Coordinación general Carmen Gaitán Rojo Curaduría Carmen Gaitán Rojo Marco Antonio Silva Barón Ana Leticia Carpizo González Textos Consuelo Sáizar Guerrero Teresa Vicencio Álvarez Carmen Gaitán Rojo Angélica Abelleyra Ana Leticia Carpizo González Marco Antonio Silva Barón Aurora Yaratzeth Avilés García Yazmín Mondragón Mendoza Diseño editorial Jesús Francisco Rendón Rodríguez Cuidado de la Edición Lourdes Herrasti Fotografías Museo Nacional de San Carlos Jesús Francisco Rendón Rodríguez Michel Zabé Betsabeé Romero Museo Franz Mayer Museo Nacional de Arte Instituto Nacional de Antropología e Historia/INAH Colección JAPS El rostro de la mujer en la historia del arte. Un recorrido del siglo XIV al siglo XXI. ©Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, 2012. Reforma y Campo Marte s/n Colonia Chapultepec Polanco Del. Miguel Hidalgo 11560 México D.F. ©DR. Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura/Museo Nacional de Arte, 2012. “Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia” Instituto Nacional de Antropología e Historia. Dirección General de Sitios y Monumentos del Patrimonio Cultural. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes ISBN: 978-607-605-131-3 Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin la previa autorización por escrito del Instituto Nacional de Bellas Artes. En portada: Francisco de Goya y Lucientes, Provincia de Zaragoza, 1746 – Burdeos, 1828. Retrato desconocido, ca. 1800, óleo sobre tela. Colección Agustín Cristóbal.
Una visión histórico-artística en el Museo Nacional de San Carlos Lic. Consuelo Sáizar Guerrero Presidenta Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
El siglo XX fue el de la reivindicación para las mujeres, el momento en que detona su revolución y emancipación; en occidente esto sucede de un país al otro. Aquel ser pasivo, doméstico y subyugado, se revela y toma conciencia de su persona y de sus acciones, simultáneamente conforma un nuevo modelo de entendimiento de la realidad, una epistemología llamada feminismo, que desarrolla una nueva filosofía, una alternativa ideológica y moral que transforma el orden de las cosas y con ello la vida se vuelve más equitativa en la relación hombre-mujer. La inserción del papel de la mujer en el arte fue un camino largo y arduo, en el que historiadoras del arte con líneas feministas como Linda Nochlin y Griselda Pollock jugaron un rol trascendental. Ellas provocaron la desestabilización del llamado “canon” y cuestionaron la universalidad de los valores tradicionales en el arte. Las mujeres artistas fueron “descubiertas” y el acercamiento a su labor permitió rescatar algunas de sus conquistas de antaño, producto de su entrega y dedicación a distintos géneros en el campo del arte, muchos de ellos pensados del dominio exclusivo para el hombre, ellas, con talento, lograron en su nado a contracorriente imponerse en diferentes épocas y latitudes. La exposición El rostro de la mujer en la historia del arte. Un recorrido del siglo XIV al siglo XXI, reúne 50 piezas que intentan dar luz sobre la representación de la fémina desde la visión histórico-artística, enfatizando los cambios, constantes e hitos en la parte más iluminadora del retrato humano: el rostro. La curaduría busca representar algunos temas paradigmáticos del quehacer femenino: la maternidad, la belleza clásica, la falta de expresión, el estatismo y la sumisión ante el poder masculino. En los rostros femeninos llegan a reflejarse eventos de suma gravedad en el devenir de la narrativa histórica: la belleza femenina por ejemplo, es a veces supuesto factor de perversión de los corazones masculinos, pero en realidad encierra en el trasfondo una masculinidad mezquina, descontrolada y salvaje como el caso de Susana y los viejos. En otras ocasiones las mujeres son protagonistas de encendidas muestras de santidad y devoción, su presencia en ciertos discursos visuales, puede ceñirlas y limitarla a papeles dictados por los mitos griegos, a representar la opulencia del marido, a mostrar la vida de martirio de la monja coronada o el sufrimiento de aquella santa perseguida, o a servir de simple objeto decorativo ignorando su historia y potencial. En la muestran se presentan obras maestras de los acervos de museos del INBA, del INAH y de colecciones particulares, que en muchos casos nunca antes habían sido expuestas. Es importante resaltar el Retrato de Marevna, 1919, de la mano de Amedeo Modigliani, pieza que no había sido vista en México. Asimismo es el caso del Retrato de niña desconocida, ca. 1800 de Francisco de Goya. El proyecto que nos ocupa abunda en retratos renacentistas, manieristas, barrocos y decimonónicos. A la luz de la complejidad de la temática femenina los curadores del Museo Nacional de San Carlos decidieron dar pie a un diálogo creativo con la expresión de tres mujeres artistas mexicanas: Marta Palau, Teresa Margolles y Betsabeé Romero quienes dialogan en toda libertad con las mujeres del pasado.
Prólogo Lic. Teresa Vicencio Álvarez Directora general Instituto Nacional de Bellas Artes
El Instituto Nacional de Bellas Artes y el Museo Nacional de San Carlos ofrecen en esta ocasión una muestra que se circunscribe a una de las visiones sin duda más influyentes de nuestro tiempo: la perspectiva de género. Se trata de El rostro de la mujer en la historia del arte. Con el énfasis puesto en la conciencia que ese rostro expresa, se hace aquí un repaso de la representación artística de las mujeres del siglo XIV al siglo XXI. Para ello, los curadores se apoyaron en los propios fondos artísticos de San Carlos, y además recurrieron a la generosa colaboración de los museos nacionales de Arte, de Historia y del Virreinato, del Museo Franz Mayer, del Museo Universitario de Arte Contemporáneo y de la Colección Pérez Simón. En total, se reunieron cuarenta y siete obras maestras de Europa y de América, a las cuales se sumaron tres piezas representativas de la reciente producción de las artes visuales de nuestro país. Los espectadores se encuentran, entonces, en el antiguo Palacio del Conde de Buena Vista, a la vez que con un rico muestrario de la plástica del hemisferio occidental, con una ocasión propicia para reflexionar sobre una realidad universal, de ayer y de hoy, que no siempre se enfrenta como se exige y es de desearse. Contextualizan y glosan el discurso de El rostro de la mujer en la historia del arte los ensayos –escritos todos desde la perspectiva de género– que conforman este catálogo. Marco Antonio Silva Barón nos brinda una muy ilustradora lectura, estética e histórica, de tres obras del barroco italiano: Susana y los viejos, de Orazio da Ferrari; Lucrecia, de Luca Giordano, y Santa Águeda, de Andrea Vaccaro. Angélica Abelleyra, por su parte, presenta las obras de Teresa Margolles, En el aire, y Betsabeé Romero, Montañas de ojos cerrados, instalaciones que remiten a esa realidad que señalamos, en la que se violenta la integridad de la mujer. Presenta asimismo Mis caminos son terrestres XIV, de Marta Palau, también una instalación, calificada como un gran acierto de la denominada escultura blanda. Aurora Yaratzeth Avilés García nos conduce dentro de una esplendente galería de retratos de mujeres artistas, de la Edad Media al siglo XIX, de cuya labor pictórica ha podido rescatar “algunas de sus conquistas, obtenidas en distintos géneros, muchos de ellos pensados como exclusivos de los hombres”. Y, finalmente, Yazmin Mondragón Mendoza traza, también en coincidencia con el periodo que abarca la exposición, el camino recorrido por las mujeres en pos de sus derechos, hasta el momento en que nos encontramos, en el que el feminismo aún tiene mucho que hacer por delante. El Instituto Nacional de Bellas Artes expresa su reconocimiento a las personas e instituciones que contribuyeron a hacer realidad el proyecto de El rostro de la mujer en la historia del arte, un tema de siempre que está abierto a la diversidad de las miradas contemporáneas.
Lecturas del rostro femenino Carmen Gaitán Rojo Directora Museo Nacional de San Carlos Un artista nunca es pobre. Tiene el poder que le concede su imaginación. Gustavo Martín Garzo
Cuando el año pasado el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes nos sugirió organizar una exposición con el tema de género, con gusto nos dedicamos a investigar entre las 2016 obras de arte que forman nuestro acervo, ya que en él se encuentran varias imágenes de mujeres -de casi todas las épocas de la historia- a la espera de ser expuestas, una vez más, a la mirada de los visitantes. En esta muestra titulada El rostro de la mujer en la historia del arte, un recorrido del siglo XIV al siglo XXI, es la pintura, la gran cronista de la historia, nos permite recorrer el largo camino que va desde el Medioevo hasta la actualidad. Las obras seleccionadas, variadas en lo que se refiere a las técnicas y a las formas de representación, forman un conjunto de espejos que reflejan realidades de múltiples facetas, donde se vinculan el mundo de sueños y anhelos femeninos con ese otro mundo real, en el que la ideología dominante les ha sido desfavorable. Transitar por la exposición nos da la oportunidad de alejarnos de la vida cotidiana y subirnos al carrusel de la imaginación. Al detenernos en cada obra, no sólo podemos intuir los ecos de historias singulares e infinitas, sino incursionar en otros lugares y otros tiempos en los que cobraron vida las representaciones bíblicas, tuvieron lugar acontecimientos trascendentes o se gestaron algunos de esos relatos cotidianos que conocemos desde la infancia, leyendas y narraciones que, a lo largo del tiempo, han hecho de este mundo un espacio más habitable, reconocible y lleno de sentido. Seguramente las espectadoras se verán reflejadas en esta selección pues, de alguna manera, una y otra vez, podrán encontrar, en estas piezas rasgos de su propia historia, como por ejemplo sucede con las imágenes bíblicas de María y su Hijo en los que impresionan esas miradas de gratitud y asombro. La exposición también enseña cómo ha ido cambiando la percepción que se tiene del ser femenino en la historia del arte y, paralelamente, hace visible el camino andado por las mujeres que han luchado arduamente por la defensa de sus derechos, en las sociedades en las que les tocó vivir, altamente estereotipadas e impregnadas, hasta en los más recónditos espacios, por ideologías masculinas. Al lado de rostros sin expresión, rígidos, pétreos, símbolos de la dependencia frente al hombre, encontramos obras de artistas contemporáneas, realizadas por creadoras dueñas de su ser, de sus estados de ánimo, de sus posturas ante la vida y que han logrado vincular su propia biografía a esa difícil tarea de la exploración en el arte, y así, imponer su voz. Me refiero al textil con aplicaciones realizado por Marta Palau en la obra Mis caminos son terrestres XIV, 1984; a la obra de Betsabeé Romero en la que se da cuenta del encierro que sufrían las mujeres-niñas al ser enterradas de por vida en los conventos titulada Montañas de ojos cerrados, 2012 y a la instalación con pompas de jabón de Teresa Margolles En el aire, 2003 que si bien no refleja el rostro femenino, llama la atención ante la violencia de la que hoy seguimos siendo víctimas. En cada una de estas expresiones está implicada una reflexión y una propuesta sobre el quehacer de la artista mexicana de hoy y, con ellas se logra concluir esa cadena de nexos que existen entre los distintos momentos del largo camino de la historia del arte con este presente al que algunos llaman progreso. La muestra, sin embargo, ni exalta ni victimiza a las mujeres, aunque sí logra exponer que esa idea del hombre genial -que deslumbra con su conocimiento y su mirada dominante al mundo-, no es ni puede ser completa al no tener en cuenta a ese otro que es la mujer, en muchos sentidos su reflejo, y que tiene su propia y muy particular mirada frente al mundo. El rostro de la mujer en la historia del arte ha sido posible gracias a la generosidad de quienes desde instituciones públicas o desde el ámbito privado nos facilitaron obra y a quienes debemos un reconocimiento. Nos felicitamos de haber sido dignos de su confianza y el público seguramente lo agradece aún más cuando contempla maravillado el encuentro entre La virgen de las cerezas con el Relicario español del siglo XVI, a Santa Águeda de Andrea Vaccaro con el retrato renacentista de Eleonora Gonzaga, o la manierista Las siete virtudes de Franz Pieter Kempner con la barroca Susana y los viejos; no puedo finalizar sin citar dos aportaciones a este esfuerzo museístico: la Niña desconocida de Goya y Marevna, de Amedeo Modigliani.
Amedeo Modigliani, Livorno, 1884 – París, 1920, Retrato de Marevna, 1919, óleo sobre tela. Colección Dr. Mauro Falaschi. Brescia, Italia.
Distinguido amigo: Para Fundación Banorte representa un gran orgullo participar en esta importante exposición que, gracias a una cuidadosa selección de obras de arte, nos permite hacer un extraordinario recorrido sobre la forma en que –a lo largo de seis siglos– se ha representado el concepto de lo femenino, a través de la visión y temporalidad de prestigiados artistas plásticos. En Fundación Banorte hemos querido compartir con nuestros clientes y público en general este recorrido artístico, expresado en decenas de representaciones de mujeres, que lo mismo encarnan a la divinidad y a personajes mitológicos o religiosos, que a seres más realistas quienes, no por ello, dejan de tener la gracia y belleza que podemos reconocer en una madre, en una dama o en una odalisca. Banorte - Ixe se ve plenamente identificado con esta exposición, pues simboliza una convicción de impulsar y reconocer a la mujer como parte fundamental de nuestra sociedad y, desde luego, de nuestro propio Grupo exaltando, entre sus muchas cualidades, su capacidad de liderazgo, sensibilidad y fortaleza, sin dejar de lado el equilibrio entre su vida familiar y profesional. En Banorte - Ixe por ejemplo, hemos emprendido esfuerzos que nos permiten ofrecer productos y servicios especializados que compaginan exitosamente las actividades laborales, personales y familiares de la mujer contemporánea, con sus necesidades financieras. Esperamos sinceramente que disfruten esta experiencia, la cual ha sido posible gracias a la generosidad de los más prestigiados museos, galerías y colecciones particulares de nuestro país, así como del Museo Nacional de San Carlos, donde confluyen nuestros esfuerzos para mostrar, a través de múltiples facetas, circunstancias y vivencias, el valor y trascendencia de la mujer.
José de Alcíbar, México, ca. 1730-1803, Sor María Ignacia de la Sangre de Cristo, 1777,óleo sobre tela. Acervo Artístico Museo Nacional de Historia.
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Los paisajes femeninos en el retrato renacentista Ana Leticia Carpizo González Subdirectora Museo Nacional de San Carlos El Museo Nacional de San Carlos en la víspera de su 45 aniversario presenta el proyecto artístico: El rostro de la mujer en la historia del arte. Un recorrido del siglo XIV al siglo XXI, muestra en la que se advierte un camino paralelo a la misión del museo y su colección de arte europeo. En un juego dialéctico, se propone una línea en la que contrapuntean períodos artísticos, con ánimos de confrontar al público con una experiencia estética. El diálogo propuesto se sitúa en torno a una preocupación de género a partir de la plástica y sus manifestaciones a lo largo de la historia del arte desde el Medievo hasta el mundo contemporáneo; busca recuperar las voces femeninas silenciadas durante ocho siglos de historia plástica, en los que la mujer funge como constancia de otredad. El presente texto aborda el retrato femenino durante el período renacentista del siglo siglos XIV al XVI, primero en Italia y después en el resto de Europa. El protorenacimiento de Giotto ostenta un interés especial pues muestra una evolución hacia las fieles representaciones de la realidad, sin dejar por ello de lado la temática sacra. Ya desde el siglo XIII, los famosos cuadernos de apuntes de Antonio Pisanello, habían servido al arte religioso para realizar las primeras exploraciones sobre las leyes de la visión y sobre los conocimientos necesarios para la representación del cuerpo humano, presentes desde la tradición grecorromana. De ahí el término Renacimiento: volver a nacer. La instauración de “lo nuevo” como idea tuvo eco en Italia, aunque paradójicamente eso “nuevo” atendía al pasado romano, como sentimiento de recuperación de la soberbia capital, centro civilizatorio durante un largo período histórico y que decayó cuando las tribus germánicas de godos invadieron su territorio y cuando tuvo lugar un lento decaimiento de las cabezas políticas. En ninguna ciudad fue más intenso ese sentimiento de lo nuevo –paradójicamente basado en la tradición grecorromana– que en la opulenta Florencia. El líder originario de los artistas florentinos: el arquitecto Filippo Brunelleschi, a quien se le atribuye ser uno de los descubridores de la perspectiva -característica por excelencia del Quattrocento- que dominará la forma de mirar en los períodos subsiguientes. Esta técnica, para recrear la profundidad y la ubicación relativa de los objetos, revolucionó la representación de las escenas y también lo hizo el estudio científico de los efectos de la luz. Estas leyes dieron como resultado un paulatino aumento del trabajo de perspectiva en la composición de las obras. Aunque la perspectiva aumentó la sensación de realidad y la ciencia, poco a poco, tomó las riendas de una plástica vinculada a la naturaleza, no se perdieron de vista las reliquias estilísticas grecorromanas y los elementos medievales que continuaban siendo incluidos en la iconografía. Un ejemplo, son las obras realizadas en la escuela de Jan Provost, promotor de composiciones equilibradas y proporciones simétricas con predominio en los ejes verticales, eco de los altares medievales que simbolizan a la iglesia. En la obra La virgen con el niño, Santa Ana y sus padres San Estolano y Santa Emerciana, la madre de la virgen sostiene una nuez, alegoría de la vida de Jesús en la que el fruto se emparenta con la vida de Cristo, mientras que la cáscara se refiere a la crucifixión. En los costados de la escena familiar, los bisabuelos permanecen devotamente rodeados por el halo dorado, símbolo de la eternidad, y por la paloma cenital del Espíritu Santo.1
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Cien obras maestras del MNSC, INBA/Conaculta/Américo Arte, México 1998, p. 48.
