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Edgar Norabuena Figueroa
Aquella aciaga tarde
Edgar Alberto Norabuena Figueroa 67
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…Aquella aciaga tarde, como incontenible y furibunda galgada, las piedras llovieron desde lo alto de la cumbre derribando árboles y destrozando casas a su paso. La tierra comenzó a sacudirse con desesperación como si algo le punzara en la espalda. Mientras tanto, en la pampa se abrió un enorme boquerón que entre mugidos y estupefacción se tragó al pobrecito becerro Candela que en vano trató de zafarse de su estaca. Los perros, entre aullidos enloquecidos corrían por doquier, y desde la casa, los gritos emergieron de entre la espesa polvareda que comenzaba a despertarse. Las piedras que habían rodado desde la altura, al fin habían llegado a nuestra querencia derribando las paredes que recién, hace un par de meses habíamos levantado. Unos pasaron de largo hasta el vallecito del riacho y otros se empotraron contra el aprisco donde el rebaño de ovejas balaba con desespero. Cuando el prolongado sacudón al fin cesó, aquella nube espesa de polvareda inundó el cielo sumiéndonos a todos en la más temible penumbra. Desde lejos, comenzaron a oírse los ayes y lamentos de los demás que no dejarían de taladrarnos el oído por días y días desde aquella funesta aciaga tarde… Dos días antes, el viernes por la aciaga tarde, me había despedido de Florinda. Ah, Florindita, contigo me he de casar cuando termine de estudiar. Contigo mi familia he de formar, taruka tierna, linda florecita de junio. Así de zalamero me volvía cuando estaba junto a ella. Al salir del colegio, nos encontrábamos en la calle José Olaya y de allí nos íbamos a orillas del río Paria a leer poemas y cantar arrullados por la corriente de cristalinas y frías aguas. Ah, cómo me gustaba nadar en esas gemelas lagunas que tenían sus pupilas negras, negras como las noches en las que iba bajo su ventana a susurrarle palabras de amor que no me dejaban dormir con lo enamorado que estaba. Ah, Florinda era risueña, querendona y muy hermosa…
67 Edgar Alberto Norabuena Figueroa. - Natural de Huaraz. Profesional en educación (lengua y literatura) por la Universidad Nacional Santiago Antúnez de Mayolo, donde ejerce la docencia. Ganador de varios concursos literarios. Autor de libros dedicados a la poesía, el cuento y la novela.
…Aquella aciaga tarde, ni bien la tierra dejó de sacudirse, corrimos hacia la casa. ¡Mamita!, ¿Victoria!, gritando sobresaltados. Papá y yo estábamos cosechando papa en la sementera de enfrente y mamá y mi hermana Victoria se habían quedado a preparar el almuerzo. Esquivamos la tremenda grieta que se había abierto, en cuya profundidad, entre las piedras y árboles que se había tragado, todavía pudimos ver la cabeza de nuestro infortunado becerrito Candela. Al llegar ante los escombros de la casa, entre gritos y llamadas, comenzamos a sacar las maderas, los adobes, imaginándonos dónde había quedado la cocina, adivinando dónde habrían estado al momento del sacudón. Victoria estaba malherida, unos maderos del techo le habían salvado del aplastamiento, pero tenía la cabeza magullada, sangraba profusamente. Todavía excavamos más para encontrar a mamá junto a la bicharra, entre las presas de cuy frito que estaba preparando. Tenía los miembros fracturados, estaba desmayada; pero aún respiraba. ¿Cómo será esta bendita suerte que dicen, no? Apenas nos alejamos de los escombros, una furiosa lengua de agua turbia y nerviosa se asomó por la parte alta. Después, solo oímos el rumor del huaico… El viernes me había despedido de ella. A media tarde coincidimos en la calle cuando me dirigía al barrio San Francisco donde tenía una casita arrendada. Algunos de nuestros profesores, contentos con aquello del Mundial de Fútbol, habían solicitado permiso y viajado a Lima para ver jugar a la selección peruana. Nosotros aprovechamos para ir a Pumacayán y divisar desde la cima de la gran fortaleza preinca a la ciudad de Huaraz plagada de hermosas casas de rojos tejados y balcones que casi se tocaban con los del frente en sus estrechas y empedradas calles.
