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TEORÍA DE LA BELLEZA PINTURA ITALIANA EN LA COLECCIÓN SGARBI
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MUSEO NACIONAL DE SAN CARLOS Puente de Alvarado 50, Tabacalera, Cuauhtémoc 06030 Ciudad de México, Distrito Federal, México Consejo Nacional para la Cultura y las Artes Rafael Tovar y de Teresa Presidente
Instituto Nacional de Bellas Artes María Cristina García Cepeda Directora General
Javier Guzmán Urbiola Subdirectora General Patrimonio Artístico Inmueble Magdalena Zavala Bonachea Coordinadora Nacional de Artes Plásticas Jimena Lara Estrada Directora de Asuntos Internacionales Rosa María Meza Vargas Director de Relaciones Públicas
Administración Liz Selene Martínez Felipe González López Lisset Jaqueline García Morgado Ricardo César Juárez Vélez Juan Carlos Rodríguez Guayuca José Cruz Romero Sánchez Luis López Patronato Dolores Dávila Cristina Pérez Biblioteca Erik Larsen Mariana Méndez Vergara Gemma Cruz Salvador
CATÁLOGO
Comisariado por Pietro Di Natale EDITA Museo Nacional de San Carlos TEXTOS Museo Nacional de San Carlos Vittorio Sgarbi Rina Cavallini Pietro Di Natale FICHAS TÉCNICAS Michela Cesarini Antonio D’Amico Pietro Di Natale Francesca Nanni Massimo Pulini Barbara Savina Vittorio Sgarbi Cinzia Tedeschi TRADUCCIÓN María Jesús Recio
Directora Carmen Gaitán Rojo
Servicios Secretariales Sonia González González Lorena García Sánchez Imelda Carriola Pérez Blanca Rojas Pérez Alejandra Espinosa Betán
Subdirectora Ana Leticia Carpizo González
Jefe de Seguridad Xitlali García
DISEÑO GRÁFICO Matrizideas
EXPOSICIÓN
IMPRESIÓN Carlo Cambi Editore
PRODUCCIÓN Museo Nacional de San Carlos
AGRADECIMIENTOS Rina Cavallini Giuseppe Sgarbi Elisabetta Sgarbi Alessandro Bertazzini Paolo Díaz de Santillana Andrea Bacchi
Museo Nacional de San Carlos
Curaduría en Investigación Claudia Barragán Arellano Exposiciones Temporales Nacionales e Internacionales Susana Herrera Aviña Investigadoras Andrea Bustillos Duhart Jazmín Mondragón Mendoza Registro de Obra Mario Ariel López Aguilar Museografía María Teresa Romero García Montaje Hugo Hidalgo Flores Alejandra Murillo Sosa Víctor Manuel Corona Cano Luis Alfredo Moreno Rosales Gonzalo Padilla Flores Servicios Educativos Jessica de la Garza Margarita Jiménez Ocaña
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Israel Mendoza Marlene Lelo Larrea Prensa y Difusión Adriana Moncada
Comisariado por Pietro Di Natale
LOGÍSTICA Y COORDINACIÓN Spanish Painters Society / Evolucionarte – Comediarting INFORMES DE ESTADO Eva Peccenini RESTAURACIÓN Gianfranco Mingardi MONTA JE Museo Nacional de San Carlos TRANSPORTE Stelci e Tavani SEGURO Assicurazione Generali Seguros COLECCIÓN Fondazione Cavallini Sgarbi
FOTOGRAFÍA Andrea Samaritani Massimo Listri
© 2014 Museo Nacional de San Carlos © 2014 Carlo Cambi Editore
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El coleccionista de arte tiene un papel principal en la cultura. Su vínculo con la creación se transforma de la simple apreciación estética en un compromiso hacia el arte mismo, sus creadores, y hacia la formación del público. Al fundar una colección se crea un proyecto de vida. Uno además de profunda vocación social, de quien con gesto inteligente y visionario hace del coleccionismo una manera de ordenar el mundo. Una vez formada, el anhelo de una colección es dar la bienvenida al público y permitirse contar su propia historia. Esta es la motivación para exponer por primera vez en México la colección de Vittorio Sgarbi, historiador y crítico de arte que a lo largo de treinta años de búsqueda constante ha logrado reunir una importante selección de autores italianos. La diversidad de su colección, que comprende piezas de diversas épocas artísticas desde el siglo XIII hasta comienzos del siglo XX, es resultado de su esmero en seleccionar piezas que reflejen su pasión por el arte de su país. Lo que comenzó con una inclinación por la literatura y el coleccionismo de libros, se transformó en un nuevo proyecto en 1983, cuando comprendió que lo que antes parecía inasequible, podía convertirse en una renovada forma de acercarse al arte: atesorar obras que reflejaran su búsqueda constante de la belleza. Desde entonces, su vocación humanista lo ha llevado a coleccionar obras de los más diversos perfiles, que en su conjunto dan cuenta de la multiplicidad de sus intereses. Traer a México el acervo de Sgarbi al Museo Nacional de San Carlos, forma parte del compromiso del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de ampliar el diálogo y el intercambio cultural entre México y el mundo y fortalecer la presencia de las mejores expresiones artísticas del arte internacional en nuestro país. En el recorrido de la muestra Teoría de la belleza. Pintura italiana en la colección Sgarbi, vemos una meticulosa selección de 41 obras que incluyen piezas de grandes autores como Tiziano Vecellio, Carlo Bononi, Pietro Paolini, Jusepe de Ribera, Pietro Damini y Artemisia Gentileschi, entre otros. A través de piezas de extraordinaria belleza podremos transitar por la historia del arte italiano, al tiempo de acercarnos a la mirada entusiasta y apasionada del coleccionista.
Rafael Tovar y de Teresa Presidente Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
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A partir de 1983, tras encontrarse con el Santo Domingo de Nicolò dell’Arca -“una obra de arte absoluta”-, Vittorio Sgarbi inicia la colección de pintura y escultura que hoy goza de reconocimiento y admiración en todo el mundo. Una meta fácil de enunciar pero sin duda difícil de alcanzar ha sido la suya: adquirir sólo aquello cuya existencia no se conocía. “Desde aquel momento he buscado y querido sólo lo que no había.” El fruto de esta forma de coleccionismo está a la vista. El Instituto Nacional de Bellas Artes, al brindar a través del Museo de San Carlos una muestra de esta prestigiosa pinacoteca privada - Teoría de la belleza. Pintura italiana en la colección Sgarbi - nos invita a realizar un viaje a través de siete siglos de historia del arte, en un esfuerzo de refinada inteligencia que expresa un profundo amor por Italia y por su singular geografía artística. La vocación de San Carlos es conservar, acrecentar, estudiar y difundir el legado de los grandes maestros del arte europeo, que va desde el siglo XIV hasta principios del XX, entre un público cada vez más amplio. Esta vocación coincide en más de un aspecto con el interés de la colección que hoy nos visita desde Ferrara: un acervo que abarca de los siglos XIII a comienzos del XX y cuyo impulso ha sido la constante búsqueda de la belleza. De las obras que incluye esta exposición, considerada como “un jardín secreto” de la Colección Sgarbi, podemos mencionar algunas obras maestras: la Virgen con el Niño y santa Catalina de Alejandría, de Johannes Hispanus, por su gran ternura; el Retrato de gentilhombre (Hipólito de Médicis), que nos muestra a un Tiziano en la cima de su carrera; la Cleopatra creada por Artemisia Gentileschi, por su sensualidad; y Polifemo lanza una piedra contra Acis, de Agostino Santagostino, que nos remite a la gracia de las Metamorfosis de Ovidio. Las más de cuarenta obras que aquí se exponen nos confirman que el coleccionismo mira tanto a la recuperación de un legado como a la vigencia de las creaciones que lo componen. Teoría de la belleza. Pintura italiana en la colección Sgarbi nos confirma - para decirlo con palabras de Sgarbi - que “el arte sigue viviendo en la búsqueda apasionada de los coleccionistas que no quieren que el pasado termine”. El Instituto Nacional de Bellas Artes acerca a los visitantes de sus museos a las más valiosas expresiones artísticas del mundo, a la vez que promueve la presencia en el extranjero de las creaciones más sobresalientes de la historia del arte mexicano. En esta ocasión, como siempre, ha contado con el entusiasta apoyo del Patronato del Museo de San Carlos, al que le expresamos nuestro más profundo | reconocimiento y gratitud.
María Cristina García Cepeda Directora General Instituto Nacional de Bellas Artes
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LA ENCANTADORA Y CURATIVA POTENCIA DE LA ESTÉTICA El Museo Nacional de San Carlos situado en la puerta de entrada del centro histórico de la ciudad de México, continúa presentando en sus salas obras de grandes maestros de la pintura europea. El público visitante podrá en esta ocasión confirmar que la vocación del coleccionista ve recompensados su esfuerzo y su talento por reunir piezas únicas, cuando su colección viaja y se instala en espacios alternos a los de su ciudad, en este caso Ferrara, Italia ya que de esta manera cumple con el cometido de compartir los tesoros adquiridos con pasión durante años. Teoría de la belleza. Pintura italiana en la colección Sgarbi, compuesta por 40 piezas de inigualable factura, es la muestra que ahora se exhibe en las salas temporales del museo. Presentar colecciones de grandes maestros europeos es parte de nuestra vocación, tratamos por medio de las exposiciones, como la que hoy nos ocupa, ofrecer al público la oportunidad de contar la historia del coleccionista Vittorio Sgarbi y colocarla alcance de su mano. El museo como ente dinámico y vivo proporciona la posibilidad del deleite visual, del aprendizaje y de la reflexión. La belleza intrínseca del objeto, capaz de satisfacer el gusto propio, es una de las razones más frecuentes para adquirir una obra de arte. De esta forma, la selección es algo personal e íntimo, subjetivo, que puede coincidir o no con los criterios objetivos y didácticos empleados en la formación de las grandes colecciones. En el caso de la colección Sgarbi, el ideario personal confirma que la belleza formal fue uno de los principales argumentos, como lo demuestran las obras aquí exhibidas, de gran valor histórico y artístico a la par de que constituyen un testimonio de la visión estética del coleccionista. El arte generado en la península italiana es quizás el que más peso ha tenido en la cultura europea, especialmente a partir del Renacimiento, momento en el que se recupera el legado del mundo clásico. El alto nivel estético y conceptual del arte italiano sirvió de modelo a las distintas escuelas europeas. La colección Sgarbi posee ejemplos de sus principales escuelas: florentina, boloñesa, veneciana y napolitana. Las obras artísticas que hoy se presentan en el museo son símbolos de múltiples concepciones sociales de una época, de las clases, de las ideologías, de las condiciones económicas y políticas y también de las propias vivencias de los individuos. A pesar de que las obras pudieron ser encargos o propuestas individuales de un artista no dejan de ser la simbolización de un mundo en el que se expresan conflictos personales, psicologías de los individuos, modas, emociones y deseos. Parafraseando al escritor Vicente Verdú que dice” No es la ética sino la estética quien avanza, paso a paso, para apuntalar este mundo que se desmorona” es que en este recinto museal deseamos envolver y lanzar a un viaje estético y emocional a todo aquel que quiera dar un vuelco en su vida. Carmen Gaitán Rojo Directora Museo Nacional de San Carlos
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MADAMINA, ÉSTE ES EL CATÁLOGO...
Vittorio Sgarbi
La Historia de una colección es historia de ocasiones, de encuentros, de descubrimientos; se cruza con curiosidad, investigación, estudios. Se manifesta como una aventura, una batida de caza, una forma de juego, incluso de azar. Y también un reto, un cortejo, una conquista. No estaba en mi naturaleza, sino en el caso que corresponde más bien a los medios y las exigencias de un estudioso, como coleccionista, o mejor, como recopilador de libros. La pasión la heredé de mi padre, que había empezado como profesional burgués en los años cincuenta, con la modesta pero grandiosa colección de los clásicos de la Biblioteca Universale Rizzoli. Recuerdo aquellos pequeños libros color nata crecer en las estanterías de mes en mes hacia las grandes cifras (más de 1.500 títulos). Y luego de año en año otros libros de escritores contemporáneos en coincidencia con los premios literarios. Entre los primeros «El hijo del farmacéutico», de Mario Tobino. Estábamos en 1961. Luego el «Mal oscuro» de Giuseppe Berto (1963). Y luego, en la prisión del colegio, los poetas: Baudelaire, Apollinaire, Jiménez, Lorca, Cardarelli, Ungaretti, Machado, Montale, Saba, Cendrars, Whitman, Mallarmé, Rimbaud, Verlaine, Borges, Bergamín. Literatura, educación sentimental, modelos de vida. Y luego filósofos, Croce, Gramsci, Sartre, Camus. Y las grandes novelas: «La Cartuja de Parma», «Moll Flanders», «El guardián entre el centeno», «Los Malavoglia», «El Gattopardo». El deseo de leerlo todo, la literatura como vida, la beat generation, Kenneth Patchen, Jack Kerouac, pero también Céline, Henry Miller, Malaparte. Y además Emily Dickinson, Leopardi, D’Annunzio. Solamente a principios de los años 70, cuando conocí en la Universidad a Francesco Arcangeli, el alumno más antiguo de Roberto Longhi, mis intereses prevalecientes se volvieron de la literatura al arte, con la consiguiente nueva orientación de la biblioteca, cuando aún se podía dominar el mundo editorial y estar actualizado en las novedades, ensayos y catálogos de exposiciones, de los editores del sector. El deseo de poseerlo todo en un género limitado. Entonces me parecía posible. Y algunas subastas importantes, en la segunda mitad de los años 70 (en particular la subasta del anticuario Ucci Ferruzzi en Venecia) me permitieron llenar muchas lagunas de reference books publicados en la primera mitad del siglo, como la gran monografía de Kristeller sobre Mantegna o el «Andrea Riccio» de Planiscig. Textos fundamentales, libros míticos, raros y difíciles de encontrar, cuya búsqueda determinó acudir a subastas especializadas o a ventas por catálogo. De allí, y de la frecuentación de librerías anticuarias, comenzó mi pasión más fundadamente coleccionista por la rareza de fuentes de la historia del arte e historias locales, a partir de 1500. Desde el rarísimo «De sculptura» de 1503 de Pomponio Gaurico al ponderoso, con atlas (es decir, con ilustraciones) «El arte en Città di Castello» de Giovanni Magherini Graziani, de 1898. Libros raros y fascinantes, con encuadernaciones más o menos originales, barbas y páginas fileteadas, en un delirio coleccionista y un deseo de plenitud, junto a las numerosas publicaciones muy ilustradas de un ferviente presente, registradas puntillosamente por Julius von Schlosser, en su «La literatura artística». He llegado a recoger, en cazas maravillosas, con satisfacciones inmensas, 2.800 títulos de los 3.500 que indica Schlosser. Casi ocho años de búsqueda, con satisfacciones y sorpresas, entre 1976 y 1983. Más complacido que eufórico, pero siempre racional, también en la aspiración a la plenitud en razón de la rareza, más que de la unicidad de los libros buscados.
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Luego, exactamente hace treinta años, la iluminación y la decisión, después de haber estudiado la psicología de un coleccionista maestro perfecto, dividido entre libros, esculturas y cuadros: Mario Lanfranchi. El primero de los muchos coleccionistas, grandes y pequeños, que he conocido una vez fuera del dogma universitario, que me hacía mirar las obras de arte como bienes espiritualmente universales pero de los que materialmente no se podía disponer. Reflejo de una visión idealista. Hasta aquel encuentro las obras de arte me habían parecido idea, pensamientos, no cosas. La misma cultura artística de aquellos años tendía a mitificar como mecenas y compañeros de camino a los coleccionistas de arte contemporáneo, a menudo asociados con las obras y considerados cómplices ideales e intelectuales de los artistas, sobre el modelo de la inalcanzable Peggy Guggheneim. Pero más tarde fue así también para las colecciones Jesi y Jucker en Milá, o Panza de Biumo, o Gori en Celle di Prato o Berlingeri en San Basilio. En esa concepción, inspirada y sostenida por Giulio Carlo Argan, y por otros críticos militantes, al contrario que el coleccionista de arte contemporáneo, el de arte antiguo era poco menos que un comprador ilegal, un egoísta que retenía para sí bienes de todos. En aquellos años, con casa y colección no muy lejanas de las de Lanfranchi en Santa Maria del Piano, el único coleccionista admirado y respetado de arte antiguo, pero también de arte contemporáneo, en una perfecta complementariedad, era Luigi Magnani, del que nadie podía poner en duda el final destino público de las obras recogidas, como ahora las vemos en la Fundación Magnani Rocca en Mamiano di Traversetolo, en Parma, presidida por la nocturna Familia de Don Luis de Borbón de Goya. Magnani podía poseer, con igual legitimación, a Carpaccio y a Morandi, a Filippo Lippi, Manzù, Mazzolino y de Pisis. Impune. Al punto de resultar el único coleccionista al que, de acuerdo la Iglesia y el Estado, se permitió adquirir una obra maestra de Alberto Durero, la Madonna con il Bambino, procedente de un convento de monjas de clausura en Bagnacavallo. Durante un tiempo difícil de ver también en su colección. De todos modos habría sido imposible verlo donde las monjas. También el meticuloso y ambicioso Magnani, menos curioso de obras raras de artistas llamados menores, y tranquilizado por nombres de artistas como Filippo Lippi, Tiziano, Tiépolo, Goya, Cèzanne, fue importante para hacerme entrar con naturalidad en la tipología del coleccionista, como más tarde el maravilloso e inagotable Amedeo Lia. Grandes personajes perdidos. Pero ante mí, con la sensación nueva —un estremecimiento de cada potencia— de que se podía poseer obras de arte antiguo, no había coleccionistas rigurosos y metódicos, y programados para un destino de gloria que ligaba su nombre a esas obras, como Magnani y Lia; sino personalidades corsarias, excéntricas y curiosas, al límite del dandismo o del puro divertimento, como Mario Lanfranchi, Luciano Maranzi, o literatos hedonistas, pero intelectualmente muy sofisticados como Piero Bigongiari y Giovanni Testori y aún, entre crítica y literatura, Luigi Baldacci e Alessandro Marabottini. De estos modelos, de esta dimensión de lo posible, de este divertimento de la búsqueda y del descubrimiento, deriva mi coleccionismo, asistido por la búsqueda inagotable de anticuarios originales y cultos como Ettore Viancini, Fabrizio Apolloni, Mario Bigetti, Pietro Scarpa, Gilberto Algranti, Leo Poletti, Adriano Cera, Nando Peretti, Bruno Scardeoni, Paolo Ponti, Agostino Vallorani, Pierfrancesco Savelli, Giovanni Pratesi, Maurizio Balena, Romolo Eusebi, Marco Voena, Andrea Daninos, Diego Gomiero y, más tarde, Tiziana Sassoli y Fabrizio Moretti, etapas necesarias de un viaje por lo desconocido. Porque desde aquel 1983 yo he entendido que los cuadros y las esculturas podían ser más asequibles y divertidos que el libro más raro, al encontrarme, de una manera del todo inesperada, con una obra de arte absoluta como el Santo Domingo de Nicolò dell’Arca, artista de legendaria unicidad, y llegando a la conclusión de que ya no adquiriría lo que se podía encontrar, cuya existencia se podía presumir, sino solamente aquello cuya existencia no se conocía, por su naturaleza inencontrable, es más, imbuscable. La caza de los cuadros no tiene reglas, no tiene objetivos, no tiene puertos, es imprevisible. No se encuentra lo que se busca, se busca lo que se encuentra. A veces mucho más allá del deseo y las espectativas. Desde aquel momento he buscado y querido solo lo que no había. Este es el divertimento y es el misterio del coleccionismo: el interés por lo que no hay. Desde aquel momento, hace treinta años, entré en un mar grande, en una historia de continuos encuentros, infinitos estímulos, siguendo el impulso de un donjuanismo coleccionista, del que Pietro Di Natale se ha convertido en mi Leporello, al compilar el catálogo. No por casualidad, sino por otra coincidencia imprevisible, en este recorrido he encontrado varios combatientes que llenos de mi mismo deseo de rellenar sus vacías habitaciones de almas armadas dentro de horror vacui y cupio dissolvi: Gimmo Etro e Luigi Koelliker, además de otros, nos mostramos antes de Ciudad de México nos hemos exhibido en Burgos, ciudad donde Don Juan abandona a Elvira por una serie de correrías amorosas, cada una de las cuales, con una mujer nueva, es como el encuentro con un cuadro o una escultura desconocidos. Y aquí podría comenzar la narración, que se hará algún día, de cada descubrimiento, de cada hallazgo, de cada revelación, a menudo con emoción e incredulidad, disfrazadas de frialdad e indiferencia, en la relación con un marchante o un vendedor ignorante para no darle a entender ante qué obra o autor raro nos encontrábamos.
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Así fue con Niccolò dell’Arca y, no mucho después, con otro artista que parece anunciar esta nueva exposición: Johannes Hispanus, un misterioso español que llegó a Italia como al país de las maravillas, a comienzos del Cinquecento, viendo milagros por todas partes, en Venecia, en Ferrara, en Mantua, en Crémona, en las Marcas, en Umbría, aturdido por Giovanni Bellini, Mantegna, Dosso Dossi, Giorgione, Perugino, Ortolano, Rafael, Nicolò Pisano, Lorenzo Lotto. Todos ellos se encuentran entre 1505 y 1520. Al observar a estos artistas, él, español, se convierte en uno de ellos, un joven artista italiano, con un estilo a medio camino entre el de la escuela veneciana y el de la escuela umbra. Para mí otro milagro. En las mismas rarísimas proporciones de Niccolò, con el que Hispanus comparte el delgado catálogo y un intercambio de territorios, sin olvidar que del inalcanzable Niccolò dell’Arca se conserva un maravilloso San Juan Bautista en El Escorial. ¿Qué decir entonces de estos encuentros que no han propiciado los marchantes, a menudo inconscientes, sino que son tan sutilmente intelectuales? La parte, bastante limitada, de la colección aquí expuesta, es realmente, en muchos aspectos, un jardín secreto que señala pactos espirituales y apariciones de obras conocidas de artistas deseados y soñados. Solamente un milagro podía hacer que me cruzara, tras haberlo visto por primera vez quizá diez años antes en el «Lamento» de Santa Maria della Vita en Bologna, con Niccolò dell’Arca, en la potentísima imagen de Santo Domingo, con el libro cerrado y la azucena empuñada como un arma, concentrado en un pensamiento fuerte e incoercible. Humano, demasiado humano.
No podía no partir de aquí (a pesar de que la obra, tan emblemática, original y originaria, inicial e iniciática, no haya llegado ni a Ciudad de México), porque de aquella escultura comienza todo, y también el tipo de mi coleccionismo, rapsódico, original, que ambiciona relaciones exclusivas con las obras como personas vivas aunque no se me esconde que también para otros, no siempre infalibles coleccionistas, la relación es la misma. Pero yo no puedo dejar de pensarlo de mí y de algunas, objetivamente, excepcionales conquistas. Probemos a mirar las que hoy se asoman al Museo Nacional de San Carlos de Ciudad de México. Insólitas son las procedencias de algunas de las pinturas sugerentes, que han llegado a mí en estos treinta años. El Ritratto
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di Ludovico Grazioli, de Lorenzo Lotto, reconocido en primer lugar por Bernard Berenson, se mostraba en su neurosis, en su melancolía mortal, de las Marcas, de donde había partido, a Westport en Irlanda, en la mítica colección del marqués de Sligo, y luego a Ámsterdam, Puerto Rico, y finalmente a Bahía en Brasil, en la colección del senador E. D. Loef (en la casa donde lo vio Berenson) de aventurero en aventurero, hasta que lo avistamos Gilberto Algranti y yo, todavía en América, en Nueva York, y decidimos adquirirlo. Ahora se lo ve refrescado, después de tantos viajes, para documentar, como una autobiografía, los años extremos y desesperados del gran pintor. No de otro modo el Ritratto di uomo, que se puede identificar probablemente con Hipólito de Médicis, de Tiziano, cedido por el Museo de Cleveland, tras una gloriosa militancia, porque también Berenson lo consideraba, y ciertamente no por rebajarlo, de Lorenzo Lotto, con caprichosa lectura de la firma, pero que él interpreta como una alteración de L.Lotus in Titianus. Contento él, descontentos los responsables del museo que lo han cedido al no poder soportar el equívoco. Análoga, aunque con diferentes motivaciones, la historia del Francesco Righetti de Guercino, solamente el segundo en importancia, en el Museo Kimball de Forth Worth, después de I Bari de Caravaggio, y aún presente en tarjeta postal en el bookshop del museo. Como en el caso de Cleveland, también en este yo he traído una obra maestra desde América hasta Italia, favorecido por el capricho de un coleccionista muy rico, mister Edmund P. Pillsbury, que lo retiró del museo por un contencioso fiscal. En la subasta no lo entendieron, a pesar de la insolente sensualidad del rostro y de la originilísima naturaleza muerta de los libros en los estantes.
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Ningún misterio para el Aia contadina de Mastelletta, sino algo más modesto y tierno en la evocación de la realidad rural, respecto a la onírica que el pintor privilegia en sus pinturas más visionarias y embrujadas. Nunca Mastelletta ha mostrado tanta sencillez y nostalgia. Insólitos también los dos Pietro Damini: la Visitazione y la Fuga in Egitto, nacidos en pareja, de inspiración neocinquecentesca, que confirman en el pintor una ligazón irrenunciable y una imprescindible continuidad con los maestros amados, insuperados e insuperables: Savoldo, Lorenzo Lotto, Veronés. En el riguroso planteamiento de la composición, que denuncia su época, con tímido
espíritu barroco, solamente los dos rollizos y desubicados angelitos, jocosos entre tantos personajes serios. Al fondo lejano domina una roca torreada de antigua evocación belliniana. Original es también la procedencia de la devota Sacra Famiglia con Sant’Anna de Orsola Maddalena Caccia, una precoz pintora intemporal, que yo vi en las luminosas estancias del castillo de Dogliani, al lado de las Fumatrici d’oppio [Fumadoras de opio], obra de arte de Gaetano Previati, propiedad del gran editor (comunista e intransigente) Giulio Einaudi, más libertino en la vida que en las empresas editoriales, y tanto más en el rapsódico coleccionismo. En todo caso, su gusto en recuperar una de nuestras raras pintoras del Seicento ha anticipado la sensibilidad de los titulares del Castillo de Miradolo que, por primera vez el año pasado, han dedicado una exposición monográfica a la artista piamontesa. Siguiendo con las secciones de la exposición, por razones evidentes, son rarísimas las dos tablas con San Antonio de Padua y San Luis de Tolosa de Antonio y Bartolomeo Vivarini. Desaparecidas del políptico de 1451 para la iglesia de San Francisco en Padua, dispersas en el siglo XIX de la iglesia a la colección de los Este en el Castillo del Catajo hasta el de Konopište en Bohemia, y ahora divididas entre mi casa, Viena y Praga, que las ha querido exponer al lado de las suyas, según la reconstrucción de Federico Zeri, en la Národní Gallery. No menos preciosa, como una pared del Palacio de Schifanoia en Ferrara, la íntegra y rara tabla de Antonio Cicognara, datada en 1490. El pintor cremonés, ebrio de Cosmè Tura, hace los colores sólidos como piedras duras en los ropajes de las santas, como estatuas inmóviles al mediodía. Lo que aparece en Ferrara nunca es de este mundo. Sino que está en un continuo más allá. Metafísica. Difícil no complacerse de haber encontrado, casi por desafío, una de las solitarias figuras de santos en elegantes hornacinas, con taraceas de mármol serpentino, probablemente para la decoración de un mueble, de Paolo Veronés, con la bella pincelada fluida e impresionista que los caracteriza en la década cenital de 1560-1570. Una pequeña joya es también la displicente virgencilla con un caprichoso niño en colores brillantes y esmaltados del Cavalier d’Arpino. Ciertamente excepcional, en la sensual prepotencia atlética del cuerpo desnudo, la Maddalena del Morazzone, en un desierto inhóspito, circundada y asistida por ángeles maliciosos e impertinentes que se le cuelan por todas partes y le impiden la meditación sobre la calavera como memento mori. El verdadero título podría ser: La Magdalena distraída por los ángeles. Igualmente sorprendente es el cuadro de altar de Piero Paolini, que localicé en Inglaterra, pero procedente, en su evocación a la pintura veneciana en alternativa al realismo caravaggesco, de la capilla del palazzo Mazzarosa en Lucca donde se conserva, en el altar mayor, una modesta copia. A nosotros ha llegado, por caminos misteriosos, el original, suntuosamente moderno y también evocador de lo antiguo: inolvidable el niño caprichoso y melenudo. El Seicentotoscano, muy representado en la colección, tiene un documento singular: la huidiza Allegoria de Simone Pignoni, una imagen femenina de pintura licorosa y de sensualidad ardiente, como raramente se encuentra en los florentinos. otra pintura sorprendente es la luminosa escenografía del Sacrificio della figlia di Jefte, de Giovanni Antonio Fumiani, aparecido como anónimo y peleado en una subasta italiana contra un astuto marchante veneciano y el célebre editor Franco Maria Ricci. Cómplices los teléfonos y la distancia, lo adquirí en la sala, sucio, replegado, irreconocible. La luminosidad retorna por primera vez, después de las grandes composiciones basadas en Paolo Veronés, abriendo el camino a Gian Battista Tiépolo. También para esto es importante Fumiani; muchos motivos suyos presentes en este cuadro se vuelven a encontrar en los grandes lienzos paduanos. Fumiani reabre un camino interrumpido, con gran determinación y conciencia teatral. Lo comprenderá a principios del Settecento el sofisticado coleccionista luqués Stefano Conti que, con otros importantes maestros, querrá esta pintura de Fumiani para su valiosa colección. También en este caso la fortuna favoreció mi búsqueda. Y la rara pintura encontró una nueva casa. Y un nuevo amigo. Caza mayor fue, desde principios de 1984, el hallazgo del gran lienzo con la Sibilla del pintor ferrarés Carlo Bononi. Cuando la vemos en su postura encogida con la mirada profunda y melancólica y los asistentes «chiquillos» que le rondan alrededor con las lastras dispuestas para la escritura de nuevas profecías, me causó mucha impresión. Presidía, con sus proporciones, el estudio de un culto y elegante marchante veneciano que hoy es, como fue en vida, una leyenda: Ettore Viancini. ojo seguro, gusto infalible, capacidad de orientación ante el cuadro y las fuentes, profundamente melancólico pero con una sonrisa irónica e invariable, Ettore era una continua sorpresa por la sed de búsqueda y los continuos avistamientos en viajes y en el estudio. Se podía pasar a verlo cada día, estando seguro de encontrar cosas nuevas, y raras y valiosas, siempre de buen gusto. Siempre al precio justo, por lo que he visto y estudiado. Pero aquel día yo ya había entrado en la nueva fase de la posesión, no de la investigación o del aviso para coleccionistas exigentes y sofisticados. Aquella Sibilla estaba allí para mí, venía de mi casa, de Ferrara, y me interrogaba para ser interrogada. Había empezado desde hacía un tiempo una intensa colaboración con el editor Franco Maria Ricci para su revista FMR y por tanto podía contar con una asignación mensual más generosa que la acre de funcionario de Bellas Artes. Pero aquel día no tenía dinero, y el
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que necesitaba ciertamente lo había gastado. Hice así, en perfecta mala fe, un cheque al descubierto por la cifra que pedía y como un niño goloso cargué la codiciada Sibilla sobre el techo del automóvil para llevarla a casa, donde desde hace casi treinta años preside la pared corta de la galería. Anduve profundizando, más allá de Viancini, en la historia de la pintura y llegué a determinar que procedía del oratorio ferrarés de la Scala. De ella habla Brisighella recordándola con admiración como: «prodigioso parto» sobre una Natività del mismo Bononi y al lado de otras telas de artistas emilianos entre ellos Ludovico Carracci, ciertamente el maestro más afín a Bononi por visión y abstracción. Recuerdo, en aquella avanzada mañana de sol en Venecia, la emoción del encuentro con la Sibilla. Un coleccionista sabe la historia de cada pintura que ha adquirido. Algunas son más intensas y memorables, y establecen con las obras una relación casi afectiva, más que con otras, por la sorpresa de un encuentro inesperado o de deseos más cumplidamente satisfechos. Así sucede también que autores especialmente amados aparezcan con más frecuencia en tu camino, por un parentesco, por una afinidad. Encontré también el Bononi supremo, Giacobbe riceve la veste insanguinata di Giuseppe [Jacob recibe la ropa ensangrentada de José]. El más bello de todos. Nacido para estar al lado de la Sibilla, no pude comprarlo. Pero la partida con el artista no se ha cerrado. A Ciudad de México llega también el vertiginoso, erótico, San Gerolamo penitente de Pietro Faccini. Artista muy precoz, muerto muy joven con tan solo 27 años, con un estilo entre Parmigianino y Annibale Carracci. Fue una adquisición fácil, afortunada, inevitable. Peligrosa, implacable en cambio fue la búsqueda de Tarquinio e Lucrezia de Matteo Ponzone. obra perdida en una subasta en Londres cuando apareció bajo el nombre de Sigismondo Coccapani, y luego vuelta a llevar a una subasta en Holanda, milagrosamente restaurada, pero todavía bajo nombre falso. Pintor sensualísimo que, al final, en pleno Seicento, como observa Boschini, tiñó los pinceles en los colores de Tiziano. Se la ve bien, aquí, en sus colores vivos como lacas y en sus admirables perlas. Virtuoso no superficial, con él la pintura veneciana se evapora en pura esencia. Todavía Tiziano en pleno siglo XVII está presente en la obra, en sus escasas expresiones como pintor que conozcamos, de Agostino Sant’Agostino cuya etapa lombarda muestra inteligencia con respecto a los vénetos más devotos de Tiziano como son Padovanino y Pietro Liberi. Con este gusto y esta sensibilidad se manifiesta en el raro y sugerente Polifemo che scaglia un macigno contro Aci, datado en 1669, testimonio de una impresionante resistencia. Superadas también cronológicamente las últimas barreras de la pintura veneciana, nos vienen al encuentro tres artistas intérpretes de la nueva pintura de la realidad, después del manierismo y que se miden con el tema del desnudo erótico femenino. También estas adquisiciones tienen una historia, pero es más fuerte su naturaleza de arquetipos respecto a diversas propuesta del cuerpo: la de Artemisia Gentileschi con la Cleopatra engordada, desmañada y turbada en los sentidos y en la desesperación. Caravaggio no lo habría hecho mejor. Y continúa Jenni Saville. Cagnacci, (en su alegoría de la vida humana) se abandona a los perfumes de la carne, siente su morbidez que excita el placer de los sentidos. Mi Cagnacci tuvo una aventura muy curiosa. Aunque firmado y considerado una de sus obras fundamentales, fue excluido de la primera exposición dedicada al pintor en Rímini, por un exceso de celo de los comisarios con respecto a Federico Zeri, mi enemigo declarado y patrón de la muestra. Se expuso solo, como un héroe felliniano, y con todos los honores, en una sala del Grand Hotel de Rímini, recabando más éxito y celebración que todas las demás obras expuestas en la sede oficial. Fue seguido, buscado, cortejado en la insólita y muy pertinente sede como un monarca derrocado pero desconocido, bajo la denominación gloriosa: «El Cagnacci exiliado». Por otra parte —sic transit gloria mundi— la imagen representada es una hiperbólica Vanitas con todos los atributos posibles: el humo de las velas en contraluz al fondo, la clepsidra de la mano izquierda, la calavera enfrentada al bello rostro de la mujer y posada sobre las flores deshojadas, contrapuestas a las que están juntas entre los dedos de la mujer alusivamente exhibidos en una mímica sexual.La alegoría no estaría completa sin la serpiente, el ouruboros, en la cabeza. Cagnacci, con gran naturalidad conjuga la sensualidad de los cuerpos con simbologías alegóricas insistentes y complicadas, bien alejadas de la naturaleza de Caravaggio y la naturalidad de Guido Reni. De las perversiones de Morazzone, de su Maddalena, ya hemos hablado. Y ahora podemos añadir que, acompañada por los disolutos angelitos, es mimada hermana de la Sibilla del Bononi con sus laboriosos «chiquillos». La etapa barroca está presente en la colección con numerosas obras de artistas que hacen coro, de algún modo, a Bononi y a Cagnacci: Pietro Ricchi con la Regina Tomiri con la testa di Re Ciro, Giuseppe Caletti con Giaele e Sisara, Alessandro Rosi con Rebecca al Pozzo, Johann Carl Loth con Il Giudizio di Paride, cuadros solemnes, teatrales, noblemente retóricos, composiciones más elaboradas. Del Loth siempre me atrajo la manzana, de ejecución casi cezaniana. Destaca, entre estas obras, la Allegoria della pittura de Simone Cantarini procedente de la colección Ercolani de Bolonia. Pocas pinturas tienen tanta compostura y una ejecución tan mórbida y aterciopelada (obsérvese la cinta azul entre los cabellos de la pintura o el curioso angelito que observa el dibujo sobre la tela).
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Cantarini es el pintor de la elegancia y de la armonía. Es muy fuerte la evidencia de este status, si lo medimos al lado de la humanidad primaria, directa, incluso brutal de los ascéticos filósofos y santos de José Ribera, el Platone y el San Girolamo, que se exhibe ante nosotros mirándose hacia dentro, puro pensamiento de la carne degradada. Nadie ha pintado la vejez de manera tan despiadada y meticulosa. También estas pinturas tienen historias curiosas y también alternan vicisitudes críticas que la evidencia de la pintura trastoca. De la primera, Platone, hay que recordar el trágico destino coherente con la inspiración del pintor: se trata de una obra llevada a subasta tras cincuenta años de esperar que reivindicase la propiedad algún superviviente de la familia hebrea a la que los nazis se la habían confiscado. Un silencio de muerte, por tanto, envuelve a este Platone. Nada más alejado de esta pintura dramática, de existencia, de sentidos mortificados, que la Vergine che prega, con los ojos elevados al cielo, de Sassoferrato. Los ropajes centelleantes, eléctricos, son la mejor calidad de sastrería que un pintor se haya concedido. En contraste, el humanísimo y tiernísimo, nada frío abrazo de la Madonna e il Bambino de Francesco Cairo: un cuadrito precioso porque está documentado entre los supervivientes de la notable colección personal del pintor. Tampoco aquí puede faltar el intenso y romántico San Rocco con l’Angelo, correctamente atribuido a Matteo Loves después de haber sido considerado obra del rústico y humoroso Benedetto Zalone. Se trata de uno de los discípulos fieles de Guercino que cultivan su enseñanza quedándose en la provincia, con emoción y pudor, a veces desconocidos por el propio maestro que habría envidiado a Loves su expresivo ángel de alas emplumadas. En la estela de Cantarini, como es sabido, se sitúa Flaminio Torri, sofisticado colorista, con una insinuante Santa Caterina. Da una cierta satisfacción el hallazgo de la tela de Nicola Malinconico con el Banchetto di Baldassarre, boceto acabado y de pintura brillante (ciertamente apreciada) para la gran tela de Santa Maria Maggiore en Bérgamo. La muestra continúa con un formidable redoble, de Giovan Battista Piazzetta, a partir de la sabrosa versión sobre tabla del San Giuseppe con il bambino, bellísimo y enojado, con los ojos brillantes tras un antifaz de sombra. También esta pintura tiene una historia curiosa. Lo vi, hace veinte años, en una casa encantadora, y como olvidada, en el rincón de la plaza ducal de Guastalla, donde la pintura había estado durante más de 250 años. Por vicisitudes familiares los propietarios decidieron enajenarlo y me pidieron una consulta, un peritaje, un consejo. Embarazoso cuando entendí que su intención era vendérmelo a mí como por una transición menos traumática. Así fue, y yo, sin que nunca nadie lo hubiera visto en Guastalla, lo tuve expuesto durante tres meses en la sala del Museo Cívico, con el valioso añadido de un maravilloso dibujo del artista y del mismo tema en un folio imperial, procedente de la colección Alverà de Venecia.
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Diferente el diálogo entre San Giuseppe e il bambino, despierto en la tabla y durmiente en el dibujo. Al lado de los dos originales de Piazzetta quise una virtuosista y vibrante réplica del joven pintor de Montecchio Emilia, poco distante de Guastalla: Lino Frongia. Después de estas cimas expresivas de pintura y humanidad, la muestra de Ciudad de México se cierra con algunos ejemplos de pintura clásica y compuesta coherente con la idea de la belleza ideal indicada por el impecable teórico Giampietro Bellori: se trata de las bellas mitologías de Ignazio Stern, Minerva e le Muse e Il riposo di Diana. Alegorías de pintura esmaltada, de un pintor que se había formado en la Bolonia de finales del Seicento, al lado de Carlo Cignani, atraído por la sensualidad de Correggio y por el rigor de Marcantonio Franceschini, con un gusto íntimamente clasicista. Stern merecerá un tratamiento más amplio, también por la singular circunstancia de que me ha acompañado más que ningún otro artista, al haberlo encontrado y adquirido por lo menos en quince ocasiones. A su muerte, en 1748, por su vía se encamina el refinadísimo Antonio Cavallucci, que expresa una cumplida sensibilidad neoclásica en paralelo a Pompeo Batoni, y aquí bien documentada por la Maddalena penitente, teatralmente planteada y expresiva, como la intérprete de un melodrama de Gluck (1787, año de la muerte del compositor, es el mismo de la ejecución de la Maddalena) y que está pintada con una elaboración uniforme, casi de porcelana. El remate, de Rafael a Canova, de todas las aspiraciones a la perfección clásica. Con estos resultados, hacia finales del settecento, la pintura alegórica italiana parece llegar a su última etapa, y de ello dará prueba aún justamente un ilustre ceramista y pintor de mitos como Filippo Comerio en las dos Allegorie dell’acqua e del fuoco que, no sin predestinación, fueron antes que mías de la colección del refinadísimo pintor neo-neoclásico a la vez que surrealista, Fabrizio Clerici. Con Cavallucci y con Comerio termina la historia, que con Clerici vuelve a comenzar. El arte sigue viviendo en la búsqueda apasionada de los coleccionistas, que no quieren que el pasado se termine. VITTORIO SGARBI (Ferrara, 1952) Historiador del arte y crítico de fama internacional, político, presentador de televisión, personaje público, varias veces miembro del Parlamento italiano y de diferentes administraciones municipales. Es autor de numerosos ensayos, artículos, libros y monografías (Carpaccio, 1979; Gnoli, 1983; Antonio da Crevalcore e la pittura ferrarese del Quattrocento a Bologna, 1985; Francesco del Cossa, 2003; Parmigianino, 2003; Gaspare Landi, 2004; Caravaggio, 2005; Domenico di Paris e la scultura a Ferrara nel Quattrocento, 2006; Mattia Preti, 2013). Ha comisariado importantes exposiciones en Italia y fuera de Italia (Palladio e la maniera, 1980; Giotto e il suo tempo, 2000; Guercino. Poesia e sentimento nella pittura del Seicento, 2004; Caravaggio e l’Europa, 2005; La scultura al tempo di Andrea Mantegna, 2007; Tintoretto, 2012; Tiziano. I volti e l’anima, 2013; Da Rubens a Maratta, 2013; Lotto. I volti e l’anima, 2013). Es presidente de las comisiones nacionales que conmemoran a Mattia Preti; al Parmigianino en el V centenario de su nacimiento y a Andrea Mantegna en el V centenario de su muerte. Ha sido Presidente del Comité Nacional para las Celebraciones de Mattia Preti, del Parmigianino y de Andrea Mantegna. En 1992 fue elegido diputado del Parlamento italiano. Desde 1994 a 1996 fue presidente de la VII Comisión de Cultura, Ciencia e Instrucción de la cámara. En 1999 fue elegido diputado en el Parlamento Europeo. El 31 de mayo de 2001 resultó electo nuevamente en el Parlamento italiano y fue nombrado subsecretario del Ministero dei Beni Culturali. Desde 2005 es Alto Comisario para la puesta en valor de la Villa Romana del Casale di Piazza Armerina (Enna). Desde 2006 a 2008 ha sido asesor cultural del ayuntamiento de Milán. En 2010 fue nombrado superintendente del Polo Museale de Venecia. En 2011 comisarió el Pabellón Italia y los pabellones regionales en la 54º Bienale d’Arte de Venecia. Fue Presidente de la Academia de Bellas Artes de Urbino, ciudad en la que actualmente ha sido nombrado consejero de cultura.
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MADAMINA, IL CATALOGO È QUESTO... Vittorio Sgarbi
La storia di una collezione è storia di occasioni, d’incontri, di scoperte; s’incrocia con curiosità, ricerche, studi. Si manifesta come un’avventura, una battuta di caccia, una forma di gioco, anche d’azzardo. E poi una sfida, un corteggiamento, una conquista. Non era nella mia indole, se non nella fattispecie più corrispondente ai mezzi e alle esigenze di uno studioso, come collezionista, o meglio, come raccoglitore di libri. La passione la ereditai da mio padre che aveva iniziato da professionista borghese negli anni ’50, con la modesta ma grandiosa raccolta dei classici della Biblioteca Universale Rizzoli. Ricordo quei piccoli libri color panna crescere negli scaffali di mese in mese, verso i grandi numeri (più di 1500 titoli). E poi, di anno in anno, altri libri di scrittori contemporanei, in coincidenza con i premi letterari. Tra i primi «Il figlio del farmacista» (per facile identificazione), di Mario Tobino. Eravamo nel 1961. Poi il «Male oscuro» di Giuseppe Berto (1963). E poi nella prigione del collegio, i poeti: Baudelaire, Apollinaire, Jimenez, Lorca, Cardarelli, Ungaretti, Machado, Montale, Saba, Cendrars, Whitman, Mallarmé, Rimbaud, Verlaine, Borges, Bergamin. Letteratura, educazione sentimentale, modelli di vita. E poi filosofi, Croce, Gramsci, Sartre, Camus. E grandi romanzi: «La Certosa di Parma», «Moll flanders», «Il giovane Holden», «I Malavoglia», «Il Gattopardo». Il desiderio di leggere tutto, la letteratura come vita, la beat generation, Kenneth Patchen, Jack Kerouac, ma anche Céline, Henry Miller, Malaparte. E ancora Emily Dickinson, Leopardi, D’Annunzio. Soltanto agli inizi degli anni ‘70, incontrando all’Università Francesco Arcangeli, il più antico allievo di Roberto Longhi, i miei interessi prevalenti volgono dalla letteratura all’arte, con conseguente nuovo orientamento della biblioteca, quando ancora era possibile dominare il mondo dell’editoria, essendo aggiornati su tutte le nuove uscite, saggi e cataloghi di mostre, degli editori di settore. Il desiderio di possedere tutto in un genere limitato. Mi sembrò allora possibile. E alcune importanti aste, nella seconda metà degli anni ’70 (in particolare l’asta dell’antiquario Ucci Ferruzzi a Venezia) mi consentirono di colmare molte lacune di reference books pubblicati nella prima metà del secolo, come la grande monografia del Kristeller sul Mantegna o l’«Andrea Riccio» del Planiscig. Testi fondamentali, libri mitici, rari e di difficile reperimento, la cui ricerca determinò aste specialistiche o vendite su catalogo. Di lì, e dalla frequentazione di librerie antiquarie, iniziò la mia passione più fondatamente collezionistica per la rarità di fonti dell’arte e storie locali, a partire dal ‘500. Dal rarissimo «De sculptura» di Pomponio Gaurico, del 1503, al ponderoso, con atlante (cioè illustrazioni), «L’arte a Città di Castello» di Giovanni Magherini Graziani, del 1898. Libri rari e preziosi, con legature più o meno originali, barbe e pagine rifilate, in un delirio collezionistico e un desiderio di completezza, insieme alle numerose pubblicazioni molto illustrate di un fervido presente, registrati puntigliosamente da Julius von Schlosser, nella sua «La letteratura artistica». Sono arrivato, in meravigliose cacce, con soddisfazioni immense, a raccogliere 2800 titoli dei 3500 indicati dallo Schlosser. Circa otto anni di ricerca, con soddisfazioni e sorprese, tra il 1976 e il 1983. Più compiaciuto che euforico, ma sempre razionale, anche nell’aspirazione alla completezza in ragione della rarità, più che della unicità, dei libri cercati. Poi, esattamente trent’anni fa, l’illuminazione e la decisione, dopo avere studiato la psicologia di un collezionista-maestro perfetto, diviso tra libri, sculture e quadri: Mario Lanfranchi. Il primo dei tanti, grandi e piccoli, collezionisti incontrati una volta uscito dal dogma universitario che mi faceva guardare le opere d’arte come beni spiritualmente universali ma materialmente indisponibili. Riflesso di una visione idealistica. Fino a quell’incontro le opere d’arte mi erano sembrate idea, pensieri, non cose. La stessa cultura artistica di quegli anni tendeva a mitizzare, come mecenati e compagni di strada, i collezionisti di arte contemporanea, spesso associati con le opere e considerati complici ideali e intellettuali degli artisti, sul modello della irraggiungibile Peggy Guggheneim. Ma più tardi sarebbe stato così anche per le collezioni Jesi e Jucker a Milano, o Panza di Biumo, o Gori a Celle di Prato o Berlingeri a San Basilio. In quella concezione, ispirata e sostenuta da Giulio Carlo Argan, e da altri critici militanti, al contrario del collezionista di arte contemporanea, quello di arte antica era poco meno che un ricettatore, un egoista che tratteneva presso di sé beni di tutti. In quegli anni, con casa e collezione poco lontane da quelle di Lanfranchi a Santa Maria del Piano, l’unico collezionista ammirato e rispettato di arte antica, ma anche di arte contemporanea, in una perfetta complementarietà, fu Luigi Magnani, di cui nessuno avrebbe potuto mettere in discussione la finale destinazione pubblica delle opere raccolte, come ora le vediamo nella Fondazione Magnani Rocca a Mamiano di Traversetolo, a Parma, dominata dalla notturna Famiglia di Don Luis di Borbone di Goya. Magnani poteva possedere, con pari legittimazione, Carpaccio e Morandi, Filippo Lippi e Manzù, Mazzolino e de Pisis. Impunito. Al punto di risultare il solo collezionista cui, concordi la chiesa e lo Stato, fu consentito d’acquistare un capolavoro di Albrecht Dürer, la Madonna con il Bambino, proveniente da un convento di monache di clausura a Bagnacavallo. Temporaneamente difficile da vedere anche presso Magnani, che ne era gelosissimo, sarebbe stato comunque impossibile vederlo dalle suore. Anche il meticoloso e ambizioso
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Magnani, meno curioso di opere rare di artisti cosiddetti minori, e rassicurato dai nomi da artisti come Filippo Lippi, Tiziano, Tiepolo, Goya, Cezanne, fu una conoscenza importante per farmi rientrare con naturalezza nella tipologia del collezionista, come più tardi il meraviglioso e inesauribile Amedeo Lia. Grandi personaggi perduti. Ma davanti a me, con la sensazione nuova un brivido di onnipotenza che era possibile possedere opere d’arte antica, non c’erano collezionisti rigorosi e metodici, e programmati per un destino di gloria che legava il loro a nome a quelle opere, come Magnani e Lia; ma personalità corsare, eccentriche e curiose, al limite del dandismo o del puro divertimento, come Mario Lanfranchi, Luciano Maranzi, o letterati edonisti, ma intellettualmente sofisticatissimi, come Piero Bigongiari e Giovanni Testori e ancora, tra critica e letteratura, Luigi Baldacci e Alessandro Marabottini. Da questi modelli, da questa dimensione del possibile, da questo divertimento della ricerca e della scoperta, deriva il mio collezionismo, confortato dalla ricerca inesauribile di antiquari originali e colti come Ettore Viancini, Fabrizio Apolloni, Mario Bigetti, Pietro Scarpa, Gilberto Algranti, Leo Poletti, Adriano Cera, Nando Peretti, Bruno Scardeoni, Paolo Ponti, Agostino Vallorani, Pierfrancesco Savelli, Giovanni Pratesi, Maurizio Balena, Romolo Eusebi, Marco Voena, Andrea Daninos, Diego Gomiero e, più tardi, Tiziana Sassoli e Fabrizio Moretti, tappe necessarie di un viaggio nell’ignoto. Perché, da quel 1983, io ho capito che quadri e sculture potevano essere più convenienti e divertenti del libro più raro, incrociando, in modo del tutto inaspettato, un capolavoro assoluto come il San Domenico di Niccolò dell’Arca, artista di leggendaria unicità, e arrivando alla conclusione che non avrei più acquistato ciò che era possibile trovare, di cui si poteva presumere l’esistenza, ma soltanto ciò di cui non si conosceva l’esistenza, per sua natura introvabile, anzi incercabile. La caccia ai quadri non ha regole, non ha obiettivi, non ha approdi, è imprevedibile. Non si trova quello che si cerca, si cerca quello che si trova. Talvolta molto oltre il desiderio e le aspettative. Da quel momento avrei cercato e voluto soltanto ciò che non c’era. Questo è il divertimento ed è il mistero del collezionismo: l’interesse per ciò che non c’è. Una storia iniziata trent’anni fa: così sarei entrato in un mare grande, in una storia di continui incontri, infinite eccitazioni, seguendo l’impulso di un dongiovannismo collezionistico, di cui è diventato il Leporello, compilando il catalogo, Pietro Di Natale. Nel percorso avrei incrociato nuovi cavalieri, desiderosi di affollare le loro stanze di anime armate, tra horror vacui e cupio dissolvi: Gimmo Etro e Luigi Koelliker, con più frenesia di altri. Non per caso, ma per un’altra coincidenza imprevedibile, prima di Città del Messico ci siamo esibiti a Burgos, città dove Don Giovanni abbandona Elvira per una serie di scorribande amorose, ognuna delle quali, con una donna nuova, è come l’incontro con un quadro o una scultura sconosciuti. E qui potrebbe cominciare il racconto, che un giorno andrà fatto, di ogni scoperta, di ogni ritrovamento, di ogni svelamento, spesso con emozione e incredulità, mascherate di freddezza e indifferenza, nel rapporto con un mercante o un venditore ignaro per non fargli capire davanti a che opera o autori rari eravamo in presenza. Così fu con Niccolò dell’Arca e, non molto tempo dopo, con un altro artista che sembra annunciare questa nuova esposizione: Johannes Hispanus, un misterioso spagnolo che arrivò in Italia come nel paese delle meraviglie, agli inizi del Cinquecento, vedendo ovunque miracoli, a Venezia, a Ferrara, a Mantova, a Cremona, nelle Marche, in Umbria, stordito da Giovanni Bellini, Mantegna, Dosso Dossi, Giorgione, Perugino, Ortolano, Raffaello, Nicolò Pisano, Lorenzo Lotto. Tutti incrociati tra 1505 e 1520. Osservando questi artisti, lui spagnolo, come uno di loro, un giovane artista italiano, in equilibrio tra scuola veneziana e scuola umbra. Per me un altro miracolo. Nelle stesse rarissime proporzioni di Niccolò, con il quale l’Hispanus condivide lo smilzo catalogo di pochi numeri, e uno scambio di territori, non potendosi dimenticare che dell’irrangiungibile Niccolò dell’Arca un meraviglioso San Giovanni Battista è conservato all’Escorial. Che dire ancora di questi incontri non propiziati da mercanti, spesso inconsapevoli, ma così sottilmente intellettuali? La parte, piuttosto limitata, della collezione qui esposta è veramente, per molti versi, un giardino segreto, che segnala intese spirituali e apparizioni di opere sconosciute di artisti desiderati e vagheggiati. Soltanto un miracolo poteva farmi incontrare, dopo averlo visto per la prima volta forse dieci anni prima, nel «Compianto» di Santa Maria della Vita a Bologna, Niccolò dell’Arca, nella potentissima immagine del San Domenico, con il libro rosso chiuso e il giglio bianco impugnato come un’arma, nella concentrazione di un pensiero forte e incoercibile. Umano, troppo umano. Non potevo non partire di qui (nonostante che l’opera, così emblematica, originale e originaria, iniziale e iniziatica, non sia arrivata a Città del Messico) perché da quella scultura tutto inizia, e anche il tipo del mio collezionismo, rapsodico, originale, che ambisce a rapporti esclusivi con le opere come persone viventi, pur
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non nascondendomi che anche per altri, non sempre infallibili collezionisti, il rapporto è lo stesso. Ma io non posso non pensarlo di me e di alcune, obiettivamente, eccezionali, conquiste. Proviamo a guardare quelle che oggi si affacciano al Museo Nazionale di San Carlos di Città del Messico. Insolite sono le provenienze di alcuni dei dipinti suggestivi, arrivati a me in questi trent’anni. Il Ritratto di Ludovico Grazioli, di Lorenzo Lotto, riconosciuto per primo da Bernard Berenson, nella sua nevrosi, nella sua malinconia mortale, dalle Marche, da dov’era partito, si era fatto ritrovare a Westport in Irlanda, nella mitica raccolta del marchese di Sligo, e poi ad Amsterdam, Puerto Rico, e infine a Bahia in Brasile, presso il senatore E. C. Loeff (nella casa del quale lo vide Berenson) di avventuriero in avventuriero, fino a essere avvistato, ancora in America, a New York, da me e da Gilberto Algranti che decidemmo di riportarlo in Italia. Ora lo si rivede rinfrescato, dopo tanti viaggi, a documentare, come un’autobiografia, gli anni estremi e disperati del grande pittore. Non diversamente il Ritratto di uomo, da identificare probabilmente con Ippolito de’ Medici, di Tiziano, ceduto dal Museo di Cleveland, dopo una gloriosa militanza, perché considerato, non certo per diminuirlo, ancora dal Berenson, di Lorenzo Lotto, con cervellotiche letture della firma, da lui interpretata come una alterazione di L. Lotus in Titianus. Contento lui, scontenti i responsabili del museo che lo hanno ceduto non sopportando l’equivoco. Analoga, anche se con diverse motivazioni, la storia del Francesco Righetti di Guercino, secondo soltanto, nel Museo Kimball di Forth Worth, a I Bari del Caravaggio, e ancora presente in cartolina nel bookshop del museo. Come nel caso di Cleveland, anche in questo, io ho riportato un capolavoro dall’America all’Italia, favorito dal capriccio di un collezionista, ricchissimo, Mr. Edmund P. Pillsbury, che lo ritirò dal museo per un contenzioso fiscale. All’asta non fu capito fino in fondo, nonostante l’insolente sensualità del volto e l’originalissima natura morta di libri negli scaffali. Nessun mistero per l’Aia contadina del Mastelletta, ma qualcosa di domestico e tenero nella evocazione della realtà rurale, rispetto alla dimensione onirica privilegiata dal pittore nei suoi dipinti più visionari e stregati. Mai Mastelletta ha mostrato tanta semplicità e rimpianto. Insoliti anche i due Pietro Damini: la Visitazione e la Fuga in Egitto, nati in coppia, di ispirazione neo cinquecentesca, a confermare, nel pittore, un legame irrinunciabile e una imprescindibile continuità con i maestri amati, insuperati e insuperabili: Savoldo, Lorenzo Lotto, Veronese. Nel rigoroso impianto della composizione, denunciano il loro tempo, con timido spirito barocco, soltanto i due paffuti e spaesati angioletti, giocosi tra tanti seri personaggi. Sul fondo lontano domina una rocca turrita di antico richiamo belliniano. Originale è anche la provenienza della devota Sacra Famiglia con Sant’Anna di Orsola Maddalena Caccia, una precoce pittura senza tempo, che io vidi nelle luminose stanze del castello di Dogliani, a fianco delle Fumatrici d’oppio, capolavoro di Gaetano Previati, di proprietà del grande editore (comunista e intransigente) Giulio Einaudi, più libertino nella vita che nelle imprese editoriali, e tanto più nel rapsodico collezionismo. In ogni caso, il suo gusto nel recuperare una delle nostre rare pittrici del Seicento ha anticipato la sensibilità delle titolari del Castello di Miradolo che, per la prima volta, l’anno scorso, hanno dedicato una monografica all’artista piemontese. Procedendo nelle sezioni della mostra, per evidente ragioni, rarissime le due tavole con Sant’Antonio da Padova e San Ludovico da Tolosa di Antonio e Bartolomeo Vivarini. Scomparti del polittico del 1451 per la chiesa di San Francesco a Padova, dispersi nell’Ottocento dalla chiesa alla collezione degli Este nel Castello del Catajo fino a quello di Konopište in Boemia, e ora divisi fra casa mia, Vienna e Praga, che li ha voluti esporre a fianco dei suoi, secondo la ricostruzione di Federico Zeri, nella Národní Gallery. Non meno preziosa, come una parete del Palazzo di Schifanoia a Ferrara, la integra e rara tavola di Antonio Cicognara, datata 1490. Il pittore cremonese, ebbro di Cosmè Tura, rende i colori consistenti come pietre dure nelle vesti delle sante come statue immote nel meriggio. Ciò che appare a Ferrara non è mai di questo mondo. Ma è in un continuo altrove. Metafisica. Difficile non compiacersi, poi, di aver trovato, quasi per sfida, una delle solitarie figure di santi in eleganti nicchie, con intarsi di marmo serpentino, probabilmente per la decorazione di un mobile, di Paolo Veronese, con la bella pennellata fluida e impressionistica che lo caratterizza nel decennio zenitale 1560-1570. Un piccolo gioiello è anche la sprezzante Madonnina con un capriccioso bambino, in colori splendenti e smaltati, del Cavalier d’Arpino. Certamente eccezionale, nella sensuale prepotenza atletica del corpo ignudo, la Maddalena del Morazzone, in un deserto inospitale, circondata e confortata da angeli maliziosi e impertinenti che le si infilano dappertutto, impedendole la meditazione sul teschio come memento mori. Il titolo vero potrebbe essere: la Maddalena distratta dagli angeli. Altrettanto sorprendente è la pala d’altare di Piero Paolini, da me reperita in Inghilterra, ma proveniente, nel suo richiamo alla pittura veneziana, in alternativa al realismo caravaggesco, dalla cappella del palazzo Mazzarosa a Lucca dove se ne conserva, sull’altare maggiore, una modesta copia. A noi, per misteriosi percorsi, l’originale, sontuosamente moderno e pure evocativo dell’antico: indimenticabile il bambino capriccioso e capellone.
