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Las reglas del juego en la reciprocidad andina, Enrique Mayer

tiempo que no queremos que gobierne el mundo y le imponga demasiado su ley...” Y no continuo copiando porque para que mi propósito basta…

En estos párrafos exuberantes, de aticismo y donairoso decir, Renán ha sintetizado admirable y exactamente, la engañosa faz por la cual se juzga y considera a esa mitad del género humano.

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Ahí, bien a las claras se ve, la sensualidad que, cual trisada nube interpuesta entre ambos sexos, no le permite al hombre ser sino el objeto de donación y a una de placer; la cosa apetitosa y deliciosa, que no debe llegar al derecho de pensar, de discernir, ni mucho menos a la posesión de la verdad.

Si, allí está sintetizada la mujer cosa, el objeto de una pasión, el instrumento de un placer; la mujer bella, pudorosa, y amante que el hombre necesita para saciar sus hambres concupiscentes, y luego arrojarlas lejos de sí, como flor marchita, como flor marchita e inodora..

Estas son, preciso es decirlo, las deducciones que de tales conceptos se desprenden; ellas son crueles y deprimentes para el sexo inteligente y amante que, con perfecto derecho aspira ser no la hembra de un macho, sino la compañera intelectual y moral del hombre.

Una mano perfilada y linda que con graciosos ademanes hace la señal de la cruz, y unos labios sonrosados y voluptuosos, que inconscientemente repiten una oración, decid vosotros hombres, que os parecen cosas seductoras y bellas, ¡sin que os importe no os preocupe, ese cerebro repleto de errores y entenebrecido de sombras! ... “Con tal que ella no gobierne el mundo ni le imponga demasiado su ley.”

Pero se equivocan lastimosamente los que así piensan. La vida tiene una faz tan real y positiva, y en ella la mujer, —es decir la esposa y la madre— desempeñan tan alta e importante misión que mal que pese al hombre es la mujer la que pone la base el cimiento de todo el edificio social.

Precisa, pues, interrogar e impugnar a los que, siguiendo o imitando al autor de las Memorias Íntimas, creen que el error y la ignorancia en consorcio con esa fe fanática e intransigente, pueden ser bellas y atrayentes, “ya que no se le permite imponer demasiado su ley”.

¡Cómo!... y la mujer formando los sentimientos del hijo, e imbuyéndole sus ideas, y la esposa o la amada, predominando en el corazón del hombre e imponiéndole su voluntad y desquiciando sus convicciones, ¿no son sus fuerzas potentes que gobiernan el mundo e imprimen el rumbo al movimiento sociológico? ...

¿Hay acaso en la vida humana, fuerza moral tan incontrastable como aquella que se deriva de los sentimientos y las ideas que, junto con el beso maternal, se han inoculado y germina en nuestra sangre?... No, no la hay.

Y he aquí el punto de donde surgen en la vida social e íntima las luchas, las desavenencias y desequilibrios. El hogar resulta, pues, como barco gobernado por dos pilotos que miran hacía opuestos en el horizonte; el hombre ha estudiado, [en contraste con] las creencias de su esposa, de esa mujer que, como la generalidad, continúa adscrita a la tradición, al dogma de creencias nacida en los primeros albores de nuestra civilización.

Preciso decirlo: la mujer hoy, en nuestra sociedad, vive en plena Edad Media, en tanto que el otro sexo se aleja moralmente de ella por esa colosal barrera que la Ciencia ha levantado entre ella y los viejos dogmas del catolicismo.

Un mundo interpuesto entre dos seres dispuestos a identificarse, a unificarse gloriosamente para formar la base fundamental de la Familia, la Patria y la Humanidad.

¿Cómo será factible la unión íntima de dos existencias, de dos corazones, con el divorcio completo de los espíritus separados por convicciones antagónicas y de todo en todo contrapuestas las unas a las otras?

