10 de 30. Nueva narrativa española

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Fecha 2020 NIPO en línea 109-20-021-7 Catálogo General de Publicaciones Oficiales https://publicacionesoficiales.boe.es Depósito Legal M-11284-2019 Coordinación Dirección de Relaciones Culturales y Científicas © De esta edición: Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo © De los textos: sus autores © De las imágenes: sus propietarios © De la fotografía de Cristina Morales, Laura Rubiot © De la fotografía de Miguel Barrero,Victoria R. Ramos © De la fotografía de Pablo Herrán, Raúl Valero © De la fotografía de Natàlia Cerezo, Ariadna Arnés Traducción Kate Whittemore Diseño original y maquetación Lara Lanceta © AECID, 2019 Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Av. Reyes Católicos, 4 28040 Madrid, España Tel. +34 91 583 81 00 www.aecid.es



Entre los treinta y los cuarenta años, Borges publicó Historia universal de la infamia y Julio Cortázar Bestiario, que fueron los libros de cuentos con que cada cual inauguró su respectiva obra narrativa. García Márquez, por su parte, dio luz a su novela principal, Cien años de soledad, también antes de los cuarenta. Y Vargas Llosa, cuya precocidad como novelista le permitió escribir algunos de sus libros más importantes todavía en la veintena, publicó la monumental Conversación en la Catedral con apenas treinta y tres años. Poco importa la edad a la que cada escritor alcanza la madurez literaria, pues hay casos contrarios a los anteriores, y lo único relevante al fin y al cabo es la perdurabilidad y la capacidad de conmovernos de los libros. Pero entre los treinta y los cuarenta años es una franja de edad en la que muchos autores han escrito sus obras más emblemáticas, o que en todo caso han dejado pruebas de una excelencia que se revelaría de forma más conseguida en adelante, y en la que se pueden detectar rastros del talento que está por venir. Convencidos de que en nuestro país existe un gran número de escritores de esta generación que están haciendo una aportación valiosa, hemos impulsado el programa 10 de 30. Se trata de una muestra de una decena de autores de esta edad, que confirma la calidad y la variedad de su trabajo. Sin la voluntad de establecer una selección generacional, pues podría haber otros diez autores en el lugar de los que aquí se presentan, pero seguros de que son buenos representantes de su tiempo, formamos un comité de selección que fue el encargado de escogerlos. Ese comité, promovido por la Dirección de Relaciones Culturales y Científicas de la AECID, estuvo compuesto por Luisgé Martín, Laura Revuelta, Ernesto Pé4


rez Zúñiga, Cristina Sánchez Andrade y Javier Serena, y los seleccionados son: Inés Martín Rodrigo, Cristina Morales, Miguel Barrero, Almudena Sánchez, Pablo Herrán, Aroa Moreno, Natalia Cerezo, Mariana Perezagua, Inma López Silva y Alejandro Morellón. El criterio de selección fue claro, nacidos entre 1978 y 1987 y ya con al menos un libro de narrativa publicado. Y el objetivo también lo es, ayudar a la internacionalización de estos autores por dos vías. Por un lado, llevándolos a nuestros centros culturales en América, y por otro, fomentando su traducción. Para ello, utilizaremos esta publicación, con una presentación, un texto y una entrevista traducidos al inglés, e instaremos a nuestros consejeros culturales a que la difundan entre las editoriales, animen a éstas a traducirlos, y lleven en ese caso a los autores a presentar allí su obra. Porque si su aparición ha sido una buena noticia para los lectores en español, que han encontrado en sus libros planteamientos estilísticos y formales de interés, también puede serlo para los lectores de otras lenguas. Con esa vocación lanzamos el programa 10 de 30: con el deseo de que su literatura, que ya ha llamado la atención en nuestro país, traspase también nuestras fronteras. Miguel Albero

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Marina Perezagua Pág. 9

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Almudena Sánchez Pág. 19

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Pablo Herrán

Pág. 39

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Natalia Cerezo

Pág. 53

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Alejandro Morellón

Pág. 65


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Cristina Morales Pág. 79

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Inma López Silva

Pág. 91

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Miguel Barrero Pág. 107

9

Aroa Moreno

Pág. 119

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Inés Martín Rodrigo

Pág. 135



Marina Perezagua Sevilla, 1978

Es licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla. Durante cinco años impartió clases de lengua, literatura, historia y cine hispanoamericanos en la Universidad Estatal de Nueva York, donde cursó su doctorado en Literatura. Tras vivir una larga temporada en Francia y trabajar en el Instituto Cervantes de Lyon, vuelve a Nueva York, donde después de algunos años dando clases en New York University, reside de manera permanente. Ha publicado en diversas antologías y revistas literarias, tales como Renacimiento, Carátula, Sibila, Ñ, Quimera, Granta, Cuadernos Hispanoamericanos… Es autora de las colecciones de relatos Criaturas abisales (Los Libros del Lince, 2011) y Leche (Los Libros del Lince, 2013). Tras los dos primeros libros de relatos, ha publicado dos novelas: Yoro (Los Libros del Lince, 2015) y Don Quijote de Manhattan (Los libros del Lince, 2016). Ha sido traducida en nueve idiomas y su novela Yoro fue galardonada con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2016. Su próxima novela, Seis formas de morir en Texas, será publicada en agosto del 2019.

¿Cuándo y por qué empezaste a escribir? Empecé con unos siete años, pero fundamentalmente escribía letras de canciones que intentaba articular musicalmente durante mis años de conservatorio.

¿Cuáles son tus preocupaciones temáticas? El erotismo, la importancia que la genética juega en nuestras vidas, las cargas de la herencia (genética) familiar, el racismo, el incesto, el mar como ámbito de disolución ética y honestidad, la muerte como contraria a la

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vida (desarticular el dogma de la muerte como parte de ésta), la extinción de las especies, y en general cualquier tema que encaje en la ficción especulativa, pero también la crónica social.

¿Cuáles son los autores o autoras de cabecera: quiénes te influyeron más en tus comienzos? En mis comienzos sin duda me influyeron los cuentos populares, como la antología de Cuentos al amor de la lumbre, o los cuentos de los hermanos Grimm, esos cuentos tristes que nos contaban nuestras abuelas. También romanceros populares que mi madre me cantaba. Luego llegó Kafka. En la adolescencia algunos autores japoneses como Yukio Mishima.Y el siguiente gran paso fue el conocimiento de la literatura Latinoamericana.

Como autora de narrativa, ¿qué innovaciones encuentras en los libros editados en los últimos años: qué tendencias te interesan más? Una tendencia social pero tan apegada a la ficción como pueda llegar a ser capaz. La realidad me sirve de estímulo, pero lo que realmente me divierte es inventarme historias.

¿En qué época y país te hubiera gustado ser escritora? Sin duda, en un futuro. Me habría encantado conocer otras vidas, otros paisajes, otras estructuras de pensamiento o creación.

Si tienes algún proyecto entre manos, ¿podrías hacer un avance de lo que estás escribiendo? En unos meses publico una novela titulada Seis formas de morir en Texas, que se sitúa en ciertos episodios norteamericanos que a mi modo de ver están en pleno diálogo con las políticas que consideramos que atentan contra los derechos humanos. En este caso hay una dialéctica entre la políticas norteamericanas y chinas. También empiezo a esbozar un libro de cuentos de temática muy variada.

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ÉL (cuento perteneciente al libro Leche)

Saber que es él, aunque físicamente irreconocible, me neutraliza los sentidos. Cuando no se trata de él, me aparto del olor desagradable, de la vista de lo deforme, del sonido del sufrimiento. Sin embargo, cuando le cuido, aquí, en la misma cama donde lo colocamos el día en que lo trajeron, su estado no me induce al vómito y, si su piel me lo permitiera, le besaría todo el cuerpo. Pero la poca piel que le queda intacta es, ahora mismo, tan delicada como la de esos insectos plateados que habitan en las humedades, y se deshace tras el más mínimo roce. Limpio sus trocitos de piel en el termómetro, en la cuchara diminuta con que le meto la sopa; en sus pestañas, que recogen partículas que, como escamas, se le desprenden de los párpados. Pero está vivo. Y, casi más importante, está. Él está. Es lo que me digo cada mañana, antes de abrir los ojos en este sofá para mirarlo, a unos metros de mí. Está. Él. No importa lo que venga ahora, la agonía, la muerte. Lo peor, los meses de búsqueda, la alerta permanente del espíritu esperando una noticia, ha pasado. Por eso, cuando Arturo me advirtió que su estado era irreconocible y me preguntó si estaba preparada para verlo, no temí la visión del horror que sí vieron los 11


vecinos, que tenían que desviar la mirada de tanto en tanto, mientras nos ayudaban a Arturo y a mí a colocarlo en la cama. Cuando todos se fueron nos quedamos Arturo y yo frente a él. No hablamos nada. Arturo dio unos pasos para salir de la habitación y, en el umbral de la puerta, se volvió para decirme: «Sólo falta la dentadura. La olvidé. Te la traigo esta semana». Como otros, perdió la dentadura en una explosión, y usaba una prótesis. Ya hace tres semanas que Arturo me dijo que la traería, pero todavía no ha venido. No importa. No le hace falta, porque su estómago no puede soportar el peso de la comida. Llevo mucho tiempo sin limpiar el polvo. Lo veo en los muebles, flotando en el rayo de luz que se filtra por la ventana. Quiero probarlo. Abro la boca para que me entre, para averiguar a qué sabe, si tiene algún alimento, porque su boca está entreabierta y me gustaría que esta harina de pelo de perro, de barro en los zapatos, de alas de mosca, le aportara algún nutriente. Pero este polvo no sabe a nada, no tiene olor ni gusto. Sólo se ve. Lo que le queda de vida es tan débil que no me atrevo a moverme cuando estoy a su lado. No quiero que el ruido de mis pisadas interrumpa su respiración, que consiste en un silbido constante, un silbido que si fuera tocado con un instrumento se correspondería con la nota fa bemol. Por eso, desde por la mañana, preparo todo lo necesario para pasar el resto del día en esta silla, frente a él, violín de una sola cuerda. No sé si pese a su estado conserva los ciclos de vigilia y sueño. Por la noche el sonido persiste, aunque ya no es un violín. Es un piano, de una sola tecla. Fuera de su silbido, sólo hay silencio. Desde que lo trajeron hay silencio incluso en el patio. Ese mismo cuidado que tengo yo para moverme lo mínimo, parece haber contagiado a los vecinos. Todos andamos de puntillas. Creo que se ponen en mi lugar. Ayer los aliados trajeron a la joven del 2B. No la he visto, pero me dicen que está reconocible. 12


En tres semanas el médico ha venido dos veces. Sé que viene más por mí que por él. Me toca la frente, me mira las pupilas, me trae algo de pan. Teme que las medicinas no hayan pasado la frontera. Me da instrucciones de cómo asearle. Pero no vivirá, asegura. Pronto se me olvida la angustia de su búsqueda. Su presencia ya no me consuela. Ahora también quiero que viva. El dolor presente es siempre peor que el pasado, porque es el más joven, el que está en edad de crecer. Mi dolor tiene los huesos de adolescente, y se está estirando. Prefiero la incertidumbre de cuando no le encontraba a la evidencia de verlo así. Empiezo a refugiarme en la duda. La duda duele menos que la esperanza. Pero le miro y todo se vuelve certeza. Su peso es una certeza. Su temperatura es una certeza. La fiebre no le baja. El termómetro en él parece un medidor de muerte. Dejo de ponérselo. Quiero no saber tanto como me sea posible. El momento del aseo le disgusta. Darme cuenta de que algo le incomoda ha sido un gran paso. Quizá él lo haya intentado antes, pero sólo hoy he comprendido que, sin poder hacer ningún gesto, emitir ningún gemido, se comunica con la segregación de un olor particular, muy intenso, que va dispersándose en la habitación como las esporas de un hongo. Cuando sabe que voy a limpiarle, huele. Huele cada vez que no le gusta algo. No me dejo intimidar por ese olor y le retiro los paños. No sé por cuánto tiempo podré seguir considerándolo un hombre. No parece que se debata entre la vida y la muerte, sino entre la muerte y la cosa. Por eso, si veo que los paños están mojados, que tienen algo de similar a mi orina y a mis heces, digo para mis adentros: «Sigue siendo humano». Celebro sus deposiciones como un acto de vida. Después de cada comida, le cuido la boca. Me vendo un dedo y lo voy deslizando por toda la mucosa, limpiándole 13


bien la lengua, las encías. Paso por los surcos donde antes tenía los dientes. Le estimulo la saliva. Para que pueda respirar saco el dedo cada dos o tres segundos, y continúo. Palpo las ulceraciones cada vez más pequeñas. Al pasar la venda por una, todo él se ha contraído. ¿No se contraen también las heridas que cicatrizan? Estoy contenta. Se me van los días indiferente a cualquier necesidad mía. Antes vivía para encontrarle pero, cuando él llegó, yo me disolví. Sé que me he levantado porque no estoy acostada. Sé que me he peinado porque tengo dos horquillas que me recogen el cabello. Sé que he comido porque hay algunos restos en el cubo de la basura. Pero no sé qué más sucede cuando me separo de él. Vivo en él. Soy la bacteria que crece en un moribundo. El buitre que, ignorante de su vuelo, vive pendiente de la carroña. Han surgido hoy, de la nada. Ayer le miré el cuerpo al milímetro y no las vi. Son unas úlceras oscuras que le salpican el cuerpo. Son como huellas de cieno. Debe de ser el paseo vespertino de la agonía. Huelen a agua estancada, a rana. Cuando respira continuadamente por la boca, se le forma una membrana que parece que le tapa la garganta. Es como la piel interior de una cáscara de huevo. Tiro de ella y sale toda entera. Se disuelve entre mis uñas. Lo trajeron desnudo, y para no dañarle no quise cubrirle. La piel le queda grande en los huesos. Sin embargo, da la impresión de que tolera mejor el caldo porque, de las cinco cucharadas de antes, he pasado a darle siete. Siete tomas que interrumpen el silbido de su respiración mientras traga. Además, el pulso ha cambiado. Antes, al tomarle la muñeca, no sentía los latidos, sino una especie de fluir continuo, incontable como un puñado de agua. Era como si el corazón se le estuviera licuando. Ahora se distingue un latido del otro y, aunque son demasiados, se pueden contar. 14


De ningún modo he creído el diagnóstico del doctor. Intenta aplicar la tradición de su conocimiento a un cuerpo herido de un mal nuevo. Las fosas se están llenando con cuerpos así, pero también se han escuchado casos de recuperaciones, cosas que empiezan a reconocerse como personas, primero, y más tarde se lanzan a distinguirse como hombres o mujeres. Él todavía no ha encontrado su forma, pero ha comenzado a tener apetito, un hambre repentina. Cuando le meto la cuchara no quiere soltarla. La agarra entre sus encías desdentadas. Su mandíbula se mueve. Éste ha sido su primer movimiento. Ahora sí necesito sus dientes. Mañana buscaré a Arturo. Ayer el silbido comenzó a mitigarse. Cuando lo noté me entró miedo. Desde que he visto su cuerpo enflaquecido, traslúcido, temo todo adelgazamiento, también el del sonido. En un momento de confusión le provoqué. Necesitaba incomodarle para sentir de nuevo su respuesta. Como parece que no le gusta la luz plegué las cortinas. El sol le dio de lleno en la cara y él segregó su olor como un reproche. Renace la esperanza. La abrazo. Recupero la fe en el termómetro. En efecto, la fiebre remite. Avisaron a Arturo. Vendrá esta tarde. Lo verá él mismo. Aunque aparentemente no haya cambiado, su apetito no puede indicar sino una mejoría. Estoy cocinando la primera comida que masticará después de meses. La preparo pensando en el sonido que hará cuando la muerda. Él. No sólo está, sino que vivirá. Masticará. La recuperación es inminente. «Tengo frío», ha dicho. Su voz me ha resultado tan desconocida que en un principio dudé que viniera de él. Inmediatamente le he cubierto con una sábana. Parece que la piel resiste su peso, y la agarra con sus dedos desuñados como si agarrara mucho más que un trozo de tela. Está luchando. Tiene hambre y frío. Observo atónita el nacimiento de mi esposo. 15


Arturo no ha podido venir, pero un vecino me ha traído la dentadura. Está envuelta en un pañuelo. La desenvuelvo. Quiero limpiarla antes de ponérsela. Dejo la comida en el fuego y mojo sus dientes bajo el chorro de agua. Uno de ellos es dorado, él quiso mantenerlo así, simulando la falta del original, que le quitaron de un golpe siendo tan joven. La cena está lista. Enfrío una cucharada para probarla. No recuerdo la última vez que cociné con dedicación. Me tiemblan las manos al servirla. Elijo una pequeña porción con bastante caldo, porque todavía no sé si podrá masticar. Escucho el sonido del alimento sólido al romper el líquido en el cuenco. El sonido de lo sólido es musical. Quiero entrar en el mundo de los sólidos, lejos de la nota de un violín, del viento invisible de su silbido. Toco la silla. Me siento. Dejo el cuenco junto a él. La comida todavía está demasiado caliente. Humea. Saco del bolsillo del vestido su dentadura para ponérsela. Me cuesta mucho abrirle la boca. No sé si tiene la suficiente fuerza como para resistirse o si la mandíbula está contraída por alguna otra causa. Le hablo con una serenidad que oculta mi excitación. Pienso que colocándole esa pieza mostrará de nuevo su rostro, viril, impecable, como si fuera el trozo del puzle que da sentido a la imagen. Pero no encaja. El trozo de puzle parece una de las dos mil piezas de un cielo de azul homogéneo. A pesar de que los huesos maxilares permanecen ajenos a tales deterioros del cuerpo, la pieza no logra ajustarse. Surge una explicación en mi cerebro, pero es demasiado atroz, la elimino. Intento tranquilizarme, no ceder a los nervios. Miro de nuevo la pieza. Claramente es la misma. Y en un instante, retorna la misma explicación a mi cabeza, nítida, sin duda alguna, el horror: no es él. El hombre que he estado cuidando durante siete semanas no es el mío. Destapo al que está en la cama. Grito. Cojo el cuen16


co caliente y se lo vierto en el pecho. La cena le quema las llagas. Corro a buscar al verdadero. De nuevo la bĂşsqueda. Me entran nĂĄuseas. Odio. Bajo las escaleras apresurada. Me caigo. Me levanto. Me duele el tobillo. Veo la calle larga.

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Almudena Sánchez Mallorca, 1985

Es periodista y máster en Escritura Creativa. La acústica de los iglús (Caballo de Troya) es su primer libro de relatos, que ya alcanza la octava edición. Además, su debut le valió para ser finalista del premio Ojo Crítico y del Setenil. Como periodista, colabora habitualmente en revistas y medios nacionales como Tales Literary, Oculta Lit o Ámbito Cultural realizando reseñas y entrevistas. En 2013 fue incluida en Bajo 30, antología de nuevos narradores españoles (Salto de Página) y en 2018 en Doce relatos maestros (La Navaja Suiza).

¿Cuándo y por qué empezaste a escribir? Alrededor de los 20 años (escribir en serio). Aunque desde muy pequeña era toda palabras, historias, ideas. A veces creo que esa infancia llena de deseo me enseñó más que todos los textos que he borrado, fallidos, ingenuos, en mi portátil.

¿Cuáles son tus preocupaciones temáticas? La adolescencia, la muerte, la enfermedad, lo ilógico, la soledad, la ensoñación con un toque poético o fantasmagórico.

¿Cuáles son los autores o autoras de cabecera: quiénes te influyeron más en tus comienzos? De cabecera: Clarice Lispector, Joy Williams, Felisberto Hernández, Sara Mesa,Virginia Woolf, Marina Tsvietaiéva. Autores que más me influyeron al comenzar a escribir: Cortázar, Kafka, Bernhard, Salinger, Chéjov.

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Como autora de narrativa, ¿qué innovaciones encuentras en los libros editados en los últimos años: qué tendencias te interesan más? Me interesa mucho la hibridación de géneros. Cómo se mezcla una autobiografía con lo filosófico o un ensayo con lo poético, por poner dos ejemplos. También la mezcla del lenguaje coloquial con uno formalísimo. En cuanto a temas, me atrae lo sensorial, el arrebato físico y emocional que precede y supera a la reflexión mental, la conducta humana, su relación con la naturaleza y el desasosiego de estar vivos dentro de un mundo absurdo.

¿En qué época y país te hubiera gustado ser escritora? En esta época y en España.

Si tienes algún proyecto entre manos, ¿podrías hacer un avance de lo que estás escribiendo? Ahora mismo estoy escribiendo un libro confesional sobre algo que me pasó durante 2018.

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LOS PUNTOS DÉBILES (pertenece a la antología Doce relatos maestros)

Lo de la literatura fue idea de mi novio Blas. Yo, en realidad, soy Lorna Garrido y vivo en una calle estrecha de Madrid. Es tan estrecha que mi vecina me dejó su secador, un día, de ventana a ventana. A veces sueño que no puedo salir por la puerta de casa. Que hay un muro. Sueño con muros de ladrillos, de hormigón. Anoche soñé con el Muro de Berlín. Como iba diciendo, Blas me convenció para apuntarme a un curso de escritura. Navegó por internet hasta encontrar la mejor escuela de España. Se leyó las biografías de los profesores y constató que todos ellos habían publicado más de dos novelas. —No necesitas estudios anteriores, ¿sabes? Es fácil, mira, cuentas tu vida o lo de los muros, si quieres. Además, vas a conocer a grandes contadores de historias. Desde pequeña, tenía una relación extraña con la literatura. Me gustaba meterme dentro de los libros. Cuando hacía eso, no le abría la puerta al cartero, ni atendía a llamadas urgentes. Lo malo es que me los creía demasiado. Contaba sus historias como si me hubieran pasado a mí. Empecé a no saber distinguir entre lo real y lo inventado. Los libros me inflamaban el nervio óptico: leía con intensidad, pasaba las páginas dislocándome la muñeca, subrayaba con pintalabios. Cualquiera podía dis21


tinguir mis libros de otros. Eran un esperpento. Los valoraba: invenciblemente bueno. Con esa misma intensidad dejé de leer, todavía joven. De golpe, me sentí insatisfecha. Regalé mis libros. El guardián entre el centeno, Lolita, Helena o el mar del verano, El año del pensamiento mágico. Escondía algunos. La señora Dalloway, El maestro y Margarita, Los hermosos años del castigo. Un día me pillaron leyendo en un ascensor. Subía y bajaba, subía y bajaba, hasta que pasaron dos horas y me sacó un técnico. Bueno, eso no sé si lo he leído o me lo he inventado. A la escuela de escritura podía llegar andando. Sólo había un obstáculo: de camino, tenía que atravesar un túnel de 40 metros, lleno de barro, pintadas, jeringas, un guante sin dedos, petardos, cristales con sangre, un murciélago y cosas húmedas. Lo peor no era el ambiente, aunque siempre acababa con las manos viscosas. Cuando salía del túnel, sin querer, manchaba las chaquetas de los transeúntes. Una señora me pegó un puñetazo porque le toqué las hombreras. Me angustiaba, sobre todo, la oscuridad. Me había comprado unos zapatos con luces de colores en la suela para caminar tranquila y sortear excrementos. Mi novio Blas se reía de mí y me decía: — Eres fosforita. La escuela de escritura estaba en el centro de Madrid. Se accedía por un patio trasero, con flores artificiales, en el que había un cartel: EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN También había pájaros con un trozo de pan en su pico. Cuando yo llegaba con mis zapatos nuevos, se asustaban y empezaban a graznar o yo qué sé. Soltaban el pan y parecía que estuviera nevando. El nombre de la escuela era ¡Absalón, absalón! La chica de recepción se llamaba Macarena y me matriculó en dos cursos: uno de técnica y otro de inspiración. Luego se 22


hizo un moño enrevesado con dos horquillas y un boli. Mi formulario se llenó de pelos. Me quedé mirándola: peinarse es desordenar el ADN. Por un momento, me recordó a Amy Winehouse. — ¿Algo más, Lorna? ¿Una aceituna? Salí de allí. Los pájaros seguían asustados y Blas me esperaba fuera, animado. Hacía meses que no lo veía tan alegre. Llevábamos siete años juntos, sumando aniversarios sin ningún interés. Nuestra relación obedecía a las matemáticas. Me preguntaba: — ¿Cuánto llevamos, Lorna? Y yo le respondía: — 7 años, 2 meses y un día. Primero se agotó el sexo, que era como comerse una fruta de un bocado, atragantarse de saliva y alucinar, gritarle al hígado y al esternón, que te mueres de placer y lo absorbes y lo derramas. Entonces solía andar con las piernas mojadas y los labios brillantes. Llevaba unas bragas de recambio en el bolso y el césped era bueno para tumbarse y la arena y los hierbajos y la alfombra y las chinches y el asiento del coche oxidado y los toboganes del parque de Valdebebas. Yo le decía: otra vez y él decía sí y yo volvía a decirle otra vez y él respondía sí y en un minuto se llenaba todo de un olor contaminado que era nuestro. No abríamos las ventanas después del sexo. Ahora la cama huele a crema solar. Paseaba con Blas por las aceras de Gran Vía. Era septiembre: familias, solteros y estudiantes, habían vuelto de sus vacaciones. Los edificios escupían aire recalentado. Yo trataba de explicarle a Blas mi experiencia en ¡Absalón, absalón! pero siempre había algún paseante que nos interrumpía, cruzaba entre nosotros o nos aplastaba en un rincón. — Lo que digo es que empiezo mañana. — ¿Mañana? — Con la escritora Regina Katmandú. 23


*** Regina Katmandú era una autora de culto. Escribía con Stabilo Boss y guardaba sus manuscritos en Plastic Folder. Había abandonado su físico para cultivar la mente. Adelgazaba pensando. Lo único que le salvaba de la desaparición eran sus ojos. Cuanto más delgada, más se agrandaban sus ojos azules del Ártico. Sus ojos invadían la clase (había espejos en la pared, por lo que estaban en todas partes) y en ocasiones, se le caía alguna pestaña gigante encima de la mesa, que me apresuraba a limpiar con la manga del jersey. Ahora que me doy cuenta: el suelo estaba lleno de pestañas. Cuando la miraba, pensaba: ella podría caminar por un túnel sin miedo; sus ojos irradian luz. Había sido finalista de muchos premios, pero no había ganado ninguno. En algunas entrevistas le preguntaban acerca de ello. Y contestaba rotunda: — Los premios literarios son un invento de la sociedad moderna. ¿Quién recibió premios en su momento? ¿Kafka, Emily Dickinson? Prefiero estar al lado del señor K y de Dickinson que de todos esos deportistas literarios inútiles. En clase éramos tres: Renata, Yin y yo. Mis compañeras acudían a las clases de Regina desde sus inicios. Leíamos, escuchábamos. Mi relato trataba sobre una pareja en descomposición. Quería dejar claro que sólo estaban heridos, no estaban rotos ni desmembrados. Mi idea consistía en comparar los residuos tóxicos con una crisis sentimental: Entre Luis y Laura ya no queda nada. Para despejarse, Laura sale a tirar la basura, todas las noches, agarrada a una bolsa que gotea un líquido que podría ser aceite de ricino. Si alguien pasea por la calle, se aparta de Laura. A nadie le gusta caminar al lado de una mujer triste con una bolsa de basura. Por una de las rendijas, asoma una cabeza de sardina. 24


Laura tarda más de dos horas en volver a casa, donde le espera Luis, afligido y pegado a un radiador. Los contenedores están todos llenos, le dice a Luis, para que esté tranquilo. Por eso tarda horas en regresar y porque fuma. No quiere que Luis piense que prefiere tirar la basura antes que cenar con él. Eso haría que la relación se desmoronase. De tanto tirar la basura, Laura se ha hecho amiga del basurero: Ron de las Heras. Los dos hablan de belleza. Ron le cuenta a Laura que el camino al vertedero es largo y tortuoso. Cada semana tiene que ir y descargar toneladas de mierda. La mierda, le confiesa, se pega y se amontona. Es como si hubiera aprendido a abrazarse: las cenizas con los huesos y las raspas con los ácaros. Eso hace la mierda. Ron, con sinceridad, le cuenta a Laura cómo se vive entre la mierda. No es algo de lo que esté orgulloso, aunque con ella se siente a gusto. El cielo pesa más en la montañas. El cielo siempre pesa. Se necesitan pastillas antináuseas y pañuelos perfumados para llegar al vertedero sin mareos. A todo esto, Laura, con asombro, le pregunta: ¿Cuál es la distancia exacta entre la civilización y los desechos? Regina no me dejaba terminar los textos. Prefería callarme y argumentar: — Lorna Garrido, atiende bien. Tus puntos débiles son: 1. 2. 3. 4.

El mal gusto. La sensibilidad trágica. La emoción reprimida. Una cierta confusión existencial. ***

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Anoté mis puntos débiles en el cuaderno. La chica de recepción, Macarena (se hacía un moño, parecía una zarza), me explicó que las clases de Regina Katmandú eran así: se trataba de solucionar fallos muy generales, pues Regina pensaba que el problema de los escritores no era técnico, sino más bien psicológico o moral. Primero había que mejorar a la persona para que mejorara su escritura. Una simple cuestión de estilo: maniquíes en ruinas. No sabes —me comentaba— lo que me cuesta apuntar a personas a sus clases. Ella quiere artistas. No le gustan los escritores recién llegados. Hasta ahora, las únicas personas que habían aguantado varios años bajo su mirada estricta eran Renata y Yin. La consecuencia es que, desde hace meses, no hablaban. Aparecían, pagaban y se iban. Tras la conversación con Macarena del Moño —la había bautizado así— me costó más que nunca atravesar el túnel. Estuve dos horas sentada en un bordillo. Mis zapatos con luces se volvieron locos, la luz pegaba en el techo y no había cobertura. Cada cinco minutos me levantaba y movía las piernas sin percibir ningún avance. Me preguntaba si llegaría algún día a casa. Tenía que escribir. Llenaría cuartillas de tinta. Transformaría mis puntos débiles en tesoros de ultratumba. Mañana me leería Regina. Mi obligación era solucionar problemas importantes: la relación entre Ron de las Heras y Laura. Estaban en mi texto. Y me gritaban. También gritaron, pero de verdad, dos jóvenes que entraron en el túnel, con adrenalina y sudores cárnicos, consiguiendo que me desbloqueara. Me pidieron un cigarro y a cambio, me ayudaron a salir. Volviendo la vista atrás —aunque podrían ser alucinaciones— recuerdo haberme topado con mi madre. Me escrutaba a lo lejos. Igual que un águila. Estaba en un costado del túnel, se escondía, me examinaba, apenas parpadeaba y me llamaba ¡Laura, Laura Galindo! o ¡maldita Lorna Garrido!, no lo sé con 26


certeza. Lo que realmente ansiaba era descansar y escribir a la vez. ¿Y si mi relato adivinaba mi futuro? ¿Y si estaba escribiendo una nueva Metamorfosis de Kafka? Una mañana, tras un sueño intranquilo, Lorna Garrido se despertó convertida en un monstruoso insecto. Había fantaseado mucho con esa frase. Qué insecto sería yo. Con alas, antenas, mediano, tal vez venenoso. Porque si Gregor Samsa era una cucaracha o escarabajo, ese bicho ya estaba cogido. Yo creo que sería una oruga, generadora de urticarias, con huevos rotos en mi vientre. O ni siquiera tendría vientre. Sería un insecto peludo a los que nadie se acerca, ni los niños valientes. Ni un topo que va por la tierra y está ciego. Estaba perdiendo el tiempo. Cómo le iba a contar un suceso metafísico a Blas, que me había preparado un pincho de tortilla y me esperaba desde hace horas, puesto que aquel día cumplíamos 7 años, 2 meses y 2 días y un vino y besos cortos y espaciados que no sabían a nada. *** Después de una resaca emocional, los problemas se transforman. O más bien: ya han pasado, son otros. Por ejemplo: ahora sabía que mi madre vivía en el túnel. Hacía años que no teníamos relación. Nos habíamos distanciado porque yo no quería tener hijos y no sabía cómo zanjar el tema. Se lo advertí con la voz ronca: — Que no me gustan los niños y menos las niñas, con sus lacitos. Una vez me fumé un puro delante de ella. Un habano grande y gordo, sentada con las piernas abiertas en la silla ortopédica. Salía un humo descomunal, que se retorcía en el aire 27


y le blanqueaba la cara. Mi madre comenzó a toser y amenazó con llamar a la policía. Ese día le pregunté: — ¿De veras crees que una madre fuma-puros podría cuidar bien de un niño? Tras la discusión, le escribí una carta en la que manifestaba mi cansancio, el horror de las peleas, las arrugas de amargura que se nos quedaban después de odiarnos tanto. Se llevó la carta, una foto mía vestida de primera comunión y dio un portazo. Desde ese día la puerta no cierra bien y entra un viento frío. Fue una época difícil porque sólo tenía veinte años y un título irrisorio: periodismo, sin terminar. ¿Adónde iba con una carrera vacía para tipos informados? Empecé a trabajar de acomodadora en un cine para adultos. Lo que encontraba en los asientos, después de la película, no lo puedo describir. El mejor momento del día era cuando apagaba las luces. Cuántas veces le habré dado a los fusibles y cuántas habré sido una sombra solitaria. Crecer es apagar interruptores. En cuanto a la escritura, me iba muy mal. No me concentraba en casa. La vecina sacudía una sábana sucia y regañaba a la atmósfera: — ¿Quién limpia la grasa del chorizo en la funda del sofá? Blas me vigilaba por encima del hombro. Ron le propone a Laura visitar el vertedero con él. Una cita diferente, como quien va a un museo. Cuando ella se sienta libre y confiada. Laura tiene curiosidad por saber cómo será el paisaje: si estará encharcado o desértico. Si habrá bombonas de butano, animales disecados, una caja navideña con el queso a medio comer. Antes de precipitarse, Laura le advierte a Ron que es sensible a las acumulaciones. 28


Me recuerdan a mi habitación de niña: grande y desordenada; una parte con juguetes y el resto abarrotado con cosas de adultos. Mis pinturas estaban al lado de una aspiradora. Si mis padres compraban una caja de clavos o una cafetera y no cabía en el comedor o en el despacho, la dejaban en mi cuarto. Mi habitación nunca fue un paraíso infantil. Se fue convirtiendo en un trastero. Ron le cuenta la verdad a Laura: en el vertedero hay plagas de moscas y buitres con los ojos furiosos. Puede que pisen ratas. ¿Sabes que las ratas tienen cuatro dedos en las patas delanteras y cinco en las traseras? Blas, como Regina Katmandú, me interrumpía: — No me gusta el personaje de Ron. Es un psicópata disfrazado. Durante aquellas tardes, traté de convencer a Blas de que Ron de las Heras no existía, aunque tenía el pelo rizado y una sonrisa atractiva. Era un personaje de ficción. Un basurero poético. — ¿Te imaginas que un basurero te salve la vida? Ponte en mi lugar: sales a tirar la basura y es el mejor momento del día. La negrura de la noche, una estrella solitaria que se esfuerza en brillar y una gran conversación filosófica, sobre grasa y humanidad. ¿No te parece un asunto conmovedor? Si algún día me acompañaras al túnel, verías el cúmulo de mierda asquerosa... — No insistas, Lorna. Blas tenía inseguridades y me espiaba. Yo escribía nuevas frases del relato —se iba a titular Las suciedades— y él se acercaba con autoridad al ordenador. No me quedaba otro remedio que parar de escribir. Se notaba que no le gustaba la trama y ponía cara de derrota deportiva. La misma que cuando no recordaba nuestro aniversario. — ¿Cuánto llevamos hoy? 29


— 7 años, 2 meses y 3 días. — Anda, si te acuerdas. — ¡Cómo no me voy a acordar! *** La segunda clase con Regina fue más cálida. Podría calificarla de cercana. Nos sentamos juntas. Antes nos separaba un buen tramo de mesa. Por fin conseguimos cruzar las miradas. Leyó mi texto y no le pareció mal: una visita al vertedero le resultaba inquietante. Me explicaba que había construido una historia —poderosamente frágil—, que se podía estropear en un momento de distracción. — Las palabras son similares a las relaciones humanas: se quiebran. Estallan. Queman. Mueren. Se vuelven contra ti. Huyen. Se estremecen. Y escribes, a pesar de ello, con heridas en los dedos, la dentadura apretada y desafiando una ley gravitatoria que consiste en emular a las grandes obras literarias. ¿Qué puedes añadir a Las olas de Virginia Woolf si no es una versión barata de ti misma? Hay que buscar la devastación de uno, los golpes espirituales que se disuelven en el cuerpo y no son palpables, pero de repente, aparecen materializados y bruscos como una sacudida de toro. ¿Cuántas ganas tienes de terminar tu historia, Lorna Garrido? Ahí es donde Regina se cansaba de dilucidar. Se hundía en el asiento y sus ojos se tornaban oscuros y chinescos. Llevaba un espray con agua termal y lo agitaba con fruición. — Aquí hace más calor que en Macondo. Le seguían preocupando mis puntos débiles. Se levantaba, gruñía, daba vueltas alrededor de la clase. Su médico le había mandado ejercitar las piernas. — Lorna Garrido, tus puntos débiles: 30


1. 2. 3. 4.

