupo era único y distintivo: chiquillos astutos, peloteros, pendencieros y ocurrentes. Éramos además, disciplinados y estudiosos de las materias de la escuela, una combinación perfecta de camorristas y diligentes alumnos. La tarde anterior, en la cancha de tierra, habíamos propinado una tremenda goleada al equipo de los bravucones del mercado, juraron que vengarían su honor en el partido siguiente, en la revancha que nunca llegó.

Nuestra barra lo conformaban los ambulantes, instalados en aquellos kioskos, que se tendían sobre ambos lados de la octava cuadra, de aquel jirón añorado y querido. Al costadito de la puerta principal de la casona de los Torres Drago, se situaba el puesto de comidas, de la familia de los famosos “Mutilanes”. La hermana mayor “Lola”, imperativamente ejercía la línea de autoridad. Eran amables, sencillos y a veces revoltosos. Aún mantengo en mi memoria, la imagen de ese clan familiar tan pintoresco de mi Huarás Querido.

Desde la casa de Los Aguirre, sonaba a todo volumen, “Quisiera quererte” o “Ayer te vi”, de la célebre Pastorita Huarasina. Al fondo de la casona, alternaba Enrique “Chupón”, entonando a todo pulmón “En el telar del amor”, “A las orillas del Conococha”, “Linda Recuayna” y “Hay noches”, del bardo de Huarás, Juancito Rosales Alvarado.

Algo ocurría, se percibía un ambiente perturbador, algo que te empujaba a salir ¿Qué turbaba a nuestro espíritu? ¿Qué pasaba, Señor

mi Dios? Me puse de pie, estaba sentado en el tercer peldaño de la vieja escalera, y ordené ¡Vamos! Walter “Chuqui” Trejo endosó ¿A dónde? A un paseo, les repliqué. El tropel de niños atrevidos me siguió sin dudas ni murmuraciones: Mi hermano menor Freddy, Walter y Ledgar Trejo, Félix Culli, Iván Coral, Ricardo Maldonado nuestro lugarteniente, y Nicolás Picón “Pelé”. El periplo se inició en la octava cuadra de nuestro Jirón Ancash, giramos a la izquierda para caminar por el Jirón Espíritu Santo, en el vértice de aquella esquina se ubicaba la “Bodega Castro”, famosa por el expendio de la coca, hoja sagrada, para ser chacchada y “boleada”. Cuando jugabas con sus hojas, avistabas tu futuro. Al frente se vislumbraba la “Escuela Cristo Rey”. Ahora giramos a la derecha por la avenida Gamarra, cruzamos Nueva Granada, y ofrecimos un saludo afable, a los hermanos de la Iglesia Evangélica Asambleas de Dios. Más adelante se instalaba nuestra fascinación, en las marquesinas del Cine Teatro Radio. Sus afiches multicolor anunciaban el advenimiento de los nuevos estrenos.

Llegamos a la esquina del Jirón Sucre con Gamarra, en el escaparate de la Casa Comercial Sotelo; embobados, contemplábamos aquel rinconcito, que te mostraba un mundo de ilusiones con su colección de juguetes. Arriba en el segundo piso, funcionaba Radio Huascarán. En esa radio emisora habitaban los magos, ellos permitían con su magia, que tu voz se escuche en todas partes.

Al llegar a la Plaza de Armas, contemplamos embelesados su formidable belleza. En el lado norte se apreciaba el Palaix Fénix, la Heladería Montes y La Librería Santa Isabel. En el lado sur se erguía el Colegio Santa Elena, que aquel domingo había programado un evento especial. En el lado oeste, la Municipalidad de Huaraz. Hacia el lado este, imponente lucía su formidable belleza, la portentosa Catedral de Huarás. Adyacente en una de sus esquinas, se ubicaba la Casa Comercial Ramírez Luna, siendo sus colindantes, la Zapatería “El Diamante”, “Comercial Tarazona” que distribuía algunos diarios de la capital, el Restaurant “Siboney”, y la “Librería Ancash” de Don Lisandro Coral Rosemberg. Al fondo se avistaba el Jirón Ramón Castilla, que albergaba por su lado derecho, al famoso “Bazar Inca”, la tienda de los Nagayoshi, y la “Bodega Castillo”, que desde muy temprano expendía leche fresca. En la tercera cuadra, se ubicaba el “Cine Huarás”, y más arriba la Plazuela de Belén. De pronto vimos llegar un auto rojo, grande y espacioso, conducido por el “Señor Cantinflas”. Amodorrados, bajaban los integrantes de

