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encima de ella".12 En una epístola al emperador Valentiniano afirmó audazmente que en materias de fe "son los obispos los que deben ser jueces de los emperadores cristianos y no los emperadores de los obispos". No discutió en modo alguno el deber de obediencia a la autoridad civil, pero afirmó que no era sólo derecho, sino deber, de un sacerdote reprender a los gobernantes seculares en materia de moral, precepto que no sólo enseñó, sino que puso en práctica. En una famosa ocasión se negó a celebrar el sacramento de la eucaristía en presencia del emperador Teodosio porque éste había pecado al producir una matanza en Tesalónica y en otra la suspendió hasta que el emperador hubo retirado una orden que Ambrosio consideraba en menoscabo de los privilegios de un obispo. En otra ocasión se negó firmemente a entregar una iglesia para que se destinase al culto arriano, pese a la orden del emperador Valentiniano. "Los palacios pertenecen al emperador, las iglesias al sacerdote." Admitía la autoridad del emperador sobre la propiedad secular, incluyendo las tierras de la iglesia, pero negaba el derecho de los emperadores a tocar los edificios eclesiásticos, dedicados directamente a un uso espiritual. Sin embargo, repudió a la vez decididamente todo derecho a resistir por la fuerza la ejecución de las órdenes del emperador. Argüía e imploraba, pero no incitaba al pueblo a rebelarse. Así, pues, según Ambrosio, el gobernante secular está sometido a la instrucción de la iglesia en materias espirituales y su autoridad, al menos sobre algunas cuestiones eclesiásticas, es limitada, pero el derecho de la iglesia debe mantenerse por medios espirituales y no por la resistencia. Dejó en una gran vaguedad los límites precisos entre las dos clases de problemas. El pensador cristiano más importante de la época que estamos estudiando fue San Agustín, el gran converso, discípulo de San Ambrosio. Su filosofía es poco sistemática, pero su mente había abarcado casi todo el saber de la Antigüedad y, en gran parte, éste se transmitió a la Edad Media a través de él. Los escritos de San Agustín han sido una mina de ideas en la que han excavado los escritores posteriores, tanto católicos como protestantes. No es necesario repetir todos los puntos en los que estaba de acuerdo en lo sustancial con la generalidad del pensamiento cristiano y que ya hemos mencionado en este capítulo. Su idea más característica es la concepción de una comunidad cristiana, junto con una filosofía de la historia que presenta a tal república como la culminación del desarrollo espiritual del hombre. Debido a su autoridad, esta concepción se convirtió en parte imposible de desarraigar del pensamiento cristiano, que se ha extendido no sólo durante la Edad Media, sino hasta muy entrada la Moderna. Los pensadores protestantes, en grado no menor que los católicos, han estado dominados a este respecto por las ideas agustinianas. Su gran libro, La Ciudad de Dios, fue escrito para defender al cristianismo contra la acusación pagana de que aquél era responsable de la decadencia del poder de Roma y en particular del saqueo de la ciudad por Alarico en el año 410. Sin embargo, desarrolló incidentalmente casi todas sus ideas filosóficas, incluyendo su teoría de la significación y meta de la historia humana, con la que trataba de colocar la historia de Roma en la perspectiva adecuada. Implicaba esto una reexposición, desde el punto de vista cristiano, de la idea antigua de que el hombre es ciudadano de dos ciudades, la ciudad de su nacimiento y la Ciudad de Dios. En San Agustín se hizo explícito el sentido religioso de esta distinción, sugerida ya por Séneca y Marco Aurelio. La naturaleza humana es doble: el hombre es espíritu y cuerpo y, por lo tanto, es a la vez ciudadano de este mundo y de la Ciudad Celestial. El hecho fundamental de la vida humana es la división de los intereses 12 Las citas están tomadas de la op. cit. de Carlyle, vol. I, pp. 180 ss. y notas de pie de página.