…Aquella aciaga tarde, corrimos arrastrando a nuestros heridos mientras el huaico inundaba la casa que yacía genuflexa después de haber soportado la furia del terremoto. El lodo y las aguas terminaron por ahogarlo como a las aves en su galpón, como a los cuyes en sus jaulas, como a los ganados en su aprisco. Resulta que el riacho se había atragantado de piedras allá arriba y al no poder contenerlas y ante la potencia de sus aguas estancadas, vomitó con vehemencia de borracho primerizo una masa espesa de lodo, piedras y árboles arrancados desde su raíz cubriendo el sendero con una devastación más funesta que el sacudón. La lomada que nos protegía del frío cedió y también cayó con todo sobre nuestras casas y
corrales. Nosotros solo podíamos ver con asombro tamaño desastre desde la sementera de enfrente… El lunes tempranito volveré, te traeré tu regalito, ah Florinda, mi bella guayanita de junio. Así le prometí entre besos y caricias. Es que el primero de junio cumplía sus dieciséis añitos. Te presentaré a mis padres, Damiancito, para que te conozcan de una vez. Así me dijo intentando quitarse el rubor que había nacido en su rostro. Prometiendo volver para su cumpleaños y dándole besos tras besos como si estuviese hambriento de sus labios, aquella aciaga tarde me despedí de ella sin saber que sería para siempre, es que la vida es muy burlona, carajo, muy jodida con los pobres y con los que se enamoran sinceramente.
…Aquella aciaga tarde, nos quedamos con lo que teníamos encima. Nada pudimos rescatar de nuestro enlodecido lar. Apenas, con algunos palos y ramas que pudimos juntar construimos una cabaña para nuestros heridos. Papá fue al pueblo a buscar ayuda a la posta médica olvidando que era domingo y que, por último, el enfermero llegaba cuando le venía en gana. Apenas unas vendas y algunas pastillas pudieron conseguir de la posta que también se había caído con el terremoto. Por mi parte, pude conseguir algunas cobijas de las chozas que no habían sido arrasadas por el huaico y alrededor de una fogata intentamos pasar la noche… Esa misma noche llegué a mi querencia. Aproveché la noche para hacer las tareas bajo la luz del mechero y ayudar a mi hermanita Victoria con las suyas. Ella aún estaba en la primaria e iba a la escuela del pueblo. Acompañado de mis perros Feroz y Tierno fui a cuidar a las yuntas que pernoctaban en la sementera junto al riachuelo. Esa noche, esa noche aún lo recuerdo. Del cielo comenzaron a caer enormes piedras que destruían las casas y derribaban a los árboles igualito que en una de las láminas de la biblia que el padre Washi nos había enseñado una vez en la clase de Religión. Llovía piedras y yo corría desesperado buscando a mis padres y a mi hermana. Luego, como todo sueño, me encontraba en las calles de la ciudad sin más preocupación que la de encontrar a mi amada Florinda. Corría por la calle principal hasta llegar a la plaza y cuando estaba allí comenzaba la misma lluvia apocalíptica. Piedras envueltas de fuego que no solo devastaban la ciudad, sino que la cubrían de fuego. La gente salía despavorida de sus hogares y algunos quedaban dentro, pidiendo auxilio hasta que les
llegara la muerte. Yo solo corría y corría. ¡Florinda!, ¡Florinda!, llamaba sin que nadie me haga caso. Así perturbado por los sueños, esa madrugada de domingo desperté con la naciente madrugada y logré todavía escuchar el fúnebre canto del tuco, seguramente tratando de anticiparnos lo que iba a pasar esa misma aciaga tarde.
