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Pedro López Ganvini

El significado de los sueños

Pedro López Ganvini 70

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La tarde transcurría como la rutina de todos los días después de la hora del almuerzo. El sol y su luz que da vida, el cielo azul que da la tranquilidad en esa vida, algunas nubes blancas que son la garantía del agua que asegura no sólo la vida de los seres humanos… Allí estaban como todos los días. La abuela descansaba en el segundo piso y el nieto, apoyaba las manos en el balcón del mismo piso, viendo pasar el viento por esas calles entre del jr. San Martín en la intersección con el Jr. Melgar —justo frente a los ventanales de la parte posterior de la Iglesia Chiquinquirá.

Las clases escolares habían iniciado hacía más de un mes y todos los jóvenes estaban en colegios, escuelas y algunos en las contadas oficinas públicas, mercado y la plaza de armas y algún banco y tiendas del pueblo de Caraz. Por las calles de aquella intersección, uno que otro caminaba y cruzaba la plazuela de la iglesia, que era embellecida y cobraba vida con la pileta en medio, sus jardines y bancas —un ambiente bucólico y soñador.

La vida empezaba para esos ojos, que aprendían mirando con curiosidad todo ese entorno de imágenes que se iban acumulando en la memoria, que cada día se iba adiestrando. Era como una cinta de audio y video virgen, que podía grabar todo y objetivamente.

Del balcón se lograba ver la cordillera negra, a la otra banda del pueblo, por la ruta de Pueblo Libre. A la izquierda la urna del cerro San Juan, con sus caminos y sus queshques que en un par de semanas la gente subiría a quemar y comer tamales y cuy.

Aquel fin de semana, los padres del niño se quedaron en Cotoracá, donde su madre trabajaba de lunes a viernes como profesora, y una delegación de autoridades del magisterio visitaban las escuelas de esa

70 Pedro López Ganvini.- Nacido en Caraz, periodista formado en la Universidad Inca

Garcilaso de la Vega donde labora. Poeta y literato, tiene publicados varios poemarios, así como compendios de poesía ancashina. Dirige varias revistas culturales.

1970 La hecatombe de Áncash 450

ruta. Domingo de nostalgia por no ver a mamá hasta el siguiente fin de semana... también se ausentaron las aves y su silencio sepulcral dio paso a un leve rumor de la tierra, por primera vez escuchado. Roncaba la tierra, temblaba como un epiléptico. Se detuvo de golpear la baranda del balcón, pues él no podría golpear tan fuerte. La abuela dio un grito de espanto mientras la gente de la calle aceleró el paso y otras gritan y corren; todo tiembla y el miedo se apodera de su mente. La gente grita y algunas tejas caen de los alerones en las calles y los carros estacionado danzan. La abuela aparece y sugiere arrodillarse ante un cuadro de Fray Martin.

El niño presiente que así no es la vida y jalonea a la abuela al primer piso y se siente el crujido de las paredes de madera y adobes. Las viejas escaleras de ladrillo resisten y encuentran la puerta y el caño del lavadero totalmente abierto con el agua que sale con fuerza. Salen a la calle y en el griterío de seres humanos entre la polvareda de paredes que caen. Corrieron solo al medio de la plazuela donde los vecinos se amontonaron y otros se iban rumbo al este a las afueras del pueblo, al enorme campo abierto que existía. Llanto, ruegos, rezos, dolor, sed, hambre, que a los niños y ancianos también lo sentimos. La tierra sigue temblando hasta el otro día.