La tensión enfermiza. El sensacionalismo. Pensamientos suicidas. El tono grisáceo.

— ¿A qué te refieres con el tono grisáceo? No estaba avanzando y mi cuerpo me pedía abandonar la clase. Dejar la escritura. Despedirme de Regina y de sus ojos grandiosos. Olvidar el túnel, a Ron de las Heras y su vertedero del amor. Pero Regina me abrazó. Estuvo un rato abrazándome. Y eso me hizo sentir un poco más valiosa. Mis espacios residuales resistían y ella se ablandaba. Se estaba convirtiendo en esa almohada humana que son las personas. Quiero decir, las personas sensibles. — Para la tensión enfermiza, te recomiendo que te apuntes a acupuntura. Yo publiqué mi primer libro así: entre sesiones de encierro y acupuntura. Regina admiraba mucho a Marguerite Duras. Ambicionaba ser como ella, su lucha kilométrica, y pasaba semanas en casa, sola y olvidada, con una botella de vino. *** Comencé la terapia de acupuntura al día siguiente. Ya casi no veía a Blas y tuvimos una discusión tremenda porque los dos queríamos tirar la basura. Él me echaba en cara que estaba perdiendo el norte. —¿Sabes que hay en el norte? Icebergs puntiagudos, medio resquebrajados, flotando a la deriva. ¿Eso es lo que buscas? ¿Quieres ser una personificación del Polo Norte? Sé muy bien que esperas a que llegue tu hora preferida, las doce de la noche. Te noto impaciente. Miras mucho el reloj y 31


programas la alarma cuando sabes que va a pasar el camión de la basura. Antes, ¡haz memoria!, te quedabas conmigo en el sofá y nos dormíamos entre caricias suaves y agotamiento. Qué pena, Lorna Garrido. Cuánto has cambiado. La acupuntura me calmaba bastante. Iba a una clínica de las afueras, porque las del centro eran muy caras. Me preguntaron si tenía problemas de coagulación, miedo a las agujas, trombosis o presión sanguínea alta. Les respondí que no, que lo único que tenía era una sensación de desbordamiento. Lo repetí despacio: desbordamiento. No me hizo falta averiguar que los acupuntores no querían profundizar mucho en mi estado mental. Mi nerviosismo estaba dentro de la media, según ellos. En cambio, yo veía mi reflejo en el suelo abrillantado y era de esas chicas que rezan y envejecen rápido. Me daba vergüenza mencionar todos mis puntos débiles: el mal gusto, la sensibilidad trágica, las emociones reprimidas, la confusión existencial, la tensión enfermiza y el sensacionalismo. Ah, y mis tendencias suicidas y el tono grisáceo. ¿Por dónde empezar? Da igual, sólo querían pincharme. Me tenían treinta minutos tumbada, con agujas clavadas delante de un espejo. Me gustaba el hecho de sentirme ametrallada, inmóvil, notaba pinchazos por todo mi cuerpo. Estaba sola en la habitación y aunque me prohibieron con firmeza que me tocara, empecé a mover las agujas y a clavármelas hondas. El alivio era enorme. Mucho mayor que con la acupuntura normal. Me encantaba agujerearme los tobillos. Pensé que podría ahorrarme las idas y venidas a la clínica si lo hacía yo misma en casa. Les di las gracias y les comenté que las sesiones habían sido satisfactorias. 32


No volvería más. En la mercería de mi barrio, compré alfileres, unas tijeras y un dedal. *** Mi modo de vida empezaba a ser rutinario. De algún modo, me gustaba. Había pasado por tantas penurias que ahora sólo tenía que clavarme alfileres para superar el dolor. Uno por cada punto débil. Me ayudaban, incluso, a atravesar el túnel. Si me acordaba de mi madre, me clavaba tres alfileres en el pecho. Si discutía con Blas, me clavaba cinco, en los brazos. Y si Regina continuaba enumerando puntos débiles en mi relato (no hablo de tu cuento, están en tu corazón) me cortaba con las tijeras. Una raja en la barriga. La escritura me hacía daño y las cicatrices estaban ahí, redondas y esparcidas. No buscaba ninguna estética, ningún dibujo sobre la piel. Sólo una punzada reconfortante. Gracias a las agujas, casi había acabado mi relato. Laura le pregunta a Ron si las ratas muerden. Él le contesta que posiblemente. Y añade: entre tanta porquería muerta, seremos dos seres intensos y vivos. Y luego le cuenta un secreto, se acerca al oído de Laura y susurra: ¿sabes lo que no vas a olvidar nunca? El silencio. No se oye nada, porque los buitres, las ratas y hasta las liendres están a lo suyo. Oirás crujir la basura cuando camines. Oirás tu respiración y por primera vez podrás contemplarla: negra como una desgracia. Y otro dato sobre mí: hace meses le hice un favor a una señora. Había tirado la urna con las cenizas de su madre, sin querer, al contenedor. Y yo las estuve buscando en el vertedero. Una urna con un dibujo de Supermán. Se la devolví y no sabes qué alegría. 33


Regina Katmandú opinaba que mi cuento se estaba atascando: Ron y Laura tenían conversaciones demasiado largas y Luis, el novio, hacía páginas enteras que no se pronunciaba. El caso es que seguía teniendo defectos, pero Regina había cambiado su actitud hacia mí. Últimamente me cogía de la mano cuando leía. Me traspasaba una energía huesuda y fría, como de cementerio. Renata y Yin, las alumnas que nos acompañaban en clase, se habían quedado relegadas y Regina no les dedicaba ni una sola mirada de compasión. Se arrimaba a mí y sus ojos aumentaban tanto de tamaño que me recordaba a esa obra tan conocida de Magritte, ¿El espejo falso?, un cuadro con un ojo fulminante y todo el cielo en la pupila. Por un instante pensé que estaba dentro de un ojo y no de un aula. Y que la retina, el iris, el cristalino, formaban parte de aquel edificio imperioso llamado ¡Absalón, absalón! Creo que fue en esa clase cuando Regina les sugirió a Renata y Yin que se podían marchar. Fuera de la literatura, lejos de su dictado artístico. La próxima clase iba a ser particular. Ella y yo a solas. Un tipo de enseñanza a la que llamaban tutoría, específica y de nivel alto. — Lorna Garrido, tu punto débil es la orfandad. *** Poco a poco, dejé de tener miedo al túnel. En el fondo, no era tan largo. Había exagerado con lo de los 40 metros. Sólo tenía diez y estaba mi madre regando plantas trepadoras con una manguera antigua. Estuve a punto —al final no lo conseguí— de hablarle de los nuevos sistemas de riego automáticos. De pequeña, solía quedarme horas mirando un aspersor y ella 34


nunca lo sabría, que yo era amante de los aspersores, de su ruido, su cortina de agua, su anticipación del verano, un chorro de frescura juvenil. Para curarme de la orfandad, tuve que clavarme doce alfileres y tres astillas que había encontrado en el quicio de una puerta. Por lo menos, ya no tenía una lista de puntos débiles interminables. Todo se resumía en uno. Casi no me podía mover y mi sangre salía disparada de los tobillos y las ingles, color frambuesa y con pus. Estaba ensuciando la cama en la que el sexo —durante meses— fue genial. Blas descansaba en la otra habitación, pero me vio y se asustó un poco sin armar escándalo. Enseguida le dije que era un tratamiento de acupuntura personalizado. Era absurdo alarmarse. Me encontraba bien. ¿Cuándo no había estado bien? ¿Alguna vez me había visto en shock? ¿Desamparada? ¿Agobiada? ¿Incomprendida? ¿Abandonada? Si yo tan sólo era Lorna Garrido y vivía en una calle estrecha de Madrid. Tardé horas en recuperarme. No dejaba de sangrar. Tuve que ponerme tiritas y alcohol, que era algo que había estado evitando a toda costa: quería ser fuerte, sin aditamentos. Laura y Ron van de camino al vertedero en una furgoneta. ¿Por qué el letrero está en inglés? CLEANING SERVICES. Ella intuye que se tiene que despedir de los árboles frutales, del color saturado del río Manzanares y de todo lo que brilla, en general. No conoce a Ron. Es posible que decidan quedarse allí un mes, un año, quién sabe. A lo mejor construyen una cabaña con botes de tomate frito. Cuando una va a un sitio nuevo, deja paso al misterio y lo proclama. Ron, por su parte, parece extasiado: por fin una chica quiere conocer su ambiente, su hábitat natural. El caso es que Laura no le dice nada a Ron. Había jurado que se dejaría llevar, porque toda su vida ha sido una chatarra, un improperio. 35


Si lo suyo se puede llamar “vida” que baje Dios y lo vea. ¿Cómo puede quejarse ahora, que va de camino al centro de la inmundicia, con un amor o alguien que se parece mucho a un amor? Después del episodio de los pinchazos, Blas se fue a casa de su amigo Marcelo. Vivía en La Moraleja. Marcelo tenía una habitación de invitados. Por allí habían pasado otros amigos nuestros que se habían peleado con sus parejas y todos habían vuelto, con la cara oxigenada y más delgados, ya que Marcelo de La Moraleja era vegetariano y no bebía alcohol y era como pasar por una terapia naturista aburrida. — Lo prefiero antes que pelear contigo por la basura y dormir en un colchón manchado de sangre. Esos días de soledad y divorcio escribí siete páginas del tirón mientras me pinchaba con agujas. Había comprado unas que se llamaban hipodérmicas, inspiradas en los colmillos de las serpientes, largas, de acero inoxidable. Me las había empezado a clavar en la cara. Y otras para la diabetes que me costaba encontrar. En la farmacia no me las suministraban hasta que me inventé que tenía una hermana, Pamela Garrido, casi inconsciente, que las necesitaba con urgencia. Me provocaban un escalofrío subterráneo y temblores. Llegaremos a media noche, le explica Ron a Laura. Puede que parezca una tontería, pero el vertedero bañado por la luna es similar a un lago. Nosotros seremos los cisnes y podrás dar patadas a los cachivaches que te encuentres por el camino. Los objetos no sienten dolor, náuseas, hinchazón, depresión, ictericia. En cambio, el ser humano lo único que sabe es infligir y recibir dolor, infligir y recibir dolor. El mes pasado me subí a una palmera. Desde allí vi a una turista que no paraba de asearse. Desinfectante, antiséptico. La principal bacteria mundial es un ser humano —recién duchado— cocinando langosta en agua hervida. 36


Terminé el relato mientras Blas hacía sus maletas. Me dejaba. No aceptaba súplicas ni que le persiguiera por el pasillo. —Pásame el reloj de la vitrina. Ni siquiera me dio tiempo a preguntar por Marcelo. —¿Cómo está Marcelo de La Moraleja? ¿Sigue cultivando ortigas silvestres? Blas no se andaba con charlas ese día. —Me ha costado tomar la decisión. ¿Cuántos años hubiéramos alcanzado si hoy siguiéramos juntos? Por primera vez, no sabía cuánto llevaba con Blas. Me sentí libre. Y un poco escritora. Y más valiente que nunca. Y conmocionada. Llamé a Regina Katmandú. No lo cogió. Le dejé un mensaje en el contestador. Pensé en mandarle una postal con la imagen de Marguerite Duras. La iba a imprimir yo misma. Hay una foto muy bonita en la que sale junto a su madre y sonríen un poco las dos. ¿No éramos ahora de la misma familia? Très vite dans ma vie il a été trop tard. Le compraría un vino que se llama Monólogo, que había visto en un restaurante ecológico, muy literario, para que nos lo bebiéramos lento, a la luz de un farol. Entonces decidí salir de casa, atravesar la puerta estrecha, correr por la acera y quedarme parada ante el primer contenedor de la esquina. Alguien había tirado flores secas y un destornillador. Reflexioné sobre la relación entre los dos objetos. Blas era como un destornillador, con su cabezal y su sistema de ajuste. ¿Y yo una flor seca? ¿Un monstruoso insecto? ¿Una mujer alterada con miedo a los túneles? Mecánica y naturaleza habían estado juntas, unos años. Quizá fue por el olor rancio, que me mareé un poco y me tuve que apoyar en el borde del container. Entre el tufo de la realidad y el humo de los sueños, recordé una frase que me perseguía desde la infancia. — Lorna, no te acerques tanto a la basura, que un día te vas a caer dentro. 37



Pablo Herrán Mallorca, 1986

En su isla natal fue nombrado Mestre en Gai Saber tras ganar durante tres años consecutivos el tradicional premio de poesía catalana de Els Jocs Florals. A los veintiún años se trasladó a Nueva York para estudiar Realización de Cine. Allí ejerció como guionista, director y editor. Fundó y celebró durante cinco años su propio festival de cine con temática centrada en la inmigración. También representó al colectivo de artistas españoles en Nueva York organizado por la sociedad El centro español.Vivió en Estados Unidos ocho años. Sus cuentos aparecen tanto en publicaciones nacionales como internacionales. Ha colaborado escribiendo crónicas en diferentes revistas y ha traducido al español una autobiografía del fotógrafo americano Weegee. Actualmente reside entre Madrid y Barcelona, desde donde escribe para diferentes medios, como Vice, Shangay y Gehitu Magazine.

¿Cuándo y por qué empezaste a escribir? No sabría decir en qué momento empecé a escribir. Yo mismo me sorprendí, hace un par de años, cuando estaba recogiendo los cajones de mi antigua habitación y encontré un cuaderno lleno de “cuentos” que había escrito siendo un crío. Siempre me ha gustado contar historias, verbalmente, por escrito o en imágenes. Como escritor, igual que como lector, opino que la transmisión de ideas, experiencias y sensaciones es una actividad imprescindible para la salud mental de cualquier individuo.

¿Cuáles son tus preocupaciones temáticas? Más que por temas, me muevo por personajes. Cuando creo uno que me interesa, exploro el mundo particular que le rodea y allí es donde en-

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cuentro la temática a tratar. Siempre voy en busca de personajes actuales que viven la vida de una forma distinta a la habitual, aquellos que no pasan desapercibidos porque ven las cosas desde otro ángulo.

¿Cuáles son los autores o autoras de cabecera: quiénes te influyeron más en tus comienzos? Nada, de Carmen Laforet, fue la primera novela que me hizo trasnochar leyendo. Más adelante, me obsesioné por Carson McCullers, John Fante y Bashevis Singer. Sin duda, todos ellos me descubrieron el tipo de escritura que me resulta más atractiva.

Como autor de narrativa, ¿qué innovaciones encuentras en los libros editados en los últimos años: qué tendencias te interesan más? Me da la sensación de que el objetivo del autor de hoy en día es sintetizar lo máximo posible sin, por ello, perder calidad literaria.Ya no se escriben los volúmenes bíblicos de antes. Me parece una tendencia lógica para los tiempos que corren. Algunos libros recientes están escritos de una forma tan sencilla y escueta que me resultan brillantes.

¿En qué época y país te hubiera gustado ser escritor? Por muy cliché que suene, me hubiera gustado ser escritor en un lugar tan lleno de historias como Nueva York, pero antes de que la ciudad se convirtiera en el escaparate que es en la actualidad.

Si tienes algún proyecto entre manos, ¿podrías hacer un avance de lo que estás escribiendo? Tengo una segunda novela acabada que se llama Mientras pudimos. Es como un spin-off de Manuel Bergman. Uno de los personajes secundarios de mi primer libro se convierte en protagonista del segundo. A pesar de estos puntos en común, son historias completamente diferentes.

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MANUEL BERGMAN (fragmento de novela)

Escuché la puerta abrirse, pero yo fingí seguir dormido. Mila estaba unos metros a mi derecha. La voz de él sonó a muy poca distancia de mí. Era una voz corriente, sin más, juvenil, masculina, nada excepcional. Dos manos que al tacto me resultaron inmensas, me agarraron por los hombros y me zarandearon un poco. —Encantado de conocerte, Jorge. Lus’ka me ha dicho que tienes que madrugar para ir a no sé dónde. Son más de las diez… ¿Te da tiempo a desayunar? El encanto de sus ojos negros y achinados no era mérito del fotógrafo. Eran suyos, reales, exactamente los mismos que en las fotografías. Este joven había dejado de ser una impresión sobre papel plano. —Hola Zhenia —logré articular con voz queda. —Tienes que desayunar —insistió, soltándome los hombros para salir de la habitación. Mila estaba sentada sobre el alféizar de la ventana. Observaba el Central Park con una taza entre las manos. La luz solar incidía perpendicularmente en su cuerpo, coloreándole la mitad del color opuesto al resto de su figura ensombrecida. Enderecé la espalda sobre las almohadas y 41


ella se giró hacia mí, haciendo que la luz se desplazara a su perfil opuesto. —A mí por las mañanas solo me entra café —me dijo—. Soy incapaz de tragar algo sólido hasta una hora y media después de despertarme. Por lo menos. No me quitaba el ojo de encima mientras yo recogía mi ropa, amontonada sobre el respaldo de una silla. Evaluaba cada centímetro de mi cuerpo. Una vez me hube vestido, hizo una mueca de aprobación carente de euforia, como si me concediera un seis sobre diez. —Yo siempre me despierto muerto de hambre —comenté, consciente como nunca de la flacidez de mi estómago. —No paro de decirle a Lus’ka que se tiene que esforzar más —dijo él desde la cocina—. Seguro que si desayunara por la mañana, luego no se pasaría el resto del día comiendo como una vaca. Zhenia iba vestido con pantalones de deporte y una camiseta súper escotada y sin mangas. Su tórax quedaba casi al descubierto, un tórax lampiño del que sobresalía un pezón marrón como una castaña. No me extrañaba que Mila, al convivir al lado de este torreón atlético, no le hubiera dado una nota más generosa a mi aspecto en calzoncillos. Sus músculos sobresalían en diferentes formas voluptuosas al abrir y cerrar estantes, cajones, la nevera… Incluso percibí una tremenda contracción pectoral cuando volcó el contenido del cartón de cereales sobre un cuenco. —¿Quién es Lus’ka? —pregunté. —Yo —me contestó quien parecía dormitar junto a la ventana—. Él me llama así —aunque Zhenia también había dicho que comía como una vaca, ella rebosaba orgullo al reconocerse merecedora de este diminutivo. —¿Sabes qué, Jorge? Solo los que nos despertamos con hambre nos comeremos el mundo. Detecto de inmediato a la gente que no desayuna. Arrastran de un sitio a otro su mal 42


humor. No desayunar provoca depresión y falta de concentración, ¿lo sabías? La gente no se toma en serio lo del desayuno y luego se cortan las venas. Hay que empezar el día con una buena dosis de azúcar y vitamina C. ¿Te gustan los arándanos? —Sí. —Eso es ¡perfecto! El bielorruso se sentó enfrente de mí, deseando verme ingerir los cereales que, aparentemente, eran imprescindibles para no cortarse las venas. —Y bien… ¿Cuál es tu historia? —me preguntó. No sabía desde dónde empezar. El inicio es arbitrario cuando uno no tiene historia. —Ha terminado con su novio —contestó Mila por mí. Le lancé una mirada furibunda. No era muy respetuoso por su parte proclamar en voz alta las confidencias de la noche anterior. —Eso es ¡perfecto! —celebró Zhenia. Desconocía el motivo por el que los arándanos y mi ruptura se le antojaban asuntos igualmente ¡perfectos!, aun así estreché la mano que él alargó hacia mí a modo de felicitación. Mila daba palmadas desde el marco de la ventana. Estaban la mar de contentos. —Nueva York no es una ciudad para enamorarse. Ya tendrás ocasión cuando te mudes a otro sitio. Estoy seguro de que no viniste aquí para echarte novio. ¿Para qué viniste? —Para ser guionista. —Normal —intervino Mila—, con esa cara… Zhenia miró a su compañera de piso con ánimo burlón. —Lus’ka… ha dicho guionista, no actor. ¿Eres tonta? Era obvio que a esta chica nadie le había explicado la diferencia que existe entre ambas profesiones. Me miró muy confundida, como si de pronto me hubiera convertido en un absoluto extraño. 43


—Puedo ver que has nacido para ser guionista, Jorge — dijo él con ojos entornados. —¿Cómo puedes verlo? —le probé, escéptico. —En tus párpados. La inteligencia se refleja en la forma en la que el párpado cae sobre el ojo. Apuesto a que tienes mucho que decir. Eres un tipo inteligente —se detuvo tras la afirmación para escrutar mis párpados con la cabeza ladeada, como si necesitara corroborar su enunciado desde un ángulo distinto—. Pero ahora estás en la jungla y aquí, aparte de inteligente, se necesita ser más inteligente que los demás —enderezó el cuello—. Hay que luchar para ir hacia arriba, como los árboles cuando nacen apretujados los unos contra los otros. Nadie merece vivir en un gueto como en el que vivías con esa loca que te ha echado de casa. Y menos un guionista tan brillante como tú, Jorge. ¿Sabes quién es Dostoievski? —Sí. —¿Sabes lo que decía Dostoievski acerca de la vivienda? —No. —Solo en casas grandes se labran ideas grandes. Esa voz que al escucharla desde la cama me sonó vulgar, ahora me estaba provocando una sensación diferente. Con los ojos abiertos, la voz tenía forma y temperatura, como si fuera algo que se pudiera recoger con las manos. Después de la primera bielorrusa, a la que le importaba un comino todo lo mío, y después de la segunda, que tenía la picha hecha un lío, aparecía Zhenia, el tercer bielorruso en la historia de mi vida, el bielorruso por antonomasia, con su voz cálida, redonda y tan persuasiva como una flauta mágica. —Mira dónde estás. Es mejor que ese cuchitril de Brooklyn, ¿no crees? Se mantuvo balanceándose sobre las patas traseras de su silla hasta que yo le respondí. —Sí. 44


—Yo también soy artista, como tú. ¿Sabes qué es lo peor que puede hacer un artista? —No. —Convertirse en camarero. Los artistas dependemos del tiempo como del aire. Los restaurantes de Nueva York son cementerios de talentos perdidos. ¿Quieres que te cuente mi historia? —Sí. —Llegué a Nueva York hace cuatro años con menos de dos mil dólares ahorrados… —aguardó unos segundos antes de desvelarme el final—. Ahora pago cuatro mil de alquiler al mes —dio un golpe seco sobre la mesa, tras el que se puso de pie y se dio la vuelta, como si con eso lo hubiera dicho todo—. ¿Quieres saber lo que me ha hecho llegar hasta aquí? Empezaba a sospechar que a Zhenia le encantaba recibir respuestas monosilábicas. —Ya lo sabe —se adelantó Mila—. Se lo dije anoche. La mandó callar. Por lo visto no se refería a su profesión. —Este libro —me informó tras alcanzar uno de los dos libros en bielorruso apilados en su mesilla de noche. Se tumbó en la cama, con las piernas bailoteando en el aire—. Aquí está todo lo que necesitas para encontrar lo que estás buscando, Jorge. Introdujo sus dedos entre las páginas y lo abrió por un punto subrayado con rotulador amarillo. Me leyó parte del pasaje a ritmo lento, traduciendo las palabras con precaución. —Talento, perseverancia y un deseo inquebrantable de triunfar son los ingredientes necesarios para alcanzar el éxito. Y esta es la receta que utilizaron los grandes hombres y mujeres que no se conformaron con lo que hace la mayoría de las personas, seguir a la manada. Ellos y ellas lucharon sin tregua para materializar sus sueños. Lo que diferencia a estos seres de la multitud es que tuvieron el valor de comenzar y, una vez en marcha, no se rindieron ante nada. 45


Me daba la sensación de que este recién conocido sabía más sobre mí de lo que yo había tenido ocasión de contarle. Le miré con una mezcla de admiración y pasmo. —¿Cuántos años tienes? —investigó al poco de finalizar su lectura. —Veinticuatro. —No te queda mucho tiempo por delante. Nadie quiere una polla de veinticuatro si pueden tener una de veintitrés. Después de los veinticinco, olvídate. Demasiado tarde para empezar. Me quedé callado. ¿Había dicho polla? —Solo tienes que ir a los lugares que frecuentan viejos verdes con dinero y decirles que echas de menos a papá y a mamá —me explicó—. Hay cantidad que estarían dispuestos a pagarte un alquiler en Midtown a cambio de que les des un poco de pena y mucho morbo. —Les encanta que me vista de Pocahontas —participó Mila. —El secreto está aquí —concluyó él, repiqueteando con el dedo índice contra la sien—. Hay que ser más inteligente que el resto. No todos pueden llegar hasta arriba. Zhenia no estaba dispuesto a perder el tiempo y yo ya lo había perdido demasiado. Sin embargo, él hablaba sobre prostitución y hacerse con una vivienda en Manhattan, mientras que yo pensaba en guiones de películas y forjarme una vida en torno a la escritura. Él hablaba sobre realidad y yo sobre ficción. Él me estaba dando argumentos para que me hiciera chapero y a mí me estaba sonando todo de maravilla. —¿Y si uno de esos viejos verdes resulta ser violento? — planteé. —Estamos constantemente rodeados de gente que nos puede sorprender. ¿Y si Sveta hubiera sido asesina en serie? ¿Y si Lus’ka y yo estamos locos? 46


Precisamente estaba pensando en eso. —¿No os da miedo acabar… locos? —planteé. Reconocí complicidad en su instinto de buscarse con la mirada, de reafirmarse en su subjetiva prudencia, de estar juntos en todo este tinglado de vida que se habían montado en las alturas de la Calle 58. —¿Por qué íbamos a acabar locos? —se defendió él—. ¿Acaso crees que tú no te prostituyes, Jorge? Nos empezamos a prostituir desde el momento en el que aceptamos las reglas de este mundo de mierda. ¿Qué pasa? —me preguntó, adivinando mis prejuicios—. Nosotros no vendemos armas ni drogas. Nos limitamos a ofrecer belleza y juventud. ¿Qué hay de malo en eso? Créeme… La mitad de los ciudadanos de Nueva York ha hecho lo mismo que Lus’ka y yo hacemos. Y la otra mitad no lo ha hecho porque son feos. La oscuridad de sus ojos creaba en mí un efecto hipnótico. —Son las once menos veinte, cariño —Mila me avisó—. ¿A dónde decías que tenías que ir tan temprano? No sabía adónde tenía que ir pero, en su intervención, reconocí a mi madre recomendándome poner pies en polvorosa. El pezón que esquivaba la tela suelta de la camiseta de Zhenia y su voz agridulce estaban tragándose hasta el último resquicio de mi cordura. —¡Mierda! ¡No voy a llegar! ¡Tengo que estar allí a las once! Al incorporarme, Mila me siguió hasta el recibidor. Cuando sentí la palma de su mano aterrizar sobre mi espalda, el corazón me dio un vuelco. —Llévate estas llaves —me ofreció—. Puede que no estemos en casa por la tarde. Había demasiada ciudad en esta parte de la ciudad. Resultaba insoportable. Crucé tan rápido como pude el Madison Square Park en dirección al Village, donde el cielo está más cerca del suelo y uno no pierde la cabeza con tanta faci47


lidad. Me detuve en la esquina de la Quinta Avenida con la Calle 12 y observé la cima del torreón gótico compuesto por columnas que trepaban la fachada hasta acabar en punta. Había llegado tarde y sudando a mares, pero al fin había llegado a un lugar seguro. Me calmé tan pronto di el primer paso por el camino de piedra que daba acceso a la iglesia presbiteriana del Village. —La ceremonia ya ha empezado —me susurró el señor que vigilaba la puerta principal —. Si no le importa, acceda al mezanine por estas escaleras. Era capaz de reconocer los rizos de Fabio entre millares de peinados, especialmente en un entorno donde predominaban canas y calvicies. Me senté en el banco más cercano a la barandilla y le busqué. A pesar de su reciente afición a leer la Biblia, estaba claro que los rizos tropicales de mi ex novio no habían acudido a la iglesia este domingo por la mañana. El órgano se estrenó con tres notas graves y un tremendo coro formado por al menos veinticinco personas irrumpió de la nada. Cuando la música cesó y el pastor subió al púlpito, me hundí en el asiento de madera con los brazos cruzados. Desde mi nave lateral tenía la sensación de poder entrever el denominador común de cada una de las mentes ahí reunidas: andaban a la caza de alivio a través de los dogmas de la fe. Éramos mentes débiles y románticas. Aquí estábamos reunidos los que, de una u otra manera, buscábamos la seguridad de un amor eterno. Pero Fabio no estaba y hacía años que Dios tampoco. Los compartimentos donde se amontonaban las Biblias y los cancioneros también disponían de lápices y un montón de sobres para las ofrendas. Utilicé la tapa dura de una Biblia como soporte donde apoyar el sobre que tenía en la mano. Mis palabras estaban deseosas por lanzarse de bruces contra el papel. 48


Hay una avioneta suspendida en el cielo. Ni sube ni baja, ni va ni viene. Se queda en el mismo lugar, como clavada con chincheta. Una de las pocas personas que estaban conmigo en la nave lateral se acercó a mí por la espalda y me tocó el hombro. Me giré, ansioso por volver cuanto antes al papel. Un negro cuadrado como un armario me ofrecía su mano para que la estrechara. —Jorge —me presenté, convencido de que se había confundido de persona. —La paz sea contigo. En cuanto dejó mi mano libre, la volví a utilizar para llenar el sobre de palabras. Dentro de la avioneta hay un piloto y dos aventureros. Digo aventureros porque se retaron a hacer paracaidismo y han llegado a un punto sin retorno. El piloto lleva minutos aguardando el salto. Ambos se colocan cerca del borde. Están algo nerviosos. A decir verdad nunca se les ha visto tan histéricos. Son pareja. Ahora no se les puede distinguir porque llevan el mismo mono y el mismo casco, los dos son delgados y más o menos de la misma talla. Uno de ellos soy yo, por cierto. El de la derecha o el de la izquierda. No hay forma de saberlo. —Una… Dos… y… Saltan antes de pronunciar el tres. Se han adelantado un número. Incluso en la inmensidad del cielo eligen estar juntos. Disfrutan adoptando poses ingrávidas. Se ríen de sus bocas infladas por el aire. Gritan «¡Jerónimo!» y se lo pasan pipa haciendo las típicas tonterías que la gente hace cuando está en el aire y todo parece fácil, ligero, eterno… Sienten la velocidad en la cara. Adrenalina. Son pájaros. Se miran. Se cogen de las manos. Están enamorados. Son pájaros enamorados: Periquitos. Palomas de la paz. Pavos 49


reales. Pura vida. Libertad y diversión. Pero ahora fíjate bien… se creen que vuelan y no vuelan, en realidad caen. Están cayendo en picado. Un suelo de cemento, piedra y cristal se aproxima. El gozo se desvanece en un instante y ahora tienen que preparar el aterrizaje. Deberían separar las manos y espabilarse. No tienen opción: las separan y se espabilan. El procedimiento no puede ser más sencillo, además el piloto lo ha explicado hasta tres veces antes del despegue. Cada mochila contiene dos paracaídas. Las anillas pegadas a la pechera del arnés son las que abren el paracaídas principal. También cuentan con uno de emergencias, por si las moscas. Ese se activa con las anillas ubicadas cerca de las axilas. Se tira de ellas, el paracaídas sale de la mochila y se infla. Eso es todo. Uno de ellos —de nosotros, él o yo—se ha quedado colapsado. Ya ha tirado de las anillas, de las del arnés y de las del sobaco, y su mochila no ha soltado ningún paracaídas. Cuando termina de asimilar aquello tan increíble que le está pasando, entra en pánico. Un pánico irremediablemente discreto, porque estando en los aires y con esos cascos que casi cubren la cara entera no se pueden vislumbrar las emociones de nadie. El individuo del paracaídas averiado se lanza sobre la espalda del otro. Lo abraza fuerte. Quiere pedirle ayuda, pero es complicado articular palabra cuando uno está en shock. También quiere decirle que le ama, que se quiere casar con él, que ha sido feliz a su lado y que está a punto de morir en un accidente brutal y absurdo. El individuo del paracaídas no averiado no entiende nada y tan solo trata de quitarse al otro de encima. Quiere decirle que deje de jugar, que se aparte, que qué diablos está haciendo, cabrón, hijo de puta. Con su pareja pegada a la espalda no puede desplegar sus paracaídas. Los está bloqueando con la presión de su cuerpo. Le está arrastrando a la tumba con él. Imposible esquivar el golpe. Distinguen los colores y las formas de las piedras. 50


De este modo, unidos en un abrazo maldito, la pareja recorre el tramo más contaminado del cielo. Desde las montañas, o incluso desde los rascacielos más altos de la ciudad, se escucha en el aire el último deseo de cada uno de ellos: —¡Sálvameeeee! —¡Suéltameeeee! Arrugué el sobre y lo escondí en el bolsillo de mi pantalón. Le había visto. Era él. Como si le hubiese invocado con mis palabras. Caminaba sin hacer ruido para que ni el mismo Dios se enterara de que llegaba más de media hora tarde. A pesar de que estaba a escaso medio metro de mí, todavía no me había visto. Yo había corrido despavorido desde la Calle 58 hasta la 12 para encontrarme con él, pero ahora que lo tenía enfrente solo pensaba en esconderme. —Hola Fabio. —Jorge… —susurró, lleno de asombro.

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Natàlia Cerezo Barcelona, 1985

Nací en Castellar del Vallés, un pueblo pequeño no muy lejos de Barcelona, en plenos años ochenta. Crecí con ganas de viajar y leer y, como ya leía todo lo que me caía en las manos, me puse a estudiar Traducción e Interpretación, lo que me permitió pasar un año en Copenhague y otro en Taipéi. Al terminar la universidad, me fui a vivir a Barcelona, en un sexto sin ascensor con una terraza inmensa desde la que se veía una pulgada de mar. Unos cinco años más tarde, volví al pueblo con mi gata y con mi pareja. En 2018 publiqué mi primer libro de relatos, En las ciudades escondidas, (:Rata_, 2018), que ganó el premio Ojo Crítico de narrativa de ese año. Además de leer y escribir, me gustan los gatos, los tiburones y la tortilla de patatas.

