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Maynor Freyre Bustamante

Lo vio entre sueños Chimbote, 1990

Maynor Freyre Bustamante 66

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Al ir desperezándose sintió una tufarada nauseabunda a pescado y algas descompuestas penetrándole por las fosas nasales, como si las entrañas del mar se estuvieran pudriendo. Y se dijo para sí: ¡jamás permaneceré más de un día en este hediondo lugar!, no previendo que iba a quedarse allí hasta entregar sus huesos a las arenas lodosas de ese mismo mar.

El ronronear incesante del ómnibus metido en su entresueño durante siete horas, se fue apaciguando hasta callarse por completo y hacerle sentir como si el silencio recién naciera en su vida. Pero todo duró muy poco; los pasajeros empezaron a desesperarse por dejar sus mullidos asientos, lanzándose fuera del vehículo en busca de las fauces de la ciudad.

Y las hediondas fauces de la ciudad se lo tragaron. Lo deglutieron y lo convirtieron en parte de su organismo.

Primero llegó como un simple hueleguisos, empujado por ese irrefrenable afán aventurero del que jamás pudo librarse luego de leer ávidamente las novelas de Emilio Salgari y Julio Verne siendo aún niño.

Recordaba haber visto esta ciudad entre sueños, totalmente bombardeada como en uno de esos documentos fílmicos de la Segunda Guerra Mundial que tanto lo impresionaron en su juventud o como en las fotos observadas en su infancia en las revistas Selecciones y Life en castellano. Al hedor se sumaban, en el sueño de su arribo, la destrucción, el deterioro, el abandono total. Nada de esto encontró en la realidad. Más bien se dio con una barahúnda de gente alegre gritando en el mercado a pecho descubierto; desgañitándose los

66 Maynor Freyre Bustamante. - Escritor, narrador, cuentista, poeta, periodista, docente universitario, investigador y expositor cultural. Autor de más de 15 libros (novelas, poesía y cuento).

1970 La hecatombe de Áncash 420

cargadores descalzos vestidos de overol para advertir la presencia de su pesada carga mientras la descargaban. Promontorios de basura por aquí y por allá, rumas de desperdicios en los callejones y terrenos eriazos donde pelícanos, perros, niños famélicos y mendigos hambrientos disputaban sin gran entusiasmo, casi con calma paciencia, los residuos del mercado, las sobras de la vida.

De repente, un gigantesco cargador descalzo de rostro aindiado, de remangado mameluco que rezumaba billetes por cada uno de sus números bolsillos, por poco lo aplasta contra el sólido mostrador de piedra con su enorme corpulencia. El sol caía a plomo ese mediodía y él quería ver el mar, pero la oleada humana lo había empujado a las entrañas de la plaza del mercado. Inesperadamente un plato de cebiche se posó en sus manos con el ruego de caserito, apenas a un sol; le pareció baratísimo y lo empezó a engullir: pescado fresco blanquito y oloroso, combinado con caracoles, lapas, cangrejos, choros y carne de pulpo que flotaban apetitosos en el jugo de limón, rociado por verdes hojillas de culantro; al costado una humeante yuca y un sonriente choclo completaban el potaje, donde se vislumbra apenas la fina cebolla picada y los insignificantes aunque potentes puntitos de ají limo.

El picante sabor del potaje y una secreta e interminable cerveza que corría de mano en mano entre los comensales, lo convirtió en parte del interminable parloteo, de las historias que iban y venían como el vaivén del oleaje marino, dejándolo animado el sabor salobre de la espuma en los labios. Asía una cuchara con la mano izquierda tratando de recoger las brillantes presas encebolladas de un exquisito “jugoso”; cubierto que le había pasado el gigantesco cargador empujando la blanca fuente; cuando explotó el ruido de aquel camionazo, del mar que parecía salirse, del cielo que aparentaba caerse, de los techos que empezaron a cuartearse, de la gente que rezaba, imprecaba, rogaba, se arrodillaba, corría, se caía, como caían los techos de eternit, como se rajaba el piso, como el mundo se acababa; y él que se sabía acurrucado bajo el grueso mostrador de cemento y mármol de la pescadería del mercado salvándose del apocalipsis mientras aullaban los perros y se estrellaban los pájaros contra el polvo levantado por la destrucción total, completa y definitiva de la ciudad de Chimbote, se sintió jalado de su escondite por el hombrón en el momento en que los tijerales de acero del techo se venían abajo y se vio tambaleante en plena ¿calle? No había calle, no había mercado…

Solo dolor, quejidos agudos, quedos, gritos… Y el hombrón cargaba ahora lo que quedaba de la humanidad entre los escombros. ¿Salgari, Verne? Salió corriendo, siguiendo a un espantado perro enrumbado hacia el mar. En su loca carrera atisbó de soslayo lo que ya había visto en el sueño del arribo. Pero, además, ¡no estaba el mar! Se había retirado. Lo supo pues sus aterrados pies resbalaron sobre esa alfombra de coleteantes peces sobre la arena barrosa dejada por el mar al retirarse. Caído en el suelo vio crecer la enorme ola de sus eternas pesadillas. Crecía y crecía, más ahora –como le sucediera en los viejos sueños- no pudo escapar al despertarse. Sólo atinó a abrazarse del tembloroso perro.

Chimbote luego del terremoto (Fuente: gettyimages)

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