Creían que se salía la laguna de Parón y con el río Llullán y nos arrasaría, que el río Santa en las noches llegaba con la voz y quejido de todos los muertos que arrastraba, decían. Yo solo escuchaba y algunas cosas me asustaban y para eso no estaban mis papás, solo mi abuela y tanta gente a mi alrededor. Llegaban noticias de que Yungay había sido arrasad y Ranrahirca. Se decían tantas cosas que con los días se fue conociendo y confirmando por la radio también. Muchas casas y negocios se derrumbaron. Compartíamos comida y abrigo en la plazuela Chiquinquirá y también que, en el campamento, que estaba en las afueras del pueblo y después todos nos reunimos allí. Cuando arreglaron el puente colgante a Pueblo Libre, a los días, recién llegaron mis padres para mi tranquilidad y la de mi abuela. Mis hermanos que estudiaban en Lima y Trujillo también regresaron. En los siguientes días iba llegando ayuda de todas partes, incluso desde aviones lanzaban víveres en enormes paquetes. Hay días que ya no los recuerdo y asumo que mi mente los desechó. Pero, siempre llega a la mente con cualquier pretexto, consciente o subconscientemente. Después del terremoto todo cambió. El día anterior:

Tomó un largo sorbo de agua, del vaso que pasivo descansaba en la mesita de noche; largo como queriendo recordar e interpretar un sueño, en ese lapso de tiempo. Creo que todos, en el pequeño mundo de San Juan, estaban alegres. Era día de fiesta, día de San Juan. Los niños corrían en sus juegos, alterando el caminar de la gente, que conversando en parejas o grupos tropezaban con ellos. La música entretenía a la gente; pero más a los jóvenes, que al ritmo de la música tarareaban y se movían, dejándose llevar por la música. Otros caminaban alrededor del cuarto de juegos recién construido, o bien sentados en las bancas viendo a la gente caminar y, tal vez, a los chiquillos jugar. El cuarto de juego estaba construido a un costado de la plazoleta. Era circular, tenía partes de la pared enrejada, por donde se podría ver lo que sucedía en el interior durante el juego.

Por el alto parlante, una voz juvenil comunicó lo esperado por todos: el concurso “Quién mete más gente” —Ese juego en el que deben de introducir a la mayor cantidad de personas posibles, de pie en una habitación—. La gente empezó a rodear el cuarto de juego —repintado, ocultando los años de existencia—, sin acercarse mucho; jóvenes, niños, adultos y otros que observaban desde sus balcones, que rodeaban la pequeña plazuela.

Los dos equipos con sus respectivos jugadores se colocaron en fila india, a uno y otro lado de la puerta del “salón de juego”. El joven locutor, por los altoparlantes, ha releído las reglas de juego. Al terminar deseó suerte a los participantes del evento. En tanto, se daban los toques finales para la competencia. Tendrían sólo un minuto para introducir, cada equipo, la mayor cantidad de integrantes, y al final, después de cerrar la puerta, asegurarla y esperar diez segundos —contados a voz en cuello por todos los asistentes— para abrir la puerta nuevamente y se cercioren los jueces, de la cantidad de jugadores que habían podido ingresar y acomodarse como mejor les resulte.

Los prejuicios se esfumaron cuando uno de los jueces dio el: “Listos”. La expectativa de la gente tomó mayor fuerza, y la bomba de emoción en las barras estaba lista para estallar cuando empezara la competencia. Tomó aire el juez y, mirando una nube negra que asomaba por la montaña, gritó; ¡Yaaaaa…!

La gente con sus gritos, agitando gorras y con silbidos, animaban a sus equipos para obtener el triunfo deseado.

Pasaron los segundos. 10, 20 y 30. Una señora de avanzada edad que estaba en el balcón del frente de la plazuela en compañía de otras señoras, también de edad avanzada, comentaban:

—La gente está loca. Tanta es la alegría y emoción que de tantos saltos y gritos, el balcón se mueve. Y sonrió.

—Si pues. ¿No recuerdas los juegos de nuestra época? ¿Cómo gritábamos, saltábamos de alegría y de entusiasmo? Además, yo no siento que el balcón se mueva. Son tus imaginaciones, vieja loca. Y siguieron aplaudiendo.

