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Para qué se fundó la República?, Jorge Basadre

“Un país monocrático”. En El Perú: Retrato de un país adolescente (Lima: Peisa, 1987). Extractos seleccionados págs. 79-83.

Un país monocrático

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Luis Alberto Sánchez

(Lima 1900- Lima 1994)

Uno de los intelectuales más influyentes del siglo XX y destacado miembro del Partido Aprista Peruano. Fue reconocido crítico literario.

uando el Perú proclamó su Independencia, no sabía qué régimen adoptar. Habituado al fausto y autoridad omnímoda de los virreyes, le tentaba la monarquía, o lo que ha llamado Madariaga, la monocracia. Su experiencia al respecto era demasiado profunda para no sentir temor de repetirla. Nuestros primeros repúblicos clamaban por un gobierno plural. La aristocracia, por uno singular o personal. José Faustino Sánchez Carrión había dicho que la presencia de una sola persona en el poder traería el recuerdo de la monarquía. “El solitario de Sayán” clamó en el desierto, y él mismo hubo de rectificarse, poco después, con hechos y ante los hechos. Como era un extranjero, José de San Martín asumió el Ejecutivo con el título de Protector. Iba a “proteger” la libertad. No le correspondió lealmente a su “protegida”. Ni tampoco el protector de las mismas latitudes septentrionales. Al cabo de poco más de un año (de julio de 1821 a septiembre de 1822), el ambiente se había puesto tenso, que el glorioso Protector se dirigió al legislativo, despidiéndose con una tierna y lapidaria proclama. Había triunfado “la representación nacional”. Los partidarios del Congreso y la pluralidad ejecutiva estaban de plácemes porque ya podían asestar impunes golpes a la pluralidad y al Legislativo, desaparecida la autoridad moral del jefe de la Independencia. En efecto, en febrero de 1823, un aristócrata, inteligente, cazurro y ambicioso, improvisado militar por los azares de la contienda dio el primer golpe de estado o cuartelazo –en Balconcillo-, y se proclamó Presidente de la flamante República. Habían nacido juntos la monocracia, la militarada y la oligarquía: José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, hombre de pocos escrúpulos y muchos alcances, fue el empresario y director de aquel infausto ensayo. La nación no había cumplido dos años de soberanía.

La historia tiene una invisible tendencia al ritorno al antico, que diría un melómano. Desde entonces, nuestros prohombres se han afanado visiblemente en asaltar el poder por la fuerza y mantenerse en él sin trabas; en violar el juramento del ingreso aunque le cueste la salida violenta, y en apoyarse sobre las bayonetas, a sabiendas de que sentarse sobre ellas es lo único que no debe hacer un hombre cauto, con someros conocimientos de psicología, historia y política. Esta última se ha hecho entre nosotros sin ésa, sin aquélla y sin el pueblo. He aquí la explicación sucinta de la más de nuestras desventuras.

Riva Agüero, cuando se vio perdido, no sólo porque a la sombra del caudillismo y la anarquía, España recuperaba su ímpetu, sino también porque la condición previa del auxilio boliviariano era la eliminación de los jefecillos locales, cuando se vio perdido, digo, no trepidó en volver

los ojos al depuesto y moribundo Virreinato. Aesto se le ha llamado “peruanismo”, pues pretendía evitar la absorción colombiana. Hasta hoy es discutida la sabiduría de la sardina que por no caer en la sartén salto en las brasas. El riesgo mayor era el coloniaje; el menor, la hegemonía de Bolívar. Lo indicaba el rumbo de la guerra; lo iba a sancionar el futuro inmediato. Casi juntos, como suele ocurrir en toda gran lucha, se eliminaron los extremos: el Rey y el Libertador. El uno, en 1824; el otro (para el Perú) en 1826. Riva Agüero quedo mal con Dios y con el diablo, aunque en este caso –á tout seigneur tout honneur!–no haya diablo sino metafórico.