¿Cuándo y por qué empezaste a escribir? No lo recuerdo, creo que siempre he ido escribiendo, desde que era pequeña. Sí que recuerdo que una de las primeras cosas que escribí, a mano y en unas hojas cuadriculadas horribles, fueron las historias que me contaba mi abuela.

¿Cuáles son tus preocupaciones temáticas? No pienso mucho en el tema cuando me pongo a escribir, sino más bien en el sentimiento que quiero transmitir y en la historia que me conviene más para conseguirlo.

¿Cuáles son los autores o autoras de cabecera: quiénes te influyeron más en tus comienzos? Muchos, sobre todo Katherine Mansfield, Alice Munro, Mercè Rodoreda, Sylvia Plath,Virginia Woolf, Carson McCullers, James Salter…

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Como autora de narrativa, ¿qué innovaciones encuentras en los libros editados en los últimos años: qué tendencias te interesan más? No estoy nada al día ni de las novedades ni de las tendencias. Hay tantas cosas buenas por leer, ya sea de hace un año o de hace quinientos, que siento que no voy a tener tiempo para leerlo todo. Como es una sensación tan desagradable, simplemente me dejo llevar y escojo lo que me gusta, ya sea por el autor, en libro en sí o incluso la edición.

¿En qué época y país te hubiera gustado ser escritora? En el siglo XX, en Estados Unidos o Canadá, ya fuera de fiesta con Dorothy Parker en Nueva York o aislada por la nieve en algún pueblo remoto canadiense…

Si tienes algún proyecto entre manos, ¿podrías hacer un avance de lo que estás escribiendo? Siempre voy escribiendo cuentos, pero no tengo nada definitivo entre manos. Lo último que he escrito está en “cuarentena” (dejo que los cuentos respiren y no los vuelvo a leer por lo menos en un par de meses, para saber si valen la pena o no), con lo que aún no están de condiciones de dejárselos leer a nadie.

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¿CÓMO PUEDE SER ESTE HOMBRE MI PADRE? (pertenece al libro En las ciudades escondidas)

Era invierno, un día despejado. Transportábamos una carga de no recuerdo qué muy lejos, hacia el norte. Papá había guardado las cosas en la cabina y, antes de irse, comprobó que todo estuviese en orden. Desde el asiento del copiloto, lo vi hurgar en el motor y mancharse la camisa de grasa. Después, cogió una manguera y roció el camión. Le había puesto nombre, como si fuese un barco, unos adhesivos con letras azules muy gastadas en la parte interior de su puerta. Papá condujo todo el día y solo nos detuvimos para comer un par de bocadillos en un área de descanso. El suelo estaba descuidado, había manchas de césped despeinado y marrón. Comimos deprisa, en una mesa de piedra fría, y tiramos el papel de plata y las cáscaras de naranja en una papelera vacía. El camión vibraba y roncaba y papá no decía nada. Conducía con los ojos clavados en la autopista y apretaba el volante. El sol se ponía y los campos y las colinas se volvieron de color lila. Los faros del camión iluminaban la carretera y los coches que nos adelantaban. Uno llevaba la luz interior encendida. Una mujer miraba un mapa, lo tenía extendido y ocupaba casi todo el parabrisas. Recorría la ruta con el dedo 55


y le señalaba algo al conductor. Solo los vi un momento, luego el coche apagó la luz y aceleró. Nos detuvimos en un área de servicio para pasar la noche. Atravesamos el aparcamiento, los camiones y la gente que gritaba hacia las luces de colores del restaurante. Papá caminaba delante, con la cabeza gacha y pasos largos y apresurados. Nos sentamos en la barra y papá le estrechó la mano al camarero, un hombre grande que nos preparó una cena buena y caliente y que nos invitó a un trozo de pastel. Charlaron un buen rato y yo rellené el crucigrama de un periódico que alguien se había olvidado. A la vuelta, los otros camioneros nos vieron y saludaron a papá. Le daban golpecitos en la espalda. Me preguntaron si era su hija y les dije que sí y les estreché la mano. Papá me cogía por los hombros y me dolía un poco. Preparamos el camión para dormir. Cubrimos los colchones de la litera con sábanas de flores y mantas de lana. Papá encendió la luz del techo y dejó las ventanas un poco abiertas y dijo que iba a tomar un café y que no tardaría en volver. Se marchó dando un portazo y oí cómo se alejaba. Me puse el pijama detrás de la cortina que dividía la cabina en dos y apagué la luz. Subí a la litera de arriba y me tapé con la manta. Oía voces roncas, rugidos, chirridos, bocinas. Un olor intenso a gasolina. No podía parar de moverme. Daba vueltas, me ponía bocarriba, me agarraba las rodillas. La manta picaba. La saqué de la cama de una patada. Pensaba en aquel verano en que papá me llevó de viaje con el camión. Hacía mucho calor. Fui todo el día con el brazo sacado por la ventanilla, haciendo olas con el viento caliente y furioso de la autopista y me quemé. Papá sacó un bote de crema de debajo de su asiento y me lo untó con delicadeza. Me dijo que con el brazo quemado ya era una camionera de verdad y nos echamos a reír. Pasamos la noche en un área de servicio sin farolas, perdida en la oscuridad. Papá apagó las luces del 56


camión y sacó dos sillas plegables de la cabina. Cenamos ligero, bocadillos y fruta, y miramos las estrellas y papá me contó cuentos y aventuras, como cuando encontró un zorro en el norte de Francia o cuando llovió tanto que la carretera se convirtió en un río y se puso a navegar sin gastar ni un céntimo en gasolina. Hacía un poco de frío. Cogí la manta del suelo y vi que había un insecto en el techo. Colgaba cabeza abajo y movía las alas. Se puso a volar y a zumbar durante mucho rato. Pensé que a lo mejor se había escondido en el camión en verano y que, si salía, con el frío que hacía, se moriría. Cerré las ventanas. Cada vez que estaba a punto de dormirme, chocaba con los cristales o me pasaba junto a la oreja y me desvelaba, hasta que no lo oí más. Papá volvió cuando se hizo de día. Me despertó el olor a café caliente y el motor encendiéndose. Abrí un ojo y lo vi por la abertura de la cortina, bebía de un termo que humeaba y que empañó el parabrisas, como un aliento. Me incorporé y descorrí la cortina. Estábamos en la autopista, gris por la luz del amanecer. Me senté en el asiento del copiloto en pijama y papá me alargó un cruasán en una bolsa de papel y un vaso de leche caliente con cacao. Atravesamos los campos inmensos y, después, llegamos a los fríos bosques del norte. Dejamos la autopista y cogimos una carretera estrecha y ondulante. El asfalto estaba húmedo y los árboles eran altos y frondosos. Todo el día nos acompañó una luz opaca, como si siempre fuera por la tarde, hasta que el cielo oscureció de golpe. Llovía cuando atravesamos la frontera. Había una cola muy larga y miles de luces rojas de coches detenidos como nosotros y papá me dijo que me fuera a dormir. La lluvia tamborileaba en el techo y un viento helado entraba por la ventana abierta y movía la cortina. Me tapé bien con la manta y, cuando me desperté, ya volvíamos a estar otra vez en movimiento. 57


Paramos en una gasolinera y desayunamos. Papá había estado toda la noche conduciendo, como había hecho muchas otras veces, pero ese día dijo que necesitaba echar una cabezada, bostezó, se tumbó en la litera de abajo y se durmió. Terminé de desayunar y me quedé sentada, sin saber qué hacer. Fuera aún llovía. Papá roncaba y se revolvía en sueños. Bajo el asiento del conductor no encontré ningún paraguas, pero había un impermeable que me iba grande. Salté del camión y me mojé los zapatos y los bajos del pantalón en un charco. El agua estaba fría y sucia, embarrada, y la lluvia se deslizaba por la capucha y me mojaba la nariz y el flequillo. Debíamos estar cerca de la frontera, porque había muchos camiones de países diferentes. Me parecieron bestias dormidas y me paseé entre ellos de puntillas. Miré las matrículas y las cabinas. La mayoría estaban vacías, pero en algunas el conductor dormía o leía papeles o fumaba. Más allá, había una caseta blanca con unos cuantos surtidores de gasolina y una tienda. Pasé por detrás y encontré un prado con césped que llevaba a un acantilado desde donde se podía ver todo el valle cubierto por la niebla. Me paseé un buen rato, me tumbé bocabajo en el césped y saqué la cabeza por el borde. La blancura de la niebla cegaba. Era tan espesa que podría haberla arrancado como un trozo de algodón. Subía poco a poco y cubría los árboles retorcidos del acantilado. Me tocó la cara y cerré los ojos un rato. Me acariciaba como una mano fresca en la frente una noche de fiebre. Cuando abrí los ojos, todo era de color blanco y aún llovía y volví guiada por el ruido de los camiones del parking. Pasé cerca de la caseta, donde había un corrillo de camioneros que se protegían de la lluvia bajo el techo de chapa. –¡Eh, oye! –gritó uno de ellos, un hombre grande y peludo como un león que surgía de la niebla–. ¿Tú no eres la hija de Marc? 58


Me detuve donde estaba y le dije que sí. –Me lo imaginaba. Soy Aitor. Coincido mucho con tu padre en las rutas. Tú no te debes de acordar, pero nos conocimos hace unos cuantos veranos. Eras una niña muy espabilada. ¿Cuántos años tienes ya? –Catorce. –Cómo pasa el tiempo. Los míos tienen más o menos la misma edad. –El hombre encendió un puro y le dio vueltas con el pulgar y el índice. Me miraba allí, bajo la lluvia, como nos había mirado todo el mundo a finales de verano, cuando mamá se marchó–. He oído que vas a hacerle compañía unos días. ¿Qué, te gusta viajar con él? Asentí y me até más fuerte el nudo de la capucha. Oía truenos en la lejanía. –Tengo que irme, papá me espera. –Si hacemos la misma ruta puede que nos veamos más adelante. ¡Dale recuerdos! Eché a correr. Me costó mucho encontrar el camión entre la niebla. Por fin vi su morro blanco y brillante. Papá me abrió la puerta del copiloto y subí a la cabina con los zapatos y los calcetines en la mano para no ensuciar el suelo. Papá me preguntó dónde había estado y le dije que había ido a explorar y que Aitor le mandaba recuerdos. Asintió y encendió la calefacción. Me quité el impermeable y nos volvimos a poner en marcha cuando me hube cambiado de ropa. Por el retrovisor, vi que el camionero-león nos adelantaba. Tocó la bocina dos veces y papá le contestó sacando el brazo por la ventanilla. Parecía que el bosque no se acababa nunca. Los árboles eran estrechos y estaban muy juntos y la carretera enfilaba arriba y abajo en un vaivén constante. Avanzábamos poco a poco, con un ronquido suave de oso dormido. De vez en cuando, 59


se nos cruzaba alguna ardilla. Dejaba huellas en la nieve del margen y trepaba a los árboles, que goteaban aguanieve. Nos detuvimos en la gasolinera de un pueblo pequeño. Nos encontramos a Aitor, que fumaba apoyado en su camión. Seguía la misma carretera que nosotros, hacia el norte, con un encargo urgente de flores de plástico. Cenamos en el bar que había junto a la gasolinera. Empezó a nevar cuando nos trajeron la sopa y en el segundo plato la nieve se amontonaba en la ventana. El camarero nos advirtió de que posiblemente por la noche helaría. Aitor se comió las dos últimas cucharadas de estofado y nos dijo que no se arriesgaría a quedarse atrapado y que saldría ya. Cruzaría el bosque aquella misma noche y al día siguiente dormiría en una fonda que había al otro lado, donde lo conocían. Se fue sin tomar el postre. Papá miró cómo desaparecía detrás de la cortina de nieve y me preguntó si me veía capaz de hacer lo mismo. Le dije que sí. Papá pidió que le llenaran el termo de café y salimos. Los faros del camión iluminaban la carretera y los copos de nieve, que volaban empujados por el viento como si fuesen ceniza. Costaba ver el camino. Las ramas resecas de los árboles rascaban el techo. Los limpiaparabrisas iban arriba y abajo con un tictac de reloj y papá agarraba el volante. De vez en cuando, le daba un trago al termo, el café extendía su calor por toda la cabina. Me pregunté si acostumbraba a recorrer este camino, iluminado solo por los faros a medianoche, desvelado por el café y con los ojos enrojecidos por el cansancio. Puede que alguna noche, pensé mientras agarraba el cinturón y oía al camión que rugía como una motora en un lago oscuro, se detuviera para dormir, creyendo que no nevaría, y se despertara cubierto de nieve, el camión sepultado y la carga congelada. La otra 60


vez solo nos habíamos ido tres días, soleados y calurosos, para hacer un encargo no muy lejos de casa. El camión era un poco más nuevo que ahora y las letras del lado de la puerta no estaban tan gastadas, y cuando volvimos mamá nos esperaba. Papá detuvo el camión en un arcén amplio y me pidió que lo ayudase a poner las cadenas. Lo iluminé con la linterna mientras las extendía en el suelo y le hice señales cuando tiró el camión marcha atrás, antes de cubrir las ruedas y sujetarlas. Avanzábamos muy despacio. Papá tenía los ojos clavados en la carretera y se le enfrió el café. El bosque resplandecía con la luz de los faros y la nieve caía silenciosa como nosotros, como el resto del mundo. Solo vi la rosa un momento, roja como una brasa en medio de la carretera. Pasamos por encima y se hundió en la nieve. –¿Has visto? Parecía una flor… Papá se encogió de hombros. –No sería nada. Pero aparecieron más y más flores, rosas, magnolias, lilas y orquídeas, brillantes, rígidas y medio cubiertas de nieve, como en una boda. Maravillada, no me di cuenta de que papá frenaba y que el camión derrapaba. Me cubrí la cabeza con las manos y el cinturón me dio un tirón en el pecho que me dejó sin aliento. Cuando nos detuvimos del todo, papá echó a correr por la nieve y entonces vi que el camión de Aitor había volcado. La carga se extendía por la carretera, las flores de plástico, la primavera que no era. No sé cuánto rato estuve dentro del camión. Vi que papá llegaba a la cabina volcada. Oía el motor, el viento y una voz asustada, aguda y rota. Puede que fuera papá quien gritaba, o Aitor pidiendo ayuda. 61


La voz me empujó a salir. El viento me entumeció la cara y me hizo entornar los ojos. Crucé la carretera hacia la oscuridad de la cabina. Tenía el parabrisas reventado y la carrocería abollada. Los cristales cubrían la nieve y había un rastro rojo y dos cuerpos un poco más allá. Cuando los vi, me volví hacia nuestro camión llevándome las manos a la boca para ahogar un grito; los faros me cegaron y cerré los ojos. Oí otra voz. Una voz grave y tranquila y, me di cuenta, conocida. Papá. Papá me hablaba. –Nora. Tranquila. Ve a buscar las mantas y el botiquín. Llevé el botiquín y todas las mantas, pañuelos, bufandas y jerséis que encontré con el corazón en un puño. Al volver, pisé un charco negro que fundía la nieve y que se extendía por el asfalto hasta las manos de papá, manchadas de rojo, que presionaban la pierna de Aitor. Se había quitado el jersey y le estaba haciendo un torniquete con la camisa y un palo. Cogió las mantas y la ropa, lo tapó bien y le envolvió la cabeza con mi bufanda. –Ahora vengo –dijo después de volver a ponerse el jersey–. Quédate a su lado y háblale. Corrió hacia el camión y oí la tos de la radio. Luego puso las luces de emergencia y vi cómo sacaba los triángulos de señalización, se ponía el chaleco reflectante y desaparecía en la oscuridad. –Pronto vendrá alguien –dije. Me arrodillé al lado de Aitor. Tenía los ojos abiertos, pero no se movía ni hablaba. Papá lo había tapado tan bien que solo sabía que respiraba por una nube de vapor que exhalaba. Lo veía borroso y amarillo por la luz de los intermitentes. Tenía la cara cortada e inflamada. Los copos de nieve le caían en la frente y en las pestañas. Cogí un trozo de algodón del botiquín y se las limpié, poco a poco, casi sin tocarlo, hasta que la nieve fundida le resbaló por las mejillas. 62


Temblaba. Se le aflojó la bufanda y sacó una mano rígida de debajo de las mantas. Tuve miedo, mucho miedo. Volví a taparlo bien, me quité la chaqueta y lo arropé. Me tumbé a su lado y lo abracé hasta que dejó de temblar. El asfalto estaba helado, pero la nieve era casi cálida. Nos cubría como una madre. Sentía el palpitar lejano del corazón de Aitor, que de vez en cuando se estremecía, y lo abracé más fuerte y se lo conté todo, aquellos días con papá, los kilómetros que habíamos hecho, las cosas que habíamos visto. Lo abrazaba y hablaba y veía a papá, a lo lejos, que volvía cargado con cajas. Nos miramos y fue como si nos viéramos después de mucho tiempo. Abrió las cajas y nos cubrió con las flores. Se movían con la respiración débil de Aitor, como si estuvieran vivas, y nos hacían cosquillas en la nariz. Olían al armario de casa. Papá vació todas las cajas, se sentó a nuestro lado y me apretó la mano con fuerza. –Todo saldrá bien.

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Alejandro Morellón Madrid, 1985

Crece en la isla de Mallorca donde aprende a leer, a caminar, y a contar hasta cien. Ha publicado los libros de relatos La noche en que caemos (Premio Fundación Monteleón 2012) y El estado natural de las cosas (Premio Hispanoamericano Gabriel García Márquez 2017). Actualmente vive en Madrid.

¿Cuándo y por qué empezaste a escribir? Empecé cuando iba al colegio. En uno de mi primeros exámenes de lengua, por ejemplo, en lugar de contestar a las preguntas le escribí un rap a un amigo por su cumpleaños. Me suspendieron, claro. Al principio empecé a escribir porque era divertido hacerlo y luego porque hacerlo me revelaba aspectos distintos de la realidad. Las palabras me daban una lectura del mundo.

¿Cuáles son tus preocupaciones temáticas? El extrañamiento y la otredad, el enigma, el fragmento, el horrífico azar.

¿Cuáles son los autores o autoras de cabecera: quiénes te influyeron más en tus comienzos? Al principio fueron Poe, Mary Shelley, Kafka, luego Dino Buzzati, luego Italo Calvino, luego Angela Carter, luego José Donoso, Clarice Lispector, Antoine Volodine, George Saunders, Armonia Somers.

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Como autor de narrativa, ¿qué innovaciones encuentras en los libros editados en los últimos años: qué tendencias te interesan más? Encuentro una tendencia a la no ficción o a la autoficción, pero personalmente prefiero leer narrativa de ficción, sea lo que sea que eso signifique, las etiquetas a veces son castradoras. Pienso en los libros de Rita Indiana, Rodrigo M. Tizano, Mariana Enriquez, Rubén M. Giráldez, Mónica Ojeda, Eduardo Ruiz Sosa, Liliana Colanzi.

¿En qué época y país te hubiera gustado ser escritor? En la época del renacimiento italiano.

Si tienes algún proyecto entre manos, ¿podrías hacer un avance de lo que estás escribiendo? A finales del 2019 se publica mi primera novela, Caballo sea la noche, con la editorial Candaya. Una novela sobre un lugar que entremezcla lo esquizofrénico y lo onírico, donde se da cobijo a personas que han querido huir, refugiarse, confinarse fuera de las miradas de la sociedad.

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TA I (cuento perteneciente al libro El estado natural de las cosas)

Cuando ella rompe aguas es de madrugada. Él no sabe conducir así que llaman a un taxi. Llueve, no mucho pero lo suficiente como para que las calles a través del parabrisas aparezcan borrosas y resbaladizas. Hay una fina capa de grasa que se diluye con el agua y baja por los cristales. No parece una buena señal, nada lo parece desde que se han levantado de la cama. Aún se perciben el aire frío de la noche y la ausencia de luz en la calle donde ellos viven, a exactamente veinticinco minutos del hospital. Hace un par de semanas habían hecho un simulacro del día del parto para ver si lo tenían todo listo. Él había recogido lo necesario para el hospital: el cepillo de dientes, la cesta, el pijama y las zapatillas, unas que le habían regalado para la ocasión y que no había querido ponerse antes. Lo hemos hecho todo bien, parecían decirse con la mirada. Luego, de vuelta a la cama, ella había acariciado sus zapatillas de franela aún sin estrenar. —Estas son para cuando nazca Guillermo. Pero llegado el día, el verdadero día, nada ha salido bien desde el principio. Las cosas son así, y no hay más. Primero, que el asunto de la rotura de aguas a ella le ha pillado soñando con sus clases de natación, por lo que su cuerpo no ha reaccionado hasta bien entrada la madrugada. Y además, el taxi que ha aparecido 67


en la puerta del edificio tiene mal aspecto, un modelo antiguo de color desvaído, pegatinas de hace muchos años pegadas a los cristales, alguna de las llantas ausente y ninguno de los dos espejos retrovisores de fuera. —¿Adónde has llamado, Jaime? —Sube mujer, no querrás dar a luz por el camino. —Este coche es una ruina —le susurra a ella, mientras avanzan— ni siquiera tiene la palabra taxi completa. Él mira el letrero y se da cuenta de que, efectivamente, la X del rótulo está fundida, por lo que se lee TA I. Treinta y dos minutos después, a ella se le ocurre mirar el reloj. —Oiga, ¿falta mucho? —pregunta. —Estamos en seguida. La voz del taxista, metálica y algo silbante, apenas se escucha por encima de la música del radiocasete, una cinta de Machín que el hombre lleva escuchando desde no se sabe cuánto. —Jaime —le susurra ella a su marido—, éste no es el camino hacia el hospital. Él le aprieta los dedos con fuerza para tranquilizarla mientras intenta despabilarse a marchas forzadas. No hace más movimiento que una mueca extraña con la boca para hablar: —Él es taxista, mujer, sabrá otro camino más corto. Ella va a recriminarle que de eso nada, que no se tarda tanto en llegar, pero antes de que diga nada empiezan los primeros dolores fuertes. —Cariño, ¿estás bien? —dice él, apretándole un poco más la mano. —Sólo quiero llegar al hospital. —¿No puede acelerar un poco, por favor? —le dice el marido al conductor. —Tres o cuatro calles más y ya estaremos —replica el taxista de rostro impasible. Se diría, de no ser demasiado raro el asunto, que lo dice imitando la voz del cantante. 68


El coche gira, vuelve a girar, se interna en una, dos, tres, cuatro calles distintas, hasta que a ella se le intensifican los dolores. —¡Por Dios!, ¿dónde estamos? —pregunta. Tiene los ojos muy abiertos y la boca contraída, la mano que agarra a su marido se le escurre por el sudor y está caliente; el vaho se forma en los cristales, el marido suda la camisa. —Ahora mismo llegamos, señora. Está aquí, a dos calles. —Jaime, quiero bajarme de este puto taxi. —No te sulfures, sólo hace su trabajo. Será por el tráfico. Pero lo cierto es que no hay tráfico. Él también se extraña; le ha parecido escuchar una modulación peculiar en la voz del conductor, un leve acento a música cubana en sus palabras. Aún así no hace nada, mira preocupado a través de la ventana y se dice que pronto verán la puerta de urgencias y podrá ser padre y que aprenderá a conducir y no tendrá que pedir nunca más un taxi. —Oh, Dios… —¿Qué pasa, cariño? ¿Te duele? —Las zapatillas… hemos olvidado las zapatillas —dice ella. —No te preocupes por eso ahora. —No, no. Tú has olvidado las zapatillas. —Mujer… Ya te compraré otras. —No lo entiendes, no entiendes nada. Eran esas zapatillas, tan bonitas… Entonces ella se derrumba, llora mientras el rostro se le descompone por el dolor. —Respira, respira —dice el marido mientras le echa una mirada furtiva al conductor. Le parece que le sonríe. La verdad es que tiene un bigote muy negro. ¿Es posible que haya subido la música? Las maracas irrumpen con fuerza y se oyen también las otras percusiones; los tambores, los bongos. —La música… —Le gusta, ¿eh? 69


—Bueno, es para que la baje un poco. Ella estará más tranquila. —Machín es uno de los iconos del bolero —responde el taxista, que ignora por completo su petición—. ¿Sabe que murió doce días antes que Elvis Presley? ¿Conoce esa canción, El manisero? —No, pero… —Ahora mismo se la pongo. —Perdone, pero queremos llegar al hospital cuanto antes y… No puede continuar la frase porque el sonido de una trompeta resuena en el interior del coche y ella grita ahora de dolor. —Jaime, creo que ya viene, dile a ese cabrón que se dé prisa o lo denunciaré. El taxista, por toda respuesta, tararea El manisero, e incluso a ratos se concede la libertad de soltar el volante y simular el meneo de las maracas. El vehículo de colores antiguos gira dos calles, más abajo pasa una rotonda, tuerce a la izquierda y se interna en uno de los carriles de la autopista. Maníiiiiiii… —Por aquí iremos más rápidos —dice, pero no le escuchan, ni ella ni él. Ella porque está empujando con todas sus fuerzas y lo único que oye es un pitido de presión en los oídos. Él porque está absorto en la forma quebradiza y gelatinosa que está empezando a salir de entre las piernas de su mujer. Se supone que eso es un hijo, piensa para sus adentros. Repugnante. Y luego: empuja, empuja, empuja un poco más; mueca de dolor, insultos, pelo mojado sobre la frente, hijodeputaconducemásdeprisa, piernas en alto, clavarse de uñas y el marido también acaba gritando porque no sabe qué hacer con esa cosa que se desparrama en la tapicería del coche. La voz de Machín de fondo. Es un poco regordete, entrecano, tiene unas patillas mal arregladas y ese bigote, tan llamativo, bastante poblado y negrísimo. Concentrado en conducir, el taxista no se da cuenta, o finge no darse cuenta de que el marido y reciente padre de la criatura le 70


está observando. Le estudia desde la parcela del espejo retrovisor; ni siquiera le tiene rabia, ni odio, ahora tampoco le apetece dirigirle la palabra. Lo único que siente es un gran desconcierto, no sabe qué pensar de aquel hombre, tan desemejante de todo lo que había conocido antes. Su mujer está medio dormida, hace una hora y media que ha dejado de sangrar y ahora reposa apoyada contra la puerta con la cara pegada a la ventana. Encima de sus rodillas, de las rodillas de él, está su hijo arropado con una toalla, recostado en la hendidura que se forma entre las dos piernas. También duerme, apacible. Pero nada va como tiene que marchar, piensa él, se supone que tendríamos que estar en el hospital, en una habitación de suelos y paredes blancas, rodeado de gente con bata que se hubiera lavado las manos antes de tocar nada y que nos diese la enhorabuena por la hermosa criatura; se supone que deberíamos estar recibiendo a la familia, y abrazándonos. Se supone que mi mujer tendría que estar en una cama de sábanas limpias y asépticas, con toallas mojadas, y enfermeras de aspecto dulce rodeando la cama, ella sosteniendo a Guillermo, con una sonrisa que le ocupase toda la cara, y yo a su lado, mirándolos a los dos, maravillándome por el milagro de la creación. Pero estoy aquí, mirándole el bigote al taxista, observándole la cara a través del espejo cuando no mira. Durante las horas siguientes no hay rastro del ambulatorio. El coche continúa avanzando, las manos del conductor giran a izquierda y derecha el volante, a veces frenan en los semáforos, se detienen. Pero ellos no bajan. La música se sigue escuchando, el niño llora. Pero no bajan. Los meses de lactancia son duros. La madre apenas duerme, al padre le cuesta hacerse con la forma de los asientos, le duele el cuello y la espalda. Alguna vez que paran en la gasolinera, el taxista, que han descubierto que se llama Ataulfo, trae todo lo necesario para el niño, llenando el maletero del taxi de potitos, 71


leche, ropa, incluso un pequeño sonajero que ha visto en el centro comercial. Anda, agítalo así, como una maraca. A ninguno de ellos se les ocurre nada que decir. Apenas piensan en su casa o en su vida pasada. Solamente preguntan: ¿a dónde vamos ahora?, y el taxista se resigna a elevar los hombros. Ya veremos por el camino, dice. A menudo, marido y mujer se turnan para cuidar al niño y mientras el uno le cambia los pañales, el otro va al asiento del copiloto a hacerle compañía a Ataulfo. —¿No le cansa escuchar siempre a Machín? —le pregunta Jaime. —No señor, él es el mejor de todos. A veces, cuando ninguno de los dos habla, el taxista les cuenta alguna anécdota del cantante, o cuando lo vio en este o aquel concierto. —Machín es el más grande —suele repetir. Por eso, cuando el niño habla por primera vez, a ninguno de los dos padres le sorprende que su primer sonido reconocible sea machínnn. Apenas es un balbuceo, pero ellos comprenden. No sólo eso sino que además miran orgullosos a Ataulfo y éste también sonríe profundamente. Mientras el taxista conduce los padres se entregan por completo al cuidado del pequeño: se reparten las tareas de higiene, alimentación, educación; el padre le habla de cómo es el mundo por fuera, de las cosas más allá de las ventanas del coche, de a ver dónde llegarán. Pero no llegan a ningún sitio. En el taxi a Guillermo se le cae el primer diente, dice su primera palabrota, celebra su primer cumpleaños, aprende sus primeras canciones. Todas de Machín, por supuesto. También escucha a sus padres hablar de cine, y de gente que conocen de sus anteriores vidas, y de todo eso que puede encontrarse fuera, y aprende y empieza a pensar por cuenta propia, y un día llega la gran pregunta. —Papá, mamá, si toda la gente de la que me habláis está en la calle, y además, yo lo he visto por la ventana, y hacen cosas fuera, 72


y se ruedan películas y se emiten juicios, y hay obras de teatro, y la gente hace cola en las pescaderías, ¿por qué nosotros estamos siempre en el taxi? La intensidad y la lógica de la pregunta hace que los dos, el padre y la madre, se miren alarmados, y se digan con los ojos algo así como vale, ha llegado el momento. Incluso el taxista Ataulfo reduce la velocidad. La madre mira a las alfombrillas debajo de sus pies, intentando escudriñar la respuesta entre las migas de pan y las pelusas; el padre finge preocuparse por algo que divisa desde la ventana. Tras varios minutos de silencio, miran los dos extrañados a Ataulfo. —Pues hijo… —comienza a decir el padre. —Tu padre no sabe conducir… —sigue explicando la madre. Pero la voz de Ataulfo se impone. —Mira, boy, ¿te acuerdas de lo que te enseñé a hacer con el sonajero cuando eras pequeño? ¿Recuerdas el ritmo? Ea, míralo aquí. La canción suene a todo volumen, las maracas estallan sobre el salpicadero, sobre los asientos traseros, envolviéndolo todo de ondas hertzianas, con la violencia elegante de los compases latinos. Los padres se retuercen un poco sobre sus asientos, incapaces de permanecerse quietos, y miran de soslayo a Guillermo. Guillermo calla, enmudecen sus anteriores preocupaciones, hace bailotear sus dedos al ritmo de la música; calla y olvida. Guillermo deja de tener la voz de niño, quiere ir en el asiento de delante, le pide a Ataulfo que le deje fumar cuando sus padres duermen atrás. Un día, detenidos en un paso de peatones, una chica de más o menos su edad, con la melena rubia y una mochila pintarrajeada a la espalda, cruza por delante del coche y Guillermo se inclina sobre su respaldo. Esto, que es totalmente visible a los ojos de Ataulfo, hace que le pregunte: —Te ha gustado, ¿verdad?, la chiquilla. Guillermo ni siquiera responde, ocupado como está siguiéndola con los ojos, viendo como cruza unos metros y se sube a un autobús. 73


—¿Cómo es ir en autobús, Ataulfo? —No lo sé, hombre. Yo soy taxista. Al día siguiente, cuando los padres preguntan cuál es su próximo destino, Ataulfo sólo se limita a decir: —Vamos a un sitio por donde pasamos ayer. Un sitio que le gustó a Guillermo. Durante varias semanas vuelven al mismo paso de peatones, a la misma hora, cuando terminan las clases. Varias veces coinciden con la niña hasta que ella advierte la constante presencia del taxi a aquella hora, y un día se acerca. —Hola, si quieres te llevamos a tu casa —dice Guillermo. A los padres les sorprende el arrojo de su hijo. La chica, por toda respuesta, se echa el pelo detrás de las orejas y se sube al taxi. —Vosotros vais siempre en taxi, ¿no? —Su voz es la voz rígida y forzada de la pubertad, pero a Guillermo le gusta—. Os he visto algunas veces. Joanna, al principio, hace muchas preguntas. ¿Cómo podéis estar aquí siempre? ¿Por qué no vas al colegio? ¿Qué clase de música es esa? ¿Falta mucho para mi calle? —Enseguida habremos llegado —responde siempre Ataulfo. Después de los primeros días Joanna deja de preguntarlo. Pasa el tiempo y Guillermo y Joanna se gustan de la única forma en que dos cuerpos jóvenes quieren gustarse. Los dos tienen pocas nociones del sexo, aunque las suficientes. Algunas cosas que había escuchado Joanna en el colegio y otras que Guillermo le había podido sonsacar a Ataulfo. Ensayan, experimentan el primer beso, la primera vez que ella le toca el pene, la primera vez que él hunde el dedo en la vagina de ella, todo en la parte de atrás del taxi, con la madre o el padre al lado, y solamente cuando todos duermen. Todos menos Ataulfo: el taxista nunca ha manifestado sueño ni cansancio. Nunca ha dejado de conducir. Así, escondido en la sombra de la noche, acompasando su ritmo al de los ronquidos de sus padres, Guillermo va introducién74


dose en el vigoroso y placentero cuerpo de Joanna; y lo hace con tal energía y obcecamiento, propios del ímpetu adolescente, que muchas veces despiertan a los padres y él ni siquiera interrumpe las acometidas. Hay una vez, solamente una, en la que el empeño de ellos es tan fuerte que a Guillermo se le olvida por completo sacarla cuando va a correrse. Nueve meses después ocurre de nuevo. —¿Dónde hay un hospital cercano, Ataulfo? —pregunta la madre de Guillermo, y futura abuela. —Pues aquí a dos manzanas, ahora mismo llegamos. Ella hace un gesto afirmativo con la cabeza, mostrando conformidad y gratitud ante el taxista, como si ni ella ni ninguno de ellos supiesen de la naturaleza hipotética de esas palabras. Otra vez los gritos, y la tapicería emborronada de placenta y sangre, el padre animando al hijo y los consuelos de éste dirigidos a la sufrida madre, apertura, más apertura, maracas, estribillo final. Nacen dos criaturas, niño y niña, sobre las piernas de sus padres y la constante vigilia de sus abuelos y de Ataulfo al volante. Los niños crecen y empiezan a moverse por todos los rincones del taxi y sus manos van a parar a cada uno de los objetos; los cuerpos engordan, se estiran, se ensanchan en los asientos y ocupan espacio; entonces, cuando muchas veces se habla de lo cada vez más grandes y pesadas que se vuelven las criaturas, el padre, o sea, el entonces recién abuelo Jaime, habla: —Mira, Guillermo, voy a irme —dice desde el asiento del copiloto. Guillermo está atrás pero en realidad Jaime se está dirigiendo a su mujer, que está justo detrás de él, aunque esta vez no se atreva a mirarla a los ojos cuando habla. —¿Cómo, papá? —Guillermo se cambia a la pequeña Gloria de pierna para poder ver mejor a su padre. —He estado hablando con Ataulfo —el taxista sigue conduciendo sin inmutarse— acerca del espacio. Verás, somos ya mu75


chos para un taxi, a Ataulfo podrían retirarle la licencia y aunque no me lo haya dicho sé que es una preocupación para él. Además, está bien que así sea, la familia ha crecido, y empieza a escasear el espacio. Estos pequeños van a hacerse grandes, y querrás que tengan sitio para estudiar, para jugar y que estén cómodos. —Pero no puedes estar hablando en serio —dice Guillermo mirando a su madre, que ha empezado a llorar silenciosamente—. Tú eres mi padre, el abuelo de mis hijos —y levanta a Gloria como para acompañar sus palabras—No pueden crecer sin su abuelo, yo no puedo crecer sin ti. —Pero hijo mío, si tú ya has crecido. El abuelo extiende el brazo y pellizca cariñosamente a Gloria en el moflete, luego posa la mano delicadamente encima de la de su mujer, que sigue llorando y ha cerrado los ojos. —Te quiero, cariño, me has hecho muy feliz. Siento no haber aprendido a conducir. —Adiós Ataulfo, un placer —dice por último, y acto seguido abre la puerta del coche y se tira en marcha. Después de rodar por el asfalto y perderse en un cúmulo de coches y peatones y desaparecer entre la humareda contaminada de la calle, puede ver a su familia allí dentro, observándole a él desde los asientos de atrás. Intenta atrapar el instante de cada una de las figuras que emergen desde la luna trasera, su hijo, su nuera, y sus dos nietos, Gloria y Antonio. Y más adelante, la figura bigotuda del chofer. Luego mira a su mujer, todos estos años conmigo, piensa. Antes de que el taxi se pierda en la lejanía le da tiempo a observar su carrocería antigua y sus colores apagados y su letrero con la X fundida. Antonio y Gloria sufren los dos ataques de acné, juegan a quién logra ver más matrículas capicúa y se pelean por ver quién va delante. —Dijimos que los martes me tocaba a mí, ¿a que sí, Ataulfo? —afirma Antonio con voz quebrada de adolescente. 76


A sus trece años es más alto que su padre Guillermo, asegura la abuela. Eso y que ha sacado el genio de su abuelo. A veces, cuando se menciona al abuelo Jaime, a la abuela y a su padre les da por mirar atrás, como si aún pudiesen ver su cuerpo tirado en el suelo. —Vamos a hacer una cosa —dice Ataulfo—, quien me adivine primero el nombre de la próxima canción irá delante. A ellos les encanta jugar a eso, se yerguen y acercan su oído al radiocasete. Tienen que estar atentos, más que nada porque los dos se las saben todas, y es cuestión de un segundo o dos, dependiendo de si suena un tambor o una maraca primero, que alguno lo adivine. —Ataulfo, escúchame —dice la abuela, que ahora está sentada delante—. Todo lo más grande que he vivido en esta vida, desde mi hijo hasta mis nietos, ha sido dentro de tu taxi, siempre te estaré agradecida por haber conducido tan bien. Ya sabes por qué mi nieto se llama Antonio, ¿verdad? Como Guillermo está dormido no puede ver cómo su madre abre la puerta y se deja caer lateralmente fuera del taxi, después de santiguarse. Empieza la canción y esta vez es Gloria, que ha empezado a desarrollar los pechos, la que la identifica primero. Rápidamente ocupa el lugar recién abandonado por su abuela; aún nota el respaldo caliente. —Ataulfo, ¿dónde ha ido la abuela? —Ya le tocó bajarse del taxi. El coche vira a izquierda y derecha, incorporándose a carriles, circulando por calles estrechas y avenidas, tomando rotondas, deteniéndose en los semáforos y respetando todas y cada una de las normas de tráfico. Ahora eran cinco otra vez. A Ataulfo no le quitarían la licencia.