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Il Seicento toscano, molto rappresentato nella collezione, ha un documento singolare: la sfuggente Allegoria di Simone Pignoni, un’immagine femminile dalla pittura liquorosa e dalla sensualità infuocata, come raramente è nei fiorentini. Un altro dipinto sorprendente è la luminosa scenografia del Sacrificio della figlia di Jefte, di Giovanni Antonio Fumiani, apparso anonimo e combattuto in un’asta italiana contro un astuto mercante veneziano e il celebre editore Franco Maria Ricci. Complici i telefoni e la distanza, lo acquistai in sala, sporco, ripiegato, non riconoscibile. La luminosità ritorna per la prima volta, dopo le grandi composizioni di Paolo Veronese, aprendo la strada a Giovan Battista Tiepolo. Anche per questo è importante il Fumiani, di cui molti motivi presenti in questo quadro si ritrovano nei grandi teleri padovani. Fumiani riapre una strada interrotta, con grande determinazione e consapevolezza teatrale. Lo comprenderà agli inizi del Settecento il sofisticato collezionista lucchese Stefano Conti che, con altri di importanti maestri, vorrà questo dipinto del Fumiani nella sua preziosa raccolta. Anche in questo caso la fortuna ha favorito la mia ricerca. E il raro dipinto ha trovato una nuova casa. E un nuovo amico. Caccia grossa fu, fin dagli inizi del 1984, il ritrovamento del grande telero con la Sibilla del pittore ferrarese Carlo Bononi. A vederla nella sua posizione accovacciata, con lo sguardo profondo e malinconico e gli assistenti «fanciullini» che le ronzano intorno con le lastre pronte per la scrittura di nuove profezie, mi fece molta impressione. Dominava, con le sue vaste proporzioni, l’ufficio - studiolo di un colto ed elegante mercante veneziano, che oggi è, come fu in vita, una leggenda: Ettore Viancini. Occhio sicuro, gusto infallibile, capacità di orientamento davanti al quadro e alle fonti, profondamente malinconico, ma con un sorriso ironico e invariabile, Ettore era una continua sorpresa per la sete di ricerca e i continui avvistamenti in viaggio e in studio. Si poteva passare da lui ogni giorno, certi di trovare cose nuove, e rare, e preziose, sempre di gusto, sempre al prezzo giusto. Tanto ho visto e studiato. Ma quel giorno ero già entrato nella fase nuova del possesso, non della ricerca o della segnalazione a collezionisti esigenti e sofisticati. Quella Sibilla era lì per me, veniva da casa mia, da Ferrara, e mi interrogava per essere interrogata. Avevo iniziato da qualche tempo un’intensiva collaborazione con l’Editore Franco Maria Ricci per la rivista FMR e quindi potevo finalmente contare su un appannaggio mensile più generoso di quello agro di funzionario di Belle Arti. Ma quel giorno i soldi non li avevo, e quelli che servivano certamente li avevo spesi. Feci così, in perfetta mala fede, un assegno scoperto per la cifra richiesta, e come un bambino goloso, caricai l’agognata Sibilla sul tetto dell’automobile per portarla a casa, dove da quasi trent’anni domina la parete corta della galleria. Andai oltre Viancini approfondendo la storia del dipinto, risalendone alla provenienza dall’oratorio ferrarese della Scala. Ne parla il Brisighella ricordandola con ammirazione come «prodigioso parto», sopra una Natività dello stesso Bononi e a fianco di altre tele di artisti emiliani, fra i quali Ludovico Carracci, certamente il maestro più affine, per visione e astrazione, al Bononi. Ricordo, in quella tarda mattinata di sole a Venezia, l’emozione dell’incontro con la Sibilla. Un collezionista sa la storia di ogni dipinto che ha acquistato. Alcune sono più intense e memorabili, stabilendosi con le opere un rapporto quasi affettivo, più che con altre, per la sorpresa di un incontro inatteso o di desideri più compiutamente soddisfatti. Così accade anche che autori particolarmente amati si mettano più volte sulla tua strada, per una parentela, per una affinità. Incontrai anche il Bononi supremo, Giacobbe riceve la veste insanguinata di Giuseppe. Il più bello di tutti. Nato per stare a fianco della Sibilla, non riuscii a comprarlo. Ma la partita con l’artista non è chiusa. A Città del Messico arriva anche il vertiginoso, erotico San Gerolamo penitente di Pietro Faccini. Artista precocissimo, morto a soli 27 anni, in equilibrio fra il Parmigianino e Annibale Carracci. Fu un acquisto facile, fortunato, inevitabile. Perigliosa, implacabile, invece, la ricerca del Tarquinio e Lucrezia di Matteo Ponzone. Perduto a un’asta a Londra quando apparve sotto le vesti di Sigismondo Coccapani, e poi riemerso in un’asta in Olanda, miracolosamente restaurato, ma ancora sotto falso nome. Pittore sensualissimo che, per ultimo, in pieno Seicento, come osserva il Boschini, intinse i pennelli nei colori di Tiziano. Lo si vede bene, qui, nei colori vividi come lacche e nelle mirabili perle. Virtuoso non di superficie, con lui la pittura veneziana evapora in pura essenza. Ancora a Tiziano guarda, nelle sue rare espressioni di pittore a noi note, in pieno Seicento, Agostino Santagostino di cui l’esperienza lombarda mostra intelligenza con i veneti più devoti a Tiziano come Padovanino e Pietro Liberi. Con questo gusto e con questa sensibilità si manifesta nel raro e suggestivo Polifemo che scaglia un macigno contro Aci, datato
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1669, testimonianza di una impressionante resistenza. Superate anche cronologicamente le ultime barriere della grande pittura veneziana, ci vengono incontro tre artisti interpreti della nuova pittura della realtà che, dopo il manierismo, si misurano con il tema del nudo erotico femminile. Anche questi acquisti hanno una storia, ma è più forte la loro natura di archetipi, rispetto a diverse interpretazioni del corpo: quella di Artemisia Gentileschi con la Cleopatra ingrossata, sgraziata e sconvolta nei sensi e nella disperazione. Caravaggio non avrebbe potuto far meglio. E Jenny Saville segue. Cagnacci, nella sua Allegoria della vita umana, si abbandona ai profumi della carne, ne sente la morbidezza che esalta il piacere dei sensi. Il mio Cagnacci ebbe una curiosissima avventura. Escluso, benché firmato e ritenuto una delle sue opere fondamentali, dalla prima mostra dedicata al pittore a Rimini, per un eccesso di zelo dei curatori nei confronti di Federico Zeri, mio nemico dichiarato e patrono della mostra, fu esposto da solo, come un eroe felliniano, e con tutti gli onori, in una sala del Grand Hotel di Rimini, riscuotendo successo e ossequio più di tutte le altre opere esposte nella sede ufficiale. Fu inseguito, ricercato, corteggiato, nell’insolita ma quanto mai pertinente collocazione come un monarca spodestato ma riconosciuto, sotto la denominazione gloriosa: «Il Cagnacci esiliato». D’altre parte sic transit gloria mundi l’immagine rappresentata è una iperbolica Vanitas con tutti i possibili attributi: il fumo delle candele in controluce, sul fondo, la clessidra nella mano sinistra, il teschio contrapposto al bel volto femminile e posato sopra i fiori appassiti in contrasto con quelli che la donna tiene fra le dita allusivamente esibite in una mimica sessuale. L’allegoria non sarebbe completa senza il serpente, l’ouroboros, sulla testa. Cagnacci, con grande naturalezza, coniuga la sensualità del corpo con simbologie allegoriche insistenti e macchinose, ben oltre la natura di Caravaggio e la naturalezza di Guido Reni. Delle perversioni del Morazzone, nella sua Maddalena, abbiamo già detto. E ora possiamo aggiungere che, accompagnata dagli incontinenti angioletti, è viziosa sorella della Sibilla del Bononi con i suoi laboriosi «fanciullini». La stagione barocca è testimoniata in collezione da numerosi capolavori di artisti che fanno, in qualche modo, coro al Bononi e al Cagnacci: Pietro Ricchi con la Regina Tomiri con la testa di Re Ciro, Giuseppe Caletti con Giaele e Sisara, Alessandro Rosi con Rebecca al Pozzo, Johann Carl Loth con Il Giudizio di Paride, quadri solenni, teatrali, nobilmente retorici, in composizioni più atteggiate. Nel Loth mi ha sempre attratto la mela di vibrante esecuzione quasi cezanniana. Spicca, tra queste opere, l’Allegoria della pittura di Simone Cantarini proveniente dalla Collezione Ercolani di Bologna. Pochi dipinti hanno tanta compostezza e un’esecuzione così morbida e vellutata (si osservi il nastro azzurro tra i Capelli della Pittura o il curioso puttino che osserva il disegno sulla tela). Cantarini è il pittore della eleganza e dell’armonia. E tanto più forte è l’evidenza di questo status, se misurata a fianco della umanità primaria, diretta, perfino brutale degli ascetici filosofi e santi di Jusepe de Ribera, il Platone e il San Girolamo, che si esibiscono davanti a noi guardandosi dentro, puro pensiero nella carne degradata. Nessuno ha osservato in modo così impietoso e meticoloso la vecchiaia. Questi dipinti hanno storie difficili e anche alterne vicende critiche che l’evidenza della pittura travolge. Del primo, il Platone, mette conto ricordare il tragico destino coerente con l’ispirazione del pittore: si tratta infatti di un’opera messa all’asta dopo cinquant’anni di vana attesa che ne rivendicasse le proprietà qualche sopravvissuto della famiglia ebrea cui i nazisti l’avevano confiscata. Un silenzio di morte, dunque, circonda questo Platone. Niente di più lontano da questa pittura drammatica, di esistenza, di sensi mortificati, della Vergine che prega, con gli occhi levati al cielo, del Sassoferrato. Le vesti scintillanti, elettriche sono la migliore qualità di tessuti da sartoria che un pittore si sia concesso. A contrasto, l’umanissimo e tenerissimo, non algido, abbraccio della Madonna e il Bambino di Francesco Cairo: un quadretto prezioso perchè è documentato tra quelli sopravvissuti della cospicua raccolta personale del pittore. Ancora qui, non può sfuggire l’intenso e romantico San Rocco con l’Angelo, correttamente riferito a Matteo Loves dopo essere stato indirizzato verso il rustico e umoroso Benedetto Zalone. Si tratta degli allievi fedeli del Guercino che ne coltivano la lezione restando in provincia, con emozioni e pudori, talvolta sconosciuti allo stesso Maestro che avrebbe invidiato al Loves l’espressivo angelo dalle ali piumate. Sulla scia del Cantarini, come si sa, si pone Flaminio Torri, sofisticato colorista, con una insinuante Santa Caterina. Una certa soddisfazione da il ritrovamento della piccola tela di Nicola Malinconico con il Banchetto di Baldassarre, bozzetto finito e di pittura brillante (certamente apprezzata) per la grande tela in Santa Maria Maggiore a Bergamo. La mostra prosegue con un formidabile raddoppio di Giambattista Piazzetta, a partire dalla sapida versione su tavola del San Giuseppe con il bambino, bellissimo e imbronciato, con gli occhi lampeggianti dietro una mascherina d’ombra. Anche questo dipinto ha una storia curiosa. Lo vidi, trent’anni fa, in una casa fascinosa, e come dimenticata, sull’angolo
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della piazza ducale di Guastalla, dove il dipinto era stato per oltre duecentocinquant’anni. Per vicende familiari i proprietari decisero di alienarlo e mi chiesero una consulenza, una perizia, un consiglio. Imbarazzante, quando capii che la loro intenzione era venderlo a me come per una transizione meno traumatica. Così fu, e io, dopo che nessuno a Guastalla l’aveva mai visto, lo tenni esposto per sei mesi nella sala del Museo civico, con la preziosa aggiunta di un meraviglioso disegno del medesimo artista e del medesimo soggetto su un foglio imperiale, proveniente dalla collezione Alverà di Venezia. Diverso il dialogo tra San Giuseppe e il bambino, vispo nella tavola e dormiente nel disegno. A fianco dei due originali del Piazzetta volli una virtuosistica e vibrante replica del giovane pittore di Montecchio Emilia, poco distante da Guastalla: Lino Frongia. Dopo questi vertici espressivi di pittura e di umanità la mostra a Città del Messico si chiude con alcuni esempi di pittura classica e composta, coerente con l’idea del bello ideale indicata dall’impeccabile teorico Giampietro Bellori: si tratta delle belle mitologie di Ignazio Stern, Minerva e le Muse e Il riposo di Diana. Allegorie di pittura smaltata, di un pittore che si era formato nella Bologna di fine Seicento, a fianco di Carlo Cignani, attratto dalla sensualità del Correggio e dal rigore di Marcantonio Franceschini, con un gusto intimamente classicista. Lo Stern meriterà più ampia trattazione, anche per la singolare circostanza di avermi accostato più frequentemente di ogni altro artista, avendolo incrociato e acquistato almeno quindici volte. Alla sua morte, nel 1748, sulla sua strada si incammina il raffinatissimo Antonio Cavallucci, che esprime una compiuta sensibilità neoclassica, in parallelo con Pompeo Batoni, qui ben documentata dalla Maddalena penitente, teatralmente impostata ed espressiva, come l’interprete di un melodramma di Gluck (il 1787, anno della morte del compositore, è lo stesso dell’esecuzione della Maddalena), ma dipinta con una stesura uniforme, quasi di porcellana. Il coronamento, da Raffaello a Canova, di tutte le aspirazioni alla perfezione classica. Con questi esiti, sul finire del Settecento, la pittura italiana di figura sembra arrivare al suo estremo compimento, e ne darà prova, ancora, proprio un illustre ceramista e pittore di miti come Filippo Comerio, nelle due Allegorie dell’acqua e del fuoco che, non senza predestinazione, furono prima che mie, nella collezione del raffinatissimo pittore neoneoclassico e surrealista insieme, Fabrizio Clerici. Con Cavallucci e con Comerio finisce la storia, che con Clerici ricomincia. L’arte continua a vivere nella ricerca appassionata dei collezionisti, che non vogliono che il passato si consumi. VITTORIO SGARBI (Ferrara, 1952) Storico dell’arte e critico di fama internazionale, politico, conduttore televisivo, personaggio pubblico, più volte membro del Parlamento italiano e di amministrazioni comunali. È autore di numerosi saggi, articoli, libri e monografie (Carpaccio, 1979; Gnoli, 1983; Antonio da Crevalcore e la pittura ferrarese del Quattrocento a Bologna, 1985; Francesco del Cossa, 2003; Parmigianino, 2003; Gaspare Landi, 2004; Caravaggio, 2005; Domenico di Paris e la scultura a Ferrara nel Quattrocento, 2006; Mattia Preti, 2013). Ha curato importanti mostre in Italia e all’estero (Palladio e la maniera, 1980; Giotto e il suo tempo, 2000; Guercino. Poesia e sentimento nella pittura del Seicento, 2004; Caravaggio e l’Europa, 2005; La scultura al tempo di Andrea Mantegna, 2007; Tintoretto, 2012; Tiziano. I volti e l’anima, 2013; Da Rubens a Maratta, 2013; Lotto. I volti e l’anima, 2013). È stato Presidente del Comitato Nazionale per le Celebrazioni di Mattia Preti, del Parmigianino e di Andrea Mantegna. Nel 1992 è stato eletto deputato al Parlamento italiano. Dal 1994 al 1996 è stato Presidente della VII Commissione Cultura, Scienze e Istruzione della Camera. Nel 1999 è stato eletto deputato al Parlamento Europeo. È stato rieletto deputato al Parlamento italiano il 13 maggio 2001 ed è stato Sottosegretario ai Beni Culturali. Dal 2005 è Alto Commissario per la valorizzazione della Villa Romana del Casale di Piazza Armerina (Enna). Dal 2006 al 2008 è stato Assessore alla Cultura del Comune di Milano. Nel 2010 è stato nominato Soprintendente per il Polo museale di Venezia. Nel 2011 ha curato il Padiglione Italia e i padiglioni regionali per la 54° Biennale d’Arte di Venezia. E’ stato Presidente dell’Accademia delle Belle Arti di Urbino, città dove ricopre ora la carica di Assessore alla Cultura.
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A. Kossuth, Ritratto di Rina Cavallini, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
CUÁNDO ENTRAR, CUÁNDO SALIR Rina Cavallini
Comencé a participar en las subastas cuando aun no tenía veinte años. La guerra acababa de terminar. Pero entonces no pujaba por obras de arte, sino por obras de otro tipo: obras de... albañilería la mayoría de las veces. Mi padre era constructor y me mandaba a recorrer Italia para las subastas de las concesiones. No era nada fácil, especialmente para una muchacha. Por entonces no había muchas mujeres que hicieran ese tipo de cosas. En realidad no había ninguna más. Yo era la única. Mi padre era muy bueno en su profesión e hizo muchas cosas hermosas; casas, inmuebles, edificios públicos, complejos industriales, galerías. Me gusta cuando voy en coche al atardecer cruzarme con una bella construcción y pensar “¡esto lo hizo mi padre!”. Es hermoso saber que alguien habita en su trabajo, ver que hay familias que viven y personas que trabajan en espacios que él creó. Era un gran profesional, pero evidentemente no podía hacerlo todo él solo. Mi hermano, Bruno, estaba inmerso en sus estudios clásicos (llegaría a ser Director del famoso Liceo “Beccaria”de Milán) y mi hermana, Romana, todavía era muy pequeña. Me correspondía a mí. Un buen día mi padre me llevó aparte, me puso en la mano una tarjetita verde con el encabezamiento Impresa Cavallini y unos cuantos documentos para estudiar; me explicó brevemente las reglas del juego y me dijo: “Venga. Eres una chica competente: inteligente, ágil, espabilada. ¡Todo irá bien, ya verás!” Nunca me había dicho ni una mentira y por tanto no tenía motivo para dudar de él. Hice lo que me dijo; subí al tren y marché. Mi carrera de “mata subastas” (como me apodaron a mis espaldas algunos colegas/rivales) comenzó así. Era una testaruda, decían, pero creo que era solo un modo de justificar el hecho de que casi siempre era yo la que ganaba. Entonces como hoy, cuando una mujer era bonita y no era estúpida, tenía por fuerza que ser “mala”. La verdad es que si quería hacerme respetar en un mundo de hombres – que por supuesto no tenían ninguna intención de dejarse ganar por una chiquilla de provincias – tenía que sacar a la
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luz la garra. El juego – que por otra parte no era tal – requería ojo y mucha sagacidad. Tenías que darte cuenta de quién estaba a tu alrededor, no debías dejarte atemorizar por el que alegaba quien sabe qué derechos tan solo porque era hombre y mayor que tú. Y sobre todo, tenías que saber exactamente cuando entrar y cuando salir. Un momento demasiado pronto o demasiado tarde, de hecho, significaría perder. Si ofrecías demasiado poco te birlaban el trabajo; si ofrecías demasiado lo obtenías, pero salías perdiendo. Mi hermano Bruno lo llamaría “victoria pírrica”. Las subastas eran una especie de póker en el que, más que las cartas que tenías en la mano, contaba la inteligencia. Mi padre tenía razón: todo fue bien. Tanto que le cogí gusto y me convertí en la bestia negra de los colegas varones que abarrotaban las subastas. “¡Oh, no! También está Cavallini!”, se oía murmurar cuando me veían llegar. Así fue hasta que tuve novio. “Nino”, mi amorcito (que luego sería mi marido y lo sigue siendo desde hace más de sesenta años ¡a pesar de que él es véneto y yo emiliana!) era celoso y no quería que yo anduviera sola de viaje por Italia. No estaba tan equivocado, porque, además, yo no era una persona que pasara desapercibida y siempre había algún muchachote que intentaba acercarse. Recuerdo uno en particular, un ciclista bastante famoso en la época (un tal Bevilacqua cuyo nombre, sin embargo, no recuerdo: ¡Nino, en cambio bien que lo recuerda, aunque finge que lo ha olvidado!) que ojeó el nombre y la dirección de la empresa Cavallini en mi tarjeta y me vino a buscar a Ferrara. Al llegar a ese punto Nino se plantó y convenció a mi madre de que no me dejara salir. El guapo ciclista tuvo que volverse a casa y algún tiempo después Nino y yo nos casamos y luego nacieron Vittorio y Elisabetta... El resto es historia. Muchos años más tarde, cuando la pasión de Vittorio por las obras de arte empezaba a convertirse en algo más que el simple interés de un estudioso, Cavallini volvió a representar su papel. La partida era la misma, pero la apuesta en juego había cambiado: no eran obras de construcción sino de arte. Por otro lado, Vittorio sabía que su madre no era una madre como las demás, desde que, siendo poco más que un muchacho, me acompañó a Milán para un concurso en el que se adjudicaban algunas farmacias que habían quedado sin titular. En un determinado momento me di cuenta de que en la fórmula del examen había un error y se lo dije al profesor. Él replicó picado: “¡Se equivoca!”. “¡Es usted quien se equivoca!”, insistí, en absoluto atemorizada e incluso segura por el hecho de que, además de la licenciatura en farmacia tenía también otra en matemáticas. “¿Sabe que es usted muy valiente?”, dijo. “¡Compruébelo!”, le dije yo. En la sala no se oía una mosca. Todos pensaban
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que había exagerado un poco, pero yo estaba segura de no equivocarme. Al final, el profesor me miró a los ojos: “Tiene usted razón – dijo: la fórmula es errónea... Evidentemente soy yo que estoy cansado.” “¡Ha ganado usted una farmacia!”, añadió. El murmullo se hizo bullicio. Vittorio saltaba de alegría. No cabía en sí y daba vueltas por la sala, exclamando continuamente: “¡Mi madre ha ganado una farmacia!” Desde aquel día empezó a mirarme con otros ojos: ya no era yo solamente su madre, sino también una mujer autónoma y a la altura de su inteligencia. Desde entonces, he pujado yo en todas las subastas por las obras que le interesan, y gracias a mí ha conseguido rodearse de toda esa belleza. A menudo funciona así: me trae los catálogos, me enseña las cosas que más le apasionan y, a veces, me da alguna indicación sobre la cifra a la que se puede llegar. Pero después añade: “Me fío de ti”, con ese aire cómplice y guasón que me transporta – a mis veinte años – ante la mirada orgullosa de mi padre que me dice “Eres competente: todo irá bien, ya verás!” Y luego llega la hora x, suena el teléfono, me ponen en contacto con el licitador y vuelve a comenzar la partida. Y aunque estoy encantada de que, a pesar de los años, aún no he perdido la garra, no es precisamente un juego de niños. Siempre hay quien intenta hacerse el listo, quien pretende echarte y a veces, para hacerme respetar tengo que pelear. Y aunque por teléfono es todo un poco más difícil, desde el momento en que no puedes ver cara a cara a tus adversarios y no sabes con quien estás tratando, a la emoción de esos momentos solo la supera la satisfacción de poder regalarle al chiquillo que gritaba “¡Mi madre ha ganado una farmacia!”, una de las pocas cosas realmente capaces de hacerle feliz. Gracias a mi padre que me dio una buena cabeza, a Nino que me ha ayudado a no perderla y a Vittorio, que nunca ha dejado de rellenarla de belleza y que, gracias a estas subastas, sigue haciéndome vivir con la misma emoción de cuando tenía veinte años.
QUANDO ENTRARE, QUANDO USCIRE Rina Cavallini
Ho iniziato a partecipare alle aste che non avevo ancora vent’anni. La guerra era appena finita. Allora, però, non battevo opere d’arte, ma un altro genere di opere: opere in... muratura perlopiù. Mio padre era costruttore e mi spediva in giro per l’Italia per le aste degli appalti. Mica facile, soprattutto per una ragazza. Allora non ce n’erano tante di donne che facessero quel genere di cose. Anzi: non ce n’era neanche una. Ero l’unica. Mio padre era bravo e ha fatto tante cose belle: case, palazzi, edifici pubblici, complessi industriali, gallerie. Mi piace, girando in macchina, di sera, incrociare una bella costruzione e pensare “questa l’ha fatta mio padre!”. E’ bello sapere che qualcuno abita il suo lavoro; vedere che ci sono famiglie che vivono e persone che lavorano in spazi creati da lui. Era bravo, ma certo non poteva fare tutto da solo. Mio fratello, Bruno, era immerso nei suoi studi classici (sarebbe diventato Preside al famoso Liceo “Beccaria” di Milano) e mia sorella, Romana, era ancora troppo piccola. Toccava a me. Un bel giorno mio padre mi prese da parte, mi mise in mano una cartellina verde con l’intestazione Impresa Cavallini e un bel po’ di documenti da studiare; mi spiegò brevemente le regole del gioco e mi disse: “Va’. Sei una ragazza in gamba: intelligente, veloce, sveglia. Andrà tutto bene, vedrai!” Non mi aveva mai detto una bugia e, dunque, non avevo motivo di dubitare di lui. Feci come diceva: salii sul treno e partii. La mia carriera di “ammazza aste” (come mi avevano soprannominato a mia insaputa alcuni colleghi/rivali) cominciò così. Ero una testa dura, dicevano, ma secondo me era solo un modo per farsi una ragione del fatto che a vincere ero quasi sempre io. Allora come oggi, quando una donna era bella e non stupida, doveva essere per forza “cattiva”. La verità è che se volevo farmi rispettare in un mondo di uomini i quali certo non avevano alcuna intenzione di farsi battere da una ragazzina di provincia dovevo tirare fuori la mia grinta. Il gioco – che, poi, gioco non era affatto - richiedeva occhio e grande tempismo. Dovevi capire chi avevi intorno, non dovevi lasciarti intimorire da chi accampava chissà quali diritti solo per il fatto che lui era uomo ed era più grande di te. E, soprattutto, dovevi sapere esattamente quando entrare e quando uscire. Un istante troppo presto o troppo
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tardi, infatti, avrebbe voluto dire perdere. Se offrivi troppo poco, ti soffiavano il lavoro; se offrivi troppo finiva che l’ottenevi, ma ci rimettevi. Mio fratello Bruno l’avrebbe chiamata “vittoria di Pirro”. Le aste erano una specie di poker nel quale, più delle carte che avevi in mano, contava l’intelligenza. Mio padre aveva ragione: andò tutto bene. Tanto che ci presi gusto e divenni la bestia nera dei colleghi maschi che affollavano le aste. “Oh, no! C’è anche la Cavallini!”, si sentiva mormorare quando mi vedevano arrivare. Andò avanti così fin quando mi fidanzai. “Nino”, il mio moroso (quello che poi sarebbe diventato mio marito e che, a distanza di più di sessant’anni malgrado lui sia veneto e io emiliana, lo è ancora) era geloso e non amava che io me ne andassi in giro per l’Italia da sola. Non aveva tutti i torti, anche perché non ero il tipo che passasse inosservata e c’era sempre qualche bel giovanotto che cercava di farsi avanti. Ne ricordo uno in particolare, un ciclista abbastanza famoso all’epoca (un certo Bevilacqua del quale, però, non ricordo più il nome: Nino, invece, se lo ricorda eccome, anche se fa sempre finta di dimenticarlo!) che sbirciò il nome e l’indirizzo dell’Impresa Cavallini sulla mia cartellina e mi venne a cercare a Ferrara. A quel punto Nino si impuntò e convinse mia madre a non lasciarmi uscire. Il bel ciclista fu costretto a tornarsene a casa e qualche tempo dopo io e Nino ci sposammo e poi nacquero Vittorio ed Elisabetta... Il resto è storia. Molti anni più tardi, quando la passione di Vittorio per le opere d’arte cominciò a diventare qualcosa di più del semplice interesse di uno studioso, la Cavallini tornò a fare la sua parte. La partita era sempre la stessa, ma la posta in gioco era cambiata: non opere di edilizia, ma d’arte. Che la sua non fosse una mamma qualunque, del resto, Vittorio lo aveva capito la volta che (era poco più che un ragazzo) mi aveva accompagnata a Milano, per un concorso indetto per assegnare alcune farmacie rimaste senza titolare. A un certo punto mi accorsi che nella formula d’esame c’era un errore e lo feci notare al professore. Lui replicò piccato: “Si sbaglia!”. “E’ lei che si sbaglia!”, insistetti, per nulla intimorita e anzi forte del fatto che, oltre alla laurea in farmacia, ne avevo una anche in matematica. “Ma lo sa che lei ha un bel coraggio?”, disse. “Controlli!”, feci io. Nella sala calò il gelo. Tutti pensavano che avessi un po’ esagerato, ma io sapevo il fatto mio ed ero certa di non sbagliare. Alla fine, il professore mi fissò negli occhi: “Ha ragione lei“ disse ”la formula è sbagliata... Evidentemente sono io che sono un po’ troppo stanco.” “Lei ha vinto una farmacia!”, aggiunse. Il brusio divenne frastuono. Vittorio cominciò a esultare. Non stava più nella pelle e girava per la sala, continuando a esclamare: “Mia madre ha vinto una farmacia!” Da quel giorno cominciò a guardarmi con occhi diversi: non ero più soltanto sua madre ma una donna autonoma e all’altezza della sua intelligenza. Da allora, ho battuto io tutte le aste per le opere alle quali lui tiene, ed è grazie a me se è riuscito a circondarsi di tutta quella bellezza. Di solito funziona così: mi porta i cataloghi, mi fa vedere le cose che lo appassionano di più e, a volte, mi dà qualche indicazione sulla cifra alla quale è possibile arrivare. Ma poi aggiunge: “Mi fido di te”, con quell’aria complice e sorniona che mi riporta ventenne davanti allo sguardo fiero di mio padre che mi dice “Sei in gamba: andrà tutto bene, vedrai!”. E poi arriva l’ora x, il telefono squilla, mi mettono in contatto con il battitore e la partita ricomincia. E anche se sono felice di notare che, sebbene sia passato qualche anno, non ho ancora perso la grinta, non è esattamente un giuoco da ragazzi. C’è sempre chi prova a fare il furbo, chi cerca di tagliarti fuori e, a volte, per farsi rispettare mi tocca anche litigare. E anche se al telefono è tutto un po’ più difficile, dal momento che non puoi vedere in faccia i tuoi avversari e non sai mai con chi hai a che fare, l’emozione di quei momenti è seconda solo alla soddisfazione di poter regalare al ragazzino che urlava “Mia madre ha vinto una farmacia!”, una delle pochissime cose davvero in grado di renderlo felice. Grazie a mio padre che mi ha dato una bella testa, a Nino che mi ha aiutato a non perderla, e a Vittorio, che non ha mai smesso di riempirla di bellezza e che, anche grazie a queste aste, continua a farmi vivere con le stesse emozioni di quando avevo vent’anni.
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1. Bernardo Falconi Retrato de hombre
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FLORILEGIO PLÁSTICO
Pietro Di Natale
El arte tiene una función cultural, es auténticamente cultivatio animi, por eso no sólo es útil, sino además necesario en la trayectoria de todos los hombres. Por tanto, una colección de arte privada es la fundación de un sistema simbólico, la creación de un gimnasio para el alma, un lugar donde se materializan decisiones íntimas, meditadas y a veces sufridas. A menudo, se olvida que su vocación más alta es la de acoger al público, ofrecerse a las miradas, contar la propia historia: para la colección Cavallini Sgarbi esto ya ha sucedido en España, primero en Burgos (Il Giardino Segreto, Casa del Cordón), luego en Cáceres (Il furore della ricerca, Fundación Mercedes Calles y Carlos Ballestero) y ahora en el Nuevo Mundo, en los prestigiosos espacios del Museo Nacional de San Carlos en Ciudad de México. El diseño constante que ha inspirado a Vittorio Sgarbi, creador de la recopilación, historiador del arte y crítico de fama internacional, ha sido la búsqueda de la belleza. Moviéndose entre los centenares de obras reunidas en treinta años de actividad furibunda, nos deja sorprendidos la heterogeneidad del conjunto, que se configura como una verdadera y propia summa del arte italiano, entre pintura y escultura, del siglo XIII hasta nuestros días. Este surtido cultivado (y tesón) por otro lado refleja la cultura tan amplia y multiforme de quienes han estudiado, hallado, adquirido y, por último, protegido las preciosas piezas que lo componen. Detrás de una colección de tan alta calidad e inteligencia refinada, se expresa un amor profundo por Italia, la propia tierra, y por su geografía artística tan peculiar y compleja. Es una tarea difícil resumir en pocas páginas la impresionante inmensidad de este conjunto figurativo en el cual, además del núcleo de pinturas antiguas, en el cual se encuentran diversas obras de arte, sobre todo en el género del retrato, que no se exponen en esta muestra – memorables, entre otros, el Retrato de un eclesiástico, datado de 1650, de Philippe De Champaigne [fig. 2] y el Retrato del Cardenal Giulio Spinola, datado de 1668, de Giovan Battista Gaulli, llamado Baciccio1 [fig. 3]– también contempla numerosas obras de esculturas, del siglo XIII al siglo XX, las cuales, en esta ocasión, conviene citarlas aunque sea brevemente.
2. Philippe De Champaigne Retrato de un eclesiástico
3. Giovan Battista Gaulli, llamado Baciccio Retrato del Cardenal Giulio Spinola
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El sugestivo camino a través de siete siglos de historia de las artes plásticas, puede iniciar a partir de dos magnéticos prótomos de mármol que representan cabezas de mujeres, una con corona y la otra con velo [fig. 4a4b], referidas a un maestro federiciano de mitad del siglo XIII: colocados en las paredes de una sala, permitían observar desde el exterior, a través de los agujeros en las pupilas, lo que sucedía dentro de un ambiente que se ha hipotizado pudiera encontrarse en el Palacio imperial hecho construir por Federico II en Foligno a partir de 1240 y destruido a los pocos años de su muerte2. Datable entre el tercer y cuarto decenio del siglo XIV, el relieve en mármol con San Juan evangelista [fig. 5] del célebre escultor y arquitecto sienés Tino di Camaino (aproximadamente 1280 -1336): la figura, de extraordinaria cultura giottesca, inscrita dentro de un marco polilobulado, formaba verosímilmente el elemento de un dosel con el Cristo de la piedad procedente de un monumento funerario desmembrado3. Emergencia absoluta en el panorama de la escultura del siglo XV – la colección también está representada por obras importantes de Domenico Gagini4, Matteo Civitali5, Gasparo Cairano6, Agostino de Fondulis7, Benedetto Briosco8, Silvestro dell’Aquila 9, Girolamo Santacroce 10, Giovan Giacomo da Brescia 11, Stefano da Putignano 12 y Giovanni da Nola13 – es el San Domenico de terracota [fig. 6] modelado en 1474 por Niccolò dell’Arca (1435/40-1494) y colocado al comienzo, encima de la puerta “del vestuario” – ambiente que tenía la función de guardarropa/ sastrería – en el convento de la iglesia de San Domenico en Bologna, donde, entre 1469 y 1473 el artista modificó
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6. Niccolò dell’Arca San Domenico
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la decoración del Arca del Santo del cual deriva su seudónimo. El busto, imagen potente, intensa, de gran vigor naturalista, en el acuerdo perfecto entre movimiento del ánimo y mímica facial y en la descripción del rostro marcado por las arrugas, con las cejas tan ceñidas que arrugan la frente, muestra la capacidad inigualable del maestro de la región de Puglia de infundir la vida en sus figuras, tan verdaderas que parecen respirar (como aparece en la inscripción sobre su tumba, él fue capaz de animar incluso “a las piedras”)14. Casi a mitad del siglo XVI encontramos una adolescente absorta, con los cabellos recogidos y las mejillas rojas, en posición erecta: esta obra peculiar del artista de la región Umbria Romano Alberti, llamado Nero da Sansepolcro (fallecido en 1568), tierra natal de Piero della Francesca, especializado en la producción de maniquíes “para vestir”, figuras, polimatéricas, concebidos desnudos y dotados de notaciones de trajes fijos – calcetines pintados y pantuflas de cuero dorado – destinados para ser cubiertos por vestidos suntuosos y telas preciosas con ocasión de fiestas y solemnidades religiosas: por este motivo, también nuestra Virgen [fig. 7] lleva brazos articulables y extraíbles, para facilitar el vestido y desvestido15.
7. Romano Alberti, llamado Nero da Sansepolcro Virgen
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Destaca, incontrastado, en el grupo de las obras del siglo XVIII – que cuenta con autores de gran importancia como Francois Dusquenoy, Melchiorre Caffà, Orazio Marinali y Giuseppe Mazza, autor de un relieve de terracota patinada con la Virgen con el Niño firmado y fechado 1685 [fig. 8] – un magnífico busto de mármol que representa un Retrato de hombre [fig. 1]: aparecida hace veinte años en el mercado de Londres (Sotheby’s, 7 diciembre 1995, n. 85) con una referencia a Giuste le Court, se ha citado en el registro (2000) de las obras atribuidas al flamenco por Andrea Bacchi16, que hoy, tras un reexamen de la obra, lo reconduce a la mano de Bernardo Falconi, escultor del Cantón Ticino documentado en Venecia a partir de 1657 (noticias hasta 1696) que trabajando en estrecho contacto con Le Court (en las obras en San Pietro di Castello y en Sant’Antonio dei Frari) siguió su estilo, come revela aquí la articulación expresiva del rostro y el delicado pictoricismo del modelado (significativo, entre las obras ciertas de Falconi, la comparación con el Busto de Mercurio, firmado17, donde es muy parecida la evolución regular del drapeado). Vale la pena señalar la legendaria figura del “insigne de las artes plásticas” Giovanni Gonnelli (1603-1656). Se formó en Florencia en el taller de Pietro Tacca, a la edad de veinte años perdió la vista, pérdida que incluso valiéndole el apodo (Ciego de Gambassi, su tierra nativa, en Val d’Elsa, en la región Toscana), no le impidió practicar las artes plásticas, donde sobre todo se especializó en los retratos, “haciendo siempre que el trabajo de los ojos lo hicieran las manos” (Baldinucci). Lo testifican la cabeza en terracota del Gran duque Cosimo II de’ Medici, que se conoce en varias versiones18 [fig. 9], de la cual Baldinucci ya daba noticias recordando una cabeza modelada en edad joven en el taller florentino de su maestro y después llevada a su casa de Gambassi19. A los relieves más usuales y esculturas en terracota y a los bustos retrato de mármol – digno de nota, entre otros, el que representa al Cardenal Fabrizio Paolucci realizado en 1727 por el escultor romano Pietro Bracci (1700-1773), puente ideal entre Bernini y Canova20 – en el siglo XVIII se añaden los trabajos más insólitos, calificados por caracteres de originalidad y refinamiento. En este sentido, son extraordinarios los dos micro tallados reconocidos a un valiente taraceador activo en Emilia entre el siglo XVII y XVIII (quizás el desconocido Antonio Bonini, ya facellido en 1710). Trabajados en madera de álamo blanco, en el centro llevan unos cuadros ovalados con Escenas de caza [fig. 10a-10b] circundados por complejas arquitecturas con motivo de volutas de hojas y flores y por ramitas finas y superados en la cumbre por el emblema heráldico del águila (que testificaría la procedencia de la recopilación Farnese, como los cinco micro tallados, de hoja parecida, en la Galería del Museo de Capodimonte).
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Estas curiosas creaciones, además de secundar el gusto de los comisionistas fascinados por las escenas de género inspiradas en los sujetos de la pintura coeva, también tendrán que exaltar la habilidad de su artífice, constantemente a la búsqueda de una virtuosa superación de las dificultades impuestas por la naturaleza de los delicados materiales utilizados21. Un discurso parecido también vale para la producción del escultor más celebrado en madera piamontesa del período neoclásico, Giuseppe Maria Bonzanigo (1745-1820) que, junto a la actividad en el campo de los muebles y de la decoración, practicó el arte fino y minucioso del tallado de micro esculturas con retratos y composiciones
de sujeto alegórico (entre los tres ejemplares de la colección, ver el Triunfo musical sobre la tapa de una pequeña tapa de una pequeña caja/tabaquera en piel de tortuga [fig. 11]22, además de aquellas de especialistas de la ceroplástica, como el toscano Giovanni Francesco Pieri (1699-1773), al cual se debe un pequeño Busto de pueblerino y un relieve con Lucrezia [fig. 12] sacado de la pintura de Parmigianino que actualmente se encuentra en el Museo de Capodimonte (está documentado que, después de haber llegado a Nápoles en 1737, el artista realizó en cera algunas pinturas famosas pertenecientes a las recopilaciones farnesianas en poder de los Borbón) y el bávaro Nikolaus Engelbert Cetto (1713-1746), autor de dos prodigiosos “teatrinos” que representan un Jardín monumental y una Escena de caza [fig. 13] en las cuales los elementos microscópicos de las composiciones fabulosas están construidos con la cera blanqueada modelada sobre finísimos esqueletos de hilo metálico. Permaneciendo en el campo de la ceroplástica, en esta especie de Wunderkammer sugestiva, también podrían entrar las dos cabezas modeladas de grandeza natural de Anna Morandi Manzolini (1716-1774)23, artista de Bologna refinada y culta. Las ceras [fig. 14a-14b], encerradas según la tradición en “vitrinas”, se califican por un realismo típico de la ejecución de lo verdadero y representan vistas más de cerca, una bonita jovencita y un hombre joven, probablemente, dado el parecido, hermanos vestidos con prendas sencillas que reconducen a la esfera de la cotidianidad.
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13. Nikolaus Engelbert Cetto Escena de caza
11. Giuseppe Maria Bonzanigo Triunfo musical
12. Giovanni Francesco Pieri Lucrezia (de Parmigianino)
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Ejemplos, altísimos, de esculturas de yeso nacidas como modelos preparatorios para obras de mayores dimensiones24 son la Fe velada y la Penitencia [fig. 15a-15b] realizadas en 1781 por Innocenzo Spinazzi (1726-1798), escultor romano que realizó sus obras en el momento de traspaso entre Rococó y Neoclasicismo. Esta última temporada está representada en la colección Sgarbi por las obras de Petronio Tadolini (1727-1813), Giovanni Putti (1771-1847), Raimondo Trentanove (17921832) y Giuseppe de Fabris (1790-1860), de las cuales se conserva la parte inferior del desmembrado Monumento sepulcral Mellerio (1823-1825) [fig. 16] procedente de Villa Gernetto en Lesmo (Milán)25.
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Lorenzo Bartolini (1777-1850) fue el escultor europeo más importante del periodo romántico que fue capaz de proponer una alternativa al Neoclasicimo imperante sosteniendo la fidelidad a lo verdadero y al valor del estudio de la naturaleza. Es autor del Retrato de hombre (mármol, firmado y datado 1827) y del célebre y conocido en varias versiones26, de Elisabeth Albana Upton, Iª marquesa de Bristol (1815-1818) [fig. 18], procedente de la recopilación de Lord Artur Hervey, arzobispo de Bath y Wells, cuarto hijo de Elizabeth y de Frederick William Hervey, V conde de Bristol y a partir de 1826 Ier marqués. También fue particularmente tocado por el arte de Bartolini el sienés Giovanni Duprè (18171882), estudioso atento de la escultura del Renacimiento y autor de mármoles oscilantes entre naturalismo y academia, como testimonian los dos bustos, firmados y datados 1861, de Dante Alighieri [fig. 19] y de su musa Beatrice. En cambio, la obra del artista del Cantón Ticino Vincenzo Vela (1822-1891) es de otro nivel, que lejos del idealismo clasicista de matriz canoviana, en las pruebas oficiales también prefirió un gusto realista de espíritu romántico: son prueba de ello, en el campo del retrato, los cándidos bustos de mármol del Empresario Manatti (1857) [fig. 17] y de la Señora Traversa (1863), en los cuales la intensidad y expresividad de los rostros acompaña los detalles verdaderos de los vestidos burgueses. El napolitano Achille D’Orsi (1845-1929), conocido, como su conciudadano Vincenzo Gemito, nos ofrece un realismo diferente, a veces cargado, sobre todo por personajes populares (golfillos, pescadores y vendedores ambulantes). En sus obras encontramos sugestiones, más bien exteriores, para el mundo antiguo, como lo revela el boceto de terracota27 para el grupo de los Parásitos (1877), que ilustra dos antiguos romanos, embrutecidos por el vino y la comida, agotados en un triclinio. En la restitución de los detalles de esta obra cargada de significados de denuncia social, se capta el interés renovado por los hallazgos arqueológicos de Ercolano y Pompei, reafirmado por el artista en el exótico Sueño del arqueólogo (1923), que representa a un egipciano contemporáneo que descansa tras haber descubierto un fragmento de escultura antigua [fig. 20].
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18. Lorenzo Bartolini Elisabeth Albana Upton, Iª marquesa de Bristol
19. Giovanni Duprè Dante
El siglo XX inicia con el Movimiento artístico y literario lombardo, con artistas como Ernesto Bazzaro (1859-1937) y Paolo Troubetzkoy (1866-1938), que desmovilizan las formas cerradas de la escultura del siglo anterior, privilegiando efectos impresionistas (ver el Fauno y Baccante [fig. 21] de Bazzaro, de 1918, con un modelado vibrante y pasado) y con Leonardo Bistolfi (1859-1933), el “escultor del sueño”, espíritu danunciano y campeón insuperable del Liberty, presente con diez trabajos notables en yeso, en bronce y en mármol, entre los cuales, el elegante bajo relieve que representa a las Vírgenes vestales que ofrecen libros (1906) [fig. 22] que además de revelar, más de los demás, profundas sugestiones para la pintura de los Prerrafaelitas ingleses (de Crane a Burne Jones), constituye una preciosa versión de mármol con la placa extraviada que le fue comisionada por la Sociedad Bibliográfica de Turín, para agradecer y testimoniar la intervención de reconstrucción después del desastroso incendio de la Biblioteca Nacional de 1904. 20. Achille D’Orsi Sueño del arqueólogo
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Si en esta sede no se pueden profundizar las poéticas de un gran número de escultores que, entre tradición e innovación, se movieron – no sin contaminaciones, salidas y experimentaciones personales – entre las distintas tendencias artísticas del inicios del siglo XX, del Realismo, al Simbolismo, al Futurismo, al Liberty, al Expresionismo y al Arte de Régimen (Cifariello, Renda, Astorri, Canonica, Cambellotti, Zanelli, Drei, Baccarini, Andreotti, Romanelli, Rambelli, Biagini, Morbiducci, Maraini, sólo para citar los más conocidos), vale la pena detenerse al final en las figuras de dos grandes maestros, que por la singularidad de sus experiencias, constituyen casos aislados. El milanés Adolfo Wildt (1868-1931) fue el inigualable creador de obras cerebrales, dedicadas más bien a los temas de la vida y de la muerte, que a través de una rigurosa simplificación formal, probó a “representar en formas sensibles lo invisible, y ‘esculpir ’ las palpitaciones y los suspiros, en una búsqueda sin hundimientos ni desviaciones” (Sgarbi). Una prueba emblemática de ello es el eterno, casi diáfano rostro de
22. Leonardo Bistolfi Vírgenes vestales que ofrecen libros
21. Ernesto Bazzaro Fauno y Baccante
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la Virgen de 1924 [fig. 23] – que también se conserva en la colección el yeso – cualificado por la peculiar superficie transparente y limpia, obra intensa, intacta, de inflexible medida clasicista, que remite a la noble abstracción del plástico purista y junto a la sencillez de las místicas esculturas medievales. Otro ejecutor sin igual fue Alceo Dossena (1878-1937), artista de cremona, que después de la guerra, para afrontar los problemas económicos, aceptó la ayuda que le ofreció el anticuario Fasoli – conocido en Roma en 1919 – que le comisionó una serie de estatuas, en el estilo italiano del siglo XIV y del Renacimiento, vendidas como originales (por ejemplo, de Giovanni Pisano, Donatello y Viejecita) sobre todo a museos y coleccionistas americanos. De este formidable falsificador, que en 1928 se autodenunció ganándose grandes aprecios y numerosos encargos, en la recopilación Sgarbi se conservan ocho trabajos peculiares, algunos realizados en el “decenio de clandestinidad” (como el busto de Catharina de Sabello, ejemplado en los modelos de Francesco Laurana [fig. 24]) y otros en los últimos años de la carrera, pues siendo sucesivos al escándalo, no imitan el estilo de ningún artista en concreto, colocando bien visible la fecha y firma, configurándose como “originales Dossena”. A los maestros citados, acompañados de otros todavía más bien desconocidos (La Spina, Falcone) y de aquellos nacidos a inicios del nuevo siglo (como, Innocenti, Asco, Spadini, Greco y Parini), convendrá dedicar una exposición específica y profunda, quizás con ocasión de una próxima muestra respaldada por un proyecto riguroso capaz de ofrecer los instrumentos necesarios para comprender la riqueza y el elevado valor artístico del acontecimiento tan complejo y apasionante de la escultura italiana del siglo XX.
23. Adolfo Wildt Virgen
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24. Alceo Dossena Catharina de Sabello
1 Del Baciccio en la colección Sgarbi también se conserva el Retrato del Cardenal Giovan Francesco Ginnetti (por último, ilustrado por S. Blasio, en Maravillas del Barroco en la región Le Marche, a cargo de V. Sgarbi y S. Papetti, catálogo de la muestra, Milán, 2010, págs. 132-133). 2 M. Bona Castellotti, F. Piazza, en Exempla: el renacimiento de lo antiguo en el arte italiano, de Federico II a Andrea Pisano, a cargo de M. Bona Castellotti, A. Giuliano, catálogo de la muestra, Ospedaletto, 2008, pág. 134. 3 V. Sgarbi, en Giotto y su tiempo, cat. a cargo de M. Cisotto Nalon, Milán, 2000, págs. 17 y 19. Siempre en la recopilación Sgarbi, de Tino di Camaino, una estatua acéfala de un Santo, también ésta procedente de un monumento funerario o un altar desmembrado.
Pareja de capiteles en mármol, inéditos: documentados al 1484, forman parte de la serie procedente de la iglesia de la Santísima Anunciación de Palermo (H. W. Kruft, Domenico Gagini und seine Werkstatt, Mónaco, 1972, págs. 251-252, il. 91-96).
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5 Cristo el salvador con la corona de espinas, terracota policromada; il. de F. Petrucci, en Matteo Civitali y su tiempo. Pintores, escultores y orfebres en Lucca a finales del Siglo XV, cat. de la muestra, Cinisello Balsamo, 2008, pág. 386.
Santa, mármol, il. por V. Zani, Gasparo Cairano y la escultura monumental del Renacimiento en Brescia (1489-1517 aprox.), Roccafranca, 2010, pág. 117, fig. 58.
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7 Paso de Cristo, terracota policromada; il. por T. Mozzati, en La escultura en el tiempo de Andrea Mantegna. Entre clasicismo y naturalismo, a cargo de V. Sgarbi, cat. de la muestra, Milán, 2006, págs. 100-101.
Ecce homo (Cristo de la piedad), terracota, il. por V. Sgarbi, en La escultura en el tiempo de Andrea Mantegna. Entre clasicismo y naturalismo, a cargo de V. Sgarbi, cat. de la muestra, Milán, 2006, págs. 166-167.
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Virgen (Santa ?), terracota pintada, inédita.
San Juan evangelista, mármol, il. por F. Abbate, La escultura napolitana del siglo XVI, Roma, 1992, pág. 168, tabla 149; ver también R. Naldi, Girolamo Santacroce. Orfebre y escultor napolitano del Siglo XVI, Nápoles 1997, pág. 190, n. A 39. Poco después de la redacción de este ensayo, Fabio Speranza, en un estudio profundo de próxima publicación, ha demostrado que el relieve, junto con el de San Lucas (ver nota nº 11), proviene de la iglesia de Sant›Aniello en Caponapoli y forma parte de un grupo desmembrado ab antiquo cuyos fragmentos actualmente están expuestos, como taller de Giovanni de Nola, en el Museo de Capodimonte. Por este motivo ambos relieves con los Evangelistas se reconducen al Taller de Giovanni Marigliano de Nola. 10
11 San Lucas evangelista, mármol, il. por F. Abbate, La escultura napolitana del Siglo XVI, Roma, 1992, pág. 168, tabla 126; ver también R. Naldi, Girolamo Santacroce. Orfebre y escultor napolitano del Siglo XVI, Nápoles, 1997, pág. 190, n. A 39. Después de Nápoles 1997, pág. 190, nº A 39. El relieve es para referir, junto con el de San Juan comentado en la nota anterior (nº 10), al Taller de Giovanni Marigliano de Nola. La atribución se debe a Fabio Speranza. 12
Ángel reggicartiglio (ángel que sostiene un papiro), piedra, inédito.
13
Anunciación, mármol, inédita.
C. Galassi, en La escultura en el tiempo de Andrea Mantegna. Entre clasicismo y naturalismo, a cargo de V. Sgarbi, cat. de la muestra, Milán, 2006, págs. 108-111 (con bibliografía precedente).
14
V. Sgarbi, Esculturas para vestir: Nero Alberti da Sansepolcro y la producción de maniquíes ligneos en un taller del siglo XVI, a cargo de C. Galassi, cat. de la muestra, Umbertide, 2005, págs. 165-166.
15
A. Bacchi, en La escultura en Venecia de Sansovino a Canova, a cargo de A. Bacchi, Milán, 2000, pág. 743. Mi agradecimiento a Andrea Bacchi por haber discutido el problema y haberme dado la ocasión de anticipar su opinión en este documento.
16
17
ya Sotheby’s, Londres, 8 de junio de 1999, lote 52; ver A. Bacchi, La escultura en Venecia…nota, 2000, pág. 733, fig. 373.
El ejemplar Sgarbi ha aparecido en la subasta florentina de Pandofini del 15 de octubre de 2002, lote 52 (“atribuido a Pietro Tacca”). Dos ejemplares en terracota, uno en el Museo de Louisville en Kentucky y otro en el Sotheby’s (1968) en Londres, se han publicado como obras de Tacca da Torriti que recuerda un tercero, en mármol, “debido a algún discípulo o seguidor de Tacca”, en el Palacio Pitti en Florencia, entrada galería Palatina, Sala del Bandinelli (P. Torriti, Pietro Tacca da Carrara, Carrara, 1975, pág. 72, pág. 74 figuras 47-49; ver también M. Tommasi, Pietro Tacca, Pisa, 1995, pág. 77); una cuarta Cabeza en terracota, todavía expuesta como obra de “ignoto toscano” en la Pinacoteca de Volterra, ha sido ilustrada y comentada por C. D’Afflitto (en La cultura de la terracota. Arte de la terracota e la zona florentina del siglo XV al XX, Impruneta, 1980, págs. 126-128, ficha n. 2.29); un quinto ejemplar, siempre en terracota, ha aparecido en Londres en el Christie’s el 5 de julio de 2013, lote 79 (“atribuido a Giovanni Gonnelli”).
18
19
F. Baldinucci, Noticias de los profesores del dibujo (1681-1728), a cargo de P. Barocchi, IV, Florencia 1974, pág. 622.
20
il. por F. Petrucci, en El Retrato interior. De Lotto a Pirandello, a cargo de V. Sgarbi, cat. de la muestra, Milán, 2005, pág. 198 n. 33.
21
E. Colle, Micro tallados, Milán, 2001, en part. págs. 22-23, núm. 19-20.
Para una profundización y una comparación con otros micro tallados de Bonzanigo se remite a Giuseppe Maria Bonzanigo: tallado minuto y gran decoración, a cargo de C. Bertolotto, V. Villani, cat. de la muestra, Lindau, 1989.
22
23 Ver por último la intervención de A. Daninos (en Tener una bonita cera: las figuras de cera en Venecia y en Italia, a cargo de A. Daninos, cat. de la muestra, Milán, 2012, pág. 111, núm. 10-11) que hace referencia, más en general, a un artista ceroplasta emiliano.
Se trata de las estatuas de mármol en la capilla de Santa María Magdalena de Pazzi, en la homónima iglesia florentina, (ver por último, R. Roani, en Pintor imperial: Pietro Benvenuti en la corte de Napoleón y de los Lorena, a cargo de L. Fornasari, C. Sisi, cat. de la muestra, Florencia, 2009, pág. 57, n. 7).
24
Para el monumento desmembrado, cuya parte superior ha aparecido recientemente en el mercado romano (Copercini y Giuseppin, Roma, Bienal de Anticuariado, 2010), ver N. Stringa, Giuseppe De Fabris: un escultor del siglo XIX, Milán, 1994, págs. 73-76.
25
El busto en mármol de la recopilación Sgarbi procede de la subasta Sotheby’s de Londres del 7 de abril de 1987, lote 197. Para los otros ejemplares, por último ver Lorenzo Bartolini: Escultor de la belleza natural, a cargo de F. Falletti, S. Bietoletti, A. Caputo, cat. de la muestra, Florencia, 2011, págs. 236-237.
26
27
il. en El Mal. Ejercicios de Pintura Cruel, a cargo de V. Sgarbi, cat. de la muestra, Milán, 2005, pág. 198, pág. 340 n. 129.
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FLORILÈGIO PLASTICO Pietro Di Natale
L’arte ha una funzione culturale, è autenticamente cultivatio animi, e per questo non è solo utile, ma anche necessaria nel percorso di ogni uomo. Una collezione d’arte privata è dunque la fondazione di un sistema simbolico, la creazione di una palestra per l’anima, un luogo dove si materializzano scelte intime, meditate e, talvolta, sofferte. Sovente, si dimentica, che la sua più alta vocazione sia quella di accogliere il pubblico, di offrirsi agli sguardi, di raccontare la propria storia: per la collezione Cavallini Sgarbi questo è già accaduto in Spagna, prima a Burgos (Il Giardino Segreto, Casa del Cordón), poi a Cáceres (Il furore della ricerca, Fundacion Mercedes Calles y Carlos Ballestero) e ora, nel Nuovo Mondo, nei prestigiosi spazi del Museo Nazionale di San Carlos a Città del Messico. Il disegno costante che ha ispirato il creatore della raccolta, lo storico dell’arte e critico di fama internazionale Vittorio Sgarbi, è stato la ricerca della bellezza. Muovendosi tra le centinaia di opere riunite in trent’anni di furibonda attività si rimane sorpresi dall’eterogeneità dell’insieme, che viene a configurarsi come una vera e propria summa dell’arte italiana, tra pittura e scultura, dal XIII secolo ai giorni nostri. Questo coltivato assortimento (e accanimento) riflette d’altronde la cultura ampia e multiforme di chi ha studiato, rintracciato, acquisito e, in ultimo, protetto i preziosi tasselli che la compongono. Dietro a una collezione di così alta qualità e raffinata intelligenza si esprime un profondo amore per la propria terra, l’Italia, e per la sua peculiare e complessa geografia artistica. E’ compito arduo ricapitolare, in poche pagine, l’impressionante vastità di questo formidabile complesso figurativo che, oltre al nucleo di dipinti antichi, nel quale rientrano altri svariati capolavori, soprattutto nel genere del ritratto, non esposti in questa mostra – memorabili, tra gli altri, il Ritratto di un ecclesiastico, datato 1650, di Philippe De Champaigne [fig. 2] e il Ritratto del Cardinale Giulio Spinola, datato 1668, di Giovan Battista Gaulli detto Baciccio1 [fig. 3] – contempla altresì numerose opere scultoree, dal Duecento al Novecento, sulle quali conviene dar conto, seppur brevemente, in questa occasione. L’avvincente cammino attraverso sette secoli di storia dell’arte plastica può prendere avvio da due magnetiche pròtomi marmoree raffiguranti teste muliebri, una con corona, l’altra con velo [fig. 4a-4b], riferite a un maestro federiciano della metà del XIII secolo: forse collocate nelle pareti di una sala, permettevano di osservare dall’esterno, attraverso i buchi nelle pupille, quanto avveniva all’interno di un ambiente che si è ipotizzato potesse trovarsi nel Palatium imperiale fatto costruire da Federico II a Foligno a partire dal 1240 e distrutto pochi anni dopo la sua morte2. Databile a cavaliere tra il terzo e il quarto decennio del Trecento è il rilievo in marmo con San Giovanni evangelista [fig. 5] del celebre scultore e architetto senese Tino di Camaino (1280 circa-1336): di spiccata cultura giottesca, la figura, inscritta entro una cornice polilobata, costituiva verosimilmente l’elemento di un dossale con il Cristo in pietà proveniente da uno scomposto monumento funebre3. Emergenza assoluta nel panorama della scultura italiana del Quattrocento – rappresentata in collezione anche dalle importanti opere di Domenico Gagini4, Matteo Civitali5, Gasparo Cairano6, Agostino de Fondulis7, Benedetto Briosco8, Silvestro dell’Aquila9, Girolamo Santacroce10, Giovan Giacomo da Brescia11, Stefano da Putignano12 e Giovanni da Nola13 – è il San Domenico in terracotta [fig. 6] modellato nel 1474 da Niccolò dell’Arca (1435/40-1494) e collocato in origine sopra la porta “della vestiaria” – ambiente che fungeva da guardaroba/sartoria – nel convento della chiesa di San Domenico a Bologna, dove, tra il 1469 e il 1473 l’artista attese all’Arca del Santo da cui deriva il suo pseudonimo. Immagine potente, intensa, di estremo vigore naturalistico, il busto, nel perfetto accordo tra moto dell’animo e mimica facciale e nella descrizione del volto segnato dalle rughe, con le sopracciglia aggrottate fino a costringere la fronte a corrucciarsi, rivela l’impareggiabile capacità del maestro pugliese di infondere la vita alle sue figure, così vere che paiono respirare (egli, come recita l’iscrizione sulla sua tomba, fu capace di animare persino “i sassi”)14. Approdando alla metà del Cinquecento incontriamo una assorta adolescente, coi capelli raccolti e le gote rosse, in posizione eretta: è opera peculiare dell’artista umbro Romano Alberti, detto Nero da Sansepolcro (morto nel 1568), terra natia di Piero della Francesca, specializzato nella produzione di manichini “da vestire”, figure, polimateriche, concepite nude e dotate di notazioni di costume fisse – calze dipinte e pantofole di cuoio dorato –
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destinate a essere coperte da abiti sontuosi e stoffe pregiate in occasione di feste e ricorrenze religiose: per questa ragione anche la nostra Madonna [fig. 7] è dotata di braccia snodabili e rimovibili, per agevolare le vestizioni e svestizioni15. Spicca, incontrastato, nel gruppo delle opere secentesche – che conta autori di grande risalto come Francois Dusquenoy, Melchiorre Caffà, Orazio Marinali e Giuseppe Mazza, cui si deve un rilievo in terracotta patinata con la Madonna col Bambino siglato e datato 1685 [fig. 8] – un magnifico busto in marmo raffigurante un Ritratto d’uomo [fig. 1]: emerso vent’anni fa sul mercato londinese (Sotheby’s, 7 dicembre 1995, n. 85) con un riferimento a Giuste le Court, è stato elencato nel regesto (2000) delle opere attribuite al fiammingo da Andrea Bacchi16, che oggi, dopo un riesame dell’opera, lo riconduce alla mano di Bernardo Falconi, scultore ticinese documentato a Venezia a partire dal 1657 (notizie sino al 1696) che operando in stretto contatto con Le Court (nei lavori in San Pietro di Castello e in Sant’Antonio dei Frari) ne seguì lo stile, come rivela qui l’articolazione espressiva del volto e il delicato pittoricismo del modellato (significativo, tra le opere certe di Falconi, il confronto con il Busto di Mercurio, firmato17, dove è molto simile l’andamento regolare del panneggio). Vale la pena segnalare la leggendaria figura dell’ “insigne plasticatore” Giovanni Gonnelli (1603-1656). Formatosi a Firenze nell’atelier di Pietro Tacca, perse, ventenne, la vista, menomazione che pur valendogli il soprannome (Cieco di Gambassi, sua terra natia, in Val d’Elsa, in Toscana), non gli impedì di praticare l’arte plastica, ove si specializzò sopratutto nei ritratti, “sempre facendo che l’ufizio dell’occhio facessero le mani” (Baldinucci). Ne è testimonianza la testa in terracotta del Granduca Cosimo II de’ Medici, nota in più versioni18, [fig. 9] della quale già Baldinucci dava notizia ricordandone una modellata in età giovanile nella bottega fiorentina del suo maestro e poi portata nella sua casa a Gambassi19. Ai più consueti rilievi e sculture in terracotta e ai busti ritratto in marmo – degno di nota, tra gli altri, quello raffigurante il Cardinale Fabrizio Paolucci eseguito nel 1727 dallo scultore romano Pietro Bracci (1700-1773), ponte ideale tra Bernini e Canova20 – si affiancano nel XVIII secolo lavori più inconsueti, qualificati da caratteri di originalità e ricercatezza. Straordinari, in tal senso sono, i due microintagli riconosciuti a un valente intarsiatore attivo in Emilia a cavaliere tra Sei e Settecento (forse il misconosciuto Antonio Bonini, già scomparso nel 1710). Lavorati in legno di gattice, presentano al centro riquadri ovali con Scene di caccia [fig. 10a-10b] contornati da complesse architetture a motivo di volute di foglie e fiori e da esili rametti e sormontati alla sommità dall’emblema araldico dell’aquila (che ne attesterebbe la provenienza dalla raccolta Farnese, al pari dei cinque microintagli, di foggia analoga, nella Galleria di Capodimonte). Queste curiose creazioni, oltre ad assecondare il gusto dei committenti affascinati dalle scene di genere ispirate ai soggetti della pittura coeva, dovevano altresì esaltare l’abilità del loro artefice, costantemente alla ricerca di un virtuoso superamento delle difficoltà imposte dalla natura stessa dei delicatissimi materiali impiegati21. Discorso analogo vale per la produzione del più celebrato scultore in legno piemontese del periodo neoclassico, Giuseppe Maria Bonzanigo (1745-1820) che, accanto all’attività nel campo dei mobili e dell’arredamento, praticò l’arte finitissima e minuziosa dell’intaglio di microsculture con ritratti e composizioni di soggetto allegorico (si veda, tra i tre esemplari in collezione, il Trionfo musicale sul coperchio di una piccola scatola/tabacchiera in tartaruga [fig. 11])22, nonché per quelle di specialisti della ceroplastica come il toscano Giovanni Francesco Pieri (1699-1773), cui si deve un piccolo Busto di popolano e un rilievo con Lucrezia [fig. 12] tratto dal dipinto di Parmigianino oggi a Capodimonte (è documentato che, dopo essere giunto a Napoli nel 1737, l’artista tradusse in cera diversi dipinti famosi appartenenti alle raccolte farnesiane in possesso dei Borbone) e il bavarese Nikolaus Engelbert Cetto (1713-1746), autore di due prodigiosi “teatrini” raffiguranti un Giardino monumentale e una Scena di caccia [fig. 13] nei quali i microscopici elementi delle fiabesche composizioni sono costruiti con la cera sbiancata modellata sopra sottilissime anime di filo metallico. Rimanendo nel campo della ceroplastica, potrebbero rientrare in questa sorta di suggestiva Wunderkammer, anche le due teste modellate a grandezza naturale dalla raffinata e colta artista bolognese Anna Morandi Manzolini (1716-1774)23. Le cere, racchiuse come da tradizione entro “scarabattoli”, sono qualificate da un realismo tipico dell’esecuzione dal vero e ritraggono, con taglio molto ravvicinato, una graziosa fanciulla e un giovane uomo, probabilmente, vista la somiglianza, fratelli, vestiti con abiti semplici riconducibili alla sfera della quotidianità [fig. 14a-14b]. Esempi, altissimi, di sculture in gesso nate come modelli preparatori per opere di maggiori dimensioni24 sono la
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Fede velata e la Penitenza [fig. 15a-15b] eseguite nel 1781 da Innocenzo Spinazzi (1726-1798), scultore romano che operò nel momento di trapasso tra Rococò e Neoclassicismo. Quest’ultima stagione è rappresentata in collezione Sgarbi dalle opere di Petronio Tadolini (1727-1813), Giovanni Putti (1771-1847), Raimondo Trentanove (17921832) e Giuseppe de Fabris (1790-1860), di cui si conserva la porzione inferiore dello smembrato Monumento sepolcrale Mellerio (1823-1825) proveniente dalla Villa Gernetto a Lesmo (Milano)25 [fig. 16]. Capace di proporre un’alternativa al Neoclassicimo imperante sostenendo la fedeltà al vero e il valore dello studio della natura fu Lorenzo Bartolini (1777-1850), il maggiore scultore europeo del periodo romantico. E’ autore del Ritratto d´uomo (marmo, firmato e datato 1827) e di quello, celebre, e noto in più versioni26, di Elisabeth Albana Upton, I marchesa di Bristol (1815-1818) [fig. 18], proveniente dalla raccolta di Lord Artur Hervey, vescovo di Bath e Wells, quarto figlio di Elizabeth e di Frederick William Hervey, V conte di Bristol e dal 1826 I marchese. Particolarmente toccato dall’arte di Bartolini fu il senese Giovanni Duprè (1817-1882), attento studioso della scultura del Rinascimento e autore di marmi oscillanti tra naturalismo e accademia, come testimoniano i due busti, firmati e datati 1861, di Dante Alighieri [fig. 19] e della sua musa Beatrice. Di ben altro livello è l’opera del ticinese Vincenzo Vela (1822-1891) che, lontano dall’idealismo classicista di matrice canoviana, predilesse, anche nelle prove ufficiali, un gusto realista di spirito romantico: ne sono prova, nel campo del ritratto, i candidi busti marmorei dell’Impresario Manatti (1857) [fig. 17] e della Signora Traversa (1863), nei quali l’intensità espressività dei volti costeggia la verità dei dettagli degli abiti borghesi. Differente è il realismo, talvolta caricato, del napoletano Achille D’Orsi (1845-1929), noto, come il suo concittadino Vincenzo Gemito, sopratutto per soggetti popolari (scugnizzi, pescatori e venditori ambulanti). Nelle sue opere si rintracciano suggestioni, perlopiù esteriori, per il mondo antico, come rivela il bozzetto in terracotta27 per il gruppo dei Parassiti (1877), illustrante due antichi romani, abbrutiti dal vino e dal cibo, accasciati in un triclinio. Nella restituzione dei particolari di quest’opera carica di significati di denuncia sociale si coglie il rinnovato interesse per i ritrovamenti archeologici di Ercolano e Pompei, riaffermato dall’artista nell’esotico Sogno dell’archeologo (1923), raffigurante un egiziano contemporaneo che riposa dopo aver scoperto un frammento di scultura antica [fig. 20]. Il Novecento si apre con gli Scapigliati lombardi Ernesto Bazzaro (1859-1937) e Paolo Troubetzkoy (1866-1938), che smobilitano le forme chiuse della scultura del secolo precedente privilegiando effetti impressionistici (si veda il Fauno e Baccante [fig. 21] di Bazzaro, del 1918, dal modellato vibrante e sfatto) e con lo “scultore del sogno” Leonardo Bistolfi (1859-1933), spirito dannunziano e insuperato campione del Liberty, presente con dieci notevoli lavori in gesso, in bronzo e in marmo, tra cui l’elegante bassorilievo raffigurante Vergini vestali che offrono libri (1906) [fig. 22] che, oltre a rivelare, più degli altri, profonde suggestioni per la pittura dei Preraffaelliti inglesi (da Crane a Burne Jones), costituisce una preziosa versione in marmo della targa dispersa commissionatagli dalla Società Bibliografica di Torino per ringraziare e testimoniare l’intervento di ricostruzione dopo il disastroso rogo della Biblioteca Nazionale del 1904. Se non è possibile in questa sede approfondire le poetiche di un gran numero di scultori che, tra tradizione e innovazione, si mossero – non senza contaminazioni, fuoriuscite e personali sperimentazioni – tra le diverse tendenze artistiche di primo Novecento, dal Realismo, al Simbolismo, al Futurismo, al Liberty, all’Espressionismo e all’Arte di Regime (Cifariello, Renda, Astorri, Canonica, Cambellotti, Zanelli, Drei, Baccarini, Andreotti, Romanelli, Rambelli, Biagini, Morbiducci, Maraini, solo per citare i più noti), vale la pena di soffermarsi in chiusura sulle figure di due grandi maestri che, per la singolarità delle loro esperienze, costituiscono casi isolati. Ineguagliato creatore di opere cerebrali, dedicate perlopiù ai temi della vita e della morte, fu il milanese Adolfo Wildt (1868-1931) che, attraverso una rigorosa semplificazione formale, intese “rappresentare in forme sensibili l’invisibile, e ‘scolpire’ i palpiti, i sospiri, in una ricerca senza cedimenti o deviazioni” (Sgarbi). Ne è prova emblematica, l’eterno, quasi diafano, volto della Vergine del 1924 [fig. 23] – di cui si conserva in collezione anche il gesso – qualificato dalla peculiare superficie traslucida e polita, opera intensa, intatta, di inflessibile misura classicista, che rinvia alla nobile astrazione della plastica purista e insieme alla semplicità delle mistiche sculture medievali. Altro esecutore senza eguali fu il cremonese Alceo Dossena (1878-1937) che, dopo la guerra, per far fronte a problemi economici, accettò l’aiuto offertogli dall’antiquario Fasoli – conosciuto a Roma nel 1919 – che gli commissionò una serie di statue, nello stile italiano del Trecento e del Rinascimento, vendute come originali (ad
esempio di Giovanni Pisano, Donatello e Vecchietta) soprattutto a musei e collezionisti americani. Di questo formidabile falsario, che si autodenunciò nel 1928 guadagnandosi grandi apprezzamenti e numerosi incarichi, si conservano in raccolta Sgarbi otto peculiari lavori, alcuni eseguiti nel “decennio di clandestinità” (come il busto di Catharina de Sabello, esemplato sui modelli di Francesco Laurana [fig. 24]) ed altri negli ultimi anni della carriera, che, proprio perché successivi allo scandalo, non imitano lo stile di nessun artista in particolare, e riportano, in bella vista, data e firma, configurandosi come “originali Dossena”. Ai citati maestri, accompagnati da altri ancora pressoché sconosciuti (La Spina, Falcone) e da quelli nati in apertura del nuovo secolo (come, Innocenti, Asco, Spadini, Greco, Parini), converrà dedicare una trattazione specifica e approfondita, magari in occasione di una prossima mostra supportata da un progetto rigoroso in grado di fornire gli strumenti per comprendere la ricchezza e l’alto valore artistico della complessa e appassionante vicenda della scultura italiana del Novecento. Del Baciccio si conserva in collezione Sgarbi anche il Ritratto del Cardinale Giovan Francesco Ginnetti (illustrato, in ultimo, da S. Blasio, in Meraviglie del Barocco nelle Marche, a cura di V. Sgarbi e S. Papetti, cat. della mostra, Milano, 2010, pp. 132-133). 2 M. Bona Castellotti, F. Piazza, in Exempla: la rinascita dell’antico nell’arte italiana, da Federico II ad Andrea Pisano, a cura di M. Bona Castellotti, A. Giuliano, cat. della mostra, Ospedaletto, 2008, p. 134. 3 V. Sgarbi, in Giotto e il suo tempo, cat. a cura di M. Cisotto Nalon, Milano, 2000, pp. 17, 19. Sempre in raccolta Sgarbi, di Tino di Camaino, è una statua acefala di un Santo, anch’essa proveniente da un monumento funebre o un altare smembrato. 4 Coppia di capitelli in marmo, inediti: documentati al 1484, sono parte della serie proveniente dalla chiesa della Santissima Annunziata di Palermo (H. W. Kruft, Domenico Gagini und seine Werkstatt, Monaco, 1972, pp. 251-252, ill. 91-96). 5 Cristo salvatore con la corona di spine, terracotta policroma; ill. da F. Petrucci, in Matteo Civitali e il suo tempo. Pittori, scultori e orafi a Lucca nel tardo Quattrocento, cat. della mostra, Cinisello Balsamo, 2008, p. 386. 6 Santa, marmo, ill. da V. Zani, Gasparo Cairano e la scultura monumentale del Rinascimento a Brescia (1489-1517 ca.), Roccafranca, 2010, p. 117, fig. 58. 7 Cristo passo, terracotta policroma; ill. da T. Mozzati, in La scultura al tempo di Andrea Mantegna. Tra classicismo e naturalismo, a cura di V. Sgarbi, cat. della mostra, Milano, 2006, pp. 100-101. 8 Ecce homo (Cristo in pietà), terracotta, ill. da V. Sgarbi, in La scultura al tempo di Andrea Mantegna. Tra classicismo e naturalismo, a cura di V. Sgarbi, cat. della mostra, Milano, 2006, pp. 166-167. 9 Madonna (Santa ?), terracotta dipinta, inedita. 10 San Giovanni evangelista, marmo, ill. da F. Abbate, La scultura napoletana del Cinquecento, Roma, 1992, p. 168, tav. 149; vedi anche R. Naldi, Girolamo Santacroce. Orafo e scultore napoletano del Cinquecento, Napoli 1997, p. 190, n. A 39. Poco dopo la stesura di questo saggio, Fabio Speranza, in un approfondito studio di prossima pubblicazione, ha dimostrato che il rilievo, assieme a quello con San Luca (vedi nota n. 11), proviene dalla chiesa di Sant’Aniello a Caponapoli e fa parte di un insieme smembrato ab antiquo i cui frammenti si trovano attualmente esposti, come bottega di Giovanni da Nola, nel Museo di Capodimonte. Per questa ragione entrambi i rilievi con gli Evangelisti vanno ricondotti al Cantiere di Giovanni Marigliano Da Nola. 11 San Luca evangelista, marmo, ill. da F. Abbate, La scultura napoletana del Cinquecento, Roma, 1992, p. 168, tav. 126; vedi anche R. Naldi, Girolamo Santacroce. Orafo e scultore napoletano del Cinquecento, Napoli, 1997, p. 190, n. A 39. Dopo Napoli 1997, p. 190, n. A 39. Il rilievo è da riferire, assieme a quello con San Giovanni commentato alla nota precedente (n. 10), al Cantiere di Giovanni Marigliano Da Nola. L’attribuzione si deve a Fabio Speranza. 12 Angelo reggicartiglio, pietra, inedito. 13 Annunciata, marmo, inedita. 14 C. Galassi, in La scultura al tempo di Andrea Mantegna. Tra classicismo e naturalismo, a cura di V. Sgarbi, cat. della mostra, Milano, 2006, pp. 108-111 (con bibliografia precedente). 15 V. Sgarbi, Sculture da vestire: Nero Alberti da Sansepolcro e la produzione di manichini lignei in una bottega del Cinquecento, a cura di C. Galassi, cat. della mostra, Umbertide, 2005, pp. 165-166. 16 A. Bacchi, in La scultura a Venezia da Sansovino a Canova, a cura di A. Bacchi, Milano, 2000, p. 743. Ringrazio Andrea Bacchi per aver discusso il problema e avermi dato l’occasione di anticipare il suo parere in questo scritto. 17 già Sotheby’s, Londra, 8 giugno 1999, lotto 52; vedi A. Bacchi, La scultura a Venezia…cit., 2000, p. 733, fig. 373. 18 L’esemplare Sgarbi è apparso all’asta fiorentina di Pandofini del 15 ottobre 2002, lotto 52 (“attribuito a Pietro Tacca”). Due esemplari in terracotta, uno al Museo di Luoisville in Kentucky e uno già presso Sotheby’s (1968) a Londra, sono pubblicati come opere di Tacca da Torriti che ne ricorda un terzo, in marmo, “dovuto a qualche discepolo o seguace del Tacca”, a Palazzo Pitti a Firenze, ingresso galleria Palatina, Sala del Bandinelli (P. Torriti, Pietro Tacca da Carrara, Carrara, 1975, p. 72, p. 74 figg. 47-49; vedi anche M. Tommasi, Pietro Tacca, Pisa, 1995, p. 77); una quarta Testa in terracotta, ancora esposta come opera di “ignoto toscano” alla Pinacoteca di Volterra, è illustrata e commentata da C. D’Afflitto (in La civiltà del cotto. Arte della terracotta nell’area fiorentina dal XV al XX secolo, Impruneta, 1980, pp. 126-128, scheda n. 2.29); un quinto esemplare, sempre in terracotta, è apparso a Londra presso Christie’s il 5 luglio 2013, lotto 79 (“attribuito a Giovanni Gonnelli”). 19 F. Baldinucci, Notizie dei professori del disegno (1681-1728), a cura di P. Barocchi, IV, Firenze 1974, p. 622. 20 ill. da F. Petrucci, in Il Ritratto interiore. Da Lotto a Pirandello, a cura di V. Sgarbi, cat. della mostra, Milano, 2005, p. 198 n. 33. 21 E. Colle, Microintagli, Milano, 2001, in part. pp. 22-23, nn. 19-20. 22 Per un approfondimento e un confronto con altri microintagli di Bonzanigo si rimanda a Giuseppe Maria Bonzanigo: intaglio minuto e grande decorazione, a cura di C. Bertolotto, V. Villani, cat. della mostra, Lindau, 1989. 23 Si veda in ultimo l’intervento di A. Daninos (in Avere una bella cera: le figure in cera a Venezia e in Italia, a cura di A. Daninos, cat. della mostra, Milano, 2012, p. 111, nn. 10-11) che le riferisce, più genericamente, a un ceroplasta emiliano. 24 Si tratta delle statue in marmo nella cappella di Santa Maria Maddalena dei Pazzi nell’omonima chiesa fiorentina (vedi, in ultimo, R. Roani, in Pittore imperiale: Pietro Benvenuti alla corte di Napoleone e dei Lorena, a cura di L. Fornasari, C. Sisi, cat. della mostra, Firenze, 2009, p. 57, n. 7). 25 Per il monumento smembrato, la cui parte superiore è riemersa recentemente sul mercato romano (Copercini e Giuseppin, Roma, Biennale di Antiquariato, 2010), vedi N. Stringa, Giuseppe De Fabris: uno scultore dell’Ottocento, Milano, 1994, pp. 73-76. 26 Il busto in marmo in raccolta Sgarbi proviene dall’asta londinese di Sotheby’s del 7 aprile 1987, lotto 197. Per gli altri esemplari vedi, in ultimo, Lorenzo Bartolini: Scultore del bello naturale, a cura di F. Falletti, S. Bietoletti, A. Caputo, cat. della mostra, Firenze, 2011, pp. 236-237. 27 ill. in Il Male. Esercizi di Pittura Crudele, a cura di V. Sgarbi, cat. della mostra, Milano, 2005, p. 198, p. 340 n. 129. 1
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ANTONIO VIVARINI/ BARTOLOMEO VIVARINI
(Murano, 1415/1418 – Venecia, 1476/1484) / (Murano, documentado entre 1450 y 1499) Sant’Antonio da Padova [San Antonio de Padua] San Ludovico di Tolosa [San Ludovico de Tolosa] Témpera sobre tabla, 127 x 50,5 cm (Sant´Antonio); Témpera sobre tabla, 125 x 52 cm (San Ludovico) Bibliografía: Rossetti 1765, p. 166; Brandolese 1795, p. 249; Michiel 1884, p. 30; Testi 1915, pp. 369, 387; Pallucchini 1962, pp. 96, 101, 114; Zeri 1975, pp. 3-10 (Zeri 1988, pp. 161-165); Hlavácková 1991, pp. 11-20; Ripa, en Le meraviglie 2005, pp. 42-43; Tedeschi, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 66-71. Las dos tablas que representan a Sant’Antonio da Padova y a San Ludovico di Tolosa estaban colocadas en el piso inferior de un desaparecido políptico realizado en 1451 por los hermanos Antonio y Bartolomeo Vivarini para el altar de la capilla mayor de la iglesia paduana de San Francesco (para esta misma iglesia Antonio había ejecutado cuatro años antes, junto a su cuñado Giovanni d’Alemagna, otro políptico dedicado a la Natividad, hoy expuesto en la Galeria Nacional de Praga y anteriormente custodiado en el castillo de Konopiste, en la República Checa).