Otra indicación instructiva: el Congreso, tan celoso de sus fueros y temeroso de la tiranía en 1822, entregaba en 1823 a Bolívar todos los poderes, y él mismo, el Congreso, se llamaba a retiro. Serían dos encarnizados opositores al Libertador, quienes hicieron el viaje a Canossa, digo a Quito, para pedirle que los auxiliara con sus huestes. Así ocurrió. Uno de los arrepentidos, Olmedo, sería luego el cantor epónimo de S.E. El Libertador. Claro: aquello sucedía por obra de las circunstancias, pero cuando las circunstancias son la única y reiterada clave de una política, el resultado se llama oportunismo. Con lo cual no pretendemos invadir ninguna doctrina a las entonces circulantes, sino sólo señalar la flaqueza de los portavoces.

Ya se sabe el resto de la historia. Separada Bolivia por un diktat sabiamente amañado, con largos preámbulos en Sucre y asuntos introitos de Casimiro Olañeta y sus amigos, se planteó otro problema a resolver monocráticamente. Gamarra quería destruir la independencia de Bolivia como rechazo al Libertador, reincorporándola al Perú. Santa Cruz, boliviano, que, al principio, compartió las ideas de Gamarra (naturalmente siempre que él fuera el hombre del destino), cambió de ángulo aunque no de campo de mira, apenas se vio aclamado en su patria de origen. Desde entonces hasta 1841, en que un misterioso disparo segó la vida de Gamarra, el pleito principal de los peruanos fue de quién manda a quién; si Perú a Bolivia o Bolivia a Perú, lo cual traducidos en términos políticos efectivos, fue: si mandará Gamarra o Santa Cruz sobre ambas naciones. El complejo napoleónico hacía estragos entre los militares, y el bolivariano entre los estadistas. De ahí que en la mochila de Gamarra hubiese siempre un ejemplar de Gil Blas de Santillana y en los sueños de Santa Cruz, un lujoso “sejour” en Versalles; se cumpliría su anhelo.

Aquellos primeros 25 años de República fueron un cotejo de generales. Es curioso: la Independencia posee un trágico destino. Rara vez se reconoce la intervención del pueblo en su gesta y realización. Se la adjudica siempre a alguien, en procura de riesgosa marca de fábrica. Cuando los militares intervienen corporativamente, el asunto no mejora por muchas y obvias razones. De ahí que la dinastía de los generales de la Independencia, como los llama Markham, reclamara sucesivamente el jugoso derecho de la pernada monocrática. Riva Agüero, La Mar, Gamarra, Santa Cruz, Vidal, Torrico, La Fuente, Castilla, Echenique, San Román, todos fueron, en un grado u otro, a veces simples cadetes, a veces como generales, pero todos partícipes de la lucha emancipadora. Esta era su licenciatura para la universidad de la conspiración y la montonera. Lucían su título con más ínfulas que un catedrático virreinal, con borlas, su toga, su beca, su museta y su birrete. Reclamaban el bocado de la Presidencia. Se turnaban en ella siempre en monocrática ronda. Como el país estaba exhausto, los turnos eran cortos, breve mita de poderosos. No bien los inocentes guanayes acumulaban su fecal riqueza para brillo de nuestra vanidad, el asunto político –lo hemos dicho– empezó a interesar a los civiles. Después de todo, si inteligencia manda, ¿para qué otorgar el usufructo de un país anémico, a militares llenos de desplantes como lo denuncian La Pepa y El Sargento Canuto de Segura?

Así fue cómo, a partir del gobierno de Ramón Castilla, en quién intencionados historiadores tratan de descubrir a nuestro Portales, nuestro Juárez, nuestro San Martín y nuestro Bolívar, los elementos civiles, casi todos comprometidos en la empresa por los guanayes, empezaron a mostrar mayor interés en la cosa pública. Para entonces, don Felipe Pardo los retrata en su Constitución Política y Manuel Ascencio Segura le retruca implícitamente en la Pepa, El Sargento Canuto, ya citados, en Percances de un remitido.