El oficio de registrar fielmente la vida cotidiana tiene lugar a través de un extraordinario trabajo, como si fuera el espejo del mundo, realizado con de científica exactitud. Las transparencias aceitosas en el desleír del color, afilan el pincel como vehículo en el retrato y su contexto; las piezas se sumen en un tramado de relaciones culturales, económicas y políticas que registran los intercambios mercantiles del momento, entre los que destacan la joyería, textiles, animales y muebles que le dan una connotación costumbrista y simbólica. La dialéctica entre arte e historia cobra cuerpo en las aproximaciones dúctiles entre sociedad y el arte. Sin embargo durante el Quattrocento, y entre ellos el retrato femenino, tiene una verosimilitud en cierto modo limitada, dadas las convenciones canónicas que permeaban el entorno. Este género presentaba una dicotomía entre belleza y la virtud; obedecen a tipos fisonómicos cercanos a la estética de Petrarca y a las formulas sociales en las que el matrimonio y la castidad resultaban ideales femeninos. Los registros de imagen anteriores al matrimonio eran usuales dada la importancia que tenía la línea virginal. Un ejemplo, es el retrato que proyectó Agnoldo di Domenico Maziere, en 1490 de una mujer joven. Ahí, las guías iconográficas marcan como líneas morales la sumisión, dignidad alabada por Petrarca; al honor, realzado en el cuello desproporcionado respecto a la figura, y a la perfección moral, advertida en la posición de tres cuartos o de perfil, con una casi nula expresión en el rostro. Una leyenda frecuente en las obras de féminas solteras inmaculadas, era Noli me Tangere 2 también usual en la iconografía de María Magdalena. Domenico Ghirlandaio trabajó el retrato femenino resaltando las virtudes oficiales de la época. Entre sus obras destaca la de Giovanna degli Albizzi Tornabuoni, 1489-1490, obra realizada cuando ella había muerto a consecuencia de su segundo parto: comparte las moralidades del momento. La joyería finca una conexión con la tutela de su esposo Lorenzo Tornabuoni, amén de la unión política de dos familias de gran importancia: los Albizzi y Tornabuoni.3 Los Albizzi desempeñaron un papel preponderante en el mecenazgo florentino. Ghirlandaio ya había retratado a Giovanna en unos importantes frescos que reposan en el coro de la Basílica Santa María Novella en Florencia, como débito a las significativas contribuciones que la familia había realizado para dicha obra. La joven fue considerada símbolo de beldad y virtud en el círculo privado de su linaje; en lo público, la efigie de Giovanna funcionó como pieza de culto social en los roles de esposa y madre ejemplar.4 Las iconografías femeninas eran cubiertas por un aura de ingenuidad y ligadas a una fórmula de beldad extraída de la literatura y buscando siempre reflejar el honor que permeaba en la nobleza. El Museo Nacional de San Carlos conserva un estudio preparatorio5 de Eleonora Gonzaga, hija de Francisco I de Médici y segunda esposa del duque de Mantua, Vicenzo Gonzaga; ésta pieza fue concebida por Frans Pourbus II, el Joven6, y se consagra como una de las piezas de encargo del siglo XVI. Eleonora Gonzaga, hija de Francisco I de Médici y segunda esposa del Duque de Mantua Vicenzo Gonzaga. En ella, resalta el honor de la dama casada, el carácter político y social de su estrato, detallado en una gorguera que abraza su severo gesto. Las mujeres retratadas en ésta época de la historia del arte se advierten como un vehículo para la transmisión de los roles y conductas deseables, así como de la heráldica y del poderío de una estirpe.
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No me quieras tocar. Giovanna degli Albizzi Tornabuoni luce unos aretes de diamante que refieren expresamente a su boda con Lorenzo Tornabuoni, lo mismo sucede con el broche que reposa en un nicho, a la altura del corazón. Igualmente referido a su tutor matrimonial. 4 Ibid., p. 66. 5 Se considera que es un estudio preparatorio debido a que hay tres versiones de esta pintura que se relacionan con la pieza que el Museo Nacional de San Carlos resguarda. La más famosa se conserva en la Galería Palatina, y varía en que la mujer tiene la mano en la cintura. Existe una versión de esta obra en una colección particular de Zurich con la figura de medio cuerpo solamente y una tercera pieza que apareció a la venta en 1927 en la Galería “Agnew & Son”, reconocida como réplica modificada de la conservada en Zurich. Ver en: Pintura y tapices flamencos, MNSC/INBA, México, 1984. p. 94. 6 Artista más joven perteneciente a la dinastía de retratistas Pourbus, quien trabajó con Marie de Medici y fue colaborador de Charles Lebrun y Adam Van del Mulen, así mismo fue pintor de Luis XIV. Encyclopedia of World Art, Vol. V, Mc Graw Hill, Londres, 1968. p. 428. 3
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El Renacimiento pleno o Cinquecento corresponde al primer cuarto del siglo XVI. Artistas junto con los mecenas italianos y flamencos, conformaron un fenómeno de convulsión por la forma de la representación. La temática ya no era solamente sagrada, los retratos civiles y el reflejo del mundo secular, comenzaron la clara ruptura con el Medievo. Algunos casos, como el de dominico Fra Angelico, permanecieron ajenos a la creación de retratos y escenas seculares; el aplicó los recursos de perspectiva y composición de Masaccio, que forjaron la luz y sombra en las efigies, pero siempre fijando su mirada en la obra de culto. El objetivo de expresar diálogos religiosos estuvo siempre presente durante todos los períodos, como atisbo de la Contrarreforma. La concepcion de perspectiva y trabajo detallado a fin de poder plasmar la realidad en el óleo, implicaron nuevas dificultades al oficio del artista que tenían que ver con la composición y la distribución de las figuras en el espacio. Estas soluciones espaciales estaban íntimamente ligadas a la temática de la obra y a los esquemas armónicos de las ya delicadas siluetas; el tópico mitológico inundó el discurso. Un buen ejemplo es El nacimiento de Venus, de Sandro Botticeli. En esta obra trabajada al temple encontramos una representación fiel de la naturaleza a través de un muestrario botánico, de los cuerpos y rostros femeninos, lo que da cuenta de la trama cientificista, mientras que las volátiles sedas y rizos trabajados con cuidadosas veladuras dan verosimilitud al hilo conductor de la intelectualidad de la época: el humanismo. El patronazgo renacentista dio lugar a la singularización de figuras de clérigos, militares, burgueses y por supuesto de mujeres de la época7. A finales del siglo XV, Giorgio Vasari narró la multiplicidad de retratos realizados por Giovanni Bellini como objeto de lujo medianamente accesible para la cittadinanza. Todo aquel burgués con capital tenía la posibilidad de contar con un busto, aún si no gozaba de rango o hazaña preponderante.8 El retrato se convirtió, en la Italia del siglo XV y principios del XVI, en una poderosa expresión del sentido de humanidad e individualización. Al igual que sucedió con obras de carácter clerical, el retrato se regió por la secularidad de fisonomías virtuosas, intentos de verosimilitud, códigos y modos de representación de la comunidad florentina que aludían a roles sociales y tipos fisonómicos idealmente petrarquianos.9 El Cinqueccento, es el período del arte italiano más famoso, dadas las figuras que lo encabezan: Leonardo Da Vinci, Rafael, Ticiano, Holbein, Ghirlandaio, entre otras influencias de largo alcance. La explícita unión de la ciencia y el arte en pro de recursos plásticos, como las leyes de la perspectiva, las matemáticas y la constitución del cuerpo, ampliaron los horizontes de los creadores, para convertirlos en humanistas. Los maestros tomaron la batuta del espíritu de la época y con miras a la corrección del dibujo, de mejorar la composición y poner énfasis en el detalle, exploraron la naturaleza y pusieron a los cadáveres y a los libros de apuntes al servicio de la recreación de seres vivos.
7 Humfrey Peterr, “The Portrait in Fifteenth-Century Venice”, The Renaissance Portrait. From Donatello to Bellini, Metropolitan Museum of Art, Nueva York, 2012, p. 48. 8 Idem. 9 Ibid., Weppelmann Stefan, “Some Thoughts on Likeness in Italian Early Renaissance Portraits”, p. 64.
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Escuela de Jan Provost, Mons, 1465 - Brujas, 1529, La Virgen con el Ni帽o, Santa Ana y sus padres San Estolano y Santa Emerenciana, s.f., 贸leo sobre tabla. Colecci贸n Museo Nacional de San Carlos.
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Da Vinci enfrenta la realidad de manera vivaz al intentar retener reacciones humanas y conductuales dentro de sus obras. Hace a un lado, y por completo, la rigidez para activar la vivencia de los rostros e integrar el alma de los individuos dentro de los mismos cuadros. El más famoso retrato femenino en la historia del arte, la Monalisa, ostenta las ondulaciones transparentes conocidas como sfumato; esta invención de Leonardo radicó en la vaguedad del contorno, la suavidad de los colores y la fusión de la sombra con las comisuras del rostro aparentemente inclonclusas, crean deliberadas incertidumbres que infundirán vida a las vivaces personificaciones de composición sencilla. En este sentido el retrato de Mujer con armiño, 1489-1490, de la colección del Museo Czartotyski, representa Cecilia Gallerani, cargando a un armiño en los brazos, obra que dará un vuelco al retrato del Cuattrocento, no sólo por los adelantos técnicos sino por la alegorización de las virtudes femeninas. El cuerpo en movimiento y la luz que baña a la mujer, reflejan distintas preocupaciones plásticas más cercanas al retrato de la naturaleza que a la línea política explícita. La mujer, dotada de carácter y personalidad, entabla un diálogo con los conceptos morales haciendo abstracciones sobre el comportamiento –civilizado y animal– con material extraído de las propias investigaciones de Da Vinci. El armiño, en este caso, representa la castidad. La línea pictórica tiende hacia una aproximación entre Cecilia y el armiño haciendo todavía más evidente los atributos morales dentro de la urdimbre iconológica al igualar las expresiones de la mujer con las del animal. El retrato fue realizado unos años antes del matrimonio de Cecilia Gallerani con Ludovico Sforza “El Moro”, y tal fue su fuerza que el concepto iconológico pasó a ser un símbolo heráldico de la casa Sforza.10
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Ibid., pp. 70-72.
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Rafael Sanzio por su parte, en una atmósfera de claro enfrentamiento rival entre Leonardo y Miguel Ángel, abraza el tema de las Madonas con una clara correspondencia a la obra de Leonardo. Los amables rostros maternales se sitúan en armoniosas y equilibradas composiciones. La representación de la Virgen María y María Magdalena como tipos iconográficos enlazan el tipo ideal renacentista. Dicha tradición permeó a los tardorenacentistas novohispanos o manieristas, y por ende tangencialmente a la pintura sevillana, la cual tendría eco más tarde en tierras americanas, durante la segunda mitad del siglo XVI.11 Maestros sevillanos, llegados a la Nueva España, como Andrés de Concha integraron a su obra un gusto por el entorno arquitectónico, reflejado en el óleo sobre tabla, La Sagrada Familia con San Juan niño. La obra que nos ocupa, de reciente adquisición por parte del Instituto Nacional de Bellas Artes para el Museo Nacional de San Carlos, da cuenta de una clara influencia de representación basada en modelos italianos específicamente rafaelitas: el gusto por la arquitectura grecorromana en ruina, la virgen entronizada, el carácter fisonómico femenino, la luz contenida en el rostro, el paisaje y el tipo sencillo en la composición, dan cuenta de ello.12 Estudiosos del arte novohispano nutridos del renacimiento sostienen que las fuentes literarias e iconográficas ayudan parcialmente a la lectura de las piezas, sin embargo, las escenas sujetas a estudio van más allá de la anécdota y se relacionan con los sermones del dominico Savonarola, quién manifestó que, antes del Concilio de Trento y de sus convenciones artísticas, el arte constituía un medio eficaz para transmitir metáforas y conceptos religiosos abstractos. De ahí las claras composiciones para ofrecer los conceptos religiosos y tipos iconográficos, todavía cercanos a la misión medievalista.14
11 Amador Pablo, Ángeles Pedro, Arroyo Elsa, Falcón Tatiana, Hernández Eumelia, “Y hablaron de pintores famosos de Italia. Estudio interdisciplinario de una nueva pintura novohispana del siglo XVI”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, Número 92, UNAM, México, 2008, p. 51. 12 La representación de la Sagrada Familia con san Juan niño, iniciada desde el siglo XIII en Italia, parece tener su origen en textos bizantinos del obispo Serapión, quien por primera vez narra el encuentro de Jesús y Juan. Ibid., p. 53. 14 Ibid., pp. 53-54.
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En este sentido el artista anónimo de pseudónimo El maestro de las medidas, extraído de la escuela neerlandesa, fue conocido por representar mujeres sólo con la mitad del cuerpo y aplicar las típicas composiciones rafaelitas. El autor, acude a la moda textil del siglo XVI y a la luz contenida de los pálidos rostros femeninos; contrasta el fondo oscuro y la composición piramidal, con luz contenida en el rostro de tez marmórea. Las convenciones faciales dan cuenta de la frente elevada y boca pequeña como ausencia a toda alusión sexual. En conexión con el ya vertido concierto plástico femenino, Pieter Kempeneer, pintor flamenco manierista del alto renacimiento, sintetiza las convenciones ideales del momento en una de las obras más representativas de la colección del Museo Nacional de San Carlos. La obra en cuestión contiene una alegoría de las siete virtudes encarnadas en mujer. Dicha alegoría extraída de los textos de San Agustín, San Mateo y Santo Tomás, divide las virtudes en dos grupos. En un primer plano se observan las moralidades teologales: al centro la caridad que amamanta a dos niños; a los extremos la fe que carga una cruz y la esperanza representada por una fémina que mira al cielo.15 Al fondo se ubican las virtudes cardinales cuyos atributos aparecen en los tocados: la fortaleza, aludida por un tocado
de leones,16 la prudencia porta un espejo; la justicia tiene los ojos vendados, y en muchas ocasiones también contiene los atributos de la balanza o la espada. Finalmente la templanza sostiene una jarra en la que se mezcla el vino y el agua.17 Esta obra, en la que se representan rostros diversos, propicia el diálogo con el resto de las presencias femeninas de otros siglos que conforman la exposición: El rostro de la mujer en la historia del arte. Un recorrido del siglo XIV al siglo XXI. Ésta exposición es un crisol que reúne más de 70 piezas que representan entre otros temas: la maternidad, la belleza clásica, la falta de expresión, la sumisión y el poder masculino –algunas obras se exponen por primera vez en nuestro país, como es el caso del Retrato de Marevna, 1919, de Amedeo Modigliani o el Retrato desconocido, ca. 1800 de Francisco de Goya– es una muestra en la que abundan los retratos clásicos, barrocos, con personajes cargados de atavíos de época, ambientes de salón, miradas llenas de devoción, son en su mayoría de artistas europeos, académicos, otros anónimos. Si por una parte presentamos el arte internacional, casi en su totalidad europeo, de siglos atrás, es necesario confrontarlo con la expresión de tres mujeres artistas mexicanas: Marta Palau, Teresa Margolles y Betsabeé Romero quienes dialogan en toda libertad con las mujeres del pasado.