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humanos: de un lado, los intereses terrenos centrados alrededor del cuerpo; de otro, los intereses ultraterrenos que pertenecen específicamente al alma. Como ya se ha dicho, esta distinción se encuentra en los cimientos de todo el pensamiento cristiano en materia de ética y de política. Sin embargo, San Agustín hizo de la distinción la clave para comprender la historia humana, que está y estará siempre dominada por la lucha entre las dos sociedades. De un lado se encuentra la ciudad terrena, la sociedad fundada en los impulsos terrenos, apetitivos y posesivos de la naturaleza humana inferior; por otro, la Ciudad de Dios, sociedad fundada en la esperanza de la paz celestial y la salvación espiritual. La primera es el reino de Satán, la historia del cual comienza con la desobediencia de los ángeles rebeldes y encarna especialmente en los imperios paganos de Asiría y Roma. La otra es el reino de Cristo, que encarnó primero en el pueblo hebreo y después en la iglesia y el imperio cristianizado. La historia es la narración dramática de la lucha entre esas dos sociedades y el dominio final tiene que corresponder a la ciudad de Dios. Sólo en la Ciudad Celestial es posible la paz; sólo el reino espiritual es permanente. Ésta es, pues, la interpretación agustíniana de la caída de Roma: todos los reinos meramente terrenos tienen que desaparecer, ya que el poder terreno es por naturaleza mudable e inestable; se basa en aquellos aspectos de la naturaleza humana que producen necesariamente la guerra y la sed de dominación. Pero se necesita una cierta precaución al interpretar esta teoría y en especial al aplicarla a los hechos históricos. Lo que quería decir San Agustín no era que la ciudad terrena o la Ciudad de Dios pudieran identificarse de modo preciso con las instituciones humanas existentes. La iglesia como organización humana visible no era para él lo mismo que el reino de Dios, y aún menos era idéntico el gobierno secular a los poderes del mal. No era probable que un jerarca eclesiástico que se había basado en el poder imperial para reprimir la herejía, atacase al gobierno como representación del reino del mal. Como todos los cristianos, San Agustín creía que las potestades "que son, de Dios son ordenadas", aunque creía también que el pecado había hecho necesario el empleo de la fuerza por los gobiernos y que este empleo era el remedio divinamente ordenado de los pecados. En consecuencia, no consideraba a las dos ciudades como visiblemente separadas. La ciudad terrena era el reino del diablo y de todos los hombres malos; la ciudad celestial, la comunión de los redimidos en este mundo y en el futuro. En toda la vida terrenal, las dos sociedades se encuentran mezcladas, para no separarse sino en el Juicio Final. Al propio tiempo, Agustín concebía el reino del mal como representado, al menos, por los imperios paganos, aunque no exactamente identificado con ellos. Concebía también a la iglesia como representación de la Ciudad de Dios, aunque ésta no podía identificarse con la organización eclesiástica. Uno de los aspectos más influyentes de su pensamiento ha sido la realidad y la fuerza que dio a la concepción de la iglesia como institución organizada. Su esquema de la salvación humana y de la realización de la vida celeste se basaba absolutamente en la realidad de la iglesia como unión social de todos los verdaderos creyentes, a través de la cual puede operar en la historia humana la gracia de Dios.13 Por esta razón, consideraba la aparición de la iglesia cristiana como el punto culminante de la
historia; marcaba una nueva época en la lucha entre los poderes del bien y los del mal. De ahí en adelante, la salvación humana está ligada con los intereses de la iglesia y, en consecuencia, esos intereses son preponderantes sobre cualesquiera otros. Por consiguiente, la historia de la iglesia era para San Agustín literalmente lo que mucho más tarde dijo Hegel, con bastante inexactitud, del estado: "la marcha de Dios sobre la tierra". La especie humana es, sin duda, una sola familia, pero su destino final no se alcanza en la tierra, sino en el cielo. Y la vida humana es el teatro de una lucha cósmica entre la bondad de Dios y la maldad de los espíritus rebeldes. Toda la historia humana es el majestuoso desarrollo del plan de salvación divina, el momento decisivo del cual está señalado por la aparición de la iglesia. A partir de ese momento, la unidad de la especie significa la unidad de la fe cristiana bajo la dirección de la iglesia. Sería fácil inferir de ello que el estado tiene lógicamente que convertirse en mero "brazo secular" de la iglesia, pero la inferencia no es necesaria y las circunstancias de la época eran tales que San Agustín no hubiera podido deducirla. Su teoría de la relación entre los gobernantes seculares y los jerarcas eclesiásticos no era más precisa que la de otros escritores de su tiempo y, en consecuencia, en las posteriores controversias respecto a este punto, ambos bandos pudieron invocar su autoridad. Pero hizo indiscutible para muchos siglos la concepción de que, bajo la nueva ley, el estado tiene que ser cristiano, servir a una comunidad que es una por virtud de una común fe cristiana y servir a una vida en la que los intereses espirituales se encuentran indiscutiblemente por encima de todos los demás y contribuir a la salvación humana manteniendo la pureza de la fe. Como dijo James Bryce, la teoría del Sacro Imperio Romano se basó en la Ciudad de Dios agustiniana. Pero la concepción no desapareció en modo alguno con la decadencia del Imperio.. Ninguna idea era más difícil de captar para un pensador del siglo XVII que la noción de que el estado pudiera apartarse por entero de todos los problemas de creencia religiosa. Aun en el siglo XIX, Gladstone pudo sostener todavía que el estado tenía una conciencia que le permitía distinguir entre la verdad y la falsedad religiosa. San Agustín expone del modo más vigoroso posible la necesidad de que una verdadera república sea cristiana. Oponiéndose a las posiciones mantenidas por Cicerón y por otros escritores precristianos de que corresponde a una verdadera república la tarea de realizar la justicia, sostuvo que ningún imperio pagano podía ser capaz de realizarla. Es una contradicción en los términos decir que un estado puede dar a cada uno lo suyo mientras que su constitución misma niega a Dios la adoración que se le debe.14 La filosofía de la historia de San Agustín le obligaba a admitir que los imperios precristianos habían sido —en un cierto sentido— estados, pero para él era claro que no podían haberlo sido en el pleno sentido de la palabra que era aplicable después del establecimiento del cristianismo. Un estado justo tiene que ser un estado en el que se enseñe la creencia en la verdadera religión y, acaso también, aunque San Agustín no lo dice directamente, un estado en el que esa religión esté apoyada por la ley y la autoridad. Después del advenimiento del cristianismo ningún estado puede ser justo, a menos que sea también cristiano, y un gobierno considerado aparte de su relación con la iglesia estaría desprovisto de justicia. Así, pues, el carácter cristiano del estado estaba inserto en el principio umversalmente admitido de que su finalidad es realizar la justicia y el derecho. De
13 Es preciso admitir que hay otro aspecto en el pensamiento agustiniano. Su personalidad estuvo siempre dividida entre la posición de un jerarca eclesiástico y la de un místico cristiano. En este último carácter podía concebir la gracia como relación de un alma con Dios, y los escritores de tendencia protestante se inclinan a darle esta interpretación. Pero para fines históricos, y en especial a la luz de su influencia en la Edad Media, la afirmación sentada en el texto es correcta.