…Aquella aciaga tarde Victoria daba alaridos de dolor, la hemorragia no cesaba por más compresas que hacía. Solo al llegar la noche, al fin pudo descansar, tal vez por efecto de esas pastillas que le hicimos tomar sin saber siquiera para qué eran. Pero mamá agravó a eso de la medianoche. Mientras Victoria al fin dormía escuchaba las entrecortadas a dolidas palabras de mi padre: “¡Florinda, Florindacha, no me dejes, mujer, no me dejes!”, lloraba mi padre susurrándole al oído frases, promesas, anhelos de amor, de vida, de alegría. Mamá apenas movía los ojos, pero papá, en su afán de retenerla, le recordaba la promesa de juventud que se hicieron, de no separarse jamás. Yo veía a mi padre, todavía sumergido en la estupefacción, cómo le tomaba la mano y le suplicaba que tuviese valor para salir de esa situación, le lloraba para que no le dejara solo, “¡tienes que vivir, Florindacha, tienes que ver a tus hijos hacerse profesionales, tienes que ver a tus nietos, Florinda, Florindaaa!” Mi mamá murió cuando todavía la madrugada estaba oscura; y como ella, muchísimos más no pudieron sobrevivir para ver el nuevo día… Sí, lo recuerdo como si fuera ayer. Por la madrugada, mi padre y yo fuimos a cortar pasto para las ovejas y las yuntas. Todos íbamos a estar ocupados en la cosecha, así que no podíamos llevarlos a pastar. Los amarramos en el pequeño potrero junto al riacho y solo al becerrito Candela lo llevamos a la pampa para que deje en paz a su madre. Cuando el sol salió, ya habíamos vuelto a casa y nos disponíamos dejarles el pasto a las ovejas y a los cuyes. Desayunamos casi a media mañana y comenzamos a cosechar mientras mi hermana y mi madre sacrificaban los cuyes para el almuerzo… …Aquella aciaga tarde no he podido olvidarla. Justo esa mañana, después del desayuno, mientras sacábamos la papa de la tierra, le había comentado a mi padre que había conocido a una muchacha que tenía el mismo nombre de mi madre. Asombrado, dejando de recoger las papas que había sacudido de la tierra, me vio a los ojos con una alegría que jamás le había visto en esas sus pupilas de carbón encendido y solo atinó a decirme que a las Florindas se las debía
amar con toda el alma por toda la vida y hasta después de la muerte. Yo me quedé todavía pensativo y fue cuando me explicó que a mi mamita también la había conocido desde muy moza y que desde entonces no la había dejado de amar hasta ahora. Felices, sintiendo que una complicidad nacía entre ambos, proseguimos con la cosecha. También se comenté que al día siguiente era su cumpleaños y él, muy feliz, me dijo que volvería a la ciudad apenas termináramos de almorzar…
Mañana soleada era, lo recuerdo. Luego de haberle confesado a mi padre que estaba enamorado de una muchacha de la ciudad, estaba más tranquilo y feliz porque a su vez mi padre me había contado cómo había formado hogar con mi madre que tenía en mismo nombre de mi amada: Florinda. Recuerdo que, en el descanso, Victoria nos trajo chicha y las menudencias del cuy para aplacar el hambre. El almuerzo sería a las tres de la tarde, acostumbrábamos a almorzar a esa hora cuando teníamos una jornada larga. La papa se fue amontonando poco a poco hasta formar una pequeña colina en medio de la chacra. ¿Qué habría sido de esa cosecha?, después de enterrar a mi padre, lo había dejado tal y como se había quedado esa funesta tarde.
…Aquella aciaga tarde funesta fue para llorar, qué llorar, para morirse de la tristeza, para soñarlo todos los días del resto de nuestras vidas. Pero ¿cómo será la desgracia, no? Apenas pudimos cubrir el cuerpo de mi madrecita con algunas mantas y tuvimos que enterrarla, casi a la gana gana, porque los demás también querían encontrar un lugar digno para sus difuntos. No hubo misa de cuerpo presente y apenas la velamos una noche encendiendo mecheros y fogatas. Nadie más vino a velarla porque cada quién tenía su muerto en lo que había quedado de sus casas. Cobijándola sobre unos costales de papa que sirvieron de altar, esa noche Victoria, quien no paraba de quejarse de su herida en su cabeza y yo contemplamos el rostro sereno y apacible de nuestra madre. Ella había insistido que fuera a la ciudad a seguir mis estudios secundarios. “Cuando termine, podrá llevar a Victoria para que también continúe con la secundaria”. Así lo había dispuesto y, provechando a un conocido de mi padre, pudimos arrendar una casa abandonada en el barrio San Francisco de Huaraz…
Volví a la ciudad después de enterrar a mi hermana Victoria. Había perdido a mi familia, los ganados habían desaparecido con el huaico y
de mi casa no quedaba más que la huella de dónde había estado. Desolado y huérfano, solo me quedaba buscar a mi amada Florinda. Le pedía al Señor de La Soledad que no le haya pasado nada malo, que se haya salvado. Rezaba en mis adentros, tratando de encontrar consuelo, ese consuelo que todos en esos tiempos buscaban. Apenas llegué, tratando de ubicarme, llegué hasta donde suponía que era su casa. La verdad, no encontré nada de nada. Apenas una ruma de adobes y tejas entremezcladas con maderos y piedras me decían que aquello era lo que quedaba de la casa de mi amada.