La nación se va convirtiendo en Estado. El primer presupuesto fiscal data de entonces: sólo llega a poco más de 8 millones de soles, cuyo 80% depende de las exportaciones del guano. El negocio aviva las ganas de cometer travesuras. Mientras los pájaros marítimos defequen con solidez y abundancia, y los negros esclavos trabajen con entusiasmo y sin salario, la agricultura será la panacea de una naciente plutocracia republicana. Pero, por ese tiempo, unos locos de atar han dado en lanzar denuestos contra la esclavitud –e Inglaterra saciada los apoya–, y hasta parece que esclavizar constituye un pecado, pese a las oportunas y latas citas de Aristóteles y Santo Tomás, con que se cubren los negreros blancos. (¿No ha dicho el cubano José de la Luz que, en lo referente a los esclavos negros, “lo único negro es blanco”). Conviene seguir la corriente, aunque pensando, como es de uso en el Perú en las “hostias sin consagrar” virreinales. Se llamaba así el Virrey y Audiencia, con cuyo motivo, la autoridad local, , 63

poniéndoselas sobre la cabeza en señal de gran respeto, pronunciada la consagrada fórmula del sofisma jurídico americano: “Se acata, pero ... no se cumple”. Los negreros de 1845 reflexionaron: “Inglaterra, la primera potencia del mundo entonces, ha declarado la guerra al tráfico de esclavos. En los Estados Unidos hay una lucha tremenda (se convertiría en guerra a partir de 1861 y hasta 1865) por idéntica razón. Pues, hagámonos liberales. Seamos antiesclavistas. Apoyemos la manumisión de los negros, libres en el vientre de sus madres desde 1821. Pero, para no perder todas nuestras pingües utilidades, contratemos trabajadores baratos entre los famélicos de la China:” Delicada operación que requería alta influencia en el gobierno para robustecer el poder económico. Así fue como, a la sombra de tales intereses y aprovechando la impostergable lucha entre militares, llegada a su clímax en la época de Balta (el Perú tenía ya dinero), amanece un partido de civiles, con bandera civil y nombre tal, el Partido Civil, cuyo objetivo inmediato será entregar el poder a los civiles, rescatándolo de mano de los militares. No obstante, apenas termina el primer período civil, su presidente traspasa conscientemente la presidencia a un general: de Manuel Pardo a Mariano Ignacio Prado. Las razones doctrinarias tenían menor vigor que vínculos de otra naturaleza. La guerra interrumpió el nuevo período militar con la dictadura de Piérola, la tete noire del civilismo, por cuya razón le cerró el paso y con él al pueblo de aquel tiempo.

No se ha analizado psicológicamente a fondo la actuación del Jefe Supremo de la Guerra en aquel luctuoso período. Se lo considera desde el punto de vista de sus aciertos o desaciertos militares, o de sus logros políticos. Hay varios ángulos inéditos. Así, no se ha dicho que la megalomanía de que González Prada le hacía reproche (recuérdense las letrillas sobre el “enano Perinola”) debería imputarse al medio. En el Perú no se conoció jamás una autoridad colectiva. Anduvimos siempre por los cerros de Ubeda “heroísmo” a lo Carlyle. Desde el Inca hasta los virreyes, todo fue absolutismo; el libertador fue otro señor absoluto; los Presidentes ¡ni se diga! Piérola asumió el papel que le correspondía como heredero de todo ello. Jefe Supremo, Dictador. Cuando el conflicto con España, catorce años antes, había hecho lo propio el General Prado: Jefe Supremo y Dictador. Junto a él pareció borrosa la nítida figura de su egregio Ministro, don José Gálvez: error de perspectiva que, en un país heráldico y ancestral como el nuestro, significaría irreductible desinteligencia entre los descendientes de tales abuelos, pese a las responsabilidades de sus respectivos altos cargos.

El conductor de la resistencia contra el invasor, general Cáceres, también monopolizó el callado heroísmo de sus anónimas mesnadas. De entre los mil gestos magníficos de entonces, se perpetúa el correspondiente a un heroico hijo de papá grande: Leoncio Prado. Cáceres pensó, como los generales de la Independencia, que él era el dueño del destino peruano, y cobró en poder sus sacrificios patrióticos. La patria estaba obligada a pagar sin reticencias a todos su esforzados hijos ... que supiesen demandar lo que creían deuda a su favor. De ahí la década militarista de 1885 a 1895, cancelada por un primer acto de cordura cívica, la coalición de partidos civil (el de Pardo) y demócrata (el de Piérola), los cuales, al juntarse, restauraron los valores ciudadanos y derrotaron al militarismo batalla a batalla por todo el Perú y al fin, en la propia Lima.