La esperanza es representada en la convención iconológica manierista y renacentista cómo un ancla. La imagen de los leones suele ser usual en la heráldica medievalista. Kempeneer se emparenta con este época en pleno alto renacimiento. 17 La mujer en la pintura. Sociedad, Mito y Religión, INBA, México, 1982. 15 16
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Andrés de Concha, Sevilla, ca. 1550 - ciudad de México, ca. 1612 (atribuido), La Sagrada Familia con San Juan niño, s.f., óleo sobre tabla. Colección Lourdes Laborde, México.
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18 Pierre-Charles Le Mettay, Alta Normandía, 1726 - París, 1759, Diana sorprendida en el baño por Acteón, s.f., óleo sobre tela. Colección Pérez Simón, México.
Jean-Honor茅 Fragonard, Grasse, 1732 - Par铆s, 1806, La coqueta y el jovenzuelo, s.f., 贸leo sobre tela. Colecci贸n Museo Nacional de San Carlos.
Éxtasis, honor y virtud
Mujeres ejemplares en la pintura del siglo XVII Una mirada de género. Marco Antonio Silva Barón Jefe de Curaduría e Investigación Museo Nacional de San Carlos
De acuerdo con algunas corrientes historiográficas, el siglo XVI fue testigo de un fenómeno en la cultura visual: la “erotización de la visión”, que consistió en el exponencial crecimiento de un imaginario que estaba explícitamente creado para excitar al contemplador, lo mismo que de una literatura francamente erótica basada en las fuentes clásicas.1 Dicho arte erotizado, en el que destaca el alargamiento de la figura y la experimentación con posturas afectadas, comienza a transformarse de acuerdo a la reacción católica ante la problemática ideológica de su siglo. Así, la figuración artística se sujetó al rigor de la necesidad de exaltación del dogma religioso y la sensualidad corpórea dio paso a la sensualidad de las emociones espirituales exacerbadas, al llamado arte barroco. Los artistas de entonces llevaron al límite la siguiente observación emanada del Concilio de Trento: “La naturaleza del hombre es tal que no puede elevarse fácilmente a la meditación de las realidades divinas sin ayudas externas.”2 La obra de arte, a consecuencia de la Reforma Católica, se convirtió en un soporte de primera importancia para la práctica espiritual. No sólo las representaciones de Cristo, de la Virgen y los santos, sino también aquellas que invocaran o llamaran a la reflexión sobre la muerte y el infierno, y sus consecuencias. Acaso el móvil más profundo y vital del barroco haya sido “el deseo de sentir la experiencia interior de la presencia divina.”3 La experiencia mística es un tema privilegiado dentro del imaginario barroco. Los altares ostentaban cientos de obras cuyo tono era intenso, emotivo; el santo en estado de trance, arrobado por la presencia de lo divino. El éxtasis visible en los santos y santas no era fortuito, por un lado era el resultado del arrebato místico de las sobrenaturales narraciones hagiográficas, aunado a la teatral pincelada de los artífices, que con la sobrecarga de emociones, buscaba conmover al espectador y llevarlo a la fe. En la exposición El rostro de la mujer en la historia del arte. Un recorrido del siglo XIV al siglo XXI, se muestran tres piezas del siglo XVII que en sí mismas son ejemplos de las preocupaciones estéticas de su tiempo. El tenebrismo de inspiración caravaggista acercado al clasicismo, como Andrea Vaccaro, naturalista, pero sin rasgos agresivos en su obra. Orazio da Ferrari, que acusa la asimilación de las formas de grandes maestros como Rubens o la paleta de Guido Reni. En el caso de Luca Giordano, la exaltación del color, la pincelada rápida y dinamismo en la composición. No obstante, lo más importante de tales pinturas es que ilustran conceptos abstractos como la virtud, la fe y el honor, que encontraron una plasmación visual, una ejemplificación figurativa en la mujer, que siendo víctima de inenarrables mortificaciones, podía alcanzar una cierta redención, aunque en la mayoría de los casos significaba ser físicamente aniquilada. Los rostros femeninos durante el martirio barroco son hermosos, pero ¡ay de sus poseedoras!: su hermosura es precisamente uno de sus enemigos, la belleza provoca bajos deseos entre los hombres, lo que a su vez lleva a la violencia y a la destrucción del objeto del deseo, o por lo menos a intentarlo. La belleza es un atributo que se paga muy caro. Así pues, sirvan tres ejemplos italianos para analizar desde el punto de vista de género, las consecuencias de la relación mujer-concepto abstracto en el siglo XVII.
1 Jill Burke, “Sex and Spirituality in 1500s Rome: Sebastiano del Piombo’s Martyrdom of Saint Agatha”, en The Art Bulletin, vol. 88, No. 3, septiembre 2006, p. 482. 2 Doctrina sobre el muy santo sacrificio de la misa, 22ª. sesión, 17 de septiembre de 1562. 3 Gilles Chazal, “Arte y mística del barroco”, en Arte y mística del barroco. Catálogo de la exposición, México, Antiguo Colegio de San Ildefonso. Conaculta, INBA, Gobierno del Distrito Federal, 1994, p. 26.
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Autor desconocido, Virgen de la Providencia, siglo XVIII, óleo sobre lámina de cobre. Acervo Artístico del Museo Nacional del Virreinato.
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Orazio da Ferrari (1606-1657) Susana y los viejos
En el centro de la composición se observa a una mujer que pudorosamente se cubre el cuerpo desnudo. Voltea hacia atrás y con horror descubre a un hombre viejo que la observa. A un costado hay otro anciano que también la mira. Los movimientos de la protagonista denotan prisa. Con la extremidad derecha jala el largo paño con el que intenta cubrir su desnudez, mientras que con el brazo izquierdo protege su torso de la mirada furtiva de los señores. Los hombres hacen sendos ademanes, le dirigen la palabra a la dama, que a su vez intenta huir de la escena. La composición se complementa con la presencia de la escultura de un atlante en el lado derecho de la obra, evidentemente como parte de una fuente en el jardín de la protagonista. La narración indica que Susana era una mujer virtuosa, casada con Joaquín, afincados en Babilonia. En las Sagradas Escrituras se hace referencia que, además de las cualidades de su carácter, Shoshannah era una mujer “hermosa en extremo, y temerosa de Dios.”4 Será la belleza de la noble dama la principal detonante del conflicto de la israelita. Los ancianos coprotagonistas del conflicto fungían como jueces en su comunidad, y enloquecieron de deseo al ver pasear a Susana en el jardín de su marido. Seguido acudían a hurtadillas al domicilio de la antedicha mujer, para contemplarla. Tras coincidir en una de sus rondas de espionaje, acordaron el sórdido plan de acosarla y poseerla. Algún tiempo después, Susana entraba al jardín acompañada de sus sirvientas, debido al calor, decidió bañarse, dio órdenes a sus asistentes para después despedirlas, y así efectuar su cometido lejos de toda mirada, mas no sabía que los ancianos ya estaban allí, agazapados. Una vez solos, se abalanzaron a donde la casta mujer y la contrariaron con la terrible propuesta: “mira, las puertas del jardín están cerradas, nadie nos ve, y nosotros estamos enamorados de ti: condesciende pues con nosotros, y cede a nuestros deseos.” Ella se negó a considerar la infame propuesta, a pesar de haber sido amenazada de que si no se entregaba se le calumniaría de pecar con un joven en el jardín. Ella gritó y pronto vinieron los criados. Los intrusos se fueron. No obstante, los pérfidos voyeristas acusaron a Susana ante familiares y autoridades del falso pecado que habían inventado. En su calidad de jueces, los ancianos condenaron a muerte a la afligida Susana, quien imploró al creador ante tan injusta condena. Habiendo escuchado su plegaria, el Señor dotó a un jovencito, Daniel, del espíritu de la profecía, y éste vociferó en contra de la maldad a punto de concretarse. El joven interrogó a los jueces, evidenciando con ello el montaje que realizaron para perjudicar a la acusada. Inclusive le dijo a uno de ellos: “la hermosura te fascinó y la pasión pervirtió tu corazón”. Los viejos acabaron confesando su contubernio y murieron bajo la ley de Moisés. La inocente Susana fue liberada de toda culpa, puesto que no había cometido pecado alguno. Su marido, Joaquín, alabó a Dios por haber salvado a su mujer. Daniel, desde aquel día fue tenido en gran concepto por todo el pueblo.5 La prepotente violencia machista pone en jaque la pureza de la mujer y con ello el orden social, tal vez, más importante, provoca deshonra al hombre: al esposo, al padre, al árbol ancestral de patriarcas, situación detonadora de conflictos y guerras y verdadero trasfondo del problema de Susana. En realidad su salvación es una salvación masculina, su honor defendido es el honor intacto de los hombres de la casa. Es tan potencialmente grave la afrenta, que incluso Dios tuvo que intervenir.
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Dn, 13, 3. Dn 13, 20-64.
Debe también llamar la atención que el arte occidental trata de manera más bien hostil cualquier intento de geronto sexualidad. El conflicto que nos ocupa nunca se ha llamado Susana y los jueces, o Susana y los hombres corruptos, no, se llama Susana y los viejos. “Viejos” siempre con un cariz negativo, peyorativo, inclusive degradante. Acaso en Occidente cualquier manifestación sexual en la senectud era vista como repulsiva, indeseable e inevitablemente causante de agravios, como en la narración bíblica aquí consignada. Susana es un símbolo ancestral de virtud y belleza. Durante siglos, el relato de la israelita fue tomado como ejemplo de rectitud frente al mal. Hacia el final del siglo IV d.C., la castidad marital se transformó en una virtud cristiana, de suma importancia en la moralidad de dicha religión. En el centro de la problemática sobre el tema se encontraba la salvación espiritual de la persona sexualmente activa, tema conflictivo en el cristianismo temprano. La parábola de Susana aparece en el arte de las catacumbas y en sarcófagos en los siglos III y IV d.C., en el arte paleocristiano.6 En la Edad Media, no obstante, devino en un símbolo de la pureza de la Iglesia ante herejes y paganos.7 En el Renacimiento, el motivo evolucionó hacia la escena del baño en el jardín, puesto que con él los artistas obtuvieron la oportunidad de plasmar sus estudios del desnudo femenino, velado por la finalidad moral y edificante de la historia de Susana. Posteriormente, en el barroco, con su énfasis en el decoro y pudor post Concilio de Trento, devino uno de los pocos motivos artísticos en los que se justificaba la presencia del desnudo femenino, precisamente para denunciar los males de la lascivia y para dar un ejemplo de rectitud ante los embates de la concupiscencia. El desnudo fue un tema de debate en la tratadística. Algún autor resumió de la siguiente manera el temor de representar a la figura humana despojada de paños: “Las imágenes impuras mandan por medio de los ojos la peste y el veneno a las almas y cuando falta la tentación el diablo la suple con la pintura.”8 El temor por las “imágenes impuras”, desde la perspectiva actual, pone sobre la mesa el problema de la mirada masculina, que para algunas corrientes de análisis feminista, conlleva el estudio de asuntos clave como la conversión en objeto del asunto mirado (en este caso, la mujer) y el voyeurismo.9 El acoso a Susana tiene la agravante que sus voyeuristas eran jueces, es decir, desde una posición de poder quisieron subyugar la voluntad de la dama. La agraviada sirve como claro ejemplo de lo que dice Gaylyn Studlar: “la fémina puede funcionar para el varón solamente como un objeto de posesión espectatorial sádica.”10 Tal vez la representación más famosa de Susana y los viejos fue la realizada hacia 1610 por Artemisia Gentileschi (1593-1653). Algunos autores especulan que en esa obra bien podría estar plasmada la angustia de la Artemisia adolescente, que estaba siendo acosada sexualmente por su maestro, Agostino Tassi (1578-1644), quien a la postre la violaría; otra agresión desde el poder.11 Acaso el miedo de aquel rostro asqueado por las insinuaciones de los viejos tenga un eco en la pieza de Orazio da Ferrari, que vuelve a captar a una Susana no sensual, no provocativa, sino a una dama en cuya cara se muestra el terror ante la perspectiva de ser deshonrada. Situación todavía peor que la muerte para la mujer durante muchos siglos, y todavía hoy temible para millones en ciertas culturas de la Tierra.
Kathryn A. Smith, “Inventing Marital Chastity: the Iconography of Susanna and the Elders in Early Christian Art”, en Oxford Art Journal, vol. 16, No. 1, 1993, p. 3. Texto de catálogo, La mujer en la pintura. Sociedad, mito y religión, México, INBA, Patronato del Museo de San Carlos, A.C., 1982, p. 36. 8 Gian Domenico Otonelli y Pietro Berretini da Cortona, Tratado de la pintura y la escultura (1652), consignado en Barroco en Europa. Fuentes y documentos para la historia del arte, edición a cargo de José Fernández Arenas y Bonaventura Bassegoda i Hugas, Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 1983, p. 155. 9 Edward Snow, “Theorizing the Male Gaze: Some Problems”, en Representations, No. 25, p. 30. Invierno de 1989. 10 Consignada en Edward Snow, op. cit., p. 31. 11 James C. Harris, “Susana and the Elders”, en Archives of General Psychiatry, vol. 65, no. 9, p. 992, septiembre de 2008.
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Orazio da Ferrari, Voltri, 1605 - G茅nova, 1657, Susana y los viejos, s.f., 贸leo sobre tela. Colecci贸n Museo Nacional de San Carlos.
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Luca Giordano (1634-1705) Lucrecia
Lucrecia mira hacia el infinito, desde el ángulo superior derecho es iluminada de manera teatral y artificiosa, no es una santa de la nómina cristiana, mas acusa el lenguaje extático del arte de su siglo. Su cuerpo es fuerte y voluminoso. Su torso está casi totalmente desnudo, la mano izquierda apenas si sostiene el paño de su vestimenta. Lucrecia está a punto de suicidarse. Con la otra mano porta la daga que consumará su extinción. Lucrecia, mujer de noble familia romana, fue violada y amenazada por el hijo de un rey. Contrariada, humillada y avergonzada denuncia al violador, Sexto, hijo de Tarquino el Soberbio. Inmediatamente después pone fin a su vida. La deshonra moral y sexual de Lucrecia fue el catalizador para la revuelta romana contra los gobernantes etruscos.12 De acuerdo al relato, Lucio Junio Bruto lideró la conflagración, lo que llevó a la fundación de la república, de la que fue el primer cónsul, junto a Tarquino Colatino, hacia el año 509 a.C.13 De acuerdo a la usanza romana, únicamente un padre podía matar legalmente a una adúltera, y Lucrecia, en los términos de su cultura, había cometido adulterio, aunque hubiese sido forzada a ello. La víctima convocó a su padre y al esposo, haciendo explícita su subordinación legal ante ellos. Expuso el crimen del que fue desgraciadamente partícipe, e inclusive recibe consuelo de sus interlocutores: “Todos ellos (...) trataron de consolar el triste ánimo de la mujer, cambiando la culpa de la víctima al ultraje del autor e insistiéndole en que es la mente la que peca, no el cuerpo, y que donde no ha habido consentimiento no hay culpa”14 pero anticipándose a cualquier otro juicio, Lucrecia decide que no puede perdonarse a sí misma: “el ver que él consigue su deseo, aunque a mí me absuelva del pecado, no me librará de la pena; ninguna mujer sin castidad alegará el ejemplo de Lucrecia”.15 Además del propio escarnio, la víctima está mortificada por la idea de que otras mujeres decidan seguir un ejemplo incorrecto, esto es, vivir deshonradas, manchadas por un hombre. Dicho escenario es vergonzoso para la romana, educada bajo la premisa de que su honor personal es una extensión de todo el honor social, no podía permitir que la citaran como un ejemplo de permisividad sexual, aun cuando ésta fuera el resultado de una violación. La trágica, aunque desde el punto de vista romano, heroica muerte de Lucrecia representa el honor salvado in extremis. Violada, amenazada y amedrentada, no vio otra salida a su situación que el suicidio, provocado por una segunda penetración: la del arma blanca que dolorosamente acabó con su vida. Una vez consumado el mortal apuñalamiento de Lucrecia, su familiar Lucio Junio Bruto saca el arma de su inerte cuerpo, levantándolo a lo alto. Llama a todos los presentes a poner de lado su congoja, convertirla en ira y derribar a la monarquía etrusca, a todas luces abusiva y cargada de excesos. Para provocar a los romanos, el cuerpo de Lucrecia es llevado a la plaza de la ciudad de Colacia para mostrar el ultraje de los monarcas.16 En la historiografía romana, Lucrecia es reverenciada como una santa.17
Para la historiografía moderna, la historia de Lucrecia, como muchas otras de la época pre-republicana, es más bien un mito, o a lo sumo, una leyenda que contiene elementos de un evento real. La reconstrucción de la historia de Roma de los siglos VI y V antes de la era cristiana depende de la arqueología, junto a alguna documentación y los relatos de autores de la misma antigüedad romana. Sandra Joshel, en “The Body Female and the Body Politic: Livy’s Lucretia and Verginia”, en Sexuality and Gender in the Classical World. Readings and Sources, Oxford, Blackwell Publishers, 2002, p. 114. 13 Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación. Libro I, Las leyendas más antiguas de Roma, [1.58], ebook, Murcia, Antonio Diego Sánchez Duarte, pp. 48-50. 14 Tito Livio, op. cit., 1.58.9, p. 49. 15 Ibidem, 1.58.10-11. 16 Ibid. 17 James C. Harris, “The Suicide of Lucretia”, en Archives of General Psychiatry, vol. 65, no. 4, p. 374, abril de 2008. 12
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26 Luca Giordano, N谩poles, 1634-1705, Lucrecia, s.f., 贸leo sobre tela. Colecci贸n Museo Franz Mayer.