“Los Salvajes”, agrupación musical Belenista. Arribaban desde “Yungay Hermosura”, después de haber amenizado un Baile Social, en los salones del municipio Yungaino. Este evento había sido organizado por la Promoción 1970, de la Escuela Normal de Tingua. Distinguimos a Elmer Díaz, Ricardo Piñas, Wily Molina, “Papi” Cáceres, Wily Gonzáles, “Papi” Morán y Ricardo “Machiche” Chirinos. “Los Salvajes” eran las estrellas de la Música Popular, figuras estelares, que competían con “Los Diablos” de Raúl “She” Pérez Alvarado; grupo Soledano de especial notoriedad. En sendos duelos musicales, competían para establecer su liderazgo y preeminencia. Encuentros impetuosos, que se perpetraban con transmisiones en vivo y directo, desde el auditorio de Radio Huascarán y Radio Huarás, conducidos por las voces eternas de Peter Tinoco y Marco Herrera Figueroa.

Un tropel de mozalbetes, ubicados en el centro de nuestra plaza, al lado de la histórica pileta, hacía de las suyas con el popular “Jalisco”, un flaco que parecía doblarse, y cuya obsesión, era la colección de correas de diferentes modelos y colores. Además, cantaba y solicitaba una propina por esta deferencia. Nos acercamos, y estallamos en carcajadas al escuchar: “El viejo y la vieja se fueron a la Playa………..” diversión pura, palomillada circunstancial.

Avanzamos e ingresamos a la Catedral, la feligresía fervorosa, ofrecía su reverencia al creador. Su cúpula estupenda, suspendía a una campana de bello bordado. En una de sus paredes, un enorme reloj adornaba su belleza. La homilía trascurría en esa mañana a pleno sol.

Llegamos al local de la “Librería López”, asediado por la muchachada, que adquiría las fichas a colores de los álbumes que llegaban cada cierto tiempo. El álbum Naturama, de colección maravillosa, obsesionaba a chicos y grandes. Las fichas simples y dobles se intercambiaban o se adquirían a sobreprecio. Completar su contenido era un motivo poderoso, para que tu nombre se pronuncie por todos los rincones de la ciudad.

Más adelante se ubicaba el Mercado del Jirón La Mar, ingresamos, y percibimos el aroma de las hierbas del campo, las frutas y su fragancia, refrescaban su ambiente. Raudo cruzaba nuestro querido Quasimodo, el “Zonzo Muché”. Personaje pintoresco, que destacaba por su prominente joroba, y su 1:45 mts. de estatura. Casi mudo, apenas balbuceaba algunas palabras; un bigote transversal adornaba su fisonomía; un gorro, similar al que usaban los pilotos de avioneta, de la cinematografía hollywoodense, enfundaba su cabeza; una casaca

sucia de cuero, y un pantalón confeccionado a su medida, completaban su atuendo.

“Zonzo Muché” pertenecía a ese Huarás colectivo, era objeto de burlas, que generaban su fastidio. Pero era nuestro, y pertenecía a esa comunidad de “Huarasinos Notables”. Presumo que muy en el fondo, era tan querido y estimado. Era un peligroso “galán”, que besuqueaba a las damiselas desprevenidas. Ostentaba el record de haber estampado la mayor cantidad de besos fugaces, a las muchachas de aquel Huarás Querido.