Los segundos en el juego y fuera de él parecían detenerse, acelerar, era algo inefable. En esos preciosos instantes, algunas personas que estaban sentadas en las bancas fruncieron sus semblantes mirando al suelo, como queriendo concentrarse para percibir algo extraño, algo diferente, en tanto su griterío. En tanto que otras personas para sí se preguntaban si sucedía algo anormal, después de sentir un leve rumor de la naturaleza, pero luego fueron dejando al aire ese pensamiento para vivir con los demás esos instantes de esparcimiento.

Mientras tanto el tiempo en el juego se agotó.

Terminó los diez segundos de resistencia, de la gente dentro del cuarto. Abrieron la puerta después de hacer un pequeño esfuerzo; debido a la presión que ejercían los muchachos y al gran cerrojo que aseguraba la puerta. Salían uno por uno, mientras que por el altoparlante se oía el conteo de los jugadores que salían del cuarto acompañados de los gritos de alegría por parte de sus admiradores e hinchas.

Repentinamente, un movimiento empezó a hacerse notar ante las personas que antes sintieron algo extraño y a otras que por el cansancio estaban sentados. El movimiento se fue haciendo más fuerte, dejando hacerse conocer ante algunos cuerdos, provocando un susto pasajero. Se había marchado aquel fantasma de la gente, como vino, bruscamente. Corrieron aquel rumor que no tenía aceptación mayormente.

—Es por los saltos y gritos que damos —decían unos.

—Les parece. No pasa nada —comentaban otros

—Sigamos con la competencia. ¡Seguimos! –concluyeron al final.

El juego del primer equipo llegó a su fin, habían ingresado treinta y tres muchachos. Salieron estrujados y se agruparon con los comentarios y críticas de siempre.

El sol estaba pasado el centro del cielo, gran cantidad de gente se había reunido en la pequeña plazoleta, donde se dejaban ver a los vendedores que ofrecían golosinas, que tanto atraía a los niños; los neveros, que nos refrescaban con sus deliciosos helados y raspadillas, y así, un sin número de vendedores localizados en toda la plazoleta — de a ratos fisgoneaban también de los que sucedía en la competencia— , para volver a dedicarse a los negocios; ya que les iba de maravillas, y como no eran frecuentes esas actividades, había que aprovecharlas al máximo.

Era hora de que el siguiente equipo, participara en el juego. Sus integrantes dieron sus últimos toques y quedaron la orden de comenzar el juego.

Pasarían unos minutos cuando se escuchó el anuncio del reinicio de la competencia y a los excitados espectadores. “Listos… ¡Ya!” Abrieron la puerta a la mayor brevedad posible. Empezaron a introducir a los participantes, al igual que empezaba a transcurrir el tiempo. 15 segundos, 20 segundos. La gente gritaba y saltaba de emoción, volaban gorras, chompas, se oían silbidos, ladrido de algunos perros también; en fin, era toda una fiesta —la música, a la que no se le prestaba atención, y ni los mismos músicos se fijaban en sus lecturas musicales, más era la competencia lo que trataban de ver— .

El silbido del viento enojado empezó a doblar los árboles, haciéndolos gemir de dolor. Se fue haciendo más notorio. Cinco segundos, algunos no dieron importancia aquel ruido. Se empezó a mover la tierra con más intensidad y, segundo a segundo se hacía más notorio por la fuerza que aumentaba y ese ruido característico que eructa la tierra cuando tiembla. Los jugadores entre saltos de alegría y mucha prisa, y música y griterío, seguían acomodándose en el pequeño habitáculo. Las personas que observan desde los balcones y en las bancas, se ponían de pie –mirando el piso, las calles y el cielo como referencia–. Sentían la tierra temblar. Los de la parte de atrás del gentío, empezaron a mirar por todos lados, caminaban tambaleándose en

dirección a las calles que salían de la plazuela, luego apretaron el paso gritando:

— ¡Temblor! … ¡Corran!... — ¡Terremoto!... ¡Terremoto!...