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14 Ha sido materia de controversia la significación del hecho de que San Agustín discuta la definición del estado formulada por Cicerón. C. H. Mcllwain (The Growth of Polítical Thought in rhe West, 1932, pp. 154 ss.) se ha opuesto, a mi entender con acierto, a la interpretación dada por A. J. Carlyle y J. N. Figgis.
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un modo u otro el estado tenía que ser también una iglesia, ya que la forma última de organización social era religiosa, aunque todavía podía ser objeto de controversia la forma que debiera adoptar la unión. La explicación dada hasta ahora de las ideas políticas de San Ambrosio y San Agustín subraya la autonomía de la iglesia en cuestiones espirituales y la concepción del gobierno compartido por dos órdenes, el real y el clerical. Tal posición implicaba no sólo la independencia de la iglesia, sino también la del gobierno secular, mientras éste actuase dentro de su jurisdicción propia. El deber de obediencia cívica, de sujeción a las potestades que son, que San Pablo había expresado de modo tan vigoroso en el capítulo XIII de la Epístola a los romanos, no quedaba en modo alguno sobreseído por el creciente poder de la iglesia. Es un hecho interesante, que pone de manifiesto la ausencia de toda intención por parte de los eclesiásticos de esta época de invadir las prerrogativas del gobierno civil, el de que las afirmaciones más vigorosas de la santidad de los gobernantes seculares formuladas por cualquiera de los Padres, aparezcan en los escritos del grande y poderoso papa al que se ha denominado padre del pontificado medieval. El asombroso éxito logrado por San Gregorio al asegurar la defensa de Italia contra los lombardos, y su influencia en favor de la justicia y el buen gobierno en la Europa occidental y el norte de África, realzaron enormemente el prestigio de la sede romana, en tanto que la debilidad del poder secular obligó prácticamente al papa a asumir los poderes de gobernante político. Sin embargo, San Gregorio es el único de los Padres que habla de la santidad del gobierno político en un lenguaje que sugiere la existencia de un deber de obediencia pasiva. La opinión de San Gregorio parece ser la de que un gobernante malvado tiene derecho no sólo a la obediencia —cosa que probablemente habría admitido cualquier escritor cristiano—, sino aun a la obediencia silenciosa y pasiva, opinión no expuesta con igual fuerza por ningún otro de los Padres de la Iglesia. Así, en su Regulae Pastoralis, que habla de la clase de admonición que deben dar los obispos a sus ovejas, afirma del modo más categórico, no sólo que los subditos tienen que obedecer, sino que no deben juzgar o criticar las vidas de sus gobernantes. Poique los actos de los gobernantes no han de ser heridos con la espada de la lengua, ni siquiera cuando se juzgue con razón que deben ser reprendidos. Pero si alguna vez, aunque sea en lo más mínimo, la lengua resbala, el corazón tiene que inclinarse con la aflicción de la penitencia, a fin de que pueda volver sobre sí y, cuando ha15ofendido a la potestad puesta sobre él, tema el juicio de aquél que puso el poder sobre él. Esta concepción de la santidad del gobierno no dejaba de ser natural en una época en que la anarquía había llegado a ser un peligro mayor que el control de la iglesia por los emperadores. A pesar de que Gregorio ejercía una autoridad, tanto secular como eclesiástica, que virtualmente era regia, hay una notable diferencia de tono entre sus cartas a los emperadores y las audaces protestas y reprobaciones que surgieron de la pluma de San Ambrosio.16 Gregorio protesta contra los actos que considera no canónicos, pero no se niega a obedecer. Su posición parece ser que el emperador tiene poder para hacer aun lo injusto, siempre que, naturalmente, quiera arriesgarse a la condenación eterna. No sólo es de Dios el poder del gobernante, sino que no hay nadie, salvo Dios, superior al emperador. Los actos del gobernante están, en último término, entre Dios y su conciencia. 15 Tomado de Carlyle, op. cit., vol. I, p. 152, n. 2. 16 Véase las cartas reproducidas por Carlyle en op. cit., vol. I, pp. 153 ss.