La mujer no ha cambiado sino aparentemente en sus creencias religiosas; las guarda en el ánfora cerrada de su fe; allí germinan sus errores, sus supersticiones y fantasías de las épocas medioevales de fanatismo e ignorancia. Y en tanto que la mayoría del bello sexo se halla sumido en ese místico estacionario y paciente, la generalidad del sexo fuerte se halla contagiado del escepticismo de engolfados y

ahítos en las doctrinas de Buchner, de Spencer, de Schopenhauer, y por ende son materialistas y ateos.

He aquí, pues el secreto de la falta de influencia moralizadora de la mujer en su misión de esposa y madre; sus palabras resultan desautorizadas, desprestigiadas, no como la noción de la moral positiva, sino como el eco de una mitología que ha perdido su eficacia y misterios, arrebatados por la Ciencia moderna.

En nuestras sociedades, pocos no muchos son algo instruidos, saben de Astronomía, de geología, de Antropología, aunque no sea más lo que han llegado a beber en las hojas periodísticas, en el folleto y el libro leído de prestado, pues bien, esa mínima versación científica, tanto como las más amplias que en las Universidades adquieren, es suficiente para revelarle que los libros revelados por Dios mismo, no son más que creaciones fabulosas e imaginativas, propia de la infancia de los pueblos.

Y no se crea que estas deducciones son antojadizas y escasas de lógica y verdad, que en tal caso tendríamos derecho a preguntar: ¿Cuál es la causa de que la moral religiosa de la mujer, no se traduzca jamás en hechos prácticos de la vida del hombre, es decir, del esposo, del amante o del hijo?

¿En nombre de qué moral, de qué doctrina puede habar ella, invocar, pedir, si su fe infantil e inconsciente es mirada con desprecio, o compasión, por carecer de esa fuerza avasalladora que es inherente a toda verdad?.... Y la mujer a su vez, considera con horror e indignación las ideas libre-pensadoras del otro sexo.

Y así vemos que, al mayor misticismo de la esposa responde la mayor relajación del sentimiento moral del esposo, manchado por culpas gravísimas de su vida pública.

Si, cierto, porque este mutuo desprecio, esta disparidad, se realiza en el seno mismo del hogar, entre los cónyuges que en apariencia viven marital y amorosamente: pero en verdad, háyanse moralmente divorciados, y tan alejados de su conjunción espiritual, como si infranqueable montaña los separa.

Este desequilibrio y de semejanza en la fe y las creencias de ambos sexos, parécenos, a primera vista, uno de aquellos inmensos males de la vida social, cuya índole los hace irremediables e indestructibles.

Si, puesto que para sacarlos sería necesario que las sociedades pudieran poseer las virtud de ser regresivas, si así puede decirse, para volver a las épocas de la fe ciega, sencilla e inexperimentada, de tal suerte que los dos sexos no discrepen un punto en sus creencias y lucubraciones.

Pero no siendo dable ni posible la regresividad del espíritu humano, habrá de realizarse, y precisa que ello se lleve a la práctica, la iniciación científica, la impulsión intelectual, el despertamiento moral del sexo religioso y amante.

Y puesto que todas las ciencias modernas, todas las teorías novísimas son antagónicas y contradictorias de los dogmas fundamentales que todas las doctrinas nacidas del Oriente, y de lo sobrehumano; precisa que la mujer vea la opuesta faz, la luz que irradia la Ciencia Moderna.

Necesario es decirlo: Mientras uno de los dos sexos sea el único poseedor del caudal científico y filosófico y beba él solo en las fuentes regenerativas y restauradoras del saber y conocer; en tanto que la mujer permanezca cual si fuera una bella estatua, lujosa, alegre, voluptuosa, con la mirada vuelta siempre hacia el pasado, hacia lo obscuro y misterioso, para recibir de allí sus inspiraciones y sus convicciones; mientras tal situación permanezca, la mujer no ejercerá influencia moralizadora en el hombre, ni éste la mirará sino como objeto de placer y lujo.

¿Qué remedio para este mal?.... Uno solo: ilustrar, ilustrar mucho a la mujer. Mientras las mujeres sean ignorantes y fanáticas, los hombres serán escépticos e inmorales.

CARETAS 2002‘ 228

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