Recuerdo que se refugiaba en un bosque, ubicado al lado este de la ciudad, pegado al final del cauce del Río Quillcay. Sin legitimidad conocida, deambulaba por toda la ciudad, balanceando su figura como un péndulo. Por una propina miserable, corría tras su presa, para imprimirle un beso fugitivo. Así era nuestro querido “Zonzo Muché”. Éramos apenas unos niños, que vivíamos con mucha intensidad, detallistas, observadores, escudriñábamos a la vida. Cruzamos perpendicularmente algunas cuadras del Jirón Comercio, doblamos a la derecha e ingresamos al Jirón Sucre. Ubicamos el local de la Sociedad Unión Empleados de Huarás (S.U.E.); más adelante, en un segundo piso, operaba el Billar del “Chato Marquitos”. Su hijo Teófilo, era un bailarín que exhibía su arte consumado; pañuelo en mano, solicitaba cortésmente la anuencia de su pareja de baile. Sonaban los huaynos y chuscadas, y contemplabas aquellos pasos de filigrana pura, ensayados con aquella férrea disciplina de la calle.

Más arriba ingresamos a Quichqui Calle, de casas vetustas, con sus tejados, que se inclinaban con reverencia ante tu paso. Una hilera de chicherías, que excitaban tus penas y agonías. Ahí se ubicaba el famoso “Win wan”, que debía su nombre, a un trago preparado con chicha de jora y aguardiente. La perspicacia popular, parafraseaba que al requerir dicho amasijo, te ocurrían dos circunstancias especiales: “Win” lo tomabas, y “Wan” te caías al suelo. Era una fantasía admirable, era nuestro último paseo. Arribamos a la Plazuela de la Soledad; majestuosa se erguía su Iglesia, la congregación ingresaba a su recinto para reverenciar a Tayta Dios.

De pronto, Nicolás Picón exclamó ¡“She” ahí está el “Sapra Martín”! era el sobrenombre de Don Martín Miranda, distinguido caballero de tupida barba nívea, que colgaba de su rostro arrugado, por el paso del tiempo inclemente. Estallaba en cólera, cuando los mozalbetes le

gritaban “Sapra Martín”, “Sapra Martín”. Presuroso, bastón en mano, corría tras ellos. Parecía un personaje de película policial o de suspenso prolongado. Nosotros lo respetábamos, lo vimos pasar rumbo al santuario de la iglesia.

Ingresamos al Cerro Pumacayán, místico y misterioso. Yo conocía el camino de memoria, pronto salimos por el Jirón Ladislao Meza Landaveri, calle empedrada, que adornaba sus moradas silenciosas.

Arribamos a la Alameda Grau, las bermas enrejadas de los jardines de su plazuela, se extendían sobre un manto verde, del que se encumbraban flores primorosas. La gente reunida alrededor de su santuario. Un grupo de música, con arpa y violín, ofrecía un florilegio de bellas canciones, del Sentimiento Huarasino. Nos sentamos sobre sus bancos amarillos de piedra caliza. Avistamos la portada del Colegio La Libertad, en cuyo frente se ubicaba el Parque para niños, en el que practicábamos malabares y volteretas.

Adyacente a la iglesia, se ubicaba el local de la Escuela Normal Mercedes Indacochea. Al centro de la plazuela, el monumento del Héroe Naval Miguel Grau se afirmaba sobre una réplica del Huáscar, cuya proa apuntaba al horizonte oeste. En retahíla, sus casas ofrecían un espectáculo admirable, sus puertas de color verde, nos mostraban el delirio de su grandeza.

La caminata continuó su rumbo, cruzamos la avenida Alfonso Ugarte (Actual Av. Gamarra) en una esquina, lucía atractiva mi escuelita inicial, El Jardín de San Francisco, amor primero, amor eterno. En sus aulas me inculcaron el amor por los estudios. Leer y escribir, se convirtieron en pasión desenfrenada. Arribamos al Jirón Espíritu Santo, cruzamos el Jirón Cajamarca; hacia su derecha se ubicaba el local de la Escuela “Mariscal Toribio de Luzuriaga”, la popular 3449, regentado por el Prof. Luis Mendoza Luna. Al frente, la “Panadería Robles” famosa por sus deliciosos cuayes y molletes. Recordar, es hacer estallar a la noche en mil pedazos, el raciocinio se envilece, y adquieres la visa para un sueño. ¿Es posible acaso, olvidar lo vivido? Remembranzas destruidas, y el reloj de tu vida, prosigue su marcha inexorable. Si quieres ingresar a ese mundo fantástico, simplemente haz volar a tus evocaciones.