Es entonces cuando se perfila un movimiento democrático hasta, en 1908, la Presidencia de Leguía, menudo y aquilino hombre de negocios, aportó junto con la audacia del arriesgador de futuros, una idea muy práctica, pero muy confusa y desvalorizadora de ciertos elementos indispensables para mantener en alto los ideales de una nación. Leguía, como todo materialista o financiero, cegado por la experiencia de los gerentes, restauró la monocracia. Para eso deshaciendo los partidos políticos tan trabajosamente hilvanados. Aumentar la renta pública fue el “slogan” con que disfrazó su autocracia. Era una consigna inédita. En realidad no descansaba sobre cálculos muy complejos. Con las cuatro operaciones (y hasta con sólo dos de las cuatro) se tenía suficiente para orientar la nueva política.

Tras el brevísimo interregno –nada personalista por cierto, pero, sí, democrático, que representó el Presidente Billinghurts–, resurge la monocracia con el coronel Benavides. Y, luego de otro intermezzo legalista, de José Pardo en su segunda presidencia, renace con Leguía la autocracia desembozada y reeleccionista. Lo que sigue es historia contemporánea. En treinta y siete años, de 1919 acá [1956], no conocimos sino nueve meses más tres años y tres meses, en total cuatro años de gobierno democrático con pleno disfrute de libertades públicas, sin censura, sin exilios, sin presos políticos, sin supresión de partidos. Duro balance; 4 en 37, es decir menos de 1/9 de vida constitucional absoluta. Extendida esa proporción a nuestros 135 años y medio, la regularidad durante dicho lapso, si juzgamos con rigor, no da mucho más. Para ser optimista elevemos la cifra a un cuarto de siglo democrático; la monocracia nos es deudora de ciento diez años de retraso o estancamiento, en que la nación, moral y materialmente, ha avanzado por su cuenta, a despecho del contraproducente freno que representó la amputación de sus más preciadas virtudes y posibilidades.

Teoría de la Emancipación del Perú. Piura: Universidad de Piura, 1986. Extractos seleccionados, págs. 157-161, 163-165.

¿Para qué la Independencia?

José Agustín de la Puente Candamo

Presidente de la Academia de Historia del Perú. Uno de los grandes conocedores del período de la Emancipación peruana.

a causa de un hecho histórico y su finalidad, son dos temas entretejidos y que pertenecen a la entraña misma de un hecho histórico.

En los capítulos anteriores se ofrecen múltiples respuestas que explican de modo más o menos imperfecto la causa de la Emancipación.

El clima intelectual y político de la época; el ejemplo de otros empeños revolucionarios; los errores del gobierno virreinal; el clima de descontento y de protesta que se vive en todos los ángulos del Imperio; la propia identidad de cada reino americano sobre un verdadero denominador común; la urgencia de reformas que se acerquen a la autonomía y que jamás se formulan de manera orgánica; el alegato intelectual, el esfuerzo político, la hazaña militar de hombres directivos; la vinculación con el propio territorio y con la propia historia regional; la nostalgia y el recuerdo de los tiempos viejos que enaltece Garcilaso; la existencia de malos funcionarios; el abuso en la represión y en el uso de la fuerza; la rivalidad entre criollos y peninsulares; el fortalecimiento del “mundo mestizo”; en fin, la esperanza en una vida mejor que estuviera en “nuestras manos”, explican, como un inmenso mosaico, el origen de nuestra Independencia y “acompañan” a la comunidad peruana, sujeto central y gran protagonista de nuestro tema.

Y aparece la segunda pregunta. ¿Para qué la Independencia?

Una visión negativa nos dice que la ruptura con España no representa ningún cambio interesante en la vida del hombre peruano. Que las injusticias continúan, que la lentitud en la administración del Estado no se modifica, que el nivel de vida en lo económico y social no mejora, que pasamos del dominio español al ejercicio del dominio industrial y económico británicos.

Las afirmaciones anteriores con su ilimitada amplitud encierran sin duda “verdades” múltiples, mas el error primordial se encuentra al mostrar sólo un fragmento de los hechos, no la íntegra imagen de la medalla.