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Cristina Morales Granada, 1985

Es autora de las novelas Lectura fácil (Anagrama, Premio Herralde de Novela 2018), Terroristas modernos (Candaya, 2017), Malas palabras (Lumen, 2015) y Los combatientes (Caballo de Troya, 2013), galardonada con el Premio INJUVE de Narrativa 2012 y finalista del Festival du Premier Roman de Chambéry a la mejor primera novela publicada en España en 2013. Sus cuentos han aparecido en numerosas antologías y revistas literarias. En 2017 le fue concedida la Beca de escritura Montserrat Roig, en 2015 la de la Fundación Han Nefkens y en 2007 la de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores. Es licenciada en Derecho y Ciencias Políticas y especialista en Relaciones Internacionales. Actualmente es artista residente en la Fábrica de Creación La Caldera (Barcelona) como miembro de la compañía de danza contemporánea Iniciativa Sexual Femenina.

¿Cuándo y por qué empezaste a escribir? Escribo con conciencia de estar realizando una labor creativa desde muy niña, desde que iba a la escuela, y por dos razones: porque me daba mucho placer y porque mis padres eran extremadamente estrictos con mis notas.

¿Cuáles son tus preocupaciones temáticas? El lenguaje y el relato impuestos por el poder (económico, cultural, político) frente al lenguaje y al relato nacidos de mi experiencia y la de mis iguales, que ni tenemos ni queremos el poder.

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¿Cuáles son los autores o autoras de cabecera: quiénes te influyeron más en tus comienzos? No siempre coinciden mis autores de cabecera con los que más influyeron en mis comienzos. Coincidentes son Bonilla, Ivá, Marsé, Fonollosa. Esos no me han abandonado nunca. De chavala devoraba a Woolf, a Céline, a Tabucchi, a Millás, a Neuman, a Medel, a Gottfried Benn, a Cortázar, a Umbral, a Torrente Ballester, a Böll. Ahora devoro a Bolaño, a María Galindo, a Marta Sanz, a Gallardo y Mediavilla, a Antonio Orejudo, a Angélica Liddell, a Elvira Navarro, a Max Besora y a Borja Bagunyà.

Como autora de narrativa, ¿qué innovaciones encuentras en los libros editados en los últimos años: qué tendencias te interesan más? Me interesa la literatura que extrema las posibilidades del lenguaje y que desacraliza el hecho literario. Una literatura creativa con su materia prima: la lengua, entendiéndola como la institución de poder que es y de la que haríamos bien en emanciparnos. No es únicamente terreno de la narrativa. El cómic, la poesía, el teatro y el ensayo son nuestros aliados. Así lo hacen Trapologia, de Max Besora y Borja Bagunyá, o Rubén Martín Giráldez en su Magistral, o Sanz en su No tan incendiario, u Orejudo en su Los cinco y yo, o Angélica Liddell en su ¿Qué haré yo con esta espada?

¿En qué época y país te hubiera gustado ser escritora? Me habría gustado ser ágrafa en las cuevas de Atapuerca y pintar bisontes.

Si tienes algún proyecto entre manos, ¿podrías hacer un avance de lo que estás escribiendo? Tengo entre manos una pieza de danza llamada Catalina, de la cual soy intérprete y coreógrafa dentro de la compañía Iniciativa Sexual Femenina. Estrenamos en Barcelona el 24 de enero de 2019 y actualmente estamos girándola.

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LECTURA FÁCIL (fragmento de novela)

Tengo unas compuertas instaladas en las sienes. Cierran en vertical, como las del metro, y me clausuran la cara. Pueden representarse con las manos, haciendo el cucú de los bebés. ¿Dónde está mami, dónde está mami? ¡Aquíiiiiiii!, y en el aquí las manos se separan y el niño se carcajea. Las compuertas de mis sienes no están hechas de manos sino de un material liso, resistente y transparente rematado en una goma que asegura cierre y apertura amortiguados, y su hermetismo. Así son, en efecto, las compuertas del metro. Aunque se pueda ver perfectamente lo que pasa al otro lado, son lo suficientemente altas y resbaladizas como para que no puedas ni saltarlas ni agacharte para pasar por debajo. De igual modo, cuando mis compuertas se cierran se me pone en la cara una dura máscara transparente que me permite ver y ser vista y parece que nada se interpone entre el exterior y yo, aunque en realidad la información ha dejado de fluir entre un lado y otro y sólo se intercambian los estímulos elementales de la supervivencia. Para sobrepasar las compuertas del metro hay que encaramarse a la máquina que pica los billetes y que sirve a su vez de engranaje y de separación entre una pareja de compuertas y otra. O eso o pagar el billete, claro. A veces no son una dura máscara transparente, mis compuertas, sino un escaparate a través del cual miro algo que no 81


me puedo comprar o a través del cual yo soy mirada, deseada de comprar por otro. Hablo de estas mis compuertas y no lo hago en un sentido figurado. Estoy intentando a toda costa ser literal, explicar una mecánica. Cuando era pequeña no entendía las letras de las canciones porque estaban cuajadas de eufemismos, de metáforas, de elipsis, en fin, de asquerosa retórica, de asquerosos marcos de significado predeterminados en los que “mujer contra mujer” no quiere decir dos mujeres peleándose sino dos mujeres follando. Qué retorcido, qué subliminal y qué rancio. Si por lo menos dijera “mujer con mujer”… Pero no: tiene que notarse lo menos posible que ahí hay dos tías lamiéndose el coño. Mis compuertas no son una metáfora de nada, nada con lo que yo quiera hacer referencia a una barrera psicológica que me abstrae del mundo. Mis compuertas son visibles. En cada una de mis sienes hay una bisagra retráctil. Desde las sienes y hasta las quijadas se abren sendas ranuras por la que cada compuerta entra y sale. Cuando están desactivadas se alojan detrás del rostro, ocupando cada una su reversa mitad: media frente, un ojo, medio tabique y un orificio nasales, una mejilla, media boca y medio mentón. La última vez que se activaron fue durante la clase de danza contemporánea de antesdeayer. La profesora bailó seis o siete gozosos y veloces segundos para ella misma y después marcó la coreografía un poco más lento para nosotras, que debíamos memorizarla y repetirla. Volvió a darle al play y se puso la primera delante del espejo para que la siguiéramos. Para mí es fácil seguirla si va despacio. Ejecuto los movimientos con un segundo o menos de retardo, tiempo que necesito para imitarla de reojo y recordar lo que viene después, pero los ejecuto intensa y redondamente, y eso me satisface y me hace sentir una buena bailarina. Soy una buena bailarina. Pero esta vez la profesora tenía más ganas de bailar que de enseñar a bailar y yo no podía seguirla. Contó cinco-seis-siete-ocho y arrancó, melena al viento por ella misma 82


provocado, nombrando por encima de la música y sin detenerse los pasos que iba haciendo. Bisagras retráctiles que se activan, planchas de poliuretano que limpia y silenciosamente se deslizan del reverso de la cara a su anverso y se sellan. Ya no bailo sino que balbuceo de mala gana. Hago unos pasos a medias, me salto otros, imito a las compañeras aventajadas a ver si puedo reengancharme y finalmente me paro mientras las demás bailan, me apoyo en la pared y las miro. Parece que les estoy prestando una gran atención para aprenderme bien la coreografía, pero nada más lejos. No estoy deconstruyendo en series de movimientos el ovillo desmadejado que es la danza, no estoy agarrando el extremo del ovillo para no perderme en el laberinto de direcciones que es la danza. Lo que estoy es jugueteando con el ovillo como una gatita, fijándome en la calidad de los cuerpos y de la ropa de mis compañeras. Entre las siete u ocho alumnas hay un alumno. Es un hombre pero ante todo es un macho, un demostrador constante de su hombredad en un grupo formado por mujeres. Va vestido con descoloridos colorines, mal afeitado, con el pelo largo y la apelación a la comunidad y a la cultura siempre a punto. O sea, un fascista. Fascista y macho son para mí sinónimos. Baila muy trabajosamente, está hecho de madera. Esto último no es en absoluto censurable, como tampoco deben serlo mis compuertas, de las cuales se percataron todas las mujeres y me dejaron tranquila. Sin embargo el macho hizo como que no las vio y, cuando terminó la coreografía de la que yo me había salido, se me acercó para indicarme en lo que me había equivocado y se ofreció a corregirme. Además del cuerpo, tiene el cerebro de madera, y esto último sí que es censurable. Sí sí, ya ya, le respondí sin moverme del sitio. Si tienes dudas pregúntame cuando quieras, concluyó sonriente. Madre mía de mi vida, menos mal que las compuertas estaban cerradas y que la machedad llegaba amortiguada por mi total carencia de interés hacia el entorno. Este es un claro ejemplo de 83


cuando las compuertas son un escaparate detrás del cual yo estoy en intocable exposición. No es que antesdeayer no pudiera seguir la coreografía, es que no quería seguirla, es que no me daba la gana bailar coordinadamente con siete desconocidas y un macho, no me daba la gana masturbar los sueños de coreógrafa de la bailarina que ha terminado de profesora en un centro cívico municipal y no me daba la gana fingir el nivel de una compañía profesional de danza cuando en realidad somos un grupo de nenas en una guardería para adultos, y esto de tener la voluntad de no hacer algo la gente no lo entiende. *** No sé si con el totalitarismo de Estado era menos desgraciada, pero joder con el totalitarismo del Mercado, me dice mi prima, que hoy ha sollozado en la asamblea de la PAH al conocer que para tener acceso a una vivienda de alquiler social debe ganar como mínimo 1.025 euros al mes. No llores, Marga, le digo dándole un klínex. Debes consolarte con que ahora el Mercado tiene nombre de mujer: es el totalitarismo del Mercadona, donde las cámaras de vigilancia no están en los pasillos sino sobre las cabezas de los empleados, y gracias a eso podemos mangar el desodorante y las compresas y hasta sacar los condones de sus cajas, que tienen la pegatina que pita, y llevárnoslos en los bolsillos. Le tengo dicho a Margarita que se pase a la copa menstrual para dejar de mangar compresas y tampones, así tiene sitio en el bolso para más cosas, la miel, por ejemplo, o el colacao, tan caro. Ella me dice que la copa menstrual vale treinta euros, que ella no tiene treinta euros y que la copa no está en los supermercados sino en las farmacias, y que en las farmacias es dificilísimo mangar, ahí sí que están las cámaras enfocando al cliente y además las puertas suenan cada vez que 84


alguien sale o entra. Yo intenté mangarle a otra amiga una copa menstrual por su cumpleaños y es verdad que no encontré dónde, ni en El Corte Inglés, y que las farmacias dan reparo. ¿Pero y una farmacia donde el farmacéutico sea muy viejo, que sea de noche y esté de guardia? Tú deberías dejar de mangar los condones y pasarte a la píldora, me dice ella, porque el ratito que echas abriendo los cuarenta plásticos de la caja es muy cantoso. Ni hablar, estar chutada de hormonas, estar sistemáticamente medicalizada con tal de darle al macho el gusto de no sacarla. Yo no sé qué coño tiene la píldora de emancipadora. La recetan los dermatólogos para que a las chicas se les vayan los granos, porque por supuesto el acné juvenil es una enfermedad y no se trata de estar más guapa o menos, no, ni de ser un depósito seminal, tampoco. Se trata de la salud de nuestras adolescentes, que no me entero. No se puede ser promiscua sin condones, Marga, nada más que por las enfermedades de transmisión sexual, nada más que por eso. Ah, eso sí son enfermedades, ¿no?, responde ella. Ah, ¿no?, respondo yo. Pero si el sida no existe, Nati, qué dices. Ni el uno por ciento de la población. Más suicidios hay al año en España que diagnósticos de sida. Pero es que yo no follo con españoles, Marga, porque son todos unos fascistas. Joder, Nati, eres más reaccionaria que el copón bendito. Y tú eres una jipi, a ver si te cortas ya esas greñas. *** En otra clase de danza de la Guardería para Adultos Barceloneta (GUAPABA), otra profesora de contemporáneo nos dijo que nos quitáramos los calcetines. Íbamos a hacer unas piruetas y quería asegurarse de que no nos resbalábamos. Todo el mundo se quitó los calcetines menos yo, que tenía una ampolla en proceso de curación en el dedo gordo del pie derecho. La profesora repitió la disimulada orden. Era disimulada por dos motivos: prime85


ro, porque no dijo “Quitaos los calcetines” sino “Nos quitamos los calcetines”, es decir, que no dio la orden sino que enunció su resultado, ahorrándose la impopular pronunciación del verbo en imperativo. Y segundo, era disimulada porque no se dirigió a la otredad que en toda clase, sea de danza o de derecho administrativo, constituimos las alumnas con respecto a la profesora. Ella dijo “Nos quitamos los calcetines” y no “Os quitáis los calcetines”, incluyéndose a sí misma en la otredad y con ello eliminándola, creando un falaz “nosotras” en que profesora y alumnas se confunden. Repitió la disimulada orden redisimulándola: yo era la única persona con calcetines en la sala y, sin embargo, en lugar de decir “Te quitas los calcetines” repitió el plural “Nos quitamos os calcetines”. O sea, que además de disimular el imperativo y el vosotros, disimulaba el hecho de que una única y singular alumna la hubiera desobedecido. Si hubieran sido varias las personas con calcetines, la profesora habría comprendido que alguna causa, por minoritaria que fuera, las movía motivadamente a actuar de un modo distinto y habría tolerado la diferencia. Una causa minoritaria de insumisión puede llegar a ser respetable. Una causa individual, no. Todo el mundo miró los desnudos pies de los otros. Soy miope y para bailar me tengo que quitar las gafas, por eso no puedo afirmar a ciencia cierta que todas las miradas se concentraran en mis pies vestidos. Por suerte, las compuertas están graduadas, 2.25 dioptrías en la plancha derecha y 3.10 en la izquierda, preparadas para la nítida observación del fascismo contra el cual me pertrechan. Tras las dos disimuladas órdenes fallidas, la profesora sueca Tina Johanes llegó a la conclusión de que yo, aparte de miope, debía de ser sorda o no hispanoparlante. Movida por esa humana comprensión, le dio al play y, mientras los alumnos practicábamos la pirueta marcada, se acercó a mí, interrumpió mi torpe giro y me habló, ahora sí, en la persona verbal adecuada. 86


—¿Estás bien? —¿Yo? —¿Entiendes el español? —Sí sí. —Es que no te has quitado los calcetines. —Es que tengo una herida en el pie. —Ah valevalevale —dijo dando un paso atrás y mostrando las palmas de las manos en señal de disculpa, de evitación de conflicto, de no tenencia de armas dentro de la malla elástica. Ya ni pirueta ni nada. Ya, constatación ininterrumpida del lugar en el que me encuentro, de quiénes son los demás, de quién es Tina Johanes y de quién soy yo. A la mierda el espejismo de estar aprendiendo a bailar. A la mierda los cuatro euros la hora en que se me quedan las clases con el descuento para parados. Cuatro euros que podría haberme gastado en ir y volver en tren de la sala de ensayo de la Universidad Autónoma, donde bailo sola, mambo, desnuda, mal. Cuatro euros que me podía estar gastando en cuatro birras en la terraza de un chino, cuatro euros que inaugurarían una fiesta o que me lanzarían mortalmente en la cama sin espacio para pensar en la muerte. Estoy en la Guardería para Adultos Barceloneta (GUAPABA). Los demás son votantes de Podemos o de la CUP. Tina Johanes es una figura de autoridad. Yo soy bastardista pero de pasado bovarístico, y por esa mierda de herencia todavía pienso en la muerte, y por eso estoy muerta por adelantado. ¿No puedes saltar las compuertas de la estación de tren para ir a la Autónoma? Es muy arriesgado, el viaje es largo y estar pendiente del revisor del que huir durante doce paradas me revienta los nervios, que se me arremolinan en el estómago y me entran ganas de cagar, y son doce las paradas que me paso aplacando los retortijones. Empiezo a tirarme pedos silenciosos, apretando el culo para que no suenen, haciendo equilibrios sobre los isquiones en el asiento, avergonzándome del olor. Alguna vez he llegado a la Autónoma con las bragas cagadas. Después de soltar un poquito 87


de caca ya puedes aguantar mejor, pero siguen quedándote seis paradas con el lametoncito de mierda en el culo. ¿No hay lavabos en el tren? No, en los ferrocarriles de corta distancia de la Generalitat no hay lavabos. Hay que subirse en el tren meada, cagada y follada. En los trenes gestionados directamente por la Renfe y el Ministerio del Interior sí que hay lavabos. Entre Cádiz y Jerez, que están a la misma distancia que separa Barcelona y la Universidad Autónoma, puedes echar un polvo. Concluyamos, pues, que la ausencia de baños en los trenes es una medida represora más, y que en lo que a baños y a trenes se refiere la Generalitat es más totalitaria que el Estado español. Dímelo, Angelita, te estoy leyendo el pensamiento y estoy deseando oírlo: Tina Johanes te estaba pidiendo que te quitaras los calcetines por tu bien (Angelita no dijo Tina Johanes. Dijo “la maestra”). Para que no te resbalaras. Para que no te cayeras y te hicieras daño. Para que bailaras mejor. Lo mismo que el chico de la otra clase cuando tú te saliste de la coreografía (no dijo coreografía, dijo “baile”). Eres una exagerada. Eres incapaz de toda empatía (no lo dijo así. Dijo: “No sabes ponerte en el lugar del otro y eres una egoísta”). Has pagado por unas clases de danza, o sea, has pagado por recibir órdenes (tampoco lo dijo así. Dijo: “Te has apuntado a unas clases de baile y de qué sirve apuntarse a unas clases de baile si no quieres aprender los pasos de baile”). Estás (esto sí lo dijo tal cual:) en misa y repicando, Nati, y encima eres un poco españolista. ¡Ahí quería yo llegar, Angelita! ¡Ese era el traje que con el que me quería ir de marcha esta noche! ¡Gracias, gracias, gracias! (A eso ya me responde ofendida porque la llamo por su nombre original en español y no por su neobautismo catalán —Àngels—, y encima por usar el diminutivo). Se te perdona el reaccionarismo, Nati, porque eres medio guapa (que en realidad fue: “Te portas como una niñata y nadie te dice nada porque eres mona”). Si fueras medio fea o rotundamente fea te tratarían de resentida y serías una apestada (o sea: “Si fueras fea o 88


vieja o estuvieras gorda les darías lástima y no te harían ni caso”). Te equivocas, le respondí yo. Te equivocas muchísimo. Una medio guapa, y ya no te digo una guapa o una tía buena, no tiene derecho a la radicalidad. ¿Por qué se queja con lo guapa que es? ¿Cómo es posible que, siendo guapa, no esté feliz de la vida? ¿Cómo es posible que, siendo guapa, suelte esos sapos y culebras por la boca, con lo feo que está eso en una mujer que no es fea? ¿Cómo se atreve a afearme un piropo o un chiflido si lo que estoy es halagando a la muy puta? La otra versión censora contra la radicalidad de las guapas se parece a la que tú misma acabas de enunciar: critican porque son guapas, se atreven porque son guapas y al ser guapas, al constituir un bonito embalaje para la contestación, su crítica llega y es escuchada. ¡Pero cuidado, que eso es una mierda como la que llevamos tú y yo encima ahora mismo, Angelita! Eso se lo aplican las jipis que se ponen florecillas en el pelo, que tienen medidas de top model, que no pasan de los veinticinco años, que enseñan las tetas en el Congreso y en el Vaticano y que más que Femen deberían llamarse Semen, de las poluciones que provocan en sus patriarcales objetivos. Me encanta entonarme con Ángela porque apenas se nos nota por fuera pero por dentro vamos a mil, estamos súper locuaces, a ella se le acentúa la tartamudez y marginamos al resto de la escasa reunión, casi siempre integrada por las mismas personas: la propia Ángela, Marga y yo. A veces se suma mi medio-hermana Patricia con alguna amiga suya, que son chicas Semen, o con algún amigo suyo, que no sé si son machos porque ni son españoles ni he hablado con ellos más de quince minutos porque lo que sí que son es bohemios, y eso es todavía más inaguantable que las Semen, sus naturales compañeras reivindicativas. Pero la única vez que mi medio-hermana ha enseñado en público sus tetas diminutas, pezones como yemas de huevo adheridos a los lisos pectorales, fue en la taquilla de un espectáculo de pornoterrorismo a petición de la taquillera, que le dijo que si se las enseñaba entraba gratis. 89



Inma López Silva

Santiago de Compostela, 1978 Escritora y crítica teatral, doctora en Filología por la Universidad de Santiago y diplomada en Estudios Teatrales por la Sorbona, es columnista en el periódico La Voz de Galicia y, fundamentalmente, novelista. Se dio a conocer en 1996 con la novela Neve en abril a la que seguiría el libro de relatos Rosas, corvos e cancións (2000), género al que regresa en 2012 con Tinta. Logró el reconocimiento del público y la crítica con sus novelas, entre las que destacan Concubinas (Premio Xerais de Novela 2002), No quiero ser Doris Day (2006) y Memoria de ciudades sin luz (Premio Blanco Amor 2008, Premio Arcebispo San Clemente y Premio de la Asociación de Escritores en Lingua Galega). Además, escribió el libro de viajes New York, New York (2007) y el diario-ensayo sobre la maternidad Maternosofía (2014). En 2017 publicó la que hasta ahora es su última novela, Los días iguales de cuando fuimos malas, y en 2018 el ensayo feminista Llámame señora, pero trátame como a un señor.

¿Cuándo y por qué empezaste a escribir? Empecé a sentirme escritora a los 17 años, al publicar mi primera novela. Siempre había escrito, quizá por impulso, necesidad, una manera de poner orden.

¿Cuáles son tus preocupaciones temáticas? Una de ellas es el paso del tiempo, especialmente en lo relativo a nuestras desmemoriadas repeticiones, lo cual me ha llevado a hablar también de la madurez. Otra constante es la reflexión sobre la identidad femenina; es desde ahí como llego a un tema que centra casi todo lo que he escrito:

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la libertad y su relación con el mal. Creo que la escritura ha de llevar el pensamiento allí donde no llega la cotidianidad, y de ahí que plantee las contradicciones de lo que parece nuestro sentir común. Por último, hay una parte de mi literatura escrita desde el yo (New York, New York, Maternosofía), donde comparecen mis viajes y, sobre todo, mi feminismo radical. Me siento cómoda tanto en una escritura que a veces es ensayo (mi último Llámame señora, pero trátame como a un señor), como en la ficción que duda sobre sí misma (Los días iguales de cuando fuimos malas), en un espacio fronterizo que me permite proponer mis verdades.

¿Cuáles son los autores o autoras de cabecera: quiénes te influyeron más en tus comienzos? Como autora gallega, vuelvo siempre a mis primeras lecturas: Álvaro Cunqueiro, Rosalía de Castro, Xohana Torres, Suso de Toro y Manuel Rivas. Como mujer de teatro, siempre Shakespeare (esa forma de ironizar…), Beckett (la no-lógica) y Camus (la sencillez). Para aprender efectividad narrativa, literatura norteamericana: Auster, Munro, Atwood y DeLillo.

Como autora de narrativa, ¿qué innovaciones encuentras en los libros editados en los últimos años: qué tendencias te interesan más? Me interesa la indagación en la estructura narrativa de escritor*s que superponen pasado y presente. También, las escritoras jóvenes que están renovando la visión de los temas tradicionales. Y todo lo que se hace en los márgenes.

¿En qué época y país te hubiera gustado ser escritora? Francia. Años 60.

Si tienes algún proyecto entre manos, ¿podrías hacer un avance de lo que estás escribiendo? Hace cuatro años que escribo sobre la verdad y la mentira a partir de un hecho concreto: una agresión sexual en el seno familiar. Estoy a punto de terminar esta novela y se titulará, creo, Una tormenta de nubes blancas.

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VESTIDA DE MAR (cuento perteneciente a Los días iguales de cuando fuimos malas)

—Mamá. Ahí empezó todo. Siempre empieza así. Alguien dice “mamá”, y una deja de ser quien creía que era. Margot lleva tanto tiempo esquivando esa palabra que incluso ha llegado a olvidarse a sí misma. Claro que también es cierto que a Margot nunca nadie llegó a llamarla “mamá” hasta el día que recibió la carta y hasta el domingo en el que apareció en la sala de visitas ese hombre rubio de ojos verdes ansioso por dedicarle esa palabra universal. Mamá. Margot siempre ha pensado que, si algún día reaparecía su hijo, lo reconocería de forma instintiva. Todo el mundo dice que es así, y por eso ha dado por hecho que en su caso también sería de esa manera. En sus paseos de otoño al aire fresco de las mañanas de Vigo, fantaseaba continuamente con esa idea. Estar en una multitud, en una feria, por ejemplo, y sentir una especie de llamada telúrica, ancestral, hasta que su mirada se encuentra con los ojos de ese hombre que es indudablemente su hijo. Sabría reconocerlo entre millones de gitanos rubios y de ojos verdes, con su imaginario plato de lentejas en la mano. El hijo pródigo va de eso. Y sin embargo, cuando Margot entró hecha un flan en la sala de visitas, tuvo que esperar a que un funcionario le dijese 93


que su hijo era aquel hombre alto, fortachón, tan rubio y con los ojos tan verdes que, de tan vikingo, Margot pensó que sería el hermano albano-kosovar de algún mercenario interno. Después de la sorpresa, la sonrisa lo delató, y quizás para contentarse, Margot quiso pensar que, a pesar de todo, ese gesto le permitiría reconocer a su hijo en medio de la mismísima apocalipsis. “Mamá”, dijo, y aquel al que cambiaron el nombre cuando solo tenía una semana de vida volvió a sonreír, también nervioso. Margot pensó que el cristal era una buena idea para los primeros encuentros, y se sentó. También intentó sonreírle, pero estuvo convencida de que cualquier gesto suyo, en ese momento, iba a parecer falso. Y no sabía muy bien qué hacer con las manos. Margot tuvo mucho cuidado en ponerse una ropa que le cubriese las marcas de la mala vida. Manga larga para que su hijo no viese las cicatrices de las jeringuillas primero y de los goteros después. Un jersey negro de cuello alto, para disimular esas arrugas que se colocan en los cuellos cuya piel se ha estropeado con los excesos de alcohol. Alguien le prestó unos zapatos de bailarina y una falda de tubo verde que de repente devolvió a Margot a su edad real de mujer que en otras circunstancias aún sería joven. Como si fuese a tener un vis a vis con Isabel, Margot decidió ese día maquillarse a conciencia. En el fondo siempre quiso que su hijo creyese que llevó una vida radicalmente distinta de la vida en la que la colgaron el día que la dejaron medio muerta delante del hospital que la salvó a medias. Margot siempre ha pensado que, después de muerta Isabel y con su madre totalmente anulada por el miedo, se quedaría sola para siempre, e incluso llegó a dudar de si aprovechar o no los permisos penitenciarios cuando empezasen a concedérsele. Pero de repente todo cambió. Dudó, vaya si dudó. Y todavía no sabe si tendrá que arrepentirse por decidir seguir adelante y responder “que” a aquel apelativo. Mamá. 94


Sí, está nerviosa porque hace una eternidad que no pisa su casa del Barrio del Cura. Mientras desayuna, piensa ahora que son curiosas estas ganas que tiene de limpiar a conciencia la colección de teteras de porcelana. En otras circunstancias le daría una pereza terrible, bajarlas todas de sus estantes, pasarles un plumero una a una, y en algunos casos lavarlas con agua bien caliente con jabón, porque a veces el polvo se queda pegado en la porcelana y no hay quien lo quite. Pero después de llevar tantos meses sin hacerlo, Margot empieza a creer que estar en su casa limpiando es el mayor gesto de libertad que existe. También tiene ganas de volver a ver sus carteles del Moulin Rouge y de las cabareteras, esa foto del metro en Montmartre, y París entero metido en su casa en la que mañana seguramente podrá volver a oler el salitre de la ría, con su horizonte de las Cíes al fondo. A su hijo le va a extrañar su estilo decorativo. Quizá le cuente que, una vez descartado para siempre su viaje a París, esos rincones de su casa le ayudan a pensar que, en realidad, ninguna ciudad es tan perfecta como la soñamos de niñas. A su madre también le sorprendió la casa de Margot una de aquellas tardes únicas y escasas en las que se refugiaron allí. “Desde fuera no parece que pueda estar tan arreglada”, le dijo ella, que siempre había tenido la caravana como una patena, a pesar del horror vacui de tapetitos de ganchillo, figuritas de loza, cojines bordados a punto de cruz y las colchas de superhéroes que habían tenido cierto éxito durante varias temporadas en las ferias. “Siempre he dicho que tú podrías haber estudiado, Rebeca. La FP de decoración se te daría bien”, le comentó toda cargada de razón. Hace muchos años que Margot no piensa en estudiar, ni en ganarse la vida con algo que no sea su oficio, en el que es buena, y ya está. Todavía le queda tiempo en activo, si la cárcel no la molesta mucho más. Los clientes se adaptan a una y si desapare95


ces demasiado tiempo buscan a otra, exactamente igual que las relaciones sentimentales. Margot espera que su hijo no se ponga a recomendarle estudiar, o montar un estudio de decoración o cualquier cosa de esas, cuando le abra la puerta de su casa y lo invite a entrar con el aroma de un buen guiso en la cocina. No, eso no va a pasar. Eso es muy de madres, no de hijos. En la última visita que le hizo a la cárcel, quedaron en que, cuando el permiso, iría a ver a Margot a su casa del Barrio del Cura. Hoy comienza ese permiso de una semana y este sábado van a ir a comer, él y su mujer. Si le dicen algo a alguien, no hay trato, insistió Margot. A pesar de criarse donde se crio, su hijo no entiende muy bien lo que es un destierro gitano. Puede ser que tenga parte de razón y Margot exagere, tantos años después. Pero a ella no se le olvida ni el dolor de los golpes ni la última llamada de su madre, aterrada. Los destierros son de por vida, querido. Pero él, con su vida nueva de sociólogo de la universidad que sabe la teoría pero solo imaginó la práctica cuando supo la historia de su madre, todavía quiere pensar que Margot ya no tiene por qué tener miedo. “Mamá”, le dijo por detrás del cristal, y Margot calló porque no podía creer lo que oía ni lo que veía, con aquel hombre allí sentado, frente a frente, con la curiosidad pintada en los ojos. Lo sintió absolutamente ajeno a ella. ¿Mamá, es verdad todo lo que me contó tu madre? Claro que sí. A esas alturas, ya Margot no podía dejar de llorar. Allí sentada del otro lado del vidrio, como si fuese el espejo de Alicia, las lágrimas le corrían por la cara y se llevaron por delante como un tsunami la máscara de pestañas y el maquillaje compacto, hicieron riachuelos en el colorete y le llegaron a la boca con su sabor salado. Fue muy optimista pintándose así. Eso de llorar en la sala de visitas no es sólo cosa de las películas. “No quiero que me cuentes nada más”, le dijo él. Le fue suficiente para entenderlo todo y para poder comenzar la vida que decidió comenzar. 96