El final de Lucrecia, no obstante, desde una perspectiva masculina, no es siempre empático, san Agustín disgustó del modo de morir de la patricia, de hecho condenó su suicidio, ya que lo juzgó como una respuesta a la vergüenza y no como una manifestación de amor a la castidad. El santo africano cita el ejemplo de 300 religiosas, que durante un saqueo de Roma fueron ultrajadas, mas ellas no se abalanzaron al cuchillo como Lucrecia, toda vez que no hay falta de castidad cuando una mujer es tomada contra su voluntad. El juicio de Agustín de Hipona es fulminante: si hubiera sido inocente, no se habría quitado la vida: “Así es que el haberse quitado la vida por sus propias manos no fue porque fuese adúltera, aunque lo padeció inculpablemente; ni por amor a la castidad, sino por flaqueza y temor de la vergüenza.”18 Menos dura es la consideración de Dante Alighieri, quien sitúa a Lucrecia y Bruto en el limbo, entre los paganos nobles romanos que no pecaron y por tanto no recibieron castigo. Entre ellos también se encuentran Sócrates y Séneca, quienes habían cometido suicidio. Lucrecia no es colocada en los ámbitos inferiores, junto a otros suicidas, constantemente atormentados por las arpías.19 A pesar del contencioso tema del suicidio en Occidente, aunado al paganismo de Lucrecia, durante el Renacimiento, con su estudioso aprecio por la Antigüedad, la romana fue tomada como un símbolo de pureza y castidad; su virtud y sentido de la vergüenza como valores cívicos y simbólicos pesaron más que la problemática cristiana del suicidio o cualquier acusación de vanidad en la decisión de acabar con su vida.20 Asimismo, Lucrecia pertenece a un linaje de mujeres “viriles”, a saber, mientras su castidad la hacía una mujer y esposa ejemplar, su suicidio fue una manifestación de valentía “viril”.21 Acaso el rostro de Lucrecia representa el sacrificio heroico, el martirio de una mujer que sirve de ejemplo en la convulsa Italia barroca, como el modelo que se debe seguir ante la infamia y el sacrificio final ante la pérdida de honor: antes muerta que deshonrada. La pintura de Luca Giordano bien podría llevar una cartela con las palabras de Shakespeare:
Pobre mano, ¿por qué te estremeces ante este decreto? Hónrate en librarme de la presente ignominia; pues si muero, mi honor vivirá en ti; pero si vivo, vivirás en mi deshonor. Puesto que no pudiste defender a tu leal señora, y te causó miedo desgarrar la cara de su criminal enemigo, ¡mátate y mátala por haber cedido de este modo! 22
Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, capítulo XIX, pp. 39-40. Cfr. Dante, La divina comedia, canto IV, México, Editorial Cumbre, 1982, traducción de Cayetano Rosell, pp. 18-23. 20 James C. Harris, op. cit. p. 374. 21 Barbara Spackman, “Machiavelli and gender”, en The Cambridge Companion to Machiavelli, editado por John M. Najemy, Cambridge, Cambridge University Press, 2010, p. 233. 22 William Shakespeare, La violación de Lucrecia, reproducido en Revista de Santander, edición 2, Bucaramanga, Universidad Industrial de Santander, traducción de Luis Astrana Madrid, 2007, p. 134. 18 19
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Andrea Vaccaro (ca. 1600-1670) Santa Águeda, ca. 1655
Santa Águeda o Ágata, fue martirizada a mediados del siglo III en la ciudad italiana de Catania, en Sicilia. Murió porque Quintiano, gobernador de la provincia donde habitaba, la miraba lujuriosamente y le instaba a abandonar su fe cristiana y hacer sacrificios a los dioses paganos. Ella, firme en sus convicciones, hizo caso omiso tanto de las insinuaciones del burócrata, como de cualquier filiación pagana. Quintiano, irritado por la insolencia de la virginal mujer, la mandó a un prostíbulo que presidía la proxeneta Afrodisia. Al paso de treinta días, Águeda permanecía incorrupta, por lo que el gobernante romano ordenó que se le sometiera a la tortura del potro, y después que le arrancaran los pechos. Ella misma increpó a su cruel verdugo diciéndole: “¿No te da vergüenza privar a una mujer de un órgano semejante al que tú, de niño, succionaste reclinado en el regazo de tu madre?”. Aunque posteriormente, de manera milagrosa, los cercenados miembros le fueron repuestos por san Pedro. Sin inmutarse, Quintiano hizo que fuera arrastrada y revolcada sobre carbones incandescentes, para subsecuentemente morir en prisión.23 La figura de Santa Águeda cobra relevancia durante el barroco. Su imagen, tal y como se impuso en la época, obedece a la de los santos sublimados por el éxtasis o el martirio. La figura de la santa emerge de un fondo tenebrista, la iluminación procede del ángulo superior derecho. Ella voltea hacia arriba, con la boca entreabierta. Las manos cubren decorosamente su pecho, cuyos paños acusan un ligero derramamiento de sangre. Sus senos han sido cercenados, no obstante, Santa Águeda mártir, está siendo bañada por una luz divina que la lleva al éxtasis. Sobre la vital importancia de esto último explica Emile Mâle: “Para la Edad Media el milagro es lo que constituye el signo de santidad, mientras que para el siglo XVII es el éxtasis. El milagro que coloca al santo en relación con el hombre parece de una naturaleza menos elevada que la visión que le pone en relación con Dios.”24
23 Jacobo de la Vorágine, The Golden Legend or Lives of the Saints, volumen 3, Temple Classics, traducción al inglés de William Caxton, pp. 383-388. 24 Emile Mâle, El barroco. Arte religioso del siglo XVII. Italia, Francia, España, Flandes, Madrid, Encuentro Ediciones, 1985, pp. 176-177.
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AndreaVaccaro, Vaccaro, ca. Nápoles, 1598 -Santa 1670,Águeda, Santa Águeda, 1655, Óleo sobre tela. Colección del Museo de San Carlos. Andrea 1600-1670, ca. 1655,ca.óleo sobre tela. Colección Museo Nacional de Nacional San Carlos.
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La obra de Andrea Vaccaro es un ejemplo de la pintura tenebrista seguidora de Caravaggio, en la cual el fondo oscuro realza el volumen del cuerpo y los pliegues de las telas. El acento de luz sobre la piel y las sombras producen un efecto expresivo, teatral y sobrenatural en el rostro y las manos. Un tratadista italiano resume así la centralidad del tema de los efectos lumínicos: “el estudio y la capacidad con la cual los pintores intentan poner en su justa luz las imágenes para que destaque más la excelencia del arte es en cierto modo parecido al artificio de los oradores, que con la voz, con el gesto, con la declamación, y con la modulación se esfuerzan en embellecer el discurso e impresionar al auditorio.”25 La composición y el dibujo muestran un cuidadoso estudio de la figura humana. El artista debió conformar a la santa mártir sin sus atributos característicos como sus pechos sobre un plato, las tenazas con que fue mutilada, la antorcha o la palma, en virtud de la necesidad de representar con decoro a los personajes en el arte posterior al Concilio de Trento: “las imágenes no deberán estar pintadas ni adornadas con elementos de belleza profana provocadora.”26 Su historia es la de la víctima glorificada por el martirio para salvaguardar su virginidad, cuya conquista significaba también la de la religión cristiana. Santa Águeda representa la irreconciliable relación entre belleza, pureza y devoción. Ella es una mujer sumamente hermosa cuyo destino era ser deseada y violentada por su intransigencia. Ante el acoso de su verdugo, Águeda conservó la virginidad, alegoría misma de su espiritualidad. El poder masculino, salvaje y brutal, la condenó a una atroz muerte, en la que los atributos de su hermosura física, senos y rostro, fueron brutalizados para consumar su total destrucción. La belleza fue su perdición, y la religión, el pretexto para ejecutarla. Quintiano, como pagano y desde el punto de vista religioso, representa la ruina y la oscuridad de aquellos que no aceptan la fe cristiana, y como hombre, es la encarnación del poder masculino, supremo y enajenante, sobre la fémina.
25 Federico Borromeo, Tratado de la pintura sagrada (1625), consignado en Barroco en Europa. Fuentes y documentos para la historia del arte, edición a cargo de José Fernández Arenas y Bonaventura Bassegoda i Hugas, Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 1983, p. 150. 26 Decreto sobre la invocación, la veneración y las reliquias de los santos; y sobre las santas imágenes; 25ª sesión, 3 y 4 de diciembre de 1563.
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Cuando la lascivia gobierna su mente, es imposible negociar un trato, una salida. Siempre vendrá un desenlace violento y aniquilador. Y para ella, la ilusión de saberse mártir y divina. Los hechos que detonan los conflictos de las protagonistas del presente escrito parecen emanar de una masculinidad mezquina, descontrolada y salvaje. La justicia o la reivindicación de las agraviadas asimismo provienen de otra fuerza masculina, ya sea el favor divino o la venganza del clan. El deseo sexual incontrolable es el talón de Aquiles de los villanos de las historias. Nunca en ellos hay una reflexión o toma de conciencia; los ancianos no confiesan hasta el final, y obligados por un joven tocado por Dios, su chocante plan contra Susana; la familia de Lucrecia finiquita al odioso gobernante que le fastidió la vida, sin jamás disculparse; el cónsul romano permanece firme en su voluntad de acabar con Águeda a pesar de que ella es ayudada por la divinidad. El barroco toma estas historias y las eleva a reseñas morales en sus figuraciones. Muchos siglos después, las historias de las agraviadas, y su respuesta ante la ignominia continúan siendo cursos de acción encomiables para sociedades muy distintas. Cabe también señalar, que a más de un milenio de trascurridos los casos, la belleza de la mujer era todavía factor de perversión de los corazones masculinos. No obstante, hay que permanecer vigilantes sobre sus narrativas. Sandra R. Joshel escribió una reflexión sobre las historias romanas pre-republicanas, que bien puede servir de conclusión general ante los discursos visuales arriba discutidos: “Esta tradición no era (…) una reconstrucción crítica objetiva, sino más bien un constructo ideológico, diseñado para controlar, justificar e inspirar.”27
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Sandra R. Joshel, op. cit., p. 115.
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Inscripciones de lo femenino Procesos artísticos y aportaciones plásticas de la Edad Media al siglo XIX. Aurora Yaratzeth Avilés García Investigadora Museo Nacional de San Carlos 2
Algunas teóricas e historiadoras del arte feministas, como Griselda Pollock, han evidenciado la importancia de construir una historia del arte basada en el reconocimiento de las diferencias de género y la “des-universalización” de “lo masculino”, esfera sobre la que está sustentada la tradicional forma de estudiar y escribir el arte o, lo que denomina como el canon.1 Pollock propone, no sólo reconocer que “la diferencia sexual estructura las posiciones sociales de las mujeres, las prácticas culturales y las representaciones estéticas”, sino también “sexualizar” a lo masculino, despojándolo del carácter universal que la Tradición le ha otorgado, “exigiendo que el canon sea reconocido como un discurso generizado [gendered] y generizador [en-gendering]”.2 De esta manera, la teoría feminista “explora el proceso sociosimbólico de la sexualidad y la construcción del sujeto en la diferencia sexual, en sí mismo dentro del campo de la historia, según se delinea y es delineado en una historia de representaciones visuales modeladas estéticamente”.3 Siguiendo estos planteamientos, es interesante identificar la existencia de algunos elementos particulares que confluyeron en el trabajo de mujeres artistas, activas en el periodo comprendido entre la Edad Media y el siglo XIX. Sin intención de ser un estudio especializado en la materia, el presente artículo constituye un acercamiento a una miscelánea de preocupaciones individuales y colectivas, así como a determinados procesos que atravesaron la actividad creativa femenina, destacando algunas aportaciones de las artistas en los géneros pictóricos en los que trabajaron. Es un intento por “buscar inscripciones de lo femenino –que no proceden de un origen fijo, esta pintora del sexo femenino, aquella mujer artista, sino de aquellas trabajando dentro del predicamento de la femineidad en culturas falocéntricas en sus diversas conformaciones y sistemas variables de representación.” 4
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Véase: Griselda Pollock, “Diferenciando: el encuentro del feminismo con el canon” en Karen Cordero Reiman e Inda Sáenz (compiladoras), Crítica feminista en la teoría e historia del arte, México, Universidad Iberoamericana, Universidad Nacional Autónoma de México: Programa Universitario de Estudios de Género, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, CURARE, 2007, pp. 141-158. 2 Ibíd., p. 145. 3 Ibíd., p. 147. 4 Ibíd., p. 156.
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Germ谩n Gedovius, 1867-1937, La ni帽a, s.f., 贸leo sobre tela. Colecci贸n del Museo Nacional de San Carlos.
Edad Media
Improntas de la creatividad en manuscritos y muros La preocupación de las artistas por dejar constancia de su actividad se aprecia en trabajos ubicados entre el siglo XII y el XV, en los cuales se manifiesta una inclinación por desprenderse del anonimato, frecuente en las producciones medievales, por medio de autorretratos o inscripciones en las piezas. Tal es el caso de iluminadoras5 como Claricia y Guda, una mujer laica y una religiosa, activas en el siglo XII en Augsburgo y Westfalia respectivamente. Claricia se representó con ropa civil, columpiándose en una letra Q, mientras que Guda pintó su autorretrato con hábito de monja en el Homiliario de San Bartolomé, en el cual incluyó también la siguiente inscripción: Guda, una pecadora, escribió y pintó este libro. La leyenda es interesante porque muestra la intención temprana de las artistas por firmar sus obras. Algo similar se aprecia en las decoraciones al fresco realizadas en los muros del Monasterio de Santa Clara de Toro por Teresa Dieç, activa hacia 1316 en Zamora, España. Teresa firmó sus pinturas en una banda colocada al lado de la túnica de San Cristóbal, en la que escribió: Teresa Dieç me fecit. Más tarde, a principios del siglo XV, otra iluminadora identificada como Marcia, dejaría su imagen en un autorretrato pintado con ayuda de un espejo. Más allá del hecho de que algunos estudiosos consideran varias de estas iluminaciones como piezas de mediana calidad6, es interesante destacar la existencia de recursos (autorretratos, inscripciones, colofones) que dan cuenta de las tendencias de laicas y monjas hacia la individualidad, en un trabajo esencialmente colectivo, así como de la preocupación por estampar un sello de distinción en sus obras. Autor desconocido, Sor Elvira de San José, siglo XVIII, óleo sobre tela. Acervo Artístico del Museo Nacional del Virreinato.