Que en la República del Perú hay múltiples expresiones de injusticias, lentitud administrativa, retraso en educación, salud, vivienda, son hechos indudables. Es cierto igualmente que el Perú no es

una “isla” en la economía mundial y que estamos sujetos a las influencias de los grandes ambientes, no obstante, hay mucho más que decir para la total comprensión de esta “persona” compleja que es el Perú.

Bartolomé Herrera en su famoso sermón el 28 de julio de 1846, sostiene que el Perú debía separarse de España porque era un pueblo “enteramente nuevo”. Esta es una idea capital. La noción de pertenecer al territorio y a la región peruanos; la creencia de un derecho que viene del nacimiento en este territorio; el vínculo con la propia tierra; todo el conjunto de ideas y vivencias que permiten definir a un hombre como peruano y que orienta a éste para reconocer al extranjero; este abigarrado registro de hechos coetáneos y de recuerdos llevan al convencimiento, a la necesidad, de asumir el gobierno de lo propio.

Y todo lo anterior no es verbalismo vacío. Un hecho social profundo, la sola existencia de la vinculación entre el hombre peruano y su mundo, genera el derecho al propio gobierno. El sólo hecho de la conducción del Perú entregado a manos peruanas es un cambio social legítimo y muy significativo. Es el ejercicio del derecho al propio gobierno.

La Independencia, de este modo, aparece no como un ejercicio de vanidades o de predominios, sino como una afirmación del ser del Perú. Y esto es superior al hecho político y al suceso militar.

¿Y cómo se desarrolla esta afirmación del ser del Perú?

En la diaria “encarnación” vital de nuestras Constituciones y de sus principios teóricos, en el uso y en el abuso de las facultades que el Estado reconoce a los ciudadanos en el perfeccionamiento esforzado del “mapa de la República” en la incorporación de nuevas técnicas que transforman el mundo cotidiano en el esfuerzo por integrar a nuestros hombres con evidentes matices culturales, sobre el mestizaje común; en el esfuerzo del camino, del ferrocarril y del avión, por unir más y más una inmensa geografía; en los avances y en los retrocesos en contorno de una vida mejor para todos los peruanos; en este marco que compromete toda la vida y toda la actividad del hombre, se encamina al perfeccionamiento, la afirmación del ser mismo del Perú.

La presencia del Estado peruano que habla en nombre propio, en nombre de la nación, es una de las expresiones interesantes de la nueva “época”.

Tal vez es ilustrativo como símbolo, el momento que menciona Juan García del Río –nuestro primer enviado acreditado en Londres, con Diego Paroissien– en su entrevista con el ministro Canning. El funcionario inglés le pide que señale en un mapa la ubicación del Perú y le pide una exposición sobre el estado del país. De algún modo, éste es el comienzo de la vida internacional nuestra en relación con el mundo europeo.

A Europa le interesan vivamente los nuevos mercados, y el signo ideológico de las nuevas estructuras soberanas es motivo de preocupación y de diversos proyectos.

Los debates entre liberales y conservadores y entre republicanos y monárquicos, integran un largo proceso que persigue la afirmación del nuevo Estado.

La solicitud de un empréstito, la presencia de la bandera nuestra, poco a poco, en diversos lugares del mundo, la llegada de buques de una y otra nacionalidad a puertos nuestros, son algunas de las formas de la nueva relación entre el Estado naciente del Perú y países amigos.

Es importante subrayar el origen de nuestra República, como el de los otros Estados “viejos” de Hispanoamérica.

Es interesante recordar los dos principios esenciales, que al mismo tiempo son el nexo que subrayan la continuidad de la vida del Perú: el “uti possidetis” y la “libre determinación de los pueblos”.

El principio del derecho romano es el vínculo entre el mapa del Virreinato del Perú y el mapa de la República del Perú. La carta geográfica y el contorno del Perú republicano no es obra de la historia que se expresa en la jurisdicción virreinal que el Perú independiente asume y continúa con el título viejo de la posesión y del dominio.

Es aleccionador decir una vez más que los límites de la República no son consecuencia de una victoria militar, ni de una negociación política, son obra de la misma historia. El territorio del Perú es obra de la historia.

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CARETAS 2002

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