“No sé cómo lo he hecho, mamá, pero conseguí ir sacándole a papá cada año un año más de estudios, y aquí me tienes. Hace mucho que he salido de allí, de aquello.” En ese momento, Margot pensó que hay muchas formas de ser gitano, y que a ella le ha tocado la mala. Pero se alegra mucho, con una alegría inexplicable y un orgullo esencial, de que su hijo haya sido capaz de lograr que a él le tocase la buena. En aquel primer encuentro, Margot se juró a sí misma que no iba a llorar y que no iba a demostrar el más mínimo interés por Isaac, pero no es ella de cumplir juramentos. Lo de las lágrimas es incontrolable, y, en lo otro, la curiosidad le pudo. O quizá lo que la animó a preguntar fue la intuición de que si su hijo estaba allí, eso debía de ser porque algo de justicia divina se había hecho con Isaac y su tropa. —Solo te lo voy preguntar una vez y no voy a volver a tocar el tema nunca más, te lo prometo. ¿Qué sabes de tu padre? Nada interesante. Ningún castigo. Ninguna desgracia. Ni siquiera un pequeño delito que lo llevase a la cárcel. Ni una enfermedad, ni una viudez, ni un disgusto. Margot comprobó con amargura que Isaac y los suyos salieron triunfales, y eso le dolió como pueden doler pocas cosas a una puta toxicómana y ladrona que sabe muy bien lo doloroso que es vivir privada de la libertad desde que era una cría moribunda. Así que Margot pasó página y entendió que las vidas, cuando se escriben solas, no entienden nada de justicia. En el fondo, Margot le agradece a su madre que el único acto de valentía de su vida haya sido juntarla con su hijo. Es cierto que la historia de ese niño rubio de ojos verdes demuestra que las cosas pueden cambiar, pero las vidas de Isaac y de los suyos, de su madre y de su padre, de sus primas, las tías y las abuelas, y de ella misma le echan por encima a Margot el más asqueroso inmovilismo, que lo abrasa todo como un ácido pensado para demostrarle que, fuese como fuese, ha nacido 97


condenada a la amargura. La madre de Margot tuvo la habilidad de darse cuenta de que un gitano rubio y de ojos verdes, a su manera, también ha tenido que tenerlo difícil allí donde lo han criado. Quizás ese también fue un pequeño castigo para su padre. Y desde luego, la casualidad genética fue la que hizo que, desde niño, se aferrase a la idea de vivir de otra manera. —Una manera que respetase a las mujeres—siguió contándole su hijo a Margot para relatarle en una hora cómo llegó a estudiar, y a vivir en una casa de una urbanización, y a no ir a vender bragas a las ferias salvo algunos fines de semana de mucho apuro. —Si pasas de la Primaria y empiezas a entender el mundo, te das cuenta de que no es imposible ser como ellos. —¿Cómo quién? —Como los payos, ¿como quién va a ser? Y no es que yo quisiera ser payo, que estoy muy orgulloso de lo que soy, mamá, lo siento. Pero las cosas no son blancas o negras, como cree papá. Qué te voy a contar a ti. —No tienes que sentirlo. Uno es lo que es. Nosotros no inventamos el crimen, ya ves. Pero lo cierto es que Margot ha pensado muchas veces, todavía lo piensa ahora, cómo habría sido todo si no fuese gitana y si no fuese mujer. Si ella fuese Isaac en lugar de Rebeca. Si no la sacasen de la escuela para casarla y tener hijos tan joven. A Margot no se le escapa, tampoco, que su hijo ha tenido margen por ser hombre, y por primera vez en su vida, allí sentada con el cristal entre ellos, Margot se alegró de haber parido a un hombre y no a una mujer. Si este hijo suyo fuese niña, seguro que la mataban a golpes el mismo día que casi lo hacen con Rebeca. Si este hijo fuese niña, jamás estaría aquí, del otro lado del cristal, contándole una vida distinta de la que ellos habían pensado para él cuando creían que serían una familia feliz. Si fuese niña, quizás, ni siquiera le pensarían una vida. 98


Mientras prepara la pequeña mochila con ropa para su primer permiso, Margot planifica sus días en libertad. Tiene que ir a ver a sus amigas, por supuesto, ellas son su familia, o por lo menos, lo eran hasta ahora. Serán las primeritas. Además, una de ellas es quien le guarda las llaves. Luego tiene que ir al súper a comprar comida, y sobre todo a planificar el almuerzo con su hijo. Disfruta imaginando cómo va a colocar la mesa, las flores sobre el mantel, la vajilla buena que no usaba desde los tiempos mejores con Isabel, esas copas para un vino que comprará porque, de repente, le apetece brindar con una ilusión que no conocía desde hacía muchísimo tiempo. Y por supuesto, mañana se va a levantar pronto y va a recorrer las calles. Va a bajar por Torrecedeira hasta las conserveras, y antes, quiere desayunar en el Copa Dorada un croissant con un café con leche y un zumo. Hace siglos que no toma un croissant recién hecho. Después bajará por la Rúa da Paz y, al llegar al fondo, va a mirar de reojo su acera de Jacinto Benavente, a la que volverá algún día porque es suya y porque es lo que quiere hacer, de lo que quiere vivir, sin vergüenzas estúpidas. Pero no es ahí donde querrá ir mañana. Avanzará un poco más hacia el mar y observará los barcos atracados en el puerto para intuir por detrás las casas de Cangas y cabo Home. Ojalá que no llueva. Luego, va a caminar a la izquierda hacia Bouzas, pasándoles por delante a los astilleros con sus grúas y los barcos grandes con cristales brillantes, y subirá por la Atlántida hasta llegar a Alcabre y allí, un poco antes de ver la playa de Samil vacía, se sentará en la hierba debajo de un pino y pasará un buen rato respirando ese aire de mar, escuchando el ruido de las olas rozando la arena y, sobre todo, mirando las Cíes en el horizonte para sentir que sí, que esta vez también puede lograr salir viva de la cárcel. Ahí permanecerá el resto de la mañana, y si pudiera, pasaría ahí el resto de su vida. 99


Pero tendrá que volver en algún momento. Un paso por la peluquería para cortar las puntas y depilarse, una copa con algún viejo amigo, y querrá irse pronto a la cama, a disfrutar de un colchón grande y de un despertar sin alarmas ni toques de queda. Margot ya casi no se acuerda de lo que es escuchar el silencio. Y quiere reservar una tarde para ir a Pereiró con unas flores para la tumba de Isabel, y, una vez más, junto a un ciprés bien alto, imaginar allí arrodillada la vida que pudo tener y que la cárcel le robó. Al cerrar la mochila, piensa en la Escritora. ¿Y si se la encuentra? Margot ha planificado una vida muy normal para su permiso. Ha pensado ir a los lugares donde van los vigueses corrientes a las horas en las que se mueven ellos. Podría, perfectamente, encontrar a la Escritora. Aunque, no sabe por qué, cree que la escritora vive en un Vigo distinto del de Margot, por mucho que ésta se empecine en acudir a los lugares en los que imagina al resto de las personas de la ciudad. Si se la encuentra, quizás es mejor hacer como que no se conocen. Cuando le regaló la mochila, Margot creyó entender que era mejor no volver a verse. “A mí me van a traer una maleta grande para que quepa todo. Seguro que tú le quitas más partido que yo”, y le dio un abrazo. Margot le agradeció el detalle y le preguntó qué iba a hacer ahora. —Pues lo mismo que hacía antes, espero, aunque nada va a volver a ser igual, claro. ¿Qué haría antes la Escritora? Eso sí que no se atrevió a preguntárselo. Margot, de hecho, tiene la sensación de que no tenía un antes de conocerla ni tendrá un después. Como si fuese un producto de la imaginación y de la vida de Margot, o como si todo en la vida de la Escritora dependiese, en realidad, de la existencia o inexistencia de Margot. Si Margot no la imagina, quizás no haya Escritora bajo el mismo cielo de Vigo 100


que supuestamente comparten. Si Margot no se pregunta qué sería de ella, es imposible que las dos coincidan. Eso sí, si Margot pudiera, seguramente le pediría que escriba la historia de su hijo. Esa sí que merece la pena contarse. Hay internas que le tienen odio a la Escritora por salir tan rápido, pero Margot siempre supo que esa mujer no era carne de cárcel por muy grave que fuese su delito. Los abogados lograron convencer al juez de lo mismo cuando le impuso una condena tan baja, y parece que el Juez de Vigilancia Penitenciaria se convenció él solo de dejarla salir con el tercer grado tan rápido y con perspectivas de condicional. Probablemente es una tipa con suerte, pero también es verdad que alguien como ella no pinta nada en prisión. Para la propia Margot sí tiene sentido la cárcel, o para sor Mercedes, que era un peligro público, incluso para Valentina, que parece justo el caso contrario de la Escritora, descubriéndose tan talentosa para delinquir y tan capaz de aclimatarse a la cárcel porque, justamente, a ella sí que le va esa ocupación, a pesar de la tristeza de ahora y a pesar de la mala suerte. Pero al final, qué cosas, aquí sólo queda ella. Todas se han ido, sea como sea, y Margot se ha quedado como se queda siempre. Ahora mismo, con la mochila de la Escritora a la espalda, es muy consciente de su soledad porque no tiene de quien despedirse. De un modo u otro, las despedidas todas se le han ido adelantando sin que ella pudiese controlar nada. Primero fue la Escritora, con su aire de autocontrol indefinible, saludándola con una especie de “hasta siempre” que todavía le daba más aires regios. A Margot se le dibuja una sonrisa, porque sabe que esa sensación es la que provoca entre las internas cualquiera que, simplemente, comete un delito porque no le queda más remedio, así que nunca acaba de ver la cárcel como su lugar. El caso es que se ha marchado, y Margot cree que nunca más va a volver a verla. 101


Después vino sor Mercedes con su suicidio escandaloso e incómodo para tantos: el capellán de la cárcel, que no sabe muy bien cómo explicar que una religiosa se quite la vida; el director, que ya está harto de que le aumente el índice de suicidios como para que ahora empiecen también las pacíficas chicas del módulo de mujeres; Xabier, que cree que es responsabilidad de trabajo social ver venir esas muertes; y el pobre del funcionario de turno, que, una vez más, tuvo que dar parte y hacer un informe sobre los hechos. Siempre miente cuando sale la conversación y no quiere reconocer que ella misma ha pensado un sinfín de veces en suicidarse, pero las formas posibles de la cárcel siempre le han parecido demasiado cutres y trabajosas. De hacerlo, Margot aprovecharía un permiso como el que va a disfrutar ahora. Iría a la playa de Coruxo, se descalzaría, se quitaría la ropa lentamente, y se pondría a andar hacia las Cíes hasta que el agua le cubriese el cuerpo y se le metiese por los conductos respiratorios. Como aquella tal Alfonsina de una canción de la que oyó discutir una vez a la Escritora con una de las colombianas. En realidad, por lo visto, Alfonsina no se había internado lentamente en el mar, como contaba la canción, comentaba la Escritora, sino que se había lanzado desde un alto. Pero Margot caminaría despacio teniendo cuidado de no flotar “para recostarte arrullada en el canto de las caracolas marinas”, dice la canción que logró escuchar un día. Y sí, Margot también se iría con su soledad para que una voz antigua de viento y de sal le quebrase el alma. Llegó a tenerlo muy bien planificado, pero ahora se alegra de que vaya a ser una muerte desperdiciada. Aun así, la canción sigue gustándole mucho. “Mamá”, oyó, y dejó de tener sentido internarse en el mar de Vigo. Cuando respondió, dudó de si eso curaría soledades, pero a Margot le dio esperanza. De ilusiones también se sobrevive. 102


Quizá por eso ahora, al pensar en sor Mercedes, le viene una sonrisa condescendiente. Ella no se suicidaría en la cárcel. Una tiene que hacer esas cosas en plena libertad, a poder ser en un lugar inmenso, feliz y abierto, con las islas Cíes en el final del camino. Claro que sor Mercedes, de una manera u otra, fue siempre presa de sí misma y de su delito que ni ella misma llegó a comprender nunca. Cuando supo del asunto, poco después de decirle adiós a la Escritora, sintió un alivio por Laura, que siempre ha llevado muy mal los suicidios y sus desórdenes. Laura, en fin, que también se ha ido. Margot cree que a Laura no le ha gustado comprobar que compartían un pasado hermoso y distante, pero, en fin, ahora le da igual. Le sigue gustando esa mujer, pero hay algo en ella más aterrador que ser una puta y una gitana y una ladrona. A lo mejor es la herencia de la abuela pitonisa, pero Margot sintió algo oculto al despedirse, como si Laura fuese dos personas en una. Y desde luego, no hace falta tener poderes sobrenaturales para darse cuenta de que Laura sufre. Quizás se marcha a otro módulo huyendo de algo, aunque le da la sensación de que, huyendo de sí misma, no llegará muy lejos. Margot sabe que nada va a ser igual para ella cuando vuelva del permiso. Hoy todavía deambula por A Lama el fantasma de sor Mercedes, y todavía podría ser que Laura volviese cualquier día después de unas vacaciones, incluso todavía no le ha dado tiempo de echar de menos a Valentina. Pero cuando vuelva, ya no va a quedar nada de lo anterior. Las estancias en la cárcel son así, y Margot, que tiene experiencia de sobra, lo sabe bien. Va a volver, y de repente la cárcel será la misma sucesión de días iguales y, al mismo tiempo, un lugar diferente en el que vivir de una manera parecida, pero distinta, pues sus acompañantes y sus guardias serán otras. Sabe que se le va a hacer difícil acostumbrarse a no tener a Valentina continuamente detrás de ella, pero también es cierto que ha tenido 103


tiempo de asumir que su marcha era un hecho. En el fondo, Margot no sólo se alegra de que le llegase el traslado porque es lo que quería y lo que necesitaba el pequeño Daniel, sino que también se alegra de que la distancia ponga un poco de sentido común en la relación entre Valentina y David. Con un poco de suerte, no resisten la separación. La maniobra es habilidosa: intentarán casarse, intentarán tener otro hijo, todo para conseguir que los junten, pero por el momento los han separado, y Valentina tendrá que centrarse en recuperar el tiempo perdido con Daniel. Después, ya se verá. Quizás haya una oportunidad para que esta joven grande y bonita que casi enamora a Margot se salve de ser definitivamente una delincuente, y Daniel un hijo sin madre. Valentina estaba desolada la tarde en la que murió sor Mercedes. A diferencia de Margot, no entiende ni entenderá los suicidios, e imaginaba en la monja un drama terrible desconocido para todas. Margot siempre ha pensado que Valentina seguramente ha visto demasiadas telenovelas, pero lo cierto es que, con el duelo que impuso tras la muerte de sor Mercedes, consiguió que todas velasen con un poco de respeto a alguien que, en realidad, casi ninguna respetaba. Quizás era la peor criminal de las que estaban allí, pero, en fin, todas han hecho algo malo y no por eso merecerían morir sin unas mínimas exequias. Casi no lleva nada en la mochila de la Escritora. Ligera, Margot cruza la galería acompañada de un funcionario. No hay nadie a quien decirle adiós. Las despedidas fueron en otro momento, en otra vida, en esa cárcel anterior a la carta y a la visita. “Mamá”. Y Margot, antes de que le abran la última puerta con su ruido metálico y el olor a calle, piensa en mañana. Piensa en el mar, y en su acera, en la porcelana que hay que limpiar, y en el supermercado, pero sobre todo piensa en la arena y en la playa, en respirar y en mirar las Islas Cíes, y por detrás, el horizonte. Mañana. 104


Por un momento el sol la ciega. No se acordaba de cómo era este lugar por el que ya ha entrado y salido unas cuantas veces. “Hasta la semana que viene”, le dice dibujando una sonrisa tímida al funcionario que queda tras la puerta. Él también le dedica un gesto amable. Y cuando se dispone a dar el paso hacia adelante para buscar un taxi, allí lo ve, junto a un crossover azul marino, cruzado de brazos y sonriéndole. Su hijo le hace un ademán para asegurarse de que lo ve. —¡Mamá! Y Margot, en el tiempo que tarda en dibujársele en la cara la mayor sonrisa de la que es capaz, piensa en la magia de las palabras, que provocan una simple diferencia de dos letras entre “mamá” y “mañana”.

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Miguel Barrero Oviedo, 1980

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven; KRK, 2005), La vuelta a casa (KRK, 2007), Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner; DVD, 2008), La existencia de Dios (Trea, 2012), Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado; Trea, 2015) y El rinoceronte y el poeta (Alianza, 2017), así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo (Trea, 2016) y la obra de no ficción La tinta del calamar (Trea, 2016; premio Rodolfo Walsh). Dirigió el documental La estancia vacía (2007). Algunos de sus relatos se han incluido en antologías como Tripulantes (Eclipsados, 2006) o Náufragos en San Borondón (Baile del Sol, 2012). Dirigió la revista cultural El Súmmum y forma parte del consejo editorial de El Cuaderno. En 2011 obtuvo el premio María Elvira Muñiz al Fomento de la Lectura. Ha colaborado en diarios como El País, El Mundo, El Comercio o La Voz de Asturias y en publicaciones como Qué Leer, Librújula, Jot Down, Culturamas o el suplemento Cultura/s del diario La Vanguardia. En la actualidad mantiene una sección semanal en la revista cultural digital Zenda.

¿Cuándo y por qué empezaste a escribir? No tengo una respuesta muy definida para ninguna de esas preguntas. En lo que se refiere al cuándo, me recuerdo escribiendo ya de niño, aunque no sabría decir muy bien el qué. En cuanto al porqué, supongo que fue una consecuencia lógica del hecho de que yo era un niño que leía bastante. Con el tiempo he acabado sospechando que escribo para fingir que soy capaz de explicarme a mí mismo el mundo.

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¿Cuáles son tus preocupaciones temáticas? Creo que si hay algo que está presente en todos mis libros, quizá en unos más que en otros, es el tema de la identidad, en todos los sentidos que puede tener el término (individual, generacional, cultural, política, nacional, etcétera), y los problemas o las distorsiones que en ocasiones, o más bien casi siempre, plantea su construcción.

¿Cuáles son los autores o autoras de cabecera: quiénes te influyeron más en tus comienzos? Hay tres autores a los que vengo leyendo con gozo y provecho desde la adolescencia. Uno de ellos, Manuel Vázquez Montalbán, ya está hecho. A los otros dos, Antonio Muñoz Molina y Javier Marías, continúo siguiéndolos de cerca. Mi educación lectora, no obstante, también debe muchísimo al Goscinny de El pequeño Nicolás, la Elvira Lindo de Manolito Gafotas y ciertos libros de Roald Dahl o Carmen Martín Gaite.También en mis apasionamientos lectores de juventud tuvieron mucho que ver García Márquez, Rulfo, Cortázar y, quizás sobre todo, Onetti.Y Cervantes, claro, que resultó ser el mayor descubrimiento.

Como autor de narrativa, ¿qué innovaciones encuentras en los libros editados en los últimos años: qué tendencias te interesan más? No considero que las innovaciones constituyan un valor por sí mismas. De hecho, ni siquiera creo que existan innovaciones que como poco no estuvieran anunciadas ya en los clásicos, al menos en lo que a la novela se refiere. Valoro los buenos libros, que son aquellos en los que fondo y forma se acomodan para conferir al texto un sentido propio y reconocible.

¿En qué época y país te hubiera gustado ser escritor? Nunca había pensado en ello, porque creo que un escritor, al fin y al cabo, es siempre un hijo de su tiempo, así que ni siquiera puedo estar seguro de que en otra época me hubiese dedicado a escribir. Quizá me habría gustado ser Montaigne, pero no porque inventara un género literario, sino porque siempre le he envidiado mucho su torre y su biblioteca.

Si tienes algún proyecto entre manos, ¿podrías hacer un avance de lo que estás escribiendo? Tengo varias ideas y algunas de ellas van avanzando, en ocasiones con lentitud exasperante. Todas tienen que ver, de uno u otro modo, con las preguntas de quiénes somos, de dónde venimos y, en consecuencia, a dónde podemos ir. Nada original, como se ve: de eso ha ido siempre la literatura.

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EL RINOCERONTE Y EL POETA (fragmento de novela)

Llegó a la Rua Garrett y escrutó el interior de A Brasileira. Allá al fondo, casi al final del bar, había una mesa libre y, además, pudo reconocer en el trajín de la cafetería a algunos de los camareros a los que se había acostumbrado a ver en los últimos años, así que entró con sus labios dibujando una sonrisa pantagruélica y se sintió plenamente feliz cuando, tras la barra, uno de los encargados lo saludó por su nombre. Señor Espinosa, cuánto tiempo, cómo está, no lo esperábamos. Buenas noches, Alberto, ya lo ve usted, a veces también los profesores universitarios podemos ser imprevisibles. Usted es bien recibido siempre, al escuchar esto Espinosa pensó que tal vez no se había hecho entender correctamente, ¿va a cenar algo? Sí, respondió sin dejar de caminar, voy a sentarme en una mesa allí. En seguida van a preguntarle qué desea tomar, señor, póngase a su gusto. Espinosa se sentó y resolvió que iba a ser muy arriesgado entregarse a la degustación del bacalao que le estaba demandando la gula que siempre lo invadía en tierras portuguesas, así que optó por reprimirla y, cuando el camarero acudió para tomar nota de su comanda, no pidió más que una ensalada, un bistec y una copa de vino. Qué bien estoy aquí, pensó satisfecho porque, siempre que se encontra109


ba en Lisboa, podía sentirse como el cosmopolita que no era. Espinosa, que se negaba a aceptar la opinión, muy arraigada entre quienes más lo conocían, de que era simplemente un perro verde al que atemorizaban las novedades y cuya irracional querencia por la capital portuguesa era consecuencia de una obsesión pésimamente ventilada —algunas chanzas había llegado a haber con la posibilidad de una necrofilia irresuelta—, estaba convencido de que esa ciudad se parecía mucho a él, poseía un metabolismo idéntico al de su propia persona. Creía, en consecuencia, que no sólo era que él se identificase con Lisboa, sino que Lisboa le correspondía y se identificaba con él, del mismo modo que se había identificado mucho tiempo atrás con el propio Pessoa, que no había necesitado abandonarla para construir una obra monumental y nunca superada y a la que, por supuesto, no había ninguna otra capaz de equiparársele. Se entregó a la degustación del bistec y la ensalada que el camarero dejó sobre su mesa y bebió el vino con la morosidad que entendió que merecía la ocasión, allí, en su Lisboa, por mucho que desconociera la duración de su estancia y la razón exacta que la había provocado. Releeré la carta en la habitación del hotel, se dijo henchido de optimismo al reparar una vez más en que el solo hecho de estar allí ya constituía una razón suficiente para la felicidad, y a ver qué me dice mañana el bueno de Gonçalves. Con el último trago llegó también Alberto, que había abandonado su posición tras la barra para acercarse hasta su mesa. Señor Espinosa, ha quedado libre su mesa preferida y he pensado que, ya que hace tan buen tiempo, tal vez le gustaría salir a tomar fuera el café. Qué buena idea, Alberto, usted sí que sabe las cosas que me gustan, sáqueme también una copa de oporto, la ocasión lo merece. ¿Lo merecía? Espinosa pensó que sí, que se merecía muchas cosas que nunca se había atrevido a disfrutar y que Lisboa bien valía dejar de lado las muchedumbres, los agobios 110


del calor y las molestias de viajar en temporada alta. Ocupó la mesa en la que un camarero negro, seguramente, uno de tantos jóvenes que habían llegado a Portugal emigrados desde las antiguas colonias y que Espinosa llevaba años viendo deambular por las calles de la ciudad en sus visitas, había dejado un pequeño e improvisado cartel donde indicaba que aquel sitio le pertenecía y que nadie debía osar ocuparlo, sin duda para evitar que lo invadiesen algunas de las personas que, justo al lado, guardaban disciplinado turno para sacarse una fotografía junto a la escultura del divino poeta. Qué gusto está cogiendo la gente por las colas, bromeó Espinosa con el camarero negro mientras tomaba asiento en la mesa. No se lo imagina usted, señor, respondió el chico, al menos remite por las noches y ahora, aunque no lo crea, sólo hay unos pocos; ni se imagina el lío que se armó aquí esta misma tarde. Espinosa pensó que en aquel preciso instante era el hombre más afortunado de la tierra. Estaba en su ciudad preferida, pronto le traerían un café con leche y una copa de oporto y a su lado, casi codo con codo, se sentaba el mismísimo Fernando Pessoa, que le sonreía y se dirigía a él en la lengua que tanto amaban ambos. Qué loca está la gente, ¿no cree, amigo Espinosa? Sin la menor duda, don Fernando. Piénselo bien, ¿cuántos de todos los que están aquí habrán leído mis poemas? ¿Cuántos mis textos en prosa? ¿Habrá alguno al que le suenen siquiera los nombres de Ricardo Reis, de Bernardo Soares, de Álvaro de Campos? No creo, maestro, no son estos buenos tiempos para la poesía. Nunca lo han sido, amigo Espinosa, ni para la poesía ni para el arte en general. El arte, la poesía, sólo tiene sentido resistiendo, en su oposición a las fuerzas naturales, a las condiciones objetivas, radica justamente el éxito de su grandeza. ¿Las condiciones objetivas? Amigo Fernando, habla usted como un marxista —Espinosa festejó con una sonrisa su propia ocurrencia—. Nada más lejos de mi intención, queri111


do Espinosa, disculpe la expresión; mire a esta gente que está aquí delante, aguardando su turno para hacerse una fotografía conmigo, estos hombres y estas mujeres, estas chicas y estos chicos que se me acercan, se ponen aquí a mi lado, sentados o en cuclillas, esperan a que el fotógrafo dispare y luego regresan a sus asuntos, satisfechos de haberse inmortalizado con lo que entienden que es uno de los hitos inexcusables de la ciudad, de la nación; es evidente que ninguno de ellos, o vamos a ser optimistas y decir que sólo unos pocos, saben verdaderamente quién soy, y puede que ni una sola de las personas que han estado desfilando por aquí a lo largo del día sean capaces de repetir de memoria ni uno solo de mis versos, ni siquiera los más fáciles, los primeros que escribí, aquella famosa cuarteta con la que le comuniqué a mi madre que me trasladaría con ella a Sudáfrica. ¿No cree que tengo razón? Lo creo, lo creo, respondió Espinosa tras apurar de un sorbo el café, templado por el tiempo de reposo y las temperaturas, aún calurosas, pero ya algo frescas, de la calle. Ahora bien, continuó Pessoa, ¿estoy yo realmente en condiciones de pedirle a esta gente que me lea? ¿Estoy yo en posición de exigirle que conozca mis poemas cuando esta gente está viviendo en un periodo tan hostil, tan inclemente, tan impío, tan propenso al desacato y la traición en detrimento de las artes? ¿Qué piensa usted, Espinosa querido? Los tiempos nunca han sido fáciles, don Fernando, respondió Espinosa tratando de sobreponerse al tímido pesimismo en el que amenazaban con sumergirlo las palabras de su inconmensurable contertulio, no lo fueron para usted ni lo fueron para ninguno de los grandes genios de la literatura universal, la Historia es siempre convulsa y siempre ocurre, no podemos librarnos de ella. Y sin embargo escribimos, le interrumpió Pessoa, escribimos como si no hubiera nada más importante que rellenar nuestros papeles, como si en ese empeño en el que dejamos la vida radicara el secreto de 112


la salvación del mundo, pero en el fondo sabemos que no es así, que nunca es así, que sólo escribimos para sobreponernos a la muerte, para hacernos a la ilusión de que seremos capaces de crear algo que nos sobreviva, para investirnos de una condición divina que nunca poseeremos, pero de la que nos gusta sentirnos acreedores, y en esa tesitura el mundo no nos importa nada, ahí se pudra, lo que queremos es que nuestros vecinos, nuestros conciudadanos, nuestros compatriotas, sepan quiénes somos y nos ensalcen porque nosotros mismos nos instalamos en la ficción de que estamos haciendo algo útil por la patria cuando, en realidad, no hacemos otra cosa que satisfacer nuestra propia e intransferible vanidad, ¿me entiende? Sí, claro que sí, respondió Espinosa, y aguardó a que Pessoa dijese algo más, pero sus labios volvieron a sellarse en el instante en que una joven con aspecto nórdico se acercó hasta él y se sentó sobre sus piernas, interponiéndose así entre el profesor y su poeta predilecto. Espinosa se fijó en los muslos de la chica, sonrosados y carnosos bajo unas bermudas que dejaban al descubierto casi toda la pierna, y, al relacionarlo con la reacción que había tenido ante la dependienta de la papelería de la Rua Áurea, se alarmó sinceramente por el arrebato de lujuria, que no supo si achacar a la edad o a un posible efecto benéfico que la mismísima ciudad de Lisboa desarrollaría sobre su libido. El rinoceronte ha vuelto a la ciudad, se dijo entonces en voz baja y un poco a lo loco, sin entender muy bien por qué su mente se empecinaba en retomar la historia de aquella pobre bestia. Había hecho Pessoa referencia a su infancia sudafricana. ¿No fue él también, en el fondo, otro rinoceronte de la India, una criatura fortalecida por sus vivencias que derrochó en Lisboa todo su potencial y luego se murió discretamente, dejando su rastro para toda la posteridad? ¿No había desembarcado él también en Portugal con toda una corte de criaturas fabulosas que marcarían las coordenadas de 113


una determinada fenomenología cultural? Espinosa apuró de un trago la copita de oporto que le habían dejado con el café y pensó que no era descabellado aseverar que, de todas las creaciones de Fernando Pessoa, la más original fueron sus heterónimos, personajes condenados a subsistir en una nebulosa imprecisa de la que sólo emergen cuando la voz de su creador lo dispone. El 13 de enero de 1935, había escrito una carta a Adolfo Casais Monteiro en la que le desvelaba que su primer heterónimo fue Chevalier de Pas, un poeta de obra desconocida que nació al calor de la mudanza de la familia al número 104 de la calle lisboeta de São Marçal tras el fallecimiento del patriarca. Unos años después, recordó Espinosa, engendró a Alexander Search, con el que se escribiría durante su estancia en la Durban High School, y más tarde surgirían Charles Robert Anon y H. M. F. Lecher. Caldo de cultivo. Antecedentes necesarios para lo que tenía que venir después: hasta setenta y dos nombres diferentes con los que ofrecer cobijo y coartada a una obra, firmas que en unos casos sólo obtuvieron un fulgor testimonial y en otros llegaron a constituir un microcosmos que se justificaba a sí mismo, hasta el punto de que, en ocasiones, el lector no puede más que albergar una razonable duda acerca de si esas criaturas salidas de la imaginación de Pessoa no llegaron a ser más reales que el propio Pessoa. Cómo negar, se dijo Espinosa, la corporeidad de Alberto Caeiro, el campesino sin apenas estudios a quien su propio padre reconoció como maestro y que predicó una filosofía cuyos fundamentos radicaban precisamente en la ausencia de un sistema filosófico. Cómo tildar de inexistente a alguien que se obstinó en aseverar que la existencia tiene valor por sí misma y que no son necesarios subterfugios que la rodeen de explicaciones imprecisas e innecesarias, porque las cosas y los seres son únicamente por eso, porque son. De qué manera se puede obviar una biografía como la de Álvaro de Campos, el ingeniero que 114


evolucionó del decadentismo al futurismo, y de ahí hacia el nihilismo, y dotó a la lengua portuguesa del que Espinosa consideraba su mayor poema, uno de esos textos llamados a alzarse por encima de épocas y conciencias, a sobreponerse a sus propios estigmas y limitaciones. Cómo despojar de su idiosincrasia a un Bernardo Soares a quien debemos un libro pleno de desasosiegos y rebosante de literatura, con qué autoridad moral podemos supeditar su talento al de quien prefirió sacrificar su propia firma para respetar la de aquél a quien él mismo quiso otorgar los galones que acreditaran su obra. De todos ellos, Espinosa sentía especial predilección por Ricardo Reis, no porque su obra le pareciese la más estimable, sino por la extraña suerte que había corrido cuando su vida quedó inconclusa al no dejar su creador testimonio ni del lugar ni del año de su fallecimiento. Pobre Reis, pensó Espinosa con una lástima sincera, abocado a un eterno vagar por los limbos de la literatura debido al deceso temprano de quien le había dado vida, tal vez superviviente aún por los parajes brasileños, a la espera de que alguien ponga el punto y final a una biografía huérfana del paréntesis de cierre, del topónimo y el año que concluirán irremediablemente su sentido. Y sin embargo, pese a esta incongruencia ligera y fácilmente disculpable, cómo dilucidar quién era, entre los heterónimos, el más auténtico, cuál de todos ellos guarda más similitudes con su creador, si ni siquiera éste vivió lo suficiente para ordenarlos o dejar pistas fiables acerca de sus propósitos. Y, al mismo tiempo, cómo evitar preguntarse si no eran los heterónimos los personajes reales y el propio Pessoa el ser imaginario. Espinosa negó con la cabeza y sonrió divertido con su requiebro, en cierto modo una variación de un viejo texto que había escrito años atrás y que venía a concluir que, en el apabullante legado del poeta y sus heterónimos, resultaba completamente imposible explicar al uno sin los otros, desgajar las abundantes partes de un todo 115


que, pese a su aparente sencillez, resulta casi inaprehensible. Lo sabía muy bien él, que había dedicado y continuaba dedicando su vida a estudiar la obra ingente de un poeta que supo pasar por el mundo como un don nadie antes de que la posteridad descubriera lo que habían dado de sí sus días. Extraño sino, sí, el de los heterónimos de Pessoa, condenados siempre a ser o no ser en virtud de la voluntad o las veleidades de su artífice. Qué extrañeza la de aquéllos que inopinadamente se veían en el trance de enfrentarse a su presencia cuando ni siquiera debieron de haberla sospechado. Conocido era el episodio, y a Espinosa siempre le agradaba mucho recordarlo, de cómo Pessoa había llegado un día con varias horas de retraso a una cita que tenía apalabrada con José Régio y el modo en que se excusó ante su contrariado contertulio argumentando que quien allí se encontraba no era Fernando Pessoa, el corresponsal de comercio, sino Álvaro de Campos, y los circunloquios que empleó para hacer ver que éste había acudido con el fin de solicitar que se disculpara al primero por el plantón, motivado por una indisposición involuntaria y que, en cualquier caso, no parecía revestir una gravedad extrema. Conocido fue, también, el caso de Ophélia Queiroz, la joven de 19 años con la que Pessoa vivió un peculiar noviazgo en 1919. Estuvieron juntos a lo largo de un año, y mantenían una relación epistolar que se fue deteriorando paulatinamente y que dejó de ofrecer garantías en cuanto el poeta, en una de sus últimas cartas, escribió: Toda mi vida gira en torno a mi obra literaria, buena o mala, lo que sea, lo que pueda ser. Todos los que lidian conmigo tienen que convencerse de que soy así, de que exigirme sentimientos —que considero muy dignos, dicho sea de paso— de un hombre común y corriente es como exigirme que sea rubio y con los ojos azules. 116


Posiblemente fuera Pessoa una persona encomendada a la tarea de construir su propio mito, de erigirse él mismo en símbolo a través de unas identidades más robustas y consolidadas que la suya propia, tan vulgar y enclenque a ojos de sus contemporáneos. Posiblemente pensara que todos sus allegados tenían la obligación íntima de asumir esa eventualidad y convivir con ella y tener en cuenta siempre sus necesidades como un requisito irrenunciable. Pero ésa no era más que otra de las ensoñaciones a las que se entregó alguien que, si a algo propendía, era a extraviarse en la maraña que constantemente trazaban a medias su conciencia y su imaginación. «I know not what tomorrow will bring», decía su último verso, aquél que hallaron después de que exhalara su último suspiro en el hospital de São Luís dos Franceses, donde antes de fallecer pidió sus lentes y clamó por sus heterónimos. Puede que ese mañana, lleno de incertidumbres, meditó Espinosa, no se refiriese tanto a él como a sus criaturas, obligadas a padecer por el resto de los tiempos una orfandad que no habían previsto y ante la que estaban imposibilitadas para responder. Porque ni siquiera ellas murieron con Pessoa, sino que emprendieron realmente sus propias vidas una vez que éste hubo expirado, convertidas en símbolo de su creador y erigido éste, a su vez, en emblema de todo aquello que las había engendrado. Una suerte de transfiguración abstracta que hacía inviable al uno sin las otras, y viceversa, y convertía lo que en principio fueron los vulgares paseos por Lisboa de un asalariado gris y aficionado al aguardiente en una sucesión de claves ocultas que guardarían el enigma de una excepcionalidad que sólo la posteridad dejó al descubierto.