módulos expresivos de Antonio Vivarini; mientras que «el sucederse a lo largo de la manga los pliegues, tan “remarcados”; o el medido trazo que arquea la azucena, o el motivo del cordón sujeto por el dedo», constituirían ya indicios «del impulso en clave paduana aportado por el joven Bartolomeo al repertorio del hermano». Según el estudioso, por otra parte, los dos paneles irían unidos al San Pietro y al San Paolo de la Galería Nacional de Praga; San Paolo, en particular, se presenta bastante deteriorado, como el San Ludovico que tenía al lado en el extremo derecho del piso inferior.
Según manifiestan las fuentes documentales, el políptico estaba datado y firmado “MCCCCLI ANTONIUS ET BARTHOLOMEUS FRATRES DE MURANO PINXERUNT HOC OPUS”, demostración de una fecunda alianza que ya había dado resultados positivos en 1450, año en el que los hermanos de Murano pintaron el políptico de la Cartuja de Bolonia, conservado hoy en la pinacoteca local.
Aparte de la tabla central desaparecida, que representaba un san Francisco probablemente captado en el acto de mostrar los estigmas, los cuatro santos responden plenamente a la serie descrita por las fuentes, que documentaban un San Pietro y un San Paolo, flanqueados respectivamente por Sant’Antonio y por San Ludovico. Zeri (1975) admite por hipótesis que las dos tablas con las medias figuras de Santa Chiara y del Battista, conservadas en el Kunsthistorisches Museum de Viena, constituyan la parte izquierda del piso superior del políptico de Padua, por el estilo con el que se representa a los sujetos, que manifiestan la mano prevalente de Antonio, mezclada con la del hermano menor, y por el particular motivo decorativo que adorna los nimbos de los santos, muy cercano al del presente Sant’Antonio. Un detalle este, que retorna también en la Madonna col Bambino del Art Museum de Worcester, Massachussets, que constituiría el centro del piso superior del retablo, como sostiene Zeri (1975), el cual menciona también la existencia en la Galería Nacional de Praga de una cúspide en pésimas condiciones con la figura de Cristo, proveniente de las colecciones Estenses de Austria, probable coronamiento del retablo paduano. A la luz de estas consideraciones es posible que el políptico de 1451, como el de 1447, entrara a formar parte después de 1810 de la colección Estense al Catajo en Padua, luego pasaría de la familia Obizzi a los herederos de la casa de Este, y de estos al archiduque Francesco Ferdinando d A ́ sburgo; los distintos paneles desmembrados posteriormente se trasladarían, dentro de la grandiosa colección, a los diferentes castillos bohemios pertenecientes a los Este-Austria (entre ellos a Konopiste) y a Viena. También es posible que algunos compartimentos del políptico (sobre todo los de la zona derecha), a causa de la humedad y de las filtraciones, se hubieran perdido desde los tiempos del traslado de la iglesia de San Francesco. En la hipótesis de Zeri, resultaban desconocidos al estudioso el San Francesco central y los dos paneles superiores de la derecha: uno de estos, que representa a San Bernardino da Siena, ha sido recuperado en la Galería Nacional de Praga, donde en 1991 Hlavácková reconoció también una Madonna col Bambino de Antonio Vivarini bastante similar a la de Worcester, pero con cúspide y de dimensiones más congruentes con la obra de 1451. Así integrada y corregida la recomposición de Zeri, en abril de 2013 el políptico de los hermanos Vivarini se recompuso parcialmente en Praga en el palacio Šternberský, con ocasión de la exposición “Vivarini 1451: encuentro después de más de 100 años”, en la que se reunieron siete de las once tablas originales (los cinco paneles de la Galería Nacional de Praga y las dos de la colección Sgarbi que aquí se exponen).
La mitad de siglo XV constituía un periodo feliz en el que Padua era una de las principales capitales del arte europeo: en aquellos años, además de Donatello, que llegó a la ciudad para trabajar en la basílica de Sant’Antonio, estaban presentes Mantegna y otros importantes artistas ferrareses y venecianos, como es el caso de los hermanos Vivarini que pocos años después, en 1459, rompieron su asociación.
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Con mucha probabilidad el políptico de 1451, que ha tenido en el transcurso del tiempo una historia rica y fatigosa que lo condujo de Padua a Europa central, fue retirado del altar de la iglesia de San Francisco en torno a la segunda mitad del siglo XVIII: Rossetti, al describirlo detalladamente en 1765, especificaba que su colocación era «de frente a la puerta», mientras que Brandolese lo había visto en 1795, junto al retablo de 1447, «en un cuartito situado al lado derecho del coro». Tras la supresión del convento de los Frati zoccolanti de San Francesco, en 1810, los dos polípticos desaparecieron (hasta el punto de que la Guida di Padova de Moschini, datada en 1817, ya no los mencionaba), para luego entrar a formar parte de colección del castillo bohemio de Konopiste (Zeri 1975), donde los paneles de 1451 se fueron dividiendo. De nuevo Rossetti (1765) en su precisa Descrizione informa, con relación a la pintura de 1451, que «la tabla [...] está dividida en dos órdenes de compartimentos uno sobre el otro, con cinco santos en cada uno; en el primer piso está san Francisco en medio y los santos Pedro y Pablo, Antonio y Luis Obispo a los lados. En el de arriba la Virgen con el Niño Jesús en brazos en medio con cuatro santos a los lados, con un cristo yacente en otro nicho arriba...». El Anonimo Morelliano certifica que en el siglo XVI el piso superior constaba de «(cinco nichos) con cinco santos medios», en referencia al hecho de que la Madonna y los santos estaban representados a media figura (el Anonimo interpretó la figura de la Madonna como la de un santo). Los paneles con Sant’Antonio da Padova y San Ludovico di Tolosa, salieron a subasta en Dorotheum de Viena el 5 de noviembre de 1974, el primero de ellos en buen estado de conservación, el segundo, en cambio, arruinado por la pérdida de color debida a la humedad; en el catálogo de venta venían atribuidos erróneamente al círculo de Carlo Braccesco. Como justamente hace notar Zeri (1975), sin considerar la figura de San Ludovico, que no se puede juzgar por su estado lleno de lagunas, el Sant’Antonio, en la pose de la figura y en el rostro, es perfectamente asimilable a los
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ANTONIO VIVARINI/ BARTOLOMEO VIVARINI (Murano, 1415/1418 – Venezia, 1476/1484) / (Murano, documentato dal 1450 al 1499)
Sant’Antonio da Padova San Ludovico di Tolosa
Tempera su tavola, 127 x 50,5 cm (Sant´Antonio); Tempera su tavola, 125 x 52 cm (San Ludovico) Bibliografia: Rossetti 1765, p. 166; Brandolese 1795, p. 249; Michiel 1884, p. 30; Testi 1915, pp. 369, 387; Pallucchini 1962, pp. 96, 101, 114; Zeri 1975, pp. 3-10 (Zeri 1988, pp. 161-165); Hlavácková 1991, pp. 11-20; Ripa, in Le meraviglie 2005, pp. 42-43; Tedeschi, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 66-71
Le due tavole raffiguranti Sant’Antonio da Padova e San Ludovico di Tolosa erano collocate nel registro inferiore di uno scomparso polittico realizzato nel 1451 dai fratelli Antonio e Bartolomeo Vivarini per l’altare della cappella maggiore della chiesa padovana di San Francesco (per la stessa chiesa Antonio aveva eseguito quattro anni prima, insieme al cognato Giovanni d’Alemagna, un altro polittico raffigurante una Natività, già presso il Castello di Konopiste in Repubblica Ceca, oggi alla Galleria Nazionale di Praga). Secondo la testimonianza delle fonti, il polittico era datato e firmato “MCCCCLI ANTONIUS ET BARTHOLOMEUS FRATRES DE MURANO PINXERUNT HOC OPUS”, in base ad una feconda collaborazione che aveva già dato i suoi esiti positivi nel 1450, anno in cui i fratelli muranesi avevano dipinto il polittico della Certosa di Bologna, oggi conservato nella locale Pinacoteca. La metà del XV secolo costituiva un periodo felice in cui Padova era una delle principali capitali dell’arte europea: in quegli anni, infatti, oltre a Donatello, giunto in città per lavorare per la basilica di Sant’Antonio, erano presenti Mantegna e altri importanti artisti ferraresi e veneziani, come appunto i fratelli Vivarini che pochi anni dopo, nel 1459, ruppero però il loro sodalizio. Molto probabilmente il polittico del 1451, che ha avuto nel corso del tempo una storia ricca e travagliata che lo ha portato da Padova all’Europa centrale, fu rimosso dall’altare della chiesa di San Francesco intorno alla seconda metà del XVIII secolo: il Rossetti, infatti, descrivendolo con minuzia nel 1765, specificava che la sua collocazione era «di rimpetto alla porta», mentre il Brandolese lo aveva visto nel 1795, insieme all’ancona del 1447, «in uno stanzino situato al lato destro del coro». Dopo la soppressione del convento dei Frati zoccolanti di San Francesco, nel 1810, tutti e due i polittici scomparvero (tanto che la Guida di Padova del Moschini, datata al 1817, non li menzionava più), per poi entrare a far parte della raccolta del castello boemo di Konopiste (Zeri 1975), dove i pannelli del 1451 vennero successivamente divisi. Ancora Rossetti (1765) nella sua precisa Descrizione informa, relativamente al dipinto del 1451, che «la tavola [...] è divisa in due ordini di scompartimenti l’uno sopra l’altro, con cinque santi per cadauno; nel primo ordine v’è S. Francesco nel mezzo e i santi Pietro e Paolo, Antonio e Lodovico Vescovo ai lati. In quello di sopra la B. Vergine col Bambino Gesù nelle braccia nel mezzo con quattro santi ai lati, con un Cristo morto in un’altra nicchia sopra questa...». L’Anonimo Morelliano attesta nel XVI secolo che l’ordine superiore constava di «(cinque nicchi) con cinque Santi mezzi», riferendosi al fatto che la Madonna ed i santi erano effigiati a mezza figura (l’Anonimo aveva scambiato la figura della Madonna per quella di un santo). I pannelli con Sant’Antonio da Padova e San Ludovico di Tolosa, sono apparsi alla vendita all’asta presso il Dorotheum di Vienna il 5 novembre 1974, il primo in buono stato di conservazione, il secondo, invece, rovinato per cadute di colore dovute all’umidità; nel catalogo di vendita venivano erroneamente riferiti alla cerchia di Carlo Braccesco. Come fa giustamente notare Zeri (1975), a parte la figura di San Ludovico, non giudicabile per il suo stato lacunoso, il Sant’Antonio, nell’impostazione della figura e nel
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volto, è perfettamente riconducibile ai moduli espressivi di Antonio Vivarini; mentre «il succedersi lungo la manica delle pieghe, già “squarcionesche”; o l’accenno ritmico secondo cui è inarcato il giglio, o il motivo del cordone sorretto dal dito», costituirebbero già indizi «della spinta in senso padovano impressa dal giovane Bartolomeo al repertorio del fratello». Secondo lo studioso, inoltre, i due pannelli andrebbero uniti al San Pietro e al San Paolo della Galleria Nazionale di Praga; San Paolo, in particolare, si presenta abbastanza rovinato, proprio come il San Ludovico che lo fiancheggiava sull’estrema destra dell’ordine inferiore. A parte la tavola centrale mancante, che effigiava un san Francesco, probabilmente colto in atto di mostrare le stimmate, i quattro santi rispondono quindi pienamente alla serie descritta dalle fonti, che documentavano appunto un San Pietro ed un San Paolo, affiancati rispettivamente da Sant’Antonio e da San Ludovico. Zeri (1975) ipotizza poi che le due tavole con le mezze figure di Santa Chiara e del Battista, conservate al Kunsthistorisches Museum di Vienna, costituiscano la parte sinistra del registro superiore del polittico di Padova, per lo stile con cui sono rappresentati i soggetti, che mettono in evidenza la mano prevalente di Antonio, mescolata a quella del fratello minore, e per il particolare motivo decorativo che orna i nimbi dei santi, molto vicino a quello del presente Sant’Antonio. Un dettaglio questo, che ritorna anche nella Madonna col Bambino dell’Art Museum di Worcester, Massachussets, che costituirebbe il centro dell’ordine superiore dell’ancona, come sostiene Zeri (1975), che menziona anche l’esistenza presso la Galleria Nazionale di Praga di una cuspide in pessime condizioni con la figura di Cristo, proveniente dalle raccolte Estensi d’Austria, il probabile coronamento dell’ancona padovana. Alla luce di queste considerazioni è quindi probabile che il polittico del 1451, come quello del 1447, sia entrato a far parte dopo il 1810 della collezione Estense al Catajo presso Padova, allora passato dalla famiglia Obizzi agli eredi della casa d’Este, e da questi all’Arciduca Francesco Ferdinando d’Asburgo; i vari pannelli smembrati sarebbero poi stati spostati all’interno della grandiosa raccolta, nei vari castelli boemi appartenuti agli Este-Austria (tra cui Konopiste) e a Vienna. E’ anche possibile che alcuni scomparti del polittico (soprattutto quelli nella zona destra) a causa dell’umidità e delle infiltrazioni, siano andati perduti, sin dai tempi della rimozione dalla chiesa di San Francesco. Nell’ipotesi di Zeri, risultavano ignoti allo studioso il San Francesco centrale e i due pannelli superiori di destra: uno di questi, raffigurante San Bernardino da Siena, è stato recuperato presso la Galleria Nazionale di Praga, laddove nel 1991 Hlavácková riconobbe anche una Madonna col Bambino di Antonio Vivarini assai simile a quella di Worcester, ma cuspidata e di dimensioni più congrue all’opera del 1451. Così integrata ed emendata la ricomposizione di Zeri, nell’aprile 2013 il polittico dei fratelli Vivarini è stato parzialmente ricomposto a Praga presso palazzo Šternberský, in occasione dell’esposizione “Vivarini 1451: incontro dopo più di 100 anni”, in cui sono state riunite sette delle undici tavole originali (i cinque pannelli della Galleria Nazionale di Praga e i due in collezione Sgarbi qui esposti). Cinzia Tedeschi
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ANTONIO CICOGNARA (Crémona, documentado de 1480 a 1500)
Madonna del latte tra sant’Agnese e santa Caterina d’Alessandria [La Virgen de la leche entre santa Inés y santa Catalina de Alejandría] óleo sobre tabla, 168 x 122 cm Inscripciones: “14 ANTONII CIGOGNARII OPVS 90”
Bibliografía: Zaist 1774, p. 46-47; Nebbia 1899, pp. 572-573; Bargellesi 1981, pp. 419 -421 (con bibliografía precedente); Quattrini 1993, p. 447-448; Lippincott 1996, p. 305-306; Del Giudice 1998, p. 169-170; Pizzamano, en Le meraviglie 2005, pp. 78-79 (con bibliografía precedente); Tedeschi, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 72-75. Activo en Crémona y, presumiblemente, en Ferrara en la segunda mitad del siglo XV, del pintor y miniaturista Antonio Cicognara no se conocen sin embargo documentos suficientes para poder reconstruir completamente su biografía: las noticias que han llegado hasta nosotros solo atañen al limitado arco temporal comprendido entre 1480 y 1500. De reunir las poquísimas obras firmadas y atribuidas al artista resulta una vivaz fantasía decorativa y un preciosismo cromático que revelan su personalidad exuberante y un estilo que apunta plenamente bien a la escuela de Ferrara, en especial a las características de Francesco del Cossa y de Ercole de’ Roberti —sin olvidar los perdidos y muy admirados frescos ejecutados en Ferrara por Piero della Francesca, que Cicognara con toda seguridad pudo admirar— o bien a la tradición miniaturista cremonesa y estense. La actividad del artista en Ferrara está documentada por la realización, en 1480, de una Madonna col Bambino conservada en la Pinacoteca Nazionale, que constituye la primera obra firmada y datada; pero si se admiten las tesis de Longhi (1934) y de Ruhmer (1960) que propusieron la participación de Cicognara en la decoración del Salone dei Mesi en el palacio Schifanoia, su actividad en esta ciudad se remontaría por lo menos a 1469. Tal hipótesis no es unánimemente aceptada: la intrincada y controvertida fortuna crítica del artista cremonés ha llevado a confusiones en las atribuciones y a las distinciones de tres maestros homónimos (para un resumen de la cuestión consúltese Bargellesi, 1981). Documentos de 1482 y de 1483 testimonian el retorno del artista a la ciudad natal para realizar, como miniaturista, la decoración de un antifonario en dos volúmenes (todavía conservados en la catedral) y un salterio para el Duomo de la ciudad, que desgraciadamente se perdió. Entre 1486 y 1487 Cicognara aún estaba activo en Crémona para trabajos, perdidos desde el siglo XVIII, en la iglesia de San Rocco y en el ospedale della Pietà. También están desaparecidos un San Giacinto realizado al fresco sobre una pilastra en San Pantaleone, descrito por Zaist (1498), y las dos tablillas con Vergine e Sant’Omobono en la sacristía de Sant’Antonio abate. Las noticias que se refieren al artista se detienen en agosto de 1500, cuando marchó a Lodi junto a Iacopo de Motti para hacer una tasación de las pinturas que realizó Bergognone en el santuario dell’ Incoronata. El cuadro que representa la Madonna del latte tra sant’Agnese e santa Caterina d’Alessandria lleva la siguiente inscripción con fecha y firma: “14 ANTONII CIGOGNARII OPVS 90”. Se trataría por tanto de la Madonna in trono tra due sante citada por Ugo Nebbia en la nota biográfica dedicada al artista y proveniente de la iglesia de Sant’ Elena en Crémona, que luego pasó a las colecciones Cologna y Speroni de Milán. La tabla se caracteriza por la regular escisión rítmica del espacio mediante el hieratismo de las figuras femeninas definidas por volúmenes plenos: las santas mártires en actitud absorta a los lados, y una solemne Virgen en el centro dando el pecho al pequeño Jesús. Este último, que lleva solamente un collar de coral, potente símbolo apotropaico y terapéutico considerado eficaz contra las enfermedades y los influjos malignos, con típica vivacidad infantil, se separa pataleando del seno de una madre
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tranquila y serena, para dirigir la mirada hacia el exterior. Madre e hijo están cobijados en el interior de un trono real suntuosamente decorado con mármoles polícromos, preciosos capiteles dorados, festones y telas que representan motivos vegetales: elementos estos que permiten al artista expresar plenamente su exuberante fantasía decorativa. Nótese además, en el fondo, la hornacina semicircular rematada por una semicúpula sobre la que campea una concha, elemento de clara derivación pierfranceschiana, que recuerda el nacimiento de Venus y que aquí en cambio celebra a María, la nueva Venus, portadora de belleza eterna pero también símbolo de fecundidad salvífica. Enmarcan el grupo sacro las dos bellas santas ricamente vestidas a la manera del siglo XV, ambas portando en la mano la palma del martirio y definidas por sus atributos iconográficos específicos: el cordero [agnello] a los pies de Inés [Agnese] (elegido por asonancia con su nombre) y la rueda dentada apoyada en el trono junto a Catalina, que lleva también una corona símbolo de su origen noble. La escena se desarrolla en un contexto paisajístico sereno iluminado por un cielo terso y cristalino. Son evidentes en la composición las alusiones a la experiencia de Ferrara que constituye, junto a los precedentes lombardos, un importante elemento formativo del estilo de Cicognara, como se puede encontrar también en otras obras coetáneas atribuidas a él como la Santa Caterina d’Alessandria e una monaca devota de la Accademia Carrara de Bérgamo, o la Adorazione del Bambino con due santi de la Pinacoteca de Crémona. La tonalidad vivaz y refinada de la tabla revela además la experiencia de fino miniaturista de Cicognara, en cuyo confuso catálogo se incluyen también seis cartas de tarot de raíz ferraresa realizadas para un mazo lombardo de origen viscontino y ahora repartidas entre la Accademia Carrara de Bérgamo y la Pierpont Morgan Library de Nueva York. Cinzia Tedeschi
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ANTONIO CICOGNARA (Cremona, documentato dal 1480 al 1500)
Madonna del latte tra sant’Agnese e santa Caterina d’Alessandria olio su tavola, 168 x 122 cm Iscrizioni: “14 ANTONII CIGOGNARII OPVS 90”
Bibliografia: Zaist 1774, p. 46-47; Nebbia 1899, pp. 572-573; Bargellesi 1981, pp. 419 -421 (con bibliografia precedente); Quattrini 1993, p. 447-448; Lippincott 1996, p. 305-306; Del Giudice 1998, p. 169-170; Pizzamano, en Le meraviglie 2005, pp. 78-79 (con bibliografia precedente); Tedeschi, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 72-75. Attivo a Cremona e, presumibilmente, a Ferrara nella seconda metà del XV secolo, del pittore e miniatore Antonio Cicognara non sono purtroppo noti documenti in grado di ricostruirne completamente la biografia: le notizie giunte sino a noi riguardano infatti solo il limitato arco temporale compreso tra il 1480 e il 1500. Ad accomunare le pochissime opere firmate e attribuite all’artista sono una vivace fantasia decorativa e una preziosità cromatica che ne rivelano la personalità esuberante e uno stile che attinge pienamente sia alla scuola ferrarese, in particolare ai modi di Francesco del Cossa e di Ercole de’ Roberti – senza dimenticare i perduti ed ammiratissimi affreschi eseguiti a Ferrara da Piero della Francesca, che Cicognara aveva sicuramente avuto modo di ammirare – sia alla tradizione miniatoria cremonese ed estense. L’attività dell’artista a Ferrara è documentata dalla realizzazione, nel 1480, di una Madonna col Bambino conservata alla Pinacoteca Nazionale, che costituisce la prima opera firmata e datata; ma se si ammettono le tesi di Longhi (1934) e Ruhmer (1960) che proposero la partecipazione di Cicognara alla decorazione del Salone dei Mesi nel palazzo Schifanoia, la sua operosità in questa città risalirebbe almeno al 1469. Tale ipotesi non è comunque universalmente accolta, anzi: l’intricata e controversa fortuna critica dell’artista cremonese ha portato a confusioni attributive e alla distinzione di tre maestri omonimi (per riepilogo sulla questione si veda Bargellesi, 1981). Documenti del 1482 e del 1483 testimoniano il ritorno dell’artista nella città natale per realizzare, come miniatore, la decorazione di un antifonario in due volumi (tuttora conservati nella cattedrale) e un salterio per il Duomo cittadino, andato purtroppo perduto. Tra il 1486 e il 1487 Cicognara era ancora attivo a Cremona per lavori, perduti dal XVIII secolo, nella chiesa di San Rocco e nello Spedale della Pietà. Risultano scomparsi anche un San Giacinto affrescato su un pilastro in San Pantaleone, descritto dallo Zaist (1498), e le due tavolette con Vergine e Sant’Omobono nella sacrestia di Sant’Antonio abate. Le notizie riguardanti l’artista si fermano all’agosto del 1500, quando egli fu a Lodi insieme a Iacopo de Motti per eseguire una stima per i dipinti eseguiti dal Bergognone presso il santuario dell’Incoronata. La pala raffigurante la Madonna del latte tra sant’Agnese e santa Caterina d’Alessandria riporta la seguente iscrizione con data e firma: “14 ANTONII CIGOGNARII OPVS 90”. Si tratterebbe quindi di quella Madonna in trono tra due sante citata da Ugo Nebbia nella nota biografica dedicata all’artista e proveniente dalla chiesa di Sant’ Elena a Cremona, passata poi nelle collezioni Cologna e Speroni di Milano. La tavola si caratterizza per la regolare scansione ritmica dello spazio mediante la ieraticità delle figure femminili definite da volumi pieni: le sante martiri in atteggiamento assorto ai lati, e una solenne Vergine al centro intenta ad allattare il piccolo Gesù. Quest’ultimo, che indossa solamente una collana di corallo, potente simbolo apotropaico e terapeutico ritenuto efficace contro le malattie e gli influssi maligni, con tipica vivacità infantile, si stacca scalpitando dal seno di una Madre composta e serena, per volgere lo sguardo verso l’esterno. Madre e Figlio sono ospitati all’interno di un trono regale sontuosamente decorato con marmi policromi, preziosi capitelli dorati, festoni e stoffe raffiguranti motivi
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vegetali: elementi, questi che permettono all’artista di esprimere a pieno la sua esuberante fantasia decorativa. Si noti inoltre sullo sfondo, la nicchia semicircolare sovrastata da una semicupola su cui campeggia una conchiglia, elemento di chiara derivazione pierfranceschiana, che ricorda la nascita di Venere e che qui celebra invece Maria, la nuova Venere, portatrice di belleza eterna ma anche simbolo di fecondità salvifica. Incorniciano il grupo sacro le due belle sante riccamente vestite alla maniera quattrocentesca, entrambe recanti in mano la palma del martirio e contraddistinte dai loro attributi iconografici specifici: l’agnello ai piedi di Agnese (scelto per assonanza con il suo nome) e la ruota dentata appoggiata al trono accanto a Caterina, che indossa anche una corona simbolo dei suoi nobili natali. La scena si svolge in un contesto paesaggistico sereno illuminato da un cielo terso e cristallino. Evidenti nella composizione i richiami all’esperienza ferrarese che costituisce, insieme ai precedenti lombardi, un importante elemento formativo dello stile di Cicognara, come si può riscontrare anche in altre opere coeve a lui attribuite come la Santa Caterina d’Alessandria e una monaca devota dell’Accademia Carrara di Bergamo, o l’Adorazione del Bambino con due santi della Pinacoteca di Cremona. La cromia vivace e raffinata della tavola rivela inoltre l’esperienza di fine miniaturista di Cicognara, nel cui confuso catalogo si annoverano anche sei carte da tarocco di matrice ferrarese eseguite per un mazzo lombardo di origine viscontea e ora divise tra l’Accademia Carrara di Bergamo e la Pierpont Morgan Library di New York. Cinzia Tedeschi
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JOHANNES HISPANUS
(documentado entre 1506 y 1531, muerto antes de 1538) / (documentato tra il 1506 e il 1531, morto ante 1538)
Madonna col Bambino e santa Caterina d’Alessandria [Virgen con el Niño y santa Catalina de Alejandría] óleo sobre tabla, 55 x 58 cm / olio su tavola, 55 x 58 cm
Bibliografía: Sgarbi 1985, pp. 151-156; Tanzi, en Ioanes Ispanus 2000, pp. 68-71, 95; Tanzi 2001, pp. 579-582; Trubbiani 2003, pp. 212-228; Cesarini, en Le meraviglie 2005, pp. 86-87; Sgarbi, en Vincenzo Pagani 2008, pp. 192-193; Sgarbi, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 36-39. Bibliografia: Sgarbi 1985, pp. 151-156; Tanzi, in Ioanes Ispanus 2000, pp. 68-71, 95; Tanzi 2001, pp. 579-582; Trubbiani 2003, pp. 212-228; Cesarini, in Le meraviglie 2005, pp. 86-87; Sgarbi, in Vincenzo Pagani 2008, pp. 192-193; Sgarbi, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 36-39. Desde 1985, por indicación mía (Sgarbi 1985), esta obra custodiada anteriormente en Roma (colección del Drago), Bérgamo (colección Steffanoni) y Macerata Feltria (colección Mazzoli, con atribución a Giovanni Cariani), se atribuye definitivamente a Johannes Hispanus, artista al que Federico Zeri, partiendo de la firmada Deposizione Saibene, había atribuído antes siete pinturas (Zeri 1948). De Hispanus, que no hay que confundir con el contemporáneo Giovanni di Pietro llamado Spagna, Marco Tanzi (2000 y 2001) ha reconstruido un plausible recorrido estilístico (educado en los ejemplos de artistas como Piero di Cosimo, Perugino, Giorgione, Boccaccino, Agostino da Lodi, Bramantino, Ortolano, Amico Aspertini) que ha hecho corresponder con un notable número de desplazamientos en el área centro-septentrional (Toscana, Venecia, Crémona, Ferrara, Milán). No menos significativa que la actividad itinerante, distinguida por obras cruciales como la de Viadana, parece ser la de la zona en la que Hispanus está más documentado (y varias veces, tanto como para hacer suponer una relación especial con esta tierra): las Marcas. Ya en otoño de 1506, Hispanus está entregado a la realización de la Madonna in trono con il Bambino, sant’Andrea, sant’Elena e due angeli musicanti en Montecassiano, villa a la que quedaría ligado también en los siguientes años, tanto en el trabajo como en otros asuntos extrapictóricos (Trubbiani 2003). A 1508 se remontan las primeras relaciones de Hispanus con Macerata, prolongadas de modo discontinuo hasta 1528. Está en cambio en Recanati en 1510 (Tanzi, en Ioanes Ispanus 2000, p. 14), por tanto en el mismo año del regreso de Roma de Lorenzo Lotto. Precisamente Lotto, junto a su colega Marchesiano di Giorgio y al humanista Nicolò Peranzone, estuvo implicado en las vicisitudes del retablo de Montecassiano, que quizá no había terminado Hispanus antes de su traslado a Macerata (Trubbiani 2003).
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È dal 1985, su mia indicazione (Sgarbi 1985), che quest’opera, in precedenza ruotata fra Roma (collezione del Drago), Bergamo (collezione Steffanoni) e Macerata Feltria (collezione Mazzoli, con attribuzione a Giovanni Cariani), viene stabilmente riferita a Johannes Hispanus, artista a cui Federico Zeri, partendo dalla firmata Deposizione Saibene, aveva ricondotto in precedenza sette dipinti (Zeri 1948). Di Hispanus, da non confondere col contemporaneo Giovanni di Pietro detto lo Spagna, Marco Tanzi (2000 e 2001) ha ricostruito un plausibile percorso stilistico, educato agli esempi di artisti come Piero di Cosimo, Perugino, Giorgione, Boccaccino, Agostino da Lodi, Bramantino, Ortolano, Amico Aspertini, che ha fatto corrispondere a un notevole numero di spostamenti in area centro-settentrionale (Toscana, Venezia, Cremona, Ferrara, Milano). Non meno significativa dell’attività itinerante, contraddistinta da opere cruciali come quella di Viadana, sembra però essere quella nella zona in cui l’Hispanus risulta maggiormente documentato, e a più riprese, tanto da fare supporre un rapporto privilegiato con questa terra: le Marche. Già nell’autunno 1506, Hispanus risulta impegnato nella realizzazione della Madonna in trono con il Bambino, sant’Andrea, sant’Elena e due angeli musicanti a Montecassiano, cittadina alla quale sarebbe rimasto legato anche negli anni seguenti, nel lavoro come in alcuni affari extrapittorici (Trubbiani 2003). Al 1508 risalgono i primi rapporti di Hispanus con Macerata, protratti, in modo discontinuo, fino al 1528. È invece a Recanati nel 1510 (Tanzi, in Ioanes Ispanus 2000, p. 14), quindi nello stesso anno del ritorno di Lorenzo Lotto da Roma. Proprio Lotto, insieme al collega Marchesiano di Giorgio e all’umanista Nicolò Peranzone, era stato coinvolto nelle vicende relative alla pala di Montecassiano, forse non ancora conclusa dall’Hispanus prima del suo trasferimento a Macerata (Trubbiani 2003).
Simplificando el esquema de la Madonna en tondo de Poppi, la tabla en cuestión, de probable destino privado, encuadra en primer plano los bustos de las dos figuras femeninas, en las tipologías características de Hispanus (mentones redondos y prominentes, ojos de dilatadas pupilas), separadas en el centro por el Niño de pie. El establecimiento de la composición, de explícita raíz belliniana, diluye la inicial disposición de Hispanus hacia los modelos umbrotoscanos a favor de nuevos acentos padanos, lombardos y, sobre todo, ferrareses, como señala también Michela Cesarini (en Le meraviglie 2005, p. 86), y el autor que se fija en Dosso - nótese, en especial, el fondo detrás de la cortina - no menos que en Ortolano.
Semplificando lo schema della Madonna in tondo di Poppi, la tavola in questione, di probabile destinazione privata, inquadra in primo piano i busti delle due figure femminili, nelle tipologie caratteristiche dell’Hispanus (i menti tondi e prominenti, gli occhi dalle pupille dilatate), separate al centro dal Bambino in piedi. L’impianto della composizione, di esplicita matrice belliniana, stempera l’iniziale disposizione dell’Hispanus verso i modelli umbro-toscani a favore di nuovi accenti padani, lombardi, soprattutto ferraresi, come notato anche da Michela Cesarini (in Le meraviglie 2005, p. 86), con l’autore che guarda a Dosso - si noti, in particolare, lo sfondo dietro la tenda - non meno che all’Ortolano.
La tabla puede datarse entre 1515 y 1520.
La tavola è databile fra il 1515 e il 1520 circa.
Vittorio Sgarbi
Vittorio Sgarbi
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LORENZO LOTTO (Venecia, 1480 – Loreto, 1556)
Ritratto di Ludovico Grazioli [Retrato de Ludovico Grazioli] óleo sobre lienzo, 86,5 x 71,5 cm
Bibliografía: Berenson 1955, p. 72; Bianconi 1955, p. 79; Berenson 1957, p. 100; Mariani Canova 1975, p. 123; Lucco 2003, pp. 73-75; Lucco, en Il Ritratto interiore 2005, n. 2, p. 189; Valazzi, en Simone De Magistris 2007, n. 27, p. 164; D’Amico, en Scoperte nelle Marche 2008, n. 24, pp. 80-83; Frigerio, en Gli occhi di Caravaggio 2011, n. 1.9, pp. 74-75; D´Amico, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 40-43. La pintura de Lorenzo Lotto es “datable por razones estilísticas hacia 1551” (Lucco en Il Ritratto interiore 2005, n. 2, p. 189), en un momento muy productivo para el anciano pintor y al mismo tiempo crucial en lo que respecta a sus decisiones vitales. De hecho, el 8 de septiembre de 1554 pronuncia la oblación especial a la Santa Casa [de Loreto] y el 21 de noviembre del mismo año el “cardinal de Carpi ... perpetuo protector” acepta la ofrenda de todas las “cosas presentes y futuras”, por tanto también de los cuadros (Pittori a Loreto 1988, pp. 46-48). Apenas dos años después Lorenzo Lotto muere. En el plano de la historia del coleccionismo, el retrato se hallaba en la colección del Marqués de Sligo en Westport, Irlanda; pasa luego a una subasta en Amsterdam en 1946 y a continuación entra en la colección del senador E. C. Loeff, en Bahía (Brasil), donde lo ve Berenson. La pista del cuadro se pierde hasta que en 1997 reaparece en Nueva York. En los años siguientes entra a formar parte de la colección Cavallini Sgarbi, donde se conserva otra gran obra maestra de plena madurez de Lorenzo Lotto, el Ritratto di giovane que Vittorio Sgarbi data en torno a 1547 (Sgarbi 2003, p. 42; Sgarbi, en Il Ritratto interiore 2005, p. 189; Frigerio en Gli occhi di Caravaggio 2011, p. 70 n. 1.7). Berenson dio a conocer la tela (1955, p. 72 e 1957, p. 100) como obra de Lotto con una datación de 1519; Bianconi, en el mismo año, se limitaba a insertarla entre las atribuciones avanzadas por el estudioso americano sin expresar un juicio exacto (Bianconi 1955, p. 79). La única voz disonante es la de Giordana Mariani Canova que en 1975 rechazaba la atribución e identificaba al retratado con un senador veneciano (Mariani Canova 1975, p. 123). La crítica sucesiva no se pronunció sobre la obra, hasta que Mauro Lucco intentó arrojar luz no solo sobre la datación sino también sobre la identidad del personaje (Lucco 2003, 73-75; Lucco in Il Ritratto interiore 2005, n. 2, p. 189). El estudioso, basándose en similitudes estilísticas fecha el retrato en 1551, puntualizando una serie de detalles comparados con otras obras originales y casi coetáneas: “obsérvense las manos nerviosas y sensitivas, realizadas con la misma técnica trémula, casi a la acuarela, de la tela de Mogliano; el bello rostro y los ojos nobles; el rosal que aparece al fondo de la pintura de San Francesco al Monte de Jesi, de 1526, hoy en la pinacoteca de la ciudad, y sobre todo aquel otro que preside los medallones con los 15 misterios del rosario en el retablo de Cingoli, de 1539. Y, una vez más en el vano de la ventana aparece un cielo serótino, con un último replandor claro en el horizonte, y atravesado por nubes, que es ineludible, de nuevo, definir como bassanesco. Además el valor del rosa ladrillo sobre la pared del fondo es muy similar al del muro a exedra en el cuadro de altar de Mogliano”. No solo eso, otra correspondencia se puede advertir en la mirada del personaje a la izquierda de Jesús en el Cristo e l’adultera, desde “el siglo XVI sobre la silla episcopal colocada en la capilla del coro de la iglesia” en Loreto y que Lotto pintó entre 1553 y 1555 (Pittori a Loreto 1988, p. 322). La datación que Berenson sitúa en torno a 1519, recuerda Lucco, se explicaría por el escrito presente en la tarjeta de la tela, “PRO POSTERIS MEMORIA / PATRIS. / ANNO M.D.IXI.I.IXI.I”, evidentemente manipulada y que, por tanto, no puede responder a ninguna fecha creíble. Al no aceptar la cronología de Berenson,
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Lucco avanza una serie de comparaciones con obras datadas entre 1542 y 1543, pero ninguna se corresponde con obras citadas en esos años en el Libro dei conti. Por tanto “si, como creo, 1551 es la fecha más probable ... no hay duda de que, con ese escrito, el contexto de la obra es funerario; manifiesta que el modelo ha sido retratado para que lo recuerden sus herederos” (Lucco 2003, p. 75). Las comparaciones que hace el estudioso con el supuesto Ritratto di Giovanni Taurino, Vicegerente de Ancona y citado en el Libro dei conti en agosto de 1551, de la Pinacoteca de Brera en Milán, y con el Batista balestrier dela Rocha Contrada de los Museos Capitolinos de Roma, de noviembre del mismo año, resultan coherentes y dejan “poco margen para otra identificación” (Lucco 2005, p. 189), que no sea la del noble de Ancona Ludovico Grazioli. El comitente debía de conocer bien al pintor en cuanto que, como recuerda Lucco, ya estaban en contacto y Grazioli, algún tiempo antes, incluso había prestado dinero a Lotto y le había pedido realizar un retrato que “estuviera bien servido para dejar a sus herederos memoria de sí cuando lo vieran” (como explícitamente declara la tarja), y también le prometió una importante recompensa. El anciano pintor, probablemente, tardó en entregar el retrato y la sobrevenida muerte del comitente, al poco tiempo, llevó a los herederos a protestar el precio pactado, “reduciéndolo, con la excusa de la restitución del préstamo, a una décima parte de lo esperado” (Lucco 2003, p. 75). Así pues, un retrato post mortem, una especie de testamento visual del las “últimas voluntades” de Grazioli, concentradas en la austera y orgullosa mirada. Antonio D’Amico Lorenzo Lotto, Ritratto di giovane, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
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LORENZO LOTTO (Venezia, 1480 – Loreto, 1556)
Ritratto di Ludovico Grazioli olio su tela, 86,5 x 71,5 cm
Bibliografia: Berenson 1955, p. 72; Bianconi 1955, p. 79; Berenson 1957, p. 100; Mariani Canova 1975, p. 123; Lucco 2003, pp. 73-75; Lucco, in Il Ritratto interiore 2005, n. 2, p. 189; Valazzi, in Simone De Magistris 2007, n. 27, p. 164; D’Amico, in Scoperte nelle Marche 2008, n. 24, pp. 80-83; Frigerio, in Gli occhi di Caravaggio 2011, n. 1.9, pp. 74-75; D´Amico, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 40-43. Il dipinto di Lorenzo Lotto è “collocabile su base stilistica al 1551 circa” (Lucco in Il Ritratto interiore 2005, n. 2, p. 189), in un momento di intensa produzione per l’anziano pittore e allo stesso tempo cruciale per le sue scelte di vita. Infatti, l’8 settembre 1554 pronuncia l’oblazione speciale alla Santa Casa e il 21 novembre dello stesso anno il “cardinale de Carpi ... perpetuo protettore” accetta l’offerta di tutte le “robbe presenti e future”, quindi anche i quadri (Pittori a Loreto 1988, pp. 46-48) e appena due anni dopo Lorenzo Lotto muore. Sul versante della storia del collezionismo, il ritratto si rintraccia nella raccolta del Marchese di Sligo a Westport in Irlanda; passa poi a un’asta ad Amsterdam nel 1946 e successivamente entra nella collezione del senatore E. C. Loeff a Bahia in Brasile, dove lo vede Berenson. Del quadro si perdono le tracce fino a quando nel 1997 ricompare a New York. In anni successivi entra a far parte della Collezione Cavallini Sgarbi nella quale, di Lorenzo Lotto, è custodito un altro intenso capolavoro della piena maturità, il Ritratto di giovane che Vittorio Sgarbi data intorno al 1547 (Sgarbi 2003, p. 42; Sgarbi, in Il Ritratto interiore 2005, p. 189; Frigerio in Gli occhi di Caravaggio 2011, p. 70 n. 1.7). La tela è stata resa nota da Berenson (1955, p. 72 e 1957, p. 100) come opera di Lotto con una datazione al 1519; Bianconi, nello stesso anno, si limitava a inserirla fra le attribuzioni avanzate dallo studioso americano senza esprimere un preciso giudizio (Bianconi 1955, p. 79). Unica voce irragionevolmente dissonante è quella di Giordana Mariani Canova che nel 1975 rigettava l’attribuzione e identificava l’effigiato con un senatore veneziano (Mariani Canova 1975, p. 123). La critica successiva tace sull’opera, fino a quando Mauro Lucco ha cercato di fare chiarezza non soltanto sulla datazione ma anche sull’identità del personaggio (Lucco 2003, 73-75; Lucco, in Il Ritratto interiore 2005, n. 2, p. 189). Lo studioso, procedendo per assonanze stilistiche, data il ritratto al 1551, puntualizzando una serie di dettagli messi a confronto con altre opere autografe e quasi coeve: “s’osservino le mani nervose e sensitive, eseguite con la stessa stesura vibrata, quasi ad acquerello, della pala di Mogliano; il bel volto e gli occhi mobilissimi; la pianta di rose che appare nel fondo della pala di san Francesco al Monte di Jesi, del 1526, oggi nella pinacoteca cittadina, e soprattutto a quella che regge i medaglioni coi 15 misteri del rosario nella pala di Cingoli, del 1539. E, ancora una volta nel vano della finestra appare un cielo serotino, con un ultimo bagliore chiaro all’orizzonte, e percorso di nuvole, che è giocoforza, di nuovo, definire bassanesco. Inoltre il valore del rosa mattone sulla parete di fondo è molto simile a quello del muro a esedra nella pala di Mogliano”. Non solo, un’altra corrispondenza è ravvisabile nello sguardo del personaggio a sinistra di Gesù, nel Cristo e l’adultera, sin “dal XVI secolo al di sopra della cattedra episcopale posta nella cappella del coro della chiesa” a Loreto e dipinto da Lotto tra il 1553 e il 1555 (Pittori a Loreto 1988, p. 322). La datazione posta attorno al 1519 da Berenson, ricorda Lucco, si spiegherebbe per via della scritta presente nella targa sulla tela, “PRO POSTERIS MEMORIA / PATRIS. / ANNO M.D.IXI.I.IXI.I”, certamente rimaneggiata e pertanto non rispondente a nessuna
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data plausibile. Non accogliendo la cronologia di Berenson, Lucco avanza una serie di confronti con opere datate tra il 1542 e il 1543, ma nessuna risulta pertinente con quelle citate in questi anni sul Libro dei conti. Pertanto, “se, come credo, il 1551 è la data più probabile ... non v’è dubbio che, con quella scritta, il contesto dell’opera sia funerario; essa dichiara che l’effigiato è stato ritratto per essere ricordato dai suoi eredi” (Lucco 2003, p. 75). I confronti avanzati dallo studioso con il supposto Ritratto di Giovanni Taurino, Vicegerente di Ancona e citato nel Libro dei conti nell’agosto del 1551, della Pinacoteca di Brera a Milano, e con il Batista balestrier dela Rocha Contrada dei Musei Capitolini di Roma, del novembre dello stesso anno, risultano coerenti e lasciano “pochi margini per una diversa identificazione” (Lucco 2005, p. 189), che non sia quella con il nobile anconetano Ludovico Grazioli. Il committente doveva conoscere bene il pittore in quanto, come ricorda Lucco, erano già in contatto e il Grazioli, qualche tempo prima, aveva persino prestato denaro a Lotto chiedendogli di eseguire un ritratto e di “esser ben servito per lassar ali soi eredi memoria di sé, vedendolo” (come esplicitamente dichiara la targa), promettendogli anche una cospicua ricompensa. L’anziano pittore, probabilmente, tardò a consegnare il ritratto e la sopraggiunta morte del committente, da lì a poco, portò gli eredi a contestare il prezzo pattuito, “riducendolo con la scusa della restituzione del prestito, ad un decimo delle attese” (Lucco 2003, p. 75). Quindi un ritratto post mortem, una sorta di testamento visivo delle “ultime volontà” di Grazioli, tutte concentrate nel malinconico e dolente sguardo. Antonio D’Amico
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TIZIANO VECELLIO
(Pieve di Cadore, hacia1490 – Venecia, 1576)
Ritratto di gentiluomo (Ippolito de’ Medici) [Retrato de gentilhombre (Hipólito de Médicis)] óleo sobre lienzo, 110,5 x 90 cm Inscripciones: en el centro, a la derecha “TITIANVS”; abajo, a la derecha “1533”
Bibliografía: Mayer 1926, pp. 62-63 (como de Tiziano); Venturi 1931, fig. CCCLXXXI (como de Tiziano); Venturi 1933, pl. 514; Bouchage 1946, p. 75; Howe 1947, p. 34 (como de Tiziano); Berenson 1955, p. 140, fig. 316 (como de Lotto); Berenson 1956, p. 105, fig. 316 (como de Lotto); Francis 1957, p. 41 (como de Lotto); Berenson 1957, vol. I, p. 101 (como de Lotto); Cleveland Museum 1958, n. 418; Wethey 1971, p. 167, n. X-48 (como de Savoldo); Fredericksen, Zeri 1972, pp. 112, 521, 574 (como de Lotto); Pallucchini, Canova 1975, vol. 79, n. 352 (como de Lotto); Cleveland Museum 1982, n. 162, pp. 368-370 (como de Lotto); Chong 1993, p. 271; Di Natale, en I volti e l’anima 2013, p. 28-33; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 44-47. Ya presente en la colección Arthur Sachs (mostrado en la exposición The Arthur Sachs Collection, San Francisco, 1946-1947), este extraordinario Ritratto di gentiluomo entró en el Cleveland Museum of Art de Cleveland en 1955, donde permaneció hasta 2011, cuando recaló en la colección Cavallini Sgarbi. La pintura fue dada a conocer como obra de Tiziano por Mayer (1929) quien leía en ella la fecha de 1538. Poco después Venturi (1931) —observando que la cifra podía leerse como 1538 o también como 1533— lo insertaba “en esa especial familia de retratos de Tiziano [...] aunados por la absoluta inmovilidad de la pose” del personaje. De diferente opinión es Berenson (1955) que, aun aceptando la datación de 1538, la atribuía sin embargo a Lorenzo Lotto, bien sobre la base de una nueva interpretación de la firma (“yo leo claramente un zo, cuya zeta es idéntica a la de Lotto en la pintura de Ancona del 1550, y luego un ANTUS, trasformado en ANUS; el ZO es lo que queda del nombre, tras el intento de cambiar la firma original LORENZO LOTUS por la de TITIANUS”) bien por motivos de estilo (“el personaje es tan lottesco que habría que aventurar la hipótesis — insostenible— de un momento lottesco de Tiziano: más creíble es que Lotto haya buscado acercarse todo lo que podía, en este retrato, a la técnica del máximo pintor veneciano”). La atribución del retrato a Lotto fue considerada tambiénpor críticos sucesivos; solo Wethey (1971) la propuso en cambio como obra del bresciano Girolamo Savoldo. Tras la reciente limpieza, la firma y la fecha son legibles con claridad y la plena autografía de Tiziano, que remite a la clara objetivación del sujeto, la ha confirmado Vittorio Sgarbi. Ligeramente captado en tres cuatros, ante una pared gris cubierta parcialmente por una cortina roja, un hombre todavía joven, de rostro redondo enmarcado por barba y pelo corto, dirige su mirada penetrante hacia el observador. Inmóvil, de pie, apoya la mano derecha sobre la mesa donde reposan dos volúmenes y una carta mientras con la otra sostiene el remate de piel de su pesada ropa oscura. Tiziano capta con aguda inmediatez los caracteres fisonómicos y la sutileza psicológica del personaje que podría ser, por los libros, un humanista. La expresión pensativa y astuta y la pose de autoridad remiten a valores ligados a la rectitud del espíritu y a la seriedad de la acción. La vibración de la luz en la materia y la naturaleza de la figura anuncian la cautivadora libertad de pincelada que el maestro exhibirá en las obras de la década posterior (Ritratto de Pietro Aretino, 1545, Florencia, Pitti). Un ejemplo extraordinario de ello podemos verlo en la alfombra, con una pintura casi abstracta que define su dibujo “roto” recomponible a distancia. Por la intensidad cromática y la factura vibrante, además de por la compuesta disposición del modelo, la pintura se puede considerar cercanaa otras obras destacadas de comienzos de la década de los cuarenta del Cinquecento, como el Ritratto del cardinale Ippolito de’ Medici (1533) custodiado en el Palazzo Pitti de Florencia y el Ritratto
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di Antonio Porcia (hacia 1535) en la Pinacoteca di Brera de Milán. La aparente semejanza, pese a la diferente vestimenta, sugiere la identificación del retrato con Hipólito de Médicis. Por otra parte es en los años treinta cuando la actividad retratista de Tiziano se encamina a su cima por la abundancia de los encargos y por el éxito de los resultados, momento en el que el maestro representa con claros atributos el poder ante el mundo como atestiguan, entre otros, el Ritratto di Francesco Maria della Rovere y el de Eleonora Gonzaga, ambos hoy en los Uffizi. Historia y psicología conviven en la verdad del retrato. Conviene recordar finalmente que un Ritratto d’uomo firmado Tiziano de dimensiones análogas a este (105 x 87 cm) se registró en 1876 en la colección del Infante Sebastián Gabriel de Borbón (Catalogue 1876, p. 76, n. 678). Pietro Di Natale
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TIZIANO VECELLIO
(Pieve di Cadore, 1490 circa – Venezia, 1576)
Ritratto di gentiluomo (Ippolito de’ Medici)
olio su tela, 110,5 x 90 cm Iscrizioni: al centro, a destra“TITIANVS”; in basso, a destra “1533” Bibliografia: Mayer 1926, pp. 62-63 (come Tiziano); Venturi 1931, fig. CCCLXXXI (come Tiziano); Venturi 1933, pl. 514; Bouchage 1946, p. 75; Howe 1947, p. 34 (come Tiziano); Berenson 1955, p. 140, fig. 316 (come Lotto); Berenson 1956, p. 105, fig. 316 (come Lotto); Francis 1957, p. 41 (come Lotto); Berenson 1957, vol. I, p. 101 (come Lotto); Cleveland Museum 1958, n. 418; Wethey 1971, p. 167, n. X-48 (come Savoldo); Fredericksen, Zeri 1972, pp. 112, 521, 574 (come Lotto); Pallucchini, Canova 1975, vol. 79, n. 352 (come Lotto); Cleveland Museum 1982, n. 162, pp. 368-370 (come Lotto); Chong 1993, p. 271; Di Natale, in I volti e l’anima 2013, p. 28-33; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 44-47. Già in collezione Arthur Sachs (esposto alla mostra The Arthur Sachs Collection, San Francisco, 1946-1947), questo rapinoso Ritratto di gentiluomo è entrato al Cleveland Museum of Art di Cleveland nel 1955, dove è rimasto sino al gennaio 2011, quando è approdato in raccolta Cavallini Sgarbi. Il dipinto è stato reso noto come opera di Tiziano da Mayer (1926) che vi leggeva la data 1538. Poco dopo Venturi (1931) – osservando che la cifra poteva essere letta 1538 come pure 1533 – lo inseriva “in quella speciale famiglia di ritratti di Tiziano [...] accomunati dalla assoluta immobilità della posa” del personaggio. Di diverso parere Berenson (1955) che, accettando la datazione al 1538, lo riferiva invece a Lorenzo Lotto sia sulla base di una nuova interpretazione della firma (“io leggo chiaramente uno zo, la cui zeta è identica a quella del Lotto sulla pala di Ancona del 1550, e poi un ANTUS, trasformato in ANUS; il ZO è quanto rimane del prenome, dopo il tentativo di cambiare la firma originale LORENZO LOTUS in quella di TITIANUS”) sia per motivi di stile (“il personaggio è così lottesco, che bisognerebbe avanzare l’ipotesi – insostenibile – di un momento lottesco di Tiziano: più plausibile è che il Lotto abbia cercato, in questo ritratto, di avvicinarsi quanto poteva alla tecnica del massimo pittore veneziano”). L’attribuzione del ritratto a Lotto è stata riportata dalla critica successiva; il solo Wethey (1971) lo ha proposto invece come opera del bresciano Girolamo Savoldo. Dopo la recente pulitura, la firma e la data sono leggibili con chiarezza e la piena autografia di Tiziano, cui rimanda la lucida oggettivazione del soggetto, è stata confermata da Vittorio Sgarbi. Ripreso leggermente di tre quarti, davanti a una parete grigia in parte coperta da una tenda rossa, un uomo ancor giovane, dal volto pieno incorniciato da barba e corti capelli, volge lo sguardo penetrante verso l’osservatore. Immobile, in piedi, poggia la mano destra sul tavolo ove posano due volumi e una lettera mentre con l’altra trattiene l’orlo di pelliccia della sua pesante veste scura. Tiziano coglie con acuta immediatezza i caratteri fisionomici e la condizione psicologica del personaggio che appare, in ragione dei libri, un umanista. L’espressione pensosa e furba e la postura solenne rinviano a valori relativi alla rettitudine dello spirito e alla concretezza dell’azione. La vibrazione luministica della materia e la naturalezza della posa si manifestano con quella coinvolgente libertà di tocco che il maestro esibirà nelle opere del decennio successivo (Ritratto di Pietro Aretino, 1545, Firenze, Pitti). Esempio straordinario è il tappeto con una pittura quasi astratta per definirne il disegno “lotto” ricomponibile a distanza. Per l’intensità cromatica e la stesura vibrante, pur nella composta impostazione del modello, il dipinto si può agevolmente accostare ad altri risalenti agli esordi del quarto decennio del Cinquecento, come il Ritratto del cardinale Ippolito de’ Medici (1533) custodito in Palazzo Pitti a Firenze e il Ritratto di Antonio Porcia (1535 circa) nella Pinacoteca di Brera di Milano. L’evidente somiglianza, pur
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nei diversi abiti, suggerisce l’identificazione del ritrattato con lo stesso Ippolito de’ Medici. E’ del resto negli anni Trenta che l’attività ritrattistica di Tiziano si avvia all’apice per frequenza di commissioni e per successo di risultati, nel momento in cui, il maestro si applica a rappresentare il potere nel suo manifestarsi davanti al mondo con precisi ruoli, come attestano, tra gli altri, il Ritratto di Francesco Maria della Rovere e quello di Eleonora Gonzaga, ambedue oggi agli Uffizi. Storia e psicologia convivono nella verità del ritratto. Conviene ricordare infine che un Ritratto d’uomo firmato Tiziano di dimensioni analoghe a quello in esame (105 x 87 cm) è registrato nel 1876 nella collezione dell’Infante Sebastian Gabriel de Borbon (Catalogue 1876, p. 76, n. 678). Pietro Di Natale
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PAOLO CALIARI, llamado VERONES (Verona, 1528 – Venecia, 1588)
Vergine Maria [La Virgen María] óleo sobre lienzo, 85 x 35 cm
Bibliografía: Pizzamano, en Le meraviglie 2005, pp. 106-107 n. 35; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 76-79.