Apuramos el paso, agitado y sometido al bullicio, aparecía el Jirón Ancash, doblamos a la derecha, y llegamos a nuestro fortín. Fue el último paseo, la última andanza con mis hermanos, mis amigos de esta corta y fugaz existencia. Ahora concibo que así lo quiso Dios.

El preludio de la tragedia:

“She vamos al Cine Radio” me propuso “Chuqui” Trejo, “Gringo” su hermano hizo lo mismo; recibieron mi negativa. Tenía que “ponerme al día” en los cuadernos. Al día siguiente había revisión. Mi Escuela Eliseo Alarcón Robles, “Cushtu Soto” o la 367, era el reducto de mis primeras ilusiones. En su patio de tierra, se jugaban partidos de futbol memorables. “Gambeteaba”, corría como un chiquilín, y soñaba con convertirme en una estrella del balón. Meses antes, el domingo 31 de agosto de 1969, la Selección Peruana de Fútbol, en el mítico estadio de La Bombonera en Argentina, había conseguido su clasificación al Mundial de Fútbol México 70. Corriendo tras el balón, quería ser como Roberto Challe, talentoso y palomilla, o como Teófilo Cubillas, que trazaba geometría pura en el césped, veloz y definidor como “Cachito” Ramírez… ¡Sueños de un párvulo ilusionado! Mi madre dispuso el almuerzo, en nuestra mesa existía la calidez y adhesión. Ella generosamente multiplicaba el pan. Recuerdo que compartimos con mis amigos. La plática giraba en torno al paseo que habíamos realizado, todos resaltábamos la belleza estupenda de nuestra ciudad.

A las dos de la tarde había mucho movimiento en aquella casona. Los de la generación intermedia alistaban sus implementos deportivos, tenían que “pelotear” en la cancha de la G.U.E. Mariscal Toribio de Luzuriaga; todos ellos estudiaban en ese prestigioso colegio, que se ubicaba en el lado norte de la ciudad.

Mis primos: Máximo Loli, Clemente Broncano, Teodoro Broncano, y Antonio “Tarzán”, marcharon presurosos al Jirón 13 de Diciembre. El acontecimiento musical de aquella tarde estaba estampado con el renacimiento de la agrupación “Melodías Andinas de Huarás”. Mi padre Rodolfo Pariasca, que con el correr de los años, se convertiría en el atleta master más representativo de Sudamérica, marchaba presuroso a Paltay, tierra de mi madrecita Magdalena Pérez. Mi padre ejercía el cargo de pastor evangélico de la Iglesia “Templo del Calvario”, y el domingo se celebraba la actividad religiosa central. Con su infaltable acordeón, acudía a ese pueblito acogedor, que reposaba sobre una verde pradera.

Walter y su hermano Ledgar, eran conocidos como los “Choncano” o los “Chuqui Trejo”, palomillas redomados. Walter poseía una rara habilidad para hacerte reír, Ledgar lo seguía a todas partes, eran el uno

para el otro. Aquella tarde se dirigieron a la exhibición de la película “Esta calle es nuestra” en el Cine Teatro Radio. Ricardo se dirigió a su casa ubicada en el cono aluviónico, al final del Jirón San Cristóbal. Iván presuroso corrió a apoyar a su madrecita Doña Marina, en su puesto de comidas. Nicolás y Félix apuraron el paso, para llegar a sus casitas.

Mi hermano Freddy, acompañaba a nuestra madrecita Magdalena. Mis padres se dedicaban al comercio ambulatorio. En nuestro puesto ubicado en el frontis del número 818, ella aprovechaba para confeccionar estupendas polleras y llicllas, en su máquina Singer. Era una experta bordadora, y orlaba con sus obras de arte, a las artistas más famosas de nuestra Música Ancashina. Por su taller desfilaron la “Pastorita Huarasina”, “Princesita de Yungay”, “Estrellita de Pomabamba”, “Semilia Collas”, “Julia Campoblanco”, etc. El famoso “Gorrión Andino”, acompañaba a estas luminarias de nuestra música. Recuerdo que se trataba de un artista demasiado sencillo, llegaba ataviado con una chompa abierta de color azul marino, y tenía una leve cojera sobre la extremidad derecha. Saludaba a todo el mundo, sonreía y resaltaba su tez mestiza. Al pasar el tiempo, asimilé aquel enorme privilegio. Mi niñez estuvo rodeada de un paraíso musical, y este arraigo acentuó mi identidad, y el amor prolongado por los Huaynos y chuscadas de mi santa tierra. Mi madrecita era una artista del bordado, se hizo muy conocida en ese entorno; ella era famosa, pero extremadamente noble y sencilla.