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Aroa Moreno Madrid, 1981

Estudió Periodismo en la Universidad Complutense, especialista en Información Internacional y Países del Sur. Es autora de La hija del comunista (Caballo de Troya, 2017), por la que obtuvo el Premio El Ojo Crítico de Narrativa a la mejor novela editada en 2017. Ha publicado los libros de poemas Veinte años sin lápices nuevos (Alumbre, 2009) y Jet lag (Baile del Sol, 2016). Es autora de las biografías de Frida Kahlo, Viva la vida, y de Federico García Lorca, La valiente alegría (ambas en Difusión, 2011). Publica una columna semanal en el periódico digital infoLibre.

¿Cuándo y por qué empezaste a escribir? Empecé a escribir casi cuando aprendí a sujetar el lápiz contra el papel. Tengo miles de cuadernos en cajas. No sé explicar por qué comenzó todo. Fue algo intuitivo, una especie de rebeldía infantil, de jugar con las palabras, de fabular imposibles, de crear otros espacios alternativos a mi realidad donde podía pasar lo que yo quisiera.

¿Cuáles son tus preocupaciones temáticas? Como lectora, me gustan los libros que narran márgenes, que alumbran lugares que estaban a oscuras. El tema no me pesa tanto como la honestidad del narrador, eso sería lo que me atrapa. Aunque a veces sean libros imperfectos. Como autora, por ahora estoy trabajando sobre temas como la identidad o el desarraigo o las pequeñas historias que la Historia con mayúsculas arrincona.

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¿Cuáles son los autores o autoras de cabecera: quiénes te influyeron más en tus comienzos? Esta lista puede ser eterna. Me han acompañado muchos autores a lo largo de mi vida que han ido cambiando, las referencias mutan. Mis comienzos como escritora, cuando de verdad empecé a fijarme en lo que hacían otros de forma consciente, estuvieron muy bien acompañados por autores y autoras latinoamericanos. Todavía hoy, disfruto mucho con lo que autores de mi generación están escribiendo al otro lado del océano.

Como autora de narrativa, ¿qué innovaciones encuentras en los libros editados en los últimos años: qué tendencias te interesan más? Me interesan los libros que construyen mediante el lenguaje nuevas formas de narrarnos. Que tienen vocación de pregunta. Y, por otra parte, aunque no sé si podría practicarlo, es interesante cómo está fijándose la línea de la ficción autobiográfica. Cómo la vida se va prestando para ser material narrativo. Yo no soy capaz de escribir sobre el yo en narrativa, en seguida se me va de las manos y sufro mucho con el libre vuelo que cogen las palabras.

¿En qué época y país te hubiera gustado ser escritora? Me gusta ser escritora aquí y ahora: unas décadas antes y no me habrían dejado, habría estado replegada por mujer al escenario privado.

Si tienes algún proyecto entre manos, ¿podrías hacer un avance de lo que estás escribiendo? Estoy trabajando en una nueva novela. Apenas empiezo a apartar la maleza para ver el camino claro. Tendrá cosas en común con la anterior, pero también será narrada de forma diferente. Nuevo reto a sujetar. También me queda trabajo de documentación por delante.

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LA HIJA DEL COMUNISTA (fragmento de novela)

Katia Ziegler destapa la estilográfica con la que ha firmado todos los documentos importantes de su vida. Es la misma que llevó a su boda, en los años setenta. Todas aquellas caras desconocidas en la bancada de la iglesia. Recuerda que él le sonriera todo el tiempo, pero no sus facciones al hacerlo. Como si su cara hubiera sido borrada del pasado antiguo y todo lo que quedara de aquel hombre fuera eso. Una sola imagen de entonces, aquella fotografía: la espalda de él contra el coche color plata, las manos en los bolsillos, el mechón rubio sobre el ojo izquierdo. Es octubre. La lluvia cae fuera como una catarata desinflada. Aplaude lenta contra los tejados. Es la misma lluvia que les dejaba sin luz. Por eso su padre guardó cerillas y velas en los cajones. Sin embargo él se hizo con una linterna, es una réplica de la que lleva la policía, dijo. Como las niñas jugaban con ella por las noches, nunca estaba a mano cuando se quedaba oscuro. El agua despegaba el olor del jardín.Después, por la ventana, el horizonte era corto. Enseguida, un vecino, un patio ordenado, un operario. Al principio, ella tomaba, cada mes, una fotografía de los árboles. Los veía cambiar de color mientras hacía café. De la lluvia recuerda también el hocico 121


frío de aquel caballo pardo contra el suelo, calado hasta los huesos. El agua hacía círculos que se tocaban y desaparecían. Un mes de octubre, como este, pinchó cien bulbos por todo el terreno. La hierba levantó la arcilla roja del pavimento. Todo está ahora atrás y está dormido. Hasta que, cuando empiece a apretar el calor, vuelva a estallar el amarillo. Es octubre. Es el mes de la revolución. Después de las lluvias, llegaba el invierno. La nieve no hace ruido al caer. EL ESTE 1 A todos les gusta bailar el lipsi Berlín, 1956 La tarde en que papá no regresó a tiempo de encender la estufa fue el día más frío de todo el invierno. Fue mamá quien bajó al sótano y subió con el saco lleno de carbón y ramas. Los leños estaban húmedos. Otra vez picón, este hombre no se entera de nada, decía con el saco en brazos. A Martina y a mí nos gustaba hurgar entre el carbón, sobre todo en ese que era más blando. A veces, cuando mamá no miraba, frotábamos una pieza contra otra hasta que nuestros dedos quedaban sucios y los pedazos de carbón brillantes como azabaches. Papá llegó cuando hacía horas que ya era de noche. Qué pasa por aquí, dijo. Tú sabrás, le respondió mamá. La pequeña sala que funcionaba como salón, cocina y nuestro dormitorio se había llenado de humo. Papá me agarró las manos y vio los dedos pequeños tiznados de carbón. Restregó sus yemas rugosas contra las mías y apretó con fuerza. Con mamá siempre hablábamos en español y con papá en alemán. No nos preguntábamos por qué. Papá había apren122


dido alemán en la fábrica, en Dresde, pero nunca consiguió hablarlo del todo bien. Así que se sentaba para hacer las tareas con Martina y conmigo y fue aprendiendo, poco a poco, a declinar correctamente, a poner el verbo al final, desesperado: cómo voy a saber lo que me quieren decir si no sé el verbo, si no sé lo que pasa hasta que terminan de hablar. Su cabeza se fue haciendo con el idioma y, aunque siempre fue capaz de hacerse entender, yo nunca conseguí comprender bien todo lo que decía. Era el alemán de papá. Esta lengua, con tanta letra seguida, no es humana, se quejaba. Mamá se había negado a aprender y, aunque papá le llenó la casa de pequeños papelitos con los nombres de las cosas: Fenster, Topf, Bett, Ofen, nunca consiguió articular una frase. Se comunicaba con señas y palabras sueltas. Kartoffeln, un kilo, y sacaba su dedo del guante y se lo zarandeaba al tendero entre los ojos mientras Martina y yo nos tirábamos por el suelo de la risa. Ten hijas para que se burlen de ti, decía. La sopa hervía sobre el fuego. El rumor de la radio removía el aire de la habitación. Papá salió del cuarto donde había estado hablando con mamá durante un buen rato. Ella se metió en el baño y, cuando volvió, supe que había estado llorando. Es el vapor, dijo. Y removió el caldero dejando que el tufo agrio de la col se mezclara con el humo de la habitación. No quiero col, sabe a baba. Pues es lo que hay. Pues ayer cenamos lo mismo. Martina, le dijo mamá muy seria, a mí me gustaría asarte una pata de cordero, pero aquí no hay corderos porque hace mucho frío. Papá, ¿a que los corderos no tienen frío porque llevan lana? Por dios, Manuel, quita eso. La radio emitía su pase nocturno del lipsi, aquel baile asexuado con el que el Gobierno pretendía combatir el rock 123


and roll. Heute tanzen alle jungen Leute im Lipsi-Schritt, nur noch im Lipsi-Schritt. Alle hat der Takt sofort gefallen. Sie tanzen mit im Lipsi-Schritt. Papá subió el volumen y comenzó a tambalear su cuerpo por el salón, movía los hombros con los brazos en las caderas y daba pequeños pasitos, a la derecha y a la izquierda, adelante y atrás, con los ojos medio cerrados y sonriendo. Se puso detrás de nuestra madre y le desanudó el delantal. Mamá giró, no estoy de humor, pero no pudo zafarse de sus brazos. Vamos, mujer. Imagina que es una copla. Bailaron hasta que terminó la canción, mientras Martina y yo, cada una con la pluma detenida sobre la hoja de papel, les mirábamos atónitas, con algo en nuestros cuerpos que empezaba a parecerse al calor y una mancha de tinta azul extendiéndose entre las líneas. Ya está, dijo mamá, basta de circo, vamos a cenar. Papá metió los dedos en el agua y sacó una lámina casi transparente de col, ¿sabéis qué es esto?, una loncha de jamón serrano. Qué rico, Katia. ¿Quieres? Sí. ¿Quieres, Martina? No. ¿Qué es el jamón serrano? Papá la ignoró. ¿Seguro? Bueno. Aquella casa amarilla: una vez rasqué el papel de la pared debajo de la cama y encontré hasta ocho capas diferentes. Como si cada habitante que hubiera vivido en aquel cuarto piso abuhardillado hubiera querido dejar su huella, su vida retenida, y el siguiente hubiese querido taparla papel sobre papel. Para llegar a nuestra escalera, había que cruzar el patio. Era un pequeño bosque anárquico. Podrían pintar las paredes, parece que aún estamos en una guerra, decía mamá. El edificio por fuera era gris. Todos los edificios eran grises entonces, desconchones, esqueletos que aguantasen un vestido sucio. Pero yo no recordaba otra casa más que aquella donde siempre hacía frío. Papá fue quien se encargó de presentarnos a todos los vecinos y, cuando subíamos por la escalera, desde cada rellano, podíamos ver qué hacían los habitantes de las casas de enfrente, jugábamos a velar 124


su rutina: Frau Zengerle, siempre vigilando frente al caldero del agua; Ekaterina leyendo junto a la ventana. Enseguida supimos que Herr Schmidt había muerto el día que no estaba de pie tras el cristal por la mañana, con aquellas gafas pequeñas resbalando hasta la nariz y saludando: algo ha pasado, dijo papá. Luego nos contaron que mientras nosotros mirábamos su ventana desde el otro lado de los castaños, Herr Schmidt, que nunca quiso volver a salir a la calle después de la segunda guerra y vivía de la solidaridad de las vecinas que le subían alimento, yacía en el suelo dormido para siempre. Al principio, nos despertábamos con el olor dulzón del horno de la panadería del bajo, cuya salida de humos vertebraba la esquina del edificio y terminaba junto a nuestra ventana. En 1962, cerraron el horno y casi todos los negocios de nuestra calle. Teníamos pocas cosas: en el salón, una mesa de madera oscura y cuatro sillas, la estantería coja que no se podía tocar porque sobre ella reposaban los cuatro platos y vasos, los libros de papá, una cama estrecha y un sofá. En el baño, un cepillo de pelo que arrastraba el olor del último agua de colonia, una pastilla de jabón adelgazada de manos y los artilugios de afeitar de papá. Cuando era pequeña, por las mañanas, me sentaba en la taza con los pies colgando y le veía embadurnarse la cara con la brocha. Entonces, se daba la vuelta y me decía: quién soy. Un gnomo gordo, y se agachaba y frotaba su nariz con la mía untándome de blanco. El olor de la humedad: mamá limpió los azulejos verdes con ácido cuando llegamos y les arrancó el brillo. Ahora es todavía más feo. Pero está limpio, le dijo papá. Luego estaba la habitación de nuestros padres: la cama, bajo la que teníamos prohibido asomarnos, dos cajas, una encima de la otra que hacían de mesilla sobre las que mamá puso un trapito de tela bordado y el armario de la ropa. Había dos cosas que cuidábamos como si estuvieran vivas: la radio y la estufa. De su buen alimento dependían nuestros inviernos. 125


Desde la única ventana al exterior de la casa se veía un cuadrado deshabitado, esto es la guerra, todo lo arrasa, decía papá, quien, frecuentemente, se quedaba de pie frente al cristal, callado. Como si quisiera ver más allá de la nieve, del único árbol en resistencia y de la noche. La guerra era un fantasma, un borrón blanco que, para mí, había sucedido hacía mucho tiempo y, aunque por todas partes se respirara el aire de su detonación y todos los niños jugaran a las trincheras, no conseguía imaginarla. Ojalá nunca conozcáis la guerra, decía mamá. Mis hijas no, y siempre mi padre le mandaba callar y cambiaba de tema. Cenamos la sopa a pequeños sorbos, poniendo a veces las manos juntas y tiesas sobre el plato. Papá soplaba la cuchara, silbando. Nuestra madre hirvió hojas de tila. Al colar la infusión, se quemó la muñeca derecha. Papá corrió al baño y le untó pasta de dientes sobre la piel. Y le dio un beso largo en la mano, mirándola, mientras mi madre levantaba la cabeza hacia el techo lleno de manchas de nuestra casa. Esa noche, la más fría de 1956, fue la primera vez que escuché el ruido que hacen dos cuerpos cuando se aprietan sobre una cama. En la oscuridad de la casa, las flores rojas del primero de mayo aún seguían secas en el vaso de cristal. 3 Sangre de sardina Berlín, 1961 La última vez que crucé la ciudad, quiero decir, sus dos mitades, mamá me había enviado a buscar algunas cosas para comer. Vete ya, o se te va a hacer de noche. Escribió una dirección en un papel. Y un apellido español. Ve, y le dices que te dé lo nuestro. Y no lo abras, lo metes con el pescado, entre 126


el papel. Pero no lo abras. Katia, acuérdate de todo lo que te he dicho. Una vez cada varios meses, comíamos pescado, pero había que ir hasta el Oeste. Al salir de casa, hice la cola en una verdulería de la Bersarinstraße para recoger la asignación de huevos de aquella semana. Habría sido mejor buscarlos a la vuelta, pero con suerte, en ese momento, solamente me tocaría esperar cerca de media hora. No tenía ganas de hablar con nadie, el paseo por delante era largo. ¿Por qué yo, mamá? ¿Y a quién se lo digo? ¿A tu hermana? ¿Voy yo? ¿Y quién va a trabajar por mí? ¿Tú? ¿Y quién...? Extendí la cartilla al tendero para que contase a los miembros de la familia: bajo la fotografía —dos niñas de largas trenzas vestidas igual y una pareja aún joven; él sonríe, ella no—, un sello en rojo que despejaba la duda: apátridas. Me dieron cuatro huevos de gallina pequeños y fríos. Despegué varias plumas pegadas y restos de basura con los guantes puestos. Miré la cáscara ya limpia de uno de los huevos durante un rato, sería tan fácil reventarlo, la clara se alargaría desde mi mano, transparente y viscosa, hasta el suelo. Me quedé quieta, haciendo una fuerza muy medida sobre el huevo hasta que una señora tiró de mi codo para que le tocara su vez. Me quité el pañuelo que llevaba en el pelo y formé un nido de tela para que no se rompieran dentro de la bolsa. Crucé el esqueleto de la Bersarinplatz, el cruce de calles ya despejadas, pero aún con sus montañas de ruina. Una vez a la semana, los bachilleres hacíamos trabajos de desescombro, los estudiantes y las Trümmerfrauen, viudas de guerra que limpiaron la Alemania destruida para conseguir ladrillos con los que levantar un país nuevo. Aunque las calles ya estaban limpias, todavía la piedra dormía acumulada, restos de una ciudad que mi familia no conoció. El trabajo consistía en despejar los ladrillos del cemento. Con un pequeño pico, limpiábamos para el Gobierno los restos de la Alemania nazi. 127


Caminé durante más de media hora hasta el Spree. Repasé de memoria la lección de geografía. Crucé el río sobre Oberbaumbrücke y sus aguas negras quedaron atrás. Yo había hecho varias veces este camino con mamá. Nos alejábamos de la frontera a paso rápido, perseguidas por nadie, pero ella tirando de mi mano, su mano en mi mano apretando, como si fuese a caerme todo el tiempo, voy a visitar a unos familiares, le decía al soldado. Repetí el camino y entré en el mercado de Kreuzberg. No te pares, me decía mamá, no te pares a mirar en los puestos, pero aquel día me quedé muy quieta frente a la tienda de frutas: de pronto, sentí que conocía el sabor de las naranjas, líquido y dulce, sobre la lengua. Busqué la pescadería y pedí cuatro sardinas. El pescadero cogió unos pliegos de un periódico occidental y puso los cuatro peces sobre su mano. ¿Le importa en ese no...?, le dije. Ah, sí. El hombre me miró por encima de los pescados y entendió que regresar a nuestro Berlín con un periódico occidental solo me causaría problemas. Cogió papel de estraza y los envolvió. Ahí no van a aguantar, pensé. Llevaba en el bolsillo el papel donde mamá había anotado la dirección. En cursiva, con sus letras inclinadas y separadas una de la otra, mamá había escrito «Requena». Crucé un par de calles y encontré el edificio. Una puerta grande de madera y cristal dejaba ver el suelo a cuadros negros y blancos del portal. Llamé al timbre y me abrieron la puerta sin responder. Subí más de cien peldaños con las sardinas colgando de mi brazo en la bolsa. La puerta de la casa estaba abierta. ¿Hola? Por aquí, ¿eres la hija de Isabel? Sí, Katia. Bien, Katia, aquí está lo tuyo. Ten cuidado al cruzar. Requena, o como se llamara aquel hombre –ojos pequeños, brillantina en el pelo–, me entregó un sobre. Llevaba una dirección que no conocía, de Berlín oeste, y no había nada escrito en la parte de atrás. Sin remite. ¿Ya? ¿Quieres algo más? 128


No, señor. Salí y comencé a caminar de regreso a casa. En la Köpernicker Straße, un gran grupo de gente gritaba a unos soldados que extendían una alambrada sobre el asfalto. Me quedé quieta junto a ellos, pero apenas podía ver nada. ¿De dónde viene ese olor?, dijo un hombre volviéndose hacia mí. Noté cómo los pescados empezaban a empapar el papel dentro de la bolsa y, al fondo, ya se acumulaba el líquido. Eché a correr. Al llegar al puesto de policía, un hombre de nuestra parte me detuvo: qué traes ahí. Nada. Está goteando sangre, sácalo. Entre mis pies y los del hombre, cuatro gotas rojas. El guardia cogió la bolsa y abrió el papel. Los cuatro cadáveres, con sus ojos desorbitados al sol sobre el Spree. ¿Qué es esto? Pescado, le respondí. Pero, sobre todo, pensé, por favor, quédatelo, pero no saques el sobre. El policía volvió a meter la mano en la bolsa y tiró del pañuelo. Deshizo el nido y los cuatro huevos cayeron al suelo. No vuelvas a cruzar para esto. Gracias, señor, sí. Corrí tanto como pude hasta bien avanzada Warschauer Straße. Entonces, me senté en su mediana entre los árboles y comprobé que la carta seguía escondida en los papeles que envolvían las sardinas. Estaba manchada de sangre, papel blando. Limpié el sobre contra los calcetines y soplé, sécate, vamos. Hasta que no llegué a casa, tres horas después de salir, no fui consciente de que no llevaba los huevos. Mamá me abrió la puerta, me dio un beso y extendió su mano. Tampoco se acordó. Es una carta de tu tía, llevo esperándola más de un mes. Mamá, quién es Requena. Recibe nuestras cartas en el Oeste, si no, viniendo de España, nunca llegarían. ¿Porque es un país fascista? Ay, hija, no hables así. Y, de esto, nada a nadie. 129


Papá y Martina llegaron poco tiempo después. Mamá le dio un beso a papá en la boca. Sonreía, al fin. ¿Hay noticias?, le preguntó él. Ven, le respondió. Y se encerraron en su habitación. Cuando salieron, papá encendió un cigarro. Recuerdo su imagen recortada sobre el cristal, mientras mamá preparaba las sardinas. Como si lo hubiera hecho muchas veces antes, apretaba sobre la cabeza de los peces y tiraba hacia la cola, arrastrando todas las vísceras. Poco después, las escamas brillantes chascaban sobre la lumbre, llenándolo todo de un olor pegajoso. Nadie abrió las ventanas. Unos días más tarde de que mamá recibiera la noticia del nacimiento de su primer sobrino, a pocas calles de nuestra casa, levantaron el muro, «para evitar que se desangre nuestro país», decía la radio. Y la pescadería, y el rojo aún palpitante de las agallas derramado sobre el hielo y el mercado y las frutas apiladas y aquella persona que recibía las cartas de nuestra familia quedarían en lo que ya siempre llamaríamos «el otro lado». No fue hasta pasados muchos años que supe de la maquinaria humana que se ponía en marcha para que aquellas cartas llegaran hasta nuestra casa. Con los ladrillos que los bachilleres y las mujeres salvábamos, construyeron la Stalinallee, con su estatua erguida de la noche a la mañana y todo lo demás. 7 El principio de lo otro Berlín, 1970 El nombre que entonces tuve. La mujer que entonces fui. Apenas una extensión de piel y veinte años de contenido. La memoria es la facultad que permite retener y recordar hechos pasados: codificar, almacenar y recuperar. Se mueve en la in130


consciencia, como una marea, dejando a la luz de la noche el fondo de arena de debajo del agua. El fondo del mar es como un cuerpo que se desarropa mientras duerme. Leí que existen dos tipos de memoria, la de las grandes cosas y la que recoge los detalles de lo que vivimos. Hay una electricidad entre emoción y memoria: cerebro, neuronas, flash. Una complejidad natural: a mayor emoción, más facilidad de que un suceso pueda ser recordado. La emoción es el filtro y es la marea. Es la revolución. La nitidez de la memoria está atada a la impresión que algo nos produce. A la vez, una catarata química se desencadena, un movimiento imparable y adictivo. Es el fin del juicio crítico. La dilatación de las pupilas, es el pequeño animal que se esconde contra el Estado. Es de entonces, de aquellos días en que nos conocimos, de los que yo perdí los recuerdos grandes. No hubo cálculo de las consecuencias posibles. Culpa o supervivencia. Nunca lo supe. Qué hacía papá entonces, cuánto había crecido Martina, cómo era la vida de mamá mientras yo paseaba por el Berlín furtivo. Cuando regresaba a casa y actuaba normal, pero diferente, con un secreto inmenso dentro que nadie conocía. Y no hablaba. Solo tumbarme en la cama y grabar, grabar dentro lo que había pasado. Afuera, las calles, las tiendas, el muro, la universidad; dentro: el olor de la cena, las canas en la cabeza de papá y de mamá, la visita de algún amigo. Nada acerca de la infelicidad o el ansia de cada uno. Nada acerca del partido y de sus vigilados, de las normas, de los desaparecidos, la carta desde España llegando al buzón con cuatro frases hechas, el sobre despegado, ¿lloró mamá? Como si la cabeza anduviese entorpecida por algo, densa y lenta. Solo guardo la segunda memoria, la de todos los hechos: la puesta de sol contra el Bösebrücke cortando todo en dos o el ruido del silencio entre canción y canción de aquel casete de Elvis que él me regaló; todo desde aquella mañana, la mañana en que salí del Sybi131


lle, y él salió detrás de mí. Era noviembre y, al principio, un terror, un desconocimiento. Caminé unos pasos. Me paré y él se paró. Crucé la calle y me adentré en Friedrichshain. Y él detrás. Entré en una librería: hojeé un libro de gramática, lo dejé, abrí un libro del chileno comunista Neruda. Al azar leí algo: no he olvidado aquellos versos, los leí en silencio cien veces seguidas antes de cerrar el libro y levantar la vista. Otras veces calcáreas cordilleras interrumpieron mi camino. Con las páginas aún entre los dedos, le miré. Estaba frente a mí, al otro lado de la mesa llena de libros. Por primera vez, me fijé en su cara. Cerré los ojos. Quién era. ¿Nos conocíamos? ¿Era de la universidad? La mirada pequeña y clara. El pelo lacio, muy alto, un hombre pájaro. Llevaba una cazadora abierta, dos líneas marrones en pico desde los hombros hacia el pecho. Esa es la imagen. Levantó las cejas y sonrió. ¿Qué? Entonces, lo pensé: no era del Este. No era del Este y era del otro lado. Un turista, un estudiante, por qué me había seguido, siempre unos pasos por detrás, cruzando la calle al mismo ritmo que yo, pero después y sin disimular la persecución. Y entonces, estábamos parados el uno frente al otro, fue el momento, o qué fue más que una inconsciencia. ¿Qué quieres? Nada, respondió, conocerte. ¿A mí? ¿Conocerme a mí? ¿Por qué? Me has parecido interesante, me dijo. Interesante ¿yo? Los libros fueron testigos, aquellas palabras, primera conversación. La imagen de papá sobre mis hombros, cállate, Katia, no hables con él, es de los otros, no es de tu gente, qué crees que está buscando, ¿una mujer?, eres idiota, niña. Pero había otra cosa, algo carente de inteligencia, por supuesto, un huracán, un riesgo, algo extraño que me decía que tenía que responderle. Una sucesión de reacciones imprevistas. Le sonreí, pero le dije que yo no le quería conocer. Y di media vuelta. El pulso, como un tambor debajo del abrigo rojo, debajo del abrigo de paño rojo y debajo del traje de pata de gallo y debajo de mi piel, el 132


corazón y los pulmones creciendo en movimientos reflejos. Salimos de la librería a la vez, sin hablarnos, a veces nuestros brazos se rozaban al caminar, pero ni una palabra más, ni una mirada más de frente, sí a las zapatillas que él llevaba, azules, dos rayas blancas a cada lado, gastadas, desgastadas de caminar, ¿por dónde? Paramos en los semáforos, el corazón y los pulmones engordando, adentro, paramos sobre el puente, dos siluetas rojo y blanco, cruzamos la tierra de nadie hasta llegar a la puerta del patio de la casa, los codos pegados, ni una palabra. Los árboles dentro retorcidos de invierno, arriba la ventana con luz donde mamá y papá y Martina tal vez. Hasta aquí, le dije. Y él se rio, se dio media vuelta y se alejó. Antes de entrar en casa, repasé los pasos, el cúmulo, la decisión y lo arbitrario: Herr Tonnemacher, la universidad, el paseo, el café abandonado en el Sybille y todo lo demás. Aquella noche, la noche del día en que le conocí, apenas pude dormir. Di vueltas sobre la cama, inventé: no hay salida para esto, no juegues. Y traté de olvidar el encuentro, qué absurda había sido. Y llegó la navidad, mi última navidad en Berlín. Papá trajo un pavo. Se sale, decía desesperada nuestra madre, no puedo coser esta carne tiesa. Y te habrá costado tanto dinero. Yo machaqué las nueces, las ciruelas pasas y un poco de queso que terminó fundido por la bandeja del horno. Cenamos los cuatro, como siempre, la carne reseca del pavo, qué pena, decía mamá, y la masa requemada del relleno. No pasa nada, mujer, al menos tenemos esto, y papá abrió una botella de cerveza y nos sirvió a todas un poquito en los vasos. Luego, feliz año nuevo, y 1971 se metió en nuestra vida sin más, punto y seguido.

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Inés Martín Rodrigo Madrid, 1983

Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Trabaja en la sección de Cultura del periódico ABC, donde coordina el área de Libros, y colabora de forma habitual en el suplemento ABC Cultural. Ha sido jurado, entre otros, de los premios literarios El Ojo Crítico de Narrativa, Novela de Jaén, Doss Passos a la primera novela, Carmen Martín Gaite, etc. Es colaboradora de Fundación Telefónica, Acción Cultural Española, Casa de América y Hay Festival, entre otros organismos culturales. Hasta ahora, ha publicado la novela Azules son las horas (Espasa, 2016), en la que narra la vida de Sofía Casanova, escritora, poeta y periodista gallega que entrevistó a Trotsky en 1917. Ha aparecido en la antología de cuentos El cuaderno caníbal (Pálido Fuego, 2017), homenaje a la obra de los directores cinematográficos Isaki Lacuesta y Manuel Martín Cuenca, con el relato titulado Naufragio. Es autora del ensayo David Foster Wallace, el genio que no supo divertirse, que aparece en la obra David Foster Wallace: Portátil (Literatura Random House, 2016), y del prólogo de la edición en español de El diario de Virginia Woolf. Vol. I (1915-1919) (Tres Hermanas, 2017). Además, es autora del relato Salto al vacío, que formó parte del número especial que el suplemento ABC Cultural dedicó a los 125 años de la revista Blanco y Negro (junio de 2016).

¿Cuándo y por qué empezaste a escribir? Aunque no recuerdo el momento exacto, podría decirse que empecé a escribir al mismo tiempo que la lectura se convirtió en una costumbre diaria, casi obsesiva. Tendría poco más de ocho años y, al regresar del 135


colegio, continuaba las redacciones y dictados que nos mandaban como deberes con mi propia imaginación. Ese fue el arranque. Al abandonar Medicina para estudiar Periodismo, cerca ya de los 20, la escritura fue mi refugio. Hasta hoy.

¿Cuáles son tus preocupaciones temáticas? La vida, que, como Gil de Biedma escribió, va en serio. Con todas sus aristas, y sus recovecos.

¿Cuáles son los autores o autoras de cabecera: quiénes te influyeron más en tus comienzos? No me avergüenza decir que Isabel Allende fue quien me abrió los ojos a la lectura seria (más allá de La isla del tesoro y demás fantasías y clásicos de niñez) y, con el paso del tiempo, y el peso de los años, Joan Didion y Alice Munro se convirtieron en mis autoras de cabecera, en la lectura y en la escritura.

Como autora de narrativa, ¿qué innovaciones encuentras en los libros editados en los últimos años: qué tendencias te interesan más? No creo en las tendencias, y mucho menos en las modas. Creo en la capacidad de contar.Y, siempre que un autor/a la tenga, me engancho. Más que las innovaciones, prefiero la novela tradicional, esa que lleva siglos entreteniendo a los lectores, sin importar su procedencia.

¿En qué época y país te hubiera gustado ser escritora? Aquí y ahora (es lo único que tenemos).

Si tienes algún proyecto entre manos, ¿podrías hacer un avance de lo que estás escribiendo? Estoy escribiendo mi segunda novela. Una historia sobre la aventura que supone estar vivo... como todas las historias, al fin y al cabo. No me gusta adelantar el argumento de aquello en lo que estoy trabajando; no por superstición, ni nada parecido. Se trata de simple pudor: prefiero preservarlo, aún, en mi imaginación, no vaya a ser que desaparezca.