Asignada a Veronés por Vittorio Sgarbi, la tela se expuso por primera vez en Rovigo en 2006. En un artículo publicado el año anterior, Paola Marini (2005) daba a conocer seis pinturas (de colección privada) pertenecientes a Paolo y su taller —dos expuestas antes en Florencia en 1960 (Mostra 1960, p. 28, nn. 55-56)— que formaban parte de una importante serie en la que entran también las dos, de análogas dimensiones (85 x 35), custodiadas en la Kunsthaus de Zúrich (Pignatti 1976, nn. 298-299; Pignatti, Pedrocco 1991, n. 211; Pignatti, Pedrocco 1995, nn. 328-329), para un total de ocho ejemplares, siete de las cuales representan Santi y un Cristo Risorto. Considerando como hipótesis que las telas constituyeran la decoración, aunque no necesariamente la totalidad de ellas, de un mueble o de un políptico, Marini observaba que la serie debía comprender también al menos otro compartimento, ya que el Risorto tenía que figurar necesariamente en el centro, y al ser imposible una composición asimétrica, a los cuatro santos dispuestos a la izquierda debían corresponderles otros tantos del lado opuesto. La tela que examinamos, de dimensiones coincidentes con las obras señaladas, confirma la feliz intuición de la estudiosa. Como en los otros, la santa, identificable con la Virgen, está de pie dentro de una ilusionista hornacina con una bóveda de cascarón, rematada en lo alto por pequeños triángulos decorados con falso mármol y evoca, en pendant, un San Giovanni Evangelista todavía no identificado. Vemos también otras correspondencias en la relación entre la figura y el espacio que la contiene y en el juego de luces y sombras. En razón de las poses podemos imaginar que San Paolo, Sant’Agostino, San Pietro y Sant’Antonio abate se encontrarían a la derecha del Cristo, mientras que San Girolamo, San Gregorio, Sant’Ambrogio y la tela que examinamos estarían a la izquierda. Paola Marini, aceptando las sugerencias de Marinelli, observaba que las pinturas no muestran sin embargo la misma calidad: de hecho solo cuatro serían originales de Veronés (San Pietro, San Paolo, San Gregorio, San Girolamo), mientras que el Cristo Risorto pertenecería a su hijo Carletto (1570-1596) y las otros tres al taller. La tela Sgarbi, ciertamente original de Paolo, se sitúa entre los mejores compartimentos de la serie. El planteamiento de la perspectiva es riguroso y la luz proveniente de la izquierda hace destacar a la figura dentro de la hornacina a la vez que acentúa sus cualidades cromáticas. Envuelta en un amplio manto azul del que asoman el velo blanco y la enagua rojo amaranto, aprieta con las manos los bordes de los paños volviendo la mirada, intensa y absorta, hacia abajo. La briosa ejecución es impecable —por ejemplo los reflejos brillantes sobre el manto— y los empastes espesos están calibrados sobre tonos fríos, típicos de la fase tardía de Veronés que se sirve de esa representación naturalista para acentuar el patetismo de la figura, similar a la Virgen en la Crocefissione de San Lazzaro dei Mendicanti en Venecia, poco anterior a 1581. A esos años, según la crítica, se remontaría la realización del complejo aquí examinado que, según Martinelli, estaba organizado sobre un doble registro y lo habrían terminado tras la muerte de Paolo —al que se debe la disposición del complejo y las figuras de la parte inferior— los herederos del taller (en Marini 2005, pp. 39-40): tesis discutible
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porque la Virgen que examinamos se corresponde con el período estilístico del pintor entre 1565 y 1570. Conviene recordar por último que la figura a modo de estatua, con colores o momocroma, dentro de una hornacina fue motivo muy estimado por Veronés, que lo propuso repetidamente en dimensiones monumentales desde pincipios de los años sesenta (portillas de órgano en San Geminiano, figuras al temple sobre pared en San Sebastiano y al fresco en la villa Barbaro en Maser, Filosofi de la Marciana), en la madurez (portillas de órgano en San Giacomo en Murano, hoy en Stamford, que la crítica adscribe al taller a partir de modelos del maestro; los mismos compartimentos de zúrich se habían considerado por su semejanza de los contornos arquitectónicos como los posibles modelos para estos trabajos, que luego se realizaron de otra manera). Pertenecen a esta tipología de imágenes también las tres pequeñas telas —quizá partes de la decoración de un frontal de altar o de un espaldar, o bien bocetos para pinturas de mayor formato— que representan la Pittura (Detroit, Institute of Art), Diana (San Petersburgo, Ermitage) y Minerva (Moscú, Puškin). Pietro Di Natale
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PAOLO CALIARI, detto IL VERONESE (Verona, 1528 – Venezia, 1588)
Vergine Maria
olio su tela, 85 x 35 cm Bibliografia: Pizzamano, in Le meraviglie 2005, pp. 106-107 n. 35; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 76-79.
Assegnata a Veronese da Vittorio Sgarbi, la tela è stata esposta per la prima volta a Rovigo nel 2006. In un articolo pubblicato l’anno precedente, Paola Marini (2005) pubblicava sei dipinti (collezione privata) appartenenti a Paolo e bottega – due già esposti a Firenze nel 1960 (Mostra 1960, p. 28, nn. 55-56) – facenti parte di un’importante serie nella quale rientrano anche i due, d’analoghe dimensioni (85 x 35), custoditi alla Kunsthaus di Zurigo (Pignatti 1976, nn. 298-299; Pignatti, Pedrocco 1991, n. 211; Pignatti, Pedrocco 1995, nn. 328-329), per un totale di otto esemplari, raffiguranti sette Santi e un Cristo Risorto (non necessariamente la totalità). Ipotizzando che le tele costituissero la decorazione di un mobile o di un polittico, Marini osservava che la serie doveva comprendere tuttavia almeno un altro scomparto, poiché il Risorto doveva figurare necessariamente al centro, ed essendo impossibile una composizione asimmetrica, ai quattro santi disposti a sinistra dovevano corrisponderne altrettanti dal lato opposto. La tela in esame, di dimensioni coincidenti con gli esemplari noti, conferma la felice intuizione della studiosa. Come negli altri, la santa, identificabile con la Vergine, è in piedi all’interno di un’illusionistica nicchia centinata a tutto sesto, conclusa in alto da piccoli triangoli decorati a finto marmo ed evoca, a péndant, un San Giovanni Evangelista non ancora identificato. Corrispondono, ancora, il rapporto tra la figura e lo spazio che la contiene e il gioco dell’ombra e della luce. In ragione delle pose si può immaginare che San Paolo, Sant’Agostino, San Pietro e Sant’Antonio abate si trovassero a destra del Cristo, mentre San Girolamo, San Gregorio, Sant’Ambrogio e la tela in esame a sinistra. Paola Marini, accogliendo i suggerimenti di Marinelli, osservava che i dipinti non mostrano tuttavia la stessa qualità: solo quattro infatti sarebbero autografi di Veronese (San Pietro, San Paolo, San Gregorio, San Girolamo), mentre il Cristo Risorto spetterebbe al figlio Carletto (1570-1596) e gli altri tre alla bottega. La tela Sgarbi, certamente autografa di Paolo, è tra gli scomparti più intensi della serie. L’impostazione spaziale è rigorosa e la luce proveniente da sinistra rileva la figura dalla nicchia accentuandone il volume. Avvolta da un ampio mantello blu dal quale fuoriescono il velo bianco e la veste rosso amaranto, la Madonna stringe con le mani i lembi dei panni volgendo lo sguardo, intenso e assorto, verso il basso. La veloce stesura è impeccabile – si vedano i riflessi cangianti sul manto – e gli impasti corposi sono calibrati su toni freddi, tipici della fase tarda del Veronese che si serve qui di una declinazione naturalistica per accentuare il patetismo nel volto della figura, simile alla Madonna nella Crocefissione in San Lazzaro dei Mendicanti a Venezia, di poco anteriore al 1581. A questo giro d’anni, secondo la critica, risalirebbe l’esecuzione delle tele che, secondo Martinelli, erano disposte su un duplice registro. La serie sarebbe stata terminata dopo la morte di Paolo – cui si deve l’impostazione complessiva e le figure della parte inferiore – dagli eredi della bottega (in Marini 2005, pp. 39-40): tesi discutibile perché la Madonna in esame corrisponde alla fase stilistica della pittore tra il 1565 ed il 1570.
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Conviene ricordare infine che la figura a mo’ di statua, colorata o monocroma, all’interno della nicchia fu motivo assai caro al Veronese, che lo propose ripetutamente in dimensione monumentale dall’inizio degli anni sessanta (portelle d’organo già in San Geminiano, figure a tempera su muro in San Sebastiano e ad affresco nella villa Barbaro a Maser, Filosofi della Marciana) alla maturità (portelle dell’organo già in San Giacomo a Murano, oggi a Stamford, che la critica ascrive alla bottega da invenzione del maestro; gli stessi scomparti zurighesi erano stati considerati in ragione della somiglianza dei contorni architettonici i possibili modelli per questi lavori, poi eseguiti diversamente). Appartengono a questa tipologia di immagini anche le tre piccole tele – forse parti della decorazione di un dossale o di una spalliera, oppure bozzetti per dipinti di maggiore formato – raffiguranti la Pittura (Detroit, Institute of Art), Diana (San Pietroburgo, Ermitage) e Minerva (Mosca, Puškin). Pietro Di Natale
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GIUSEPPE CESARI, llamado /detto Il CAVALIER D’ARPINO (Arpino, 1568 – Roma, 1640)
Madonna con Bambino (o Madonna della Melagrana) [Virgen con el niño (Virgen de la granada)] óleo sobre tabla, 28,5 x 19,3 cm / olio su tavola, 28,5 x 19,3 cm
Bibliografía: Röttgen 2002, n. 260a, pp. 192, 475, D’Amico, en Simone de Magistris 2007, n. 12, pp. 132-133; D’Amico, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 80-83. Bibliografia: Röttgen 2002, n. 260a, pp. 192, 475, D’Amico, in Simone de Magistris 2007, n. 12, pp. 132-133; D’Amico, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 80-83.
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Giuseppe Cesari, detto il Cavalier d´Arpino Cristo morto sostenuto da Dio Padre con due angeli, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
Del delicioso cuadro de la Madonna della Melagrana de la colección Cavallini Sgarbi se conoce otra versión custodiada en Londres en colección privada (Röttgen 2002, n. 260, p. 475). Las dos versiones, casi del todo idénticas, son originales del Cavalier d’Arpino y están realizadas en torno a 1635 cuando el pintor se trasladó al Palazzo al Corso de Roma en via dei Serpenti, en el barrio Monti en la Suburra, donde pintó una serie de cuadros devocionales de pequeño formato. En torno a la primera mitad de la década de los años treinta podemos situar otra tabla pintada por Cesari y custodiada en la colección Cavallini Sgarbi en Ro Ferrarese, el Cristo morto sostenuto da Dio Padre con due angeli (Röttgen 2002, n. 251, p. 470; D’Amico, en Simone de Magistris 2007, n. 11, pp. 130-131). De la Madonna della Melagrana Röttgen destaca el “gran encanto”: resulta evidente el prototipo rafaelesco que el pintor tiene en mente, aunque abstracto; los rostros se alargan por una geometrización de las formas. La presencia de la granada es el reclamo a la fecundidad divina de la Virgen y el nacimiento de Cristo que a través de la resurrección redime a la humanidad.
Del delizioso quadro della Madonna della Melagrana della collezione Cavallini Sgarbi è nota un’altra redazione custodita a Londra in collezione privata (Röttgen 2002, n. 260, p. 475). Le due versioni, quasi identiche, sono autografe del Cavalier d’Arpino e realizzate intorno al 1635 quando il pittore si trasferisce dal Palazzo al Corso a Roma in via dei Serpenti, al rione Monti nella Suburra e dipinge una serie di quadri devozionali di piccolo formato. Intorno alla prima metà degli anni Trenta può essere collocata un’altra tavola dipinta dal Cesari e custodita presso la collezione Cavallini Sgarbi a Ro Ferrarese, il Cristo morto sostenuto da Dio Padre con due angeli (Röttgen 2002, n. 251, p. 470; D’Amico, in Simone de Magistris 2007, n. 11, pp. 130-131). Della Madonna della Melagrana Röttgen indica il “gran fascino”: risulta evidente il prototipo raffaellesco che il pittore ha in mente, benchè astratto; i visi sono allungati per una geometrizzazione delle forme. La melagrana è richiamo alla fecondazione divina della Vergine e alla nascita di Cristo che attraverso la risurrezione redime l’umanità.
La postura del Niño es una variante de la que se muestra en la pintura de 1621 con San Domenico inginocchiato in preghiera sotto la Madonna del Rosario e due angeli che spargono rose. De este cuadro se conocen dos versiones (Röttgen 2002, pp. 428-429). En la que proviene de la Capilla Caffarelli en Santa Maria sopra Minerva en Roma, hoy en colección privada, recortada respecto a la medida original, el Niño, sentado con las piernas abiertas sobre las rodillas de la madre mientras la mira y ofrece una rosa al ángel, es verosímilmente el prototipo. Además, la comparación puede extenderse también a un grupo de obras realizadas entre 1630 y 1635. Una primera tela, de análogo tema, en la que en el fondo aparece también San Giuseppe, hoy está en paradero desconocido (Röttgen 2002, p. 466). Podemos remitir al mismo modelo al Niño del cuadro de altar proveniente de la iglesia de San Lorenzo in Fonte en Roma, hoy en Fiuggi (Röttgen 2002, p. 467), donde el cuerpo del niño es longilíneo, igual que en el retablo de la Capilla Sernicoli en la iglesia de Santa Maria en Calvi (Röttgen 2002, p. 474). Probablemente algo posteriores a la obra de la colección Cavallini Sgarbi, se señalan otros dos cuadros cuyos acabados hacen pensar en una realización de taller a varias manos, en las que las facciones del Niño son las mismas, si bien con alguna mínima variante. Nos referimos a la Madonna con Bambino, san Giuseppe e sant’Anna, que pasó por Nueva York en una venta de Sotheby’s en 1992 y hoy en ubicación desconocida (Röttgen 2002, p. 478) y al cuadro de altar de la iglesia de Santa Lucia a Serra San Quirico (Fabriano), realizada poco antes de 1640, año de su muerte (Röttgen 2002, p. 480).
La postura del Bambino è una variante di quella assunta nella pala del 1621 con San Domenico inginocchiato in preghiera sotto la Madonna del Rosario e due angeli che spargono rose. Di questo dipinto si conoscono due versioni (Röttgen 2002, pp. 428-429). In quella proveniente dalla Cappella Caffarelli in Santa Maria sopra Minerva a Roma, oggi in collezione privata, ritagliata rispetto alla misura originale, il Bambino, seduto con le gambe divaricate sulle ginocchia della madre mentre la guarda e porge una rosa all’angelo, è verosimilmente il prototipo. Inoltre, il confronto può essere esteso ad altre opere realizzate tra il 1630 e il 1635. Una prima, di analogo soggetto, dove compare anche San Giuseppe, è oggi di ubicazione ignota (Röttgen 2002, p. 466). Riferibile allo stesso modello è il Bambino della pala d’altare proveniente dalla chiesa di San Lorenzo in Fonte a Roma, oggi a Fiuggi (Röttgen 2002, p. 467), dove il corpo del Bambino è longilineo, come anche nella pala d’altare della Cappella Sernicoli nella chiesa di Santa Maria a Calvi (Röttgen 2002, p. 474). Probabilmente di poco successive si segnalano altre due opere, che fanno pensare a un’esecuzione di bottega, in cui le fattezze del Bambino sono ripetute, seppure con qualche minima variante. Ci riferiamo alla Madonna con Bambino, san Giuseppe e sant’Anna, passata a New York in una vendita Sotheby’s nel 1992 e oggi in ubicazione ignota (Röttgen 2002, p. 478) e alla pala d’altare della chiesa di Santa Lucia a Serra San Quirico (Fabriano) eseguita poco prima del 1640, anno della morte del pittore (Röttgen 2002, p. 480).
Antonio D’Amico
Antonio D’Amico
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CARLO BONONI (Ferrara, 1569 – 1632)
Sibilla [Sibila]
óleo sobre lienzo, 125 x 290 cm Bibliografía: Brisighella XVIII secolo, ed. 1991, p. 320; Barotti 1770, p. 128; Scalabrini 1773, p. 195; Petrucci, en Baruffaldi ed. 1844-1846, II, p. 100; Zanotti 1958, p. 154; Lombardi 1974, p. 76; Mezzetti, Mattaliano 1981, p. 84; Ficacci 1994, pp. 281, 298 nota 16; Sgarbi, en Le ceneri 2004, pp. 352-353 n. 134; Nanni, en Le meraviglie 2005, pp. 136-137 n. 50; Nanni, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 102-107.
La gran Sibilla fue descubierta por Vittorio Sgarbi en Venecia en 1984 y la estudió por primera vez Ficacci (1994). originariamente se encontraba en Ferrara dentro del oratorio della Concezione di Maria Vergine, suprimido en 1772, llamado también “de la Scala”. Muchas de las obras que allí se conservaban se vendieron después a John Udney, cónsul británico en Venecia y Livorno (Petrucci, en Baruffaldi ed. 1844-1846, II, p. 100). La cofradía, fundada en 1281, fue dotada a finales del siglo XV con un nuevo oratorio situado sobre el refectorio del convento de San Francesco, al que se accedía por una escalera, de ahí el sobrenombre. Las ricas decoraciones al fresco que realizaron Michele Coltellini, Garofalo y Baldassarre d’Este, representando la Storie della vita della
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Vergine e di Cristo, se recubrieron los siglos posteriores (los dibujos preparatorios hoy se encuentran en la Pinacoteca Nazionale de Ferrara), y a principios del siglo XVII se sustituyeron por un ciclo de pinturas sobre tela de tema análogo (cfr. también Zanotti 1958, pp. 143-161; Pattanaro, en Pinacoteca Nazionale 1992, pp. 84 85). La describen con riqueza de detalles Brisighella y Baruffaldi, recordando en lo que respecta a Bononi, que como coronamiento de una Adorazione dei Pastori y una Disputa al Tempio también de su mano, y encima de la Visitazione de Francesco Naselli (citada solo por Brisighella), el pintor realizó “tres sibilas arriba con las tablas de sus profecías, que se refieren a los misterios expresados en los cuadros” (Baruffaldi ed. 1844-1846, II, p. 138), con una idea de decoración orgánica, densa de implicaciones teológicas, en las que las sibilas anticipan, figurativa y simbólicamente, las historias evangélicas que se representan abajo. Tal esquema decorativo se repetía en todo el oratorio once veces, como registra Brisighella (XVIII secolo, ed. 1991, pp. 319320), comprendiendo también obras de Domenico Mona, Giulio Cromer y Ludovico Carracci, quien realizara una Circoncisione y la relativa Sibilla, también ella perdida pero cuyo dibujo tal vez sí se conozca (Brogi 2001, I, pp. 281-282, P21). De las otras obras de Carlo Bononi, la Adorazione y la Disputa arriba mencionadas, no se tienen noticias, a pesar de que se ha identificado un dibujo que atestigua la estructura compositiva general (Ficacci 1994, p. 298 nota 16, con bibliografía). La Sibilla descubierta hay que identificarla por tanto con aquella “con dos muchachillos” (Brisighella, XVIII secolo, ed. 1991, p. 320) que estaba encima de
la Natività del mismo Bononi, recordada como“prodigioso parto” del pintor. Entre las carreras y los afanes de los ayudantes que casi especularmente se equilibran, atareados en llevar cálamo y tabla, la sibila, encorvada sobre sí misma, dirige su mirada imperturbable hacia el observador. Manos y pies deformados en una proporción excesiva nos recuerdan la situación original, en alto, del cuadro. La potencia plástica de las figuras remite ciertamente a uno de los maestro preferidos del pintor, Ludovico Carracci, al que Bononi pudo estudiar directamente dentro del oratorio donde, como ya se ha dicho, el maestro boloñés había realizado una pintura de análogo tema, del que queda el dibujo preparatorio en la Royal Library del Castillo de Widsord (Brogi 2001, II, fig. 340; Wittkower 1952, p. 10, n. 53). El último gran ferrarés con el que Roberto Longhi quiso concluir su Officina en 1934 ofrece aquí un magistral homenaje estilístico a Ludovico, con simultáneas referencias a Lanfranco, y podemos volver a confirmar la datación propuesta antes: el paso entre la primera y la segunda década del siglo XVII. Conviene recordar por último que en la colección Sgarbi en Ro Ferrarese se conservan otras cuatro obras de Bononi: los deliciosos cuadros “de estancia” con Sacra famiglia (Ficacci 1994, p. 289) y Santa Cecilia (Benati, en Sacro e profano 1995, pp. 26-27), el pequeño San Sebastiano sobre cobre y el boceto que representa la Madonna col Bambino e due sante (Pizzamano, en Le meraviglie 2005, pp. 138-141 nn. 51-52).
Carlo Bononi, Santa Cecilia, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
Francesca Nanni
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CARLO BONONI (Ferrara, 1569 – 1632)
Sibilla
olio su tela, 125 x 290 cm Bibliografia: Brisighella XVIII secolo, ed. 1991, p. 320; Barotti 1770, p. 128; Scalabrini 1773, p. 195; Petrucci, in Baruffaldi ed. 1844-1846, II, p. 100; Zanotti 1958, p. 154; Lombardi 1974, p. 76; Mezzetti, Mattaliano 1981, p. 84; Ficacci 1994, pp. 281, 298 nota 16; Sgarbi, in Le ceneri 2004, pp. 352353 n. 134; Nanni, in Le meraviglie 2005, pp. 136-137 n. 50; Nanni, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 102-107. La grande Sibilla è stata ritrovata nel 1984 a Venezia da Vittorio Sgarbi e resa nota per la prima volta da Ficacci (1994). Originariamente si trovava a Ferrara all’interno dell’oratorio della Concezione di Maria Vergine, detto anche della Scala, soppresso nel 1772. Molte delle opere che vi si conservavano furono poi vendute a John Udney, console britannico a Venezia e Livorno (Petrucci, in Baruffaldi ed. 1844-1846, II, p. 100). La confraternita, fondata nel 1281, fu dotata alla fine del Quattrocento di un nuovo oratorio posto sopra il refettorio del convento di San Francesco, al quale si accedeva tramite una scala, da cui il nome. Le ricche decorazioni ad affresco eseguite da Michele Coltellini, Garofalo e Baldassarre d’Este, rappresentanti Storie della vita della Vergine e di Cristo, furono ricoperte nei secoli successivi (i lacerti oggi si trovano presso la Pinacoteca Nazionale di Ferrara), e a inizio Seicento furono sostituite da un ciclo di pitture su tela d’analogo soggetto (cfr. anche Zanotti 1958, pp. 143-161; Pattanaro, in Pinacoteca Nazionale 1992, pp. 84-85). Lo descrivono con dovizia di particolari Brisighella e Baruffaldi, ricordando per quanto riguarda Bononi che a coronamento di un’Adorazione dei Pastori e di una Disputa al Tempio sempre di sua mano, e al di sopra della Visitazione di Francesco Naselli (citata dal solo Brisighella), il pittore eseguì “tre sibille al di sopra con le tavole delle loro profezie, spettanti ai misteri espressi nei quadri” (Baruffaldi ed. 1844-1846, II, p. 138), in un’idea organica di decorazione densa di implicazioni teologiche, in cui le Sibille anticipano, figurativamente e simbolicamente, le storie evangeliche rappresentate al di sotto. Tale schema decorativo si ripeteva in tutto l’oratorio, per ben undici volte, come registra Brisighella (XVIII secolo, ed. 1991, pp. 319-320), comprendendo opere anche di Domenico Mona, Giulio Cromer e Ludovico Carracci, che eseguì una Circoncisione e la relativa Sibilla, anch’essa perduta ma di cui è forse noto il disegno (Brogi 2001, I, pp. 281-282, P21). Delle altre opere di Carlo Bononi, l’Adorazione e la Disputa sopracitate, non si hanno notizie, benché per quest’ultima sia stato individuato un disegno che ne testimonia la struttura compositiva generale (Ficacci 1994, p. 298 nota 16, con bibliografia). La Sibilla rinvenuta è quindi da identificare con quella “con due fanciullini” (Brisighella XVIII secolo, ed. 1991, p. 320) che sovrastava la Natività del Bononi stesso ed è ricordata come “prodigioso parto” del pittore. Tra le corse e gli affanni degli aiutanti che quasi specularmente si bilanciano, indaffarati a porgere calamo e tavole, la Sibilla, ricurva su se stessa, indirizza il proprio sguardo imperturbabile verso l’osservatore. Mani e piedi deformati in una proporzione eccessiva ci ricordano la visione originale, quasi a sottinsù, del quadro. La potenza plastica delle figure richiama certamente uno dei maestri d’elezione del pittore, vale a dire Ludovico Carracci, che Bononi poteva in questo caso anche studiare direttamente all’interno dell’oratorio dove, come si è già ricordato, il caposcuola bolognese aveva eseguito un dipinto d’analogo soggetto, del quale rimane il disegno preparatorio alla Royal Library di Windsor Castle (Brogi 2001, II, fig. 340; Wittkower 1952, p. 10, n. 53). L’ultimo grande ferrarese con cui Roberto Longhi
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volle concludere nel 1934 la propria Officina offre qui un magistrale tributo stilistico nei confronti di Ludovico, con simultanei richiami a Lanfranco, e la datazione proposta in precedenza, al passaggio tra primo e secondo decennio del Seicento, può essere riconfermata. Conviene ricordare infine che in collezione Sgarbi a Ro Ferrarese si conservano altre quattro opere di Bononi: i deliziosi quadri “da stanza” con Sacra famiglia (Ficacci 1994, p. 289) e Santa Cecilia (Benati, in Sacro e profano 1995, pp. 26-27), il piccolo San Sebastiano su rame e il bozzetto raffigurante la Madonna col Bambino e due sante (Pizzamano, in Le meraviglie 2005, pp. 138-141 nn. 51-52). Francesca Nanni
Carlo Bononi, Sacra famiglia, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
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PIER FRANCESCO MAZZUCCHELLI, llamado MORAZZONE (Morazzone, 1573 – Piacenza, ¿1626?)
Santa Maria Maddalena portata in cielo dagli angeli [La Magdalena llevada al cielo por los ángeles] óleo sobre lienzo, 184 x 135 cm
Bibliografía: Bona Castellotti 1992, p. 45; Stoppa 2003, p. 84, 96, 264-265 D 19; Stoppa, en Dipinti antichi 2004, pp. 136-137 n. 74; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 84-87. Bona Castellotti reseñó la excepcional pintura de Morazzone en 1992 — sin publicar fotografía alguna ni especificar su ubicación— estableciendo como hipótesis que pertenecía desde antiguo a la colección milanesa de los condes Caroelli. En esa ocasión el estudioso rebajaba a copia antigua o débil réplica el mismo cuadro, antes considerado original, custodiado en la Pinacoteca di Brera en Milán (Coppa, en La pinacoteca di Brera 1989, pp. 306308). Esta opinión la recogía Stoppa (2003), que daba a conocer un dibujo firmado relativo a la composición conservado en el J. F. Willumsen Museum de Frederikssund en Dinamarca. Reconsiderando toda la cuestión al año siguiente, cuando el original de Morazzone, que aquí se expone, reapareció en el mercado (Milán, Porro, 25 de febrero de 2004), Stoppa subrayaba que a este se podían unir otras dos entradas del inventario. Un “Cuadro de una Magdalena llevada a las alturas por los Ángeles, donde hay angelillos; obra al óleo pintada con gran estilo, y con bello manejo de colorido compuesta” (Baglione 1642, pp. 185 186) se encontraba en la colección romana del cardenal Desiderio Scaglia —inquisidor en Pavía, Crémona y Milán y después obispo de Como— quien en una carta escrita en Milán el 20 de julio de 1616 había pedido al “pintor excelentísimo” algunas obras para colocar en su nuevo estudio de Roma, al que se trasladaría en seguida (Stoppa 2003, p. 292 n. 60). La tela pasó luego “a la casa Millini”, donde poco antes de 1714 la vio el padre Resta (Resta ante 1714, ed. 1956, c. 168). Una pintura de análogo tema aparece en 1748 en el inventario de los bienes del castillo de Chignolo Po que se elabora a la muerte del cardenal Agostino Cusani, quien probablemente lo dejó en herencia al duque Livio Odescalchi. La afortunada iconografía de la Magdalena “escoltada” por los ángeles la propuso Morazzone ya en 1611, en el cuadro de altar de San Vittore en Varese. Respecto a esta última, la que ahora examinamos presenta “fisonomías levemente más alargadas, una orquestación aún más danzante de las poses de los protagonistas y un escenario más sobrio, aunque caracterizado por la misma luz borrascosa” (Stoppa) y por esto se inserta mejor en la fase madura del pintor, junto a la Madonna col Bambino e san Giovanni appaiono a san Carlo Borromeo de Sestri Ponente (hacia 1622), donde son muy semejantes los ángeles que sostienen a la santa, definida con una acentuada torsión del cuerpo. Este forzamiento, de impronta típicamente manierista, es peculiaridad constante de Morazzone y es fruto de su formación en Roma a finales del Cinquecento con Ventura Salimbeni y con Cavalier d’Arpino, del que derivan las líneas serpenteantes y los colores estridentes de los frescos juveniles (Roma, San Silvestro in Capite; Varese, San Vittore). Estas experiencias se integraron con las sugerencias recogidas al regreso a Lombardía, en primer lugar a la manera de Gaudenzio Ferrari, en la que, como está explícitamente indicado en el contrato, Morazzone tendría que inspirarse en la decoración de la capilla de la Subida al Calvario del Sacro Monte de Varallo (1602-1607). Al estudiar las raíces de la cultura figurativa lombarda, el pintor tomó el camino del realismo dramático y popular que lo pondría en sintonía con las directrices iconográficas de la reforma de san Carlos Borromeo y con las exigencias devocionales de los Sacro Montes. De allí brotó una pintura donde la sorprendente complejidad de las composiciones, las torsiones de las poses, la enfática expresividad
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gestual y los fuertes contrastes de luces y sombras se configuran como eficaces fórmulas de participación emocional, análogas, en sus propósitos, a las elaboradas por Giovanni Battista Crespi, llamado el Cerano, y por Giulio Cesare Proccaccini (con los que, como se sabe, colaboró en el célebre “cuadro de las tres manos” custodiado en Brera).A las atmósferas persuasivas y a la sensualidad sinuosa de Procaccini (pensemos en su San Sebastiano de 1609 antes en Santa Maria en San Celso, con el que se relaciona la versión que salió hace poco al mercado milanés, Christie’s, 25 de mayo de 2011, n. 31) remiten particularmente en la pintura aquí expuesta la provocadora desnudez de la figura, congelada en una pose acrobática y más eróticamente desvelada que la de la pintura de San Vittore. El éxtasis carnal que sacude los turgentes miembros hace destacar la apasionada teatralidad del discurso morazzoniano, que se muestra en distorsiones rítmicas y formales exaltadas por la impecable realización de ricos empastes de colores brillantes. Imagen de gran eficacia ilustrativa y comunicativa, además de altísima calidad pictórica, la Maddalena de la colección Sgarbi se sitúa por tanto entre las obras maestras de la madurez del maestro lombardo, que supo encontrar durante su fulgurante carrera los favores tanto de las comisiones laicas más sofisticadas como de las órdenes religiosas. Pietro Di Natale
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PIER FRANCESCO MAZZUCCHELLI, detto IL MORAZZONE (Morazzone, 1573 – Piacenza, 1626 ?)
Santa Maria Maddalena portata in cielo dagli angeli olio su tela, 184 x 135 cm
Bibliografia: Bona Castellotti 1992, p. 45; Stoppa 2003, p. 84, 96, 264-265 D 19; Stoppa, in Dipinti antichi 2004, pp. 136-137 n. 74; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 84-87. Bona Castellotti segnalò lo strepitoso dipinto del Morazzone nel 1992 – senza pubblicarne la fotografia e specificarne l’ubicazione – ipotizzando che appartenesse in antico alla collezione milanese dei conti Caroelli. Nell’occasione lo studioso declassava al ruolo di copia antica o debole replica l’identico l’esemplare, già ritenuto autografo, custodito nella Pinacoteca di Brera a Milano (Coppa, in La pinacoteca di Brera 1989, pp. 306-308). L’opinione veniva accolta da Stoppa (2003) che rendeva noto un disegno autografo relativo alla composizione conservato nel J. F. Willumsen Museum a Frederikssund in Danimarca. Riconsiderando l’intera questione l’anno successivo, quando l’originale del Morazzone, qui esposto, riemerse sul mercato (Milano, Porro, 25 febbraio 2004), Stoppa sottolineava che ad esso si potevano collegare altre due citazioni inventariali. Un “Quadro di una Maddalena da gli Angeli in alto portata, ove sono puttini; opera a olio dipinta con gran maniera, e con bel maneggiato di colorito composta ”(Baglione 1642, pp. 185-186) si trovava nella raccolta romana del cardinale Desiderio Scaglia – inquisitore a Pavia, Cremona e Milano e poi vescovo di Como – che in una lettera scritta a Milano il 20 luglio 1616 aveva richiesto al “pittore eccellentissimo” alcune opere da collocare nel suo nuovo studio a Roma, nel quale si sarebbe trasferito di lì a poco (Stoppa 2003, p. 292 n. 60). La tela passò poi “In casa Millini” dove poco prima del 1714 la vide Padre Resta (Resta ante 1714, ed. 1956, c. 168). Un dipinto di analogo soggetto è ricordato poi nel 1748 nell’inventario dei beni del castello di Chignolo Po redatto alla morte del Cardinale Agostino Cusani da cui sarebbe stato probabilmente lasciato in eredità al duca Livio Odescalchi. La fortunata iconografia della Maddalena “scortata” dagli angeli fu proposta da Morazzone già nel 1611, nella pala in San Vittore a Varese. Rispetto a quest’ultima, quella in esame presenta “fisionomie lievemente più allungate, un’orchestrazione ancora più danzante delle pose dei protagonisti e uno scenario più sobrio, anche se caratterizzato dalla medesima luce temporalesca” (Stoppa) e per questo s’inserisce meglio nella fase matura del pittore, in prossimità della Madonna col Bambino e san Giovanni appaiono a san Carlo Borromeo di Sestri Ponente (1622 circa), dove sono molto simili i putti che sorreggono la santa, definita da un’accentuata torsione del corpo. Questa forzatura, d’impronta tipicamente manieristica, è peculiarità costante del Morazzone ed è frutto dalla sua formazione a Roma alla fine del Cinquecento con Ventura Salimbeni e con il Cavalier d’Arpino, da cui derivano le linee serpentinate e i colori striduli degli affreschi giovanili (Roma, San Silvestro in Capite; Varese, San Vittore). Queste esperienze furono integrate dalle suggestioni raccolte al rientro in Lombardia, in primis la maniera di Gaudenzio Ferrari, alla quale, come esplicitamente indicato nel contratto, Morazzone avrebbe dovuto ispirarsi nella sua decorazione della cappella dell’Andata al Calvario del Sacro Monte di Varallo (1602-1607). Studiando le radici della cultura figurativa lombarda il pittore si avviò così sulla strada del realismo drammatico e popolare che lo avrebbe messo in sintonia con le direttive iconografiche della riforma borromaica e con le esigenze devozionali dei Sacri Monti. Ne scaturì una pittura dove la sorprendente complessità degli impianti, gli stravolgimenti delle pose, l’enfatica espressività gestuale e i forti contrasti di luce e di ombre si configurano quali efficaci formule di coinvolgimento emozionale, analoghe, negli
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intenti, a quelle elaborate da Giovanni Battista Crespi detto il Cerano e da Giulio Cesare Proccaccini (coi quali, com’è noto, collaborò nel celebre “quadro delle tre mani”custodito a Brera). Alle atmosfere suadenti e alla sensualità sinuosa di Procaccini (si pensi al suo San Sebastiano del 1609 già in Santa Maria presso San Celso, cui si lega la versione da poco esitata sul mercato milanese, Christie’s, 25 maggio 2011, n. 31) rimanda in particolare nel dipinto qui esposto la provocante nudità della figura, raggelata in una posa funambolica e più eroticamente svelata di quella della pala di San Vittore. L’estasi carnale che ne scuote le poderose membra mette in luce l’appassionata teatralità dell’eloquio morazzoniano, giocato su distorsioni ritmiche e formali esaltate dall’impeccabile stesura dei ricchi impasti dai colori brillanti. Immagine di grande efficacia illustrativa e comunicativa, nonché di altissima qualità pittorica, la Maddalena in collezione Sgarbi si pone dunque tra i capolavori maturi del maestro lombardo, che seppe incontrare durante la sua folgorante carriera sia i favori della committenza laica più sofisticata sia di quella degli ordini religiosi. Pietro Di Natale
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PIETRO FACCINI (Bolonia, hacia 1575 – 1602)
San Girolamo penitente [San Jerónimo penitente] óleo sobre tabla, 54 x 41,5 cm
Bibliografía: Negro-Roio 2000, p. 27, p. 29 fig. 25, p. 35 nota 89; Di Natale, en Il fascino 2008, pp. 37-40 n. 7; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 108-111. Proveniente de la colección Antinori en el palacio Capponi de Florencia,el precioso cuadrito constituye el editio princeps de la pintura de Pietro Faccini que ya pertenecía a la galería de pintura de la familia Caprara de Bolonia (Radström 1986, p. 301 fig. 11) y hoy se conserva en el Palacio Real de Estocolmo (Roio, en NegroRoio 1997, pp. 111-112 n. 31). Aparte de diferir del nuestro en las dimensiones (33 x 24 cm) y en el soporte, el cuadro sueco presenta también algunas variantes en el contenido iconográfico: el ángel que allí escruta desde arriba a Jerónimo indicándole el crucifijo que sostiene en la mano, mientras que en este lo observa desde abajo hacia arriba, con una diferente posición de los brazos. La pintura, destinada al coleccionismo privado, se inserta con todo merecimiento entre “los infinitos pequeños grabados en cobre” y “escenitas pequeñinas” de Pietro Faccini, “en los que fue insuperable, y anduvo a la par de Feti, y que en su mayor parte fueron copiados por Annibale” (Malvasia 1678, ed. 1841, I, p. 400). De esta vasta producción, que debió de ser muy demandada y apreciada, conviene recordar al menos las mejores pruebas que han llegado hasta nosotros, como el delicioso Sposalizio mistico di santa Caterina de la colección Molinari Pradelli, el Cristo morto sostenuto da due angeli de colección privada y el San Girolamo penitente de ignota ubicación (Roio, en Negro-Roio 1997, pp. 96-97 nn. 16-17, pp. 110-111 n. 30). Mientras en este último grabado sobre cobre Faccini utiliza la iconografía del santo anacoreta meditando en el desierto de Siria, en el nuestro, como en la versión de Estocolmo, prefiere la del santo penitente concediéndose sin embargo, como quiere su espíritu excéntrico y anticonvencional, una cierta licencia respecto a la fórmula tradicional. El paisaje desnudo y rocoso, reconocible por unos pocos indicios en primer plano, está oculto por la imponente figura del santo que toma posesión de casi todo el espacio pictórico, rematado al fondo por un cielo cubierto. Representado habitualmente demacrado, a veces incluso esquelético a causa de las penitencias y de las privaciones, Jerónimo goza en cambio aquí de excelente salud, destacando una enérgica y tonificada masa muscular que recuerda las titánicas figuras de Pellegrino Tibaldi. A la derecha del santo, un mensajero divino de ascendencia correggesca, más espectral que celestial, lo invita a mirar el pequeño crucifijo que ha traído consigo. El penitente, invadido por un profundo rapto místico, desplomado de rodillas, vuelve el cuello hacia el interior y se acerca al rostro del ángel, como buscando consuelo en su mirada; mientras, con la mano derecha, empuña una gruesa piedra con la que se golpea el pecho a la vez que apoya la mano izquierda sobre la calavera situada sobre el pesado peñasco a su lado, donde también se encuentra abandonado el capelo rojo de cardenal. La mayor licencia respecto a la iconografía tradicional se aprecia en el papel del ángel que, insólitamente, no lleva el crucifijo (asido en cambio por el santo), sino que hace sonar la trompeta anunciando a Jerónimo el inminente juicio universal. Una extravagante solución iconográfica se encuentra igualmente en un precioso aguafuerte que representa San Girolamo che adora il crocifisso (Edimburgo, National Gallery of Scotland), esta vez sostenido por las ramas de un árbol, que lo estrechan como si fueran auténticas manos (Weston-Lewis 2006).
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Como el grabado de Estocolmo, nuestra pintura pertenece a la producción tardía (1599-1601 circa) del pintor boloñés, desaparecido prematuramente el 27 de abril de 1602. Las obras que han llegado hasta nosotros están de hecho comprendidas en un breve lapso de tiempo, a partir de 1590, cuando data el Martirio di san Lorenzo para San Giovanni in Monte en Bolonia. Llegó a la Accademia degli Incamminati casi por casualidad, “hombre ya hecho”, como recuerda Malvasia, y allí se educó, para luego alejarse a causa de la rivalidad de Annibale y fundar, casi por despecho, una escuela propia “frente a la de Carraccio”. Si el distanciamento se consumó físicamente, a nivel estilístico los ejemplos de los Carracci, ya orientados a la expresión véneta, permanecieron bien arraigados en su imaginario; así, en nuestro caso, no parece forzado reclamar como lejano prototipo para la figura del santo la del cuadro de altar realizado por Agostino Carracci para la iglesia de la Cartuja de Bolonia (hoy Pinacoteca Nazionale). Los ejemplos de los maestros fueron revisados y revueltos por el estilo extravagante de Pietro quien, como observaba Malvasia, “fue tan nuevo y excéntrico en la invención, que yo nunca sé qué tendría en la cabeza, de no ser una propia y feraz inventiva, tan simbólica a veces como la de Tintoretto, que parece que no tuvo a nadie más en mente que aquel arriesgado y fértil maestro” (Malvasia 1678, ed. 1841, I, p. 399). Pietro Di Natale
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PIETRO FACCINI (Bologna, circa 1575 – 1602)
San Girolamo penitente olio su tavola, 54 x 41,5 cm
Bibliografia: Negro-Roio 2000, p. 27, p. 29 fig. 25, p. 35 nota 89; Di Natale, in Il fascino 2008, pp. 37-40 n. 7; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 108-111. Proveniente dalla collezione Antinori in palazzo Capponi a Firenze, la preziosa tavola è l’editio princeps del rame di Pietro Faccini già appartenuto alla prestigiosa quadreria della famiglia Caprara di Bologna (Radström 1986, p. 301 fig. 11) ed oggi conservato al palazzo Reale di Stoccolma (Roio, in Negro-Roio 1997, pp. 111-112 n. 31). Oltre a differire dal nostro nelle dimensioni (cm 33 x 24) e nel supporto, il quadro svedese presenta anche alcune varianti nell’iconografia: l’angelo non scruta dall’alto Girolamo indicandogli il crocifisso che regge in mano, ma lo osserva da sotto in su, con una diversa posizione delle braccia. Il dipinto, destinato al collezionismo privato, s’inserisce a giusta ragione tra “gli infiniti rametti” e “quadrettini piccioli” di Pietro Faccini, “ne’ quali fu inarrivabile, a andò al pari del Feti, e che per la maggior parte son tolti per Annibale”(Malvasia 1678, ed. 1841, I, p. 400). Di questa vasta produzione, che dovette essere molto richiesta ed apprezzata, conviene rammentare almeno le migliori prove giunte sino a noi, come il delizioso Sposalizio mistico di santa Caterina della collezione Molinari Pradelli, il Cristo morto sostenuto da due angeli di collezione privata e il San Girolamo penitente d’ignota ubicazione (Roio, in Negro-Roio 1997, pp. 96-97 nn. 16-17, pp. 110111 n. 30). Mentre in quest’ultimo rame Faccini utilizza l’iconografia del santo anacoreta in meditazione nel deserto di Siria, nel nostro, come nella versione di Stoccolma, predilige quella del santo penitente concedendosi tuttavia, come vuole il suo spirito bizzarro ed anticonvenzionale, una certa licenza rispetto alla formula tradizionale. Il paesaggio spoglio e roccioso, riconoscibile dai pochi indizi in primo piano, è occultato dall’imponente figura del santo che prende possesso di quasi tutto lo spazio pittorico, concluso sul fondo da un cielo drammaticamente cupo. Abitualmente rappresentato emaciato e talvolta addirittura scheletrico a causa delle penitenze e delle privazioni, Girolamo gode invece qui d’ottima salute, evidenziando un’energica e tonica massa muscolare, memore certo delle titaniche figure di Pellegrino Tibaldi. Alla destra del santo un messo divino d’ascendenza correggesca, più spettrale che celestiale, lo invita a guardare il piccolo crocifisso che ha portato con sé: il penitente, pervaso dal profondo rapimento mistico, accasciato in ginocchio torce il collo all’indietro e si avvicina al volto dell’angelo, come cercando conforto nel suo sguardo; intanto con la mano destra impugna una grossa pietra con la quale si percuote il petto mentre appoggia la sinistra sul teschio posto sul pesante masso al suo fianco, dove è pure abbandonato il cappello rosso da cardinale. La maggiore licenza rispetto all’iconografia tradizionale si sostanzia nel ruolo dell’angelo che, solitamente, non porta il crocifisso (impugnato invece dal santo), ma suona la tromba annunciando a Girolamo l’imminente Giudizio universale. Una bizzarra soluzione iconografica si ritrova ugualmente in una preziosa stampa all’acquaforte raffigurante San Girolamo che adora il crocifisso (Edimburgo, National Gallery of Scotland), questa volta sorretto dai rami di un alberello, che lo avvinghiano quasi fossero vere e proprie mani (Weston-Lewis 2006). Come il rame di Stoccolma, il nostro dipinto rientra nella produzione estrema (1599-1601 circa) del pittore bolognese, scomparso prematuramente il 27 aprile 1602. Le opere giunte sino a noi sono di fatto comprese in un breve giro d’anni, a partire dal 1590, quando
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data il Martirio di san Lorenzo per San Giovanni in Monte a Bologna. Egli era giunto nell’Accademia degli Incamminati quasi per caso, “uom già fatto”, come ricorda Malvasia, e lì si era educato, per poi allontanarsene a causa delle gelosie di Annibale e fondare, quasi per ripicca, una sua propria scuola “in faccia alla Carraccesca”. Se il distacco si consumò fisicamente, a livello stilistico gli esempi dei Carracci, già orientati in chiave veneta, rimasero ben radicati nel suo immaginario; così, nel nostro caso, non pare forzato richiamare come lontano prototipo per la figura del santo quella della pala eseguita da Agostino Carracci per la chiesa della Certosa di Bologna (oggi Pinacoteca Nazionale). Gli esempi dei maestri vengono tuttavia riveduti e stravolti dall’estro stravagante di Pietro che, come osservava Malvasia, “fu così nuovo e bizzarro nell’invenzione, ch’io non so mai chi s’avesse in testa, se non una propria ferace immaginativa, tanto simbolica alle volte a quella del Tintoretto, che parve non altri avere avuto egli in mente, che quell’arrischiato e copioso maestro” (Malvasia 1678, ed. 1841, I, p. 399). Pietro Di Natale
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GIOVANNI ANDREA DONDUCCI, llamado MASTELLETTA (Bolonia, 1575 – 1655)
Aia contadina [La era]
óleo sobre lienzo, 113 x 152 cm Bibliografía: Benati 1998, p. 148, fig. 116 (Benati 2001, p. 8, fig. 2, p. 13), Sambo, en Guercino. Racconti 2001, p. 150; Benati 2007, p. 17, p. 22, n. 2; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 48-51. En un pequeño pueblo los aldeanos realizan sus ocupaciones diarias al aire libre. Una joven, que tiene al lado una niña que le muestra un pajarillo, ordeña una vaca; una granjera disemina por la tierra la comida para los pollos; algunos hombres sacan agua del pozo, otros se preparan para arar; un pastor, apartado, cuida el rebaño en la lejanía tocando la gaita. Según Daniele Benati, que dio a conocer la fascinante obra de Mastelletta en 1998, se trata de “una del las adquisiciones más importantes de estos últimos años en el campo de la pintura boloñesa” (2007). El estudioso observaba agudamente que en la pintura, donde es vano buscar “la crítica social” de un “bambocciante” como Sweerts, se advierte “la apertura con respecto a la realidad, la capacidad de ver y describir la vida cotidiana fuera de los esquemas establecidos por la tradición”. Proponía luego una datación precoz, a caballo entre el primer y el segundo decenio del Seicento notando afinidades estilísticas con el Davide unto re da Samuele de Donducci custodiado en el convento de San Pietro en Módena, relativo a esos mismos años (Colliva 1980, p. 95, n. 11). La singular figura de Giovanni Andrea Donducci, cuyo sobrenombre se debe al oficio del padre, que “hacía los calderos” (Malvasia), desempeña un papel clave en la historia de la pintura de género popular y de oficios que se afirma en Bolonia a partir de las brillantes experiencias de los Carracci. El propio Winkelmann (1981, p. 84) notaba cómo el lenguaje “naif” de Mastelletta pudo influir en algunos pintores boloñeses, que quedaron en su mayoría en el anonimato, “para pintar sujetos declaradamente ‘populares’ y de ‘género’ independientemente de las soluciones propias del estilo de Caravaggio de los ‘Bamboccianti’ romanos o nórdicos. Entre estos, como harebelado Benati, destaca la figura de Giovanni Maria Tamburini (¿1575? – hacia 1660), pintor “de oficios” especializado en concurridas escenas de mercado y ruidosas fiestas de pueblo, en las que se advierte la deuda con Mastelletta en la pincelada líquida y en la estilización de las figuras. En consecuencia, el Aia contadina, en razón de su datación precoz, desempeña un papel fundamental tanto por el nacimiento en Bolonia de una pintura de género cotidiano como dentro del recorrido individual de Mastelletta, cuyo aprendizaje se desarrolla en el taller de Ludovico Carracci en los últimos años del Cinquecento. Aun aprovechándose de la reforma naturalística del maestro, él cultiva la “licencia” y lo irregular, encontrando sólidas referencias en los modelos alargados y elegantes de Parmigianino y de Niccolò dell’Abate. Junto a las comisiones públicas de tema sacro (la más importante de las cuales es la pareja de grandes telas en San Domenico en Bolonia, 1613-1615), donde se alinea a su modo al clasicismo renano, va haciendo una copiosa producción de cuadros “de estancia” destinados a las peticiones de la neonata clase burguesa. Malvasia recuerda que en Roma, adonde se dirigió por dos veces en el curso del primer decenio del Seicento para actualizarse sobre las novedades allí introducidas por los maestros nórdicos (Brill, Brueghel il Vecchio, Elsheimer), “fueron tan aceptados sus paisajes, con aquellas graciosasfigurillas, que empezaron a competir aquellos Príncipes por obtenerlos, haciéndole a veces incluso copiar los mismos motivos y las exactas figuras”(Malvasia 1678, ed. 1841, II, p. 69). La autenticidad del testimonio del historiógrafo boloñés se comprueba por el registro de sus pinturas en los inventarios coetáneos de las colecciones de
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las más importantes familias romanas del tiempo (Spada, Barberini, Pamphilj Giustiniani, Santacroce). A un ambiente privado estaba probablemente destinado también el Aia contadina de la colección Sgarbi donde las figuras, definidas por una sólida volumetría, no resultan oprimidas como en otros casos por la grandeza del paisaje, aquí más concreto y “padano” que fantástico o nórdico. Desvinculado de su aclamada “excentricidad” que, por otro lado, los estudios recientes han contribuido a desmitificar, Mastelletta se concentra en la sencilla descripción de la vida cotidiana, en el virtuoso trabajo rural de la gente sencilla, con resultados que anticipan en casi un siglo las escenas “de realidad” de Giuseppe Maria Crespi y de sus epígonos. Pietro Di Natale
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GIOVANNI ANDREA DONDUCCI, detto IL MASTELLETTA (Bologna, 1575 – 1655)
Aia contadina
olio su tela, 113 x 152 cm Bibliografia: Benati 1998, p. 148, fig. 116 (Benati 2001, p. 8, fig. 2, p. 13), Sambo, in Guercino. Racconti 2001, p. 150; Benati 2007, p. 17, p. 22, n. 2; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 48-51. In un piccolo villaggio in aperta campagna i contadini svolgono le loro occupazioni quotidiane. Una giovane, avvicinata da una bambina che le mostra un uccellino, munge una mucca; una massaia sparpaglia a terra il becchime per i polli; alcuni uomini attingono al pozzo, altri si preparano per l’aratura; un pastore, in disparte, sorveglia il gregge in lontananza suonando la zampogna. Secondo Daniele Benati, che ha pubblicato l’affascinante opera di Mastelletta nel 1998, si tratta di “una delle acquisizioni più importanti di questi ultimi anni nel campo della pittura bolognese” (2007). Lo studioso osservava acutamente che nel dipinto, dove è vano cercare “la critica sociale” di un bambocciante come Sweerts, si coglie “l’apertura nei confronti del vero, la capacità di vedere e descrivere la vita quotidiana al di fuori degli schemi consegnati dalla tradizione”. Proponeva poi una datazione precoce, a cavallo tra primo e secondo decennio del Seicento notando affinità stilistiche con il Davide unto re da Samuele di Donducci custodito nel convento di San Pietro a Modena, riferibile a quegli stessi anni (Colliva 1980, p. 95, n. 11).
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La singolare figura di Giovanni Andrea Dondutti, il cui soprannome si deve al mestiere del padre, che “faceva i mastelli” (Malvasia), riveste un ruolo chiave nella vicenda della pittura di genere basso e di mestieri che si afferma a Bologna a partire dalle brillanti esperienze dei Carracci. Lo stesso Winkelmann (1981, p. 84) notava come il linguaggio “naif ” del Mastelletta potesse prestarsi ad essere utilizzato da alcuni pittori bolognesi, rimasti perlopiù nell’anonimato, “per dipingere soggetti dichiaratamente ‘popolari’ e di ‘genere’ indipendentemente dalle soluzioni caravaggesche dei ‘Bamboccianti’ romani o nordici”. Tra questi, come ha rilevato Benati, spicca la figura di Giovanni Maria Tamburini (1575 ? – 1660 circa), pittore “di mestieri” specializzato in affollate scene di mercato e chiassose feste di paese, nelle quali si colgono i debiti verso Mastelletta nella pennellata liquida e nella stilizzazione delle figure. Va da sé che l’Aia contadina, in ragione della sua datazione precoce, ricopre un ruolo fondamentale sia per la nascita a Bologna di una pittura di genere quotidiano sia nel percorso individuale del Mastelletta, il cui apprendistato si svolse nella bottega di Ludovico Carracci negli ultimi anni del Cinquecento. Pur giovandosi della riforma naturalistica del maestro, egli coltiva la “licenza” e l’irregolare, trovando saldi riferimenti nei modelli allungati ed eleganti del Parmigianino e di Niccolò dell’Abate. Accanto alle commissioni pubbliche di tema sacro (la più importante delle quali è la coppia di grandi tele in San Domenico a Bologna, 1613-1615), dove si allinea a suo modo al classicismo reniano, affianca una copiosa produzione di quadri “da stanza” destinati alle richieste della neonata classe borghese. Malvasia ricorda che a Roma, dove si recò per due volte nel corso del primo decennio dei Seicento aggiornandosi sulle novità lì introdotte da maestri nordici (Brill, Brueghel il Vecchio, Elsheimer), “furono tanto accetti i suoi paesaggi, con quelle graziose figurette, che cominciarono a fare a gara quei Principi per ottenerne, facendosi sin copiare da lui talora gli stessi siti e le precise figure”(Malvasia 1678, ed. 1841, II, p. 69). L’attendibilità della testimonianza dello storiografo bolognese è comprovata dalla registrazione di suoi dipinti negli inventari coevi delle collezioni delle più importanti famiglie romane del tempo (Spada, Barberini, Pamphilj Giustiniani, Santacroce).
Ad un ambiente privato era probabilmente destinata anche l’Aia contadina in raccolta Sgarbi dove le figure, definite da una solida volumetria, non vengono sopraffatte come in altri casi dalla grandezza del paesaggio, qui più concreto e “padano” che fantastico e nordico. Svincolatosi dalla sua conclamata “bizzarria”, che, tra l’altro, gli studi recenti hanno contribuito a smitizzare, Mastelletta si concentra sulla schietta descrizione della vita quotidiana, sull’operoso lavoro rurale della gente semplice, con esiti che anticipano di quasi un secolo le scene “di realtà” di Giuseppe Maria Crespi e dei suoi epigoni. Pietro Di Natale
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MATTEO PONZONE
(Isla de Arbe, Croacia, hacia 1586 – Venecia post 1663) / (Isola di Arbe, Croazia, 1586 circa – Venezia post 1663)
Tarquinio e Lucrezia [Tarquinio y Lucrecia]
óleo sobre lienzo, 166 x 102 cm / olio su tela, 166 x 102 cm Bibliografía: Nanni, en Le meraviglie 2005, pp. 168-169 n. 66; Nanni, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 112-115. Bibliografía: Nanni, in Le meraviglie 2005, pp. 168-169 n. 66; Nanni, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 112-115.
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Del pintor dálmata, discípulo en Venecia de Palma el joven y Sante Peranda, Kruno Prijatelj facilitó un significativo perfil en la monografía de 1970, que han seguido numerosos estudios orientados a reconstruir los rasgos de su contribución en Italia y, más concretamente, en la ciudad de la laguna. Sobre sus comienzos no hay bases documentales ciertas, pero las hipótesis relativas a una estancia juvenil en Venecia se confirman también por las fuentes, que lo recuerdan como discípulo de Palma el joven y colaborador de Peranda, con el que permaneció al menos hasta 1611. De 1613 a 1632 está inscrito en la cofradía de los pintores venecianos, pero en seguida volvió a su patria para quedarse allí hasta los años cuarenta, ya que Ridolfi, en 1648, lo registró de nuevo en la laguna, donde permaneció hasta su muerte. Citado por Boschini en su Carta del navegar pitoresco (1660) y por otras fuentes coetáneas, pero maltratado por Venturi, Pallucchini lo insertó entre los “últimos epígonos del tardomanierismo en Venecia y provincia”(Pallucchini 1981, I, pp. 86-87).
Del pittore dalmata, allievo a Venezia di Palma il Giovane e Sante Peranda, Kruno Prijatelj ha offerto un importante profilo nella monografia del 1970, alla quale sono seguiti numerosi studi per ricostruirne la fisionomia nei suoi contributi italiani o, per meglio dire, lagunari. Sui suoi inizi non vi sono appigli documentari certi, ma le ipotesi relative a un suo giovanile soggiorno a Venezia sono confermate dalle fonti, che lo ricordano come allievo di Palma il giovane e collaboratore del Peranda, con il quale rimase almeno fino al 1611. Dal 1613 al 1632 risulta iscritto alla fraglia dei pittori veneziani, ma in seguito tornò in patria, per rimanervi fino agli anni quaranta, poiché il Ridolfi, nel 1648, lo registrò di nuovo in laguna, dove rimase fino alla morte. Citato dal Boschini nella sua Carta del navegar pitoresco (1660) e da altre fonti coeve, ma bistrattato dal Venturi, Pallucchini lo inserì tra gli “ultimi epigoni del tardomanierismo a Venezia e in provincia” (Pallucchini 1981, I, pp. 86- 87).
Ponzone, autor de cuadros esencialmente de tema sacro hoy conservados en las iglesias de Venecia, Treviso, Spalato y Crovo, nos ofrece aquí un ejemplo de pintura elegante, caracterizada por fisonomías y ropajes que se pueden encontrar fácilmente en otras obras suyas (compárese en este sentido la figura de Lucrecia con la de la princesa de su San Giorgio, en San Giorgio Maggiore de Venecia). Es típica también la nota cromática, basada en concordancias y contrastes entre “rosas, violetas, pardos aceitunados” y verdes encendidos, unidos a una pincelada libre y veloz que confiere a la tela y a su estilo en general una gran vitalidad, como ya apuntaba Prijatelj (1974, p. 256).
Ponzone, autore di quadri prevalentemente di soggetto sacro conservati nelle chiese di Venezia, Treviso, Spalato e Crovo, ci offre qui un esempio di pittura profana, con fisionomie e costumi che si possono ritrovare facilmente anche in altre sue opere (si confronti in questo senso la Lucrezia con la principessa nel San Giorgio in San Giorgio Maggiore a Venezia). Tipica anche la calda intonazione cromatica, basata su accordi e contrasti tra “rossi, viola, bruni olivastri” e verdi accesi, stesi con una pennellata libera e veloce, che conferisce allo stile una grande vitalità, come già accennava Prijatelj (1974, p. 256).
La pintura representa a Tarquinio ante Lucrecia, un episodio tomado de la historia latina en el que la mujer virtuosa, víctima de la violencia, se quita la vida al no poder soportar la vergüenza y la humillación. El suceso continuó con la expulsión del último rey etrusco de Roma. El pintor decidió sin embargo representar el momento previo, en el que Tarquinio se acerca lisonjero, con sensualidad y no explícita violencia, como sucedía a menudo en la representación de Lucrecia una vez despojada de su ropa. El cuadro connota una situación erótica, en la que se intuye el drama inminente y donde el gesto de rechazo de la mujer es claro, anuncio del enfrentamiento ulterior.
Il dipinto rappresenta Tarquinio davanti a Lucrezia, episodio della storia latina: la donna virtuosa, vittima della violenza, si uccide non potendo sopportare la vergogna e l’umiliazione. Al fatto seguì la cacciata dell’ultimo re etrusco di Roma. Il pittore ha scelto di illustrare il momento antecedente, in cui Tarquinio avanza le proprie lusinghe, con sensualità e non esplicita violenza, come nella Lucrezia già denudata. Il quadro è quindi connotato da una situazione erotica, in cui si intuisce il dramma incombente e dove il gesto di rifiuto della donna è già evidente ma può apparire una schermaglia.
La tela —impropiamente atribuida al pintor florentino Sigismondo Coccapani a su paso por el mercado londinense en 1999 (Sotheby’s, 28 de octubre, n. 30)— se aproxima, por estilo y tonos, a Ester davanti ad Assuero, conservado en la pinacoteca del Seminario Arzobispal de Rovigo y datado en la quinta década del Seicento, cuando el pintor se encontraba en Venecia para realizar el citado San Giorgio (Romagnolo, Fantelli 2001, p. 45; Vedova, en Le meraviglie 2005, pp. 170 -171). Los rostros de los personajes, vestiduras y drapeados resultan extremadamente afines, y tales recurrencias inducen a acercar la pintura que examinamos a todo el grupo de las obras de la quinta década, grupo ya identificado por Prijatelj y confirmado por Pallucchini (1981, I, p. 87), caracterizado por una capacidad narrativa típicamente seicentesca y por el recurso a tonos cromáticos, ora en equilibrio ora contrastados, que permitirán a Ponzone desvincularse del tardomanierismo, para encontrar una fórmula ciertamente no novedosa, pero personal y muy sugerente.
La tela – impropriamente riferita al pittore fiorentino Sigismondo Coccapani in occasione di un passaggio sul mercato londinese nel 1999 (Sotheby’s, 28 ottobre, n. 30) – si avvicina, per stile e toni, all’ Ester davanti ad Assuero, conservata presso la Pinacoteca del Seminario Arcivescovile di Rovigo e datata al quinto decennio del Seicento, quando il pittore si trovava a Venezia per il San Giorgio già citato (Romagnolo, Fantelli 2001, p. 45; Vedova, in Le meraviglie 2005, pp. 170-171). Volti dei personaggi, vesti e panneggi risultano estremamente affini, e tali consonanze inducono ad avvicinare il dipinto a tutto il gruppo delle opere del quinto decennio, già individuato da Prijatelj e confermato da Pallucchini (1981, I, p. 87), che vi riconosce un gusto narrativo tipicamente seicentesco, con toni cromatici ora in equilibrio ora contrastanti, che svincolano Ponzone dal tardomanierismo per ritrovare una formula neotizianesca certo non innovativa, ma personale e di grande suggestione.