Afanoso calculé mi tiempo, e inicié la noble tarea de “ponerme al día” en todos los cuadernos, de aquel cuarto año de primaria. Mi padre ejerciendo su línea de autoridad, me había inculcado el arte de la redacción y estilo. Mis cuadernos eran impecables, utilizaba hasta 3 colores de lapiceros para otorgarles elegancia y distinción. Aquel domingo de tarde, redactaba y coloreaba aquellos cuadernos con pasta negra.

Hasta siempre Huarás de mis amores: Primer escenario:

Recuerdo que el reloj marcaba las 3:20 de la tarde, cuando de pronto sentí un leve remezón. La luz que brotaba desde el foco suspendido sobre el techo empezó a oscilar, el reflector se prendía y apagaba simultáneamente. Por ese instinto de conservación, salí apurado de mi cuarto de estudio. Llegué al callejón, y de pronto el segundo movimiento, que fue demasiado violento. Apuré el paso y gané la calle;

de pronto pude distinguir, que la pared de la casona se caía bruscamente. Esquivé aquellos adobes, gigantes y pesados; tenían la consigna de empujarte a una muerte segura.

En el centro de la calle de aquel histórico Jirón Ancash, se encontraba mi madrecita, abrazando a mi menor hermano Freddy, y de inmediato me adherí a ellos. El movimiento era intenso, la tierra firme se abría y cerraba con recargada furia. Nuestros cuerpos eran empujados por inercia hacia el lado este, las paredes se caían y estallaban en el suelo. Mi madre imploraba, sus dos manos apuntaban a la morada de Dios, suplicando su misericordia, su piedad, su benevolencia.

De pronto cesó el movimiento, la gente lloraba inconsolablemente. Mil aflicciones, penas y angustias, subieron y subieron hacia el cielo. ¡Perdón Señor! ¡Piedad Señor! La angustia se dibujaba en aquellos rostros. Era un arpegio apocalíptico; comprendí entonces que el terror y la zozobra tenían rostro. Raudo pasaba por la calle, aquella caravana de la muerte, más arriba se haría cargo de tanta gente desdichada, de aquellos que no tuvieron el mismo privilegio de la sobrevivencia.

Poco después trajeron a mi hermana menor Ruth. Con las hermanas Rosales, se habían resguardado en el patio grande de la casona. Nuevamente la tierra temblaba, eran réplicas que parecían no tener fin. Consideraba que había llegado el final de nuestras vidas.

Aquella nube:

Transcurrieron 15, 20 o quizás 25 minutos, y recuerdo la escena más dramática y terrorífica: una nube gigante de polvo, desde el centro de la ciudad, se elevaba lentamente. Era la simulación de un bombardeo en el centro de la urbe. Fijé mi vista en ese nubarrón, imponente, indolente, era el emisario de un trágico final. A los pocos minutos, la visibilidad se disipaba lentamente; un minuto, otro minuto, y la ciudad desapareció totalmente de nuestra visión.

El terror se había liberado totalmente. Los sobrevivientes pasaban y se dirigían hacia el norte, algunos de ellos sanos y salvos; otros que no corrieron la misma suerte, circulaban en un desfile horrendo, heridos y sangrando, claudicaban a caminar con naturalidad, pues, habían sido dañados severamente.