…Aquella aciaga tarde perdimos nuestra casa y todo lo que teníamos en ella. La noche de ese mismo día fue larga para para mi familia porque pasada la medianoche murió mi madre. Apenas el lunes por la noche la velamos y tuvimos que llevarla a enterrar el martes por la mañana. En el camposanto, tampoco se dio abasto el catequista que apenas se sabía alguna que otra oración. Recordando las clases de Educación Religiosa, abrazando a mi hermana y a mi padre, le ofrecí a mi difunta madre unas últimas palabras y unas oraciones que apenas recordaba con todo lo que estábamos viviendo. Pero como te decía, ¿cómo será la suerte del pobre, no? Apenados, volvimos a donde había sido nuestra casa. Intentamos rescatar algo de entre el lodo y de tanto excavar pudimos encontrar algunos trastos y una que otra que otra herramienta con la que mejoramos la cabaña donde nos refugiamos. Pero la tierra no había dejado de moverse, las réplicas en muchas ocasiones resultaban fatales para los que volvían a lo que quedaban de sus casas. Allí nomás se quedaban, enterrados entre los pesados muros. Esa tarde después de volver del cementerio, papá dejó de hablar. Pensábamos que lo enmudecía la tristeza. Lo dejamos a solas divisando la casa destruida y el sendero que se pintaba penumbroso por la polvareda que aún no se disipaba. Antes del anochecer, lo vimos secarse unas lágrimas y de entrar a la cabaña a tomarse una taza de agua de muñá. Le reconfortamos con palabras de aliento, le dijimos que lo queríamos mucho, que saldríamos adelante. Él solo esbozó una sonrisa como respuesta y nos inundó con una mirada melancólica, cansina y desesperanzada. En nuestros corazones, sabíamos que mi madre había sido el motivo de su alegría, que se habían prometido amor más allá de las fronteras de la vida. Tal vez por eso cuando, al día siguiente, quisimos despertarlo, nos dimos cuenta de que había muerto.
La busqué, pregunté a los vecinos, pero nadie quería darme respuesta. Con los días me incorporé a una brigada de vecinos que se dedicaban a buscar damnificados entre los escombros. Todavía podíamos encontrarlos a algunos con los ojos abiertos del espanto. Pero eran muy pocos. A la mayoría los sacábamos despedazados. Una pierna, un brazo mutilado. Una cabeza huérfana tratando de divisar el resto. Otros, con el cuerpo atravesado por maderos y fierros. Sepultados en sus dormitorios, en la sala, en la cocina, en el patio, en el corral. A algunos los hallábamos metidos debajo de sus camas o las mesas. Desnudos o vestidos. Otros cogiendo a los suyos en su último hálito de vida y algunos con algún cofre entre las manos o algunos billetes.
…Aquella aciaga tarde no solo se había llevado nuestra casa y nuestros animales, también se había llevado a mi familia. Los había dejado algunos días nomás como despedirnos, pero, al fin y al cabo, se había llevado a mi familia. Tres días después del terremoto, enterramos a mi padre. Victoria no dejaba de quejarse de la cabeza, así que, a la mañana siguiente, decidí que lo mejor sería llevarla a la ciudad. Tomando lo poco que había y amarrándola a mi espalda con una manta, emprendí la caminata. Al coronar la cima donde solía descansar y divisar en todo su esplendor la bella ciudad de Huaraz, me di con una desgraciada sorpresa: Huaraz había desaparecido. De entre la nube de polvo que aún persistía sobre la ciudad, podía distinguirse las casas derruidas. Nada se había salvado. Todo aquello parecía haber recibido un cataclismo en sus entrañas… De tanto preguntar por ella, al fin una de sus amigas del colegio me comentó que la había visto en la carpa donde atendían a los heridos. Ni bien recibí la noticia, dejando mi trabajo de rescate, corrí hacia donde estaban ubicadas dichas carpas. Me atendió la misma enfermera. Le pregunté por Florinda, Florinda Figueroa, de quince años, delgada, de estatura alta. Es así y asá, terminé de describirla con desesperación, pero ella no atinó a contestarme. Tanta habría sido mi insistencia y ruego que al fin accedió a que entre a la carpa a reconocerla y entre tanto mutilado gritando de dolor y tantos otros más yéndose a las comarcas de la muerte que deseando quedarse en la vida, al fin la hallé. Tenía el pecho vendado lo mismo que la cabeza. La enfermera luego me indicó que recién esa mañana había reaccionado y que su estado era muy delicado. Tiene las costillas fracturadas, no sabemos si tiene lesiones internas. Los helicópteros no se dan abasto con tantos heridos graves, me comentó. Prometió que haría lo posible
para que se la llevaran a Lima en cuanto regresen los helicópteros y esa tarde, más tranquilo, luego de habernos visto, porque no podía hablar todavía, regresé a la carpa donde me habían dado un rincón para pernoctar.