Francesca Nanni
Francesca Nanni
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GIOVANNI FRANCESCO BARBIERI, llamado GUERCINO (Cento, 1591 – Bolonia, 1666)
Ritratto del legale Francesco Righetti [Retrato del abogado Francesco Righetti] óleo sobre lienzo, 83,2 x 66,7 cm
Bibliografía: Muxel 1835, p. 23 (también ed. 1843, 1851); Néoustroieff 1904, p. 35, p. 47, tav. 36; Quatrième 1914, n. 24; Salerno 1988, pp. 212-213 n. 120 bis; Helmholz 1991, pp. 184-188; Stone 1991, p. 135 n. 111; Mahon 1991, pp. 194-195 n. 68; Calendar 1991, p. 739, fig. 84; Guercino 1992, n. 32; Il libro dei conti 1997, p. 68, nota 62; Sgarbi, en Guercino 2003, p. 49; Mahon, en L’inquietudine del volto 2005, p. 151; Mahon, en Il Ritratto interiore 2005, p. 193; Pulini, en Le Stanze 2009, pp. 118-119; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 52-55. Este importante retrato de Guercino proviene de la colección del príncipe Eugène de Beauharnais, quien lo adquirió con toda probabilidad durante el periodo en el que desempeñaba el cargo de virrey del Reino de Italia (1805-1814). A su muerte (1824) la colección fue confiada por su viuda al cuidado del grabador alemán Muxel, quien publicó el catálogo (1835, 1843, 1851) y pasó a grabado (1837) algunas pinturas, entre ellas la nuestra (“Bildnis eines Rechtsgelehrten im schwarze Kleidung und weissem Halskragen, mit einem Buche in der Hand. Lebensgross. Halbe Fig.”). La colección pasó por descendencia a Massimiliano di Leuchtenberg (1817-1852) —el cual la transfirió de Múnich a San Petesburgo— y luego, antes de 1904, al duque Giorgio Nicolaevitch (1872-1929). El retrato se había enajenado ya en 1914 cuando se publica en el catálogo de la galería parisina del marchante Charles Brunner. Reaparecido en una subasta neoyorquina en 1987 (Christie’s, 13 de enero, n. 111, como “escuela de Guercino”), lo adquirió Edmund P. Pillsbury, conservador del Kimbell Art Museum de Forth Worth en Texas. Considerado enseguida una obra maestra de la propia mano de Guercino, en 1991 se donó en comodato al Kimbell por el propio Pillsbury para celebrar los primeros veinte años del museo. En 2004 (Sotheby’s, Londres, 7 de julio de 2004, n. 47) recaló en la colección Sgarbi en Ro Ferrarese. Ampliamente comentado a partir de 1987, la pintura representa en pose casi frontal a un hombre de medio cuerpo, con cabellos rizados, bigotes y perilla, vestido con un traje negro con cuello y puños blancos de batista. Grueso y rubicundo, el hombre nos mira orgulloso y seguro empuñando un volumen que acaba de tomar de la biblioteca que está a su espalda, en la que los tomos de Derecho certifican su profesión. Con toda probabilidad (Mahon, en Salerno 1988, por sugerencia de di Bagni) se trata de Francesco Righetti (1595-1673) “Doctor en Leyes, Abogado” de Cento, su tierra natal donde fue miembro del Consiglio della Comunità desde 1626 hasta 1632. Hijo de Caterina Pannini — perteneciente a la familia que hizo decorar su residencia en Cento al joven Guercino (1615-1617)— el propio Francesco adquirió de Barbieri en 1632 una Maddalena (Salerno 1988, p. 230 n. 37) y en 1641 un San Giuseppe (Il libro dei conti 1997, p. 68 n. 62; p. 109 n. 256). Como ha observado Helmholz (1991), la selección de los volúmenes de la biblioteca la indicó probablemente el propio comitente que quería dar una precisa imagen de sí mismo y de su profesión de abogado en ejercicio, más que de teórico o de docente. Junto a textos básicos de derecho canónico y civil medieval (Decretales de Gregorio IX y Codex Justiniani) encontramos manuales de juristas modernos (Roberto Maranta, Graziano, Domenico Toschi, Prospero Farinacci) relativos también a la materia penal, como el famoso Pratica criminalis (1575) de Giulio Claro agarrado con la mano derecha. Denis Mahon proponía situar la pintura entre 1626 y 1628, cuando Righetti acababa de pasar la treintena. Tal datación justificaría la falta de registro del retrato en el Libro dei conti del Guercino,
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elaborado por el hermano Paolo Antonio a partir de 1629. No faltan sin embargo otras propuestas, como la de Pulini (2009), que lo considera más tardío (1635- 1640), subrayando que también otras obras del maestro, como los regalos a los propios coleccionistas, no se mencionan en el registro contable. En el catálogo de Guercino se cuentan pocos pero intensos retratos, realizados desde la mitad de la segunda década del siglo XVII y que representan a menudo a sus propios conciudadanos. De Cento era el teólogo Giulio Gagliardi retratado en la miniatura de los Uffizi (1617) y quizá también el joven eclesiástico —tal vez conocido del Padre Mirandola, primer protector del pintor— retratado en el pequeño grabado sobre cobre (hacia 1615) de la colección Fava (Brogi, en La grazia 2009, p. 178). La búsqueda del dato psicológico y de los valores naturalistas y humanos que se lleva a cabo en estas pequeñas imágenes de tono intimista caracterizan también algunas pruebas “oficiales”, como el Ritratto di Gregorio XV (1622-23; Malibú, The Paul J. Getty Museum), que es poco anterior al del Cardinale Francesco Cennini (1625; Washington, National Gallery of Art), resuelto con una fórmula más idealizada e impersonal. El Ritratto di Francesco Righetti comparte su vigoroso naturalismo con el del Papa Ludovisi, expresado del mismo modo en el humanísimo Vecchio con libro (1623-24) de la Galleria Estense de Módena, si bien la factura robusta y “escultórica” es más característica del estilo de Guercino en la segunda mitad de los años veinte (Mahon, p. 194). Salerno subrayaba justamente que el maestro “ha reflejado con particular verismo la realidad humana de este personaje de aspecto campesino, de hombre bien nutrido por la óptima cocina y el buen vino local, pero orgulloso de su cultura jurídica”; una cultura moderna y actualizada en la tradición europea del ius commune —combinación de derecho canónico y romano que se desarrolló entre los siglos XI y XII en la Universidad de Bolonia— reelaborado a la luz de la práctica legal del siglo XVII. Pietro Di Natale
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GIOVANNI FRANCESCO BARBIERI, detto IL GUERCINO (Cento, 1591 – Bologna, 1666)
Ritratto del legale Francesco Righetti olio su tela, 83,2 x 66,7 cm
Bibliografia: Muxel 1835, p. 23 (anche ed. 1843, 1851); Néoustroieff 1904, p. 35, p. 47, tav. 36; Quatrième 1914, n. 24; Salerno 1988, pp. 212-213 n. 120 bis; Helmholz 1991, pp. 184-188; Stone 1991, p. 135 n. 111; Mahon 1991, pp. 194-195 n. 68; Calendar 1991, p. 739, fig. 84; Guercino 1992, n. 32; Il libro dei conti 1997, p. 68, nota 62; Sgarbi, in Guercino 2003, p. 49; Mahon, in L’inquietudine del volto 2005, p. 151; Mahon, in Il Ritratto interiore 2005, p. 193; Pulini, in Le Stanze 2009, pp. 118-119; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 52-55. Questo notevole ritratto del Guercino proviene dalla ricca collezione del Principe Eugène de Beauharnais, che lo acquistò con ogni probabilità durante il periodo in cui ricopriva la carica di Vicerè del Regno d’Italia (1805-1814). Dopo la sua morte (1824) la raccolta fu affidata dalla vedova alla cura dell’incisore tedesco Muxel che pubblicò il catalogo (1835, 1843, 1851) ed incise (1837) alcuni dipinti, tra cui il nostro (“Bildnis eines Rechtsgelehrten im schwarze Kleidung und weissem Halskragen, mit einem Buche in der Hand. Lebensgross. Halbe Fig.”). La collezione passò per discendenza a Massimiliano di Leuchtenberg (1817-1852) – il quale la trasferì da Monaco a San Pietroburgo – e poi, prima del 1904, al Duca Giorgio Nicolaevitch (1872-1929). Il ritratto risulta già alienato nel 1914, quando è pubblicato nel catalogo della galleria parigina del mercante Charles Brunner. Riemerso a un’asta newyorkese nel 1987 (Christie’s, 13 gennaio, n. 111, come “scuola del Guercino”), fu acquistato da Edmund P. Pillsbury, conservatore del Kimbell Art Museum a Forth Worth in Texas. Da subito ritenuto un capolavoro autografo del Guercino, nel 1991 venne affidato in comodato al Kimbell dallo stesso Pillsbury per celebrare i primi vent’anni del museo. Nel 2004 (Sotheby’s, Londra, 7 luglio 2004, n. 47) è approdato in collezione Sgarbi a Ro Ferrarese. Ampiamente ammirato e studiato a partire dal 1987, il dipinto raffigura in posizione pressoché frontale un uomo a mezza figura, con capelli ricci, baffi e pizzetto, vestito con un abito nero con colletto e polsini bianchi di batista. Pasciuto e arrossato sulle gote, l’uomo ci guarda fiero e sicuro tenendo in mano un volume appena sfilato dagli scaffali della libreria alle sue spalle. I tomi di Diritto rivelano la sua professione. Con ogni probabilità (Mahon, in Salerno 1988, su suggerimento di Prisco Bagni) si tratta di Francesco Righetti (1595-1673) “Dottore di Legge, Avvocato primario” di Cento, terra natia dove fu membro del Consiglio della Comunità dal 1626 al 1632. Figlio di Caterina Pannini – appartenente alla famiglia che fece decorare la propria dimora centese al giovane Guercino (1615/1617) – lo stesso Francesco acquistò da Barbieri nel 1632 una Maddalena (Salerno 1988, p. 230 n. 37) e nel 1641 un San Giuseppe (Il libro dei conti 1997, p. 68 n. 62; p. 109 n. 256). Come ha osservato Helmholz (1991), la selezione dei volumi della libreria è stata probabilmente indicata dal committente stesso che voleva restituire una precisa immagine di sé e della sua professione di avvocato praticante, piuttosto che di teorico o docente. Accanto a testi base di diritto canonico e civile medievale (Decretales di Gregorio IX e Codex Justiniani) troviamo manuali di giuristi moderni (Roberto Maranta, Graziano, Domenico Toschi, Prospero Farinacci) riguardanti anche la materia penale, come il famoso manuale Pratica criminalis (1575) di Giulio Claro che tiene allusivamente in mano. Denis Mahon proponeva di datare il dipinto tra il 1626 e il 1628, quando il Righetti aveva di poco passato la trentina. Tale cronologia giustificherebbe la mancata registrazione del ritratto nel Libro dei
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conti del Guercino, redatto dal fratello Paolo Antonio a partire dal 1629. Non mancano tuttavia proposte differenti, come quella di Pulini (2009), che lo ritiene più tardo (1635/1640), sottolineando che anche altre opere del maestro, come i regali ai propri collezionisti, non sono menzionate nel registro contabile. Del Guercino si conoscono pochi ma intensi ritratti, eseguiti sin dalla metà del secondo decennio del Seicento e raffiguranti spesso suoi concittadini. Centese era il teologo Giulio Gagliardi ritratto nella miniatura agli Uffizi (1617) e forse anche il giovane ecclesiastico – magari conoscente di Padre Mirandola, primo protettore del pittore – effigiato nel piccolo rame (1615 circa) in raccolta Fava (Brogi, in La grazia 2009, p. 178). La ricerca del dato psicologico e i valori naturalistici, anche di pura umanità, di queste piccole immagini di carattere intimistico qualifica del resto alcune prove “ufficiali”, come il Ritratto di Gregorio XV (1622-23; Malibu, The Paul J. Getty Museum), che precede di poco quello del Cardinale Francesco Cennini (1625; Washington, National Gallery of Art), risolto attraverso una formula più idealizzata e impersonale. Il Ritratto di Francesco Righetti condivide il vigoroso naturalismo di quello di Papa Ludovisi, espresso altresì nell’umanissimo Vecchio con libro (1623-24) della Galleria Estense di Modena, anche se la fattura robusta e “scultorea” è più caratteristica dello stile del Guercino della seconda metà degli anni Venti (Mahon, p. 194). Salerno sottolineava giustamente che il maestro “ha reso con particolare verismo la realtà umana di questo personaggio dall’aspetto villereccio di uomo ben nutrito dall’ottima cucina e dal buon vino locale, ma orgoglioso della propria cultura giuridica”; una cultura moderna e aggiornata nella tradizione europea dello ius commune – combinazione di diritto canonico e romano sviluppatasi tra XI e XII secolo all’Università di Bologna – rielaborato alla luce della pratica legale secentesca. Pietro Di Natale
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MATTEO LOVES
(¿Colonia? – antes de 1647. Activo en Cento desde 1625)
San Rocco e l’angelo [San Roque y el ángel] óleo sobre lienzo, 116 x 90 cm
Bibliografía: Sgarbi, en Guercino 2003, pp. 230-231 n. 75 (como de Zalone); Pulini 2003, en Guercino 2003 p. 87 (como de Loves); Pirondini, en La scuola del Guercino 2004, p. 290 (como de Loves); Di Natale 2005, pp. 41-42 n. 2.3 (como de Loves); Cesarini, en Le meraviglie 2005, pp. 152-153 (como de Zalone); Benati, en La Grazia 2009, p. 198 (como de Loves); Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 166-169. Desde el momento de su primera salida pública (2003) esta espléndida pintura ha sido objeto de diversas opiniones en su atribución: mientras que Sgarbi, al subrayar “el acento rústico y la plasticidad casi de grupo en talla polícroma”, lo asignaba a Benedetto Zalone (Cento, 1595-1644), Pulini, dentro del mismo catálogo, lo atribuía junto al pequeño cobre Riposo nella fuga in Egitto del Musée Magnin de Dijon a Matteo Loves (para este último la atribución a Loves ya la había adelantado Benati, 2000, p. 60 nota 17; luego Benati, en La Grazia 2009, p. 198). Más tarde Pirondini, en mi opinión justamente, ha separado las dos pinturas aceptando la atribución a Loves del San Rocco y reasignando el Riposo de Dijon (y, también, la segunda versión sobre tela antes en Lemme en Roma y hoy en la colección Sgarbi) a Zalone, personalidad singular y autónoma entre los seguidores coetáneos de Guercino, con quien Loves instauró por otra parte una provechosa relación de “toma y daca”.
años, se puede apreciar también en otras obras para destino privado todavía poco conocidas como el San Giovanni Battista a él restituido por Pulini (in La Croce, la Testa e il Piatto 2010, p. 92, p. 95, n. 63), el inédito Cristo e la Samaritana en las Collezioni Comunali d’Arte de Bolonia y el espléndido Sogno di san Giuseppe expuesto, aún como de Guercino (y atribuido impropiamente a Lorenzo Gennari por Negro, en La scuola del Guercino 2004, p. 265) en el Palazzo Reale de Nápoles, en el que volvemos a encontrar sus habituales modelos fisonómicos, la luz límpida que aclara la “mancha” del maestro y el detallismo descriptivo, completamente flamenco, en la realización del precioso ropaje del ángel. Pietro Di Natale
El tema de la visita del ángel se refiere a un preciso momento de la vida de san Roque. El peregrino, tras el viaje a Roma, durante el que se había dedicado a la asistencia a los apestados, contrajo la enfermedad y, sin recibir auxilio, decidió refugiarse en un bosque en espera de la muerte. En el curso de su solitaria meditación recibió la visita de un emisario divino que lo curó. Loves ilustra el momento del encuentro: sentado y en tres cuartos con el bastón y la llaga de la peste en el muslo, san Roque vuelve la cabeza hacia el ángel quien, indicando el cielo, le trasmite el mensaje taumatúrgico del Señor. La equilibrada estructura compositiva, aunque se concentra en las figuras, transmite el sentido del espacio a través de algunos elementos en perspectiva, como las piedras desconchadas a la derecha vistas en diagonal y la contraposición en aspa de las poses en tres cuartos de los personajes. Las enseñanzas de Giovanni Francesco Barbieri, del que Loves fue amigo, alumno y colaborador desde mediados del tercer decenio del Seicento, se advierten en la relación entre las figuras y el fondo y en el uso naturalista de las sombras. Caracteres nórdicos, fruto de la primera formación de Matteo, emergen en cambio en la atmósfera fría y tersa, en el dibujo meditado y elegante y en el acabado esmaltado de los colores brillantes que se adecua a la “mancha” de Guercino dando vida a una singular síntesis de alta calidad pictórica.
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Significativos indicios sobre la autoría de Loves para el San Rocco se recogen al compararlo con otros cuadros suyos “de estancia” que revelan la plena asimilación de los usos emilianos como la Maddalena penitente ya documentada en 1677 en la galería de cuadros boloñesa de Ferdinando Cospi y hoy Sgarbi (Di Natale 2005, pp. 31-32), el Sogno di San Giuseppe en una colección privada en Reggiolo y, además, la Susanna e i vecchioni en una colección de Cento, donde la ejecución del drapeado de la mujer recuerda de manera evidente la de la manga de nuestro ángel. Todas estas espléndidas pinturas, datables como la que examinamos en la segunda mitad de los años veinte, también en razón de exactas coincidencias con los modelos coetáneos del maestro, muestran la contaminación de recuerdos flamencos y usanzas de Guercino típica del pincel del artista alemán naturalizado emiliano. Su original estilo, que no sufrió especiales cambios en el curso de los
Benedetto Zalone, Riposo nella fuga in Egitto, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
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MATTEO LOVES (Colonia, ?–?, ante 1647)
San Rocco e l’angelo olio su tela, 116 x 90 cm
Bibliografia: Sgarbi, in Guercino 2003, pp. 230-231 n. 75 (come Zalone); Pulini 2003, in Guercino 2003 p. 87 (come Loves); Pirondini, in La scuola del Guercino 2004, p. 290 (come Loves); Di Natale 2005, pp. 41-42 n. 2.3 (come Loves); Cesarini, in Le meraviglie 2005, pp. 152-153 (come Zalone); Benati, in La Grazia 2009, p. 198 (come Loves); Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 166-169. Sin dal momento della sua prima uscita pubblica (2003) questo splendido dipinto è stato oggetto di differenti opinioni attributive: mentre Sgarbi, sottolineandone “l’accento rustico e la plasticità quasi da gruppo ligneo policromo”, lo assegnava a Benedetto Zalone (Cento, 1595-1644), Pulini, all’interno dello stesso catalogo, lo attribuiva assieme al piccolo rame con il Riposo nella fuga in Egitto del Musée Magnin di Dijon a Matteo Loves (per quest’ultimo il riferimento a Loves era già stato avanzato da Benati, 2000, p. 60 nota 17; poi Benati, in La Grazia 2009, p. 198). Più tardi Pirondini, a mio parere giustamente, ha separato i due dipinti accettando il riferimento a Loves del San Rocco e restituendo il Riposo di Dijon (e, transitivamente, la seconda versione – su tela – già Lemme a Roma e oggi in collezione Sgarbi) a Zalone, personalità singolare ed autonoma tra i seguaci coetanei del Guercino, con cui Loves instaurò d’altra parte un proficuo rapporto di “dare-avere”.
restituitogli da Pulini (in La Croce, la Testa e il Piatto 2010, p. 92, p. 95, n. 63), l’inedito Cristo e la Samaritana nelle Collezioni Comunali d’Arte di Bologna e il Sogno di san Giuseppe esposto, ancora come Guercino (e attribuito impropriamente a Lorenzo Gennari da Negro, in La scuola del Guercino 2004, p. 265) al Palazzo Reale di Napoli, nel quale ritroviamo i suoi consueti modelli fisionomici, la luce limpida che rischiara la “macchia” del maestro e l’accuratezza descrittiva, tutta fiamminga, nella preziosa veste dell’angelo. Pietro Di Natale
Il tema della visita dell’angelo si riferisce ad un preciso momento della vita di san Rocco. Il pellegrino, dopo il viaggio a Roma, durante il quale si era dedicato all’assistenza degli appestati, contrasse la malattia e, senza ricevere aiuti, decise di rifugiarsi in un bosco in attesa della morte. Nel corso della sua solitaria meditazione ricevette la visita di un messo divino che lo guarì. Loves illustra il momento dell’incontro: seduto di tre quarti con il bastone e la piaga della peste sulla coscia, san Rocco volge il capo verso l’angelo che, indicando il cielo, gli trasmette il messaggio taumaturgico del Signore. L’equilibrata struttura compositiva, pur concentrandosi sulle figure, trasmette il senso dello spazio attraverso alcuni espedienti prospettici, come le pietre scheggiate sulla destra viste in diagonale e la contrapposizione a x delle pose di tre quarti dei personaggi. L’insegnamento di Giovanni Francesco Barbieri, di cui Loves fu amico, allievo e collaboratore sin dalla metà del terzo decennio del Seicento, si avverte nel rapporto tra le figure e lo sfondo e nell’uso naturalistico delle ombre. Caratteri nordici, frutto della prima formazione di Matteo, emergono invece nell’atmosfera algida e tersa, nel disegno meditato ed elegante e nella resa smaltata dei colori brillanti che si adegua alla “macchia” guercinesca dando vita ad una singolare sintesi di alta qualità pittorica. Significative conferme sull’autografia di Loves per il San Rocco si ricavano confrontandolo con altri suoi quadri “da stanza” che rivelano la piena assimilazione dei modi emiliani come la Maddalena penitente già documentata nel 1677 nella quadreria bolognese di Ferdinando Cospi e oggi Sgarbi (Di Natale 2005, pp. 31-32), il Sogno di san Giuseppe in collezione privata a Reggiolo e, ancora, la Susanna e i vecchioni in raccolta centese, dove lo svolgimento del panneggio della donna richiama in maniera evidente quello della manica del nostro angelo. Tutti questi notevoli dipinti, databili come quello in esame alla seconda metà degli anni Venti, anche in ragione di precisi richiami ai modelli coevi del maestro, mostrano la contaminazione di ricordi fiamminghi e consuetudine guercinesca tipica del pennello dell’artista tedesco naturalizzato emiliano. La sua originale cifra stilistica, che non subì particolari cambiamenti nel corso degli anni, si può apprezzare anche in altre opere di destinazione privata ancora poco note come il San Giovanni Battista
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Matteo Loves, Maddalena penitente, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
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JOSÉ DE RIBERA, llamado ESPAÑOLETO (JUSEPE DE RIBERA) (Játiva, 1591 – Nápoles, 1652) / (Jativa, 1591 – Napoli, 1652)
Platone [Platón]
óleo sobre lienzo, 127 x 95 cm / olio su tela, 127 x 95 cm Bibliografía: La ricerca dell’identità 2003, p. 117 n. 35; Spinosa 2003, p. 362 n. C 28; Savina, en La ricerca dell’identità 2004, p. 238 n. 28 ; Spinosa 2006, p. 401 n. C34; Savina, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 150-153. Bibliografia: La ricerca dell’identità 2003, p. 117 n. 35; Spinosa 2003, p. 362 n. C 28; Savina, in La ricerca dell’identità 2004, p. 238 n. 28 ; Spinosa 2006, p. 401 n. C34; Savina, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 150-153. El filósofo, vestido con ropa harapienta, tiene una expresión cansada y asi resignada, con la mansa mirada vuelta hacia el espectador, produce un inmediato impacto psicológico. Están muy destacadas las arrugas que surcan la frente y los dedos robustos, con la piel rugosa de la mano izquierda que sostiene el libro en primer plano. El título en el lomo Liber de ideis lo identifica con Platón y la figura se parece a la descripción de Diógenes Laerzio en sus Vite: “Tenía ojos y boca que nunca habían reído... y era ceñudo, con las cejas altas levantadas, como una concha” (Jusepe de Ribera 1992, p. 220).
Il filosofo, con una veste lacera, ha l’espressione stanca e quasi rassegnata, con lo sguardo mite volto verso lo spettatore, di immediato impatto psicologico. Sono ben in evidenza le rughe che solcano la fronte e le dita robuste, con la pelle raggrinzita, della mano sinistra che tiene il libro in primo piano. Il titolo sul dorso Liber de ideis indirizza verso Platone che corrisponde alla descrizione di Diogene Laerzio nelle Vite: “Aveva occhi e bocca che non avevano mai riso ... ed era accigliato, con le sopracciglia sollevate, come una conchiglia” (Jusepe de Ribera 1992, p. 220).
La identidad histórica tiene un valor relativo pues el personaje pertenece a la tipología riberesca de los filósofos imaginarios y andrajosos, emblemas de sabiduría popular, estoica. Para estas personificaciones de sabios se retrataban de la realidad modelos escogidos entre el pueblo, mendigos de Nápoles, marcados por el sufrimiento de la fatiga del vivir diario.
L’identificazione storica ha un valore relativo giacchè il personaggio appartiene alla tipologia riberesca dei filosofi immaginari e straccioni, emblemi di saggezza popolare, stoica. Per queste personificazioni di saggi venivano ritratti dal vero modelli scelti tra il popolo, mendicanti di Napoli, segnati dalla sofferenza e dai disagi del vivere quotidiano.
La composición es idéntica al Platone firmado por Ribera y con fecha de 1630, conservado en el Museo de Amiens, que se supone perteneciente a la serie de Filosofi, pintada para el duque de Alcalá y registrada en su casa de Sevilla después de 1637 sin la identificación de los personajes retratados. Más allá de los originales supervivientes, la existencia de la serie, casi un altar paralelo a la serie sacra de los Apostoli del Prado, estaría atestiguada también por varias copias existentes, documento del éxito del tipo iconográfico.
La composizione è identica al Platone firmato da Ribera e datato 1630, conservato nel Museo d’Amiens, di cui si è supposta l’appartenenza alla serie di Filosofi dipinti per il duca di Alcalà e segnalati nella sua casa di Siviglia dopo il 1637 senza l’identificazione dei personaggi ritratti. Al di là degli originali superstiti l’esistenza della serie, quasi un controaltare alla serie sacra degli Apostoli del Prado, sarebbe testimoniata anche da varie copie esistenti, documento del successo.
El tema era particularmente estimado por Ribera, que pintó otras importantes series de Filosofi (Spinosa 1978, p. 98 n. 39, p. 127; Ferrari 1986, p. 113; Spinosa 2003 pp. 146, 273). Spinosa (2003, 2006) lo acerca de hecho a la serie de Alcalá, señalando su alta calidad. Vittorio Sgarbi, también sobre la base de la comparación con la pintura de Amiens, ha confirmado la plena autoría. En la pintura que se expone volvemos a encontrar características típicas del estilo del pintor en los años treinta, en una fase posterior al tenebrismo caravaggesco juvenil. La materia pictórica aparece densa y da la sensación de relieve, sobre todo en la ejecución de la cabeza y de las manos, y el trazo es veloz, con uso de pinceles de cerdas gruesas, que dejan rastros evidentes sobre la imprimación. A esta se superponen estratos sucesivos de pigmentos coloreados para modelar las formas, según la técnica caravaggesca. Barbara Savina
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Il tema era particolarmente caro a Ribera, che dipinse altre importanti serie di Filosofi (Spinosa 1978, p. 98 n. 39, p. 127; Ferrari 1986, p. 113; Spinosa 2003 pp. 146, 273). Spinosa (2003, 2006) lo avvicina appunto alla serie Alcalà, notandone la qualità alta. Vittorio Sgarbi, anche sulla base del confronto con il dipinto di Amiens, ne conferma la piena autografia. Nel dipinto in mostra ritroviamo caratteristiche tipiche dello stile del pittore negli anni Trenta, in una fase successiva rispetto al tenebrismo caravaggesco giovanile. La materia pittorica appare densa e corposa, soprattutto nella testa e nelle mani, e la stesura è veloce, con l’impiego di pennelli a setole grosse, che lasciano tracce evidenti sull’imprimitura. A questa si sovrappongono strati successivi di pigmenti colorati per modellare le forme, secondo la tecnica caravaggesca. Barbara Savina
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JOSÉ DE RIBERA, llamado ESPAÑOLETO (JUSEPE DE RIBERA) (Játiva, 1591 – Nápoles, 1652) / (Jativa, 1591 – Napoli, 1652)
San Girolamo [San Jerónimo]
óleo sobre lienzo, 125 x 99 cm / olio su tela, 125 x 99 cm Bibliografía: Spinosa, en Jusepe de Ribera 1992, p. 39; Sgarbi, en Guercino 2003, p. 195 n. 54; Spinosa 2003, p. 338, n. A 289; Spinosa 2006, p. 374, n. A 320; Sgarbi, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 154-157. Bibliografia: Spinosa, en Jusepe de Ribera 1992, p. 39; Sgarbi, en Guercino 2003, p. 195 n. 54; Spinosa 2003, p. 338, n. A 289; Spinosa 2006, p. 374, n. A 320; Sgarbi, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 154-157.
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Ascético testimonio tardío del tema, muchas veces tratado a partir de mediados de los años veinte, la pintura, en su sobria y desarmada compostura, pertenece a la última fase de la actividad de José de Ribera, y está planteada como las versiones firmadas y datadas en 1648 custodiadas en el Louvre de París —proveniente de la colección Contardi de Milán (1854)— y en el Fogg Art Museum de Cambridge en Massachusetts. Son míninas las variantes, sobre todo en la expresión del rostro, pero es común el destino de limbo crítico después de la duda sobre su atribución que expresó Felton. Más tarde Spinosa, como Trapier y Speer, la han juzgado original (Spinosa 2003, p. 338 nn. A 288, A 289; Spinosa 2006, p. 374, n. A 320).
Ascetica testimonianza tarda del soggetto più volte sperimentato, a partire dalla metà degli anni Venti, il dipinto, nella sua sobria, disarmata compostezza, appartiene alla fase estrema dell’attività di Jusepe de Ribera, ed è impostato come le versioni firmate e datate 1648 custodite al Louvre di Parigi – proveniente dalla collezione Contardi di Milano (1854) – e al Fogg Art Museum di Cambridge in Massachusetts. Minime le varianti, soprattutto nell’espressione del volto, ma comune il destino di limbo critico dopo un dubbio sulla loro autografia espresso da Felton. Più tardi Spinosa, come Trapier e Speer, le ha giudicate entrambe autografe (Spinosa 2003, p. 338 nn. A 288, A 289; Spinosa 2006, p. 374, n. A 320).
Ninguna duda sobre el presente cuadro de bella conservación, en la pintura densa, espesa, arañada que encarna un naturalismo que podríamos llamar místico. Así, Ribera es muy cuidadoso en los detalles, en la sensación de aflojamiento del cuerpo, pero confía toda su tensión a la mirada vuelta al cielo, en una esperanza de eternidad que venza la fragilidad de la carne y la brevedad del tiempo. El San Girolamo que examinamos se mostró por primera vez en la exposición monográfica del pintor español que tuvo lugar en el Castel Sant’Elmo en Nápoles en 1992. Spinosa (2006) lo considera original tras profundas reflexiones.
Nessun dubbio invece sul presente esemplare di bella conservazione, nella pittura densa, spessa, graffiata che sostanzia un naturalismo, per così dire, mistico. Così Ribera è accuratissimo nei dettagli, nella sensazione di cedimento delle carni, ma affida tutta la sua tensione allo sguardo rivolto al cielo, in una speranza di eternità che vinca la fragilità della carne e la brevità del tempo. Il San Girolamo in esame fu esposto per la prima volta alla mostra monografica sul pittore spagnolo tenutasi in Castel Sant’Elmo a Napoli nel 1992. Spinosa (2006) lo considera autografo dopo approfondite riflessioni.
“Imágenes (las de Ribera) de hombres ‘verdaderos’, a veces crudas y brutales porque crueldad y brutalidad están en la ‘naturaleza’ de las cosas y los acontecimientos humanos, pero que la calidad del medio pictórico, justamente por su esencialidad y por la inmediatez del dato visual, nos restituye íntegras y compactas también en sus contenidos sentimentales, sin ninguna concesión al género y sin caer nunca en lo grotesco ni en lo horripilante, que en cambio fue la injusta censura que achacan al pintor español De Dominici, la crítica romántica e incluso algunos sectores de la historiografía moderna y contemporánea”(Spinosa).
“Immagini (quelle del Ribera) di uomini ‘veri’, talvolta crude e brutali perché crudeltà e brutalità sono nella ‘natura’ delle cose e degli eventi umani, ma che la qualità del mezzo pittorico, proprio per la sua essenzialità e per la immediatezza del dato visivo, ci restituisce integre e compatte anche nei contenuti sentimentali, senza alcuna concessione al genere e senza mai scadere nel grottesco e nell’orripilante, che era stato invece l’ingiusto rilievo mosso al pittore spagnolo dal De Dominici, dalla critica romantica e fin anche da alcuni settori della storiografia moderna e contemporanea” (Spinosa).
Falta de héroes, falta de pasiones.
Mancanza di eroi, mancanza di passioni.
Vittorio Sgarbi
Vittorio Sgarbi
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PIETRO DAMINI
(Castelfranco Véneto, 1592 – Padua, 1631) / (Castelfranco Veneto, 1592 – Padova, 1631)
Visitazione [La visitación]
óleo sobre lienzo, 74 x 95 cm / olio su tela, 74 x 95 cm Inscripciones: abajo, a la izquierda, “PETRUS DE C. FRANCO” Iscrizioni: in basso, a sinistra, “PETRUS DE C. FRANCO” Bibliografía: Fantelli, en Pietro Damini 1993, p. 198 n. 48; Cesarini, en Le meraviglie 2005, pp. 164-165 n. 64; Cesarini, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 56-59. Bibliografia: Fantelli, in Pietro Damini 1993, p. 198 n. 48; Cesarini, in Le meraviglie 2005, pp. 164-165 n. 64; Cesarini, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 56-59.
Pietro Damini, Fuga in Egitto, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
Esta peculiar pintura de Pietro Damini —firmada— es, junto con el pendant de la Fuga in Egitto custodiada también en la colección Sgarbi (Cesarini, en Le meraviglie 2005, pp. 166-167 n. 65), la única obra superviviente de un ciclo mariano más amplio, cuya distribución original se ignora. Las telas pertenecen a la época de madurez del pintor, hacia finales de la tercera década del Seicento, y es una de sus mejores muestras, deudora de Carlo Saraceni.
Questo peculiare dipinto – firmato – di Pietro Damini è, insieme al pendant con la Fuga in Egitto in collezione Sgarbi (Cesarini, in Le meraviglie 2005, pp. 166-167 n. 65), l’unica opera superstite di un ciclo mariano più ampio, di cui si ignora l’originaria collocazione. Le tele appartengono alla maturità del pittore, verso la fine del terzo decennio del Seicento e ne rappresentano una delle prove migliori per la classica armonia, discesa da Carlo Saraceni.
En el espacio arquitectónico, marcado con pilastras y bóvedas que sugieren profundidad a la escena, las figuras se mueven con gestos mesurados en el espacio que ocupan, en general dispuestas en parejas, también en las zonas marginales de la pintura, como las dos mujeres del fondo, identificables con María de Cleofás y María Salomé según los Evangelios apócrifos. Puntual es la fidelidad al Evangelio de Lucas de numerosos detalles de la escena. Como la verídica vista de la ciudad fortificada sobre la colina, que alude a la zona montañosa donde se encontraba la ciudad de Ain Karim en la que vivían Isabel y Zacarías. El largo viaje que hicieron la Virgen y San José para llegar a ella está evocado en los chambergos y en el hocico del asno. Los dos angelillos que se dan la mano, aparentemente extraños a la escena, prefiguran a los dos primos que las mujeres llevan en su seno. Según los dictados de la Contrarreforma uno de los ángeles vuelve el rostro hacia el espectador, mientras que el otro mira hacia la parte más importante de la pintura, el encuentro entre las dos mujeres. La inscripción presente en el adorno que envuelve el brazo del ángel vestido de rosa da voz, por otra parte, a la sorpresa de Isabel por la visita de la joven pariente: allí se lee “ET UNDE HOC MIHI LUC 43”, es decir, el íncipit del versículo 43 del Evangelio de Lucas.
Nello spazio architettonico, scandito da pilastri e volte che accentuano la profondità alla scena, le figure si muovono con gesti misurati, perlopiù in coppia, anche in episodi marginali del dipinto, come le due donne sullo sfondo, identificabili in Maria di Cleofa e Maria di Salomè secondo i Vangeli apocrifi. Puntuale è l’aderenza al Vangelo di Luca di numerosi particolari della scena, come la veridica veduta della città fortificata sul colle, che allude alla zona montuosa in cui si trovava la città di Ain Karin dove abitavano Elisabetta e Zaccaria. I due angioletti che si danno la mano, apparentemente estranei alla scena, prefigurano i due cugini che le donne portano in grembo. Secondo i dettami della Controrifoma, uno volge lo sguardo allo spettatore, mentre l’altro guarda verso il centro del dipinto con l’incontro tra le due donne. L’iscrizione presente nel cartiglio che si avvolge al braccio dell’angelo dalla veste rosa dà inoltre voce allo stupore di Elisabetta per la visita della giovane parente: vi si legge “ET UNDE HOC MIHI LUC 43”, ovvero l’incipit del versetto 43 del Vangelo di Luca.
La narración del episodio aquí ilustrado es la misma que volvemos a encontrar en la gran tela con el Scambio del bastone di comando e delle chiavi di Padova tra i capitani Silvestro e Massimo Valier, pintada antes de 1621 y conservada en los Musei Civici de Padua. La ciudad véneta, que en 1993 y en 2013 ha dedicado al maestro de Castelfranco importantes exposiciones monográficas, es el lugar en el que hoy se puede admirar la mayoría de su producción. La evocación histórica junto a la producción religiosa de sabroso gusto narrativo está expresada en una pintura sobria y didáctica, de clásico equilibrio, que manifiesta la admiración por la pintura del Cinquecento veneciano, en particular por Paolo Veronés. Michela Cesarini
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La narrazione dell’episodio qui illustrato è la medesima che si riscontra nel telero con lo Scambio del bastone di comando e delle chiavi di Padova tra i capitani Silvestro e Massimo Valier, realizzato entro il 1621 e conservato nei Musei Civici di Padova. La città veneta, che nel 1993 e nel 2013 ha dedicato al maestro di Castelfranco due importanti esposizioni monografiche, è il luogo in cui oggi è conservata la maggior parte delle sue opere. La rievocazione storica a fianco della produzione religiosa di sapido gusto narrativo è espressa in una pittura sobria e didascalica, di classico equilibrio, che denuncia l’ammirazione per la pittura cinquecentesca veneziana, in particolare per Paolo Veronese e Lorenzo Lotto.
Michela Cesarini
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ARTEMISIA GENTILESCHI (Roma, 1593 – Nápoles, 1652/1653)
Cleopatra
óleo sobre lienzo, 97 x 71,5 cm Bibliografía: Papi 1994, p. 197; Sgarbi en Orazio e Artemisia 2001, pp. 472-473; Sgarbi, en Caravaggio e l’Europa 2005, pp. 216-217; L’Arte delle donne 2007, p. 85; Primarosa, en Artemisia Gentileschi 2011, pp. 174-175; Primarosa, en Artemisia 2012, pp. 106-107; Kleopatra 2013, p. 302 n. 164; Sgarbi, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 116-119. La pintura, adquirida en Roma en los años sesenta, la conocía Roberto Longhi, quien la tenía en su fototeca en un archivador bajo el nombre de Guido Cagnacci. Allí la vio, y la restituyó con feliz intuición a Artemisia, Gianni Papi, de lo que dio noticia en “Paragone” en 1994 (Papi 1994, p. 197). A pesar de la evidencia del reconocimiento, la obra escapó extrañamente a la empresa monográfica de R. Ward Bissell (Bissell 1999). El que escribe identificó la obra en una casa romana a principios de los noventa. Enturbiada por barnices amarillentos, que le restaban potencia plástica, parecía poder soportar la tradicional atribución a Cagnacci, hasta que una simple limpieza la devolvió a los caracteres originales de energía y de realismo típicos de Artemisia. La figura femenina, de casi insolente pesadez física, de desmañadas formas, está elegantemente envuelta con un ropaje rojo de fuerte presencia, en estrecha relación con el momento de plenitud de Orazio. Sin embargo, todo en la mujer habla de sentidos y de sensualidad. Y no solo, evidentemente, por el peso del cuerpo, nunca así de abandonado, desmañado, ni siquiera en los temas más crudos de Caravaggio, sino también en el rostro lánguido y lascivo. Así que esta Cleopatra es un paradigma de realismo: la lección del estilo de la plena madurez del padre está trastocada por un auténtico enamoramiento por Caravaggio, aunque sin mostrar condescendencia con ninguno de ellos. A lo que suma un vuelco sexual. El cuerpo desnudo y lascivo es masculino por lo general en Caravaggio: del Amore vincitore al San Giovanni Battista. Artemisia, naturalmente, traduce esa inspiración en femenino. Y el impacto es aún más fuerte, más evidente, sea respecto a los modelos de las Veneri o de las Danae de Tiziano (por no mencionar los desnudos de Bronzino), sea respecto a los más cercanos, cuando no perfectamente contemporáneos, de Guido Reni, de Guercino y del propio Orazio. Quien tenga en mente la muy clásica Cleopatra de Guercino en el Palazzo Rosso de Génova recordará una elegante languidez, un equivalente pictórico del melodrama. Artemisia lo trastoca todo. Su realismo es absoluto, inminente, sin ninguna concesión lírica ni íntima. Hasta Caravaggio se muestra más prudente mientras que Cagnacci persigue una sensualidad intelectual, sofisticada. Raramente un desnudo ha renunciado en las formas o en la pose a toda grandeza externa. Nosotros, de esta Cleopatra, sentimos los olores, el sudor, la fetidez. Difícil concebir volúmenes tan excesivos como los del brazo y el vientre de una Cleopatra nunca menos real. Una mujer y basta, cuerpo antes que alma, existencia antes que esencia. Artemisia pinta su manifiesto, no de independencia psicológica de la mujer, sino de libertad del cuerpo, libertad también de perder la armonía. Además: la cabeza piensa, sufre. La muerte se avecina, los sentidos se abandonan, la conciencia se atenúa. Casi perdiendo el sentido, Cleopatra advierte un lejano dolor. En su cuerpo y en su cabeza responde el animal. Cualquier otro cuadro de la misma época, al lado de este, muestra una gracia, una intención de hacer casi olvidar el gesto extremo, en la medida de las formas, en el desmayo de una actriz que interpreta el papel. La Cleopatra de Artemisia es una mujer que muere y no tiene tiempo de pensar en la elegancia de
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su cuerpo, de aparecer arreglada. El dolor es físico, no es la idea del dolor. Hay quizá una transposición autobiográfica en este rostro que nos remite a otros en la pintura de Artemisia. La belleza de aquel rostro cede a la mueca, la lujuria del cuerpo al abandono de la carne. No hay incertidumbre, no hay duda en el gesto de esta Cleopatra determinada, sin flaquezas y valiente, en absoluto femenina. Justamente en esta atribución a una mujer de nobles actitudes que habitualmente se refieren al mundo masculino, consiste el elemento más novedoso de la pintura, que en lo que respecta a la cronología, también por las relaciones con la obra de Orazio, se debería establecer hacia 1620. Para esto puede resultar útil una comparación con la Lucrezia de la colección Pagano en Génova (véanse Garrard 1989, pp. 54-55, 501, del que deducir la bibliografía precedente, y la ficha de R. Contini, en Artemisia 1991, pp. 160-162), igualmente explícita y soberbia en la declaración de la propia virtud ‘extrafemenina’. Vittorio Sgarbi
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ARTEMISIA GENTILESCHI (Roma, 1593 – Napoli, 1652/1653)
Cleopatra
olio su tela, 97 x 71,5 cm Bibliografia: Papi 1994, p. 197; Sgarbi in Orazio e Artemisia 2001, pp. 472-473; Sgarbi, in Caravaggio e l’Europa 2005, pp. 216-217; L’Arte delle donne 2007, p. 85; Primarosa, in Artemisia Gentileschi 2011, pp. 174-175; Primarosa, in Artemisia 2012, pp. 106-107; Kleopatra 2013, p. 302 n. 164; Sgarbi, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 116-119.
Il dipinto, acquistato a Roma negli anni sessanta, era conosciuto da Roberto Longhi, che lo teneva nella sua fototeca in una cartella sotto il nome di Guido Cagnacci. In quella sede fu visto e restituito ad Artemisia, con felici intuizioni, da Gianni Papi, che ne diede notizia su “Paragone” nel 1994 (Papi 1994, p. 197). Nonostante l’evidenza del riconoscimento, l’opera sfuggì stranamente all’impresa monografica di R. Ward Bissell (Bissell 1999). Lo scrivente individuò l’opera in una casa romana nei primi anni novanta. Offuscata da vernici ingiallite, che ne ammorbidivano la potenza plastica, sembrò poter sostenere la tradizionale attribuzione a Cagnacci, finché una semplice pulitura non la riportò ai caratteri originari di energia e di realismo tipici di Artemisia. La figura femminile, di quasi insolente pesantezza fisica, di sgraziate forme, è elegantemente contenuta da un panneggio rosso di tagliente evidenza, in stretto rapporto con l’algido Orazio. Ma è, appunto, un contrasto, giacché tutto, nella donna, parla di sensi e di sensualità. E non solo, evidentemente, per il peso del corpo, mai così abbandonato, dilagante, neppure nei soggetti più crudi di Caravaggio, ma anche nel volto languido e lascivo. Così che, questa Cleopatra è un paradigma di realismo: la lezione della piena maturità del padre è infatti travolta da un vero e proprio innamoramento per Caravaggio, sia pure senza indulgerne nei soggetti. E anzi con un ribaltamento sessuale. Il corpo ignudo e lascivo è, in Caravaggio, di regola, maschile: dall’Amore vincitore al San Giovanni Battista. Artemisia, naturalmente, traduce quella ispirazione al femminile. E l’impatto è ancora più forte, più evidente, sia rispetto ai moduli delle Veneri o delle Danae tizianesche (per non dire delle ignude bronzinesche), sia rispetto a quelli più vicini, quando non perfettamente contemporanei, di Guido Reni, di Guercino e dello stesso Orazio. Chi abbia in mente la classicissima Cleopatra di Guercino a Palazzo Rosso di Genova ricorderà un elegante languore, un equivalente pittorico del melodramma. Artemisia ribalta tutto. Il suo realismo è assoluto, imminente, senza nessuna concessione lirica o intimistica. Perfino Caravaggio si mostra più prudente mentre Cagnacci persegue una sensualità intellettuale, sofisticata. Raramente un nudo ha rinunciato nelle forme e nella posa a ogni esterna gradevolezza. Noi, di questa Cleopatra, sentiamo gli odori, il sudore, la puzza. Difficile concepire volumi così eccedenti come quelli del braccio e della pancia di una Cleopatra mai meno regale. Una donna e basta, corpo prima che anima, esistenza prima che essenza. Artemisia dipinge il suo manifesto, non di indipendenza psicologica della donna, ma di libertà del corpo, libertà anche di perdere l’armonia. Poi: la testa pensa, soffre. La morte si avvicina, i sensi si abbandonano, la coscienza si attenua. Quasi perdendo i sensi, Cleopatra avverte un dolore lontano. Nel suo corpo e nella sua testa risponde l’animale. Ogni altro quadro dello stesso tempo, a fianco di questo, mostra una grazia, un’intenzione di far quasi dimenticare il gesto estremo, nella misura delle forme, nel deliquio di un’attrice che recita la parte. La Cleopatra di Artemisia è una donna che muore e non ha tempo di pensare all’eleganza del suo corpo, a mostrarsi in ordine. Il dolore è fisico, non è l’idea del dolore. C’è forse una trasposizione
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autobiografica in questo volto che ne richiama altri nella pittura di Artemisia. La bellezza di quel volto cede alla smorfia, la lussuria del corpo all’abbandono della carne. Certo non c’è incertezza, non c’è esitazione nel gesto di questa Cleopatra determinata, senza languori e anzi coraggiosa, per nulla femminile. Proprio in questa attribuzione a una donna di nobili attitudini, solitamente riferite al mondo maschile, consiste l’elemento più nuovo del dipinto, che per ciò che riguarda la cronologia, anche per i collegamenti con l’opera di Orazio, dovrebbe avviarsi verso il 1620. Per questo può essere utile un confronto con la Lucrezia della collezione Pagano a Genova (si vedano Garrard 1989, pp. 54-55, 501, da cui dedurre la bibliografia precedente, e la scheda di Contini, in Artemisia 1991, pp. 160-162), altrettanto esplicita e superba nel dichiarare la propria virtù ‘extrafemminile’. Vittorio Sgarbi
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GIUSEPPE CALETTI, llamado CREMONESE (Crémona o Ferrara, hacia 1595 – Ferrara, 1660)
Giaele e Sisara [Jael y Sísara] óleo sobre lienzo, 87 x 105 cm
Bibliografía: De Stefano Giannuzzi Savelli, en Il Male 2005, p. 333 n. 96; Nanni, en Le meraviglie 2005, pp. 150-151 n. 57; Nanni, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 132-135. Probablemente originario de Crémona, como se podría deducir del sobrenombre, este pintor de temperamento caprichoso e imprevisible, redescubierto en el ámbito crítico por Ivanoff (1951), ligó su suerte al ambiente artístico de Ferrara de la primera mitad de siglo, en el que fue, después de Carlo Bononi, el único en encontrar un cierto aplauso fuera de la literatura local. Dos fueron las razones principales de este éxito: su gran actividad de grabador y la imitación de los artistas vénetos y ferrareses del Cinquecento, como ya subrayaba Riccomini (1969, p. 41). Un espíritu estrafalario y excéntrico, en competición no tanto con los contemporáneos cuanto con los grandes maestros del pasado cuyo estilo se honraba en poder imitar, mostrando preferencia por el de Tiziano. En sus Vite de’ pittori Girolarno Baruffaldi ofrece tal vez el retrato más incisivo y auténtico de este artista, recordando entre otras cosas que “no pocas de sus mejores tablas existentes en las galerías señoriales se han reputado como de Tiziano” (Baruffaldi ed. 1844-1846, p. 211). Fue pintor principalmente de pinturas “de caballete” y al servicio de comitentes privados, a pesar del carácter impetuoso descrito por el erudito ferrarés que lo recordaba pobre, borracho y solo, características quizá que habría que unir al cliché de artista saturnino, pero que se pueden justificar por la excentricidad estilística del pintor, que no hay que confundir con una servil reiteración de formas y modelos de la tradición, ya que el empaste y los tonos cromáticos de la pintura de Cremonese denotan también una atención aguda sobresaliente para las tendencias más modernas del arte de la época. La atmósfera fantástica y sombría que caracteriza su mejor producción, en este auténtico “ferrarés”, nace también de aquel “polvillo atmosférico que se enciende en imprevistos resplandores” que hay que relacionar quizá con el joven Guercino y se testimonia en la obra maestra de Caletti, el San Marco de la Pinacoteca Nazionale de Ferrara (Giovannucci Vigi, en Pinacoteca Nazionale 1992, p. 205). Todos ellos son elementos que están presentes también en la pintura que examinamos, que representa a Jael matando al cananeo Sísara hincándole un gran clavo en la sien. Como narra la Biblia, Jael empuñó una piquete de su tienda y clavó al suelo al guerrero dormido, no habiendo podido utilizar arma alguna para no desobedecer las leyes de su pueblo. Una violencia que contrasta con la feminidad de la heroína y con la pose, inerme y casi infantil, en la que está representado Sísara, con los brazos cruzados, sobre el fondo de una ciudad donde pequeñas figuras se persiguen batallando.
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Caletti pintó otras versiones de este tema sacado del Antiguo Testamento (Jueces, 4, 17-24). El pintor representa la escena con el habitual toque caprichoso, en este caso consagrado a la creación de una atmósfera lunar y sugerente, recuerdo de la tradición ferraresa del Cinquecento. Detalles magistrales que demuestran sin embargo una deuda, compositiva pero también iconográfica, con un prototipo “guercinesco” perdido (hoy conocido únicamente por una fotografía, cfr. Riccomini 1969, p. 43), del que Mahon ha identificado también los cuatro dibujos preparatorios (Mahon 1968, pp. 70-73, nn. 49-52). En particular el folio conservado en el Institut Néerlandais de París (colección Lugt), ofrece la referencia más estrecha para la versión final que tenemos en Guercino y como consecuencia para nuestra pintura.
La otra versión del tema que realizó Cremonese, conservada en la Pinacoteca Nazionale de Ferrara y datada hacia 1630 (Giovannucci Vigi, en Pinacoteca Nazionale 1992, pp. 205-206 n. 240), presenta notables diferencias compositivas tanto con la pintura aquí examinada como con la tela de Guercino, al representar a los protagonistas en el lado izquierdo de la escena y las aperturas al paisaje en modo especular. El vuelco de la composición y el formato más alargado del cuadro de la Pinacoteca deberemos considerarlos una reelaboración del propio Caletti, pero la existencia de los dibujos de la pintura del maestro de Cento explica la difusión del tema y de la correspondiente estructura compositiva en el área emiliana, como demuestran los ejemplos de Cremonese, que quizá vio el prototipo en Ferrara en la colección del cardenal Serra, probable comitente de la pintura de Guercino. Para terminar, debemos recordar que Baruffaldi, en la Vita dedicada a Caletti, registraba en Bolonia “en la galería del senador Isolani [...] dos cuadros y no pequeños que engañan a los crédulos y, si mal no recuerdo, representan la fuga de Lot y la muerte de Sísara” (Baruffaldi ed. 18441846, p. 211), párrafo de siempre unido a la pintura de la Pinacoteca Nazionale de Ferrara, pero que también podría referirse al Giaele e Sisara que aquí se expone. En todo caso se trataba de obras para engañar ‘a los crédulos’, por recordar uno de los rasgos más excéntricos del pintor, el de emular el estilo de los maestros del Cinquecento, de Tiziano en especial, tanto como para hacerle asegurar “querer ser reputado el más abyecto profesor del mundo, y querer quemar los pinceles, si no llegaba a superar a Tiziano” (Baruffaldi ed. 1844-1846, p. 211). En la colección Sgarbi en Ro Ferrarese se conservan otras dos notables pinturas de Caletti expuestas por vez primera en Rovigo en 2006 (Nanni, en Le meraviglie 2005, pp. 146-149, nn. 55, 56): la Madonna col Bambino e san Girolamo y la Baccanale, en las que el extravagante maestro evidencia una vez más la vena caricaturesca de su pintura, fuertemente inspirada en Dosso Dossi. Francesca Nanni
Giuseppe Caletti, Baccanale, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
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GIUSEPPE CALETTI, detto IL CREMONESE (Cremona o Ferrara, 1595 circa – Ferrara, 1660)
Giaele e Sisara
olio su tela, cm 87 x 105 Bibliografía: De Stefano Giannuzzi Savelli, in Il Male 2005, p. 333 n. 96; Nanni, in Le meraviglie 2005, pp. 150-151 n. 57; Nanni, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 132-135. Probabilmente originario di Cremona, come si potrebbe dedurre dal soprannome, questo pittore dal temperamento estroso e imprevedibile, la cui riscoperta in ambito critico si deve a Ivanoff (1951), legò le proprie fortune all’ambiente artistico ferrarese della prima metà del secolo, in cui fu, dopo Carlo Bononi, l’unico ad aver trovato un certo seguito al di fuori della letteratura locale. Alla base di questa fortuna due furono le motivazioni principali: la grande attività di incisore e l’imitazione dei cinquecenteschi veneti e ferraresi, come già sottolineava Riccomini (1969, p. 41). Uno spirito bizzarro ed eccentrico, in sfida non tanto con i contemporanei quanto con i grandi maestri del passato, di cui si vantava di poter imitare lo stile, prediligendo Tiziano. Nelle sue Vite de’ pittori, Girolarno Baruffaldi offre forse il ritratto più pungente e vero di questo artista, ricordando inoltre che “non poche delle sue migliori tavole esistenti nelle gallerie signorili sono state reputate di Tiziano” (Baruffaldi ed. 18441846, p. 211). Fu pittore principalmente di dipinti “da cavalletto” e al servizio di committenti privati, nonostante il carattere irruente descritto dall’erudito ferrarese che lo ricorda povero, ubriaco e solo, caratteristiche forse da ricollegare già al cliché di artista saturnino, ma che possono giustificare l’eccentricità stilistica del pittore, da non confondere con pedissequa reiterazione di forme e modelli della tradizione, poiché l’impasto e i toni cromatici della pittura di Cremonese denotano anche un’attenzione spiccata per gli svolgimenti più prossimi dell’arte dell’epoca. L’atmosfera fantastica e ombrosa che caratterizza la sua migliore produzione, in questo davvero “ferrarese”, nasce anche da quel “pulviscolo atmosferico che si accende in improvvisi bagliori” da avvicinare forse al giovane Guercino e testimoniato dal capolavoro di Caletti, il San Marco della Pinacoteca Nazionale di Ferrara (Giovannucci Vigi, in Pinacoteca Nazionale 1992, p. 205). Tutti elementi che ricorrono anche nel dipinto in esame, raffigurante Giaele che uccide il cananeo Sisara conficcandogli un grande chiodo nella tempia. Come recita la Bibbia, Giaele impugnò infatti un picchetto da sua tenda e piantò al suolo il guerriero addormentato, non potendo utilizzare alcuna arma a meno di non disubbidire alle leggi del suo popolo. Una violenza che contrasta con la femminilità dell’eroina e con la posa, inerme e quasi infantile, in cui è disteso Sisara, a braccia conserte, sullo sfondo di una città dove piccole figure si rincorrono in battaglia. Caletti dipinse altre varianti di questo soggetto tratto dall’Antico Testamento (Giudici, 4, 17-24). La scena è presentata dal pittore con il solito piglio estroso, in questo caso votato alla resa di un’atmosfera lunare e suggestiva, memore della tradizione ferrarese cinquecentesca. Dettagli magistrali che dimostrano tuttavia un debito, compositivo ma anche iconografico, verso un prototipo guercinesco perduto (oggi noto, forse, solo tramite una fotografia, cfr. Riccomini 1969, p. 43), di cui Mahon ha individuato anche i quattro disegni preparatori (Mahon 1968, pp. 70-73, nn. 49-52). In particolare, il foglio conservato all’Institut Néerlandais di Parigi (collezione Lugt), fornisce il riferimento più stringente per la redazione finale fornita dal Guercino e di conseguenza per il nostro dipinto.
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L’altra versione del tema eseguita dal Cremonese, conservata presso la Pinacoteca Nazionale di Ferrara e datata al 1630 circa (Giovannucci Vigi, in Pinacoteca Nazionale 1992, pp. 205-206 n. 240), presenta notevoli differenze compositive sia con il dipinto qui in esame, sia in riferimento alla tela del Guercino, raffigurando i protagonisti sul lato sinistro della
scena e l’apertura paesaggistica in maniera speculare. Il ribaltamento della composizione e il formato più allungato dell’esemplare della Pinacoteca si dovranno ricollegare a una rielaborazione fornita da Caletti stesso, ma l’esistenza dei disegni e del dipinto del maestro centese spiega la diffusione del soggetto e della relativa struttura compositiva in area emiliana, come dimostrano gli esempi del Cremonese, che forse vide il prototipo proprio a Ferrara presso la raccolta del cardinal Serra, probabile committente del dipinto del Guercino. Da ricordare infine che Baruffaldi, nella Vita dedicata a Caletti, registrava a Bologna “nella galleria del senatore Isolani [...] due quadri e non piccoli che ingannano i creduli, e, se male non ricordo, rappresentano la fuga di Loth e la morte di Sisara” (Baruffaldi ed. 18441846, p. 211), brano da sempre ricollegato al dipinto della Pinacoteca Nazionale di Ferrara, ma che potrebbe anche riferirsi al Giaele e Sisara qui in mostra. In ogni caso si trattava di opere da ingannare ‘i creduli’, per ricordare uno dei tratti più eccentrici del pittore, quello di emulare lo stile dei maestri cinquecenteschi, Tiziano in particolare, tanto da fargli assicurare di “voler essere riputato il più abbietto professore del mondo, e voler abbruciare i pennelli, se non arrivava a superare Tiziano” (Baruffaldi ed. 1844-1846, p. 211). In raccolta Sgarbi a Ro Ferrarese si conservano altri due notevoli dipinti di Caletti esposti per la prima volta a Rovigo del 2006 (Nanni, in Le meraviglie 2005, pp. 146-149, nn. 55, 56): la Madonna col Bambino e san Girolamo e il Baccanale, nei quali il bizzarro maestro evidenzia ancora una volta la vena caricaturale della sua pittura, fortemente ispirata a Dosso Dossi. Francesca Nanni Giuseppe Caletti, Madonna col Bambino e san Girolamo, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
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ORSOLA MADDALENA CACCIA (Moncalvo, Asti, 1596 – 1676)
Madonna col Bambino, sant’Anna e san Giovannino [La Virgen con el Niño, santa Ana y san Juanito] óleo sobre lienzo, 176 x 115 cm
Bibliografía: L’Arte delle donne 2007, p. 89; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 60-63.