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AZULES SON LAS HORAS (fragmento de novela)

Poznan (Polonia), 1 de enero de 1958 La muerte me acecha. No le tengo miedo. Ya no. Es hora de marcharse. Dios me quiere junto a él y mi pequeña Yadwiga me reclama: «¡Madrecita, madrecita! ¿Por qué me dejaste morir?». Sus palabras resuenan hoy con más fuerza que nunca en mi conciencia, privada de la vista, pero no del amargo recuerdo del pasado inalterable, terrible, abrasador. Hace días que no puedo levantarme de la cama. Mi hija Halita viene cada mañana, muy temprano, y me toca la frente. Cree que duermo profundamente y, alguna vez, he notado cómo acercaba su cabeza hasta mi pecho para comprobar que seguía respirando. No sabe que, cada noche, rezo a Dios para dejar de hacerlo. Sí, ya he vivido bastante. No quiero darle más tormento; a ella ni a nadie. Tengo noventa y seis años, estoy ciega y tan lejos de mi patria que ni sentirla ya puedo. ¡Mi España, mi pobre España! No pude volver y descansar para siempre cerca de mis carmelitas descalzas, en mi tierriña gallega. La añoranza me invade estos días. Hace una semana empecé a tener unos terribles ataques de tos seca. Mi yerno hizo llamar al médico, que se desplazó a Kozieglowy. El buen doctor me saludó con cariño y, tras cogerme la mano, hizo que me tumbara. Supo, de inmediato, la 137


gravedad de mi estado. Salió de la alcoba para hablar, en el rellano de la escalera, con mi hija. No pude oír lo que le decía, pero nadie sabe mejor que el enfermo si debe, o no, albergar esperanzas. La noche anterior, al incorporarme en la cama para tratar de respirar un poco mejor, tosí con fuerza y supe que lo que me atenazaba el corazón era neumonía. El frío de mi querida Polonia se me ha metido, ya para siempre, en los huesos, y me llevará consigo. Al volver a la habitación tras despedir al doctor Piotr, Halita no pudo remediar el llanto. Me abrazó, inconsolable, y la mecí como cuando era niña, en Marín, con la brisa de las rías gallegas entrando por el balcón. Desde entonces no se ha separado de mi lecho. Me sube caldos calientes, las pastas de piñones que tanto me gustan y que sólo se encuentran en el mercado de Poznan, leche con miel... Pero no tengo apetito. El estómago se me cerró el mismo día que me invadieron los temblores. Alguna mañana he intentado levantarme, coger el bastón que está apoyado sobre la mesa y asomarme al balcón. Hace años que memoricé el paisaje que hay al otro lado del cristal: el blanco radiante de las montañas nevadas, los campos fértiles que extienden su manto hasta más allá del límite geográfico de fronteras... ¡Oh, las fronteras! ¡Amargas fronteras! ¡Marcadas al arbitrio de quienes deciden sin tener en cuenta a sus semejantes! Que Dios les perdone, que no repare en sus corazones de latón, incapaces de sentir el dolor en otra carne que no sea la suya. No quiero que la amargura me venza estos días, pero son tantos los recuerdos, algunos tan dolorosos, que me gustaría haber perdido la memoria y no la vista. ¡Ciega quisiera estar del pasado! Y, en cambio, todo se me viene a la mente, nítido, como si hubiera ocurrido ayer. A veces rompo a llorar sin razón, sin aparente razón, pues en mi cuarto no tengo más compañía que los libros que pude salvar en Varsovia. Ayer mismo, mientras abajo la casa bullía con el alboroto propio de la última noche del año, oí cómo unos pasos subían las escaleras y se aproximaban. Era Karul, mi nieto. Quería leerme, como cada 138


día, algunas páginas de Poesías, mi primer poemario. Escuchar los versos que escribí hace ya casi un siglo me abruma, pero él combate mi rubor tomándome la mano. Me encontró llorando, casi sin aliento, sumida en un sollozo infantil y hasta hiposo. —¿Qué le pasa, babunita? Cómo contarle, a sus treinta años, que hay desconsuelos que no tienen remedio y es mejor dejarlos, procurar que se vayan igual que llegaron, sin avisar. Pasamos la tarde juntos y cuando comenzó a caer la noche, mi yerno subió para ayudarme a bajar y cenar con mi familia. La última Nochevieja. Lo sé. Sé que así será. Sé que Dios quiere que así sea. Brindamos y reímos como hacía tiempo que no hacíamos, olvidando las penurias y padeceres de tantos años. A medianoche volvió la tos, y con ella los temblores. Mi nieta Sofía me ayudó a volver a mi habitación. «Dulces sueños, princesa del amor hermoso», me susurró al oído. Me dio un beso y se marchó. Fue ella la que debió de dejar caer, sobre mi cama, la imagen del Sagrado Corazón que siempre llevo conmigo. La guardo desde que me la dio mi abuela Isabel, en Almeiras, una soleada mañana de junio de 1871. —Lleva esto siempre cerca del corazón, Sofitiña. —¿Pero qué es, abuela? —Es el Sagrado Corazón, un tesoro que te protegerá siempre, estés donde estés. La vida es muy larga, mi hijiña, y quiera Dios que nunca tengas que pasar tantas desgracias como tu madre. Mi pobre hija… —Pero mamá es feliz. Te tiene a ti, y al abuelo, y nos tiene a nosotros. Yo cuido de los hermanos y ella de todos nosotros. Somos una gran familia. —Ay, la familia. Si tu madre no hubiera conocido a ese malnacido. Y no me hagas hablar más, que se me suelta la lengua y luego tu madre me riñe. Venga, ayúdame a fregar la loza. Mi abuela Isabel no podía evitar guardarle rencor a mi padre, el «malnacido». Entonces yo sólo tenía diez años, pero sabía 139


bien que sus palabras, mezcla de rabia y razón, se referían a él. Mis padres se habían conocido muy jóvenes en La Coruña. ¿Se amaron demasiado rápido? Quizás. El caso es que mis abuelos maternos nunca vieron con buenos ojos aquella unión, por más que mi madre estuviera loca de amor por el joven literato. Mi padre coqueteó con la narrativa desde su juventud y bien temprano sintió la llamada de la política y la intelectualidad, por lo que mis abuelos intuían —con razón— que no era el mejor candidato para convertirse en el fiel esposo y mejor padre que habían soñado para su hija. Pese a todo, mi madre, terca como yo, siguió en su afán y pronto vine yo al mundo, cuando aún ni siquiera se habían casado. ¿Hija ilegítima, poco o nada deseada? No dudo del amor que mis padres se tenían, porque sus gestos los delataban y todos los recuerdos que conservo en mi memoria revelan la pasión que los unía. La boda, como no podía ser de otra forma, llegó casi dos años después de mi nacimiento, por lo que, sin pretenderlo, fui protagonista del casamiento de mis progenitores como pequeña dama de honor una mañana de enero de 1863. Durante al menos dos años intentamos ser una familia, instalados en La Coruña. Pero los deseos irrefrenables de mi padre, alentados por la estrecha amistad que mantenía con un político, José Elduayen, condujeron al desastre y al fin del matrimonio. Se habían conocido en una velada literaria en la casa de Elduayen, en Vigo. Ya esa noche, Elduayen comenzó a meter a mi padre pájaros en la cabeza, que poco tiempo después le harían volar lejos de casa. Le hablaba de sus aspiraciones dentro del Partido Conservador, en el que él militaba y por el que había conseguido un escaño en el Congreso que le permitía escaparse a Madrid siempre que lo necesitaba, dejando en Galicia a su mujer, con la que había contraído matrimonio en segundas nupcias. —Muchacho, tú has de venir conmigo a Madrid. Te auguro un gran futuro. Tus dotes de conversador te abrirán las puertas de cualquier despacho, por muy real que sea. 140


—¿Usted cree? Pero si yo nunca he salido de Galicia… —Por supuesto que lo creo. Tus fronteras están muy lejos de esta tierra pobre e iracunda. Me acompañarás en mi próximo viaje y te presentaré a gente importante; gente que te sacará de las penurias de esa casucha de los Casanova. ¡Valiente panda de rencorosos! Van de humildes y son unos muertos de hambre. Si yo te contara de dónde viene la supuesta nobleza de su linaje… Las malas lenguas decían que Elduayen frecuentaba compañías poco recomendables en la capital, aunque su fama de mujeriego y estafador no logró empañar su carrera como político. Mi padre veía en él a esa figura masculina que en su casa siempre faltó, sin sospechar que sus ansias de imitar su porte y gozar de su posición social le alejarían, para siempre, de lo que más quería. Su imagen, saliendo de casa una mañana temprano, como si fuera un fantasma, con un saco de ropa al hombro y una gorra, delgado y ojeroso, permanece imborrable en mi memoria. —¿Qué haces ahí, Sofía? Vuelve a la cama con tus hermanos. —Papá… Apenas pude balbucear otra palabra. Pequeña y enjuta, a mis cuatro años recién cumplidos aún observaba el mundo de los mayores con la distancia e inocencia que permiten los ojos de un niño. Mi padre me cogió de la mano y me asió entre sus brazos. Aspiré el aroma a tabaco y sudor. —No me olvides, Sofía. No te olvides de tu padre —dijo entre sollozos. Y salió de la casa, sin mirar atrás. Después se instaló un silencio cómplice entre mi madre y mis abuelos. Nunca más se volvió a hablar del tema. El paso de los días fue cayendo como una losa, con la espera de que el tiempo, inalterable, hiciera olvidar el recuerdo, hasta que no quedara nada de la figura de mi padre en nuestra memoria infantil. Pero el destino siempre tiene una carta preparada, una jugada maestra con la que ganarte la partida. —Rosa, ha llegado una carta para ti. 141


El rictus de mi abuelo Juan, siempre severo, denotaba más preocupación de la habitual. Llevábamos todo el verano en Almeiras, con la despreocupación propia del estío, sin acordarnos ya del hueco en el sillón de la casa de La Coruña. —¿Qué pasa, padre, qué es? Que parece que hubiera visto un fantasma. —Un fantasma no, pero parecido. Esta mañana he estado en Coruña para ocuparme de unos asuntos y fui a la oficina de correos. Genaro, el cartero, me había dejado el recado en el bar de Manuel de que me pasara por allí para recoger una notificación que había llegado desde Madrid. —¿Y qué es? Dígamelo, hombre, que me tiene en ascuas y ya no sé qué pensar. Sentada en el patio, al caer la tarde, recuerdo a mi madre, que, presa del pánico, pues conocía a su padre, zarandeaba a mi abuelo mientras trataba de hacerse con la carta. —Es el barco de Vicente, que ha naufragado. —¿Cómo que ha naufragado? —Sí, al parecer salió de Cádiz hace una semana, hubo una tormenta y el barco se hundió. —¿Vicente ha muerto? —Ése es el problema: no aparece en la lista de tripulantes. Pese al acuerdo tácito establecido en la familia de no hablar, ni mentar, y mucho menos intentar recordar la partida de mi padre, mi abuelo Juan le había seguido la pista hasta Madrid. Aún mantenía contacto con la alta sociedad de la época, o lo que quedaba de ella, y trató de averiguar su destino. Sabía que había marchado de La Coruña siguiendo la estela de Elduayen y que en Madrid había intentado ganarse la confianza de algún politicucho barato y sin entidad. Pese a mi edad, recuerdo que mi padre no bebía y tampoco era mujeriego, pero le gustaba mucho el juego, y no fueron pocos los disgustos que le dio a mi madre cuando llegaba a casa en plena noche, tras haber perdido en una 142


partida de cartas veinticinco pesetas. En Madrid, según contó aquella tarde mi abuelo, se metió en más de un lío por esa afición. Una de las veces tuvo que ocultarse durante algunos días para no afrontar el pago de una deuda, y lo hizo en casa de Patricio Aguirre de Tejada, un buen amigo de la familia. Don Patricio, paciente y bondadoso, no supo qué hacer, por lo que trató de ponerse en contacto con mi abuelo para informarle y pedirle opinión, al fin y al cabo, legalmente seguía siendo su yerno. Así fue como mi abuelo supo de mi padre, aunque no se lo comunicó ni a mi madre ni a mi abuela. Su respuesta fue segura: «Déjalo marchar, no lo protejas más, Patricio. Él se ha buscado su propia suerte, y Dios sabrá cuál ha de ser su destino. Sólo espero que sea lejos, muy lejos de mi hija y mis nietos». Don Patricio cumplió con la voluntad de mi abuelo y le dijo a mi padre que debía marcharse, pues esperaba la visita de unos familiares de su mujer que venían de Burdeos e iban a ocupar la habitación de invitados durante, al menos, dos semanas. Agobiado por su situación, sin un mendrugo de pan que llevarse a la boca ni un techo bajo el que cobijarse, mi padre dejó Madrid rumbo a Cádiz, con intención de enrolarse en el primer barco que partiera hacia América. Una vez en el puerto, entabló buena amistad con el contramaestre de La Dolores, quien le presentó al capitán y le consiguió un pasaje para embarcarse con la tripulación. —No está, Rosa, su nombre no aparece por ningún lado. —Pero si don Patricio le dijo que había embarcado… ¡es que embarcó! ¿No puede ser que por no pagar todo el importe del pasaje le hicieran un hueco, qué sé yo, entre el servicio? —Hija, no está y no está. No se puede dar por muerto a alguien si no hay registro oficial de su defunción. —¡Dios mío, Dios mío! ¡Este hombre ni muerto me deja en paz! ¿Qué vi yo en él, padre, dígame, qué vi yo en él? Mi madre se echó en los brazos de su padre, rota de dolor y desconsolada. Así fue como se convirtió en viuda, pero sin serlo. 143


De mi padre nunca más supimos y su ausencia marcó toda mi infancia. Una mañana, a finales de aquel verano de 1867, escuché a mi abuela hablando en el jardín del pazo, en Almeiras, con una vecina. —Éste no contaba con que el barco naufragara, te lo digo yo, Herminia. —¿Y qué quería, entonces? —Éste lo que buscaba era desaparecer como fuera, hacerse pasar por otro, darse por muerto. Cualquier cosa con tal de empezar una nueva vida, lejos de su mujer y sus hijos. —¿Le ves capaz de eso, Isabel? —De eso y de mucho más. Mi abuela estaba convencida de que mi padre mintió cuando comunicó su intención de embarcarse rumbo a América, tratando de poner un océano imaginario entre su nueva vida y su familia sin moverse de España. Casi noventa años después sigo sin saber qué pasó con él. Durante décadas me resistí a creer la versión de mi abuela y fueron pocas las veces que hablé con mi madre del asunto, sobre todo porque sabía el dolor que le provocaba. Hoy no tengo dudas de que mi padre fue un egoísta y antepuso su felicidad a la de su familia, sin importarle lo que pudiera pasarnos a mis hermanos y a mí, y mucho menos cuál sería el destino de su todavía mujer, sin refugio legal ante la ausencia de marido. Pese a todo, hasta que tuvimos que abandonar Varsovia, guardé un poema que él escribió al poco de yo nacer: Nació una estrella pura y esplendente en el risueño cielo de Galicia de sus amantes padres la delicia. Pasaron los años y seguimos viviendo en el pazo de Almeiras, lejos del bullicio de la ciudad y protegidos de las malintencionadas murmuraciones de los vecinos. Mi madre, dotada de 144


una entereza fuera de lo común y que yo nunca he vuelto a ver en nadie, nos mantuvo exportando huevos a Inglaterra desde La Coruña, aunque mis abuelos nos ayudaban y nunca faltó nada en nuestra casa. Es curioso, porque, pese a todo, no recuerdo aquella época con tristeza. Mi infancia fue feliz. Fui una niña feliz. Y sólo recuerdo con cierto pesar el día en que mi abuelo firmó la venta de la casa de Almeiras. —Padre, ¿está seguro de que quiere venderla? —Lo estoy. Este lugar se les está quedando pequeño a los niños. Sofía ya tiene trece años y tú debes velar por su porvenir. ¿No has visto cómo lee? ¿Cómo lo mira todo? Está ávida de conocimiento. Coruña no es una ciudad para ellos. Y mírate a ti: hundida en tu propia desgracia. ¿Quieres seguir vendiendo huevos toda tu vida? —Claro que no, padre, pero Madrid... Está tan lejos. ¿Qué será allí de nosotros? —Pues será lo que tenga que ser. Tu madre y yo viviremos con vosotros. No te marchas sola. Y allí nos espera don Patricio. Es lo mejor para todos. Mi abuela asentía, sin mucha convicción, mientras él argumentaba. Pese al tiempo que habían pasado en América, los dos se sentían gallegos y amaban su tierra. Pero, por encima de tierras, raíces y nacionalismos, estaba el amor hacia su hija, a la que veían cada vez más apenada desde la «muerte» de mi padre. Una madre soltera con tres hijos no era el sueño de ningún muchacho, y mucho menos en la Galicia rural de finales del siglo XIX. Madrid sería distinto: un nuevo escenario, sin rémoras emocionales, en el que empezar a escribir la nueva historia de los Casanova. Yo observaba sin mediar palabra, intentando memorizar cada rincón de nuestra casa. Sin saberlo, aquella tarde de mayo de 1874 empecé a despedirme de mi Galicia querida, a la que ya sólo volvería en contadas ocasiones, nunca suficientes.

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Date 2020 NIPO online 109-20-021-7 General Publications Catalogue hppt://publicacionesoficiales.boe.es Legal deposit M-11284-2019 Coordination Directorate of Cultural and Scientific Relations © From this edition: Spanish Agency for International Development Cooperation © From the texts: their authors © From the images: their owners © From the photograph of Cristina Morales, Laura Rubiot © From the photograph of Miguel Barrero,Victoria R. Ramos © From the photograph of Pablo Herrán, Raúl Valero © From the photograph of Natàlia Cerezo, Ariadna Arnés Translation Kate Whittemore Original design and layout Lara Lanceta © AECID, 2019 Spanish Agency for International Development Cooperation Av. Reyes Católicos, 4 28040 Madrid, España Tel. +34 91 583 81 00 www.aecid.es



Between the ages of thirty and forty, Borges published A Universal History of Infamy and Cortázar published Bestiary, the short story collections that inaugurated each writer’s respective literary oevre. García Márquez wrote his major novel One Hundred Years of Solitude before he was forty. And Vargas Llosa, whose precocity as a novelist allowed him to produce some of his most important works in his twenties, published the monumental Conversation in the Cathedral at just thirtythree years old. The age at which a writer reaches his or her literary maturity matters little, given that there are plenty of cases that contrast with the above. In the end, what matters is how a book lasts and its capacity to move us. But the decade between thirty and forty is a period during which many authors have written their most emblematic works, or left evidence of an excellence that is revealed more fully later on, works in which one detects hints of the talent yet to come. We’re convinced that a large number of Spanish writers of this generation are making valuable contributions, and thus, we have launched the 10 of 30 program. The program consists of samples from ten writers between the ages of thirty and forty, and confirms both the quality and the variety of their work. Though we didn’t intend to make a definitive generational selection—there could have well been ten authors other than those presented here—we formed a selection committee charged with choosing them, and we’re convinced they are good representatives of their time. This committee, sponsored by the Cultural and Scientific Relations Administration of the Spanish Agency for International Development Cooperation (AECID), was comprised of Luisgé 4


Martín, Laura Revuelta, Ernesto Pérez Zúñiga, Cristina Sánchez Andrade, and Javier Serena, and the selected authors are: Inés Martín Rodrigo, Cristina Morales, Miguel Barrero, Almudena Sánchez, Pablo Herrán, Aroa Moreno, Natalia Cerezo, Marina Perezagua, Inma López Silva, and Alejandro Morellón. The criteria for selection were clear: born between 1978 and 1989 with at least one published work of fiction. 10 of 30 has another aim, which is to aid in the internationalization of these writers via two avenues: on the one hand, bringing the authors themselves to our cultural centers in the Americas, and on the other, promoting the translation of their work. To that end, we will use this publication—which includes an introduction, text, and interview translated into English—to urge our cultural affairs counselors to disseminate it among publishing houses, encourage translation, and if published, invite the writers to present their work overseas. We believe that if their appearance has been good news for readers of Spanish, who have found interesting stylistic and formal approaches in their work, it is also good news for readers of other languages. This is our intention for launching 10 of 30: the hope that their literature, which has garnered attention in Spain, moves beyond our borders as well.

Miguel Albero

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Marina Perezagua Pg. 9

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Almudena Sรกnchez Pg. 19

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Pablo Herrรกn

Pg. 39

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Natalia Cerezo

Pg. 53

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Alejandro Morellรณn

Pg. 65


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Cristina Morales Pg. 79

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Inma López Silva

Pg. 91

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Miguel Barrero Pg. 107

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Aroa Moreno

Pg. 119

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Inés Martín Rodrigo

Pg. 135



Marina Perezagua Sevilla, 1978

Holds a degree in Art History from the Universidad de Sevilla. She taught Spanish and Latin American language, literature, history and film at SUNY, where she completed her PhD in Literature. After a long period in France, where she worked at the Instituto Cervantes in Lyon, she returned to New York, where she taught for several years at New York University and where she now lives permanently. Her work has been published in various anthologies and literary magazines, such as Renacimiento, CarĂĄtula, Sibila, Ă‘, Quimera, Granta, and Cuadernos Hispanoamericanos. She is the author of two short story collections, Criaturas abisales (Deep Sea Creatures)(Los Libros del Lince, 2011) and Leche (Milk)(Los Libros del Lince, 2013). She has also published two novels, Yoro (Los Libros del Lince, 2015) and Don Quijote de Manhattan (Los libros del Lince, 2016). Her work has been translated into nine languages and Yoro was awarded the Sor Juana Prize in 2016. Her forthcoming novel Seis formas de morir en Texas (Six Ways to Die in Texas) will be published in August 2019.

When and why did you begin to write? I started writing around the age of seven, but I mainly wrote song lyrics that I tried to put to music during my years in the conservatory.

Which themes are you concerned with in your work? Eroticism, the role that genetics play in our lives, the burden of family legacies (genetic), racism, incest, the sea as a place of ethical dissolution and honesty, death as the opposite of life (dismantling the dogma of death

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as part of life), species extinction, and generally any theme that fits within the realm of speculative fiction, as well as social commentary.

Who are some of your favorite writers? Some of your early influences? I was undoubtedly influenced by folktales, like the Cuentos al amor de la lumbre anthology, or the Brothers Grimm, those sad stories our grandmothers told us. And the folk ballads my mother sang to me. Then, there was Kafka, and some Japanese writers like Yukio Mishima, when I was a teenager. The next big step was getting to know the field of Latin American literature.

As a fiction writer, which innovations or novelties have you come across in books published in the last few years? Which trends do you find most interesting? A tendency toward the social, but adhering to fiction as closely as possible. Reality is a stimulant, but what I enjoy is making up stories.

In which time and place would you have liked to be a writer? In the future, without a doubt. I would like to have experienced other lives, other landscapes, other ways of thinking or creating.

If you’re working on something at the moment, could you give us an idea of what you’re writing? My new novel titled Seis formas de morir en Texas (Six Ways to Die in Texas) comes out in a few months. It’s based on particular events in US history that—to my mind—are in direct dialogue with the policies that we consider violations of human rights. In this case, there is a dialectic between US and Chinese policy. I’m also starting to outline a collection of stories with very diverse themes.

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HIM From Leche (Milk)

The fact that it’s him, though physically unrecognizable, neutralizes my senses. When it’s someone else, I move away from the unpleasant smell, the deformation, the sounds of suffering. But when I care for him, in the same bed where we placed him the day they brought him here, he doesn’t make me sick and if his skin could take it, I would kiss his whole body. But right now, the little skin left intact is as delicate as the skin of those silver insects that live in the damp and come apart at the slightest touch. I clean flecks of it off the thermometer, off the tiny spoon I use to feed him soup. Off his eyelashes that collect the particles sloughing from his lids like scales. And yet, he’s alive. Almost more importantly, he’s here. He is here. That’s what I tell myself every morning on this couch, before I open my eyes and look at him a few meters away. Him. It doesn’t matter what comes next, the agony, the death. The worst—months of searching, waiting for news, a tormented soul—is over. And so when Arturo warned me that he was unrecognizable and asked whether I was prepared to see him, I didn’t fear the horror that the neighbors saw and which forced them to look away sometimes as they helped us get him into bed. 11


When they all had left, Arturo and I stood before him. We didn’t speak. Arturo took a few steps back to leave the room, and from the doorway turned to say: You’re just missing his dentures. I forgot them. I’ll bring them this week. Like others, he lost his teeth in an explosion and used a prosthesis. Already three weeks have passed since Arturo told me he would bring them, but he hasn’t come yet. It doesn’t matter. He doesn’t need them. His stomach can’t support the weight of food. I haven’t dusted in a long time. I see it on the furniture, floating in the ray of light filtering in from the window. I want to taste it. I open my mouth to let it in, to see what it tastes like, if it provides any nourishment. His mouth is half-open and I’d like it if this powder of dog hair, mud from shoes, fly wings, could supply him with nutrients. But this dust doesn’t taste like anything. It has no scent, no flavor. It can only be seen. The life left in him is so weak that I don’t dare move when I’m near him. I don’t want the sound of my steps to interrupt his breathing, which consists of continuous whistling, a whistle in F-flat, if it were a note played on an instrument. And so in the morning I ready everything I will need to spend the rest of the day in this chair, facing him, the one-stringed violin. I don’t know if he sleeps and wakes normally. The sound persists at night, though it’s no longer a violin but a piano with just one key. Apart from his whistling, there is only silence. Since they brought him, there’s even silence in the courtyard. The neighbors seem to have caught my same caution and move as little as possible. We all walk on tiptoe. I think they imagine themselves in my place. Yesterday, the allies brought the young woman from 2B. I haven’t seen her, but they told me she is recognizable. 12


The doctor has come twice in three weeks. I know he comes more for me than for him. He touches my forehead, looks at my pupils, brings me some bread. He is sorry but medicine hasn’t made it across the border. He instructs me on how clean him. But he will not live, he assures me. Soon, I forget the anguish of my search for him. His presence is no longer enough consolation. Now, I also want him to live. Pain in the present is always worse than the pain of the past; it’s still young, in its period of development. My pain has adolescent bones, and it’s growing. I would rather the uncertainty of when I couldn’t find him to the evidence of seeing him like this. I start to take refuge in doubt. Doubt hurts less than hope. But I look at him and it all becomes real again. His weight is real. His temperature is real. His fever doesn’t break. Placed in him, the thermometer is a tool for measuring death. I stop using it. I want to know as little as possible. He doesn’t like when it’s time to clean him. The awareness that something makes him uncomfortable is a big step. Maybe he’s tried before, but only today I realized that even though he cannot move or make a sound, he communicates by releasing a particular smell—very intense—that spreads through the room like mushroom spores. When he knows I’m about to clean him, he smells. He smells every time he doesn’t like something. I don’t let myself be intimidated by that smell and I pull back the rags. I don’t know how long I’ll be able to consider him a man. It doesn’t seem like a debate between life or death, but between death and something else. And so when I see that the rags are wet, that they contain something like my urine or feces, I say to myself: he’s still human. I celebrate his excretions as an act of living. I take care of his mouth after every meal. I wrap my finger in a cloth and slide it over all the membranes, carefully 13


cleaning his tongue, his gums. I pass over the depressions where his teeth used to be. I stimulate his saliva. I take out my finger every two or three seconds so he can breathe, and continue. I palpate his canker sores, smaller every day. He shrinks when I go over one with the cloth. Don’t healing wounds shrink, too? I’m pleased. The days pass regardless of my own needs. Before, I lived to find him. I dissolved once he arrived. I only know I’ve gotten up because I’m not lying down. I know I’ve done my hair because two bobby pins hold it back. I know that I’ve eaten because there are remnants of food in the trash. But I don’t know what else happens when I’m apart from him. I live in him. I’m the bacteria that grows on a dying man. The vulture that lives only for carrion, oblivious to flight. They appeared today, out of nowhere. I inspected him closely yesterday and didn’t see them. Dark ulcers sprinkled over his body. Like footprints in silt, the last stroll of death’s throes. They smell like standing water, like frog. When he breathes continuously through his mouth, a film forms and covers the back of his throat. Like the skin on the inside of an egg. I pull on it and it comes out whole. Dissolves between my nails. He was naked when they brought him, and I haven’t wanted to cover him in case it would hurt. His skin is too big for his bones. Even so, he seems to be tolerating the broth better because I’ve gone from giving him five spoonfuls to giving him seven. Seven spoonfuls that interrupt his whistling when he swallows. And what’s more, his pulse has changed. When I held his wrist before, I didn’t feel individual beats, but rather a sort of continuous flow, uncountable as a fistful of water. As if his heart were being liquefied. Now I can differentiate one beat from another, and even though there are too many, they can be counted. 14


I have never believed the doctor’s diagnosis. He tries to apply his knowledge history to a body wounded by a new evil. Pits are filling with bodies like this, but there are stories of cases in which someone has recovered, too. Things that first begin to look like people, then later make the leap to being distinguishable as a man or a woman. He hasn’t yet found his form, but he’s started to have an appetite, a sudden hunger. When I put the spoon in his mouth, he doesn’t want to release it. He grips it between his toothless gums. His jaw moves. His first movement. Now I need his teeth. Tomorrow I’ll look for Arturo. Yesterday, the whistling began to ease. When I noticed, I became afraid. Since I first saw his thin, translucent body, I fear any weight loss, even the weight of sound. In a moment of confusion, I provoked him. I needed to make him uncomfortable to see him respond again. He doesn’t seem to like the light, so I pulled back the curtains. The sun hit him full in the face and he released his smell in reproach. Hope is reborn. I embrace it. I regain faith in the thermometer. His fever, in effect, has come down. They let Arturo know. He’ll come this evening. He’ll see for himself. Although nothing appears to have changed, his appetite must surely mean improvement. I’m preparing the first food that he will chew in months. I cook, thinking about the sound he’ll make when he bites. Him. Not only is he here. He will live. He will chew. His recovery is imminent. I’m cold, he has said. His voice sounded so foreign that at first I doubted that it came from him. I immediately covered him with a sheet. His skin appears to bear the weight, and he grips it with his nail-less fingers as if gripping much more than a piece of cloth. He’s fighting. He’s hungry and cold. Astonished, I observe the birth of my husband. 15


Arturo hasn’t been able to come, but a neighbor brought me his teeth. They’re wrapped in a handkerchief. I unwrap them. I want to clean them before I put them in. I leave the food on the stove and rinse his teeth beneath a stream of water. One of them is gold: he wanted to keep it to mimic the lost original, knocked out when he was very young. Dinner is ready. I cool a spoonful to try it. I don’t remember the last time I cooked with any enthusiasm. My hands shake as I ladle the food into a bowl. I choose a small portion with a lot of broth, because I don’t yet know if he’ll be able to chew. The solid food breaks the surface of the liquid, and the sound of solidity is musical. I want to be in the world of solids, far from one note on a violin, the invisible wind of his whistling. I touch the chair. Sit. Set the bowl next to him. The food is still too hot. Steaming. I take the dentures out of the pocket of my dress to put them in. It’s very hard for me to get his mouth open. I don’t know if he has enough strength to resist, or if his jaw is tight for another reason. I speak to him calmly, masking my excitement. I think about how with the teeth in his mouth, his face will emerge again. Virile, impeccable. A piece of the puzzle, making sense of a picture. But it doesn’t fit. This puzzle piece is just one of two thousand pieces of homogenous blue sky. His jawbone hasn’t deteriorated, but the teeth don’t manage to fit. An explanation surfaces in my brain, but it’s too atrocious. I discard it. I try to calm myself, not succumb to anxiety. I look at the piece again. It is clearly the same one. Instantly, the explanation returns to my head. Sharp, unequivocal, horror: it isn’t him. The man I have nursed for seven weeks is not my man. I uncover the one in the bed. I scream. Grab the hot bowl. Dump it on his chest. Dinner scalds his wounds. I run to look for my 16


real man again. The search, again. I feel nausea. And hate. I rush down the stairs, fall. Get up. I’ve hurt my ankle. I see the long road.

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Almudena Sánchez Mallorca, 1985

Is a journalist with a Masters degree in Creative Writing. La acústica de los iglús (Sounds Inside an Igloo) (Caballo de Troya, 2016) is her first collection of stories, now in its 8th edition. Her debut also earned her a place as a finalist for the Ojo Crítico and Setenil awards. She has been a frequent contributor of reviews and interviews to national magazines such as Tales Literary, Oculta Lit, and Ámbito Cultural. She was included in Bajo 30, antología de nuevos narradores españoles (Under 30: An Anthology of New Spanish Fiction Writers) (Salto de Página, 2013) and Doce relatos maestros (Twelve Master Stories) (La Navaja Suiza, 2018).

When and why did you begin to write? I started writing seriously when I was about twenty years old. Although, even as a child, everything was always words, stories, ideas. Sometimes I think that childhood filled with longing taught me more than all the failed, naive texts I’ve erased from my laptop.

Which themes are you concerned with in your work? I’m most interested in themes of adolescence, death, illness, the illogical, loneliness, dream states with a touch of the poetic or phantasmagoric.

Who are some of your favorite writers? Some of your early influences? Some of my favorite writers are Clarice Lispector, Joy Williams, Felisberto Hernández, Sara Mesa, Virginia Woolf, Marina Tsvetaeva. When I first started writing, I was most influenced by Cortázar, Kafka, Bernhard, Salinger, Chekov.

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As a fiction writer, which innovations or novelties have you come across in books published in the last few years? Which trends do you find most interesting? I’m very interested in the hybridization of genres, how autobiography can be mixed with philosophy, or the essay with poetry, to give two examples. The blending of the colloquial with the formal language, as well. In terms of theme, I drawn to the sensory, physical and emotional fits that precede and go beyond thinking, human behavior, its relationship with nature and the feeling of unease over being alive in an absurd world.

In which time and place would you have liked to be a writer? I like writing right now, in Spain.

If you’re working on something at the moment, could you give us an idea of what you’re writing? At the moment, I’m working on a confessional book about something that happened to me in 2018.

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WEAKNESSES (Excerpt from Doce relatos maestros)

The literature thing was my boyfriend Blas’s idea. My name is actually Lorna Garrido and I live on a narrow street in Madrid. It’s so narrow that one day my neighbor lent me her hair dryer through the window. Sometimes I dream that I can’t get out the front door. That there’s a wall. I dream about brick walls, cement walls. Last night, I dreamt about the Berlin Wall. As I was saying, Blas convinced me to sign up for a writing class. I searched online until I found the best school in Spain. You could read the instructors’ bios, which confirmed that they had all published more than two novels. “You don’t need a degree or anything, you know? It’s easy—just tell your life story or the stuff about the walls, if you want. You’ll meet some great storytellers, in any case.” I had a strange relationship with literature ever since I was young. I liked to get inside books. When I did this, I didn’t open the door for the mailman or answer urgent phone calls. I believed in them too much, that was the problem. I told their stories as if they had happened to me. I couldn’t tell what was real and what was made up. My optic nerve got inflamed: I read intensely, dislocated my wrist turning 21


the pages, underlined with lipstick. Anybody could tell the difference between my books and someone else’s. Mine were an eyesore. I gave them evaluations: unbeatably good. I quit reading with the same intensity, still young. I felt unsatisfied. I gave away my books. The Catcher in the Rye, Lolita, Helena, or the Sea in Summer, The Year of Magical Thinking. Some of them I hid. Mrs. Dalloway, The Master and Margarita, Sweet Days of Discipline. One day I was caught reading in the elevator. I rode up and down, up and down, for two hours until a technician got me out. Well, I’m actually not sure if I read that or made it up. I could walk to the writing school. There was just one obstacle: on the way, I had to pass through a 130-foot tunnel full of mud, graffiti, needles, a fingerless glove, firecrackers, bloody glass, a bat, and damp things. And that wasn’t worst part, even though my hands always ended up getting sticky. I accidentally got people’s jackets dirty outside the tunnel. A woman punched me once because I touched her shoulder pads. The darkness was what was most distressing. I bought a pair of sneakers with light-up soles so I could walk in peace and avoid excrement. My boyfriend Blas laughed at me. You’re phosphorescent, he said. The writing school was in the center of Madrid. You entered through a rear courtyard with artificial flowers and a sign that read: The Garden of the Forking Paths There were birds, too, with bits of bread in their beaks. When I arrived in my new sneakers, they got scared and started to caw or whatever they do. They dropped the bread and it looked like it was snowing. The name of the school was Absalom, Absalom! 22


The receptionist was named Macarena and she registered me for two courses: one on technique and one on inspiration. Then she put her hair up in an intricate bun with two bobby pins and a pen. My forms got covered in hair. I stood staring at her: doing your hair disorders your DNA. For a moment, she reminded me of Amy Winehouse. “Anything else, Lorna? An olive, perhaps?” I got out of there. The birds were still scared and Blas was waiting for me outside, excited. I hadn’t seen him so happy in months. We’d been together seven years, adding on anniversaries without much interest. Our relationship obeyed the rules of mathematics. The sex dried up first. Once, it had been like eating a piece of fruit in one bite, choking on saliva, out of your mind, screaming at your liver and your sternum, dying of pleasure, absorbing it, spilling it. Back then, I used to walk around with damp legs and shiny lips. I carried an extra pair of panties in my bag and the grass was good for lying down together, or the sand or the weeds or the rug or the front seat of the rusted car or the slides at the park in Valdebebas. I would say to him again and he’d say yes and then I’d repeat again and he’d answer yes and then everything would fill with a polluted smell that was just ours. We didn’t open the windows after sex. Now the bed smells like sunscreen. Blas and I strolled along the sidewalk on Gran Vía. It was September: families, single people, students, all back from vacation. The buildings spit out warmed, recycled air. I tried to explain my experience at Absalom, Absalom!, but someone was always interrupting, stepping between us or crushing us into a corner. “I’m saying that I start tomorrow.” “Tomorrow?” “With Regina Katmandú, the writer.” 23


*** Regina Katmandú was a cult writer. She wrote with Stabilo Boss highlighters and kept her manuscripts in a plastic folder. She had abandoned her physical body in order to cultivate her mind. Thinking, she became thin. Only her eyes saved her from disappearing completely. The thinner she got, the bigger those Arctic blue eyes. They took over the classroom; there were mirrors on the walls and her eyes were everywhere. Sometimes a gigantic eyelash would fall onto the table and I would quickly wipe it away with the sleeve of my sweater. The floor was covered in eyelashes, now that I think about it. Looking at her, I thought: she wouldn’t be afraid to walk through a tunnel; her eyes give off light. She had been a finalist for many awards, but hadn’t won any. Sometimes she was asked about it in interviews. And she answered firmly. “Literary prizes are an invention of the modern world. Who won awards in their time? Kafka? Emily Dickinson? I prefer to be in the camp of Mr. K and Dickinson than with that bunch of useless literary athletes.” There were three of us in class: Renata, Yin, and me. The others had attended Regina’s classes from the beginning. We read, we listened. My story was about a relationship in decay. I wanted to make it clear that they were only weakened, they weren’t broken or separated. My idea consisted in comparing a relationship crisis to toxic waste: There’s nothing left between Luis and Laura. Laura takes out the trash every night to clear her head, clutching a bag leaking a liquid that could be castor oil. If someone passes Laura on the street, they get away from her. Nobody likes to walk near a sad woman with a bag of trash. A sardine head sticks out from one of the tears in the plastic. 24


Laura takes more than two hours to go back home, where Luis waits for her, miserable and huddled next to a radiator. All the dumpsters were full, she says to Luis, so he’ll relax. That’s why she was gone for hours and why she’s smoking. She doesn’t want Luis to think that she’d rather throw out the garbage than have dinner with him. Their relationship would collapse. With so much taking out the trash, Laura has made friends with the garbage man: Ron de las Heras. They talk about beauty. Ron tells Laura that the trip to the landfill is long and torturous. He has to go and drop off tons of shit each week. Shit, he confesses, sticks together and accumulates. It’s like it has learned to embrace itself: ashes with bones and fishbones with dust mites. That’s what makes shit. Ron tells Laura sincerely how one lives in shit. It’s not something he’s proud of, but he feels comfortable with her. The sky is heavier in the mountains. The sky is always heavy. You need anti-nausea pills and perfumed handkerchiefs to make it to the landfill without getting sick. As a result, Laura, surprised, asks him: “What is the exact distance between civilization and waste?” Regina didn’t let me finish the piece. She preferred to silence me and state her case. “Lorna Garrido, pay attention. These are your weaknesses.” 1. 2. 3. 4.