Transcurrían los minutos más pavorosos de mi existencia; de pronto apareció mi amigo Walter, él y Ledgar, su hermano, se salvaron al no haber ingresado al Cine Teatro Radio. El terremoto los sorprendió en

la puerta de ingreso. Ambos salieron corriendo en sentido contrario. Ledgar se protegió en la estructura de material noble, de un edificio ubicado frente al cine. Cesó el remezón; a duras penas, lograba vislumbrar el lado sur de la Av. Gamarra. Por instinto corrió hacia la Plaza de Armas, se ubicó al centro con varios sobrevivientes. Lograron mojar su rostro con el agua de la pileta, e hicieron gárgaras para expulsar el polvo que habían tragado.

En este escenario apareció el famoso “Perro Burro”, de enorme tamaño, recorría por todos los vericuetos de la ciudad, y causaba admiración por su fisonomía. Las réplicas anunciaban la continuidad de esta tragedia. Se arrodillaron y sollozaron, implorando piedad al Señor Altísimo. El “Perro Burro” también lloró, su aullido irrumpió en aquel recinto histórico, y se desataron emociones intensas. La tristeza desbordaba, la desesperación y el pánico, se apoderaron de aquellos sobrevivientes.

El escenario era demasiado nefasto: los cadáveres apilados en el frontis del municipio; el Colegio Santa Elena, quedó derribado. Alguien había ordenado que se cerrara la puerta principal, sin salida muchos concurrentes a aquel evento quedaron atrapados y fueron abatidos por sus paredes derruidas. Los rescatistas ocasionales, batallaban para ingresar y liberar de los escombros a los heridos. Nuestra maravillosa catedral permanecía en pie, pero había sido afectada acentuadamente.

Cuando Ledgar recobró la razón, emprendió el viaje de regreso, su agilidad y agudeza le permitieron regresar a nuestro reducto. Asustado y con el polvo que orlaba su rostro y cabellera, nos declaró que nuestra ciudad, había quedado sepultada, reducida a grotescas ruinas.

Segundo escenario:

Luego arribó mi hermano “Chino” Rodolfo, con Lorgio “Gringo” Aguirre. El terremoto los había sorprendido cuando cruzaban en bicicleta el Puente Quillcay. Media vuelta y en el retorno, también avistaron aquella nube funesta, que se levantaba mansamente y ocultaba la visibilidad del horizonte Huarasino.

Posteriormente, arribó mi hermano David, con Pelayo Aguirre y Gilber Rosales. Fueron aprehendidos en la explanada del Colegio Luzuriaga, apenas se había iniciado el encuentro futbolero.

Mi familia se completó con el advenimiento de mi señor padre, Don Rodolfo Pariasca, que regresó caminado desde Paltay. En plena celebración del culto dominical, ocurrió la tragedia. Cielos y tierra se abrieron a la desventura. De inmediato emprendió el viaje de retorno, acelerando el paso, preocupado por nosotros. Uchuyacu, Mullaca, Santa Rosa, y Monterrey, yacían en escombros.

Al verlo aparecer, lo abrazamos, lloramos compungidos, y agradecimos al altísimo, nuestra familia se había preservado por la misericordia de Dios.

Tercer Escenario ¡Música Maestro!

Los siguientes en aparecer, fueron mis primos Máximo, Clemente, Teodoro y Antonio, amantes empedernidos de nuestra Música Ancashina. Se encontraban en una casa ubicada en el Jirón 13 de diciembre (Zona aluviónica) al medio, entre los Jirones San Cristóbal y Hualcán. Se refundaba la prestigiosa agrupación “melodías andinas de Huarás”. Ya había finalizado el acto protocolar, habiendo juramentado Don Santiago Maguiña Chauca como Primer Presidente, y Don Víctor Depaz Fernández como Director Vitalicio.

Seguidamente, la parte más esperada: ¡Música Maestro! En el escenario fascinante: Víctor Depaz Fernández (Violín y Acordeón), Próspera Jamanca (Vocalista), Ciro Guimaray (Vocalista), Antonio Rímac Fernández (Arpa), Félix Torres Aguilar (Mandolina), Federico Rímac Fernández (Quena) y Eugenio Villacorta (Guitarra).

El presentador exclamó emocionado: Señoras y señores, Conjunto Melodías Andinas de Huarás, ejecutan el huayno “El Zorzalito”, vocalista Ciro Guimaray. Al centro de la pista de baile, nuestro Señor Presidente y la madrina, la señora Juanita. Aplausos del respetable público.