El cuadro de altar, del que no se conoce la procedencia, perteneció recientemente a la colección de Giulio Einaudi. Es obra típica de la piamontesa Orsola Maddalena Caccia, cuyo recorrido artístico ha sido objeto de importantes estudios (Chiodo 2003; Ghirardi 2002, 2007) y de una reciente exposición monográfica (Caccia 2012). Hija del conocido pintor Guglielmo Caccia (1568-1625), Theodora, en religión Orsola Maddalena, ingresó con poco más de veinte años en el convento de las Ursulinas de Bianzé (Vercelli), donde permaneció hasta el 14 de abril de 1625, fecha de la fundación del nuevo monasterio en Moncalvo, pequeña ciudad de Monferrato donde el padre mantenía su floreciente taller. Fue él mismo quien costeó su ingreso en la institución, donde la hija practicó con asiduidad la “pía virtud del pintar” (doc. del 1643, en Chiodo 2003, p. 171), convirtiéndose en directora de un auténtico “atelier” de pintura, cuyos ingresos servían para el sostenimiento de toda la comunidad. En su testamento Guglielmo se había cuidado de dejar pinturas, dibujos y útiles para la vida artística de sus hijas Orsola y Francesca (también ella pintora y monja). Las numerosas obras diseminadas entre su tierra natal y otras localidades del Piamonte demuestran que Orsola trabajó mucho en la zona. Tras haber colaborado más de una década con Guglielmo, heredó de él la vasta red de encargos y concluyó también algunas obras dejadas incompletas. Desde las primeras obras (Immacolata con i santi Carlo Borromeo e Girolamo, Monastero Bormida, Santa Giulia), Caccia demuestra apoyarse en los hallazgos paternos proponiendo composiciones estructuradas geométricamente y formas definidas con esmero. Estas características, presentes también en la producción sucesiva, bastante homogénea (Sante Liberata Agata e Lucia, 1637, Moncalvo, Sant’Antonio; San Giovanni Battista, 1644, Montemagno, Santi Martino y Stefano), se expresan también en la obra que examinamos, donde la monja pintora elabora una imagen clara, de inmediata comprensión para el fiel, en respuesta a las exigencias didácticas impuestas al arte sacro por la Contrarreforma y por los propios comitentes. Dispuestas a lo largo de una simple línea diagonal, las figuras de típicas fisonomías edulcoradas se animan por una gestualidad serena y una emoción comedida. A la par que en otra pintura suya en la colección Sgarbi —versión reducida y simplificada de la obra de la que hablamos, en la que los primos se intercambian flores y fruta como sucede también en la tela, hallada por Sgarbi, en la Basílica de San Giacomo en Bellagio— Orsola interpreta al modo femenino los arcaicos modelos manieristas de Guglielmo, infundiendo a los personajes mayor dulzura de ánimo, gracia y modales. La propensión descriptiva exhibida en las pinturas del monasterio de las ursulinas (San Luca nello studio; Natività del Battista) y en la de la Pinacoteca Malaspina de Pavía (Natività della Vergine), donde los detalles de los ambientes y de los ropajes son ejecutados con extrema minuciosidad, se capta aquí en el muestrario de flores en primer plano que volvemos a ver, muy parecido, en el bello cuadro de altar con el Matrimonio mistico della beata Osanna Andreasi (1648) custodiado en el Museo Diocesano Mantova. Especialidad de la
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Orsola Maddalena Caccia, Madonna col Bambino e san Giovannino, Ro Ferraese, collezione Cavallini Sgarbi
pintora, por otra parte, fueron justamente las pinturas de naturaleza muerta —véase las tres famosas telas, inspiradas en grabados nórdicos (Snyders, Sadeler, Collaert), del Museo Civico de Moncalvo— imágenes silenciosas, a menudo destinadas a las paredes del convento de clausura, en las que el interés por la botánica se conjuga con el universo espiritual dando vida a composiciones de flores y frutos “visualizados como auténticas plegarias” (Ghiseri 1989, p. 155). En este sentido, Ghirardi (2003) sugería una relación con la práctica instituida por San Francisco de Sales (Filotea, 1608) del “bouquet spirituel”, una forma de plegaria pensada tal como se cortan flores en un jardín. Recientemente Cottino (2012) destacaba el vínculo entre las “metáforas sacras” de Orsola y el pensamiento espiritual de Federico Borromeo, estableciendo además la hipótesis de un probable conocimiento directo de la colección del cardenal (rica en obras de Jan Brueghel de Velours) por parte de la monja. En la pintura que examinamos, que situaremos quizá en los años cuarenta, cada elemento natural tiene un concreto significado simbólicoreligioso: las rosas y los lirios aluden a la pureza y la castidad de la Virgen (llamada Rosa mística, Rosa sin espinas), el tulipán amarillo —que en la pintura de vanitas remite a la caducidad de la existencia— al amor divino y el ciprés, que parece salido del pincel de un florentino del quattrocento, a la Madonna, a Cristo y a la Iglesia, quizá por su característica de crecer alto hacia el cielo. Pietro Di Natale
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ORSOLA MADDALENA CACCIA (Moncalvo, Asti, 1596 – 1676)
Madonna col Bambino, sant’Anna e san Giovannino olio su tela, 176 x 115 cm
Bibliografia: L’Arte delle donne 2007, p. 89; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 60-63. La pala d’altare, di cui non è conosciuta la provenienza, fu in tempi recenti nella collezione di Giulio Einaudi. E’ opera tipica della piemontese Orsola Maddalena Caccia, il cui percorso artistico è stato oggetto di importanti approfondimenti (Chiodo 2003; Ghirardi 2002, 2007) e di una recente mostra monografica (Caccia 2012). Figlia del noto pittore Guglielmo Caccia (1568-1625), Theodora, in religione Orsola Maddalena, entrò poco più che ventenne nel convento delle orsoline di Bianzé (Vercelli) dove rimase sino al 14 aprile 1625, data di fondazione un nuovo monastero a Moncalvo, piccola città del Monferrato dove il padre teneva la sua fiorente bottega. Fu proprio costui a concedere i suoi possedimenti per finanziare l’istituito, dove la figlia praticò assiduamente la “pia virtù del dipingere” (doc. del 1643, in Chiodo 2003, p. 171), divenendo direttrice di un autentico atelier di pittura, i cui proventi servivano al sostentamento dell’intera comunità. Nel suo testamento Guglielmo si era premurato d’altronde di lasciare i suoi dipinti e disegni alle figlie Orsola e Francesca (monaca, anch’essa pittrice) poiché certamente utili alla loro attività artistica. Le numerose opere sparse tra la terra natia e altre località piemontesi dimostrano che Orsola fu molto attiva sul territorio. Dopo aver collaborato per oltre un decennio con Guglielmo, ne ereditò infatti la fitta rete di committenze portando a termine anche alcune opere da lui lasciate incompiute. Sin dalle prove d’esordio (Immacolata con i santi Carlo Borromeo e Girolamo, Monastero Bormida, Santa Giulia), la Caccia dimostra di appoggiasi alle invenzioni paterne proponendo composizioni strutturate geometricamente e forme definite con diligenza. Questi caratteri, che improntano anche la produzione successiva, piuttosto omogenea (Sante Liberata Agata e Lucia, 1637, Moncalvo, Sant’Antonio; San Giovanni Battista, 1644, Montemagno, Santi Martino e Stefano), sono espressi nella pala in esame, dove la suora pittrice elabora un’immagine chiara, d’immediata comprensione per il fedele, in risposta alle esigenze didascaliche imposte all’Arte Sacra dalla Controriforma e dalle stesse committenze. Disposte lungo la semplice diagonale, le figure dalle tipiche fisionomie edulcorate sono animate da gestualità composte ed emozioni misurate. Parimenti all’altro suo dipinto in collezione Sgarbi – versione ridotta e semplificata dell’opera in esame, nella quale i cugini, si scambiano reciprocamente fiori e frutta come anche nella tela, rintracciata da Sgarbi, nella Basilica di San Giacomo a Bellagio – Orsola interpreta in modi femminei gli arcaici modelli manieristi di Guglielmo, infondendo ai personaggi una maggiore dolcezza d’animo e grazia di modi. La propensione descrittiva esibita nei dipinti già nella chiesa del monastero delle orsoline (San Luca nello studio; Natività del Battista) ed in quello nella Pinacoteca Malaspina di Pavia (Natività della Vergine), dove i dettagli degli ambienti e dei costumi sono resi con estrema minuzia, si coglie qui nel campionario di fiori in primo piano che ritroviamo, simili, nella bella pala col Matrimonio mistico della beata Osanna Andreasi (1648) custodita al Museo Diocesano Mantova. Specialità della pittrice, d’altronde, furono proprio i dipinti di natura morta – si vedano le tre famose tele, ispirate a incisioni nordiche (Snyders, Sadeler, Collaert), del Museo Civico di Moncalvo –, immagini silenziose, spesso desinate alle pareti del convento di clausura, nelle quali l’interesse per la botanica si
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coniuga con l’universo spirituale dando vita a composizioni di fiori e frutti “visualizzati come vere e proprie preghiere” (Ghiseri 1989, p. 155). In questo senso, Ghirardi (2003) suggeriva un rapporto con la pratica istituita da San Francesco di Sales (Filotea, 1608) del “bouquet spirituel”, una forma di preghiera pensata come una raccolta di fiori in un giardino. Recentemente Cottino (2012) poneva l’attenzione sul legame tra le “metafore sacre” di Orsola e il pensiero spirituale del Federico Borromeo, ipotizzando altresì una probabile conoscenza diretta della collezione del cardinale (ricca di opere di Jan Brueghel dei Velluti) da parte della monaca. Nel presente dipinto, da collocare forse negli anni quaranta, ogni elemento naturale ha un preciso significato simbolico-religioso: le rose e i gigli alludono alla purezza e la castità della Vergine (detta Rosa mistica, Rosa senza spine), il tulipano giallo – che nella pittura di vanitas rimanda alla caducità dell’esistenza – all’amore divino e il cipresso, che pare uscito dal pennello di un fiorentino del Quattrocento, alla Madonna, a Cristo e alla Chiesa, forse per la sua caratteristica di crescere alto verso il cielo. Pietro Di Natale
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GUIDO CAGNACCI
(Santarcangelo di Romagna, 1601 – Viena, 1663)
Allegoria del Tempo (La Vita umana) [Alegoría del tiempo (La vida humana)] óleo sobre lienzo, 108,5 x 84 cm Inscripciones: firmado abajo a la izquierda “GUIDO CAGNACCI”
Bibliografía: Bottari 1963, p. 323; Pasini 1986, pp. 255-256, n. 57; Delenda, en Seicento 1988, p. 129; Benati, en Guido Cagnacci 1993, p. 28 nota 59, fig. 10; Pasini, in Guido Cagnacci 1993, tav. XIX; Spike, Pinna, en Cagnacci esiliato 1993 s.n.p; Pasini 1993, pp. 10, 31-32; Peruzzi, en Tesori ritrovati 1998, p. 144; Pulini, en Guercino 2003, p. 199 n. 58; Pellicciari, in Elisabetta Sirani 2004, pp. 244-245 n. 103; Schleier 2006, p. 194, fig. 5; Benati, en Guido Cagnacci 2008, pp. 288-291 n. 71; Benati 2009, p. 96; Rose 2009, pp. 138-139; Muti 2009, pp. 416-418; Muti, en Guido Cagnacci 2011, pp. 2123; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 120-123. La pintura, entre las más celebradas de Cagnacci, ha sido frecuente objeto de debate por los estudiosos a partir de Bottari, quien la dio a conocer en 1963 cuando la calavera estaba aún recubierta por un repinte. Así la volvía a presentar Pasini (1986) junto a otras dos versiones del mismo tema juzgándola “la mejor versión, la más intensamente expresiva y la más tardía”. Proponía entonces identificarla con el cuadro de la “vida humana” custodiado en el siglo XVIII (Zanotti 1739, I, p. 306) en la residencia boloñesa del senador Magnani, quien, quizá movido por un intento moralizante, había decidido ponerle al lado, cincuenta años antes, un pendant con el Amor Divino realizado por Giovan Gioseffo Dal Sole (hoy en Módena, colección privada; crf: Peruzzi, en Tesori ritrovati 1998). A esta obra sin embargo, como advirtió Benati (2008), la acompaña mejor otra versión de la Vita Umana (Schleier 2006), donde Cagnacci representa en figura “de tres cuartos” el modelo de la tela de la colección Nelson Shanks. La pintura ilustra el tema de la caducidad de la “vida humana”. Los granos de la clepsidra escanden cada átomo del presente que, al momento, ya pasó. En su discurrir inexorable el tiempo no perdonará ni siquiera la lozana belleza de la muchacha, destinada a marchitarse como la rosa y el diente de león que lleva en la mano. La calavera, habitual memento mori, está situada sobre una piedra sillar, emblema en la pintura de vanitas de la perennidad del tiempo, a la que remite también el antiguo símbolo del ouroboros, mística serpiente que mordiéndose la cola simboliza el eterno retorno, la naturaleza cíclica de las cosas. La Allegoria Sgarbi constituye “una de las cimas más altas tocadas por la ‘poesía del cuerpo femenino’ que caracteriza la última producción del gran artista de la Romaña” (Benati 2008). Pinturas como esta, por otra parte, se destinaban al desinhibido mercado veneciano, frequentado por coleccionistas libertinos e internacionales, deseosos de disfrutar en sus habitaciones particulares de imágenes intensas, en las que los significados internos del tema —que, en nuestro caso, podía leerse como una exhortación a la vida contemplativa del amor puro hacia Dios, único camino para protegerse de la fragilidad de la vida y de la transitoriedad de los bienes terrenales— estaban casi totalmente oscurecidos por la impetuosa carga erótica del desnudo femenino. La ejecución de la obra, de hecho, la ha establecido la crítica para poco después de 1650, al inicio de la estancia del pintor en la Serenissima, donde vivía de incógnito (con el apellido “al modo veneciano” Canlassi) en la parroquia de San Giovanni Crisostomo, cerca de Rialto, en compañía de una joven mujer, la originaria de Cesena Maddalena Fontanafredda, que le servía de modelo y que sin embargo, para no llamar la atención, vestía de hombre. Abandonando la producción de tema sacro, Guido da salida en la laguna a estridentes cuadros “de estancia” centrados en la figura femenina, las más de las veces desvestida, los mismos que le valieron las ásperas críticas de Boschini (1660) que lo contaba, aunque sin nombrarlo, entre aquellos pintores “tan miserables” en
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el dibujo, “tan pobres” en la inventiva que se reducían a declinar, por medio de diferentes atributos, la misma figura de mujer como una Venere, una Susanna, una Maddalena o una Vita Umana. Interpretado probablemente por la citada modelo-amante cesenate —la misma, de rostro cuadrado, que reviste el papel de Europa en la obra maestra coetánea de la colección Molinari Pradelli—, la lozana muchacha de encarnación perlácea emerge a través de controlados pasajes tonales desde el fondo oscuro influido aún por Caravaggio. Distante de los modelos incorpóreos del universo sublimado de Guido Reni, como también de la turbia sensualidad de los cuadros de tema erótico de los rivales venecianos (in primis el odiado Pietro Liberi), Cagnacci concibe en la Allegoria Sgarbi una de sus más emocionantes representaciones del desnudo femenino, imagen concreta y elegante, llena de estímulos pictóricos y emotivos, en la que “parece celebrar una auténtica santificación del cuerpo, que también a diferencia de Reni, no pierde nada de su carnalidad ni de su terrenal fisicidad” (Benati, en Guido Cagnacci 2008, p. 40). Extraordinaria protagonista de un “teatro interior”, la muchacha está animada por la inquieta dialéctica entre carne y espíritu y su vigor naturalista, derivado del recuso al modelo vivo, se ennoblece a través de la firmeza de la estructura y de la plenitud de las formas. Conviene recordar por último que la fortuna de nuestro tema está certificada por la existencia de la pintura Allegoria della Vanitas e della Penitenza en la colección Nelson Shanks (con las que se enlazan las versiones, por algunos consideradas no originales, en el Musée de la Picardie de Amiens y en la Fondazione Cassa di Risparmio de Cesena), que Cagnacci, como ya se ha dicho, desarrolla ampliamente en la tela que poseía el senador Paolo Magnani. Pietro Di Natale
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GUIDO CAGNACCI
(Santarcangelo di Romagna, 1601 – Vienna, 1663)
Allegoria del Tempo (La Vita umana)
olio su tela, 108,5 x 84 cm Iscrizioni: firmato in basso a sinistra “GUIDO CAGNACCI” Bibliografia: Bottari 1963, p. 323; Pasini 1986, pp. 255-256, n. 57; Delenda, in Seicento 1988, p. 129; Benati, in Guido Cagnacci 1993, p. 28 nota 59, fig. 10; Pasini, in Guido Cagnacci 1993, tav. XIX; Spike, Pinna, in Cagnacci esiliato 1993 s.n.p; Pasini 1993, pp. 10, 31-32; Peruzzi, in Tesori ritrovati 1998, p. 144; Pulini, in Guercino 2003, p. 199 n. 58; Pellicciari, in Elisabetta Sirani 2004, pp. 244-245 n. 103; Schleier 2006, p. 194, fig. 5; Benati, in Guido Cagnacci 2008, pp. 288-291 n. 71; Benati 2009, p. 96; Rose 2009, pp. 138 139; Muti 2009, pp. 416-418; Muti, in Guido Cagnacci 2011, pp. 21-23; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 120-123. Il dipinto, tra i più celebri di Cagnacci, è stato ampiamente discusso dagli studiosi a partire da Bottari che lo pubblicò nel 1963 quando il teschio era ancora coperto da una ridipintura. Così lo ripresentava Pasini (1986) accanto ad altre due redazioni del medesimo soggetto giudicandolo la “versione migliore, la più intensamente espressiva e la più tarda”. Proponeva poi di identificarlo con il quadro con la “vita umana” custodito nel XVIII secolo (Zanotti 1739, I, p. 306) nella dimora bolognese del senatore Paolo Magnani, che, forse mosso da un intento moralizzante, aveva deciso di affiancargli, cinquant’anni dopo, un pèndant con l’Amor Divino realizzato da Giovan Gioseffo Dal Sole (oggi Modena, collezione privata; crf: Peruzzi, in Tesori ritrovati 1998). A quest’opera tuttavia, come ha notato Benati (2008), si accompagna meglio un’altra versione della Vita Umana (Schleier 2006), dove Cagnacci sviluppa “a tre quarti” di figura il modello della tela in raccolta Nelson Shanks. Il dipinto illustra il tema della caducità della “vita umana”. I granelli nella clessidra scandiscono ogni attimo del presente che, immediatamente, è già passato. Nel suo scorrere inesorabile il tempo non risparmierà neppure la prosperosa bellezza della fanciulla, destinata a sfiorire come la rosa ed il soffione che regge in mano. Il teschio, consueto memento mori, è posto sulla pietra squadrata, emblema nella pittura di vanitas della perennità del tempo, cui rimanda altresì l’antico simbolo dell’ouroboros, mistico serpente che mordendosi la coda simboleggia l’eterno ritorno, la natura ciclica delle cose. L’Allegoria Sgarbi costituisce “uno degli apici più alti toccati dalla “poesia del corpo femminile” che caratterizza l’ultima produzione del grandissimo artista romagnolo” (Benati 2008). Dipinti come questo, d’altronde, erano destinati al disinibito mercato veneziano, frequentato da collezionisti libertini e internazionali, desiderosi di gustare nelle proprie stanze immagini intense, nelle quali i significati sottesi al soggetto – che, nel nostro caso, poteva essere letto come un’esortazione alla via contemplativa dell’amore puro verso Dio, unica strada per riparare alla fragilità dell’esistenza ed alla transitorietà dei beni terreni – erano quasi totalmente oscurati dalla prorompente carica erotica del nudo femminile. L’esecuzione dell’opera, infatti, è stata posta dalla critica poco dopo il 1650, all’inizio del soggiorno del pittore nella Serenissima, dove viveva in incognito (col cognome “venetizzato” in Canlassi) nella parrocchia di San Giovanni Crisostomo, vicino a Rialto, in compagnia di una giovane donna, la cesenate Maddalena Fontanafredda, che gli serviva da modella e che tuttavia, per non farsi notare, indossava abiti maschili. Abbandonando la produzione del tema sacro, Guido licenzia in laguna sofisticati quadri “da stanza” incentrati sulla figura femminile, perlopiù svestita, gli stessi che gli valsero le aspre critiche di Boschini (1660) che lo elencava, pur senza nominarlo, tra quei pittori “tanto miserabili” nel disegno e “tanto scarsi” nell’invenzione da ridursi a declinare, attraverso attributi differenti, la stessa figura di donna come una Venere, una Susanna, una Maddalena o una Vita Umana. Interpretata probabilmente dalla
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citata modella-amante cesenate – la stessa, dal volto squadrato, che veste i panni di Europa nel capolavoro coevo in raccolta Molinari Pradelli –, la prosperosa fanciulla dagli incarnati rosati emerge attraverso controllati passaggi tonali dal fondo scuro di ispirazione ancora caravaggesca. Distante dai modelli incorporei dell’universo sublimato di Guido Reni, nonché dalla torbida sensualità dei quadri di soggetto erotico dei concorrenti veneziani (in primis l’odiato Pietro Liberi), Cagnacci concepisce nell’Allegoria Sgarbi una delle sue più emozionanti rappresentazioni del nudo femminile, immagine concreta e elegante, carica di sollecitazioni pittoriche e emotive, nella quale “sembra celebrare una vera e propria santificazione del corpo, che pure diversamente da Reni, non perde nulla della sua carnalità e della sua terrena fisicità” (Benati, in Guido Cagnacci 2008, p. 40). Straordinaria protagonista di un “teatro interiore”, la fanciulla è animata dall’inquieta dialettica tra carne e spirito, il suo vigore naturalistico, derivato dal ricorso al modello dal vivo, viene attenuato attraverso la classica solidità dell’impianto e la morbidezza delle forme. Conviene ricordare infine che la fortuna del nostro soggetto è attestata dall’esistenza del dipinto (Allegoria della Vanitas e della Penitenza) in collezione Nelson Shanks (cui si collegano le versioni, da alcuni considerate non autografe, al Musée de la Picardie di Amiens e alla Fondazione Cassa di Risparmio di Cesena), che Cagnacci, come detto, sviluppa in forma considerevolmente ampliata nella tela già posseduta dal senatore Paolo Magnani.
Pietro Di Natale
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PIETRO PAOLINI (Lucca, 1603 – 1681)
Madonna in trono col Bambino, santa Caterina d’Alessandria, san Giovannino e un Evangelista (Marco ?) [La Virgen en el trono con el Niño, santa Catalina de Alejandría, san Juanito y un evangelista (¿Marcos?)] óleo sobre lienzo, 255 x 155 cm Inscripciones: firmado con una triple P sobre la espada.
Bibliografía: Sardini (finales del siglo XVIII), ms. 124, IV, 2, c. 19; Trenta 1820, p. 143; Trenta 1822, p. 141; Giusti Maccari 1987, pp. 67-68, p. 142 n. 63; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 88-91.
Pietro Paolini, Negromante, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
De probable destino público, el gran óleo, con las siglas de una triple P en la espada que hay en primer plano, pertenece a Pietro Paolini, el más conocido e influyente pintor luqués del Seicento. En la biografía sobre el artista, Giusti Maccari (1987) proponía identificarla con la “Beata Vergine e Santa Caterina” de Paolini, registrada en la casa Mazzarosa de Lucca a finales del Settecento por el historiador local Giacomo Sardini (1751-1811). Nacido en 1603, el artista se educa en Roma (1619-27) bajo la guía de Angelo Caroselli, pudiendo así estudiar de cerca la pintura de Caravaggio y de sus seguidores, principalmente a Bartolomeo Manfredi y a sus otros epígonos franceses y nórdicos. Una estancia en Venecia (hacia 1630) y una probable parada en Emilia, le permitieron profundizar en la pintura del Cinquecento de Tintoretto y Veronés y en el clasicismo boloñés de Guido Reni, ambas corrientes conocidas ya desde sus años romanos. Con este actualizado bagaje de experiencias, en octubre de 1631 Paolini vuelve definitivamente a su casa, donde después funda su “Accademia Lucchese della Pittura e del Disegno”. La alta reputación que ganó ante el público de la época la atestiguan las poesías en alabanza del pintor, quien mantiene animadas relaciones con algunos literatos luqueses, entre ellos Isabetta Coreglia y el célebre poeta Michelangelo Torcigliani, del que también realizó un retrato (cfr. Struhal 2001). Uno de los primeros trabajos terminados al regreso a Lucca es la bella tela Madonna col Bambino e i santi Caterina, Marco, Domenico e Francesco d’Assisi (Roma, Galleria Nazionale d’Arte Antica), firmada y datada en 1633, donde emergen de manera patente los componentes de su educación: si, de hecho, abajo, en las tangibles figuras de los santos aún es intensa la lección caravaggesca, en el registro superior, establecido según un esquema de derivación veronesiana, es evidente la influencia del clasicismo boloñés en la mayor idealización de los modelos. El motivo del trono de la Vigen situado sobre el alto basamento, propuesto también en la pintura (hacia1637) de Sant’Agostino (hoy Museo de Villa Guinigi), vuelve a estar presente en la pintura que examinamos, en la que, en la parte inferior, un ángel empuña un trozo de la rueda dentada, símbolo del martirio de Santa Catalina quien, de rodillas, acoge con los brazos abiertos la bendición de Jesús sentado en las piernas de su Madre. San Juanito, allí al lado, invita a la santa —identificada también con los atributos de la corona y la espada— a contemplar al hijo de Dios, mientras que más atrás un evangelista (¿acaso Marcos?) con el libro abierto asiste silenciosamente a la escena invadida por un sentido de íntima calma. El planteamiento general, de clara ascendencia
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véneta, es equilibrado y los dos planos de la composición, a diferencia de la tela de 1633, están bien enlazados entre ellos, con las figuras insertas dentro de una ideal pirámide. Influencias vénetas, sobre todo de Veronés, se advierten en el cromatismo suntuoso, en los motivos del cortinaje y en la arquitectura clásica y la opulencia del principesco traje de la santa, animado con vibrantes destellos de luz. Al noble y purísimo perfil de la mártir, de aristocrática belleza, se contrapone la pose casi frontal de la Virgen, definida por una cierta monumentalidad casi propia del Cinquecento (Giusti Maccari 1987, p. 142). Recuerdos de Caravaggio, además de en las carnaciones marcadas por las sombras, se vuelven a encontrar en la caracterización doméstica de María que, cubierta por una vestidura modesta, contribuye a proyectar la escena sacra sobre un horizonte más cotidiano y familiar. También remite a una religiosidad cercana el motivo del cesto de mimbre sobre el parapeto que Paolini describe cuidadosamente, dando prueba de sus dotes de pintor de bodegones, género que podría haber iniciado en Lucca, con mucha antelación con respecto a su excelente discípulo Simone del Tintore (Gregori 1986, p. 45; últimamente Paliaga 2005). Datable antes de 1650, la pintura —de la que existe una réplica, quizá original, con variantes en la iglesia parroquial de Treviglio (Giusti Maccari 1987, pp. 142-143 n. 64)— se sitúa por tanto entre las mejores obras de altar de la madurez de Paolini, que en Lucca pintó sobre todo cuadros “de estancia”, por lo general de tema musical, en los que emerge abiertamente el intento alegórico, a menudo de inspiración nigromántica. Los intereses alquímicos del pintor, en los que le orientó Caroselli, se manifiestan por otro lado en otra pintura suya de la colección Sgarbi (La Costa, en Il Male 2005, p. 332 n. 91) que representa a un hechicero, aterrorizado por los efectos inesperados de un conjuro, que huye del ataque de una criatura monstruosa de la que solo atisbamos las garras. También en la colección Sgarbi encontramos la espléndida Bottega dell’artista (Savina, en La ricerca dell’identità 2004, pp. 241-242 n. 40) donde el pintor, retratándose junto a dos discípulos en su academia durante una sesión nocturna, vuelve a proponer, como en la Deposizione juvenil de San Frediano y en el Giovane che dipinge de Boston, la querida fórmula de la luz de vela derivada de Gerrit van Honthorst. Pietro Di Natale
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PIETRO PAOLINI (Lucca, 1603 – 1681)
Madonna in trono col Bambino, santa Caterina d’Alessandria, san Giovannino e un Evangelista (Marco ?) olio su tela, 255 x 155 cm Iscrizioni: siglato con un triplice P sulla spada.
Bibliografia: Sardini (fine secolo XVIII), ms. 124, IV, 2, c. 19; Trenta 1820, p. 143; Trenta 1822, p. 141; Giusti Maccari 1987, pp. 67-68, p. 142 n. 63; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 88-91. Di probabile destinazione pubblica, la grande pala, siglata con una triplice P sulla spada in primo piano, appartiene a Pietro Paolini, il più affermato e influente pittore lucchese del Seicento. Nella sua monografia sull’artista Giusti Maccari (1987) proponeva di identificarla con la “Beata Vergine e Santa Caterina” di Paolini registrata in casa Mazzarosa a Lucca alla fine del Settecento dallo storiografo locale Giacomo Sardini (1751-1811). Classe 1603, l’artista si educa a Roma (1619-27) sotto la guida di Angelo Caroselli, avendo modo di studiare da vicino la pittura di Caravaggio e dei suoi seguaci, principalmente Bartolomeo Manfredi e i caravaggeschi francesi e nordici. Un soggiorno a Venezia (1630 circa) e una probabile sosta in Emilia gli permettono di approfondire la pittura cinquecentesca di Tintoretto e Veronese e il classicismo bolognese di Guido Reni, peraltro entrambi già conosciuti negli anni romani. Con questo aggiornato bagaglio di esperienze nell’ottobre 1631 Paolini ritorna definitivamente in patria, dove, più tardi, fonda la sua “Accademia Lucchese della Pittura e del Disegno”. L’alta reputazione conquistata presso il pubblico del tempo è confermata dalle poesie in lode del pittore, che intrattenne vivaci rapporti con alcuni letterati lucchesi, tra cui Isabetta Coreglia e il celebre poeta Michelangelo Torcigliani, di cui eseguì anche un ritratto (cfr. Struhal 2001). Uno dei primi lavori licenziati dopo il rientro a Lucca è la bella pala con Madonna col Bambino e i santi Caterina, Marco, Domenico e Francesco d’Assisi (Roma, Galleria Nazionale d’Arte Antica), firmata e datata 1633, dove emergono in maniera distinta le componenti della sua educazione: se infatti, in basso, nelle tangibili figure dei santi è ancora intensa la lezione caravaggesca, nel registro superiore, impostato secondo uno schema di derivazione veronesiana, è evidente nella maggiore idealizzazione dei modelli l’influenza del classicismo bolognese. Il motivo del trono della Vergine collocato sull’alto basamento, proposto anche nella pala (1637 circa) già in Sant’Agostino (oggi Museo di Villa Guinigi), ritorna nel dipinto in esame, dove in basso un angelo impugna un frammento della ruota dentata, simbolo del martirio di Caterina che, in ginocchio, accoglie a braccia aperte la benedizione di Gesù seduto sulle gambe della Madre. San Giovannino lì accanto invita la santa – qualificata altresì della corona e dalla spada – a contemplare il figlio di Dio, mentre più indietro un Evangelista (Marco ?) con il libro aperto assiste silenziosamente alla scena pervasa da un senso d’intima quiete. L’impianto complessivo, di chiara ascendenza veneta, è equilibrato e i due piani della composizione, a differenza della pala del 1633, sono ben raccordati tra loro, con le figure inserite all’interno di un’ideale piramide. Suggestioni venete, soprattutto dal Veronese, si colgono nella cromia sontuosa, nei motivi del tendaggio e dell’architettura classica e nell’opulenza del principesco costume della santa, animato da vibranti bagliori di luce. Al nobile e purissimo profilo della martire, d’aristocratica bellezza, si contrappone la posa quasi frontale della Madonna, qualificata da una certa monumentalità cinquecentesca (Giusti Maccari 1987, p. 142). Ricordi caravaggeschi, oltre che negli incarnati segnati dalle ombre, si riscontrano nella caratterizzazione domestica di Maria che, coperta da una veste
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modesta, contribuisce a proiettare la scena sacra in una dimensione più concreta e quotidiana. A una religiosità accostante rimanda altresì il motivo del cesto di vimini sul parapetto che Paolini descrive accuratamente, dando prova delle sue doti di pittore di natura morta, genere che sembrerebbe aver avviato a Lucca in largo anticipo sul suo eccellente allievo Simone del Tintore (Gregori 1986, p. 45; in ultimo Paliaga 2005). Databile entro la metà del Seicento, la pala – di cui esiste una replica, forse autografa, con varianti nella parrocchiale di Treviglio (Giusti Maccari 1987, pp. 142-143 n. 64) – si pone dunque tra le migliori prove d’altare della maturità di Paolini, che a Lucca dipinse soprattutto quadri “da stanza”, per lo più di tema musicale, nei quali emerge apertamente l’intento allegorico, spesso d’ispirazione negromantica. Gli interessi alchemici del pittore, verso i quali fu indirizzato da Caroselli, si palesano d’altronde in un suo altro dipinto in raccolta Sgarbi (La Costa, in Il Male 2005, p. 332 n. 91) raffigurante uno stregone, terrorizzato degli effetti inaspettati di un rito evocativo, che fugge dall’attacco di una creatura mostruosa di cui scorgiamo soltanto gli artigli. Sempre in collezione Sgarbi è ancora la splendida Bottega dell’artista (Savina, in La ricerca dell’identità 2004, pp. 241-242 n. 40) dove il pittore, ritraendosi assieme a due allievi nella sua accademia durante una seduta notturna, ripropone, come nella Deposizione giovanile in San Frediano e nel Giovane che dipinge di Boston, l’amata formula a lume di candela di derivazione hontorstiana.
Pietro Di Natale
Pietro Paolini, Bottega dell’artista, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
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PIETRO RICCHI, llamado LUCCHESE (Lucca, 1606 – Údine, 1675)
La regina Tomiri con la testa di Re Ciro [La reina Tomiris con la cabeza del rey Ciro] óleo sobre tabla, 100 x 140,5 cm
Bibliografía: Dal Poggetto 1995, pp. 11-12, p. 13 nota 30; Mazza, in Pietro Ricchi 1996, pp. 127-128 fig. 104, p. 322; Dal Poggetto 1996, p. 77, p. 341 n. 219; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 124-127. Protagonista de esta obra maestra de Pietro Ricchi es Tomiris, reina de los masagetas, antigua población que habitaba en las desoladas llanuras al oriente del mar Caspio. Herodoto narra que el rey persa Ciro les declaró la guerra y con una estratagema consiguió aprisionar al general del ejército Espargapises, hijo de la reina, que se suicidó por la vergüenza de la humillante derrota. Vencido Ciro en la posterior batalla, la reina concretó a continuación los despiadados proyectos de venganza tiñendo la cabeza del rey persa en un recipiente lleno de sangre de los enemigos (Storie, I, 204215). Atribuida a Ricchi por Roberto Longhi, la pintura fue dada a conocer por Dal Poggetto cuando se encontraba en una colección de Washington, adonde había llegado después de 1970 desde la del célebre marchante neoyorquino Julius H. Weitzner. El estudioso situaba su ejecución en el primer decenio véneto del pintor, que se trasladó a Venecia en torno a 1652 tras haber vagado dentro y fuera de las fronteras italianas durante más de treinta años. Formado entre Lucca (Ippolito Sani), Florencia (Passignano) y Bolonia (Guido Reni), el joven artista pasó luego a Roma y a continuación, cruzando Génova y la Liguria, llegó a Francia, yendo y viniendo durante algunos años entre las ciudades de la Provenza y Lyon. Aquí el presidente del gran parlamento de la capital lo invitó a trabajar en París de donde, sin embargo, muy pronto tuvo que huir acusado de haber herido en duelo a un caballero de la corte. Recaló entonces en Milán (hacia1634) y muy pronto se estableció en Brescia, donde trabajó mucho tiempo, como en Bérgamo y en el Trentino (en Riva del Garda se conserva el importante ciclo de murales en el Santuario dell’Inviolata), antes del traslado a la Serenissima. Expansivo y emprendedor, capaz de prever las expectativas de un público siempre diferente, Ricchi fue muy apreciado desde muy pronto, como demuestran las muchas comisiones nobles de las que tenemos noticia, entre ellas el fresco (perdido), entusiastamente descrito por Boschini, en el Palazzo Pesaro en Preganziol, que su colega Pietro Vecchia, allí ocupado en otras obras, se entretenía en admirar en los momentos de descanso (Boschini 1660, p. 551). A diferencia de los veinte años lombardos, marcados por numerosos encargos públicos, Lucchese pintó en Venecia numerosos cuadros “de caballete”, generalmente de tema profano, en los que llegó indiscutiblemente al máximo de su expresividad, sintetizando a su manera los vestigios de una vastísima experiencia figurativa. Entre los temas tratados, la sangrienta venganza de Tomiris fue uno de los más afortunados como demuestra la existencia de otras dos versiones originales (Pulini 1996, pp. 123-124 fig. 6, 8, p. 130 nota 11; Mazza, en Pietro Ricchi 1996, pp. 322-323; Dal Poggetto 1996, p. 342 n. 220, pp. 362-363 n. 254) planteadas de distinto modo a la que examinamos, que se situaría en la cima de la serie. Como ha subrayado Mazza, este tema estuvo, por otro lado, entre los favoritos de los pintores tenebristas que trabajaban en Venecia, ya que les ofrecía el pretexto para exaltar la dramática contraposición entre la belleza femenina de la reina y la brutalidad del episodio. Por su parte, Ricchi rescata el gusto por lo horripilante que caracteriza al crudo realismo de los tenebristas por medio del refinamiento del dibujo y el uso de una luz irreal e incandescente que reverbera sobre las superficies de los tejidos preciosos y los metales. El propio Dal Poggetto observaba al respecto que las “deshiladuras luminosas” del manto de Tomiris remiten a “los destellos eléctricos” de los
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ropajes de los Reyes Magos de la enorme Adorazione (1658) en San Pietro Di Castello en Venecia y que el seductor perfil de la reina es casi idéntico —si bien en contrapunto— al de Herminia en el espléndido Tancredi ferito (Salzburgo, Residenzgalerie), quizá antes custodiado (1659) en la prestigiosa colección Widmann en Venecia (Contini, en Pietro Ricchi 1996, p. 336; Dal Poggetto 1996, p. 340, lo considera en cambio comisionado por el conde Czernin, embajador del Kaiser en Venecia). Como en esta obra maestra, Ricchi, movido por una especie de horror vacui, adopta un planteamiento cerrado, apretado sobre los dos personajes de medio cuerpo, detrás de los que despuntan para colmar los vacíos las cabezas de un soldado, una doncella y un turco con turbante. Influjos lombardos de Giulio Cesare Procaccini se advierten en la atmósfera suave, que deslía en tonos amables el tema macabro (tan estimado por Francesco Cairo), mientras que algunos claroscuros remiten más directamente al estilo de Carlo Francesco Nuvolone. Peculiares del periodo veneciano son además el delicado color tornasolado y la pincelada suelta de resultados gráficos, que vemos también en el magnífico cuadro Lascivia sottrae alla Fama i suoi attribuiti en colección florentina (Contini, en Pietro Ricchi 1996, pp. 342-343). Conviene recordar por último que en la colección Sgarbi en Ro Ferrarese se conservan otras dos obras de Pietro Ricchi, estrechamente ligadas entre sí. Se trata de una tela (81 x 101 cm) con Mosè salvato dalle acque (Chini, en Pietro Ricchi 1996, pp. 320-321) — que Dal Poggetto (1996, p. 422 n. 18) atribuye al “Maestro de Vigolo Vattaro”, seguidor trentino de Lucchese— por la que podemos reconstruir el aspecto original de otra pintura semejante, de análogo tema, de la que se conocía hasta ahora sólo la mitad izquierda (60 x 48 cm) en el Museo de Belluno (Lucco, en Museo Civico 1983, p. 19 n. 27). El fragmento inferior derecho (32 x 52,2 cm) 10] de la misma tela lo ha adquirido recientemente Vittorio Sgarbi, que lo reconoció con ocasión de una venta londinese (Sotheby’s, 5 de diciembre de 2006, n. 434) donde estaba atribuido a un seguidor de Mastelletta, extravagante maestro boloñés que, más que otros, debió influenciar a Ricchi durante su aprendizaje juvenil en el taller de Reni. Pietro Di Natale
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PIETRO RICCHI, detto IL LUCCHESE (Lucca, 1606 – Udine, 1675)
La regina Tomiri con la testa di Re Ciro olio su tela, 100 x 140,5 cm
Bibliografia: Dal Poggetto 1995, pp. 11-12, p. 13 nota 30; Mazza, in Pietro Ricchi 1996, pp. 127-128 fig. 104, p. 322; Dal Poggetto 1996, p. 77, p. 341 n. 219; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 124-127. Protagonista di questo capolavoro di Pietro Ricchi è Tomiri, regina dei Massageti, antica popolazione abitante nelle sterminate pianure a oriente del Mar Caspio. Erodoto narra che il re persiano Ciro mosse loro guerra e con uno stratagemma riuscì a imprigionare il generale dell’esercito Spargapise, figlio della regina, che si uccise per la vergogna dell’ingloriosa disfatta. Sconfitto Ciro in battaglia, la regina concretizzò in seguito gli spietati progetti di vendetta intingendo la testa del re persiano in un bacile colmo del sangue dei nemici (Storie, I, 204-215). Assegnato a Ricchi da Roberto Longhi, il dipinto è stato pubblicato da Dal Poggetto quando si trovava in una raccolta di Washington, dove era confluito dopo il 1970 da quella del celebre mercante newyorkese Julius H. Weitzner. Lo studioso ne collocava l’esecuzione nel primo decenio veneto del pittore, che si trasferì a Venezia attorno al 1652 dopo aver girovagato dentro e fuori i confini italiani per oltre trent’anni. Formatosi tra Lucca (Ippolito Sani), Firenze (Passignano) e Bologna (Guido Reni), il giovane artista passò poi a Roma e in seguito, attraversando Genova e la Liguria, si spinse in Francia, facendo la spola per alcuni anni tra le città della Provenza e Lione. Qui il Presidente del gran Parlamento della capitale lo invitò a lavorare a Parigi da dove tuttavia, presto, dovette fuggire, reo di aver ferito in duello un gentiluomo di corte. Approdò dunque a Milano (1634 circa) e subito dopo si stabilì a Brescia, operandovi largamente, come a Bergamo e in Trentino (a Riva del Garda si conserva l’importante ciclo di murali nel Santuario dell’Inviolata), prima del trasferimento nella Serenissima. Espansivo e intraprendete, capace di prevedere le aspettative di un pubblico sempre diverso, Ricchi fu qui da subito molto apprezzato come dimostrano le tante commissioni nobiliari di cui si ha notizia, tra cui l’affresco (perduto), entusiasticamente descritto da Boschini, in Palazzo Pesaro a Preganziol, che il collega Pietro Vecchia, lì impegnato in altri lavori, si tratteneva ad ammirare nei momenti di riposo (Boschini 1660, p. 551). Rispetto al ventennio lombardo, scandito da numerosi incarichi pubblici, il Lucchese dipinse in laguna numerosi quadri “da cavalletto”, perlopiù di tema profano, nei quali toccò indiscutibilmente i suoi vertici espressivi, sintetizzando a suo modo le tracce di una vastissima esperienza figurativa. Tra i soggetti affrontati, la sanguinosa vendetta di Tomiri fu uno dei più fortunati come dimostra l’esistenza di altre due versioni autografe impostate in maniera differente (Pulini 1996, pp. 123-124 figg. 6, 8, p. 130 nota 11; Mazza, in Pietro Ricchi 1996, pp. 322-323; Dal Poggetto 1996, p. 342 n. 220, pp. 362-363 n. 254) dal quella in esame, da porre al vertice della serie. Come ha sottolineato Mazza, questo tema fu del resto tra i favoriti dai pittori “tenebrosi” operanti a Venezia poiché offriva loro il pretesto per esaltare la drammatica contrapposizione tra la bellezza femminile della regina e la brutalità dell’episodio. Da parte sua, Ricchi riscatta il gusto dell’orrido caratteristico del crudo realismo dei tenebrosi attraverso la raffinatezza del disegno e l’uso di una luce irreale e incandescente che si riverbera sulle superfici dei tessuti preziosi e dei metalli. Lo stesso Dal Poggetto osservava infatti che le “sfilacciature luminose” del manto di Tomiri richiamano da vicino “i bagliori elettrici” delle vesti dei re magi dell’immensa Adorazione (1658) in San Pietro Di Castello a Venezia e che il seducente profilo
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Pietro Ricchi, Mosè salvato dalle acque, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi Pietro Ricchi, Mosè salvato dalle acque (frammento), Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
della regina è quasi identico – seppur in controparte – a quello di Erminia nello splendido Tancredi ferito (Salisburgo, Residenzgalerie), forse già custodito (1659) nella prestigiosa raccolta Widmann a Venezia (Contini, in Pietro Ricchi 1996, p. 336; Dal Poggetto 1996, p. 340 lo ritiene invece commissionato dal conte Czernin, ambasciatore del Kaiser a Venezia). Come in questo capolavoro, Ricchi, mosso da una sorta di horror vacui, adotta un impianto serrato, stretto sui due personaggi a mezza figura, dietro ai quali spuntano a colmare i vuoti le teste di un soldato, un’ancella e un turco inturbantato. Richiami lombardi a Giulio Cesare Procaccini si rintracciano nell’atmosfera suadente, che stempera in toni aggraziati il tema macabro (così caro a Francesco Cairo), mentre certe morbidezze chiaroscurali richiamano più direttamente i modi di Carlo Francesco Nuvolone. Peculiari del periodo veneziano sono poi il delicato colore cangiante e la pennellata sciolta dagli esiti grafici, che ritroviamo nel magnifico dipinto con Lascivia sottrae alla Fama i suoi attribuiti in raccolta fiorentina (Contini, in Pietro Ricchi 1996, pp. 342-343). Conviene ricordare infine che in collezione Sgarbi a Ro Ferrarese si conservano altre due opere di Pietro Ricchi, strettamente legate fra loro. Si tratta di una tela (81 x 101 cm) con Mosè salvato dalle acque (Chini, in Pietro Ricchi 1996, pp. 320-321) – che Dal Poggetto (1996, p. 422 n. 18) attribuisce al “Maestro di Vigolo Vattaro”, seguace trentino del Lucchese – attraverso la quale è possibile ricostruire l’aspetto originale di un altro dipinto simile, di analogo soggetto, di cui si conosceva sino ad ora solo la metà sinistra (60 x 48 cm) al Museo di Belluno (Lucco, in Museo Civico 1983, p. 19 n. 27). Il frammento inferiore destro (32 x 52,2 cm) della stessa tela è stato recentemente acquistato da Vittorio Sgarbi che l’ha riconosciuto in occasione di una vendita londinese (Sotheby’s, 5 dicembre 2006, n. 434) dove era significativamente riferito a un seguace del Mastelletta, bizzarro maestro bolognese che, più di altri, dovette suggestionare Ricchi durante l’apprendistato giovanile nella bottega di Reni. Pietro Di Natale
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FRANCESCO CAIRO (Milán, 1607 – 1665)
Madonna col Bambino [Virgen con el Niño] óleo sobre lienzo, 47,5 x 33,5 cm
Bibliografía: Frangi 1998, p. 130, pp. 272-273 n. 80; Geddo 1997 (1999), p. 121 fig. 5, p. 122, p. 126 nota 29; Geddo 1998-1999 (2000), p. 161 fig. 2; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 162-165.
Apreciado pintor de corte, perito, restaurador, mercader e inversor inmobiliario, Francesco Cairo acumuló un patrimonio nada desdeñable, llevando un nivel de vida muy alto respecto a la media de sus colegas. Como sabemos, la mayor riqueza que transmitió a sus herederos fue la extraordinaria colección de 423 pinturas, 315 de su mano (186 obras terminadas y 129 bocetos) y 108 de diferentes autores como Rubens, Reni, Van Dyck, Veronés, Tintoretto, Paris Bordon y sobre todo el muy estimado Tiziano. En la colección personal —como intuyeron, independientemente, Frangi y Geddo— estaba custodiada la pequeña tela que examinamos: el tema y las dimensiones parecen corresponder ciertamente al cuadro que representa la “Madonina con un angelito [...] alto on. 10 ancho on. 7” catalogado con el número 243 del inventario compilado el 29 de julio de 1665, a los dos días de su fallecimiento. Como observó Geddo (1997, p. 159), la importante presencia de sus originales en la colección podría explicarse por el hecho de que Cairo solía conservar la primera versión de la obra y entregar al cliente la réplica de ella; este método de trabajo, por otro lado, le permitía presentar al potencial comprador una especie de moderno “portfolio”, un repertorio de modelos que se podían repetir, a demanda, incluso años después. En su monografía sobre el pintor, Frangi (1998) situaba la realización de la deliciosa pintura aquí expuesta en torno a la primera mitad de los años cincuenta, observando que representa, aparte de fisonomías típicamente suyas (la Madonna es idéntica a la Termuta del Mosè de la Sabauda de Turín), una “cursiva fragancia del dictado pictórico, apreciable en la cremosa consistencia matérica del velo argénteo y del manto rojo de la Virgen y en la definición vaporosa, casi intangible, de las carnaciones”. Esta desenvuelta fluidez de trazo, reconocible también en el Ritratto di Luigi Scaramuccia (hacia 1655), atestigua el frecuente contacto con la pintura de Pietro da Cortona, en el que Cairo parece inspirarse para el modelo compositivo (significativo el cotejo con las diferentes versiones de la Madonna col Bambino e santa Martina que realizó el toscano a partir de los años cuarenta). Análogamente el maestro lombardo recupera después el alto ejemplo de Correggio, al que remiten en la dulcísima imagen la afabilidad sentimental de los rostros y el tierno abrazo de las figuras. Tras las inolvidables obras juveniles, en las que elaboró una innovadora lectura de los modelos sobre los que se había formado (Cerano y Morazzone), Cairo cambió drásticamente su estilo a partir de principios de los años cuarenta, abandonando las “tenebrosas atmósfera borromeicas, en favor de una entusiasta adhesión a las formas espectaculares y a las vibraciones luminosas del Barroco” (Frangi 1998, p. 8). Este cambio, incentivado por un viaje de actualización a Roma (1638), donde admiró de visu las obras de Pietro da Cortona, se desarrolló en sintonía con las modernas experiencias de la pintura genovesa, y en particular con las de los maestros de la escuela de Van Dyck, como el Grechetto. Con toda evidencia, la lección de Anton van Dyck fue referencia constante también en la sucesiva producción de Cairo (pensemos en el espléndido cuadro de altar de la Cartuja de Pavía) quien, tras una segunda estancia en la corte saboyana al servicio de Cristina de Francia (1644-48), decidió volver
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definitivamente a Milán, donde pasó los últimos diecisiete años de su prolífica actividad. En esta fase, definida por un declarado interés hacia el Tiziano más tardío, tan claro en la sorprendente Assunzione della Vergine (1662) de San Giulio d’Orta, Cairo realizó sobre todo cuadros “de estancia” destinados al coleccionismo privado en los que, de tanto en cuanto, combinó a su manera los diversos referentes culturales con los que estuvo en contacto a lo largo de su carrera. Por supuesto, en nuestra Madonna col Bambino, de realización casi bosquejada, las últimas referencias ticianescas parecen ceder paso, además de a las nunca abandonadas preferencias por Van Dyck y Grechetto, a patentes referencias a la pintura barroca de Pietro da Cortona, también manifiestas en sus dos Teste femminili en la Galería Arzobispal de Milán, en la Santa martire en colección privada y en la Figura femminile con libro de la Pinacoteca Malaspina de Pavía (Frangi 1999, p. 270 n. 74, pp. 274-276, nn. 83, 86-87). Pietro Di Natale
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FRANCESCO CAIRO (Milano, 1607 – 1665)
Madonna col Bambino olio su tela, 47,5 x 33,5 cm
Bibliografia: Frangi 1998, p. 130, pp. 272-273 n. 80; Geddo 1997 (1999), p. 121 fig. 5, p. 122, p. 126 nota 29; Geddo 1998-1999 (2000), p. 161 fig. 2; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 162-165.
Apprezzato pittore di corte, perito, restauratore, mercante e investitore immobiliare, Francesco Cairo accumulò un patrimonio di entità non trascurabile conducendo un tenore di vita molto alto rispetto alla media dei suoi colleghi. Com’è noto, la maggiore ricchezza che trasmise agli eredi fu la sua straordinaria raccolta di 423 dipinti, 315 di sua mano (186 opere finite e 129 bozzetti) e 108 di autori diversi tra cui Rubens, Reni, Van Dyck, Veronese, Tintoretto, Paris Bordon e sopratutto l’amatissimo Tiziano. Nella personale raccolta – come intuito, indipendentemente, da Frangi e da Geddo – era custodita anche la piccola tela in esame: il soggetto e le dimensioni sembrano infatti corrispondere al quadro raffigurante la “Madonina con un putino [...] alto on. 10 largo on. 7” elencato al numero 243 dell’inventario compilato il 29 luglio 1665, due giorni dopo la sua scomparsa. Com’è ha osservato Geddo (1997, p. 159), la massiccia presenza di suoi autografi nella raccolta potrebbe essere spiegata dal fatto che Cairo era solito conservare la prima versione dell’opera e rilasciare al cliente la replica di essa; questo metodo di lavoro, tra l’altro, gli consentiva di presentare al potenziale acquirente una sorta di moderno “portfolio”, un repertorio di modelli che potevano essere ripetuti, su richiesta, anche a distanza di anni. Nella sua monografia sul pittore, Frangi (1998) collocava l’esecuzione del delizioso dipinto qui esposto intorno alla prima metà degli anni cinquanta, osservando che esso presenta, oltre a fisionomie tipicamente cairesche (la Madonna è identica alla Termuta del Mosè della Sabauda di Torino), una “corsiva fragranza del dettato pittorico, apprezzabile nella cremosa consistenza materica del velo argenteo e del manto rosso della Vergine e nella definizione vaporosa, quasi impalpabile, degli incarnati”. Questa libera mobilità di stesura, ravvisabile anche nel Ritratto di Luigi Scaramuccia (1655 circa), attesta la frequentazione della pittura di Pietro da Cortona, cui Cairo sembra ispirarsi anche per il modello compositivo (significativo il confronto con le varie redazioni della Madonna col Bambino e santa Martina eseguite dal toscano a partire dagli anni quaranta). Analogamente il maestro lombardo ricupera poi l’alto esempio di Correggio, cui rimanda nella dolcissima immagine l’affabilità sentimentale espressa nei volti e nel tenero abbraccio della Madonna e del Bambino. Dopo le indimenticabili prove giovanili, nelle quali elaborò un’innovativa lettura dei modelli su cui si era formato (Cerano e Morazzone), Cairo mutò drasticamente il suo stile a partire dall’inizio degli anni quaranta abbandonando le “fosche atmosfere borromaiche, in favore di un’entusiastica adesione alle formule spettacolari e alle vibrazioni luminose del Barocco” (Frangi 1998, p. 8). Questa svolta, incentivata da un viaggio di aggiornamento a Roma (1638), dove ammirò de visu le opere di Pietro da Cortona, si sviluppò in sintonia con le moderne esperienze della pittura genovese, ed in particolare con quelle dei maestri di osservanza vandyckiana, come il Grechetto. Con tutta evidenza la lezione di Antoon van Dyck rimase riferimento costante anche nella produzione successiva di Cairo (si pensi alla splendida pala della Certosa di Pavia) che, dopo un secondo soggiorno alla corte sabauda al servizio di Cristina di
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Francia (1644-48), decise di rientrare definitivamente a Milano, ove trascorse gli ultimi diciassette anni della sua prolifica attività. In questa fase, contraddistinta da un dichiarato interesse per il tardo Tiziano, così lampante nella sorprendente Assunzione della Vergine (1662) di San Giulio d’Orta, Cairo licenziò soprattutto quadri “da stanza” destinati al collezionismo privato nei quali, di volta in volta, combinò a suo modo i differenti riferimenti culturali con cui era entrato in contatto nel corso della carriera. Va da sé che nel nostra Madonna col Bambino, dalla resa quasi abbozzata, le ultime suggestioni tizianesche sembrano cedere il posto, oltre che alle mai abbandonate preferenze vandickyane e grechettesche, a scoperchiati richiami alla pittura barocca di Pietro da Cortona, altresì dichiarati nelle due Teste femminili alla Galleria Arcivescovile di Milano, nella Santa martire in raccolta privata e nella Figura femminile con libro della Pinacoteca Malaspina di Pavia (Frangi 1999, p. 270 n. 74, pp. 274276, nn. 83, 86-87). Pietro Di Natale
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GIOVAN BATTISTA SALVI, llamado/detto SASSOFERRATO (Sassoferrato, 1609 – Roma, 1685)
Vergine in preghiera [Virgen orante]
óleo sobre lienzo, 49,5 x 40,2 cm / olio su tela, 49,5 x 40,2 cm Bibliografía: Pulini, en Le Stanze 2009, pp. 164-165; Pulini, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 158-161. Bibliografía: Pulini, in Le Stanze 2009, pp. 164-165; Pulini, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 158-161.
Sassoferrato, Santa Caterina da Siena riceve la corona di spine e il rosario da Gesù Bambino,Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
Un rayo de luz, más intenso en el centro y esfumado en los bordes, aparece a la espalda de la Virgen orante, aunque no define ningún espacio ni parece incidir en pared alguna, como si fuese un rayo luminoso puramente simbólico que se pierde en la oscuridad.
Un fascio di luce, più intenso al centro e sfumato ai bordi, si dispone diagonalmente alle spalle della Vergine orante, anche se non va a definire nessuno spazio né sembra colpire alcuna parete, quasi fosse un raggio luminoso di puro simbolo che si perde nel buio.
La joven mujer presenta formas sólidas y rasgos clásicos, torneados por una pintura compacta que parece referirse a modelos escultóricos. La mirada se pierde en los pensamientos, dirigido a la fuente luminosa como las manos, que se unen en forma de almendra. Una estudiada superposición de paños recubre la cabeza y el busto de la Madonna. Sobre todo ello vuela el blanco almidonado del velo, que desciende inflado a partir del pliegue girado sobre la frente. Sobre los hombros emerge en cambio el azul del manto, frío y de una pureza deslumbrante, con el contrapunto cromático central de una vestidura rosada, dispuesta en densos pliegues. Son tejidos intensos casi reales, que parecen revestir la madera pulida y enyesada de una talla de procesión.
La giovane donna ha forme solide e lineamenti classici, torniti da una pittura compatta che sembra rifarsi a modelli statuari. Lo sguardo è perduto nei pensieri, indirizzato alla sorgente luminosa come le mani, che sono unite in forma di mandorla. Una studiata sovrapposizione di panni ricopre il capo e il busto della Madonna. Su tutto spicca il bianco inamidato del velo, che scende gonfio a partire dalla piega rovesciata sulla fronte. Sulle spalle emerge invece l’azzurro del manto, algido e di una purezza abbagliante, col contrappunto cromatico centrale di una veste rosata, disposta in fitte pieghe. Sono tessuti intonsi e resi in forma fisica, che sembrano rivestire il legno levigato e ingessato di una statua da processione.
Se conocen dos dibujos preparatorios que Sassoferrato realizó para definir esta afortunada iconografía. Ambos se conservan en las colecciones reales del Castillo de Windsor y estudian en las formas, en los detalles, pero también en la firmeza del estilo, el carácter que se observará rigurosamente en la traducción pictórica. Uno de estos folios aísla el detalle de las manos juntas (inv. RL 6055) mientras que el segundo está cuadriculado y presenta la figura hasta las caderas (inv. RL 6064).
Si conoscono due disegni preparatori che il Sassoferrato ha condotto per definire questa fortunata iconografia. Entrambi sono conservati nelle collezioni reali di Windsor Castle e studiano, nelle forme, nei dettagli, ma anche nella fermezza dello stile, il carattere che sarà osservato rigorosamente nella traduzione pittorica. Uno di questi fogli isola il particolare delle mani giunte (inv. RL 6055) mentre il secondo è quadrettato e ritrae la figura fino ai fianchi (inv. RL 6064).
Hay varias versiones pintadas de esta obra, algunas vistas de más cerca, igual que esta, y otras, como la de la Pinacoteca de Cesena, que prolongan la visión hasta el mismo encuadre del estudio londinese. Es quizá uno de los iconos más retóricos de Salvi, construido a través de una morfología idealizada hacia líneas curvas, que encuentran su punto de apoyo en la esfericidad de los globos oculares y en el perímetro del velo. A pesar de esta fórmula, característica de Rafael y luego de Reni, la obra no es copia de ninguna creación ajena, sino que se sitúa en la categoría de los hallazgos autónomos de Sassoferrato. El artista de las Marcas, incluso cuando se replica a sí mismo, siempre es capaz de elaborar una repetición diferente, por medio de una límpida e irreductible calidad formal. Considerado hasta ahora como un nostálgico y relegado a los angostos límites del arte devocional, a Giovan Battista Salvi hoy en día debemos evaluarlo como un pintor de ideas modernas. No por casualidad su hierática mirada al pasado la volverán a recuperar dos siglos más tarde los Nazarenos alemanes y los Prerrefaelistas ingleses.
Esistono varie versioni dipinte dell’opera, alcune a taglio ravvicinato, analogamente a questa, e altre, come quella della Pinacoteca di Cesena, che allargano la visione fino alla stessa inquadratura dello studio londinese. È forse una delle icone più retoriche di Salvi, costruita attraverso una morfologia idealizzata verso linee curve, che trovano fulcro nella rotondità dei globi oculari e nel perimetro del velo. Malgrado questa formula, che fu raffaellesca e poi reniana, l’opera non è copia di alcuna creazione altrui, ma si pone nel novero delle invenzioni autonome del Sassoferrato. L’artista marchigiano, anche quando replica se stesso, riesce sempre a condurre una ripetizione differente, attraverso una limpida e irriducibile qualità formale. Fino ad ora letto come un nostalgico e relegato negli angusti limiti del devozionalismo, Giovan Battista Salvi va invece rivalutato come un pittore di concetto moderno. Non a caso il suo ieratico sguardo sul passato verrà recuperato due secoli dopo dai Nazareni tedeschi e dai Preraffaelliti inglesi.
Conviene recordar finalmente que a la colección Sgarbi en Ro Ferrarese ha llegado recientemente (Sotheby’s, New York, 27 de enero de 2011, n. 307) otra obra de Sassoferrato, Santa Caterina da Siena riceve la corona di spine e il rosario da Gesù Bambino —que estuvo expuesta desde 1967 en el Cleveland Museum of Art (Luire 1968, fig. 1; Donnini 1985, pp. 69-70)— estrechamente conectada, en su composición, a la pintura con la Madonna del Rosario, san Domenico e santa Caterina (1643) que se custodia en la iglesia de Santa Sabina en Roma. Massimo Pulini
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Conviene ricordare infine che in raccolta Sgarbi a Ro Ferrarese è confluita recentemente (Sotheby’s, New York, 27 gennaio 2011, n. 307) un’altra opera del Sassoferrato, la Santa Caterina da Siena riceve la corona di spine e il rosario da Gesù Bambino – già esposta, dal 1967, al Cleveland Museum of Art (Luire 1968, fig. 1; Donnini 1985, pp. 69-70) – strettamente connessa, nella composizione, alla pala con la Madonna del Rosario, san Domenico e santa Caterina (1643) custodita nella chiesa di Santa Sabina a Roma. Massimo Pulini
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SIMONE PIGNONI (Florencia, 1611 – 1698)
Figura allegorica (L’idolatria?) [Figura alegórica (¿La idolatría?)] óleo sobre lienzo pegado a tabla, 69 cm (diámetro)
Bibliografía: Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 92-95. Coronada por una girnalda de hojas de encina, una mujer abre, como si fuera un joyero, un incensario del que sale un tizón ardiente que le cae en la mano. Se trata de una personificación alegórica “en femenino”, de nada fácil identificación. La mirada perdida que se dirige a la oscuridad y el motivo de la quemadura, causada por la peligrosa manipulación, podrían aludir a la ceguera, minusvalía característica de la figura de la Idolatría que Cesare Ripa (Iconología 1618, pp. 205-206) describe como: “Mujer ciega, con las rodillas en tierra, que ofrece incienso con incensario a la estatua de un toro de bronce.” Del planteamiento de símbolos previsto en el célebre manual la pintura mantiene pues el incensario, excluyendo en cambio el ídolo de metal, símbolo de las cosas “creadas, y hechas, o por la Naturaleza o por el Arte, a las que la ceguera de los pueblos neciamente en muchas ocasiones ha dado aquel honor, que solo a Dios era obligado conferir, del que viene el nombre de idolatría, que quiere decir adoración de falsa Deidad”. En este contexto, la insólita girnalda de bellotas podría remitir a la simbología pagana de la encina, que en la mitología grecorromana era el árbol consagrado a Júpiter, el cual, como es sabido, asumió la apariencia de toro en el tema, muy difundido en la pintura secentesca, del Rapto de Europa. Hipotéticamente, no hay que excluir que la pintura, destinada sin duda a un ambiente privado, hiciera originariamente pendant con una Allegoria della Fede, para representar una de las fundamentales antinomias entre virtud y vicio identificadas en la Psychomachia de Prudencio. Como sugiere Sgarbi, la bella tela pertenece al pintor florentino Simone Pignoni, cuyo catálogo ha sido objeto de la reciente monografía de Francesca Baldassari (2008). Discípulo primeramente de Fabrizio Boschi y luego del Passignano, entró a continuación en el taller de Francesco Furini (1603– 1646), del que adquirió el gusto, típicamente florentino, por la pintura mórbida y sensual, tanto en el plano estilístico como en el temático. En sus cautivadores cuadros “de estancia”, destinados a las incesantes demandas del floreciente mercado privado, es de hecho protagonista indiscutida la figura femenina, las más de las veces poco y mal vestida, definida por formas lozanas y comportamientos provocativos, que el maestro reproduce recurriendo constantemente a la modelo que posaba (elocuente es su Autoritratto en los Uffizi de Florencia, donde se representa en el taller mientras transforma en un desnudo femenino a un esqueleto bosquejado en la tela). Concediéndonos tan sólo un sorbo de su perfil, nuestra modelo, en la pose de tres cuartos, de espaldas, airea la larga melena que se le acomoda sobre los hombros desnudos iluminados por un haz de luz que proviene de arriba. Esta visión objetivada del cuerpo femenino se encuentra por otra parte en las obras de su maestro Francesco Furini, que propuso frecuentemente el motivo de la cabellera vista desde la espalda, por lo general recogida en un moño que permitía la contemplación del cuello desnudo. Ejemplar en este sentido es uno de los cuadros más intrigantes del maestro florentino, la Santa Lucia de la Galleria Spada de Roma (Maffeis, en Furini 2007, pp. 194-195), un sorprendente “antirretrato” que, en el plano de la invención, constituye un significativo precedente para nuestra modelo, despreocupada como está del público. Por su parte, en comparación con Furini, Simone Pignoni infunde a sus figuras femeninas una mayor carga erótica y fuerza de seducción, que se explicita en las poses más
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audaces y en las miradas de complicidad. Esta delicada sensualidad anima, entre otras, a la modelo que interpreta a Santa Águeda en la tela del Museo Civico de Trieste o la que representa el papel de una desfallecida Santa Úrsula en el espléndido cuadro, datable en los años cincuenta, de la colección Luzzetti en Florencia (Baldassari 2008, pp. 119-120, nn. 52- 53). A esta última en particular se acerca mucho nuestra Figura allegorica, donde, a través del sentido de morbidez de los cuerpos bañados de luz, es análogo el toque suelto con el que se definen los encrespamientos del drapeado madreperláceo, motivo de extremo refinamiento, a la par que el precioso incensario cincelado y el brillante tejido de raso lujosamente bordado. En la Allegoria Sgarbi, como en las otras obras que realizó hasta finales del siglo XVII, Pignoni interpreta por tanto el mórbido estilo de Furini infundiéndole un mayor ímpetu barroco, que se debe tanto a la comprensión de Pietro da Cortona como a los estímulos de la pintura véneta, conocida de visu y también a través de la mediación del florentino Francesco Montelatici (Cantelli 1986, p. 149). Pietro Di Natale
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SIMONE PIGNONI (Firenze, 1611 – 1698)
Figura allegorica (L’idolatria?)
olio su tela applicata a tavola, 69 cm (diametro) Bibliografia: Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 92-95. Coronata da una ghirlanda di foglie di quercia, una donna schiude, come fosse uno scrigno, un turibolo dal quale esce un tizzone ardente che le cade sulla mano. Si tratta di una personificazione allegorica “al femminile”, di non facile identificazione. Lo sguardo smarrito rivolto nel buio e il motivo della bruciatura, procurata dal pericoloso maneggio, potrebbero alludere alla cecità, menomazione caratteristica della figura dell’Idolatria che Cesare Ripa (Iconologia 1618, pp. 205-206) descrive come : “Donna cieca, con le ginocchia in terra, e dia incenso con turribolo alla statua di un toro di bronzo.” Dell’impianto di segni previsto nel celebre manuale il dipinto mantiene dunque il turibolo escludendo invece l’idolo di metallo, simbolo delle “cose create, e fatte, o dalla Natura, o dall’Arte, alle quali la cecità de i popoli ha dato molte volte stoltamente quell’honore, che a Dio solo era obligata di confermare, dal che è nato il nome d’idololatria, che vuol dire adoratione di falsa Deità”. In questo contesto, l’inconsueta ghirlanda di ghiande potrebbe richiamare la simbologia pagana della quercia, che nella mitologia greco romana era l’albero consacrato a Giove, il quale, com’è noto, assunse le sembianze di un toro nell’episodio, molto diffuso nella pittura secentesca, del Ratto di Europa. In via ipotetica, non è da escludere che il dipinto, destinato senz’altro a un ambiente privato, facesse originariamente pendant con una Allegoria della Fede, a rappresentare una delle fondamentali antinomie tra Virtù e Vizio individuate nella Psychomachia di Prudenzio. Come suggerisce Sgarbi, la bella tela appartiene al pittore fiorentino Simone Pignoni, il cui catalogo è stato oggetto della recente monografia di Francesca Baldassari (2008). Allievo dapprima di Fabrizio Boschi e poi del Passignano, entrò in seguito nella bottega di Francesco Furini (1603 – 1646), dal quale derivò il gusto, tipicamente fiorentino, per la pittura morbida e sensuale, sia sul piano stilistico che su quello tematico. Nei suoi accattivanti quadri “da stanza”, destinanti alle incessanti richieste del fiorente mercato privato, è infatti protagonista indiscussa la figura femminile, perlopiù discinta, qualificata da forme floride e atteggiamenti provocanti, che il maestro ritraeva ricorrendo costantemente al modello in posa (eloquente è il suo Autoritratto agli Uffizi di Firenze, dove si raffigura nell’atelier mentre muta in nudo femminile uno scheletro abbozzato sulla tela). Concedendoci solo un assaggio del suo profilo, la nostra modella, nella posa di tre quarti di schiena, sciorina la lunga chioma che le si accomoda sulle spalle nude illuminate da un fascio di luce proveniente dall’alto. Questa visione oggettivata del corpo femminile si ritrova del resto nelle opere del suo maestro Francesco Furini, che propose frequentemente il motivo della capigliatura colta da tergo, generalmente raccolta in uno chignon che permetteva la contemplazione del collo nudo. Esemplare in questo senso è uno dei quadri più intriganti del caposcuola fiorentino, la Santa Lucia della Galleria Spada di Roma (Maffeis, in Furini 2007, pp. 194-195), un sorprendente “antiritatto”, incurante del proprio pubblico, che, sul piano dell’invenzione, costituisce un significativo precedente per il nostro modello. Da parte sua, rispetto a Furini, Simone Pignoni infonde alle sue figure femminili una maggiore carica erotica e forza di seduzione, che si esplicita nelle pose più audaci e negli sguardi ammiccanti. Questa delicata sensualità anima, tra le altre, la modella che interpreta sant’Agata nella tela del Museo Civico di Trieste o quella che veste i panni di una morente sant’Orsola nello splendido
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dipinto, databile nel corso degli anni cinquanta, in raccolta Luzzetti a Firenze (Baldassari 2008, pp. 119-120, nn. 52-53). A quest’ultimo in particolare si avvicina molto bene la nostra Figura allegorica, dove, oltre al senso di morbideza delle carni inzuppate di luce, è analogo il tocco sciolto con cui sono definite le increspature del panneggio madreperlaceo, motivo d’estrema raffinatezza, al pari del prezioso turibolo cesellato e del lucido tessuto di raso sfarzosamente ricamato. Nell’Allegoria Sgarbi, come nelle altre opere licenziate sino alla fine del Seicento, Pignoni interpreta dunque il morbido eloquio di Furini infondendogli un maggiore impeto barocco, dovuto sia alla comprensione di Pietro da Cortona sia alle sollecitazioni della pittura veneta conosciuta de visu e anche attraverso la mediazione del fiorentino Francesco Montelatici (Cantelli 1986, p. 149).