Para mayor información sobre el trabajo de las iluminadoras de manuscritos en la Edad Media véase: Wendy Slatkin, Women Artists in History. From Antiquity to the Present, Cuarta Edición, New Jersey, Prentice Hall, 2001 y Ann Sutherland Harris, “Introduction” en Women Artists: 1550-1950, Los Angeles County Museum of Art (catálogo de exposición), 1976. 6 Sutherland Harris, op. cit., pp. 17 y 18. 5
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Siglo XVI
La percepción de la artísta sobre sí misma y su incursión en el circuito plástico Es bien sabido que desde el Renacimiento, la figura del artista adquirió una nueva valoración social. La conciencia del ser creador de arte y de identificarse como tal por medio de atributos vinculados al ejercicio de la actividad, se aprecia en un autorretrato pintado por Catharina van Hemessen (Amberes, 1528 - ca.1565) en 1548, en el cual se representó con paleta y pincel frente a un caballete. Algunos textos consideran esta obra como uno de los primeros autorretratos de un o una artista en su ámbito de trabajo.7 Otras de sus contemporáneas, como Sofonisba Anguissola, se representarían de manera similar. Esta pintora flamenca también firmó sus obras, con lo que es posible distinguirlas de las producciones realizadas por su padre en el taller familiar. La incursión de las artífices en géneros como el retrato, da cuenta de aportaciones relevantes que se anticiparon a las propuestas plásticas que se consolidarían años más tarde. Un ejemplo de ello es el lienzo titulado El juego de ajedrez o Las hermanas de la artista jugando ajedrez, realizado en 1555 por la italiana Sofonisba Anguissola (Cremona 1532/35 -Palermo, 1625). La obra, resguardada actualmente en el Muzeum Norodowe de Poznan, destaca por ser una imagen con un formato inusual para la época, pues en lugar de pintar un retrato de grupo siguiendo los convencionalismos tradicionales, la artista dispuso la composición en la forma de una escena cotidiana, en la cual otorgó expresión a los sentimientos y personalidad de cada uno de los personajes.8 Con esta inclinación hacia la representación gestual exacta para cada emoción, Anguissola se adelantó a su tiempo, anticipando la sensibilidad barroca que priorizaría el trabajo cuidadoso de los gestos que denotan los estados de ánimo y sentimientos de cada personaje. Por otra parte, en géneros como el religioso y el mitológico destacaron artistas como Lavinia Fontana (Boloña, 1552 -Roma, 1614), quien pudo desarrollar una carrera como pintora gracias a que su padre, Próspero Fontana, era el presidente de la guilda de pintores de la región y permitió que su hija ejerciera profesionalmente sin pertenecer oficialmente a la asociación. Lavinia recibía numerosos encargos tanto de escenas religiosas de gran formato para retablos, como de retratos y desnudos femeninos, los cuales al parecer, tenían gran demanda. Por ello, es considerada la primera mujer en competir exitosamente con los hombres en el mercado artístico.
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Elke Linda Buchholz, Women Artists, Alemania, Prestel Verlag, 2003. p.10. 8 Ibíd., p. 13.
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Siglo XVII
Nuevos géneros y reinterpretación de lenguajes conocidos La centuria comprendida entre 1600 y 1700 fue testigo de la consolidación de la naturaleza muerta como género independiente en los Países Bajos. En éste ámbito destacaron artistas como Clara Peeters (Países Bajos, antes de ca. 1594 –después de 1630) y Rachel Ruysch (La Haya o Ámsterdam, 1663/64 -Ámsterdam, 1750), cuyas obras caracterizadas por una gran calidad técnica, cuidadosas composiciones y el uso de novedosas fórmulas visuales, se abordan en la historiografía del arte como una referencia obligada para los estudiosos del tema. La literatura especializada resalta la gran popularidad que gozaban las obras de estas artistas en la época. Como evidencia de ello, se ha subrayado la influencia que ejerció el trabajo de Peeters en sus contemporáneos flamencos, holandeses y alemanes, así como el hecho de que algunos de sus bodegones se resguardan actualmente en instituciones herederas de colecciones reales, como el Museo del Prado.9 En cuanto a Ruysch, se ha mencionado que sus obras alcanzaron precios más altos que los trabajos de grandes maestros del arte holandés como Rembrandt, por ejemplo, quien raramente recibía más de 500 florines por sus lienzos, mientras que la pintora comerciaba sus cuadros con un costo que oscilaba entre los 750 y 1250.10 En otros géneros, es importante subrayar la actividad de artistas como Artemisia Gentileschi (Roma, 1593 -Nápoles, ca. 1652), Judith Leyster (Haarlem, 1609-1660) y Joanna Vergouwen (Amberes, 1630-1714), tradicionalmente calificadas como seguidoras o imitadoras del estilo de artífices como Caravaggio, Frans Hals y Peter Paul Rubens respectivamente. Es importante reconocer, sin embargo, la personalidad artística propia de estas pintoras, cuyas obras evidencian tanto estas influencias estéticas como la reinterpretación del lenguaje de los maestros, mismo que ayudaron a difundir en distintas regiones. Estudios recientes han destacado algunas de estas aportaciones particulares. Artemisia fue una de las grandes representantes de la generación de artistas influidos por el estilo de Caravaggio. Nacida en Roma, tras su matrimonio con Pierantonio Stiattesi, se mudó a Florencia, región donde había pocos seguidores de este artífice, por lo que su actividad fomentó la apertura hacia estas posibilidades artísticas.
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Slatkin, op. cit., pp. 100 y 101. Ibíd., p. 102.
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En obras como Judith decapitando a Holofernes,11 los especialistas han distinguido un mayor sentido del dramatismo en comparación con la pintura de Caravaggio en la que está basada.12 Se ha resaltado también, el uso de una ingeniosa estrategia desplegada por la autora para ocultar su desconocimiento13 de la anatomía masculina: colocó un paño que cubre el torso y la mayor parte del cuerpo de Holofernes.14 Leyster, por otra parte, retomó elementos del trabajo de otras personalidades además de Hals. También conocedora de los recursos lumínicos de Caravaggio, muchas de sus primeras obras evidencian el uso de la luz de una vela para crear efectos claroscuristas; es sabido que a lo largo de su carrera se interesó ampliamente por los efectos de la luz en diferentes condiciones. Los estudiosos afirman que aunque se inspiró en temas abordados por Hals, el tratamiento de los mismos es distinto, pues sus obras muestran una mayor preocupación por el entorno que rodea a los personajes. A pesar de que en ocasiones imitó la pincelada del maestro de Haarlem, prefirió el uso de una superficie de pintura más controlada y menos llamativa, que conjugó con la unión de curvas y diagonales que sugieren espacio y movimiento.15 Joanna Vergouwen está consignada en algunos estudios como una copista de Peter Paul Rubens y de Anton van Dyck, lo cierto es que su obra está influenciada por la estética de estos dos maestros flamencos, aunque también recurrió a grabados de otros artistas para la composición de sus obras. Las láminas Sansón y Dalila y El encuentro de David y Abigail, pertenecientes al Museo Nacional de San Carlos, destacan por ser los únicos ejemplos conocidos hasta ahora de la producción de la artista. Ambas piezas están firmadas y fechadas. La primera está realizada a partir de un grabado de Hendrick Snyers, así como del lienzo homónimo de Van Dyck ubicado en el Kunshistorisches Museum de Viena. La segunda es una copia de una pintura de Rubens perteneciente al Museo Getty.16
Realizada entre 1615 y 1620, se resguarda actualmente en el Palacio Pitti, en Florencia La obra de Caravaggio en la que se basó para la composición de su pintura es el lienzo Judith y Holofernes, realizado hacia 1598 y resguardado en la Galleria Nazionale D’Arte Antica, Palazzo Barberini en Roma. 13 A las mujeres no se les permitía estudiar la anatomía del cuerpo masculino ni tomar lecciones de dibujo de desnudo masculino. 14 Slatkin, op. cit., pp. 94-97. 15 Sutherland Harris, op. cit., p. 138. 16 Matías Díaz Padrón, “Dos cobres de Joanna Vergouwen en el Museo de San Carlos de Méjico” en Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología, Vol. 65, 1999, pp. 329-333. Disponible en línea en: dialnet.unirioja.es/servlet/fichero_articulo?codigo=237769 11 12
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Agust铆n Esteve, Valencia, 1753-1820, Retrato de la Marquesa de San Andr茅s, ca. 1785, 贸leo sobre tela. Colecci贸n Museo Nacional de San Carlos.
Siglo XVIII
La creación artística y la preocupación social por la apariencia física
La aproximación a la actividad plástica femenina durante este periodo, evidencia que en la formación de opinión pública sobre las obras realizadas por mujeres, influían otros aspectos además de las tradicionales consideraciones sobre la calidad técnica, la dedicación y el talento del artífice. Se trata de juicios sobre el carácter y apariencia de la artista; para la crítica de arte el apego al ideal femenino de conducta y belleza constituyó un criterio de valoración adicional de las piezas. Antecedentes de ello se encuentran en el siglo XVII, en las pinturas de la italiana Elisabetta Sirani (Boloña, 1638-1665), que eran muy apreciadas no sólo porque concordaban con el gusto de la época -influenciadas por el estilo de Guido Reni y dotadas de suavidad, elegancia y belleza decorosa- sino también porque la personalidad de Elisabetta era, además, admirada en su entorno; se la consideraba el ideal de mujer artista: joven, hermosa, soltera, talentosa, piadosa y modesta a pesar de su gran éxito.17 En el siglo XVIII, opiniones contrarias rodearon la actividad de artistas como Rosalba Carriera, Giulia Lama y Anna Dorothea Therbusch. En el caso de las dos primeras, es interesante resaltar que no se perdía de vista su falta de atractivo físico, al tiempo que se reconocía una alta calidad técnica en sus trabajos. Rosalba Carriera (Venecia, 1675-1752 ó 57), cuyos experimentos con la técnica del pastel revolucionaron el género del retrato, no escapó a los comentarios de sus contemporáneos que con desilusión notaban que no era una mujer hermosa, a pesar de lo cual en sus autorretratos “no se adulaba a ella misma ni intentó disfrazar en sus imágenes tardías su debilitado ojo izquierdo.”18 Giulia Lama (Venecia, ca. 1681 - después de 1753), inmersa en el ámbito de la pintura de altares y decoraciones palaciegas, fue reconocida en su época como una artista destacada en la ejecución de obras de gran formato. Sin embargo, al tiempo que se elogiaba su trabajo y educación, sobre su aspecto físico se decía lo siguiente: “Es verdad que es tan fea como ingeniosa, pero habla con gracia y pulcritud, así que uno perdona fácilmente su cara […]”.19 La producción de Anna Dorothea Therbusch (Berlín, 1721-1782) es un ejemplo de la forma en cómo el apego al estereotipo podía ser determinante en la recepción y crítica del trabajo de una artista en ciertos círculos. Pintora de retratos y cuadros mitológicos, a pesar de que obtuvo numerosas muestras de reconocimiento, -como la invitación a trabajar en la corte del Duque Karl Eugen en Stuttgart en 1761, el nombramiento como pintora de la corte en Mannheim dos años más tarde y la admisión a la Academia parisina hacia 1767- lo cierto es que algunos estudiosos20 afirman que su falta de éxito en París puede explicarse por dos factores, uno de ellos relacionado con su apariencia y conducta: el primero es que su trabajo era muy franco y realista para los gustos locales y el segundo se vincula con el hecho de que ella misma no era una mujer atractiva, ni en su físico ni en su carácter. Diderot, personaje con quien mantuvo una relación cercana durante su estancia en la ciudad, señaló que “no era talento lo que le faltaba para crear una gran sensación en este país… era juventud, belleza, modestia, coquetería […]”.21
Linda Buchholz, op. cit., p. 28. Sutherland Harris, op. cit., p. 162 19 Ibíd., p. 166. 20 Ibíd., p. 170. 21 Ibíd., p. 169. 17 18
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Slatkin, op. cit., pp. 123-125. Linda Buchholz, op. cit., p. 48. 24 Ibíd., p. 50. 25 Ibíd. 22 23
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Marie Louise Elizabeth Vigée Le Brun, París, 1775-1842, Retrato de dama, 1795, óleo sobre tela. Colección Museo Nacional de San Carlos.
La preocupación por la belleza física impregnaba todos los ámbitos de la vida cotidiana. En este sentido, el retrato adquirió una importancia derivada de los recursos utilizados en la construcción de la imagen del retratado que, siguiendo el gusto de la época, se inclinaban hacia fórmulas que resaltaran los atributos de los personajes y permitieran plasmarlos de una forma más encantadora que en la vida real. Adélaïde Labille-Guiard (París, 1749-1803) y Elisabeth Vigée – Lebrun (París, 1755-1842), dos destacadas retratistas parisinas de este siglo, desarrollaron estrategias distintas tanto para desenvolverse y abrirse paso en el circuito artístico, como para la creación de formas específicas de representación de sus clientes, acordes con las exigencias de la sociedad. Para demostrar su talento y lograr su admisión a la Academia, Labille-Guiard realizó, entre 1780 y 1783, una serie de retratos de académicos renombrados, sin ningún tipo de encargo previo, con lo que demostró la calidad de su trabajo y logró ser admitida como miembro de esta institución en 1783. Durante los años de la Revolución, su clientela aristócrata se desintegró, pero de nuevo recurrió a la misma estrategia que había utilizado antes para ingresar a la Academia. En el Salón de 1791, exhibió 14 retratos de diputados, representativos de la nueva élite política de Francia, incluyendo a Robespierre y Talleyrand. De nuevo esta táctica le funcionó para conseguir una nueva clientela.22 Su estilo está basado en el estudio perceptivo del carácter humano, nunca complació a sus retratados con adulaciones superficiales. Los presentó de forma directa y no pretenciosa, lo que siempre fue considerado apropiado.23 Por otro lado, Vigée-Lebrun, nombrada -por órdenes del rey- miembro de la Academia el mismo día que Labille-Guiard, fue la pintora encargada de construir la imagen oficial de la reina María Antonieta. Algunos textos afirman que, además de su talento y gran capacidad técnica, entre los recursos empleados por esta artista se encontraba uno relacionado con su atractivo físico: “Era una mujer sorprendentemente hermosa, su cabello peinado naturalmente, su turbante enrollado holgadamente alrededor de su cabeza y su túnica de muselina se plegaba libremente sobre su cuerpo en el estilo neoclásico que reemplazó la moda de encaje del Rococó. En sus autorretratos se presentó como el epítome de la criatura adorable. En parte, ésta fue sin duda una de las muchas estrategias ingeniosas empleadas por esta mujer excepcionalmente talentosa, inteligente y trabajadora.”24 Fue una pintora que comprendió las preocupaciones individuales y colectivas de su época, trasladándolas al lienzo en los retratos que ejecutaba, pues “[…] hábilmente concedía a sus clientes aristócratas, que eran en su mayoría mujeres, un amplio espectro de personajes destacados, como soñadoras románticas, sibilas antiguas o madres amorosas vestidas en túnicas orientales o clásicas y evidenciando un temperamento alegre o modestia recatada. Los retratos nunca se ven rígidos y formales, sin embargo, su aparente naturalidad es siempre el resultado de la estilización artística.”25 Ésta tendencia a resaltar los encantos y disimular las imperfecciones de sus retratados concedió gran éxito a sus obras entre las clases altas.