…Aquella aciaga tarde Huaraz había desaparecido por completo. Así lo decían las casas, las familias reunidas en carpas y las brigadas que se empecinaban en rescatar a los sobrevivientes. Yo había llegado a media mañana. Estaba desubicado, no sabía por dónde habían quedado las calles ni dónde llevar a mi hermana Victoria. Cuando al fin di con un campamento donde estaban atendiendo a los heridos, corrí hacia ellos clamando ayuda para mi hermana. Salieron una enfermera y un médico quienes desataron de mi espalda a Victoria y sin decirme palabra, la ingresaron a la carpa donde atendían a los heridos. Al poco rato solo salió la enfermera, me preguntó de dónde había llegado, si tenía algún familiar en la ciudad y no sé qué más. Al final, me dijo que mi hermana había muerto hace unas horas atrás… Ella también lo había perdido todo. Sus padres no lograron salir a tiempo y fue la brigada en la que apoyaba quien sacó los cuerpos ya pútridos que inmediatamente fueron remitidos a la fosa común que se había abierto en el cementerio. Aún lo recuerdo, nos llegaban noticias más desoladoras de Yungay. La ciudad entera había sido sepultada y los bloques de hielo todavía no se derretían con el paso de los días. Iba a visitar todas las tardes a mi amada a quien veía cada día más recompuesta. Ya podía hablar y había asumido la muerte de sus padres con serenidad y estoicismo. Le prometí que jamás me separaría de ella y así fue.
…Aquella aciaga tarde del 31 de mayo de 1970 no solo perdí mi casa, sino a toda mi familia. Nada me quedaba en esta vida más que el amor de mi adorada Florinda a quien, con tanto ajetreo, no había tenido tiempo de buscar. Todavía tuve que esperar unos días más, porque debía sepultar a mi hermana. Cargué con ella hasta mi pueblo y luego de envolverla lo mejor que pude, la sepulté junto a mis padres… Cuando se presentó la oportunidad, abordé con ella el helicóptero que la llevaría a Lima. Ni ella ni yo teníamos familiares. Nos habíamos quedado huérfanos. Subí a la nave y en pocas horas internaron a tu madre. Aquí en Lima, no tenía familiares ni conocía la
ciudad, pero la caridad de la gente supo guiarme a un lugar donde recibí ayuda. Con el tiempo tu madre se curó, Florinda, y cuando salió del hospital, fiel a mi promesa, no me separé de ella. Buscamos un lugar dónde hacer nuestra casita y a los pocos años naciste tú. ¿Cómo es la suerte, no, hijita? A los pobres siempre nos ha tocado a peor parte. Invasores, lárguense, así nos echaron de donde habíamos hecho nuestra casita y así llegamos hasta este arenal donde habían llegado muchos más. Como era un pueblo joven no había siquiera bodega, posta médica ni servicios básicos. En esos trances, una noche fría de mayo, naciste. Pero como siempre he pensado, la vida trae muerte y viceversa. Tú mamita no aguantó y ya no pudo ver la luz del día siguiente. No había posta médica, no había ni una bodega siquiera, pero lo primero que inauguramos fue el cementerio. Fuimos a la loma más alta y alejada y allí sepultamos a nuestro primer difunto: tu madre. Ganas no me faltaron para irme contigo a otros lares, oportunidades no escasearon para salir de este arenal que hasta ahora no ha prosperado. La promesa que le hice a tu madre, de no separarme de ella ni en vida ni en muerte, me ha mantenido aquí hasta ahora. Por eso, hijita, no me prometas que te quedarás conmigo, prométeme más bien que te irás de aquí, lejos, a donde no te cojan las desgracias que nos han sacudido la vida. Aquella aciaga tarde del 31 de mayo de 1970 lo perdí todo, pero como tengo dicho, toda pérdida también trae alguna ganancia, así como la muerte de tu madre me trajo tu vida. Esa funesta tarde perdí a mi familia, pero gané a tu madre y con ella, a ti. No me prometas nada, hijita, no lo hagas, por favor. Entiérrame junto a tu madre para seguir cumpliendo mi promesa y vete lejos para que no te toque la misma desgracia que vivimos aquella aciaga tarde, aquella aciaga tar…