Pietro Di Natale
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SIMONE CANTARINI (Pésaro, 1612 – Verona, 1648)
Allegoria della Pittura [Alegoría de la Pintura] óleo sobre lienzo, 111,5 x 98 cm
Bibliografía: Di Natale, en Le Stanze 2009, pp. 88-89 n. 7; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 128-131. Simone Cantarini, nacido en Pésaro y boloñés de adopción (discípulo de Guido Reni, con quien no faltaron ocasiones de desavenencias a causa de sus personalidades análogamente fuertes e introvertidas), realizó una serie de pinturas que representaban las alegorías “en femenino” de la Astronomia, de la Poesia, de la Musica, de la Pittura y quizá también de la Scultura, realizadas en diferentes versiones (Emiliani 1959, pp. 125-126; Ambrosini Massari, en Disegni italiani 1995, pp. 109-111; Ambrosini Massari, en Simone Cantarini 1997a pp. 176-177; Ambrosini Massari, en Simone Cantarini 1997b, p. 301). De la Astronomia y de la Poesia existen los dibujos respectivamente en el Musée des Beaux-Arts de Besançon (Baroncini 1993, pp. 341342) y en el Szépmüvèszeti Múseum de Budapest (Czère 1989, pp. 110-111). De la Musica y de la Pittura se conocen dos versiones autógrafas sobre tela respectivamente en la colección Pasquinucci en Milán —a la que se une el estudio preparatorio en la Pinacoteca de Brera y la copia (Roma, Palazzo Barberini) de Lorenzo Pasinelli, heredero del taller de Simone (Baroncini 1993, p. 158)— y en la colección de la Cassa di Risparmio de San Marino (Cellini, en Guido Cagnacci 2008, pp. 208-209). Esta última pintura, donde están ausentes angelito y caballete y la mujer, de medio cuerpo, se gira de derecha a izquierda, prueba la existencia de otras versiones del tema alegórico. Las fuentes antiguas, por otro lado, registran diversas Pitture de Cantarini: una “de medio cuerpo” estaba en la colección Grassi en Bolonia; una segunda, propiedad de Angelelli, figura entre los “Cuadros colocados a lo largo del pórtico de Santa Maria dei Servi” el 14 de junio de 1812 (Emiliani 1959, p. 126); una tercera “Pintora”, abocetada, estaba en 1671 en casa de Paolo Francesco Zani en Bologna (Morselli 1998, p. 432); una cuarta, vista por Giordani en 1829, estaba en la colección Mosca en Pésaro (Emiliani 1959, p. 126). El diseño propuesto en la pintura aquí comentada, proveniente de la colección Fava Simonetti en el Palazzo Hercolani de Bolonia, ya se conocía por la tela (111 x 99 cm) custodiada en el Narodowe Muzeum de Varsovia: considerada auténtica por Mancigotti (1975, pp. 138- 139), hay que tener en cuenta sin embargo una copia “más tardía, de los años de Cignani” (Emiliani 1959, p. 126; Emiliani en Tempio dell’arte, p. 58) por otra versión del argumento (mientras que en la tela Sgarbi el hombro derecho está cubierto por la ropa, en la polaca está desnudo, con el cordón caído a medio brazo). La fortuna del prototipo se atestigua además por una variante de mano de Lorenzo Pasinelli (Baroncini 1993, pp. 185-186), confirmando la influencia de los hallazgos del maestro sobre el joven alumno. La Allegoria della Pittura Sgarbi, de la cual existe el estudio preparatorio trazado junto al otro para la Poesia en un folio de la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro (Ambrosini Massari, en Disegni italiani 1995, pp. 109-111), se define por una armonía noble y elegante y por la minuciosa aplicación de los colores de aspecto esmaltado. Estas concretas peculiaridades, que hallamos también en la Musica de la colección Pasquinucci, caracterizan la producción tardía de Cantarini, después de su puesta al día clasicista en Roma, “un momento de sensible, delicada pureza formal y de diseño, debido en gran parte a la experiencia gráfica que, conviene recordar, acompaña con vasto caudal paralelo de soluciones a la actividad pictórica” (Emiliani 1959, p. 126). La sofisticada composición está constituida con rigor
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geométrico y la luz confiere rotundidad escultórica a las formas: la muchacha, tranquila e idealizada, remite inmediatamente a la Madonna en la Sacra famiglia del Museo del Prado de Madrid, datable en 1640. Particularmente intrigante es además el arrepentimiento que se entrevé en la tela que la mujer está pintando, en la que, con perfiles apenas esbozados, emerge aunque débilmente el contorno de una figura. Recordemos que otra Pittura, ya conocida por Emiliani (1959, p. 126), se encontraba en la colección Piancastelli en Faenza: atribuida Colombi Ferretti a Flaminio Torri, que en opinión de la estudiosa podría haber terminado la obra iniciada por Cantarini (1992, p. 129), ha sido reconsiderada por Emiliani quien la ha definido “maltrada pero probablemente en origen auténtica” (en Tempio dell’arte 2001, p. 60). Pietro Di Natale
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SIMONE CANTARINI (Pesaro, 1612 – Verona, 1648)
Allegoria della Pittura olio su tela, 111,5 x 98 cm
Bibliografia: Di Natale, in Le Stanze 2009, pp. 88-89 n. 7; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 128-131. Le fonti e le certificazioni inventariali antiche documentano che Simone Cantarini, pesarese di nascita e bolognese d’adozione (allievo di Guido Reni, con cui non mancarono occasioni di screzio a causa delle due personalità analogamente forti e introverse), eseguì una serie di dipinti raffiguranti le allegorie “al femminile” dell’Astronomia, della Poesia, della Musica, della Pittura e forse anche della Scultura, redatte in differenti versioni (Emiliani 1959, pp. 125126; Ambrosini Massari, in Disegni italiani 1995, pp. 109-111; Ambrosini Massari, in Simone Cantarini 1997a pp. 176-177; Ambrosini Massari, in Simone Cantarini 1997b, p. 301). Dell’Astronomia e della Poesia esistono i disegni rispettivamente al Musée des Beaux-Arts di Besançon (Baroncini 1993, pp. 341-342) ed allo Szépmüvèszeti Múseum di Budapest (Czère 1989, pp. 110-111). Della Musica e della Pittura sono note due redazioni autografe su tela rispettivamente in collezione Pasquinucci a Milano – cui si collega lo studio preparatorio nella Pinacoteca di Brera e la copia (Roma, Palazzo Barberini) di Lorenzo Pasinelli, erede dell’atelier di Simone (Baroncini 1993, p. 158) – e nella raccolta della Cassa di Risparmio di San Marino (Cellini, in Guido Cagnacci 2008, pp. 208-209). Quest’ultimo dipinto, dove sono assenti putto e cavalletto e la donna, tagliata alla cintura, si volge da destra verso sinistra, prova l’esistenza di altre versioni del soggetto allegorico. Le fonti antiche, d’altronde, registrano svariate Pitture di Cantarini: una “a mezza figura” era in raccolta Grassi a Bologna; una seconda, di proprietà Angelelli, è elencata tra i “Quadri collocati lungo il portico di Santa Maria dei Servi” il 14 giugno 1812 (Emiliani 1959, p. 126); una terza “Pitrize”, abbozzata, si trovava nel 1671 presso Paolo Francesco Zani a Bologna (Morselli 1998, p. 432); una quarta, veduta da Giordani nel 1829, era in raccolta Mosca a Pesaro (Emiliani 1959, p. 126). L’invenzione proposta nel dipinto qui commentato, proveniente dalla collezione Fava Simonetti in Palazzo Hercolani a Bologna, era già nota attraverso la tela (111 x 99 cm) custodita nel Narodowe Muzeum di Varsavia: ritenuta autografa da Mancigotti (1975, pp. 138-139), è invece da considerare una copia “più tarda, degli anni di Cignani” (Emiliani 1959, p. 126; Emiliani in Tempio dell’arte, p. 58) da un’altra redazione del soggetto (infatti mentre nella tela Sgarbi la spalla destra è coperta dall’abito, in quella polacca è nuda, con il panneggio ricaduto alla metà del braccio). La fortuna del prototipo è attestata inoltre da una derivazione di mano di Lorenzo Pasinelli (Baroncini 1993, pp. 185-186), a conferma dell’influenza delle invenzioni del maestro sul giovane allievo. L’Allegoria della Pittura Sgarbi, di cui esiste lo studio preparatorio tracciato accanto a quello per la Poesia su un foglio alla Biblioteca Nacional di Rio de Janeiro (Ambrosini Massari, in Disegni italiani 1995, pp. 109-111), è qualificata da una un’intonazione nobile ed elegante e da una minuziosa stesura degli impasti dall’aspetto smaltato. Queste precise peculiarità, riscontrabili anche nella Musica in collezione Pasquinucci, caratterizzano la produzione tarda di Cantarini, dopo il suo aggiornamento classicista a Roma, “un momento di sensibile, delicata purezza formale e disegnativa, mutuato in gran parte all’esperienza grafica che, è bene ricordare, accompagna con vasta riserva parallela di soluzioni l’attività pittorica” (Emiliani 1959, p.
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126). L’armoniosa composizione è costruita con rigore geometrico e la luce conferisce rotondità alle forme; la fanciulla, tranquilla e idealizzata, richiama immediatamente la Madonna nella Sacra familia del Museo del Prado di Madrid, riferibile al 1640. Particolare intrigante è poi il pentimento che s’intravede sulla tela che la donna sta dipingendo dove, sotto i profili bianchi appena abbozzati, emerge pur flebilmente la sagoma di una figura. Giova ricordare che un’altra Pittura, già nota ad Emiliani (1959, p. 126), si trovava in collezione Piancastelli a Faenza: riferita da Colombi Ferretti a Flaminio Torri, che a parere della studiosa potrebbe aver terminato l’opera iniziata da Cantarini (1992, p. 129), è stata riconsiderata da Emiliani che l’ha definita “malridotta ma probabilmente un tempo autentica” (in Tempio dell’arte 2001, p. 60). Pietro Di Natale
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FLAMINIO TORRI
(Bolonia, 1620 – Módena, 1661)
Santa Caterina d’Alessandria incoronata da un angelo [Santa Catalina coronada por un ángel] óleo sobre lienzo, 125 x 93 cm
Bibliografía: Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 170-173. De esta espléndida pintura de Torri —cuya fotografía en el fascículo del pintor se custodia en la Fototeca Zeri de Bologna (inv. n. 113694)— existe el precioso dibujo preparatorio a la sanguina (231 x 175 mm, F. D. 1389) en las colecciones del Museo del Prado de Madrid (Museo del Prado 1983, p. 162, n. 307). Discípulo en Bolonia primero de Giacomo Cavedoni y después de Simone Cantarini, cuyo taller heredó (1648) junto a su colega Lorenzo Pasinelli, a Torri lo describe el historiógrafo local Carlo Cesare Malvasia como hombre de espíritu regalón:“carirredondo”,“poco ágil”y de “perezosos movimientos”, fue “demasiado amigo de sus comodidades, enemigo de las fatigas demasiado grandes que conlleva este Arte [...] su mayor recreo eran los buenos vinos y los untosos bocados en alegres conversaciones” (Malvasia, 1668, ed. 1841, II, p. 450). Como subraya justamente Renato Roli, la actividad artística de Torri, que trabajó entre Bolonia y Módena, donde ya en 1658 está bajo las dependencias de Alfonso IV d’Este como superintendente de las colecciones ducales, “constituye una rapsódica —por la brevedad de la vida— cuanto decisiva parábola de conjunción entre el influjo de Reni naturalizado que tiene Cantarini y las aspiraciones a una más libre concepción de la trama pictórica, que animándose con imprevistos destellos y contrastadas zonas quemadas instaura estimulantes ejemplos, capaces de nutrir la nueva imaginación ‘barroca’ de un Pasinelli, un Dal Sole, un Burrini, incluso un Crespi” (Roli 1977, pp. 92-93). En la magnífica Deposizione con luz nocturna realizada en torno a mediados del Seicento (Bolonia, Pinacoteca Nazionale), emergen las peculiaridades del estilo del pintor que interpreta los modelos de Cantarini dentro de una urdimbre luminosa contrastada y oscuramente iridescente, deudora también de los ejemplos de Cavedoni. Carlo Volpe, que proponía una intervención suya en el cuadro de altar de la Vergine appare a san Filippo Benizzi en San Giorgio in Poggiale en Bolonia —que Cantarini dejó inconcluso, la terminó, según las fuentes documentales, Francesco Albani— hablaba eficazmente de una ejecución “lustrosa y extremada por reflejos rápidos y oscuros, como de antracita” (Volpe 1959, p. 58). Estas características, que hacen inconfundible su naturalista forma de expresión, se hallan también en nuestra seductora imagen de Santa Caterina, que se puede registrar entre los cuadros “de estancia” destinados a los encargos privados, para los que Torri realizó numerosas Sacre famiglie y medias figuras de tema sacro y profano. A punto de ser coronada con rosas por un angelito, la santa, bellísima y elegantemente dispuesta, sostiene con delicadeza la hoja de palma, símbolo de su martirio, al que remite también la rueda dentada. En la pintura, resuelta con su habitual expresión vibrante, se capta la referencia a los modelos de Guido Reni y de Cantarini que sin embargo Torri declina en una dimensión más cotidiana, exaltando su presencia física a través de la dramática alternancia de la luz y de la sombra. El rostro de la santa, noble y afable a la vez, es uno de sus tipos fisonómicos más recurrentes, como demuestra la comparación con aquel, casi superponible, de la Annunciata en colección privada (Pirondini, en Arte emiliana 1989, p. 118) de la Madonna en la espléndida Sacra famiglia con due angeli
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en Fondantico en Bologna (Benati, in Quadreria emiliana 2007, pp. 6770). La pintura, que representa las típicas sombras quemadas sobre los paños realzados con luz en los pliegues, se aproxima mucho a la pareja de telas ovales que representan el éxtasis de Santa Teresa y el de San Francesco conservados en el arzobispado de Piacenza (Ambrosini Massari 1990, p. 401, nn. 377-378), con los que debería compartir una datación en torno a mediados del siglo XVII. Conviene recordar para finalizar que en la colección boloñesa de Roberto Muratori figuraba en 1709 una copia realizada por su hija Teresa (16621708), discípula de Lorenzo Pasinelli, de una pintura de Torri que representaba a “S.ta Catterina en media figura con un medio Angelillo que lleva una Palma en la mano”. Pietro Di Natale
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FLAMINIO TORRI
(Bologna, 1620 – Modena, 1661)
Santa Caterina d’Alessandria incoronata da un angelo olio su tela, 125 x 93 cm
Bibliografia: Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 170-173. Di questo affascinante dipinto di Flaminio Torri – di cui si conserva la fotografia nel fascicolo del pittore custodito nella Fototeca Zeri di Bologna (inv. n. 113694) – esiste il prezioso disegno preparatorio a sanguigna (231 x 175 mm, F. D. 1389) nelle raccolte del Museo del Prado di Madrid (Museo del Prado 1983, p. 162, n. 307). Allievo a Bologna dapprima di Giacomo Cavedoni e poi di Simone Cantarini, dal quale ereditò la bottega (1648) assieme al collega Lorenzo Pasinelli, Torri è descritto dallo storiografo locale Carlo Cesare Malvasia come uomo dallo spirito godereccio: “volto pieno”, “poco agile” e dal “pigro moto” fu “amico troppo delle sue comodità, nemico delle fatiche troppo grandi che ricerca quest’Arte[...]suo maggior diletto erano i buoni vini e i grassi bocconi in liete conversazioni” (Malvasia, 1668, ed. 1841, II, p. 450). Come sottolineava giustamente Renato Roli, l’attività artistica di Torri, attivo tra Bologna e Modena, dove già nel 1658 è alle dipendenze di Alfonso IV d’Este come soprintendente alle collezioni ducali, “costituisce una rapsodica – per la brevità della vita – quanto decisiva parabola di congiunzione tre il renismo naturalizzato del Cantarini e le aspirazioni ad una più libera concezione della trama pittorica, che animandosi di improvvisi lampi e contrastate affocature instaura stimolanti fermenti materici, atti a nutrire la nuova immaginazione “barocca” di un Pasinelli, un Dal Sole, un Burrini, persino un Crespi” (Roli 1977, pp. 92-93). Nella magnifica Deposizione a lume notturno eseguita attorno alla metà del Seicento (Bologna, Pinacoteca Nazionale) emergono le peculiarità dello stile del pittore che interpreta i modelli di Cantarini con un luminismo contrastato e cupamente iridescente, anche attraverso gli esempi di Cavedoni. Carlo Volpe, che proponeva un suo intervento nella pala con la Vergine appare a san Filippo Benizzi già in San Giorgio in Poggiale a Bologna – lasciata incompiuta da Cantarini, fu ultimata, a seguire le fonti, da Francesco Albani – parlava efficacemente di una stesura “lustra e quasi stremata da riflessi rapidi e cupi, come d’antracite” (Volpe 1959, p. 58). Questi caratteri, che rendono inconfondibile il suo naturalistico eloquio, si riscontrano nella seducente immagine di Santa Caterina, da rubricare tra i quadri “da stanza” destinati alla committenza privata, per la quale Torri eseguì numerose Sacre famiglie e mezze figure di soggetto sacro e profano. Prossima all’incoronazione di rose da parte di un angioletto, la santa, bellissima ed elegantemente atteggiata, regge con delicatezza la foglia di palma, simbolo del suo martirio, cui rimanda altresì la ruota dentata. Nel dipinto, risolto con la consueta scrittura vibrante, si coglie il riferimento ai modelli di Guido Reni e di Cantarini che Torri interpreta in una dimensione più concreta, esaltandone la fisicità attraverso la frequenza della luce e dell’ombra. Il volto della santa, nobile e al contempo accostante, è uno dei suoi tipi fisionomici più ricorrenti come dimostra il confronto con quello, pressoché sovrapponibile, dell’Annunciata in raccolta privata (Pirondini, in Arte emiliana 1989, p. 118) o della Madonna nella Sacra famiglia con due angeli già presso Fondantico a Bologna (Benati, in Quadreria emiliana 2007, pp. 67-70). Il dipinto, che presenta le tipiche ombre bruciate sui panneggi rialzati di luce nelle pieghe, si approssima
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bene anche alla coppia di tele ovali raffiguranti le estasi di Santa Teresa e di San Francesco custodite nell’Arcivescovado di Piacenza (Ambrosini Massari 1990, p. 401, nn. 377-378), con le quali dovrebbe condividere la datazione intorno alla metà del XVII secolo. Conviene ricordare infine che nella collezione bolognese di Roberto Muratori figurava nel 1709 una copia eseguita dalla figlia Teresa (1662- 1708), allieva di Lorenzo Pasinelli, da un dipinto di Torri raffigurante “S.ta Catterina in meza figura con un mezo Angiolino che tiene una Palma in mano”. Pietro Di Natale
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ALESSANDRO ROSI (Florencia, 1627–1707)
L’incontro di Eliezer e Rebecca al pozzo [Rebeca y Eliécer en el pozo] óleo sobre lienzo, 97 x 79,5 cm
Bibliografía: Keramik 1971, p. 85 n. 1224, tav. 56; Ettesvold 1975, pp. 46-47, n. 16, p. 88; Cantelli 1976, p. 35; Cantelli 1983, p. 47; Acanfora 1994, pp. 91-92 n. 71; Bellesi 2009, p. 239; Baldassari 2009, p. 628; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 136-139. El anciano Abraham, deseoso de encontrar mujer para su hijo Isaac, ordenó al siervo Eliécer que llegara con una caravana de camellos y preciosos regalos a la ciudad de Aram Naharaím, donde habitaba su hermano Najor. Una vez llegado allí al anochecer, cuando las mujeres se encontraban sacando agua del pozo, Eliécer rogó al Señor que le indicara la muchacha predestinada. Immediatamente se adelantó Rebeca, hija de Batuel, que sirvió con su jarra de agua al huésped extranjero. Él entonces le ofreció los regalos y le desveló el motivo de su visita; al día siguiente Rebeca se unió a su esposo en la ciudad del propio Abraham (Génesis, 24).
de la que hay en Agar e Ismaele en la colección Sgarbi. Además, se captan aquí las peculiaridades de la exuberante seña barroca de Alessandro Rosi en la pincelada suelta, cargada de materia cremosa y brillante, y en los típicos pliegues suaves y decolorados de los paños hinchados.
Aparecido en una subasta monegasca de 1971 como obra de Sigismondo Coccapani (Keramik 1971) —atribución retomada luego por Ettesvold (1975) y Cantelli (1976)— esta espléndida pintura la ha vuelto a atribuir Acanfora (1994) a Alessandro Rosi, pintor de estilo singular que se ganó un puesto relevante en la Florencia de la segunda mitad del Seicento. Hombre audaz de “extraño y extravagante cerebro” (Baldinucci 1725-1730, ed. 1975, p. 230), Rosi fue encaminado a la pintura por Cesare Dandini (y también quizás por su hermano Vincenzo), del que está fuertemente influenciado en las obras juveniles. En el curso de los años cuarenta se dirigió a Roma donde estudió las obras de los pintores franceses que allí trabajaban, como Vignon, Mellin y sobre todo Simon Vouet, además de la de Lanfranco y Pietro da Cortona. Retornado a Florencia, realizó entre 1650 y 1653 la decoración al fresco de la Galleria del Palazzo Corsini, importante ejemplo de apertura de la pintura local a las tendencias barrocas, y a partir de la cual, a través de los documentos del archivo familiar, ha sido reconstruida la personalidad de Rosi. A la actividad decorativa, además de la de pintor de la Arazzeria medicea y la de “retocador” de pinturas antiguas, Rosi añadió una vasta producción de obras destinadas al mercado privado, en la cual se encuentran, aparte de la pintura que examinamos, también otras de la colección Sgarbi, como Santa Lucia (antes en Londres, Christie’s, 27 octubre 1989, n. 32), Agar e Ismaele salvati dall’angelo (Acanfora 1994, p. 90 n. 69) y Caino e Abele (cit. por Baldassari 2009, p. 626). También de la colección Sgarbi es una notable pintura de altar suya, destinada a enmarcar una imagen de la Madonna, con San Domenico e santa Caterina da Siena (Acanfora 1994, p. 88 n. 62, fig. 51), que se puede situar hacia 1675 proveniente de la abadía de Passignano.
Pietro Di Natale
La pintura que examinamos revela la calidad y el refinamiento cromático de la pintura de Rosi, hábil “coloreador”, como apuntaba ya su biógrafo Baldinucci, que de él apreciaba también “la fuerza del toque, [...] su mancha y su empaste, principalmente en los paños” (Baldinucci 1725-1730, ed. 1975, p. 231). En el plano compositivo, análogamente a otros cuadros típicos “de estancia” con dos figuras (Agar e l’angelo, Angelo custode; Acanfora 1994, p. 79 n. 39, p. 94 n. 75), el pintor florentino prefiere el ajuste concentrado, apretado sobre los personajes, definidos por formas plenas y torneadas y por inconfundibles fisonomías, fuertemente caracterizadas. En la pintura que aquí se expone, como notaba Acanfora (1994), la figura de Eliécer se apoya en un modelo juvenil repetido muchas veces (presente ya en el luneto con Figure Allegoriche de Palazzo Corsini), el motivo del brazo tocado por la luz y el tipo femenino de Rebeca son semejantes en la tela madura de Giaele e Sisara del Museo de Brest y, por último, la mujer con la vasija que se aleja por el fondo es réplica
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La obra, de fresca ejecución, hay que asignarla quizá a los años de madurez, en torno a mediados de la novena década, al lado del cuadro de altar del Martirio di santa Cristina en la abadía de Passignano.
Alessandro Rosi, Santa Lucia, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
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ALESSANDRO ROSI (Firenze, 1627–1707)
L’incontro di Eliezer e Rebecca al pozzo olio su tela, 97 x 79,5 cm
Bibliografia: Keramik 1971, p. 85 n. 1224, tav. 56; Ettesvold 1975, pp. 46-47, n. 16, p. 88; Cantelli 1976, p. 35; Cantelli 1983, p. 47; Acanfora 1994, pp. 91-92 n. 71; Bellesi 2009, p. 239; Baldassari 2009, p. 628; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 136-139. L’anziano Abramo, desideroso di trovar moglie al figlio Isacco, ordinò al servo Eliezer di raggiungere con una carovana di cammelli e doni preziosi la città di Harran, dove abitava suo fratello Nachor. Arrivato all’imbrunire, quando le donne si trovavano al pozzo, Eliezer pregò il Signore di indicargli la ragazza predestinata. Immediatamente si fece avanti Rebecca, figlia di Betuel, che servì con la sua brocca dell’acqua all’ospite straniero. Egli le offrì dunque i doni e le svelò il motivo della sua visita; il giorno seguente Rebecca raggiunse lo sposo nella città del prozio Abramo (Genesi, 24). Comparso ad un’asta monegasca del 1971 come opera di Sigismondo Coccapani (Keramik 1971) – attribuzione ripresa poi da Ettesvold (1975) e Cantelli (1976) – questo prezioso dipinto è stato restituito da Acanfora (1994) ad Alessandro Rosi, pittore d’estro singolare che si guadagnò un posto rilevante nella Firenze del secondo Seicento. Uomo audace dallo “strano, insieme, e stravagante cervello” (Baldinucci 1725- 1730, ed. 1975, p. 230), Rosi fu avviato alla pittura da Cesare Dandini (e forse anche dal fratello di lui Vincenzo), dal quale risulta fortemente influenzato nelle opere giovanili. Nel corso degli anni Quaranta si recò a Roma dove studiò le opere dei pittori francesi lì operanti, come Vignon, Mellin e soprattutto Simon Vouet, oltre che di Lanfranco e Pietro da Cortona. Tornato a Firenze, realizzò tra il 1650 ed il 1653 la decorazione ad affresco della Galleria di Palazzo Corsini, importante esempio di apertura della pittura locale alle tendenze barocche e da cui, attraverso i documenti d’archivio della famiglia, è stata ricostruita la personalità di Rosi. All’attività decorativa, nonché a quella di pittore dell’Arazzeria medicea e “ritoccatore” di dipinti antichi, il pittore affiancò una vasta produzione di opere destinate al mercato privato, nella quale rientrano, oltre al dipinto in esame, anche altri in collezione Sgarbi, come la Santa Lucia (già Londra, Christie’s, 27 ottobre 1989, n. 32), l’Agar e Ismaele salvati dall’angelo (Acanfora 1994, p. 90 n. 69) e il Caino e Abele (cit. da Baldassari 2009, p. 626). Sempre in raccolta Sgarbi è una sua notevole pala d’altare, destinata ad incorniciare un’immagine della Madonna, con San Domenico e santa Caterina da Siena (Acanfora 1994, p. 88 n. 62, fig. 51), collocabile attorno al 1675 e proveniente dalla badia di Passignano. Il dipinto in esame rivela la qualità e la raffinatezza cromatica della pittura di Rosi, abile “coloritore”, come appuntava già il suo biografo Baldinucci, che ne apprezzava altresì “ la forza del tocco, [...] la sua macchia e il suo impasto, e massime ne’ panneggiamenti” (Baldinucci 1725-1730, ed. 1975, p. 231). Sul piano compositivo, analogamente ad altri tipici quadri “da stanza” a due figure (Agar e l’angelo, Angelo custode; Acanfora 1994, p. 79 n. 39, p. 94 n. 75), il pittore fiorentino predilige l’impaginazione concentrata, stretta sui personaggi, definiti da forme piene e tornite e da inconfondibili fisionomie, fortemente caratterizzate. Nel dipinto qui esposto, come notava Acanfora (1994), la figura di Eliezer si appoggia a un modello giovanile più volte ripetuto (già nella lunetta con Figure Allegoriche di Palazzo Corsini), il motivo del braccio colpito dalla luce e il tipo femminile di Rebecca sono simili nella tela matura con Giaele e Sisara del Musée di Brest e, infine, la donna col vaso che si allontana sul fondo riproduce quella nell’Agar e Ismaele in raccolta Sgarbi. Ancora, si colgono qui le peculiarità dell’esuberante sigla barocca di Alessandro Rosi nella pennellata sciolta, carica di materia
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cremosa e smagliante, e nelle tipiche pieghe morbide e stazzonate dei panneggi rigonfi. L’opera, di fresca esecuzione, è forse da assegnare agli anni della maturità, attorno alla metà del nono decennio, in prossimità della pala col Martirio di santa Cristina nella badia di Passignano. Pietro Di Natale
Alessandro Rosi, Agar e Ismaele salvati dall’angelo, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
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JOHANN CARL LOTH (Múnich, 1632 – Venecia, 1698)
Paride consegna ad Afrodite la mela d’oro [Paris entrega a Venus la manzana de oro] óleo sobre lienzo, 140 x 178 cm
Bibliografía: Pizzamano, en Le meraviglie 2005, pp. 234-235 n. 99; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 140-143. Protagonista de la escena es el héroe griego Paris, hijo de Príamo, al que, por seguir los nefastos sueños de su madre Hécuba, habían abandonado en el monte Ida y allí fue criado como pastor. Durante el banquete de bodas de Peleo y Tetis, la diosa de la discordia, Eris, ofendida por no haber sido invitada, hizo rodar sobre la mesa una manzana de oro, declarando que estaba destinada “a la más hermosa” entre las convidadas divinas. Para acabar con la disputa que se fraguaba entre Palas, Hera y Afrodita, Júpiter encargó a Mercurio que se la entregara a Paris, que tendría que decidir a quién dársela. Para conseguirla, las diosas llegaron, por turno, a su presencia y lo intentaron sobornar: la primera le prometió a cambio la sabiduría y ser invencible en la batalla; la segunda, el dominio de toda Asia; la tercera, a la mujer más bella del mundo (Elena de Troya). Su juicio favoreció a Afrodita, quien, en la tela que examinamos, lleva sobre la frente una estrella, alusión al homónimo cuerpo celeste (para los romanos era Venus). La diosa está a punto de tomar la manzana de oro que le ofrece el pastor, al que curiosamente acompaña un ángel con alas enormes que le está poniendo en la cabeza una corona de ramas de olivo. Esta insólita presencia la incluyó el autor, quizá por sugerencia del comitente, con el fin de enriquecer el tema mitológico con significados morales y religiosos ligados a los conceptos de amor, concordia y unión. Como ha propuesto Sgarbi, la gran pintura, de probable destino privado, es obra típica del pintor muniqués Johann Carl Loth. Tras la formación en su tierra natal en el taller de su padre Ulrich que, habiendo vivido en Roma (1619-1623), le transmitió las bases del barroco y las sugerencias de Caravaggio, Loth llegó a Venecia en la primera mitad de los años cincuenta —asistiendo al taller de Willem Drost y, probablemente, también a la academia de Pietro Liberi— cuando en la laguna, dentro de una cambiante pluralidad de corrientes, se estaba difundiendo el gusto naturalista por artistas foráneos de gran personalidad como Luca Giordano y Giovan Battista Langetti. Este último, en especial, tuvo un papel relevante en el llamado movimiento “tenebrista”, en el que participó Loth junto al pintor de la región de Este Antonio Zanchi y al lombardo Pietro Bellotti, los cuales, durante los años setenta y ochenta, compartieron un estilo orientado a un realismo dramático, teatral y privado de filtros idealizadores, que hundía sus raíces en el oscuro naturalismo postcaravaggesco de José Ribera, a su vez mediado a través del ejemplo de Giordano. Estas preferencias expresivas, en sintonía con las que sigue Langetti, se pueden advertir en las primeras obras venecianas del bávaro, como l’Ebbrezza di Noè de Múnich (Alte Pinakothek), el Buon Samaritano de Viena (Kunsthistorisches Museum) y el Mercurio e Argo de Londres (National Gallery). Se puede situar algún tiempo después de estas obras, no más allá de la octava década, la pintura que examinamos, en la que los personajes, hábilmente enlazados en poses de tres cuartos, reposan ante un fondo neutro invadido de tinieblas. Dentro de la trama claroscura, manchas de luz revelan las formas plásticas de los cuerpos, como sucede en la citada tela londinense, en la que Mercurio se parece mucho, en cuanto a fisonomía y pronunciada musculatura, a nuestro Paris. La pincelada suelta
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embebida de materia luminosa en los paños encrespados, aparte de traer recuerdos de Pietro Liberi (tan evidentes en el cuadro de altar de 1659 de San Floriano en Storo; cfr. Mancini 2010), remite a los modos expresados en el juvenil Giove e Mercurio ospitati da Filemone e Bauci (hacia 1659 ) de Viena, marcado a su vez por influencias de Rubens y Drost en el delicado tratamiento de las zonas de color más claro. El cuadro que examinamos manifiesta además, en los garbosos acentos emotivos y en la caracterización íntima de la escena, un anticipo de la sucesiva orientación del bávaro que, a partir de los años ochenta, estimulado por el gusto del barroco romano (principalmente de Pietro da Cortona), se replegará en sentido académico (Sacra Famiglia e il Padre Eterno, Venezia, San Silvestro) diluyendo las atmósferas cubiertas y contrastadas de la fase “tenebrista”. Conviene recordar por último que Ewald (1965, p. 110 n. 435 a) indicaba en el Landesmuseum de However una pintura de análogo tema (Paris mit dem goldenen apfel der Eris, 105 x 72 cm) atribuida a Loth, hasta hoy imposible de encontrar. Pietro Di Natale
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JOHANN CARL LOTH
(Monaco di Baviera, 1632 – Venezia, 1698)
Paride consegna ad Afrodite la mela d’oro olio su tela, 140 x 178 cm
Bibliografia: Pizzamano, in Le meraviglie 2005, pp. 234-235 n. 99; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 140-143. Protagonista della scena è l’eroe greco Paride, figlio di Priamo, che a seguito dei sogni nefasti della madre Ecuba era stato abbandonato sul monte Ida e ivi allevato come pastore. Durante il banchetto di nozze di Peleo e Teti, la dea della discordia, Iris, offesa per non essere stata invitata, fece rotolare sulla tavola una mela d’oro, dichiarando che era destinata “alla più bella” fra le divine convitate. Per metter fine alla contesa innescatasi tra Pallade, Era e Afrodite, Giove incaricò Mercurio di consegnarla a Paride, che avrebbe dovuto decidere a chi donare il pomo. Per assicurarselo le dee giunsero, a turno, al suo cospetto tentando di corromperlo: la prima gli promise in cambio la saggezza e invincibilità in battaglia, la seconda il dominio dell’intera Asia, la terza la donna più bella del mondo (Elena di Troia). Il suo giudizio favorì Afrodite che, nella tela in esame, reca sulla fronte una stella, allusione all’omonimo corpo celeste (per i romani era Venere). La dea sta per afferrare la mela d’oro offertale dal pastore curiosamente accompagnato da un angelo con ali enormi che gli sta ponendo sul capo una corona d’ulivo. Questa insolita presenza è stata evidentemente prevista, magari su suggerimento del committente, allo scopo di arricchire il soggetto mitologico di significati morali e religiosi legati ai concetti di amore, concordia e unione. Come ha proposto Sgarbi, il grande dipinto, di probabile destinazione privata, è opera tipica del pittore monegasco Johann Carl Loth. Dopo la formazione in terra natia nella bottega del padre Ulrich che, avendo soggiornato a Roma (1619-1623) gli trasmise le basi del barocco e le suggestioni di Caravaggio, Lohh giunse a Venezia nella prima metà degli anni cinquanta – frequentando Willem Drost e, probabilmente, anche l’accademia di Pietro Liberi – quando in laguna, entro una pluralità mutevole di correnti, si andava diffondendo il gusto naturalistico di artisti non locali di forte personalità come Luca Giordano e Giovan Battista Langetti. Quest’ultimo, in particolare, ebbe un ruolo di spicco nel cosiddetto movimento “tenebroso”, cui Loth partecipò assieme all’atestino Antonio Zanchi e al lombardo Pietro Bellotti, i quali, durante il settimo e l’ottavo decennio, si trovarono a condividere uno stile orientato verso un realismo drammatico, teatrale e privo di filtri idealistici, che affondava le radici nel forte naturalismo postcaravaggesco di Jusepe Ribera, a sua volta mediato attraverso l’esempio di Giordano. Queste scelte espressive, in sintonia con quelle perseguite da Langetti, si rintracciano nelle prime prove veneziane del bavarese, come l’Ebbrezza di Noè di Monaco (Alte Pinakothek), il Buon Samaritano di Vienna (Kunsthistorisches Museum) e il Mercurio e Argo di Londra (National Gallery). Da collocare qualche tempo dopo queste opere, non oltre l’ottavo decennio, è il dipinto in esame dove i personaggi, abilmente raccordati tra loro nelle pose di tre quarti, sostano davanti a un fondo neutro invaso dalle tenebre. All’interno della trama chiaroscurata, macchie di luce spioventi rilevano le forme plastiche dei corpi come accade nella citata tela londinese, dove Mercurio somiglia molto, per fisionomia e pronunciata muscolatura, al nostro Paride. La pennellata sciolta imbevuta di materia luminosa sui panneggi increspati con colpi guizzanti, oltre a tradire ricordi da Pietro Liberi (così lampanti nella pala del 1659 in San Floriano a Storo; cfr. Mancini 2010), rinvia ai modi espressi nel giovanile Giove e Mercurio ospitati da Filemone e Bauci (1659 circa) di Vienna, caratterizzato a sua volta
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da suggestioni da Rubens e Drost nella resa morbida dei brani di colore più chiaro. Il dipinto in esame rivela poi negli accenti emotivi garbati e nella caratterizzazione intima della scena un’anticipazione dei successivi orientamenti del bavarese che, a partire dagli anni ottanta, sollecitato dal gusto barocco romano (soprattutto di Pietro da Cortona), ripiegherà in senso accademico stemperando (Sacra Famiglia e il Padre Eterno, Venezia, San Silvestro) le atmosfere cupe e contrastate della fase “tenebrosa”. Conviene ricordare infine che Ewald (1965, p. 110 n. 435 a) segnala presso il Landesmuseum di However un dipinto di analogo soggetto (Paris mit dem goldenen apfel der Eris, 105 x 72 cm) riferito a Loth, oggi irreperibile. Pietro Di Natale
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AGOSTINO SANTAGOSTINO (Milán, 1633 –1699)
Polifemo scaglia un macigno contro Aci [Polifemo lanza una piedra contra Acis] óleo sobre lienzo, 157,5 x 118,7 cm Inscripciones: abajo a la izquierda “Agostino S. Agostino / f. 1669” Bibliografa: Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 188-191. El episodio nos retrotrae a la obra de ovidio (Las Metaforfosis, XIII, 750897), al pasaje del amor del cíclope Polifemo por la nereida Galatea, prometida del pastor Acis, hijo de Pan. La pintura ilustra el trágico epílogo del mito, cuando el deforme gigante, después de haber sorprendido a los amantes abrazados a la orilla del mar, se venga del joven rival matándolo con un peñasco, mientras la ninfa huye a lo lejos hacia sus compañeras. Firmado y datado en 1669, el cuadro constituye una de las obras más antiguas del pintor milanés Agostino Santagostino, conocido sobre todo por pinturas de tema sacro diseminadas en las iglesias de su ciudad. Después de recibir junto con su hermano Giacinto la primera educación de su padre Giacomo Antonio, asistió al taller milanés de los hermanos Nuvolone y, probablemente, también al de Francesco Cairo. Maestro de talento “vago, expresivo, armonioso bien que un tanto minucioso” (Lanzi 1815- 1817, IV, p. 241), Santagostino fue también literato, perito y conocedor de arte: en 1671 publicó la primera guía importante del patrimonio pictórico milanés, L’Immortalità, e gloria del pennello, y en los últimos años de su carrera recibió encargos de restauración, valoración y tasación de colecciones enteras, como la de Giovanni Pietro Orrigoni —donde estaban presentes tres retratos suyos— y del marqués de Rosales (Casati 1997, p. 282). También por medio del arduo ejercicio de “distinguir las manos”, el pintor asimiló los modelos de la gran tradición pictórica lombarda del primer Seicento (y no solo esa), fijándose especialmente en Giulio Cesare Procaccini y en el maestro Carlo Giuseppe Nuvolone. A la lección de este último, que permanecerá como una referencia constante, remite en la pintura examinada la atmósfera mórbida y enrarecida y el claroscuro, mientras que las figuras de perfiles alargados y que se muestran en poses retorcidas e inestables derivan más directamente de las maneras de Procaccini. Resuelta en un cercano plano frontal, la composición está marcada por la diagonal que indica el voluminoso peñasco rocoso detrás del que se yergue Polifemo, que va a golpear de nuevo con una piedra en el pecho al pastor, ya derribado en el suelo. En el plano iconográfico, la figura del cíclope que golpea con el peñasco recuerda el fresco de Annibale Carracci en la Galleria Farnese en Roma —evidentemente conocido por el milanés a través de un grabado— donde, sin embargo, Acis todavía no ha sido atacado, sino que huye junto a Galatea. A nivel estilístico, como en la coetánea Predica di san Pietro Martire (1670) de Sevevo (Casati 1997, p. 275), influencias lumínicas y tonales de impronta neovéneta, marcadamente giordanesca, se evidencian en el cromatismo iridiscente de los drapeados y en la ambientación naturalista, con el nublado cielo enrojecido por el crepúsculo. Referencias a la pintura veneciana del Cinquecento, y en especial de Veronés, marcan también la preciada Davide pastore unto da Samuele en la iglesia prebostal de San Marco en Milán (Ferro, en Pinacoteca di Brera 1989, pp. 395-396), realizada poco antes de la pareja de grandes telas (1675) con La Speranza che nutre Amore e il Tempo che scopre la Verità y La Pazienza contrapposta al Furore (Turín, Voena) que, hasta la reaparición de nuestra pintura, eran las únicas obras de tema mitológico conocidas de Santagostino. En la tela Sgarbi podemos apreciar una anticipación de elecciones expresivas desarrolladas
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en estas últimas pinturas, donde, como apuntaba Cottino (en Dipinti italiani 1380-1700, pp. 32-35), la atención del pintor hacia la tradición lombarda se renueva a la luz de las modernas experiencias genovesas, en la línea de Domenico Piola y Valerio Castello —véase también Santa Teresa d’Avila en la Pinacoteca de Brera de Milán (Casati, en Pinacoteca di Brera 1996, pp. 258-259)—, según una dirección ya emprendida a partir de los años cuarenta por Francesco Cairo y por Discepoli y llevada adelante, a finales de siglo, por Carlo Preda y Legnanino, quienes tuvieron el mérito de encaminar la pintura local hacia el rococó (cfr. también Frangi 1996, p. 84). Pietro Di Natale
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AGOSTINO SANTAGOSTINO (Milano, 1633 – 1699)
Polifemo scaglia un macigno contro Aci
olio su tela, 157,5 x 118,7 cm Iscrizioni: in basso a sinistra “Agostino S. Agostino / f. 1669” Bibliografia: Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 188-191.
L’episodio si rifà alla tradizione ovidiana (Metamorfosi, XIII, 750-897) dell’amore del ciclope Polifemo per la nereide Galatea, già promessa in sposa al pastore Aci, figlio di Pan. Il dipinto illustra il tragico epilogo del mito, quando il deforme gigante, dopo aver sorpreso gli amanti abbracciati in riva al mare, si vendica sul giovane rivale uccidendolo con un masso, mentre la ninfa fugge in lontananza verso le compagne. Firmato e datato 1669, il dipinto costituisce una delle prove più antiche del pittore milanese Agostino Santagostino, noto soprattutto per dipinti di tema sacro distribuiti nelle chiese della sua città. Dopo aver ricevuto assieme al fratello Giacinto la prima educazione dal padre Giacomo Antonio, frequentò la bottega milanese dei fratelli Nuvolone e, probabilmente, anche quella di Francesco Cairo. Maestro dal talento “vago, espressivo, accordato, benché alquanto minuto” (Lanzi 1815-1817, IV, p. 241), Santagostino fu anche un letterato, perito e intenditore d’arte: nel 1671 pubblicò la prima importante guida del patrimonio pittorico milanese, L’Immortalità, e gloria del pennello e negli ultimi anni della carriera ricevette incarichi di restauro, valutazione e stima d’intere collezioni, come quelle di Giovanni Pietro Orrigoni – dove erano tre suoi ritratti – e del marchese di Rosales (Casati 1997, p. 282). Anche attraverso l’impegnativo esercizio del “distinguer le mani”, il pittore assimilò i modelli della grande tradizione pittorica lombarda di primo Seicento (e non solo), guardando con particolare attenzione a Giulio Cesare Procaccini e al maestro Carlo Giuseppe Nuvolone. Alla lezione di quest’ultimo, che rimarrà un suo riferimento costante, rinvia nel dipinto in esame l’atmosfera morbida e rarefatta e la trama chiaroscurata, mentre le figure dai profili allungati atteggiate in pose contorte e instabili derivano più direttamente dalla maniera di Procaccini. Risolta su un ravvicinato piano frontale, la composizione è scandita dalla diagonale indicata dal voluminoso sperone roccioso dietro al quale si erge Polifemo, prossimo a colpire nuovamente il pastore, già riverso a terra, con una pietra sul petto. Sul piano iconografico, la figura del ciclope che scaglia il macigno ricorda l’affresco di Annibale Carracci nella Galleria Farnese a Roma – evidentemente conosciuto dal milanese attraverso una stampa – dove, tuttavia, Aci non è ancora stato colpito, ma fugge assieme a Galatea. A livello stilistico, come nella coeva Predica di san Pietro Martire (1670) di Seveso (Casati 1997, p. 275), suggestioni luministiche e tonali d’impronta neoveneta, segnatamente giordanesca, si palesano nella cromia iridescente dei panneggi e nell’ambientazione naturalistica, con il cielo rannuvolato arrossato dal tramonto. Riferimenti alla pittura veneziana del Cinquecento, e in particolare al Veronese, segnano anche il pregevole Davide pastore unto da Samuele nella Chiesa prepositurale di San Marco a Milano (Ferro, in Pinacoteca di Brera 1989, pp. 395-396), realizzato poco prima della coppia di grandi tele (1675) con La Speranza che nutre Amore e il Tempo che scopre la Verità e La Pazienza contrapposta al Furore (già Torino, Voena) che, sino alla ricomparsa del nostro dipinto, erano le uniche prove di soggetto mitologico oggi note di Santagostino. Nella tela Sgarbi è possibile cogliere un’anticipazione delle scelte espressive sviluppate in questi ultimi dipinti, dove, come notava Cottino (in Dipinti italiani 1380-1700, pp. 32-35), l’attenzione del
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pittore alla tradizione lombarda viene rinnovata alla luce delle moderne esperienze genovesi, sulla linea di Domenico Piola e Valerio Castello – si veda anche la pala con Santa Teresa d’Avila nella Pinacoteca di Brera di Milano (Casati, in Pinacoteca di Brera 1996, pp. 258-259) –, secondo un indirizzo già intrapreso a partire dagli anni quaranta da Francesco Cairo e dal Discepoli e portato avanti, a fine secolo, da Carlo Preda e dal Legnanino, che ebbero il merito di traghettare la pittura locale verso il barocchetto (cfr. anche Frangi 1996, p. 84). Pietro Di Natale
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GIOVANNI ANTONIO FUMIANI (Venecia, 1643 – 1710)
Il sacrificio della figlia di Jefte [El sacrificio de la hija de Jefté] óleo sobre lienzo, 162 x 207 cm
Bibliografía: Sgarbi 1986, pp. 40-42; Sgarbi 1989, pp. 276-281; Zava Boccazzi 1990, pp. 118-120, 141-142, p. 318 fig. 10; Sgarbi 1999, pp. 279-280; Pizzamano, en Le meraviglie 2005, pp. 254-255 n. 111; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 96-99.
Elegido jefe para luchar contra los hijos de Ammón, Jefté, juez de Israel de la región de Galaad, hizo voto prometiendo a Dios que en caso de victoria inmolaría a la primera persona que encontrara después de la batalla. La víctima fue su única hija, quien lo acogió con «tímpanos y danzas» a su regreso a Masfa. Tras haberle concedido una dilación de dos meses para “llorar su virginidad” vagando con sus compañeras por los montes, Jefté la ofreció «en holocausto» (Jueces, 11, 30-40). La pintura ilustra el trágico epílogo de la narración bíblica: dentro de un majestuoso palacio, la muchacha al lado de su verdugo vuelve la mirada aterrorizada a su padre, en ropaje militar, que alzando los ojos al cielo ordena su sacrificio. Poco más atrás, un anciano sacerdote, asistido por algunos colaboradores, oficia el ritual ante el altar del sacrificio. Se trata de uno de los cuatro cuadros, en dos pendants, comisionados a Antonio Fumiani por el noble de Lucca Stefano Conti (16541739), acaudalado mercader de tejidos que había formado en el primer cuarto del Settecento una importante colección de noventa y cuatro pinturas, setenta y seis de ellas realizadas por maestros venecianos o “de estancia” en la laguna (Zava Boccazzi 1990). El primero lo formaba un Mosè e le figlie di Raguel y la pintura aquí expuesta, entregados en noviembre de 1705 y en febrero de 1706 respectivamente; el segundo formado por dos escenas evangélicas, Presentazione al tempio y Disputa di Gesù tra i dottori (este último en Northampton, Art Gallery), entregados en agosto de 1706 y en abril de 1707. En una carta escrita a su comitente el 9 de julio siguiente, el pintor declaró haber recibido ciento cincuenta ducados como pago por la pintura de “pequeñas figuras” que representaba a “Jefté que sacrifica a la hija”. Il sacrificio della figlia di Jefte es por tanto un precioso documento de la madurez del pintor, célebre sobre todo por la decoración del techo de la iglesia veneciana de San Pantaleón, una inmensa tela, realizada a lo largo de más de veinte años (1684-1706), que representa el martirio y la gloria del santo, obra fuertemente ilusionista, parangonable a la bóveda de Sant’Ignazio en Roma, de Andrea Pozzo —que quizá conoció directamente o a través de testimonios gráficos (cfr: en último Bacchi 2012, p. 227)—, donde los numerosos personajes se mueven con extraordinaria ligereza en una arquitectura admirablemente achicada. La habilidad en la ejecución de la perspectiva, aprendida en los años juveniles en el taller en Bolonia del pintor de trampantojos Domenico degli Ambrogi (en uno de los cuales, por otro lado, se apoya para el planteamiento general del techo de San Pantaleón; cfr: Pellicciari 2011, pp. 218-219), fue peculiaridad constante del arte de Fumiani, que hizo también escenografías para el teatro, como la de Il Coriolano de Ivanovich, musicado por Cavalli y representado en 1669 en el teatro Ducale de Piacenza (Sartori 1990, p. 231). Como se ha apreciado, desde los inicios Fumiani tiende sin embargo a superar el tipo de trampantojo de los boloñeses (Colonna, Mitelli) “en una concepciónluminosa más compleja donde la figura se valora en su significado expresivo, en sentido escenográfico y teatral” (Pallucchini 1981, I, p. 301). En este pasaje su personalidad viene a colocarse así pues como un puente ideal
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entre Veronés y Giambattista Tiépolo y su papel antes de Sebastiano Ricci, “aparece cada vez más central también por la elección incondicional de colores transparentes y claros, directamente deudores de los frescos de Veronés” (Sgarbi). Como en la Lapidazione di Zaccaria (1699; Florencia, Uffizi), pintada por Ferdinando de Medici, el pintor concede amplio espacio al monumental aparato arquitectónico de ascendencia veronesiana, en el que es posible reconocer el antecedente más explícito de los posteriores fondos de Tiépolo. En la pintura que examinamos, respecto al florentino, más enfático y barroco, el pintor opta a favor de una concepción clásica y medida y su personal relectura del repertorio de Caliari se advierte en las poses de medio cuerpo y de espaldas, en la suntuosa paleta cromática rica en tornasoles y transparencias, en el lujo de los ropajes y de algunos preciosismos manieristas (ánfora, urna, lampadario), el mismo repertorio que encontramos en los grandes lienzos para la Catedral de Padua. Como en la tela coetánea hoy en Northampton, Fumiani afronta el mito con gran simplicidad: “cada personaje del drama se acomoda a una medida espacial calibradísima, circundado, según el precepto de Veronés, por un gran número de personajes superfluos, que dan color, que dan animación al episodio. Así propone un prototipo del tema que inaugura la gran época del Settecento veneciano” (Sgarbi). Pietro Di Natale
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GIOVANNI ANTONIO FUMIANI (Venezia, 1643 – 1710)
Il sacrificio della figlia di Jefte olio su tela, 162 x 207 cm
Bibliografia: Sgarbi 1986, pp. 40-42; Sgarbi 1989, pp. 276-281; Zava Boccazzi 1990, pp. 118-120, 141-142, p. 318 fig. 10; Sgarbi 1999, pp. 279-280; Pizzamano, in Le meraviglie 2005, pp. 254-255 n. 111; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 96-99.
Eletto capo per combattere gli Ammoniti, Jefte, Giudice d’Israele della regione di Galaad, fece voto promettendo a Dio che in caso di vittoria avrebbe immolato la prima persona che avesse incontrato dopo la battaglia. La vittima fu la sua unica figlia che lo accolse, con «timpani e danze», al suo rientro a Mizpa. Dopo averle concesso una dilazione di due mesi per «piangere la sua verginità» girovagando con le compagne sui monti, Jefte la offrì «in olocausto» (Giudici, 11, 30-40). Il dipinto illustra il tragico epilogo del racconto biblico: all’interno di un maestoso palazzo, la fanciulla avvicinata dal suo carnefice volge lo sguardo terrorizzato verso il padre, in vesti militari, che alzando gli occhi al cielo ne ordina l’immolazione. Poco più indietro, un anziano sacerdote, assistito da alcuni collaboratori, officia il rituale dinnanzi all’ara sacrificale. Si tratta di uno dei quattro quadri, in due péndants, commissionati a Giovanni Antonio Fumiani dal nobile lucchese Stefano Conti (16541739), facoltoso mercante di stoffe che aveva costituito nel primo quarto del Settecento un’importante raccolta di 94 dipinti, 76 dei quali realizzati da maestri veneziani o “di stanza” in laguna (Zava Boccazzi 1990). Il primo era formato da un Mosè e le figlie di Raguel e dal dipinto qui esposto, rispettivamente consegnati nel novembre 1705 e nel febbraio 1706; il secondo da due scene evangeliche, Presentazione al tempio e Disputa di Gesù tra i dottori (quest’ultimo a Northampton, Art Gallery), consegnate nell’agosto 1706 e nell’aprile 1707. In una lettera scritta al suo committente il 9 luglio successivo il pittore dichiarò di aver ricevuto 150 ducati come compenso per il dipinto a “figure picole” raffigurante “Jefte che sachrifica la filgia”. Il sacrificio della figlia di Jefte è dunque un prezioso documento della maturità del pittore, celebre soprattutto per la decorazione del soffitto della Chiesa veneziana di San Pantaleon, un’immensa tela, realizzata in oltre vent’anni (1684-1706), raffigurante il Martirio e la gloria del santo, opera fortemente illusionistica, paragonabile alla volta in Sant’Ignazio a Roma di Andrea Pozzo – forse da lui conosciuta direttamente o attraverso testimonianze grafiche (cfr: in ultimo Bacchi 2012, p. 227) –, dove i numerosi personaggi si muovono con straordinaria leggerezza entro un’architettura mirabilmente scorciata. L’abilità nella resa della prospettiva, appresa nel corso del giovanile alunnato a Bologna presso il quadraturista Domenico degli Ambrogi (a un disegno del quale, tra l’altro, si appoggia per l’impianto complessivo del soffitto di San Pantaleon; cfr: in ultimo Pellicciari 2011, pp. 218-219), fu peculiarità costante dell’arte di Fumiani, che licenziò anche scenografie per il teatro, come quelle de Il Coriolano di Ivanovich, musicato da Cavalli e rappresentato nel 1669 al teatro Ducale di Piacenza (Sartori 1990, p. 231). Com’è stato notato, fin dagli inizi Fumiani tende tuttavia a superare il quadraturismo dei bolognesi (Colonna, Mitelli) “in una concezione luministica più complessa dove la figura è valorizzata nel suo significato espressivo, in senso scenografico e teatrale”(Pallucchini 1981, I, p. 301). In questo passaggio la sua personalità viene dunque a porsi come un ponte ideale fra Veronese e Giambattista Tiepolo e il suo ruolo, in anticipo su Sebastiano Ricci, “appare sempre più centrale anche per la scelta incondizionata di colori trasparenti e
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chiari, direttamente mutuati dagli affreschi veronesiani” (Sgarbi). Come già nella Lapidazione di Zaccaria (1699; Firenze, Uffizi), dipinta per Ferdinando de’ Medici, il pittore concede ampio spazio al monumentale apparato architettonico di ascendenza veronesiana, nel quale è possibile riconoscere l’antefatto più esplicito dei più tardi sfondi tiepoleschi. Nel dipinto in esame, rispetto a quello fiorentino, più enfatico e barocco, il pittore opta in favore di un impianto classico e misurato e la sua personale rilettura del repertorio di Caliari si coglie nelle pose avvitate e di spalle, nella cromia sontuosa ricca di cangiantismi e trasparenze e nello sfarzo dei costumi e di certi preziosismi manieristi (anfora, urna, lampadario), lo stesso repertorio che troviamo nei grandi teleri per il Duomo di Padova. Come nella tela coeva oggi a Northampton, Fumiani affronta il mito con grande semplicità: “ogni personaggio del dramma è composto in una misura spaziale calibratissima, circondato, secondo il precetto veronesiano, da un gran numero di personaggi superflui, che fanno colore, che danno animazione all’episodio. Così propone del tema un prototipo che inaugura la grande stagione del Settecento veneziano” (Sgarbi). Pietro Di Natale
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NICOLA MALINCONICO (Nápoles, 1663 – 1726/1727)
Convito di Baldassarre [El banquete de Baltasar] óleo sobre lienzo, 48 x 74 cm
Bibliografía: Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 144-147. Durante el fastuoso banquete del rey Baltasar, una mano divina que aparece entre los comensales traza sobre la pared las enigmáticas palabras que el sabio profeta Daniel interpreta como alusivas a la inminente caída del reino de Babilonia y, por lo tanto, a la liberación del pueblo hebreo de su largo cautiverio (Daniel, 5; 6.1). Es Nicola Malinconico (para su perfil: Bortolotti 2007), uno de los mejores discípulos napolitanos de Luca Giordano (1634-1705). Este último, tras haber enviado a Bérgamo en abril de 1682 la gran tela que representa a Mosè con gli ebrei al passaggio del Mar Rosso, había obtenido la concesión de un laborioso ciclo de pinturas de la Basílica de Santa Maria Maggiore, encargo al cual sin embargo renunciaría a principios del decenio sucesivo, como consecuencia de su traslado a la corte del rey de España. En sustitución suya se convocó, por recomendación del propio maestro, a su discípulo Malinconico, quien, tras firmar el contrato el 3 de febrero de 1693, llegó a la ciudad el mes de junio (Ravelli 1987; Noris 1987, pp. 167-168, pp. 192-194). Al pintor le encargaron realizar diez paneles al fresco en la bóveda de la basílica y tres telas a los lados de la nave mayor, que se añadirían a la de Abramo visitato dagli angeli que ya había enviado a los comitentes como prueba de sus aptitudes en noviembre de 1692 (en realidad, de manera diferente a lo que habían acordado, las obras se realizaron al óleo sobre tela). En una de las grandes telas concluidas, agrupadas de cuatro en cuatro en el crucero, Malinconico ilustró el Convito di Baldassarre, del que la pintura que examinamos —ya considerado como de “escuela véneta” del siglo XVII con ocasión de su aparición en el mercado en 2007 (Génova, Boetto, 24 de mayo, n. 42)— parece ser el modelo preparatorio. La existencia en el Museo Filangeri de Nápoles de una versión idéntica (45 x 47 cm), antes considerada el boceto de la obra terminada (De Martini 1978, p. 57 n. 13) —en la que, como en la nuestra, se advierten respecto a ella mínimas variantes en el grupo central, la más es la ausencia del personaje que asoma de la columna— podría llevarnos a pensar en la alternativa de que sea un “recuerdo” en pequeño para uso del coleccionismo privado. La composición, evidentemente muy afortunada, volvió a proponerla el autor en una gran tela custodiada en el Palazzo Comunale de Clusone (Noris 1987, p. 170 n. 24, p. 195 fig. 5). La pintura que aquí se expone, como la versión en grande, evidencia la enérgica raíz giordanesca del estilo de Malinconico que parece desempolvar, como en otras piezas de la época —Banchetto di Erode (A taste 1987, n. 9); Figliol prodigo (Luca Giordano 1966, n. 6); cfr: Scavizzi, en Ferrari, Scavizzi 1992, I, p. 236 nota 39— los esquemas compositivos propuestos por su maestro en las obras de los años sesenta. A su enseñanza remiten inmediatamente los vistosos efectos de luz y el claroscuro teatral, la pincelada larga y desflecada y la riqueza de los empastes vivos de raigambre véneta. En los grandes cuadros bergamescos, amortiguando la intrepidez barroca de las obras juveniles, el pintor demuestra inspirarse más directamente en el cortonesco clasicismo de los frescos (1682-1685) de Giordano en el Palazzo Medici Riccardi de Florencia. Aunque se sirve de las ideas del maestro —como en la escena con Giosuè ferma il sole, con la que se enlaza el modelo de Brera (Maderna, en Pinacoteca di Brera 1992, pp. 287-292), literalmente plasmada sobre un boceto suyo (Bologna 1986, p. 45, p. 40 fig. 6)— Malinconico expresa soluciones originales, señalándose como uno de los discípulos más autónomos del
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concurrido taller del maestro partenopeo. Su personal giordanismo, al que añadió con el paso del tiempo una densa trama de influencias (de Francesco Solimena in primis), consiguió por otra parte un gran éxito en su lugar de origen: después de regresar de Bérgamo, estuvo comprometido durante más de treinta años en una ininterrumpida secuencia de importantes comisiones para las iglesias de Nápoles —ciclo de telas en Santa Maria Donnalbina (1696-1697), frescos y pinturas en Santa Maria Nuova (1699-1703), la decoración de la sacristía de los Santi Apostoli (1725-1726)— y de numerosas ciudades de la Campania y de Apulia, entre ellas Gallípoli, donde, poco antes de morir, se comprometió a realizar con su rápido hacer sus buenas cincuenta y nueve telas para la catedral (terminadas por su hijo Carlo). Pietro Di Natale
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NICOLA MALINCONICO (Napoli, 1663 – 1726/1727)
Convito di Baldassarre olio su tela, 48 x 74 cm
Bibliografia: Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 144-147. Durante il fastoso banchetto allestito dal re Baldassarre, una mano divina apparsa tra i commensali traccia sul muro le enigmatiche parole che il saggio profeta Daniele interpreta come allusive all’imminente caduta del regno di Babilonia e, dunque, alla liberazione del popolo ebraico dalla sua lunga cattività (Daniele, 5; 6.1). Ne racconta la storia Nicola Malinconico (per il suo profilo: Bortolotti 2007), uno dei migliori allievi napoletani di Luca Giordano (16341705). Quest’ultimo, dopo aver inviato a Bergamo nell’aprile del 1682 la grande tela raffigurante Mosè con gli ebrei al passaggio del Mar Rosso, aveva ottenuto l’affidamento di un impegnativo ciclo di dipinti per la Basilica di Santa Maria Maggiore, incarico al quale tuttavia avrebbe rinunciato all’inizio del decenio successivo, in conseguenza del suo trasferimento alla corte del re di Spagna. In sua sostituzione venne convocato, su raccomandazione dello stesso maestro, l’allievo Malinconico che, dopo aver sottoscritto il contratto il 3 febbraio 1693, giunse in città nel giugno successivo (Ravelli 1987; Noris 1987, pp. 167-168, pp. 192-194). Il pittore fu incaricato di eseguire dieci riquadri ad affresco sulla volta della basilica e tre tele ai lati della navata maggiore, che si sarebbero aggiunte a quella con Abramo visitato dagli angeli già inviata ai committenti come saggio delle proprie qualità nel novembre del 1692 (in realtà, diversamente da quanto stabilito, le opere furono realizzate a olio su tela). In una delle grandi tele sagomate raggruppate quattro a quattro nelle crociere della navata Malinconico illustrò il Convito di Baldassarre, di cui il dipinto in esame – già ritenuto di “scuola veneta” del XVII secolo in occasione del passaggio sul mercato nel 2007 (Genova, Boetto, 24 maggio, n. 42) – sembra essere il modello preparatorio. L’esistenza al Museo Filangeri di Napoli di un’identica versione (45 x 47 cm), già ritenuta il bozzetto per l’opera finita (De Martini 1978, p. 57 n. 13) – nella quale, come nella nostra, si notano rispetto ad essa minime varianti nel gruppo centrale; la più evidente delle quali nell’assenza del personaggio che spunta dalla colonna – potrebbe far pensare in alternativa ad un “ricordo” in piccolo ad uso del collezionismo privato. La composizione, evidentemente assai fortunata, venne riproposta nuovamente dal napoletano in una grande tela custodita al Palazzo Comunale di Clusone (Noris 1987, p. 170 n. 24, p. 195 fig. 5). Il dipinto qui esposto, come la versione in grande, evidenzia l’energica radice giordanesca del linguaggio di Malinconico che sembra rispolverare, come in altre prove coeve – Banchetto di Erode (A taste 1987, n. 9); Figliol prodigo (Luca Giordano 1966, n. 6); cfr: Scavizzi, in Ferrari, Scavizzi 1992, I, p. 236 nota 39 – gli schemi compositivi proposti dal maestro nelle opere degli anni Sessanta. Al suo insegnamento rimandano inmediatamente i vistosi effetti di luce e il chiaroscuro teatrale, la pennellata larga e sfrangiata e la ricchezza degli impasti accesi di matrice veneta. Nei quadroni bergamaschi, tuttavia, smorzando lo slancio barocco delle opere giovanili, il pittore dimostra di ispirarsi più direttamente alla cortonesca classicità degli affreschi (1682-1685) di Giordano in Palazzo Medici Riccardi a Firenze. Pur servendosi delle idee del maestro – come nella scena con Giosuè ferma il sole, cui si collega il modello a Brera (Maderna, in Pinacoteca di Brera 1992, pp. 287-292), letteralmente plasmata su un suo bozzetto (Bologna 1986, p. 45, p.
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40 fig. 6) – Malinconico esprime soluzioni originali segnalandosi come uno degli allievi più autonomi dell’affollata bottega di Luca Giordano. La sua personale interpretazione, cui saldò nel tempo una fitta trama di suggestioni (Francesco Solimena in primis), riscosse grande successo in patria: dopo il rientro da Bergamo, fu coinvolto infatti per oltre tre decenni in un’ininterrotta sequenza di importanti commissioni per le chiese di Napoli – ciclo di tele in Santa Maria Donnalbina (1696-1697), affreschi e dipinti in Santa Maria Nuova (1699-1703), la decorazione della sagrestia dei Santi Apostoli (1725-1726) – e di numerose città campane e pugliesi, tra cui Gallipoli, dove, prossimo alla morte, s’impegnò a realizzare, con il fare spedito del maestro, ben cinquantanove tele per la cattedrale (terminate dal figlio Carlo).