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Siglo XIX
Incursión en la pintura de historia y aportes al interior de grupos artísticos
A finales del siglo XVIII y durante el siglo XIX se aprecia la preocupación de las autoras por destacar en géneros considerados tradicionalmente como exclusivamente masculinos, en un intento por lograr un mayor reconocimiento y alcanzar mayor estatus como pintoras. A pesar de los inconvenientes de no contar con una formación académica en el dibujo del desnudo tomado del natural, artistas como Angélica Kauffman (Chur, Suiza, 1741 -Roma, 1807) y Angelique Mongez (Francia, 1775-1855), realizaron destacadas pinturas de historia, inspiradas en pasajes clásicos y medievales. La actividad de Kauffman es interesante en tanto que contribuyó a la difusión del neoclasicismo en países como Inglaterra. Los estudiosos afirman que su inclinación hacia este género, aunado a la calidad de sus obras, fue lo que le brindó un lugar destacado en la historia del arte: “Lo que distinguió a Kauffmann […] fue su ambición por alcanzar reputación como pintora de historia. Mucho de su éxito en Inglaterra también debe atribuirse a su elección de convertirse no sólo en artista, sino específicamente en una pintora de historia.”26 Por otra parte, Angelique Mongez, decimonónica dedicada también al género histórico, realizó composiciones de gran formato que evidenciaron su habilidad para representar ciertos temas a pesar de las limitaciones formativas e institucionales que rodeaban su actividad. Esta discípula de Jacques-Louis David, ejecutó en 1826 la pintura titulada El juramento de los siete contra Tebas, exhibida en el Salón en 1827-28.27 El cuadro destaca por estar configurado a partir de dos desnudos masculinos en el primer plano, lo que coloca sobre la mesa la discusión en torno al acceso de las artistas a estos modelos. Algunos autores señalan la existencia de “[…] evidencias de que las mujeres estaban dibujando del desnudo masculino y femenino en este periodo, ya fuera en clases mixtas o en la privacidad de sus propios hogares.”28 Aunque los desnudos no podrían contarse entre los elementos mejor logrados de la composición, es interesante destacar el interés de la autora por llevar a cabo una empresa de esta magnitud, con todas las implicaciones que conllevó su exhibición en la máxima sala del circuito artístico oficial. En esta centuria es interesante destacar también, la presencia de mujeres influidas por los círculos artísticos en los que se desenvolvían. Si bien es cierto que las características formales de sus piezas seguían un lenguaje plástico común, también lo es el hecho de que con su trabajo realizaron aportaciones destacadas que enriquecieron las posibilidades expresivas de estos medios. En este sentido, cabe resaltar la personalidad de Berthe Morisot (Bourges, 1841 - Passy cerca de París, 1895), perteneciente al grupo de los impresionistas. Morisot no sólo compartió los intereses del grupo, sino que llevó la técnica impresionista a nuevos niveles. Los expertos han denotado que, en uno de sus paisajes de 1865, desplegó “lo que podría definirse como el más sofisticado uso de la pintura para indicar el pasto y el follaje de cualquiera de sus colegas impresionistas. La obra exhibe una destacada versatilidad en el manejo de la pintura para crear los efectos de luz […] que sólo serán alcanzados por Monet, por ejemplo, más tarde en la década de 1870, en Argenteuil.”29 Se dice también que el interés de esta autora por la pintura al aire libre influyó en el trabajo de importantes miembros del grupo como Édouard Manet.
Citado por Slatkin, op. cit., p. 115. Esta obra pertenece actualmente a la colección del Musée des Beaux-Arts de Angers. 28 Citado por Slatkin, op. cit., p. 131. 29 Ibíd., p. 158. 26 27
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Franz Xaver Winterhalter, 1805–1873, Retrato de dama de tres cuartos portando un vestido negro, 1844, óleo sobre tela. Colección Pérez Simón, México.
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Sobre mujeres y arte... Las artistas aquí abordadas son representativas de la actividad creativa femenina en distintos momentos de la historia del arte y dan cuenta de algunos recursos desplegados para su avance y desarrollo en el circuito artístico. Al mismo tiempo, evidencian la configuración de innovadoras fórmulas que, muchas veces, sentaron las bases para el trabajo de artífices posteriores. El acercamiento a su labor, ha permitido rescatar algunas de sus conquistas, obtenidas paulatinamente en el campo del arte a partir de su dedicación a distintos géneros, muchos de ellos pensados como exclusivos para hombres. Estas notas fueron concebidas como una tentativa por releer el papel de la mujer como creadora de arte y consideran, como parte de su historia, las formas en que su trabajo fue interpretado, encargado, pintado y exhibido.
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Antoine Pesne, 1638–1757, Retrato de Friederike Charlotte Leopoldine Luise, Esposa del Margrave de Brandenburgo-Schwedt (1745-1808), a la edad de tres años, 1748, óleo sobre tela. Colección Pérez Simón, México.
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Franz Seph von Lenbach, M煤nich, 1836-1904, Retrato de mujer, 1898, 贸leo sobre papel. Colecci贸n Museo Franz Mayer.
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Mateo Silvela y Casado, Madrid 1863, Retrato de Doña María Armendáriz, 1884, óleo sobre tela. Colección Museo Nacional de San Carlos.
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Mujeres, la brevedad de su historia Yazmín Mondragón Mendoza Investigadora Museo Nacional de San Carlos
“Es contra la razón y contra natura que las mujeres sean amas en la casa… pero no se oponen la razón ni la naturaleza a que rijan un imperio. En el primer caso, el estado de debilidad en que se encuentran no les permite la preminencia; en el segundo, la misma debilidad les presta dulzura y moderación: cualidades que pueden hacer un buen gobierno, más que lo harían las virtudes varoniles de dureza inexorable.” Montesquieu1
Hablar de la historia de las mujeres nos obliga a buscar su sexo en la historia, a resaltar sus aportes y a vanagloriar a aquellas féminas que han jugado un papel importante dentro del devenir histórico. El hecho de exaltar sus intervenciones en los acontecimientos ha guiado a los investigadores a sustraer a la mujer del contexto histórico, para encasillar sus acciones y segmentar su persona, con la firme convicción de presentarla como sujeto histórico. Al rescatar la actuación femenina de los múltiples ojos que van del pasado medieval a estos primeros tiempos modernos del siglo XXI, evidenciamos la constante opresión a la que la mujer ha sido sometida por su compañero de creación por el padre, esposo, hijo o amante. Éste se asume como personaje principal de la historia que escribe, relatando sus proezas, sus glorias y aportes haciendo a un lado a su compañera quien queda reducida a ser la protagonista de los hechos ordinarios y pocas veces de las grandes hazañas. Pero en la medida que se le permite, ya sea por su posición social o por su inteligencia y belleza extrema, la mujer ha logrado recorrer el camino de la emancipación, guiada por su manera de ejercer el poder que llega a poseer, marcando en muchos sentidos su manera de entender la vida. Estas huellas se encuentran en las acciones y creaciones que han sobrevivido al paso del tiempo para convertirse en historia, rastros de insurrección que encontramos con más fuerza en el ámbito cultural, ya que es el espacio que le brinda más libertad de ser y hacer. Durante la Edad Media, la sociedad feudal se guiaba por una teología y una moral dictadas por los hombres, los cuales se organizaban dentro de una estructura jerarquizada en tres niveles, descrita generalmente como: los que luchaban y protegían a la sociedad y, por tanto, eran sus jefes; los que rezaban y proporcionaban el lazo necesario con lo divino, y los que con su trabajo sostenían a sus superiores. La mujer entra en cada uno de estos escalafones, cumpliendo un rol secundario, determinado por la clase social de su padre, y después por la del esposo; puesto que estaban sometidas a ellos, les correspondía estar “medio escalón” por debajo de los hombres. Una época en la que no era necesario considerar el lugar de las mujeres, ya que su ineludible sujeción a los varones era considerada obviamente parte del orden divino de las cosas y demasiado natural como para ser cuestionada; en este contexto, solo podía sobresalir mediante su condición social. Esta característica era sumamente importante para la mujer medieval ya que definían cómo sería considerada por los demás, con quién se casaría y qué tipo de vida llevaría, su categoría venía determinada por su nacimiento. El rango social también establecía el tipo de educación a la que tenían acceso; es precisamente esta formación privilegiada la que le permitió dejar constancia de su género, pues sus logros intelectuales traspasaron el polvo de la historia. Gracias a que algunas de éstas mujeres sobresalientes marcaron, en muchas ocasiones y en más de una forma, los sentidos de los reinos que encabezaban, de las grandes tierras que administraban o de los conventos que dirigían, podemos saber detalles de su vida y de la influencia que alcanzaban, por su linaje, por
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Charles Louis de Secondat Montesquieu, Del espíritu de las leyes, libro VII, Cap. XVII, Porrúa, México, 2003, p. 198.
Luis Monroy, 1845-1918, Los últimos momentos de Atala, 1871, óleo sobre tela (detalle). Colección Museo Nacional de Arte.
su inteligencia y sobre todo por su rebeldía, elementos que las llegaron a convertir en seres distinguidos. La libertad de éstas féminas, al ser participes en una sociedad predominantemente masculina, pronto se vio beneficiada con las innovaciones culturales, sociales y políticas que trajo consigo el humanismo, el cual exalta la grandeza del genio humano, proclama la bondad de la naturaleza e inyecta, al pesimismo cristiano, un optimismo que lo renueva. Esta corriente de pensamiento se extendió por Europa, a partir del siglo XV, marcando el fin de la Edad Media y el inicio de una nueva era a la que se le denominó Renacimiento. Este periodo de la historia, heredero de las estructuras culturales y cristianas del Medievo, dio paso a un mundo moderno, que fue acompañado por una nueva visión de él, lo que provoco profundos cambios
sociales y políticos, que también fueron determinados por descubrimientos científicos y geográficos. La invención de la imprenta tiene una función sumamente importante para el desarrollo de las mentalidades, ya que con ella se difunde más fácil y rápidamente la información, así como los conocimientos. Se comienza a retomar los principios de la antigüedad clásica pero actualizándola, sin renunciar a la tradición cristiana sustituyendo la omnipresencia de lo religioso por el aumento y la afirmación de los valores del mundo y del ser humano. Las reformas religiosas que se suceden y se contraponen -desde Calvino hasta los contrarreformistas-, tienen un punto común: se trata de satisfacer el aspecto metafísico y las necesidades de un individuo que desea reafirmar su origen, definir su personalidad y labrar un porvenir.
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A esta renovación le secundan nuevas concentraciones de fuerzas y de riquezas que modificaran el estatuto de las naciones, el mapa de Europa y la jerarquía de las clases sociales; la burguesía adquiere un gran poder económico derivado de las factorías comerciales que habían creado a lo largo de las rutas marítima y de las inversiones navieras en busca de nuevas tierras. Dichas gestiones financieras le permitirán a esta clase social imponer su poderío económico sobre la mayor parte de la tierra y sobre sus gobernantes. La nueva manera de percibir al mundo y al hombre que lo habita, da oportunidad al sexo femenino -quien también lo ocupa- de tomar un papel activo. El humanismo con sus conceptos permitirá a la mujer beneficiarse de la redistribución de todos los valores morales y materiales fundados sobre el agrandamiento del mundo, el descubrimiento de sus leyes, la difusión de su cultura y la afirmación de la libertad humana. Gracias a esta libertad de ser y hacer, la mujer ya no es obligada a permanecer al margen de los sucesos, si no que se le permite abandonar, poco a poco, sus aires y sus hábitos monjiles; las ataduras morales del comportamiento se disuelven y con ello se les permite saber y hacer más. Para finales del siglo XVII las mujeres de las clases privilegiadas siguen -consciente o inconscientemente- el ideal femenino establecido por el hombre, en el que la mujer es primordialmente bella, culta y virtuosa, armas que le ayudaran a conquistar nuevas posiciones; pero esta vez se apoyará también el orden intelectual. En efecto, es ella la que, a través de sus perfumes, su estética y su sensibilidad, va a pulir y refinar, no sólo las costumbres sino los espíritus de una alta sociedad, de la que no había sido hasta entonces más que un adorno. En Francia, principalmente, las damas comienzan a contribuir en la creación de Salones en donde reciben a todos aquellos sujetos que se mueven en el mundo del arte, de la política y del pensamiento. Las señoras de las casas dirigen los debates, dan el tono, encargan poemas y piezas teatrales, y ofician de árbitros lo mismo en materia de elegancias lingüísticas que en las de atuendo; y en algunas ocasiones contribuyen con sus composiciones artísticas. Estas organizadoras y patrocinadoras culturales ocupan algunas posiciones en las cortes y, por supuesto, dentro de las familias más adineradas e influyentes del momento. Los ámbitos mencionados se unen para proponer un denso cambio de funciones, marcando el camino hacia la autonomía de la era moderna.
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Francisco Bayeu y Subias, 1734-1795, Retrato de Feliciana Bayeu, hija del pintor, ca. 1792, óleo sobre tela. Colección Pérez Simón, México.
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Como se ha tratado de explicar, la llegada del Renacimiento marcará un punto de partida del reconocimiento social de la mujer y de su educación, atendiendo otros aspectos formativos, como lo aconsejaba Baltasar de Castiglioneen en su obra El cortesano, en la que, entre otras cosas, insistía que “las hijas deben educárselas cultivando la pintura, la música, el canto y la poesía.”2 Siguiendo estos preceptos es que la sociedad de los siglos XVII y XVIII dio lugar a modelos de buena cortesana, alentando entre las jovencitas de las clases acomodadas a instruirse dentro de las artes. Se consideraba que las habilidades artísticas refinaban la sensibilidad de una niña y la hacían socialmente atractiva. Nace de inmediato una afición que fue, en un principio un pasatiempo y conforme se fue acentuando la preferencia dentro de la sociedad en general, se convirtió de afición a profesión. No obstante, y siendo importante éste salto del anonimato al reconocimiento, es igualmente cierto que el trabajo desarrollado por ellas se mantuvo en un segundo plano y nunca en igualdad de valía con los hombres. Para el siglo XIX, la labor de las mujeres artistas se incrementó notablemente, sin embargo, carecían de los conocimientos propios de los artistas varones formados en las academias de arte. Ante estas desigualdades, se crea en París, centro del mundo artístico, la primera escuela de arte para mujeres, la École gratuite de dessin pour les jeunes filles, fundada en 1830, donde se proporcionaba un curso elemental de dibujo que orientaba hacia la artesanía a la mayor parte de las estudiantes. Pronto, el arte se convirtió en parte integral del currículo de las escuelas públicas para niñas, con lo que se crearon nuevos puestos de enseñanzas para mujeres. A finales de siglo, L’Union centrale des arts décoratifs, de carácter nacional, tenía una sección femenina cuya finalidad era mejorar el rendimiento, tanto del punto de vista cuantitativo como del cualitativo.
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Pierre Grimal, Historia Mundial de la mujer, Volumen 4, Editorial Grijalbo, México 1973, p. 225.
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Wladyslaw Czachorski, Lublin, 1850 - Munich, 1911, Confidentes, 1887, 贸leo sobre tela. Colecci贸n Museo Nacional de San Carlos.
Pierre Ribera, 1867-1932, Entre dos luces, s.f., óleo sobre tela. Colección Museo Nacional de San Carlos.
A finales del siglo, todas las mujeres belgas, británicas, alemanas, holandesas, italianas, noruegas, rusas, suizas y norteamericanas, que llegarían a contarse entre las pintoras más eminentes de sus respectivos países, habían ido a estudiar a París. Las pintoras o escultoras cuya obra era aprobada por el gran jurado, podían exponer en el prestigioso Salón, con el patrocinio del Estado y de su órgano artístico. Afrontar éste tipo de exposiciones implicaba no solo el desafío de la reacción de la crítica, sino también del mercado, ya que las mujeres no gozaban de la misma preparación que los hombres. Su educación artística contaba con ciertas limitantes, como las horas de estudio, el número limitado de maestros y el que no se les permitía el trabajo con desnudos ni se les enseñaba anatomía. Ante estas restricciones, las mujeres se percataron de que tenían que tomar la cuestión en sus manos y, en 1884, la escultora y educadora francesa Mme. Bertaux, fundó la Unión de pintoras y escultoras, que tuvo instituciones hermanas en toda Europa. Gracias a la infatigable labor de sus miembros, la Unión llevó a cabo una vigorosa campaña a favor de la admisión de mujeres en la más prestigiosa escuela europea de arte, la Académie des beaux-arts, en Francia, fundada y administrada por el Estado. Para 1896, finalmente serían admitidas en dicha institución con la salvedad de no poder acceder a las clases de estudios al natural, ni competir por el mayor premio de la escuela, el Prix de Rome. Desafortunadamente, victorias como la de la Unión sólo obtenían para las mujeres el derecho a privilegios obsoletos. Las dirigentes y las afiliadas a la Unión habían comprendido que, para realizar carreras artísticas notables, requerían fundaciones institucionales e insistir precisamente sobre el principio de igualdad de acceso para hombres y mujeres. Para lograr su objetivo, la mujer supo cómo organizarse para ser escuchada, y para alcanzar sus objetivos, -no solo de sobresalir en el medio sino que, al verse rodeadas de las conmociones económicas, políticas, culturales y religiosas, propias de esta época- decidieron actuar sin reservas para poder ser tomadas en cuenta en muchas otros aspectos de la vida. Ante esto la mujer se organizará para luchar por sus derechos, incursionará en la política y encabezará pugnas en beneficios de sus congéneres, y con estas acciones modificará, de manera directa o indirecta y de un modo evidente, la relación entre los sexos, y con ello su estatus cambiará, trazando nuevos contornos en su relación con el mundo.