Con tantos gritos, fueron paulatinamente dejando de saltar y silbar — todos los que estaban adelante, en sitio privilegiado— para atender a los que gritaban, con más fuerza aún y algo confuso para ellos, en sus hurras. Al voltear y observar tranquilamente percibieron la tierra encabritada, moverse y a la gente correr despavorida en todas direcciones.

Ya estaba cerrado y asegurado la puerta del cuarto de juego, con todos los jugadores que estaban parados, muy juntos, apretados, con cabeza y manos y brazos que salían por las rejas sofocados por el apretujamiento. La gente enloquecida corría despavorida por todas las esquinas, pero en el griterío y confusión se redirigieron por la calle que enrumba al este, a campo abierto.

Los músicos también callaron y corrían desesperados. Habían caídos que pedían ayuda entre el llanto y pavor que se respiraba. El pánico se generalizo. De las casas de los alrededores seguían saliendo a carreras, niños, jóvenes, adultos y todos los que en una casa podían salir para no ser aplastados por una pared o un techo. La mayoría corría en dirección este, al campo que estaba a unas cuadras.

— ¡Terremoto!... ¡Terremoto!... Corran—Se oía cada vez más lejos— .

¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Se cae la pared! ¡El techo! ¡El techo! ¡Dios mío… Dios mío! ¡Me muero! ¡Ayuda! ¡Virgencita no nos desampares! —parecía que el demonio bailaba de alegría en esta danza macabra con olor a llanto, sangre y muerte. Y parecía que el demonio corría entre la gente confundiendo y atemorizando más todavía.

La plazoleta se fue quedando sola, con una gran excepción: los jóvenes atrapados en el cuarto de juego y dos señores que trataban de abrir la puerta, con los ojos locos y temblando, donde el cerrojo se había descuadrado y trabado por el movimiento.

Algunas paredes se rajaban y crujiendo se caían a diestra y siniestra. La visibilidad se iba perdiendo con la caída de cada pared; se fue

formando una nube de polvo que cubría más y más segundo a segundo, todo. No se podía ver nada a unos metros, y esa distancia también se reducía velozmente. Sólo se oía el grito desesperado de algunos jóvenes atrapados en el cuarto de juego, sin poder moverse, a presión intentaban abrir con la desesperación el enorme cerrojo de acero, pero era imposible, era como no tener brazos y piernas ante el peligro.

La gente por las calles corría, el pánico se apodero; se tropezaban en la carrera y caían a veces para no poder levantarse. Murieron muchos por asfixia, atropellados, aplastados por una pared, adobes, techos que caían. En el cuarto de juegos, algunos se habían desmayado, otros se asfixiaban, sufrían paro cardiaco; pero alguien aún pedía auxilio.

Los gritos quedaron entrecortados, cuando sintieron un estruendo en la bóveda del cuarto —cayó una pared de la enorme casona del lado, que estaba en la plazoleta. Casa antigua de tres pisos-, la pared cayó en la misma bóveda del cuarto de juego, empujándolo sin destrozarse y cayendo sobre las cabezas de los muchachos. Se sintió el macabro crujir de huesos, mudos lamentos y esténtores. Quedaron cabizbajos por el enorme peso. Estaban de pie a la vida; sosteniendo con sus nucas la bóveda. Corría la sangre dando la forma de un rosario sin crucifico. Eran cariátides humanas.

—Fue horrible ver aquello, algo que nunca olvidaré. Quería ayudarles, pero no podía.

Se acercó más aún, al horror de la desgracia, desde muy cerca, cuando empezó a temblar nuevamente la tierra. Pensando que tendría la misma intensidad levantó la mirada al cielo, viendo que se venía encima la cúpula de la vieja casona que ya no tenía una pared. Tratando de evitar ser aplastado por aquel trozo de construcción, dio un salto y unas vueltas por el suelo hacia el lado izquierdo, y cayó de la cama.

— ¡Oh!... No es nada, sólo debió ser una pesadilla. Y siguió durmiendo, ahora sí, hasta el día siguiente que fue el terremoto de 7.9 grados.

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