“Zorzalito negro que bonito bailas, cantando y alegre cuando va lloviendo, muchacha sin esperanzas porque te apresuraste, sabiendo que en este mundo, tantos sé te han querido, veniste por conciencia, chasco te habrá pasado, lágrimas me ha costado para conseguirte…” De pronto, ocurrió lo inesperado, violento remezón, se silenció la música, y todos, absolutamente todos, presurosos corrieron a ganar la calle. Cuando se recuperaron de la fuerte impresión, decidieron retornar a sus hogares. Avistaron hacia el centro, y sólo notaron la densa polvareda, que se elevaba como un heraldo de la muerte.

¡Hasta siempre Blanca Aguirre!:

Seguidamente, se formó una cuadrilla de rescate. Doña Herminia de Aguirre, suplicó que se constituyan al domicilio de su hija Blanquita Aguirre, que había contraído nupcias meses atrás, con Alfredo Cabello. Fijaron su residencia, en el Jirón Andrea Bellido, por el centro de Huarás.

Transcurrieron 2 horas, y la fatalidad no cesaba. Blanquita había sucumbido; el fuerte impacto de una pared acabó con su existencia. La cuadrilla trajo sus restos, su semblante era fresco, estaba acicalado de una ternura infinita. Sollozos perpetuos anunciaban nuestra primera baja. En los siguientes días, en una mañana lastimera, rescataron a su esposo Alfredo, con su hijita acurrucada entre sus brazos. Los tres juntitos, volaron alto y llegaron a la presencia de nuestro Dios eterno.

Noche perpetúa:

Gritos destemplados anunciaban la presencia dantesca de un aluvión; eran conjeturas, para sembrar más terror. Aquella noche, la calle nos cobijó. Al frente, se velaban los restos de nuestra hermanita Blanca. Fue una noche aterradora, desde el centro de la ciudad se escuchaban los gritos quejumbrosos de los sobrevivientes, enterrados bajo los escombros. Nuestra delirante imaginación, nos hacía pensar que eran almas en pena.

Plegarias por doquier, cánticos tristes, las miradas perdidas en la noche oscura. Era imposible conciliar el sueño, abrazados a nuestra madrecita, nos sentíamos seguros, su ternura era el refugio perfecto. Los minutos eran eternos, la tragedia había acorralado a nuestra ciudad. La familia Aguirre resguardaba a la hermana que había emprendido el viaje sin retorno. ¡Ellos lloraban, nosotros también!

Colofón:

Al pasar los años, recién pude admitir el extravío de nuestra pertenencia. Huarás había quedado diezmada material y espiritualmente. Una inmigración desbordante y sin control, conquistaba espacios vitales.

Huarás se levantaba desde sus escombros, sin orden y coherencia, su reconstrucción le usurpó su prestancia andina,y se volvió desordenada. Se adicionaron culturas híbridas, rompiendo su valiosa y primigenia identidad. Las normas morales, culturales y de

interacción social, se fueron perdiendo paulatinamente. Su gente egregia había fallecido, o partieron a otros rumbos. Fueron reemplazados por aventureros, y la cúpula militar encargada de su reconstrucción, la habitó con gente improvisada, que arrasó con su patrón cultural. Huarás se convirtió en una “Ciudad sin rostro” (Francisco Gonzáles)

Cuando rememoro aquella tarde fatídica, mi frágil raciocinio me indica que junto a esa nube de polvo, que se levantó sobre la ciudad en ruinas, partieron para siempre, nuestra identidad, belleza y solvencia.

Cuando la recuerdo, me invade la tristeza y la nostalgia. Un deseo intenso, tan ligado a mis sentimientos, me recuerda siempre, que el viaje de retorno está cerca. Cuando regrese, correré jubiloso por sus verdes campiñas, contemplaré embelesado su horizonte azulino, y con su gente maravillosa, emprenderemos la noble tarea de recuperar su Autenticidad y prestancia.

¡Huarás cuánto te quiero! ¡Estás adherida por siempre en mi existencia!

Vista panorámica de la ciudad de Huaraz (Foto: DBP.)

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