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Lancelot Volders, 1657-1703, Damas con sirvientas, s.f., óleo sobre tela. Colección Museo Franz Mayer.
La situación política, económica y social que caracterizó el fin del siglo XIX y las primeras décadas del XX, obligaron a muchas mujeres, a modos de resistencia o de transgresión, y en mayor o menor medida a entrar en la escena pública de esos tiempos que conllevan una imagen social un tanto triste, austera y restrictiva, producto de una guerra mundial, y de un sinfín de movimientos sociales que marcaran el siglo. Este es justo el momento histórico en el que la vida de las mujeres experimentará un verdadero cambio en la perspectiva de su participación en el mundo; permitiéndole, en cierto modo, adoptar la actitud de sujeto, de individuo cabal y de protagonista política, que desembocará en el papel de ciudadana reconocida. El siglo XX ha sido el siglo de la reivindicación para las mujeres, el de su revolución y emancipación; a lo largo de este periodo, el ser pasivo de la historia se revela y toma conciencia de su persona y acción, encumbrando un modelo teórico llamado feminismo, un modelo que se desarrolla a partir de una nueva filosofía, escrita y dictada por ella y para ella, aunque también para los varones. Al llegar la década de 1960, los cambios en el mundo dieron impulso a estos nuevos movimientos que se propusieron demostrar los prejuicios que existían al hablar sobre tareas “naturalmente femeninas o masculinas”. La labor de estos grupos permitió superar en gran parte la discriminación política, económica y social que sufría su género. Este hecho se hizo palpable a principios de XXI, justo cuando sale a la luz un individuo, un ser humano de sexo femenino, visto como un espejo del sexo masculino capaz de irrumpir en casi todas las actividades humanas. Durante las primeras décadas de este siglo nos ha tocado presenciar cómo ese casi se convirtió en un todo, por ello es que el siglo XXI, es nombrado por muchos historiadores y estudiosos, como “el siglo de las mujeres”. Es muy cierto que en éstos, sus albores, a las mujeres nos falta aún mucho camino por recorrer para pasar de los derechos, a los hechos. Pero es igual de cierto que la mayoría de las mujeres del siglo XXI recorremos, día a día, ese camino desde la igualdad teórica para llegar a la igualdad real, afanándonos, paso a paso, por conseguir que se cumpla la tautológica conclusión de 1995 en la Conferencia de Pekín: “Los derechos de las mujeres son derechos humanos”, cosa no tan evidente en algunos países del mundo.
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Autor desconocido, Mar铆a Magdalena como dama, siglo XVII, 贸leo sobre tela. Colecci贸n Museo Franz Mayer.
Autor desconocido, Santa Bárbara con donante, siglo XVIII, óleo sobre tela. Acervo Artístico del Museo Nacional del Virreinato.
Giacomo Ceruti, Milán, 1698-1767, Retrato de Donna Alba Regina del Ferro, de tres cuartos, con vestido negro, sosteniendo un libro, s.f. Óleo sobre tela. Colección Pérez Simón, México.
Alessandro Allori, El Bronzino 1535–1607, Retrato de busto de Camilla Martelli sosteniendo un perrito, ca. 1570-1574. óleo sobre tabla. Colección Pérez Simón, México.
60 Ángel Zárraga, Durango, 1886 – México, 1946, La dádiva, 1913, óleo sobre tela. Colección Museo Nacional de Arte.
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Eduardo Chicharro y Agüera, Madrid, 1873-1949 Garden Party (o Nocturno), 1909 Óleo sobre tela Colección Museo Nacional de San Carlos.
Vislumbres desde el hoy Angélica Abelleyra
El ser femenino se confecciona y destruye desde el principio de los tiempos. El arte ha sido, es, su espejo más diverso. Antes era la fuerza del dibujo, la fidelidad del trazo, la sublimación de la carne, el bosquejo de la realidad del rostro con nombre, arrugas, protuberancias, odios y frustraciones. En paisajes idílicos se construía la experiencia mística o la hermosura que devenía en destrucción a causa del deseo. Virtud, fe, honor, pureza, devoción ocupaban lienzos y esculturas de mujeres que contrapunteaban al martirio, desenfreno y traición de otras féminas que tenían en el cuerpo su gloria e infierno. Hoy la presencia de la carne es otra. Quizás más etérea, menos evidente: un textil, un globo, una burbuja. Y el ser femenino se complejiza como tejido individual y construcción social pues la plataforma contemplativa mudó en acción en doble banda: quien hace y quien ve para reconstruir(se). Poner a dialogar a los siglos es tarea inabarcable. Hacerlo a través de ciertos ejemplos de la pintura del XV, del XVI al XIX al lado de lo más contemporáneo en el arte, puede ser una forma de visibilidad y de crecimiento, como lo dice John Berger. Tejer puentes en el tiempo, extremar códigos, hacer cortes en este discurso particular del arte puede romper el letargo y generar otro tipo de mirada, tal vez más activa. Vírgenes y santas; aristócratas y plebeyas; madonas y bacantes conviven con tres presencias plásticas que reflexionan sobre el acontecer político, social o mágico del México contemporáneo. Cada pieza es un alto en el camino, una llamada de atención. Entre Judith y Holofernes, Diana y Acteón, Lucrecia y María Magdalena, deambulan paisajes lúdicos en bambú y nubes; monjas coronadas violentadas por la Iglesia y seres humanos desaparecidos por el terror de la violencia. Sin rostros delineados como en centurias de antaño, pero con una carne etérea y casi sublime, presenciamos los espejos que hacen de nosotros y de la sociedad tres creadoras contemporáneas. Son los reflejos de su tiempo, nuestro tiempo, como cuerpos que trascienden el yo y devienen en el tú, en el ustedes, en el nosotros.
Betsabeé Romero, Montañas de ojos cerrados, 2012, instalación (detalle). Proyecto inédito para la exposición.
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UNO Teresa Margolles (Culiacán, Sinaloa, 1963) trabaja con la memoria. Lo hace desde la historia de los muertos, de los entierros, de los caídos. Trabaja con la periferia del cuerpo y sus olores; el DNA, las sutilezas. Camina más hacia el dolor y la pérdida.1 Nació y creció en una tierra caliente donde todo muere rápido; las frutas maduran y las flores se marchitan pronto. La vida corta se traslada a las personas que fenecen por la violencia, el odio, las luchas del narco y sus “daños colaterales”. Y aunque de adolescente esa degradación no era tan evidente, ella respiró el calor, sudó la vida de los otros al tomar la cámara para retratar en foto y video a la gente del campo y del mar. Ya en la ciudad de México, estudió Comunicación en la UNAM, pero su camino se aclaró con el ingreso al Servicio Médico Forense (SEMEFO) y con un diplomado entre planchas y gabinetes que propició la cercanía con masas inanimadas, olores a sangre más el contacto con familiares que tratan de identificar a sus muertos y hacer preguntas ante la tragedia. SEMEFO no fue sólo su lugar de aprendizaje; también llamó así al colectivo donde desarrolló instalaciones y performances en su exploración sobre la muerte. Consideradas “efectistas”, las obras realizadas en aquel grupo –Margolles al lado de Arturo Angulo, Carlos López y Mónica Salcido- eran cadáveres de animales, cuerpos descarnados… “nos interesaba atiborrar los sentidos y generar una explosión”, dice la creadora sobre tiempos añejos.2 Ese estallido es más silencioso hoy. En las piezas más recientes, separada del colectivo y forjando un sendero a solas, lo incorpóreo y penetrante ocupa sus instalaciones. En el aire (2003) es un ejemplo que musita desde su inmaterialidad. Las burbujas flotan alrededor de nuestros ojos y cuerpos. Nos rondan en ese juego otrora infantil que invita a perseguir y reventar las pompas de jabón. Plop. Plop. La belleza flotante que nos rodea puede desvanecerse en un instante si leemos que el agua con que se producen las burbujas viene de la morgue y se empleó en la limpieza de cuerpos inertes, antes de la autopsia. El agua ha sido desinfectada pero a fin de cuentas la pompa de jabón se desintegró en la propia piel; en medio de nuestros dedos, nos roza de muerte cuando asumimos estar vivos. Nosotros mismos hemos destruido esa grácil forma de existencia y podemos inferir que esa burbuja es tan frágil como la vida de los hombres y mujeres que sucumben por la violencia, el abuso del poder, el odio, la indiferencia colectiva y la incapacidad gubernamental de poner fin a tanta muerte en rincones de Sinaloa, Nuevo León, Michoacán, Jalisco y una larga lista que suma a todo México. Como reflexiona el historiador Francisco Reyes Palma, con su trabajo Margolles ofrece actos “de implicación del espectador, pues de manera involuntaria se ve envuelto en la brutalidad de un proceso social”.3 Así lo hizo Teresa en la 53 Bienal de Venecia y su proyecto ¿De qué otra cosa podríamos hablar? (si bien puede ser atribuible al trabajo integral de la sinaloense): joyas, pisos recién humedecidos, banderas y telas estampadas con fluidos de personas asesinadas en la frontera norte mexicana. “Invito a una reflexión. Sé que mi obra mueve esquemas pero es el trabajo que me toca hacer. Mi obra es un grito a la vida más que a la muerte”, sostiene la autora.4 En el aire ha sido mostrada en museos de Austria y Alemania. Causa adhesiones y rechazo. Como otras intervenciones de Margolles, nos toca desde el dolor, la memoria, la confusión y, por qué no, contiene ciertos grados de seducción. En el marco de esta Lux feminae ofrece un alto en la experiencia de contemplación. Es corte de caja en el recorrido de virtud y belleza, pureza y devoción que el imaginario barroco y la pintura flamenca nos proveen.
Mujeres Insumisas, “Teresa Margolles: un grito a la vida”, p. 166. Op. cit. 3 CURARE 30/31, p. 79. 4 Mujeres Insumisas, “Teresa Margolles, un grito a la vida”, p. 167. 1 2
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Teresa Margolles, En el aire, 2003, instalaci贸n. Colecci贸n Charpenel.
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Marta Palau, Mis caminos son terrestres XIV, 1984, textil (detalle). Colecci贸n del Museo Universitario de Arte Contempor谩neo, UNAM.
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DOS Pensamiento mítico, sinuosidad de olas tejidas que se guarecen con un cerco de bambú; combinación de rigidez y suavidad que seducen en el lenguaje del textil, Mis caminos son terrestres XIV (1984), es la pieza de amplio espectro de la sabiduría que condensa entre sus dedos Marta Palau (España, 1934), quien llegó a México a los seis años y acá se alió de pinceles y colores para caminar por la pintura. Ingresó a La Esmeralda para transcurrir en el grabado pero nunca olvidó el tapiz que asimiló con sus maestros catalanes durante sus constantes viajes a la tierra natal. Creadora de artificios, le llama el investigador Francisco Reyes Palma5, Palau “confiere memoria y cercanía aun a las formas más abstractas, experiencia mediada por un principio de cuerpo presente aun cuando se trate de geometrías. Para ella, el cuerpo es una espacialidad compleja, un conjunto metafórico que actúa por fragmentos, con funciones múltiples, desmontable pero unitario a la vez”, anota Reyes Palma al subrayar que en la artista cualquier brote orgánico servirá como extensión para enredar, tejer, deshilachar, atar o anudar signos protectores.6 Con el mismo nombre de la pieza, se bautizó su muestra en el Palacio de Bellas Artes en 1985, donde las instalaciones ofrecían un diálogo de fibras naturales; arte póvera a manera de recolección en campos y calles para luego reconfigurar lanas y algodones, ixtle y palma, henequén y amate; hojas de maíz, bambúes y fibras de coco. La misma autora relató a la investigadora Ida Rodríguez Prampolini la génesis de aquel proyecto creativo: “Cuando realicé la exposición Mis caminos son terrestres, viajaba frecuentemente por carretera a Michoacán: iba viendo los entramados de las barditas de carrizo, los sombreros tejidos de palma, los almiares de paja de maíz. Mi tema fue casi exclusivamente el maíz, las fibras naturales y el campo”.7 No sólo técnica en el entramado de hilos y hebras es lo que guarda, resguarda el arte textil de Palau. Guía a ese cúmulo de nudos, trenzas y serpientes fibrosas, una profunda intuición alimentada por el pensamiento mágico. Ese que le surgió cuando tenía doce años y leyó el Antiguo testamento de La Biblia, La Odisea y La Ilíada, para proporcionarle una imaginería sobre historias mitológicas de un pueblo y un conjunto de simbolismo mágicos y cabalísticos. Una estancia en Cuba más su trote constante entre comunidades indígenas de nuestro México le han ofrecido además lenguajes y pensamientos ancestrales que acosan y enriquecen su obra. Cerco, paisaje de olas, ventana a un horizonte de fuego, veladura de sol y tierra, Palau investiga en los conceptos mágicos y sensuales de la vida. Como aquellas mujeres que en siglos anteriores fueron recolectoras de hechizos y duelos, ella se apresa de hilos y tierra, carrizos y hebras para inventar sus propios símbolos que le dan luz y sombra al presente.
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Reyes Palma, Francisco, “Un trocito de madera entre los dientes” en Marta Palau. Naualli (CONACULTA, Turner, IIE / UNAM, 2006) pp. 49-52. 6 Op. cit. 7 Rodríguez Prampolini, Ida, “Muy querida Marta”, en Marta Palau. Naualli p. 221.
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TRES Aire y tierra. Globos de cantoya y bustos incrustados a ras de piso. Monjas coronadas en ambos espacios y geografías, sin nombre ni memoria. Si hace siglos las religiosas mantuvieron una existencia colmada de encierro, Betsabeé Romero (Ciudad de México, 1963) las alza en vuelo para dignificarlas en su libertad. Si antes las monjas ocuparon espacios de opresión, hoy la artista las coloca enterradas con pesadas diademas de flores para hacer visible su rol callado como cimientos de escuelas y conventos. Por medio de metáforas, Betsabeé se convierte en cómplice de personajes y situaciones límite. Explora las condiciones complejas de la identidad, el sentido de pertenencia, el territorio, las raíces. En sus instalaciones externas e internas (no sólo referidas al espacio geográfico en el museo sino al sentido de ocupación en lo individual y lo colectivo) transporta rezos y secretos; meditaciones y olvidos entorno de las monjas que fueron oprimidas y violentadas en siglos anteriores, y acaso todavía en el XXI que coexistimos. “Cuando Romero nos propone un territorio, nos propone una apropiación del espacio mental, de circunstancias, de realidades comunes que suceden dentro del espacio creativo.
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Gil, Gabriela. “Des-ubicaciones y re-ubicaciones espaciales en la obra de Betsabeé Romero, en CURARE 30 / 31, pp. 138-147. Berger, John. El sentido de la vista, Alianza Editorial, España, 1997, p. 202.
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Hablar de territorio no implica necesariamente la referencia a un espacio geográfico, sino, más bien, una presencia de realidades específicas”, indica la especialista Gabriela Gil.8 Y en esta intervención que vuela y entierra, pone el acento en la herida que se formó con el abuso y el enclaustramiento propiciados por la Iglesia como institución. Desencadena a partir del ejercicio creativo; subleva desde la tierra y en los aires. Hace visible lo que nos acerca al mundo pero, al mismo tiempo -como dice el escritor John Berger- nos “da fe en la realidad de lo invisible y provoca el desarrollo de un ojo interno que guarda y une y ordena, como si lo que ha sido visto quedara en parte protegido para siempre de la emboscada que nos tiende el espacio: la ausencia”.9 Para la propia artista, su pieza es “un gesto de liberación para todos los que han crecido atropellados, abusados, enterrados o sembrados por instituciones autoritarias y bipolares. Por religiones y moralidades dobles, asociadas al castigo y al miedo, a la hipocresía y la opresión. Ni crecer ni salir ni pensar nunca más dentro de murallas, aunque sean de flores, coronas o castillos”.
Betsabeé Romero, (1, 3 y 4) Coronas al viento, 2012, instalación (detalle). Proyecto inédito para el patio del Museo Nacional de San Carlos. (2) Montañas de ojos cerrados, 2002-2012, instalación (detalle).