Pietro Di Natale
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IGNAZ STERN, llamado IGNAZIO STELLA (Mauerkirchen Passau, 1679 – Roma, 1748)
Il riposo di Diana [El descanso de Diana] Minerva con la Pittura, la Scultura e l’Architettura [Minerva con las musas de la pintura, la escultura y la arquitectura] óleo sobre tabla, 69 x 89 cm (c/u)
Bibliografía: Sgarbi, Di Natale, en Belle di Notte 2008, pp. 125-126; Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 192-197. Las espléndidas pinturas de Ignazio Stern, que en su origen estaban destinadas, en un número no inferior a cuatro, a adornar las sobrepuertas de un amplio portego, pudieron formar parte de una serie dedicada a las divinidades del olimpo. La primera representa a Diana, hija de Zeus y Latona, quien después de una batida de caza se concede una cabezada al lado de la fuente donde acababa de refrescarse. La acompañan un ángel músico, una ninfa dormida y el pequeño Amor que lleva de la traílla a los canes y el ciervo, sus atributos habituales junto con la media luna en el cielo. En la segunda pintura está representada Minerva, protectora de las ciencias y de las artes, y las personificaciones femeninas de la pintura, de la escultura y de la arquitectura, que un angelillo va a coronar con laureles. Tenaz adversaria de los vicios, la diosa patea a un hombre que, en razón de las monedas que tiene a su lado, podría representar la avaricia; más atrás la figura recostada que parece un dios fluvial es quizá la Acidia. A finales del Ottocento una Minerva de Stern figuraba, junto a otras cinco pinturas suyas, en la prestigiosa galería de cuadros del Palazzo Albicini en Forlì (Calzini, Mezzatinti 1893, pp. 27-28). Allí se conservan todavía siete sobrepuertas con temas de la Eneida de Virgilio que el marqués Albicini comisionó al pintor en 1716, al poco de su regreso a la ciudad desde su primera estancia en Roma (170013). El artista bávaro —cuyo vasto catálogo, en continuo crecimiento, han indagado en profundidad Kova (1986) y Marenghi (2004, 2007); para una última actualización: Petrucci 2012, pp. 2-11— había llegado a Italia veinte años antes (hacia 1695) para asistir al taller forlivense de Carlo Cignani, del cual derivó su interés por Correggio y por el clasicismo boloñés, de Guido Reni a Marcantonio Franceschini. A estos componentes, nunca desatendidos a lo largo de su prolífica carrera, aportó exquisitas finezas formales y cromáticas inspiradas en el rococó de Benedetto Luti, Francesco Trevisani y Michele Rocca, intérpretes en Roma de un sentido estilístico alternativo al marattesco y coincidente con el gusto francés. Esta personal síntesis pictórica, que no sufrió cambios significativos en el curso de los años, se aprecia de lleno en las pinturas que examinamos, las cuales se hallan entre sus mejores obras de tema mitológico, datables en torno a la mitad de la tercera década del settecento. La trama luminosa que se establece con articulados pasajes de claroscuro destaca el equilibrio de las composiciones, resueltas por medio de esquemas piramidales. Caracterizadas por sus inconfundibles fisonomías “forasteras”, las figuras de siluetas elegantes y sinuosas manifiestan gestualidades melindrosas y sentimientos lánguidos. Peculiar del refinado estilo de Stern es también la atmósfera algodonosa que se obtiene a través de delicados empastes de tonos fríos y pastel a los que la glacial luz difusa otorga aspecto lúcido y esmaltado. Acentos nórdicos, derivados de su primera educación en Baviera, se captan también en el general efecto de nitidez y transparencia y en la descripción analítica de los detalles, representados a punta de pincel. Análogos rasgos estilísticos, presentes ya en las cuatro grandes pinturas ovales con Episodi della Vita di sant’Onofrio (1718-19) para Lugo di Romagna, marcan también algunas de sus obras maestras de madurez, como las cuatro telas de Le stagioni (1723) pintadas para los nobles Arisi
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de Piacenza. Poco depués, en 1724, en el periodo de más éxito de su actividad en la Romaña y en el ducado de Parma y Piacenza — allá se admiran todavía sus mejores obras de altar, como las de las iglesias de Paradigna y de Zibello, en la zona de Parma— el pintor austriaco decidió trasladarse definitivamente a Roma, donde por más de una década realizó principalmente pinturas “de estancia” destinadas al floreciente mercado privado. En este tipo de producción caben gran parte de las otras doce obras, algunas inéditas, de Ignazio Stern en la colección Sgarbi. Entre ellas, en esta sede, conviene recordar al menos la gran tela horizontal con el Trionfo di Venere (Amor vincit omnia) (rep. en Sestieri 2004, p. 25, p. 143, tav. CXI), donde interpreta en clave rococó el célebre prototipo de Cignani en el Palazzo del Giardino de Parma, la fresca y brillante versión “de salón” sobre cobre del mismo tema y la Natività di Gesú con luz nocturna, firmada y datada en 1728, proveniente de la colección Michael Winch en Boughton Monchelsea. En cambio pertenece a la tipología de altar la gran tela, firmada y datada en 1727, con Giovanni Nepomuceno (Dorotheum, Vienna, 13 de octubre de 2010, n. 491), santo bohemio, muy estimado en las comunidades alemanas y flamencas de Roma (donde fue canonizado en 1729), que Stern volvió a representar en otras ocasiones (pintura de altar en el Palazzo Barberini, proveniente de la iglesia del Cementerio Alemán; aquella otra, destruida, para Sant’Elisabetta dei Fornai tedeschi en Roma, y también la versión, muy semejante a la nuestra, que salió a subasta Sotheby’s en Milán el 1 de junio de 2004, n. 45). Pietro Di Natale Ignazio Stern, Natività di Gesù, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
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IGNAZ STERN, detto IGNAZIO STELLA (Mauerkirchen Passau, 1679 – Roma, 1748)
Il riposo di Diana Minerva con la Pittura, la Scultura e l’Architettura Entrambi olio su tavola, 69 x 89 cm
Bibliografia: Sgarbi, Di Natale, in Belle di Notte 2008, pp. 125-126; Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 192-197. Gli splendidi dipinti di Ignazio Stern, certo nati come sovrapporta in numero non inferiore a quattro per un ampio “portego”, potrebbero far parte di una serie dedicata alle divinità dell’olimpo. Il primo raffigura Diana, figlia di Zeus e Latona, che dopo una battuta di caccia si concede un pisolino nei pressi della fontana dove si è appena ristorata. Le fanno compagnia un angelo musicante, una ninfa assopita e il piccolo Amore che tiene al guinzaglio i cani e il cervo, suoi attributi consueti assieme alla mezza luna nel cielo. Nel secondo è rappresentata Minerva, protettrice delle scienze e delle arti, e le personificazioni femminili della Pittura, della Scultura e dell’Architettura, che un angioletto sta per incoronare d’alloro. Tenace avversaria dei vizi, la dea calpesta un uomo che, in ragione delle monete che ha accanto, potrebbe rappresentare l’Avarizia; più indietro, la figura sdraiata che somiglia a un dio fluviale è forse l’Accidia. Alla fine dell’Ottocento una Minerva di Stern figurava, assieme ad altri suoi cinque dipinti, nella prestigiosa quadreria di Palazzo Albicini a Forlì (Calzini, Mezzatinti 1893, pp. 27-28). Lì sono ancora custoditi sette sovrapporta con temi dell’Eneide di Virgilio che il marchese Andrea Albicini commissionò al pittore nel 1716, poco dopo il suo rientro in città dal primo soggiorno romano (1700/13). L’artista bavarse – il cui vasto catalogo, in continua crescita, è stato indagato approfonditamente da Kova (1986) e Marenghi (2004, 2007); per un ultimo aggiornamento: Petrucci 2012, pp. 2-11 – era giunto in Italia vent’anni prima (1695 circa) per frequentare la bottega forlivese di Carlo Cignani, da cui derivò l’interesse per Correggio e per il classicismo bolognese, da Guido Reni a Marcantonio Franceschini. A queste componenti, mai disattese lungo la sua prolifica carriera, saldò squisite raffinatezze formali e cromatiche ispirate al rococò di Benedetto Luti, Francesco Trevisani e Michele Rocca, interpreti a Roma di un indirizzo stilistico alternativo a quello marattesco e collimante con il gusto francese. Questa personale sintesi pittorica, che non subì svolte significative nel corso degli anni, si apprezza appieno nei dipinti in esame, tra le sue migliori prove di soggetto mitologico, collocabili attorno alla metà del terzo decennio del Settecento. La trama luministica giocata su articolati passaggi chiaroscurali esalta l’equilibrio delle composizioni, risolte attraverso schemi piramidali. Distinte dalle inconfondibili fisionomie “forestiere”, le figure dai ritagli eleganti e sinuosi ostentano gestualità leziose e sentimenti languidi. Peculiare del raffinato eloquio di Stern è poi l’atmosfera ovattata ottenuta attraverso la stesura di morbidi impasti dai toni freddi e pastello che l’algida luce diffusa rende d’aspetto lucido e smaltato. Accenti nordici, derivanti dalla prima educazione in Baviera, si colgono ancora nel generale effetto di nitore e limpidezza e nella descrizione analitica dei dettagli, restituiti in punta di pennello. Analoghe scelte stilistiche, già proposte nei quattro grandi ovali con Episodi della Vita di sant’Onofrio (1718-19) per Lugo di Romagna, improntano anche alcuni dei suoi capolavori maturi, come le quattro tele con Le stagioni (1723) dipinte per i nobili Arisi di Piacenza. Poco dopo, nel 1724, nel periodo di maggior successo della sua attività in Romagna e nel ducato di Parma e Piacenza – lì si ammirano tuttora le sue migliori prove d’altare, come quelle nelle chiese di Paradigna e di Zibello, nel parmense – il pittore
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austriaco decise si trasferirsi definitivamente a Roma, dove per oltre un ventennio realizzò soprattutto dipinti “da stanza” destinati al fiorente mercato privato. In questo tipo di produzione rientrano gran parte delle altre dodici opere, alcune inedite, di Ignazio Stern in collezione Sgarbi. Tra esse, in questa sede, conviene ricordare almeno la grande tela orizzontale con il Trionfo di Venere (Amor vincit omnia) (rip. in Sestieri 2004, p. 25, p. 143, tav. CXI), nella quale Stern interpreta in chiave rococò il celebre prototipo di Cignani al Palazzo del Giardino di Parma, la fresca e smagliante versione “da salotto” su rame del medesimo soggetto e la Natività di Gesù a lume notturno, firmata e datata 1728, proveniente dalla raccolta Michael Winch a Boughton Monchelsea. Appartiene invece alla tipologia d’altare la grande tela, firmata e datata 1727, con Giovanni Nepomuceno (Dorotheum, Vienna, 13 ottobre 2010, n. 491), santo boemo, assai caro alle comunità tedesche e fiamminghe di Roma (dove fu canonizzato nel 1729), che Stern si trovò a rappresentare in altre occasioni (pala in Palazzo Barberini, proveniente dalla chiesa in Camposanto Teutonico; quella, distrutta, per Sant’Elisabetta dei Fornai tedeschi a Roma, e ancora, la versione, molto simile alla nostra, esitata presso Sotheby’s a Milano il 1 giugno 2004, n. 45). Pietro Di Natale
Ignazio Stern, Trionfo di Venere, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
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GIOVANNI BATTISTA PIAZZETTA (Venecia, 1683 – 1754)
San Giuseppe [San José]
Carboncillo iluminado en blanco sobre dos hojas superpuestas, 710 x 540 mm Bibliografía: Ravà 1921, p. 70; Settecento italiano 1929, p. 26, n. 10; Pallucchini 1934, p. 100; Martini 1964, fig. 117; Giovan Battista Piazzetta 1983, pp. 14, 23, n. 6; Sgarbi 2004, pp. 7, 15; Cesarini, en Le meraviglie 2005, pp. 288-289 n. 132; Cesarini, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 174-177.
La obra, de la que ya había noticia, se expuso junto a otros catorce dibujos de la colección veneciana Alverà, en la fundamental exposición de 1983 en la Fundación Giorgio Cini, dedicada a la actividad gráfica de Giovanni Battista Piazzetta. Hasta entonces tal aspecto era aún el menos conocido del artista, cuyo considerable papel en el panorama pictórico del setecientos se había redescubierto gracias a los estudios de Aldo Ravà (1921) y de Rodolfo Pallucchini (1934, 1942, 1956).
(1921) señalaba la presencia de una pintura del mismo tema en la colección d’Ancona de Milán, de la que no hay fotografía, mientras que la “guía” settecentesca de Rovigo recuerda que Fra Ludovico Bacci comisionó a Piazzetta en 1748 para la iglesia de San Giovanni gerosolimitano un cuadro con San Giuseppe ed il Bambino y otro con Sant’Antonio e il Bambino (Bartoli 1793, p. 74).
Admirado como dibujante también fuera de su ciudad natal, el gran maestro veneciano realizó numerosos dibujos como el que examinamos, no preparatorio para una pintura, sino obra terminada y completa. Tales creaciones tuvieron durante el siglo XVIII un mercado floreciente, ya que también la pintura sobre papel, que se expresa a través del carboncillo o el pastel, empezó a ser considerada digna de ser expuesta en las paredes de las casas de numerosos coleccionistas, protegida por gruesas placas de vidrio de producción veneciana, y por tanto ya no custodiada en los álbumes o en los cabinets de algún raro admirador. En estos espléndidos folios se puede apreciar la extraordinaria habilidad de Piazzetta para comunicar el “carácter” de la figura, en general de medio busto y donde es fundamental la presencia de las manos. Sea un padre que contempla tiernamente a su hijo, como en nuestro caso, o una aldeana, un soldado, un mendigo o un prelado, el maestro veneciano siempre supo captar con gran eficacia la expresión más auténtica e íntima, devolviéndonos de ella el carácter más profundamente humano incluso sin el uso del color. El carboncillo plasma de hecho las fisonomías mediante mórbidos tránsitos de claroscuro, dejando al papel la tarea de sugerir la carnación de las figuras.
Michela Cesarini
El dibujo, como otros que componían la colección Alverà, se ha datado entre 1715 y 1718 y se inscribe, por tanto, entre las primeras muestras de este género por parte de Piazzetta, que por entonces tenía unos treinta y cinco años. Nada se sabe de las vicisitudes anteriores a la adquisición por parte del coleccionista veneciano en los primeros años del siglo XX, pero su estado de conservación homogéneo hace suponer que el grupo de dibujos haya permanecido durante muchos años en el estudio del pintor. Ello justificaría la presencia de dos copias, una en el Museo Correr de Venezia, atribuida a Egidio dall’Oglio (Pignatti 1964, n. 41), y otra aparecida a la venta en Gutekunst y Klipstein de Berna en noviembre de 1952 (n. 48). Respecto a la pintura de tema análogo en la colección Sgarbi expuesta en esta exposición [véase comentario de la obra siguiente], en el dibujo que aquí comentamos Piazzetta indaga de otro modo en la relación entre padre e hijo; si en la primera Jesús desempeña un papel activo volviendo la mirada directa hacia el observador mientras que San José dirige los ojos al cielo, en el dibujo el pintor quiso representar el cariñoso arrobamiento del padre por el muchacho, dulcemente abandonado al sueño, junto con el reconocimiento de su santidad mediante el gesto de plegaria de las manos. Ravà
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GIOVANNI BATTISTA PIAZZETTA (Venezia, 1683 – 1754)
San Giuseppe
Carboncino lumeggiato in bianco su due fogli accostati, 710 x 540 mm Bibliografia: Ravà 1921, p. 70; Settecento italiano 1929, p. 26, n. 10; Pallucchini 1934, p. 100; Martini 1964, fig. 117; Giovan Battista Piazzetta 1983, pp. 14, 23, n. 6; Sgarbi 2004, pp. 7, 15; Cesarini, in Le meraviglie 2005, pp. 288-289 n. 132; Cesarini, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 174-177.
L’opera, notificata, è stata esposta insieme a altri quattordici disegni della collezione veneziana Alverà alla basilare mostra del 1983 alla Fondazione Giorgio Cini, dedicata all’attività grafica di Giovanni Battista Piazzetta. Fino ad allora tale aspetto era ancora il meno conosciuto dell’artista, il cui ruolo considerevole nel panorama pittorico settecentesco era stato riscoperto grazie agli studi di Aldo Ravà (1921) e di Rodolfo Pallucchini (1934, 1942, 1956). Ammirato come disegnatore anche al di fuori della città natale, il grande maestro veneziano eseguì numerosi disegni come quello in esame, non preparatorio per un dipinto ma opera terminata e compiuta. Tali creazioni ebbero nel corso del XVIII secolo un mercato fiorente, poiché anche la pittura su carta, che si esprime attraverso il carboncino o i pastelli, cominciò ad essere considerata degna di essere esposta alle pareti delle dimore veneziane, protetta da grosse lastre di vetro di murano, non più dunque custodita negli album o nei cabinets di qualche raro estimatore. In questi splendidi fogli è possibile apprezzare la straordinaria abilità di Piazzetta nel definire il “carattere” della figura, perlopiù a mezzo busto e di cui è fondamentale l’eloquenza delle mani. Siano un padre che ammira teneramente il figlioletto, come nel nostro caso, o una popolana, un soldato, un mendicante o un prelato, il maestro veneziano ha saputo sempre coglierne con estrema efficacia l’espressione più vera e intima, restituendocene il carattere profondamente umano con intimità e delicatezza. Il carboncino delinea infatti le fisionomie attraverso morbidi passaggi chiaroscurali lasciando alla carta il compito di suggerire l’incarnato. Il disegno, come gli altri che componevano la collezione Alverà, è databile tra il 1715 ed il 1718 e si inscrive dunque nella prima produzione, con questa tecnica, da parte di Piazzetta, che allora aveva circa 35 anni. Non è noto il passaggio preliminare all’acquisto da parte del collezionista veneziano nei primi anni del Novecento, ma lo stato di conservazione omogeneo fa supporre che il gruppo di disegni sia rimasto per molti anni nello studio del pittore nella stessa sede. Si registra l’esistenza di due copie, una presso il Museo Correr di Venezia, attribuita a Egidio dall’Oglio (Pignatti 1964, n. 41), e una apparsa alla vendita Gutekunst e Klipstein di Berna nel novembre del 1952 (n. 48). Rispetto al dipinto di tema analogo in collezione Sgarbi esposto in questa mostra (scheda pp. 178-179), nel foglio qui commentato Piazzetta indaga diversamente il rapporto fra padre e figlio: se nel primo Gesù gioca un ruolo attivo volgendo lo sguardo pungente verso il riguardante e Giuseppe indirizza gli occhi al cielo, nel disegno il pittore ha voluto rappresentare l’amorevole contemplazione del padre verso il figlioletto, dolcemente abbandonato nel sonno, con il riconoscimento della sua divinità nel gesto di preghiera delle mani. Ravà (1921) segnalava la presenza di un dipinto di medesimo soggetto nella collezione d’Ancona di Milano, non riprodotto
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fotograficamente, mentre la ‘guida’ settecentesca di Rovigo ricorda che Fra Ludovico Bacci commissionò a Piazzetta nel 1748 per la chiesa di San Giovanni gerosolimitano un quadro con San Giuseppe ed il Bambino ed un altro con Sant’Antonio e il Bambino (Bartoli 1793, p. 74). Michela Cesarini
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GIOVANNI BATTISTA PIAZZETTA (Venecia, 1683 – 1754) / (Venezia, 1683 – 1754)
San Giuseppe [San José]
óleo sobre tabla, 58 x 43 cm / olio su tavola, 58 x 43 cm Bibliografía: Sgarbi 2004, pp. 4-16; Cesarini, en Le meraviglie 2005, pp. 290-291 n. 133; Cesarini, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 178-181. Bibliografia: Sgarbi 2004, pp. 4-16; Cesarini, in Le meraviglie 2005, pp. 290-291 n. 133; Cesarini, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 178-181. Custodiada desde siempre en un edificio particular de Guastalla (Casa Ghisolfi), la obra fue publicada por primera vez por Vittorio Sgarbi en 2004, como original de Giovanni Battista Piazzetta. Después de la transferencia de propiedad a la actual colección y la oportuna restauración (Mingardi), la pintura ha sido objeto de una exposición en el Museo della Città de Guastalla, donde se expusieron también el dibujo de tema análogo de la colección Sgarbi, aquí expuesto [véase comentario de la obra anterior] y una copia de la pintura realizada a propósito por Lino Frongia.
Da sempre custodito in un palazzo privato di Guastalla (Casa Ghisolfi), il dipinto è stato pubblicato per la prima volta da Vittorio Sgarbi nel 2004, come autografo di Giovanni Battista Piazzetta. Dopo il passaggio di proprietà nell’attuale collezione e il provvidenziale restauro (Mingardi), è stato oggetto di una mostra presso il Museo della Città di Guastalla, dove sono stati esposti anche il disegno di medesimo soggetto in raccolta Sgarbi, qui esposto (scheda pp. 176-177), e una copia del dipinto eseguita appositamente da Lino Frongia.
En la Národní Galerie de Praga se conserva otra versión del tema —de dimensiones ligeramente mayores y de formato oval— que se diferencia de la que examinamos por la distinta posición de la mano de san José y por la técnica de ejecución sobre tela en vez de sobre tabla. Lo insólito en la pintura del XVIII del uso de tal soporte, sobre el que ni siquiera se extendió la imprimación, nos lleva a suponer que la pintura Sgarbi sea la primera versión del tema, una especie de “invención” fijada con los colores al óleo en vez de con el dibujo.
Presso la Národní Galerie di Praga si conserva un’altra versione del tema – di dimensioni leggermente più ampie e di formato ovale – che si differenzia da quella in esame per la diversa posizione della mano di Giuseppe e per la tecnica di esecuzione, su tela anziché su tavola. Piuttosto insolito nella pittura del XVIII secolo, l’utilizzo di tale supporto, su cui non è stata stesa neanche la preparazione, porta a supporre che il dipinto Sgarbi sia la prima redazione del soggetto, una sorta di “invenzione” fissata con i colori a olio anziché col disegno.
Se han localizado además algunas réplicas del cuadro. Inicialmente atribuido al joven Tiépolo (Morassi 1962) y posteriormente a Piazzetta, el cuadro que antes estaba en la colección Mancinelli y ahora Rasini de Milán ha sido suprimido del catálogo del autor por Pallucchini, quien lo ha atribuido a la discípula de Piazzetta, Giulia Lama. Las otras dos están documentadas solamente a través de fotografías, una presente en la fototeca Fiocco de la Fundación Cini de Venecia, y la otra tanto en la Fototeca Zeri de Bolonia (inv. n. 127320) como en la de Morassi del Instituto de Historia del Arte de la Universidad de Venecia, ambas antes propiedad de Gentili di Giuseppe en París.
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Sono state rintracciate inoltre alcune repliche del quadro. Inizialmente attribuito al giovane Tiepolo (Morassi 1962) e successivamente a Piazzetta, il quadro già in collezione Mancinelli ed ora Rasini di Milano è stato espunto dal suo catalogo da Pallucchini, che l’ha riferito all’allieva di Piazzetta, Giulia Lama. Le altre due sono documentate solamente da fotografie, presenti una nella fototeca Fiocco della Fondazione Cini di Venezia, e l’altra sia nella Fototeca Zeri di Bologna (inv. n. 127320) sia in quella Morassi dell’Istituto di Storia dell’Arte dell’Università di Venezia, entrambe già in proprietà Gentili di Giuseppe a Parigi.
La indiscutible autoría de Giovanni Battista Piazzetta en la obra que examinamos está certificada por la pintura vibrante, empastada de luz en la piel del pequeño Jesús, cálida y sombría en la oscura del padre, en un juego de claroscuros que representan la suavidad de la piel del rollizo niño, la aspereza de la barba del anciano san José, la sutileza de los tejidos, en el sencillo y eficaz contraste cromático. Particularmente estudiadas están las miradas, penetrante y directa la de Jesús, devota y vuelta al cielo la del padre, reflejada con un brillo de color blanco. El rostro del santo es una “cabeza de carácter” similar, en la fisonomía y en la posición de la cabeza en escorzo hacia arriba, al San Francesco di Paola de la Accademia dei Concordi de Rovigo (Legato Silvestri), datado en 1730. Como ha revelado Ruggeri (1972, pp. 85, 92), Piazzetta presenta el mismo tipo iconográfico en el san Cristóbal de la pintura anteriormente en la colección Brass y ahora en América, en el Abraham del Sacrificio di Isacco de la National Gallery de Londres, en el san Pedro de la tela de una colección particular veneciana y también en el san Luis Gonzaga de la Pala dell’Angelo Custode en San Vidal de Venecia. Realizada entre 1725 y 1730, esta última sería la primera versión conocida de la figura.
L’indiscutibile autografia di Giovanni Battista Piazzetta per l’opera in esame è attestata dalla pittura vibrante, impastata di luce negli incarnati del piccolo Gesù, calda e uniforme nella figura del padre, in un gioco di chiaroscuri che rendono la morbidezza delle carni del paffuto bambino, la soffice barba dell’anziano Giuseppe, lo spessore dei tessuti, i semplici ed efficaci contrasti cromatici. Studiati sono gli sguardi, penetrante e diretto quello di Gesù, devoto e volto al cielo quello del padre, in un guizzo di colore bianco. Il volto del santo è una “testa di carattere” molto simile, nella fisionomia e nella posizione della testa in scorcio verso l’alto, al San Francesco di Paola dell’Accademia dei Concordi di Rovigo (Legato Silvestri), datato al 1730. Come ha rilevato Ruggeri (1972, pp. 85, 92), Piazzetta presenta il medesimo tipo iconografico nel san Cristoforo del dipinto già in collezione Brass ed ora in America, nell’Abramo del Sacrificio di Isacco della National Gallery di Londra, nel san Pietro della tela di una collezione privata veneziana e ancora nel san Luigi Gonzaga della Pala dell’Angelo Custode in San Vidal di Venezia. Eseguita tra il 1725 ed il 1730, in quest’ultima sarebbe il primo esemplare noto della figura.
Michela Cesarini
Michela Cesarini
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FILIPPO COMERIO
(Locate Varesino, Como, 1747 – Milán, 1827)
Allegoria dell’Acqua [Alegoría del agua] Allegoria del Fuoco [Alegoría del fuego] óleo sobre tabla, 40,5 x 66,8 cm (c/u)
Bibliografía: Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 198-203.
Las pinturas, en el formato horizontal típico de las sobrepuertas, formaban parte quizá de una serie más amplia dedicada a los cuatro elementos. Representan las alegorías del agua y del fuego. La primera está encarnada por una muchacha, probablemente Galatea, sentada a la orilla de un río con la mirada hacia los tritones que se alborotan al lado; un angelillo con alas de libélula, mientras tanto, sostiene el amplio velo revolero. La segunda alegoría está simbolizada por Vulcano, de espaldas, ocupado en mostrar a su esposa Venus —con la guirnalda de rosas, su atributo tradicional— una superficie brillante recién forjada, que se puede identificar con un espejo lleno de cintas; más atrás los colaboradores se afanan entre las llamas y el humo de la fragua. Marcadas por su elegancia, las pinturas —provenientes de la colección del pintor Fabrizio Clerici (1913-1993)— son preciosos, a la vez que raros, ejemplos en el campo de la pintura “de caballete” de Filippo Comerio, personalidad que destaca entre las más autónomas y geniales en el contexto del arte italiano a caballo entre los siglos XVIII y XIX (para su perfil: Mangili 1978, 1982, 1998). Después de su formación con Vittorio Bigari en la Accademia Clementina de Bolonia en los años de la afirmación de la nueva pintura de los hermanos Gandolfi, Comerio se dirigió a Roma (1773), donde tuvo ocasión de estudiar el arte antiguo, el Cinquecento y los aspectos más modernos de la investigación neoclásica, sin descuidar tampoco los fermentos prerrománticos introducidos por los seguidores de Füssli. Volviendo a subir hacia el Norte se paró en Faenza, donde en 1777 le encargaron dos grandes telas para la iglesia del hospital de Fatebenefratelli y una pareja de ovales para una capilla del Duomo. Allí conoció a su futura esposa, hija de Paolo Benini, primer pintor y director de la célebre fábrica de loza del conde Ferniani, quien lo encaminó hacia la decoración de cerámica, práctica en la que desarrolló un “estilo figurativo de intensidad expresiva muy singular” (Mangili 1982, p. 546). Sin abandonar la pintura tradicional, ejerció con éxito la ceramografía hasta 1781, cuando volvió a su tierra natal: a partir de ese momento se dedicó a la decoración de villas, palacios e iglesias, dispersos sobre todo en la zona de Bérgamo. Las Allegorie Sgarbi se confrontan con algunas escenas pintadas “a bajo fuego” sobre los esmaltes lechosos de las vajillas de lujo: significativo, por ejemplo, es el cotejo con aquellas (Donna e titani; Due donne e un vecchio) impresas en un bello vaso decorativo en el Museo delle Ceramiche de Faenza (Mangili 1978, p. 151 n. 274-275), donde, aparte del ritmo horizontal de la secuencia, son análogas las figuras de líneas alargadas de gusto manierista, algunas completamente de perfil, otras en torsión (hay que destacar el desnudo masculino de espaldas, que está también en el Vulcano). Entre los espiritados esbozos de figuras que recuerdan a Callot y Della Bella trazados a punta de pincel sobre los esmaltes, se identifican también modelos semejantes a los de Venus —como la mujer que está en el centro de la Baccanale e Combattimento di eroti en el vaso decorativo de la Colección Ferniani (Mangili 1978, p. 105 n. 172)— y de Galatea; esta última en particular sentada de perfil sobre una roca, es uno de los más recurrentes, propuesto con frecuencia en pinturas (Bérgamo, Palazzo Gavazzeni) y decoraciones (Bérgamo, Palazzo Terzi di
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Sant’Agata). otros motivos característicos de su repertorio son los refinados peinados femeninos, la atmósfera fría y enrarecida de las ambientaciones naturalistas y la abstracción lineal de los ropajes, muy evidente en la cinta revolera de Galatea (motivo que volvemos a encontrar, por ejemplo, en la figura del sombrero con plumas pintada en la cafetera de la colección Ferniani; cfr. Mangili 1978, p. 30 fig. 41). El excelente estado de conservación permite apreciar la finísima factura de las obras, que hay que situar, tal vez, hacia finales de la octava década del siglo XVIII, cuando el arte del lombardo alcanza la cima expresiva tanto en el plano formal como en el de los contenidos. Las raíces boloñesas de su figuración, “a menudo expresionistamente cargada” y “siempre marcada por estilemas que audazmente tienden a la abstracción” (Mangili 1982, p. 548), se aprecian tanto en el cromatismo suntuoso, que remite a los Gandolfi, como en la tipología de las figuras, de elegancia parmigianinesca — derivada de Bigari— las femeninas, de gusto neocarracceso los atléticos desnudos masculinos. Sin embargo, como ha advertido agudamente Mangili, de las últimas manifestaciones del barroco boloñés, Comerio filtra “perspicazmente sus potencialidades expresionistas latentes que, asociadas al pujante dictado del lenguaje neoclásico, conducían al prerromanticismo y a las poéticas de lo ‘sublime’, por diferente vía que la nórdica pero en afinidad de acepción” (1982, p. 548). Pietro Di Natale
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FILIPPO COMERIO
(Locate Varesino, Como, 1747 – Milano, 1827)
Allegoria dell’Acqua Allegoria del Fuoco
Entrambi olio su tavola, 40,5 x 66,8 cm Bibliografia: Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 198-203.
I dipinti, di incerta destinazione, facevano forse parte di una serie più ampia dedicata ai Quattro Elementi. Rappresentano le Allegorie dell’Acqua e del Fuoco. La prima è incarnata da una fanciulla, probabilmente Galatea, seduta in riva al fiume con lo sguardo rivolto ai tritoni che le si agitano accanto; un putto con ali da libellula nel frattempo ne trattiene l’ampio velo svolazzante. La seconda è simboleggiata da Vulcano, di spalle, impegnato a mostrare alla sposa Venere – con la ghirlanda di rose, suo attributo tradizionale – una superficie levigata appena forgiata, che si può identificare in uno specchio munito di nastri; più indietro i collaboratori s’affaccendano tra le fiamme e i fumi della fucina. Elegantemente siglati, i dipinti – provenienti dalla collezione del pittore Fabrizio Clerici (1913-1993) – sono preziosi, nonché rari, esempi nel campo della pittura “da cavalletto” di Filippo Comerio, personalità tra le più autonome e geniali nel contesto dell’arte italiana a cavallo tra Sette e Ottocento (per il suo profilo: Mangili 1978, 1982, 1998). Dopo la formazione con Vittorio Bigari all’Accademia Clementina di Bologna negli anni dell’affermazione della nuova pittura dei fratelli Gandolfi, Comerio si recò a Roma (1773) dove ebbe occasione di studiare l’antico, il Cinquecento e i risvolti più attuali della ricerca neoclassica, non trascurando nemmeno i fermenti preromantici introdotti dai seguaci di Füssli. Risalendo verso Nord si fermò a Faenza dove nel 1777 gli furono commissionate due grandi tele per la chiesa dell’ospedale del Fatebenefratelli e la coppia di ovali per una cappella del Duomo. Lì conobbe la sua futura sposa, figlia di Paolo Benini, primo pittore e direttore della rinomata fabbrica di maioliche del conte Ferniani, che lo avviò alla decorazione delle ceramiche, pratica in cui sviluppò un “discorso figurativo di intensità espressiva molto rara” (Mangili 1982, p. 546). Senza abbandonare la pittura tradizionale, esercitò con successo la ceramografia sino al 1781 quando fece ritorno in terra natia: da quel momento si dedicò alla decorazione di ville, palazzi e chiese, dislocate soprattutto nel Bergamasco. Le Allegorie Sgarbi si confrontano bene con alcune scene dipinte “a piccolo fuoco” sugli smalti lattei delle stoviglie da pompa: significativo, ad esempio, è l’accostamento con quelle (Donna e titani; Due donne e un vecchio) impresse su un bel vaso da parata al Museo delle Ceramiche di Faenza (Mangili 1978, p. 151 n. 274-275), dove, oltre al ritmo orizzontale dell’impaginazione, sono analoghe le figure dai ritagli allungati di gusto manierista, alcune perfettamente di profilo, altre colte in torsioni (da notare il nudo maschile di spalle, che torna nel Vucano). Tra le spiritate macchiette memori di Callot e Della Bella tratteggiate in punta di pennello sugli smalti s’individuano poi modelli simili a quelli di Venere – come la donna al centro del Baccanale e Combattimento di eroti sul vaso da parata in Raccolta Ferniani (Mangili 1978, p. 105 n. 172) – e di Galatea; quest’ultima in particolare, seduta di profilo su un masso, è uno dei più ricorrenti, proposto di frequente in dipinti (Bergamo, Palazzo Gavazzeni) e decorazioni (Bergamo, Palazzo Terzi di Sant’Agata). Utili confronti consentono anche gli affreschi delle stanze superiori del castello di Rivalta. Altri motivi caratteristici del repertorio di Comerio sono le raffinate acconciature femminili, l’atmosfera algida e rarefatta delle ambientazioni naturalistiche e l’astrazione
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lineare dei panneggi, così evidente nel nastro svolazzante di Galatea (motivo che ritroviamo, ad esempio, nella figura dal copricapo piumato dipinta sulla caffettiera in raccolta Ferniani; cfr. Mangili 1978, p. 30 fig. 41). L’ottimo stato di conservazione consente di apprezzare la finissima fattura delle opere, da collocare forse verso la fine dell’ottavo decennio del Settecento, quando l’arte del lombardo tocca i vertici espressivi sia sul piano formale che su quello dei contenuti. Le radici bolognesi della sua figurazione, “spesso espressionisticamente caricata” e “sempre siglata da stilemi audacemente astrattizzanti” (Mangili 1982, p. 548), si colgono qui sia nella cromia sontuosa, che rinvia ai Gandolfi, sia nelle tipologie delle figure, d’eleganza parmigianinesca – derivata da Bigari – quelle femminili, di gusto neocarracceso gli atletici nudi maschili. Tuttavia, come ha acutamente notato Mangili, dalle estreme manifestazioni del barocco bolognese, Comerio filtra “perspicacemente quelle potenzialità espressionistiche latenti che, associate all’incalzante dettato linguistico neoclassico, conducevano al preromanticismo e alle poetiche del “sublime”, per via diversa dalla nordica ma in affinità di accezione” (1982, p. 548). Pietro Di Natale
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ANTONIO CAVALLUCCI (Sermoneta, Latina, 1752 – Roma, 1795)
Maddalena penitente [Magdalena penitente]
óleo sobre lienzo, 75,5 x 62 cm Inscripciones: en el reverso “Antonio Cavallucci pinxit ann [...] 1787” Bibliografía: Di Natale, en Il Giardino Segreto 2013, pp. 182-185.
De esta pintura de Antonio Cavallucci, que se encuentra entre los principales pintores de los últimos años del Settecento romano, existe un modelo (de 32 x 29 cm) —que lleva en el reverso una antigua inscripción que certifica un traspaso de propiedad por donación en 1790— en la colección de los herederos del músico catanés Francesco Paolo Frontini (1860-1939). En una breve nota, Ludovico Magugliani apreciaba su ejecución “con capas de color ligerísimas, casi impalpables, con muchísima gracia y con un primor que llega casi a lo remilgado, aunque sin caer nunca en ello”. Peculiaridades análogas, constantes en la pintura de Cavallucci, avalan como original también el cuadro aquí expuesto —firmado y datado en 1787 en el reverso— destinado ciertamente a la devoción privada (una versión idéntica del tema que, a juzgar por su fotografía, podría ser original se vendió en el mercado londinese en 2007; Sotheby’s, 24 de abril, n. 505). Como observaba Röettgen en el artículo que marca el redescubrimiento del artista (1978, p. 193), Cavallucci, que trabajó en Roma durante el pontificado de Pio VI, del que fue uno de sus artistas predilectos, se sitúa histórica y estilísticamente “entre la primera fase del Neoclassicismo romano y el clasicismo normativo de Canova y Camuccini”. Animado por el duque de Sermoneta, Francesco Caetani, que se dio cuenta de su precoz talento, Antonio se dirige a la Urbe en 1765, estudiando primeramente con Stefano Pozzi y luego con Gaetano Lapis, aunque las fuentes documentales lo recuerdan también como habituè de los ateliers de Pompeo Batoni y de Anton Raphael Mengs. Frecuenta luego la Accademia di San Luca, donde ganó en 1771 el primer premio en la clase de pintura con un dibujo que el propio Mengs, por entonces Príncipe [director], juzga obra de un “jovencillo muy prometedor”. Entre 1776 y 1780 realiza la decoración de la planta noble de la residencia de su protector Caetani en la vía delle Botteghe oscure, y se distingue inmediatamente como uno de los más valiosos exponentes de la corriente neoclásica. A continuación del éxito de tal empresa le encargan cuatro sobrepuertas para la capilla dei Beneficiati en San Pedro (1784). Después de un viaje por Florencia, Parma, Venecia y Bolonia (1787), durante el que le impresionaron la pintura véneta y parmesana, y en especial Correggio, Cavallucci regresa a la Urbe donde, hasta su prematura desaparición, realiza numerosos encargos religiosos para las iglesias romanas y para las de otras ciudades, al disfrutar de la protección de numerosos prelados. Copiada de modelos del clasicismo emiliano, la Maddalena que aquí se expone revela la típica expresión lánguida y melosa de sus figuras “subrayada por un colorido terso y brillante rico de matices en los contornos, elaborado con una maestría técnica que da a las superficies el carácter de esmalte” (Röttgen 1978, p. 4). El comedido estilo de Cavallucci, convencido difusor de la estética winkelmaniana por la “noble sencillez y la sosegada grandiosidad”, se advierte en la exposición clásica de la figura iluminada por la luz fría y siluetada sobre un fondo completamente mental, que atraviesan alargadas púas en alusión a la corona de espinas y, por tanto, a la pasión de Cristo. Humilde, devota y muy decorosa, la mujer que a las vanidades del mundo prefirió los senderos penitenciales y contemplativos del amor puro hacia Dios, se convierte aquí gracias a la asimilación de
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su sacrificio en la “Sponsa Christi”, modelo de vida interior que el fiel debía tomar como ejemplo para protegerse de la fragilidad de la existencia. En la colección Sgarbi se custodian otras tres obras de Cavallucci avaladas por la perfección técnica y la delicadeza del color exhibidas en la Maddalena aquí expuesta. Se trata de la deliciosa Madonna del Rosario, boceto para la pintura de altar (perdida) que recuerda De Rossi (1796, pp. 34-35) en la Catedral de Sansepolcro —de la que existe una réplica “simplificada” en el Ritiro della Presentazione di Maria dei Padri Passionisti del Monte Argentario; en el Louvre (Loire 2008, p. 56) se conserva un segundo modelo (50 x 30) o quizá una “réplica en pequeño de los grandes cuadros que estaba haciendo” costumbre que atestigua el biógrafo (De Rossi 1796, p. 46)— y dos pequeñas telas con forma de luneto con Episodi della vita di San Giuseppe Calasanzio, una de ellas (San Giuseppe Calasanzio mostra un quadro della Vergine ai fanciulli) desarrollada en grandes dimensiones en la pintura terminada en torno a 1790 (Röettgen 1979, p. 2) para la capilla del hospital de Santo Spirito de Sassia en Roma (aún hoy en el complejo). Pietro Di Natale
Antonio Cavallucci, San Giuseppe Calasanzio mostra un quadro della Vergine ai fanciulli, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
Antonio Cavallucci, San Giuseppe Calasanzio invita i fanciulli ad onorare l’immagine della Vergine, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
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ANTONIO CAVALLUCCI (Sermoneta, Latina, 1752 – Roma, 1795)
Maddalena penitente
olio su tela, 75,5 x 62 cm Iscrizioni: sul retro “Antonio Cavallucci pinxit ann [...] 1787 ” Bibliografia: Di Natale, in Il Giardino Segreto 2013, pp. 182-185.
Di questo dipinto di Antonio Cavallucci, tra i principali pittori dell’ultimo Settecento romano, esiste il modello (32 x 29 cm) – recante sul retro un’antica iscrizione che ne attesta un passaggio di proprietà per donazione nel 1790 – nella collezione degli eredi del musicista catanese Francesco Paolo Frontini (1860-1939). In una breve nota, Ludovico Magugliani ne apprezzava la stesura “a paste cromatiche leggerissime, pressochè impalpabili, con grandissima grazia e con una leggiadria che va, quasi, nel lezioso pur senza cadervi”. Peculiarità analoghe, costanti nella pittura di Cavallucci, qualificano anche il quadro finito qui esposto – firmato e datato 1787 sul retro – destinato certamente alla devozione privata (un’identica redazione del soggetto, che, a giudicare dalla fotografia, potrebbe essere autografa è esitata sul mercato londinese nel 2007; Sotheby’s, 24 aprile, n. 505). Come osservava Röettgen nell’articolo che segna la riscoperta dell’artista (1978, p. 193), Cavallucci, attivo a Roma durante il pontificato di Pio VI, di cui fu uno degli artisti prediletti, si pone storicamente e stilisticamente “fra la prima fase del Neoclassicismo romano e il classicismo normativo di Canova e Camuccini”. Incoraggiato dal duca di Sermoneta, Francesco Caetani, che ne comprende il precoce talento, Antonio si reca nell’Urbe nel 1765, studiando dapprima con Stefano Pozzi e poi con Gaetano Lapis, anche se le fonti lo ricordano anche habituè degli atéliers di Pompeo Batoni e di Anton Raphael Mengs. Frequenta poi l’Accademia di San Luca, dove vince nel 1771 il primo premio nella classe di pittura con un disegno che lo stesso Mengs, allora Principe, giudica opera di un “giovinetto di molta speranza”. Tra il 1776 e il 1780 esegue la decorazione del piano nobile dell’appartamento del suo protettore Caetani in via delle Botteghe oscure, distinguendosi immediatamente come uno dei più validi esponenti della corrente neoclassica. In seguito al successo di tale impresa gli vengono ordinate quattro sovrapporta per la cappella dei Beneficiati in San Pietro (1784). Dopo un viaggio tra Firenze, Parma, Venezia e Bologna (1787), durante il quale rimane impressionato dalla pittura veneta e parmense, e in particolare dal Correggio, Cavallucci rientra nell’Urbe dove, sino alla prematura scomparsa, licenzia numerose commissioni religiose per le chiese romane e per quelle di altre città, godendo della protezione di potenti prelati.
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Esemplata sui modelli del classicismo emiliano, la Maddalena qui esposta rivela la tipica espressione languida e sdolcinata delle sue figure “sottolineata da un colorito liscio e brillante ricco di sfumature nei contorni, reso con una maestria tecnica che dà alle superfici il carattere di smalto” (Röttgen 1978, p. 4). Il misurato eloquio di Cavallucci, convinto estensore dell’estetica winkelmanniana dalla “nobile semplicità e pacata grandiosità”, si coglie nella classica evidenza della figura, illuminata dalla luce fredda e stagliata davanti a un fondo, tutto mentale, percorso da lunghi steli con aculei che alludono alla corona di spine e, dunque, alla Passione di Cristo. Umile, devota e decorosissima, la donna che alle vanità del mondo aveva preferito i percorsi penitenziali e contemplativi dell’amore puro verso Dio, diventa qui, grazie all’assimilazione del suo sacrificio, la “Sponsa Christi”, modello di vita interiore che il fedele poteva prendere ad esempio per riparare alla fragilità dell’esistenza.
Antonio Cavallucci, Madonna del Rosario, Ro Ferrarese, collezione Cavallini Sgarbi
In collezione Sgarbi sono custodite altre tre opere di Cavallucci qualificate dalla perfezione tecnica e finezza coloristica esibite nella Maddalena qui esposta. Si tratta della deliziosa Madonna del Rosario, bozzetto per la pala (smarrita) ricordata da De Rossi (1796, pp. 34-35) nella Cattedrale di Sansepolcro – di cui esiste una replica “semplificata” nel Ritiro della Presentazione di Maria dei Padri Passionisti del Monte Argentario; al Louvre (Loire 2008, p. 56) si conserva invece un secondo modello (50 x 30) o forse una “replica in piccolo” che, secondo la testimonianza del biografo, il pittore usava realizzare “dei grandi quadri, ch’egli andava facendo ” (De Rossi 1796, p. 46) – e due piccole telette a forma di lunetta con Episodi della vita di San Giuseppe Calasanzio, una delle quali (San Giuseppe Calasanzio mostra un quadro della Vergine ai fanciulli) sviluppata in grandi dimensioni nel dipinto licenziato attorno al 1790 (Röettgen 1979, p. 2) per la cappella dell’ospedale di Santo Spirito in Sassia a Roma (tuttora nel complesso). Pietro Di Natale
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Muti 2009
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Guido Cagnacci: il misticismo del nudo; capolavori dalle collezioni Molinari Pradelli, Sgarbi, Guidi di Bagno, a cura di L. Muti, catalogo della mostra (Cento), Cento, 2011.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
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Geddo 1997 (1999)
C. Geddo, I “Cairo” di Francesco Cairo e di altri collezionisti, in “Antichità viva”, 36. 1997(1999), 5/6, pp. 118-127.
Geddo 1998-1999 (2000)
C. Geddo, La collezione di Francesco Cairo: vicende ‘post mortem’, in “Archivio Storico Lombardo”, 19981999 (2000), pp. 155-173.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Giuseppe Caletti, detto il Cremonese Ivanoff 1951
N. Ivanoff, Giuseppe Caletti detto il Cremonesi 1600 (‘) – 1600, in “Emporium”, agosto, 1951, pp. 73-78.
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Mahon 1968
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Riccomini 1969
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Pinacoteca Nazionale di Ferrara. Catalogo generale, a cura di Jadranka Bentini, Bologna, 1992.
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Il Male. Esercizi di pittura crudele, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Torino), Milano, 2005.
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Le meraviglie della pittura tra Venezia e Ferrara dal Quattrocento al Settecento, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Rovigo), Cinisello Balsamo, 2005.
Il Giardino Segreto 2013
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Il Giardino Segreto 2013
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Il Giardino Segreto 2013
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Il Giardino Segreto 2013
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Il Giardino Segreto 2013
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Il Giardino Segreto 2013
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D. Benati, Giovanni Andrea Donducci detto il Mastelletta “…un genio bizzarro”, catalogo della mostra (Bologna), Bologna, 2007. Il Giardino Segreto 2013 Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
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Il Giardino Segreto 2013
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Artemisia 1593-1654, catalogo della mostra (Parigi), a cura di R. Contini e F. Solinas, Parigi, 2012.
Kleopatra 2013
Kleopatra. Die ewige Diva, catalogo della mostra (Bonn), a cura di E. Bronfen, A. Lulinska, 2013.
Il Giardino Segreto 2013
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Vincenzo Pagani un pittore devoto tra Crivelli e Raffaello, catalogo della mostra (Fermo), a cura di V. Sgarbi, con la collaborazione di W. Scotucci, Cinisello Balsamo, 2008.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
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Le meraviglie 2005
Le meraviglie della pittura tra Venezia e Ferrara dal Quattrocento al Settecento, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Rovigo), Cinisello Balsamo, 2005.
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Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013..
Lorenzo Lotto Berenson 1955
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Bianconi 1955
P. Bianconi, Tutta la pittura di Lorenzo Lotto, Milano 1955.
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Mariani Canova 1975
G. Mariani Canova, L’opera completa di Lorenzo Lotto, Milano 1975.
Pittori a Loreto 1988
Pittori a Loreto. Committenze tra ‘500 e ‘600. Documenti, a cura di F. Grimaldi e K. Sordi, Ancona 1988.
Lucco 2003
M. Lucco, Della pala di Mogliano, e di qualche altra opera degli anni estremi di Lotto, in Lorenzo Lotto e i lotteschi a Mogliano, a cura di M. Paraventi, Atti del Convegno di studi, 1 dicembre 2001, Palazzo Forti, Mogliano 2003, pp. 57-77. Il Ritratto interiore 2005 Il Ritratto interiore da Lotto a Pirandello. Le Portrait intérieur de Lotto à Pirandello, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Aosta), Milano 2005.
Simone De Magistris 2007
Simone De Magistris. Un pittore visionario tra Lotto e El Greco, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Caldarola), Venezia 2007.
Scoperte nelle Marche 2008
Scoperte nelle Marche intorno a De Magistris, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Caldarola), Acquaviva Picena 2008.
Gli occhi di Caravaggio 2011
Gli occhi di Caravaggio. Gli anni della formazione tra Venezia e Milano, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Milano), Cinisello Balsamo 2011.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Matteo Loves Benati 2000
D. Benati, Aspetti della natura morta a Bologna da Paolo Antonio Barbieri a Ubaldo Gandolfi, in La natura morta in Emilia e in Romagna. Pittori, centri di produzione e collezionismo fra XVII e XVIII secolo, a cura di D. Benati, L. Peruzzi, Milano, 2000, pp. 43-61.
Guercino 2003
Guercino. Poesia e sentimento nella pittura del ‘600, a cura di D. Mahon, M. Pulini, V. Sgarbi, catalogo della mostra (Milano), orio al Serio, 2003.
La scuola del Guercino 2004
La scuola del Guercino, a cura di E. Negro, M. Pirondini, N. Roio, Modena, 2004.
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Le meraviglie 2005
Le meraviglie della pittura tra Venezia e Ferrara dal Quattrocento al Settecento, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Rovigo), Cinisello Balsamo, 2005.
La Grazia 2009
La Grazia dell’Arte. Collezione Grimaldi Fava. Dipinti e disegni, a cura di D. Benati, Cinisello Balsano, 2009.
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La Croce, la Testa e il Piatto 2010
La Croce, la Testa e il Piatto. Storie di San Giovanni Battista. Dipinti del Seicento dalla collezione Koelliker, a cura di M. Pulini, catalogo della mostra (Cesena), Cesena, 2010.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Nicola Malinconico Luca Giordano 1966
Luca Giordano: 26 ottobre- 22 novembre 1966, catalogo della mostra (Roma), Roma, 1966.
Bologna 1968
F. Bologna, Solimena’s “Solomon worshipping the Pagan Gods” in Detroit, in “The art quarterly”, 31, 1968, p. 35-62.
De Martini 1978
V. De Martini, Un episodio giordanesco a Bergamo, in “Arte cristiana”, LXVI (1978), pp. 51-58.
A taste 1987
A taste for angels: neapolitan painting in North America 1650-1750, catalogo della mostra (New Haven, Sarasota e Kansas City), New Haven, 1987.
Ravelli 1987
L. Ravelli, Un pittore napoletano a Bergamo: Nicola Malinconico e le sue “Historiae sacrae” per S. Maria Maggiore, in “Atti dell’Ateneo di scienze, lettere ed arti di Bergamo”, XLVIII (1987-88), pp. 105-267.
Noris 1987
F. Noris, Presenza (esclusi i veneti), in I pittori bergamaschi, IV, 1987, pp. 111-199.
Pinacoteca di Brera 1992
Pinacoteca di Brera: scuole dell’Italia centrale e meridionale, Milano, 1992.
Ferrari, Scavizzi 1992
O. Ferrari, G. Scavizzi, Luca Giordano. L’opera completa, Milano, 1992.
Bortolotti 2007
L. Bortolotti, Malinconico, Nicola, in “Dizionario biografico degli italiani”, vol. 68, 2007, pp. 190-194.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Pier francesco Mazzucchelli, detto il Morazzone Baglione 1642
G. Baglione, Le Vite de’ Pittori Scultori et Architetti, Roma, 1642, ed. facsimile a cura di V. Mariani, Roma, 1935.
Resta, ante 1714, ed. 1956
Galleria portatile. Disegni de’ Migliori maestri italiani, ed. anastatica Cento tavole del codice Resta, Milano, 1956.
La pinacoteca di Brera 1989
La pinacoteca di Brera. Scuole lombarda, ligure, piemontese 1535-1796, Milano, 1989.
Bona Castellotti 1992
M. Bona Castellotti, L’ambiente del Sacro Monte, il Morazzone e la pittura a Varese nel primo Seicento, in Pittura fra Ticino e Olona: Varese e la Lombardia nord-occidentale, a cura di M. Gregori, Milano, 1992, pp. 42-48.
Stoppa 2003
J. Stoppa, Il Morazzone, Milano, 2003.
Dipinti antichi 2004
Dipinti antichi provenienti dal fallimento del gruppo Nadini s.p.a., già parte collezione Bizzini, parte II, asta di Milano, 25 febbraio 2004, Segrate, 2004.
Il Giardino Segreto 2013
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Giusti Maccari 1987
P. Giusti Maccari, Pietro Paolini pittore lucchese 16031681, Lucca, 1987.
Il Male 2005
Il Male. Esercizi di Pittura Crudele, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Torino), Milano, 2005.
195
La ricerca dell’identità 2004
La ricerca dell’identità: da Tiziano a de Chirico, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Ascoli Piceno), Milano, 2004.
Struhal 2001
E. Struhal, Pittura e poesia a Lucca nel Seicento: il caso di Pietro Paolini, in Lucca città d’arte e i suoi archivi: opere d’arte e testimonianze documentarie dal Medioevo al Novecento, a cura di M. Seidel e R. Silva, Venezia, 2001, pp. 389-404.
Paliaga 2005
F. Paliaga, “Ogni sorta di animali, di frutta e di siffatte altre cose”: Pietro Paolini, Simone del Tintore e la natura morta a Lucca, in Caravaggismo e naturalismo nella pittura toscana del Seicento, a cura di Pierluigi Carofano, catalogo della mostra (Pontedera), Pisa, 2005, pp. CCXXXV-CCLI.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Giovanni battista piazzetta Bartoli 1793
F. Bartoli, Le pitture sculture ed architetture della città di Rovigo, Venezia, 1793.
Pignatti 1964
T. Pignatti (a cura di), Disegni veneti del Settecento nel Museo Correr di Venezia, catalogo della mostra (Venezia), Venezia, 1964.
Ravà 1921
A. Ravà, Giovan Battista Piazzetta, Firenze, 1921.
Settecento italiano 1929
Settecento italiano: catalogo generale della mostra e delle sezioni, catalogo della mostra (Venezia), Venezia, 1929.
Pallucchini 1934
R. Pallucchini, L’arte di Giovan Battista Piazzetta, Bologna, 1934 (ed. succ. 1942, 1956).
Martini 1964
E. Martini, La pittura veneziana del Settecento, Venezia, 1964.
Giovan Battista Piazzetta 1983
Giovan Battista Piazzetta. Disegni, incisioni, libri e manoscritti, a cura di A. Bettagno, catalogo della mostra (Venezia), Vicenza, 1983.
Sgarbi 2004
V. Sgarbi (a cura di), San Giuseppe con il Bambino di Giovan Battista Piazzetta, catalogo della mostra (Guastalla), Torino, 2004.
Le meraviglie 2005
Le meraviglie della pittura tra Venezia e Ferrara dal Quattrocento al Settecento, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Rovigo), Cinisello Balsamo, 2005.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Giovanni Battista Piazzetta Morassi 1962
A. Morassi, A complete catalogue of the paintings of G. B. Tiepolo: including pictures by his pupils and followers wrongly attribued to him, Londra, 1962.
Ruggeri 1972
U. Ruggeri, Le collezioni pittoriche rodigine, in L’Accademia dei Concordi di Rovigo, Vicenza, 1972, pp. 29-112.
Sgarbi 2004
V. Sgarbi (a cura di), San Giuseppe con il Bambino di Giovan Battista Piazzetta, catalogo della mostra (Guastalla), Torino, 2004.
Le meraviglie 2005
Le meraviglie della pittura tra Venezia e Ferrara dal Quattrocento al Settecento, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Rovigo), Cinisello Balsamo, 2005.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Simone Pignoni Ripa 1618
C. Ripa, Iconologia, Padova, 1618, ed. a cura di P. Buscaroli, Milano, 1986.
Cantelli 1986
G. Cantelli, Simone Pignoni, in Il Seicento fiorentino: arte a Firenze da Ferdinando I a Cosimo III. Biografie, catalogo della mostra (Firenze), Firenze, 1986, pp. 148-149.
Furini 2007
Un’altra bellezza: Francesco Furini, a cura di M. Gregori e R. Maffeis, catalogo della mostra (Firenze), Firenze, 2007.
Baldassari 2008
F. Baldassari, Simone Pignoni, Torino, 2008.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
196
Matteo Ponzone Boschini 1660
M. Boschini, La carta del navegar pitoresco, Venezia, 1660 (ed. a cura di A. Pallucchini, Venezia-Roma, 1966).
Prijatelj 1970
K. Prijatelj, Matej Ponzoni-Pončun, Spalato, 1970.
Prijatelj 1974
K. Prijatelj, Un ciclo di dipinti di Matteo Ponzoni nel Duomo di Split, in “Arte Veneta”, XXVIII, 1974, pp. 255-258.
Pallucchini 1981
R. Pallucchini, La pittura veneziana del Seicento, 2 voll. Milano, 1981.
Romagnolo, Fantelli 2001
A. Romagnolo, P. L. Fantelli, La Pinacoteca del Seminario vescovile di Rovigo. Catalogo, Rovigo, 2001.
Le meraviglie 2005
Le meraviglie della pittura tra Venezia e Ferrara dal Quattrocento al Settecento, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Rovigo), Cinisello Balsamo, 2005.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Jusepe de Ribera Spinosa 1978
N. Spinosa, L’opera completa del Ribera, Milano, 1978.
Ferrari 1986
O. Ferrari, L’iconografia dei filosofi antichi nella pittura del XVII secolo in Italia, in “Storia dell’Arte”, 57, 1986, pp. 103-181.
Jusepe de Ribera 1992
Jusepe de Ribera 1591 – 1652, a cura di N. Spinosa, A. E. Pérez Sánchez, catalogo della mostra (Napoli), Napoli, 1992.
La ricerca dell’identità 2003
La ricerca dell’identità. Da Antonello a de Chirico, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Palermo), Milano, 2003. Spinosa 2003 N. Spinosa, Ribera, Napoli, 2003.
La ricerca dell’identità 2004
La ricerca dell’identità: da Tiziano a de Chirico, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Ascoli Piceno), Milano, 2004.
Spinosa 2006
N. Spinosa, Ribera. L’opera completa, Napoli, 2006.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Jusepe de ribera Jusepe de Ribera 1992
Jusepe de Ribera 1591-1652, a cura di A. E. Pérez Sanchez, N. Spinosa, catalogo della mostra (Napoli), Napoli, 1992.
Guercino 2003
Guercino. Poesia e sentimento nella pittura del ‘600, a cura di D. Mahon, M. Pulini, V. Sgarbi, catalogo della mostra (Milano), Orio al Serio, 2003.
Spinosa 2003
N. Spinosa, Ribera. L’opera completa, Napoli, 2003.
Spinosa 2006
N. Spinosa, Ribera. L’opera completa, Napoli, 2006.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Pietro Ricchi, detto il Lucchese Boschini 1660
M. Boschini, La carta del navegar pitoresco, Venezia, 1660.
Museo Civico 1983
Museo Civico di Belluno. I dipinti, a cura di M. Lucco, Vicenza, 1983.
Dal Poggetto 1995
P. Dal Poggetto, I “Lot e le figlie” del Ricchi e altri dipinti da cavalletto inediti, in “Antichità viva”, XXXIV, 1995, 1-2, pp. 7-13.
Dal Poggetto 1996
P. Dal Poggetto, Pietro Ricchi, 1606-1675, Rimini, 1996.
Pietro Ricchi 1996
Pietro Ricchi: 1606 – 1675, a cura di M. Botteri ottaviani, catalogo della mostra (Riva del Garda), Milano, 1996.
Pulini 1996
M. Pulini, La mano cangiante di Pietro Ricchi, in “Arte documento”, 9. 1995 (1996), pp. 120-131.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
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Alessandro Rosi Baldinucci 1725-1730, ed. 1975
F. Saverio Baldinucci, Vite degli artisti dei secoli XVII-XVIII, 1725-1730, ed. a cura di A.Matteoli, Roma, 1975.
Keramic 1971
Keramik, Glas, Jugendstil, catalogo della vendita, Monaco, Weinmüller, 10-12 marzo 1971.
Ettesvold 1975
P. M. Ettesvold, Sigismondo Coccapani and his position in florentine baroque art, Sacramento, 1975.
Cantelli 1976
G. Cantelli, Per Sigismondo Coccapani “celebre pittore fiorentino nominato il maestro del disegno”, in “Prospettiva”, 7.1976, pp. 26-38.
Cantelli 1983
G. Cantelli, Repertorio della pittura fiorentina del Seicento, Fiesole, 1983.
Acanfora 1994
E. Acanfora, Alessandro Rosi, Firenze, 1994.
Baldassari 2009
F. Baldassari, La pittura del Seicento a Firenze: indice degli artisti e delle loro opere, Milano, 2009.
Bellesi 2009
S. Bellesi, Catalogo dei pittori fiorentini del ‘600 e ‘700: biografie e opere, Firenze, 2009.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Giovanni Battista salvi, detto il Sassoferrato Le Stanze 2009
Le Stanze del Cardinale. Caravaggio, Guido Reni, Guercino e Mattia Preti per il Cardinale Pallotta, catalogo della mostra (Caldarola), a cura di V. Sgarbi, S. Papetti, Milano, 2009.
Luire 1968
A. T. Lurie, Two Devotional Paintings by Sassoferrato and Carlo Dolci, in “The bulletin of the Cleveland Museum of Art”, LV, 1968, pp. 219-229.
Donnini 1985
G. Donnini, Qualcosa sugli inizi del Sassoferrato, in “Notizie da Palazzo Albani”, XIV, 1985, pp. 63-70.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Agostino Santagostino Lanzi 1815-1817
L. Lanzi, Storia pittorica della Italia dal risorgimento delle belle arti fin presso al fine del 18. Secolo, 1815-1817.
Pinacoteca di Brera 1989
Pinacoteca di Brera: scuole lombarda, ligure e piemontese, 1535-1796, Milano,1989.
Dipinti italiani 1989
Dipinti italiani 1380-1700, a cura di A. Cottino e M. Voena, catalogo della mostra (Torino), Milano, 1989.
Pinacoteca di Brera 1996
Pinacoteca di Brera: addenda e apparati generali, Milano, 1996.
Frangi 1996
F. Frangi, La pittura a Milano negli anni della formazione di Magnasco, in Alessandro Magnasco 1667-1749, catalogo della mostra (Milano), Milano, 1996, pp. 77-88.
Casati 1997
E. Casati, Novità su una famiglia di pittori milanesi del ‘600: i Santagostino, in “Arte cristiana”, 85, 1997, pp. 273-288.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Ignaz Stern, detto Ignazio Stella Calzini, Mezzatinti 1893 E. Calzini, G. Mezzatinti, Guida di Forlì, 1893.
Kova 1986
G.Kowa, Grazia e delicatezza, ein deutscher Maler in Italien: Ignaz Sterns Leben und Werk. 1679-1748, tesi di dottorato, Università di Bonn, 1986.
Marenghi 2004
E. Marenghi, L’opera di Ignazio Stern 1679-1748 tra l’Emilia Romagna e Roma, tesi di laurea, Università di Parma, 2004.
Sestieri 2004
G. Sestieri, Michele Rocca e la pittura rococò a Roma, Roma, 2004.
Marenghi 2007
E. Marenghi, Ignazio Stern (1679 1748): l’opera di un pittore tedesco in Romagna, Imola, 2007.
Belle di Notte 2008
Belle di Notte. La Collezione di via dell’Anima, a cura di E. Sgarbi, Milano, 2008, pp. 125-126
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Petrucci 2012
F. Petrucci, in F. Petrucci, D. K. Marignoli, Ludovico Stern tra Barocco e Neoclassicismo, in Ludovico Stern (1709-1777). Pittura rococò a Roma, Foligno, 2012.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Tiziano Vecellio Catalogue 1876
Catalogue abrégé des tableaux exposés dans les Salons de l’Ancien Asile de Pau appartenant aux héritiers de feu M. L’infant Don Sebastian de Bourbon et Bragance, Pau, 1876.
Mayer 1926
L. Mayer, An unknown portrait of Titian’s Middle Period, in “Apollo”, III, Febbraio, 1926.
Venturi 1931
L. Venturi, Pitture Italiane in America, Milano, 1931.
Venturi 1933
L. Venturi, Italian Paintings in America, vol. III, New York, Milano, 1933.
Bouchage 1946
L. Bouchage, Louvre to California: Today’s Collectors: Arthur Sachs, in “Art News”, vol. 45, ottobre 1946, p. 75.
Howe 1947
T. C. Howe, Jr., Two Paintings by Titian, in “California Palace of the Legion of Honor Bulletin”, vol. 5, Settembre 1947, pp. 34-39.
Berenson 1955
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Berenson 1956
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Francis 1957
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Berenson 1957
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Wethey 1971
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Fredericksen, Zeri 1972
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Pallucchini, Canova 1975
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Cleveland Museum 1982
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I volti e l’anima 2013
I volti e l’anima. Tiziano. Ritratti, catalogo della mostra (Pinerolo), a cura di V. Sgarbi, Savigliano, 2013.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
Flaminio Torri Malvasia 1668, ed. 1841
C. C. Malvasia, Felsina Pittrice. Vite de’ pittori bolognesi, Bologna 1668, ed. Bologna, 1841.
Volpe 1959
C. Volpe, in Ancora sul Torre, per una importante aggiunta, in “Paragone”, 115, 1959, pp. 57-61.
Roli 1977
R. Roli, Pittura bolognese 1650-1800. Dal Cignani ai Gandolfi, Bologna, 1977.
Museo del Prado 1983
Museo del Prado. Catalogo de dibujos VI. Dibujos italianos del siglo XVII, a cura di M. B. Mena Marqués, Madrid, 1983.
Arte emiliana 1989
Arte emiliana: dalle raccolte storiche al nuovo collezionismo, a cura di G. Manni, E. Negro, M. Pirondini, Modena, 1989.
Ambrosini Massari 1990
A.Ambrosini Massari, in La scuola di Guido Reni, a cura di E. Negro, M. Pirondini, Modena, 1990, pp. 391-408.
Quadreria emiliana 2007
Quadreria emiliana. Dipinti e disegni dal Quattrocento al Settecento, a cura di D. Benati, catalogo della mostra (Bologna), Bologna, 2007.
Il Giardino Segreto 2013
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Antonio E Bartolomeo Vivarini Rossetti 1765
G. Rossetti, Descrizione delle pitture, sculture ed architetture di Padova […], Padova, 1765.
Brandolese 1795
P. Brandolese, Pitture, sculture, architetture, ed altre cose notabili di Padova nuovamente descritte da Pietro Brandolese, Padova, 1795.
Michiel 1884
M. Michiel (l’Anonimo Morelliano), Notizia d’opere di disegno, II ed. (con integrazioni di G. Frizzoni), Bologna, 1884.
Testi 1915
L. Testi, Storia della pittura veneziana, II, Bergamo, 1915.
Pallucchini 1962
R. Pallucchini, I Vivarini (Antonio, Bartolomeo, Alvise), Venezia, 1962.
Zeri 1975
F. Zeri, Antonio e Bartolomeo Vivarini: il polittico del 1451 già in San Francesco a Padova, in “Antichità viva”, XIV, 2, 1975, pp. 3-10 (ried. in Giorno per giorno nella pittura, 1988, pp. 161-165).
Hlavácková 1991
H. Hlavácková, Paintings by the Vivarinis in the National Gallery, in “Bulletin of the National Gallery in Prague”, I, 1991, pp. 11-20.
Le meraviglie 2005
Le meraviglie della pittura tra Venezia e Ferrara dal Quattrocento al Settecento, a cura di V. Sgarbi, catalogo della mostra (Rovigo), Cinisello Balsamo, 2005.
Il Giardino Segreto 2013
Il Giardino Segreto. Grandes Maestros de la pintura italiana en la colección Sgarbi, catalogo della mostra, Burgos, 2013.
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