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Agustín Esteve, Valencia, 1753-1820 Retrato de la Marquesa de San Andrés, ca. 1785 Óleo sobre tela, 139 x 104.5 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 58
2
Jean-Honoré Fragonard, Grasse, 1732 - París, 1806 La coqueta y el jovenzuelo, s.f. Óleo sobre tela, 40 x 32.2 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 19
3
John Hoppner, Londres, 1758-1810 Retrato de Elizabeth de Mexborough, s.f. Óleo sobre tela, 108.5 x 86.5 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 32 (2)
4
Jean-Marc Nattier, París, 1685-1766 Retrato de Dama (Madame Louise L’Henriette de Bourbon Conti) Óleo sobre tela, 76.5 x 64 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 32 (3)
5
Marie Louise Elizabeth Vigée Le Brun, París, 1775-1842 Retrato de dama, 1795 Óleo sobre tela, 70.7 x 51.8 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 41
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13
Escuela de Jan Provost, Mons, 1465 - Brujas, 1529 La Virgen con el Niño, Santa Ana y sus padres San Estolano y Santa Emerenciana, s.f. Óleo sobre tela, 87 x 74.3 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 13
14 Taller de Franz Pourbus, “El Joven” Amberes, ca. 1569 - París, 1622 Retrato de Eleonora Gonzaga, s.f. Óleo sobre tela y tabla, 46.7 x 37 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 14 (1) 15
Germán Gedovius, México, 1867-1937 La niña, s.f. Óleo sobre tabla, 20.6 x 15 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 33
16
Germán Gedovius, México, 1867-1937 Retrato de Niña, 1915 Óleo sobre tela, 44.5 x 41 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 76 (2)
17
Círculo de Jean Massys, Amberes ca. 1509-1575 Madonna con el Niño, s.f. Óleo sobre tabla, 62 x 59 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 15 (4)
Pierre Ribera, Madrid, 1867-(?), 1932 Entre dos luces, s.f. Óleo sobre tela, 56 x 95.5 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 54
18
Mateo Silvela y Casado, Madrid 1863-(?) Retrato de Doña María Armendáriz, 1884 Óleo sobre tela, 79 x 63.5 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 47
7
Eduardo Chicharro y Agüera, Madrid, 1873-1949 Garden Party (o Nocturno), 1909 Óleo sobre tela, 127 x 122 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 63
19
Ángel Zárraga, Durango, 1886 - México, 1946 La dádiva, 1913 Óleo sobre tela, 180 x 220 cm Colección Museo Nacional de Arte pp. 60 y 61
8
Maestro de las Medias Figuras de Mujer Flandes, siglo XVI La Virgen de las cerezas, s.f. Óleo sobre tabla, 84 x 71.5 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 14 (2)
20
Luis Monroy, México, 1845-1918 Los últimos momentos de Atala, 1871 Óleo sobre tela, 124.3 x 164 cm Colección Museo Nacional de Arte p. 49
9
Pieter de Kempener, Bruselas, ca. 1505-1580 Las Siete Virtudes, ca. 1550 Óleo sobre tabla, 112 x 110.5 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 15 (3)
21
Joshua Reynolds, Devon, 1723 - Londres, 1792 Retrato de Lucie Bérard (Niña con delantal blanco), 1884 Óleo sobre tela, 91.4 x 69.8 cm Colección Pérez Simón, México p. 52 (2)
10
Andrea Vaccaro, Nápoles, 1598-1670 Santa Águeda, ca. 1655 Óleo sobre tela, 74 x 60 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 29
22
Pierre-Charles Le Mettay Alta Normandía, 1726- París, 1759 Diana sorprendida en el baño por Acteón, s.f. Óleo sobre tela, 160 x 129 cm Colección Pérez Simón, México p. 18
11
Orazio da Ferrari, Voltri, 1605 - Génova, 1657 Susana y los viejos, s.f. Óleo sobre tela, 185 x 119 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 24
12
Wladyslaw Czachorski, Lublin, 1850 - Munich, 1911 Confidentes, 1887 Óleo sobre tela, 89 x 59 cm Colección Museo Nacional de San Carlos p. 53
23
Alessandro Allori, “El Bronzino” Florencia, 1535 – 1607 Retrato de busto de Camilla Martelli, sosteniendo un perrito, ca. 1570-1574 Óleo sobre tabla, 61 x 47.6 cm Colección Pérez Simón, México p. 59
24
Antoine Pesne, París, 1683 - Berlín, 1757 Retrato de Friederike Charlotte Leopoldine Luise, Esposa del Margrave de Brandenburgo-Schwedt (1745-1808), a la edad de tres años, 1748 Óleo sobre tela, 135.3 x 104.8 cm Colección Pérez Simón, México p. 45
25
Giacomo Ceruti, Milán, 1698-1767 Retrato de Donna Alba Regina del Ferro, de tres cuartos, con vestido negro, sosteniendo un libro, s.f. Óleo sobre tela, 105.7 x 79.1 cm Colección Pérez Simón, México p. 38
26
Allan Ramsay, Edimburgo, 1713 - Dover, 1784 Retrato de la señorita Christian Campbell, de medio cuerpo, en vestido blanco y manto rosa, con broches de perlas, en un marco ovoide, 1739 Óleo sobre tela, 74.9 x 63.5 cm Colección Pérez Simón, México p. 76 (3)
27
Francisco Bayeu y Subías, Zaragoza 1734 - Madrid, 1795 Retrato de Feliciana Bayeu, hija del pintor, ca. 1792 Óleo sobre tela, 58 x 39 cm Colección Pérez Simón, México p. 51
28
Franz Xaver Winterhalter St. Blasien, 1805 - Fráncfort del Meno, 1873 Retrato de una dama de tres cuartos portando un vestido negro, 1844 Óleo sobre tela, 130 x 98 cm Colección Pérez Simón, México p. 43
29
John Everett Millais Southampton, 1829 - Londres, 1896 La esposa de Charles Freeman, 1862 Óleo sobre madera, 35.5 x 22.5 cm Colección Pérez Simón, México p. 52 (4)
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Raimundo Madrazo y Garreta Roma, 1841 - Versalles, 1920 Presunto retrato de la condesa Jacquemont, nacida Brialle, 1883 Óleo sobre tela, 56 x 52 cm Colección Pérez Simón, México p. 52 (3)
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Autor desconocido Sor Elvira de San José, siglo XVIII Óleo sobre tela, 78 x 55 cm Acervo Artístico del Museo Nacional del Virreinato p. 34
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Autor desconocido Santa Bárbara con donante, siglo XVIII Óleo sobre tela, 155.8 x 101.5 cm Acervo Artístico del Museo Nacional del Virreinato p. 57
33
Autor desconocido Virgen de la Providencia, siglo XVIII Óleo sobre lámina de cobre, 64.1 x 47.3 cm Acervo Artístico del Museo Nacional del Virreinato p. 21
34
Primitivo Miranda Religiosa capuchina, 1850 Óleo sobre tela, 88 x 70 cm Acervo Artístico del Museo Nacional del Virreinato p. 78
35
Francisco de Goya y Lucientes Provincia de Zaragoza, 1746 - Burdeos, 1828 Retrato desconocido, ca. 1800 Óleo sobre tela, 44 x 31 cm Colección Agustín Cristóbal Portada y colofón
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Ignacio María Barreda, activo entre 1751 y 1800 Juana María Romero, 1794 Óleo sobre tela, 190 x 116 cm Acervo Artístico del Museo Nacional de Historia p. 32 (1)
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Ignacio María Barreda, activo entre 1751 y 1800 María Manuela Esquivel Serruto, 1794 Óleo sobre tela, 82 x 62 cm Acervo Artístico del Museo Nacional de Historia p. 76 (1)
38
José de Alcíbar, México, ca. 1730-1803 Sor María Ignacia de la Sangre de Cristo, 1777 Óleo sobre tela, 182 x 109 cm Acervo Artístico Museo Nacional de Historia pp. 8 y 9
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Autor desconocido Relicario español, siglo XVI Madera policromada, 52 x 40 x 18 cm Colección Museo Franz Mayer p. 11
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Luca Giordano, Nápoles, 1634-1705 Lucrecia, s.f. Óleo sobre tela, 127 x 104 cm Colección Museo Franz Mayer p. 26
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Autor desconocido María Magdalena como dama, siglo XVII (?) Óleo sobre tela, 77 x 61 cm Colección Museo Franz Mayer p. 56
42
Joaquín Sorolla, Valencia, 1863 - Cercedilla, 1923 Retrato de Adelina Patti, 1903 Óleo sobre tela, 94 x 73 cm Colección Museo Franz Mayer p. 52 (1)
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Franz Seph von Lenbach, Múnich, 1836-1904 Retrato de mujer, 1898 Óleo sobre papel, 64 x 54 cm Colección Museo Franz Mayer p. 46
44
Lancelot Volders, ca. 1657-1703 Damas con sirvientas, s.f. Óleo sobre tela, 78 x 48.5 cm Colección Museo Franz Mayer p. 55
45 Andrés de Concha Sevilla, ca. 1550 - Ciudad de México, ca. 1612 (atribuido) La Sagrada Familia con San Juan niño, s.f. Óleo sobre tabla, 131.5 x 92.2 cm Colección Lourdes Laborde, México p. 17 46
Amedeo Modigliani, Livorno, 1884 - París, 1920 Retrato de Marevna, 1918 Óleo sobre tela, 65 x 46 cm Colección Dr. Mauro Falaschi, Brescia, Italia p. 7
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Teresa Margolles En el aire, 2003 Medios mixtos, medidas variables Colección Charpenel p. 67
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Marta Palau Mis caminos son terrestres XIV, 1984 Textil, 300 x 450 cm Colección Museo Universitario de Arte Contemporáneo, UNAM p. 68
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Betsabeé Romero Montañas de ojos cerrados, 2002-2012 Medios mixtos, medidas variables pp. 65, 70 (2), 71 (4)
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Betsabeé Romero Coronas al viento, 2012 Medios mixtos, medidas variables Proyecto inédito para la exposición pp. 70 (1), 71 (3) 73
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Índice Introducción
Consuelo Sáizar Guerrero
Prólogo
Teresa Vicencio Álvarez
Lecturas del rostro femenino Carmen Gaitán Rojo
Los paisajes femeninos en el retrato renacentista Ana Leticia Carpizo González
Éxtasis, honor y vitud
Marco Antonio Silva Barón
Inscripciones de lo femenino Aurora Yaratzeth Avilés García
Mujeres, la brevedad de su historia Yazmín Mondragón Mendoza
Vislumbres desde el hoy Angélica Abelleyra
Lista de obra
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Directorio Consejo Nacional para la Cultura y las Artes Consuelo Sáizar Guerrero Presidenta Instituto Nacional de Bellas Artes Teresa Vicencio Álvarez Directora general
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Mónica López Velarde Estrada Coordinadora Nacional de Artes Plásticas José Luis Gutiérrez Ramírez Director de Difusión y Relaciones Públicas Héctor Orestes Aguilar Coordinador de Publicaciones Museo Nacional de San Carlos Directora Carmen Gaitán Rojo Subdirectora Ana Leticia Carpizo González Curaduría e Investigación Marco Antonio Silva Barón Exposiciones Temporales Susana Herrera Aviña Investigadoras Aurora Yaratzeth Avilés García Yazmín Mondragón Mendoza
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Registro de Obra Mario Ariel López Aguilar Museografía María Teresa Romero García Montaje Gerardo Landa Luis Alfredo Moreno Rosales Gonzalo Padilla Flores Víctor Manuel Corona Cano
1. Ignacio María Barreda, activo entre 1751 y 1800 María Manuela Esquivel Serruto, 1794, óleo sobre tela (detalle) Acervo Artístico del Museo Nacional de Historia 2. Germán Gedovius, 1867-1937 Retrato de niña, 1915, óleo sobre tela (detalle) Colección Museo Nacional de San Carlos
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3. Allan Ramsay, Edimburgo, 1713 - Dover, 1784 Retrato de la señorita Christian Campbell, de medio cuerpo, en vestido blanco y manto rosa, con broches de perlas, en un marco ovoide, 1739 Óleo sobre tela (detalle) Colección Pérez Simón, México
Servicios Educativos Jessica de la Garza Gustavo Becerril Mónica Ladislao Paz Archivo Fotográfico y Diseño Jesús Francisco Rendón Rodríguez Prensa y Difusión Adriana Moncada Nadia Oliva Vázquez Administración Liz Selene Martínez Felipe González López Manuel Aguilar Cerón Ricardo César Juárez Vélez Luis López Morales Juan Carlos Rodríguez Guayuca Verónica Juliana Salazar Santana Lisset Jacqueline García Morgado Juan Carlos Jiménez García Biblioteca Erik Larsen Ana Alvarado Fernández Gemma Cruz Salvador Servicios Secretariales Sonia González González Lorena García Sánchez Imelda Carriola Pérez Blanca Rojas Pérez Alejandra Espinosa Betán Taquilla María Margarita López Cadena María Antonia Contreras Soria Custodios de Bienes Culturales Samuel Callejas Montoya Atanacio Campa Alcalá Patricia Fuentes Cuellar Manuel Galindo Fernández Idelfonso Leobardo Hernández Hernández Gloria Alejandra Molina Vázquez
Olga María Moreno Aguirre Lázaro Arcos Cruz Eduardo Monares Seguridad Patricia Rivera Meza Anselmo Barrera Martínez Martha Beltrán Monsalvo Fausta Gerardo Ruiz Dolores Martínez Olvera Christian Arturo García García Patricia Morales Gamino Ana Leticia Cohetero Rivera Rodrigo Jordan Vivas Sánchez Arturo Márquez López Bernardo Monroy Pablo Marco Antonio Pacheco Zepeda Mario Romero Yedra Ubaldo Perea Vera Servicio Social Mayumi Barrón Luna Daniela Castro Ruíz Alejandro Cárdenas Escalona Pedro Cerón Portuguez Jorge Antonio Echeverría Fernando García Cortes José Luis García Ramos Minerva González Méndez María Fernanda González Mora Ana Gabriela Hernández Bastida Luis Islas Meléndez Susana López Reyes Luis Eduardo Marmolejo Mendoza Israel Mendoza Torres Diana Morales González María Guadalupe Ortega García Lissette Prieto Estrada Julio Rivera Galván Rodolfo Rojas Colorado Frida Rojas Zúñiga Alejandro Vázquez Gómez
Patronato del Museo Nacional de San Carlos A.C. Presidente Miguel Alemán Velasco Vicepresidente Pedro Velasco Alvarado Secretario/tesorero Manuel Marrón González Consejeros Antonio Ariza Alduncín Germaine Gómez Haro Carlos Ibarra Covarrubias Lorenzo César Lazo Margáin Juan Antonio Pérez Simón Françoise Reynaud de Vélez José Pintado Rivero Patricia Segués de Barrios Gómez Alejandro Villaseñor Íñiguez Patrono honorario S.M. La Reina Margarethe II de Dinamarca Patronos Gabriel Alarcón Velásquez Ricardo Ampudia Rogerio Azcárraga Madero Jerónimo Bertrán Passani Roberto González Barrera Juan Diego Gutiérrez Cortina Carlos Hank Rhon Eugenio Minivielle Zamudio Isaac Oberfeld Dantus Jorge Sánchez Cordero Carlos Slim Helú Benjamín Villaseñor Costa Coordinadora ejecutiva María Dolores Dávila Valencia Asistente Cristina Irais Pérez Luna
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Agradecimientos Dirección General de Artes Visuales de la UNAM Galería Agustín Cristóbal Colección Pérez Simón, México Museo Franz Mayer Museo Nacional de Arte, INBA Museo Nacional de Historia, INAH Museo Nacional del Virreinato, INAH Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) Promotora MK3, S.A. de C.V. Banorte/IXE Alpura S.A. de C.V. Patrick Charpenel Miguel Fernández Félix Miguel Ángel Gómez Flores Ximena González Arzac Dr. Alejandro Valenzuela del Río Carlos Leonardo Madrid Varela Luis César Gómez Alejandro Vázquez Salido Graciela de la Torre Arturo García Susana Garnica Martínez Juan Cortés Cecilia Genel Velasco Mauricio Kuri Roberto González Barrera Alejandro Maldonado Ricardo Pérez Álvarez Juan Antonio Pérez Simón Héctor Rivero Borrell Dr. Mauro Falaschi Betsabeé Romero Teresa Margolles Marta Palau Salvador Rueda Smithers Ana San Vicente Charles Patricio Uribe Barroso Graciela Téllez Trevilla 78
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