Poor taste. Tragic sensitivity. Repressed emotion. Certain existential confusion. ***

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I wrote my weaknesses down in a notebook. The receptionist, Macarena (and her blackberry bun), explained that Regina Katmandú’s classes were like that: they were about fixing problems in general, since Regina believed that a writer’s mistakes weren’t technical, but rather psychological or moral. One first had to improve the person in order to improve their writing. A simple question of style: mannequins in ruins. “You don’t know how hard it is to sign people up for her classes, she said. Regina wants artists. She doesn’t like newbies.” Until then, Renata and Yin were the only students that had lasted more than a year under Regina’s strict gaze. Consequently, they hadn’t spoken in months. They showed up, paid, and left. After the conversation with Macarena and the Bun—that’s what I had nicknamed her—it was harder than ever for me to walk through the tunnel. I sat on the curb for two hours. My light-up sneakers went crazy, the flash stuck to the ceiling, there wasn’t any cell service. Every five minutes I got up and moved my legs without noting any progress. I wondered if I would ever get home. I had to write. I would fill sheets of paper with ink. I would transform all my weaknesses into treasures from the beyond. Regina would read me tomorrow. I had important problems to solve: the relationship between Ron de las Heras and Laura. They were in my story. And they shouted at me. Also shouting at me for real were two kids who came into the tunnel with their adrenaline and meaty sweat, unfreezing me. They asked for a cigarette and, in exchange, helped me get out. It could have been a hallucination, but looking back I remember bumping into my mother. She squinted at me from a distance. Like an eagle. She was on one side of the tunnel. She hung back and examined me, barely blinking, and yelled: “Laura! Laura Galindo!” or “Goddamned Lorna Garrido!” I can’t be sure. What I wanted above all was to rest and write at 26


the same time. What if my story predicted my future? What if I was writing a new The Metamorphisis by Kafka? One morning, after anxious dreams, Lorna Garrido woke to find herself turned into a monstrous insect. I had fantasized about that sentence a lot. Which insect would I be? Winged, medium sized, antennaed, poisonous, maybe. If Gregor Samsa was a cockroach or a beetle, then that bug was already taken. I thought I’d be a caterpillar, one that gives you a rash, broken eggs in my womb. Or I wouldn’t have any womb at all. I’d be a hairy insect that no one would go near, not even the bravest of children. Not even a mole tunneling underground, blind. I was wasting time. How could I possibly talk about this metaphysical occurrence to Blas, who had prepared me a slice of tortilla and waited for me for hours, on that our seven year, two month, two day anniversary, with a glass of wine and short, occasional kisses that tasted of nothing at all. *** One’s problems mutate after an emotional hangover. In other words, they’ve already happened, so they’re new problems. For example, now I knew that my mother lived in the tunnel. We hadn’t had a relationship in years. We’d distanced ourselves because I didn’t want to have children and didn’t know how to settle the issue. My voice was hoarse and I had let her know: “I don’t like kids and I especially don’t like girls with their little bows.” Once, I smoked a cigar in front of her. A big, fat Cuban, sitting in tan orthopedic chair with my legs apart. It gave off an enormous cloud of smoke, twisting in the air and turning her face white. My mother started to cough and threatened to 27


call the police. I asked her that day: “Do you really think that a mother who smokes cigars could take good care of a child?” After our argument, I wrote her a letter that made clear my exhaustion, the horribleness of our fights, the bitter wrinkles left on our faces from so much hating each other. She took the letter and a photo of me dressed up for my first communion and slammed the door. The door hasn’t closed right since that day and cold air gets in. It was a difficult time because I was just a twenty year-old kid with a ridiculous degree: Journalism, unfinished. What was there for me to do with a useless major for well-informed types? I started working as an usher in an adult movie theater. I cannot describe what I found on the seats after the movie. The best part of the day was shutting off the lights. How many times have I tripped the fuse and been a solitary shadow? Growing up is hitting the on/off switch. My writing wasn’t going well. I couldn’t focus at home. The neighbor lady shook out a dirty sheet on the balcony and scolded the air: “And just who is going to clean the chorizo grease off the couch cushion?” Blas watched me over my shoulder. Ron suggests that Laura visit the landfill with him. An unusual kind of date, like taking someone to a museum. They can go when she feels free, and confident. Laura is curious about what the landscape will be like: if it will be full of puddles or dry, like a desert. If there will be butane tanks, mounted animals, a Christmas box with a halfeaten cheese inside. Before she gets ahead of herself, Laura warns Ron that she’s sensitive to accumulations. They remind me of my room when I was a little girl: big and messy. A space for toys and the rest filled with grown-up stuff. My 28


drawings next to a vacuum cleaner. If my parents bought a box of nails or a coffeemaker and it didn’t fit in the dining room or the office, they left it in my room. My room was never a child’s paradise. It was storage. Ron tells Laura the truth: in the landfill there are plagues of flies and vultures with furious eyes. It’s possible they’ll even step on rats. Did she know that rats have four digits on their front paws and five on the back ones? Blas—like Regina—interrupts me. “I don’t like this Ron character. He’s a psychopath in disguise.” Those evenings, I tried to convince Blas that Ron de las Heras didn’t exist, even though he had curly hair and a nice smile. He was a fictional character. A poetic garbage collector. “Can you imagine a garbage man saving your life? Put yourself in that place: you go to throw out the trash and it’s the best part of your day. The black of night, a solitary star struggling to shine, and a great philosophical conversation about grease and humanity. Doesn’t that sound moving to you? If you come with me to the tunnel someday you’ll see the build up of gross shit . . .” “You don’t have to go on about it, Lorna.” Blas was insecure and spied on me. I wrote new sentences in the story—which I Was going to call “The Filths”—and he’d come over to the computer, authoritative. There was nothing I could do but stop writing. It was obvious he didn’t like my plot; he made faces like he’d just lost a game. Like when I didn’t remember our anniversary. “How long have we been together today?” “Seven years, two months, and three days.” “Look at that, you remember.” “Of course I remember!” 29


*** The second class with Regina Katmandú was less chilly. I’d even describe it as close. We sat together, whereas before a large section of table had separated us. We were finally able to look each other in the eye. She read my piece and didn’t think it was bad: she thought a visit to the landfill sounded unsettling. She explained that I had built a powerfully fragile story that could be destroyed in a single moment of distraction. “Words are like human relationships. They break. Explode. Burn. Die. They turn against you. They flee. They shake. And you write in spite of it, with cuts on your fingers, gritting your teeth; you write against a gravitational force that consists only of emulating the great works of literature. Can you add anything to The Waves by Virginia Woolf other than a cheap version of yourself? One must seek the devastation one carries inside, the spiritual shocks that dissolve in the body and can’t be felt but suddenly appear, materialized, rough as a blow from a bull. How badly do you want to finish your story, Lorna Garrido?” That’s when Regina grew tired of explaining. She sank down in her chair and her eyes turned dark, half-closed. She took out her thermal water spray and shook it with gusto. “It’s hotter here than in Macondo.” She was still worried about my weaknesses. She got up, growled, paced the classroom. Her doctor had ordered her to exercise her legs. “Lorna Garrido, your weaknesses.” 1. A sickly tension. 2. Sensationalism. 3. Suicidal thoughts. 4. Grayish tone. 30


“What do you mean by grayish tone?” I wasn’t making progress and my body was begging me to quit the class. To stop writing. To say goodbye to Regina and her grandiose eyes. Forget the tunnel, Ron de Heras, and his landfill of love. But Regina hugged me. She hugged me for a while. And this made me feel a little more valuable. My residual spaces held up but she was turning soft, becoming one of those human pillows that some people can be. Sensitive people, I mean. “I recommend acupuncture for your sickly tension. That’s how I published my first book: stretches of confinement and acupuncture.” Regina was a great admirer of Marguerite Duras. She wanted to be like her, her long struggle, and spent weeks at home, alone and forgotten with a bottle of wine. *** I started acupuncture the next day. I barely saw Blas now and we had a huge argument because we both wanted to take out the trash. He threw it in my face that I was looking for my true north. “You know what’s the north? Half-broken, pointy icebergs floating aimlessly. Is that what you want? You want to personify the North Pole? I know that you’re waiting for midnight. I see you get anxious. Checking your watch, setting your alarm for when the garbage truck comes. Before, you used to stay with me on the couch and we would fall asleep, touching each other and being tired, don’t you remember? What a shame, Lorna Garrido. You’ve really changed.” Acupuncture was very calming. I went to a clinic on the outskirts of the city because the ones in the center were very 31


expensive. They asked if I had problems with clotting, fear of needles, thrombosis, or high blood pressure. I told them no, that the only thing I had was a feeling of overflow. I repeated it slowly: overflow. It was obvious the acupuncturists didn’t want to delve into my mental state. According to them, my anxiety fell within the median. In contrast, I looked at my reflection in the polished floor and saw one of those girls that pray a lot and get old quickly. It was embarrassing to bring up all of my weaknesses: poor taste, tragic sensitivity, repressed emotions, existential confusion, sickly tension, and sensationalism. Oh, and my suicidal thoughts and grayish tone. Where to begin? It didn’t matter. They only wanted to stick me. They had me there for thirty minutes, lying in front of a mirror with the needles inserted. I liked feeling shot full of holes, immobile. I felt the pricks all over my body. I was alone in the room and although they had firmly forbidden me to touch anything, I started to move the needles around and stick them in deeper. Enormous relief. Much better than regular acupuncture. I liked pushing the needles into my ankles best. If I just did it at home, I could save myself the trip to the clinic. I thanked them and said the sessions had been satisfactory. I wouldn’t be back again. In the sewing shop in my neighborhood, I bought pins, scissors, and a thimble. *** My life became routine. In some ways, I liked it. I’d been through so many hard times that now I only had to stick pins 32


in myself to get over the pain. A pin for each weakness. They even helped me walk through the tunnel. If I thought of my mother, I stuck three pins in my chest. If I argued with Blas, I stuck five in my arm. And if Regina listed more weaknesses in my story (I’m not talking about your story, these are in your heart!), I cut myself with the scissors. A gash on my belly. Writing hurt and here were the scars, puffy and scattered. I wasn’t going for a particular aesthetic, no pictures drawn on the skin. Just a comforting stab. Thanks to the needles, I had almost finished my story. Laura asks Ron if the rats bite. He answers that they might. And adds: we will be two intense, living beings among so much dead garbage. And then he tells her a secret, he gets close to her ear and whispers: you know what you won’t ever forget? The silence. You don’t hear a thing, because the vultures, the rats, and even the lice are at their own business. You’ll hear the crunch of the trash underfoot. You’ll hear your breathing and you’ll see it for the first time: black as misfortune. Another fact about me: a few months ago, I did a lady a favor. She had thrown the urn with her mother’s ashes in the dumpster by accident. And I went looking for them in the landfill. An urn with the image of Superman. I returned it to her. You can’t imagine her happiness. Regina Katmandú was of the opinion that my story was slowing down. Ron and Laura’s conversations were too long, and Luis, the boyfriend, hadn’t shown up for pages. The fact was that it still had its defects, but Regina’s attitude toward me had changed. Lately, she held my hand as I read. A bony, cold energy—like from a cemetery—ran though me. Renata and Yin, the students that joined us in class, had been relegated to the side and Regina didn’t give them a single compassionate glance. She latched onto me and her eyes grew 33


to such a degree that I thought of the painting by Magritte, The False Mirror. A great eye, the sky contained in the iris. For a minute, I thought I was inside an eye and not a classroom. And that the retina, the iris, the lens, all formed part of that imperious building named Absalom, Absalom! I think that was the class when Regina suggested to Renata and Yin that they could go. Away from literature, away from her artistic dictates. The next class would be private. Just us. They called it a tutorial. Very specific and advanced. “Lorna Garrido, your weakness is your orphanhood.” *** I was slowly losing my fear of the tunnel. It wasn’t that long, to be honest. I exaggerated when I said 130 feet. It was only thirty feet and my mother was there, watering climbing vines with an old hose. I was about to tell her about new automatic irrigation systems, but I couldn’t do it, in the end. When I was little, I could watch a sprinkler for hours. She’d never know it, but I was a great lover of sprinklers: the noise, the curtain of water, the prospect of the summer, a gush of youthful coolness. To cure myself of orphanhood, I had to stick myself with twelve pins and three wooden splinters I found in a doorjamb. At least now I didn’t have a never-ending list of weaknesses. Everything was summed up in just the one. I could barely move and pus and blood the color of raspberries spurted from my ankles and groin. I was soiling the bed where at one point the sex had been great. Blas was resting in the other room. He saw me and was shaken, but didn’t make a big scene. 34


I told him right off the bat that it was a personalized acupuncture treatment. It would be absurd to get worked up. I was fine. When hadn’t I been fine? Had he ever seen me in shock? Helpless? Overwhelmed? Misunderstood? Abandoned? I was just Lorna Garrido and I lived on a narrow street in Madrid. It took me hours to recover. I kept bleeding. I had to use bandaids and alcohol, something I had carefully avoided: I wanted to be strong, without accessories. Laura and Ron make their way to the landfill in a van. Why is the lettering in English? “CLEANING SERVICES.” She intuits that she’ll have to say goodbye to fruit trees, to the saturated hue of the Manzanares river, and everything that shines, in general. She doesn’t know Ron. It’s possible they’ll decide to stay there a month, a year, who knows. Maybe they’ll build a cabin out of jars of tomato sauce. When one arrives somewhere new, one has to let in the mystery, and proclaim it. Ron, for his part, looks enraptured. She had sworn that she would let herself go, give in, because her whole life had been a scrap of metal, an insult. If hers could be called “a life,” then let God come down and see it. But why was she complaining now, on her way to filth’s very center, with a man she loved or seemed very much to love? After the pin episode, Blas went to stay with his friend Marcelo. He lived in La Moraleja and had a guestroom. Friends of ours had fought with their partners and passed through there and had all returned home thinner, their faces oxygenated, since Marcelo of La Moraleja was a vegetarian and didn’t drink alcohol. It was like going on a boring natural therapy retreat. “I prefer it over fighting with you about the trash and sleeping on a blood-stained mattress.” 35


During those days of divorce and loneliness, I wrote seven pages in one sitting while sticking myself with needles. I bought some hypodermic ones inspired by a snake’s fangs: long and made of stainless steel. I had started putting them in my face. There was another kind, too, for diabetes. They were hard to find. The pharmacist wouldn’t give them to me until I made up a sister, Pamela Garrido, who was unconscious and needed them urgently. Those needles gave me a subterranean shiver and the tremors. We’ll arrive at midnight, Ron explained to Laura. It might sound stupid, but the landfill bathed in moonlight looks like a lake. We’ll be swans and you can kick around the junk you find on the path. Objects don’t feel pain, nausea, swelling, depression, jaundice, unlike human beings, who only how to inflict and receive pain, inflict and receive. Last month I climbed to the top of a palm tree. From up high I saw a tourist cleaning himself over and over. Disinfectant, antiseptic. But the biggest germ in the world is a freshly-showered human dropping lobster into a pot of boiling water. I finished my story as Blas was packing his suitcase. He was leaving me for good. He didn’t accept my pleas or let me follow him down the hallway. “Hand me that clock in the glass case.” He barely gave me time to ask about Marcelo. “How’s Marcelo of La Moraleja? Still growing wild nettle?” Blas wasn’t in the mood for chatting. “This was a difficult decision. How many years would it be today, if we were still together?” For the first time, I had no idea how long I had been with Blas. I felt free. And a little like a writer. And braver than ever. I 36


was moved. I called Regina Katmandú. She didn’t answer. I left a message on her machine. I thought about sending her postcard with a picture of Marguerite Duras. I was going print it out myself. There’s a very nice photo of her with her mother and they’re both smiling a little. Were we not part of the same family now? Tres vite dans ma vie il a ete trop tarde. I would buy her a very literary bottle of wine called Monólogo that I had seen in an organic food store and together we could drink it slowly by the light of a streetlamp. I decided then to leave the house through the narrow door, run down the sidewalk, stop and stand in front of the first dumpster on the corner. Someone had thrown away dried flowers and a screwdriver. I reflected on the relationship between the two objects. Blas was like a screwdriver, with his head and his adjustment system. And was I a dried flower? A monstrous insect? An overwrought woman afraid of tunnels? Mechanics and nature had been together a number of years. Maybe it was the rancid smell, but I got dizzy and had to lean against the rim of the dumpster. And amid the stench of reality and smoke of dreams, I remembered a sentence that had hounded me since childhood. “Don’t get so close to the trash, Lorna. One of these days, you’re going to fall in.”

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Pablo Herrán Mallorca, 1986

Is author of the novel Manuel Bergman (Dos Bigotes, 2017). He was named Mestre en Gai Saber (Master in the Art of Poetry) on his native island of Mallorca, after winning the traditional award for Catalan poetry Els Jocs Florals three years in a row. At twenty-one, he studied Film in New York, where he also worked as a scriptwriter, director, and film editor. He founded his own film festival based around themes of immigration, which he organized for five years. He also belonged to a collective of Spanish artists in New York organized by the El Centro Español society. He lived in the United States for eight years. His short stories have appeared in both national and international publications. He has contributed articles to a variety of magazines and translated an autobiography of the American photographer Weegee into Spanish. Currently, he lives between Madrid and Barcelona, where he writes for various media outlets including Vice, Shangay, and Gehitu Magazine.

When and why did you begin to write? I wouldn’t know when to say that I started writing. I surprised even myself a few years ago when I was clearing out boxes from my old room and found a notebook full of “stories” I had written as a child. I’ve always liked telling stories out loud, in writing, through images. As a writer and a reader, I’m of the opinion that the transmission of ideas, experiences, and feelings is an absolutely necessary activity for a person’s mental health.

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Which themes are you concerned with in your work? I’m more interested in characters than in themes. When a character starts to interest me, I explore the particular world around him or her and that’s where I find the themes to develop. I’m always looking for current characters that live life differently from the norm, those that can’t escape our notice because they see things another way.

Who are some of your favorite writers? Some of your early influences? Nada by Carmen Laforet was the first novel that I stayed up the whole night to finish. Later, I became obsessed with Carson McCullers, John Fante, and Bashevis Singer.Without a doubt, those writers introduced me to the kind of writing I find most attractive.

As a fiction writer, which innovations or novelties have you come across in books published in the last few years? Which trends do you find most interesting? I have the sense that today’s writers want to synthesize as much as possible without losing literary quality as a result. No one is writing the biblical volumes of old, which seems like a logical tendency for our times. I think some recent books have been written so simply, so plainly, that they’re brilliant.

In which time and place would you have liked to be a writer? It sounds cliché, but I would like to have been a writer in a place as full of stories as New York, but before the city became the showcase it is now.

If you’re working on something at the moment, could you give us an idea of what you’re writing? I’ve finished a second novel called Mientras pudimos (While We Could). It’s a spin-off of Manuel Bergman. One of the minor characters from the first novel becomes the protagonist of the second. Despite that commonality, their stories are completely different.

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MANUEL BERGMAN (Excerpt from the novel Manuel Bergman)

I heard him open the door but I pretended to be asleep. Mila was a few yards to my right. His voice sounded close. A normal voice, youthful, male. Nothing special. Two hands that felt enormous when he touched me, gripping my shoulders and giving me a little shake. “Nice to meet you, Jorge. Lus’ka told me that you have to get up early to go somewhere. It’s after ten . . . Do you have time for breakfast?” The charm of his black eyes hadn’t been the work of the photographer. They were his, real. Exactly like in his photos. This guy was no longer just a picture on paper. “Hi, Zhenia,” I managed to get out. “You have to eat,” he insisted, releasing my shoulders and leaving the room. Mila sat on the windowsill. She looked out on Central Park, a mug in her hands. The sunlight fell on her perpendicularly, illuminating half her body and leaving the other side in shadow. I sat up against the pillows and she turned toward me. The light on her face shifted. “I only drink coffee in the morning,” she said. “I can’t eat a bite of anything solid for an hour and a half after I wake up. At least.” 41


She kept her eyes on me as I gathered up my clothes, piled against the back of a chair. She studied every inch of my body. Once I had dressed, she made an unenthusiastic gesture of approval, like she was giving me a six out of ten. “I’m always really hungry when I wake up,” I said, more conscious than ever of my skinny stomach. “I keep telling Luk’sa that she needs to make more of an effort,” Zhenia said from the kitchen. “I’m sure that if she ate in the morning, she wouldn’t spend the rest of the day eating like a cow.” He wore track pants and a low cut, sleeveless V-neck T-shirt which almost left his torso exposed. A smooth, hairless torso, and a nipple as brown as a chestnut. It didn’t surprise me that Mila hadn’t given higher marks to my underwearclad appearance, living with this strapping tower of a man. His muscles flexed in various voluminous shapes as he opened and closed cupboards, drawers, the fridge . . . I even noted a powerful pectoral contraction as he poured cereal into a bowl. “Who’s Luk’sa?” I asked. “Me,” Mila said. She looked like she was falling asleep next to the window. “That’s what he calls me.” Even though Zhenia had also said that she ate like a cow, she was bursting with pride over her nickname. “You know, Jorge? Only people who wake up hungry will devour the world. I can tell immediately if someone doesn’t eat breakfast. They drag their bad mood around with them. Skipping breakfast causes depression and lack of concentration, did you know? People don’t take breakfast seriously and then they slit their wrists. You have to start the day with a good dose of sugar and vitamin C. Do you like blueberries?” “Yes.”

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“That’s perfect!” The Belarusian sat beside me so he could watch me consume the cereal apparently required not to slit one’s wrists. “So. What’s your story?” he asked. I didn’t know where to begin. The starting point is arbitrary when you don’t have a story. “He broke up with his boyfriend,” Mila answered for me. I shot her a furious look. It wasn’t very respectful to reveal the confidences of the night before. “That’s perfect!” Zhenia celebrated. I wasn’t sure why blueberries and my break up were equally “perfect!” issues, but I shook the hand he held out to me in congratulation anyway. Mila clapped from the windowsill. They were overjoyed. “New York is not a city for falling in love. You’ll have your chance when you move somewhere else. I’m sure you didn’t come here to get a boyfriend. Why did you come?” “To be a screenwriter.” “Obviously,” said Mila, “with a face like that . . .” Zhenia looked at his roommate mockingly. “He said screenwriter, Luk’sa, not actor. Dummy.” It was obvious that no one had ever explained the difference between these two professions to this girl. She looked at me like I had suddenly become a complete stranger. “I can tell that you were born to be a screenwriter, Jorge,” Zhenia said, his eyes half-closed. “How can you tell?” I was skeptical. “By your eyelids. Intelligence is reflected in the shape of the eyelid over the eye. I bet you have a lot to say. You are a smart guy,” he stopped to scrutinize my eyelids, his head tilted to the side, as if he needed to check his assertion from

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another angle. “But now you are in the jungle and here, in addition to being smart, you need to be smarter than the rest.” He stiffened his neck. “You have to fight to move up, like trees when they grow all close together, one on top of the other. No one deserves to live in a ghetto like the one you were living in when that crazy woman threw you out. And definitely not a brilliant screenwriter like you, Jorge. Do you know who Dostoyevsky is?” “Yes.” “Do you know what Dostoyevsky said about where we live?” “No.” “Only in great houses are great ideas cultivated.” The voice that had sounded common when I first heard it had started to give me another feeling. Now that I was awake, the voice had form and temperature, like you could hold it in your hands. First there was the Belarusian girl who couldn’t have cared less about my situation, then Mila, whose head was a mess, and now here was Zhenia, the third Belarusian in the story of my life. A Belarusian par excellence: his warm, full voice as persuasive as a magic flute. “Look around you. Better than that shithole in Brooklyn, isn’t it?” He leaned back, balancing on the back legs of his chair until I answered. “Yes.” “I’m an artist, too. Like you. Do you know the worst thing that can happen to an artist?” “No.” “Becoming a waiter. We artists need time like we need water. New York restaurants are cemeteries of wasted talent. Would you like to hear my story?”

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“Yes.” “I came to New York four years ago with less than two thousand dollars saved . . .” he paused a few seconds before revealing the ending. “Now I pay four thousand a month in rent.” He slapped his hand down on the table, then stood up and turned around, as if that said it all. “Do you want to know how I got here?” I was starting to suspect that what Zhenia really liked was getting monosyllabic responses. “He already knows,” Mila jumped in. “I told him last night.” He told her to be quiet. Apparently he wasn’t referring to his occupation. “This book,” he told me, reaching for one of the two books in Belarusian stacked on his nightstand. He lay down on the bed, his legs kicking in the air. “Here is everything you need to find what you’re looking for, Jorge.” He stuck his fingers between the pages and opened to a section highlighted in yellow. He read me the passage slowly, translating each word carefully. “Talent, perseverance, and an ironclad will to triumph are the ingredients necessary to achieve success. This recipe was followed by the great men and women who weren’t content to follow the majority, the herd. What set these people apart from the crowd is that they had the courage to start, and once they were on their way, they never gave up.” I had the impression that this new acquaintance knew more about me than I’d had the chance to tell him. I looked at him with a mixture of admiration and shock. “How old are you?” he inquired when he finished reading. “Twenty-four.”

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“You don’t have much time left. Nobody wants a twentyfour year old dick if they can have one that’s twenty-three. After twenty-five, forget it. Too late to start.” I was silent. Had he said dick? “You just need to go where the dirty old men with money go and tell them that you miss mommy and daddy,” he explained. “There are many who would be willing to pay your rent in Midtown in exchange for a little pity and a lot of excitement.” “They love when I dress up like Pocahontas,” Mila added. “That’s the secret,” he concluded, tapping his pointer finger against his temple. “You have to be smarter than the rest. Not everyone makes it to the top.” Zhenia wasn’t interested in wasting time and I had already wasted plenty of it. But still, he was talking about prostitution and getting a place in Manhattan and I was thinking about movie scripts and making a living from writing. He was talking about reality and I was talking about fiction. He was making the case for becoming a gigolo and it was all starting to sound wonderful. “What if one of the old guys gets violent?” I proposed. “We’re constantly surrounded by people that could surprise us. What if Sveta had been a serial killer? What if Luk’sa and I are crazy?” My thoughts exactly. “You guys aren’t worried about going . . . nuts?” I recognized their complicity in the instinct to look at one another, to reaffirm their subjective discretion, to stick together in this whole scheme of a life they’d set up high on 58th. “Why would we wind up crazy?” he said, defensive. “You think you don’t pimp yourself out, Jorge? We start

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selling ourselves the moment we accept the rules of this shitty world. What?” he asked, sensing my judgment. “We don’t sell drugs or guns. We offer beauty and youth. What’s so bad about that? Believe me, half of the people in New York have done the same thing. And the other half hasn’t because they’re ugly.” The darkness of his eyes was having a hypnotizing effect. “It’s twenty to eleven, honey,” Mila warned me. “Where did you say you had to be so early?” I couldn’t think of where I had to go, but in her interjection I recognized my mother telling me to skedaddle. The nipple that escaped from the loose fabric of Zhenia’s T-shirt and his sweet and sour voice were devouring the last remnants of my good sense. “Shit! I’m not going to make it! I have to be there at eleven!” Mila followed me to the entryway. The palm of her hand landed on my back and my heart skipped a beat. “Take these keys with you,” she said. “We might not be here in the afternoon.” There was much too much city in this part of the city. It was unbearable. I crossed Madison Square Park as quickly as I could in the direction of the Village, where the sky is nearer to the ground and one doesn’t lose their head so easily. At Fifth and 12th I stopped and looked to the top of the tall gothic tower, its columns climbing the building’s face and ending in a point. I was already late and sweating profusely, but I had arrived in a safe place at last. I felt calm as soon as I stepped onto the stone path that led to the Village Presbyterian Church. “The service has already started,” the man at the main door whispered. “If you don’t mind, take the stairs to the mezzanine.”

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I would be able to recognize Fabio’s curls among thousands of heads of hair, especially somewhere predominated by graying and baldness. I sat in the pew closest to the balcony railing and looked for him. Despite his recent interest in Bible reading, my ex-boyfriend’s tropical curls clearly hadn’t shown up in church that Sunday morning. The organ sounded three deep notes and a tremendous chorus of at least twenty-five people erupted from nowhere. When the music stopped and the pastor climbed into the pulpit, I sank down onto the wooden seat, my arms crossed. From where I sat in the side nave, I sensed that I could guess the common denominator for those gathered there: the search for relief in the dogma of faith. We had weak, romantic minds. We sought, in some form or another, the security of everlasting love. But Fabio wasn’t there and God hadn’t been for years, either. The little shelf compartments crowded with Bibles and hymnbooks also contained pencils and stacks of offering envelopes. I rested an envelope on the hard cover of a Bible. My words were ready to tumble headfirst onto paper. A small plane is suspended in the air. It doesn’t rise, it doesn’t fall, doesn’t come or go. It stays right where it is, as if pinned with a thumbtack. One of the few other people in the nave approached me from behind and touched my shoulder. I turned to him, anxious to return to my piece of paper. A black man built like a brick house offered me his hand. “Jorge.” I introduced myself, convinced he had the wrong person. “Peace be with you.”

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As soon as my hand was free, I got back to filling the envelope. Inside the plane there is a pilot and two adventurers. I say adventurers because they dared each other to go skydiving and they have reached the point of no return. The pilot has been holding for the jump for several minutes now. Both figures step to the edge. They’re somewhat nervous. To be honest, they’ve never been more terrified. They’re a couple. It’s impossible to tell them apart at the moment because they’re wearing the same jumpsuit and the same helmet, they’re both thin, they wear more or less the same size. One of them is me, by the way. The one on the left, or the right. No way to tell. “One, two, and . . .” They jump before three. They’ve skipped a number. They choose to be together, even in the immensity of the sky. They goof off, posing in the air, weightless. They laugh at their jowls rippling in the wind. They shout “Geronimo!” and have fun doing the dumb, typical things people do when they’re in the air and everything seems easy, light, eternal. They feel the rush on their faces. Adrenaline. They’re birds. They look at each other. Hold hands. They’re in love. Birds in love. Parakeets. Peace doves. Peacocks. Pura vida. But watch it now: they think they’re flying but they’re not, they’re falling. Plummeting. The ground—cement, rock, glass—is getting closer. Their pleasure is vanishing by the moment and they must prepare for the landing. They must let go of each other and be attentive now. They don’t have a choice: they let go and pay attention. The process should be easy and the pilot explained it three times before take-off. Each backpack contains two parachutes. The main parachute opens with the rings on the chest harness.

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There’s an emergency parachute, as well—just in case— which is activated by the rings near the armpits. Pull, and the parachute comes out of the backpack and inflates. That’s it. One of them—of us—is frozen. He’s already pulled the rings on both the harness and at the armpits but neither parachute has opened. Once he accepts that this unbelievable thing is happening, he starts to panic. It’s an inevitably discreet panic, because with those helmets on it’s impossible to make out their expressions. The individual with the faulty parachute throws himself onto his partner’s back. He holds him tightly. He wants to ask for help, but it’s hard to articulate when in shock. He wants to tell him that he loves him, too, that he wants to marry him, that he has been happy with him, and that he’s about to die in a brutal, absurd accident. The individual with the functioning parachute doesn’t understand what’s happening and just tries get the other off his back. He wants to tell him to quit playing around, to go away, what the hell is he doing, asshole, son of a bitch. With his partner on his back he can’t open his parachute either. The pressure from his body blocks it. He’s dragging him down to his death. Impact is unavoidable. They can make out the shape and color of the rocks below. They pass through the most contaminated swath of sky in a hellish embrace. From the mountaintops, from the city’s tallest skyscrapers, their final wishes can be heard: “Save meeeeeeeeeeee!” “Let me goooooooooo!” I crumpled the envelope in my fist and hid it in my pocket. I had seen him. It was him. As if my words had conjured him there. He was walking so soundlessly that God himself wouldn’t notice he had arrived a half hour late.

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He still hadn’t seen me, though he was barely a foot and a half away. I had run in terror from 58th to 12th to find him, and now that he was in front of me, I just wanted to hide. “Hey, Fabio.” Astonished, he whispered: “Jorge . . .”

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Natàlia Cerezo Barcelona, 1985

I was born in Castellar del Vallés, a small town not far from Barcelona, right in the middle of the 80s. I grew up wanting to travel and read. Since I read everything I could get my hands on, I started to study Translation and Interpretation, which allowed me to spend a year in both Copenhagen and Taipei. When I finished at university, I moved to Barcelona into a sixth floor walk-up with a huge terrace from which I could see an inch sea. Five years later, I moved back to my hometown with my cat and my partner. I published my first book of stories, En las ciudades escondidas (In Hidden Cities) (Rata 2018), which won the Ojo Crítico for Fiction that year. In addition to reading and writing, I like cats, sharks, and Spanish omelets.

When and why did you begin to write? I don’t remember. I think I was always writing, ever since I was little. I do remember one of the first things I wrote, by hand on horrible graph paper. They were stories my grandmother told me.

Which themes are you concerned with in your work? I don’t think much about theme when I sit down to write. I’m more interested in the feeling I want to transmit and the story that will help me achieve it.

Who are some of your favorite writers? Some of your early influences? I have many: Katherine Mansfield, Alice Munro, Mercè Rodoreda, Sylvia Plath,Virginia Woolf, Carson McCullers, James Salter…

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As a fiction writer, which innovations or novelties have you come across in books published in the last few years? Which trends do you find most interesting? I’m not up on innovations and trends at all. There are so many good things to read, from last year or 500 years ago, that I feel like I’ll never have time to read it all. This is such an unpleasant feeling that I just go with the flow and choose what I like, because of the author, the book itself, even the edition.

In which time and place would you have liked to be a writer? In the 20th century in the US or Canada, partying with Dorothy Parker in New York or cut off by snow in some remote Canadian village.

If you’re working on something at the moment, could you give us an idea of what you’re writing? I’m always writing stories, but I’m not working on anything in particular. The last thing I wrote is in “quarantine” (I always let the stories breathe a bit and don’t re-read them for at least a few months, so see if they’re any good), so they’re not ready to show to anyone.

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HOW CAN THIS MAN BE MY FATHER? (Story from Las ciudades escondidas)

Winter. A clear day. We were hauling a shipment of something really far, up north. I don’t remember what. Papa put his things in the cab and checked that all was in order before we set off. I watched from the passenger seat as he rooted around in the engine, staining his shirt with grease. Then he got a hose and sprayed down the truck. He had named it, like a boat: faded blue letters stuck on the inside of his door. Papa drove all day and we only stopped to eat a couple of sandwiches at a rest stop. The ground had been left untended, with patches of neglected, brown grass. We ate quickly at a cold stone table and threw the tinfoil and orange peels in the empty trash bin. The truck vibrated and roared and Papa was quiet. He drove with his eyes on the highway and his hands tight on the wheel. The sun was setting and the hills and fields turned violet. Our headlights lit the road and the passing cars. One had its interior light on, and inside a woman was looking at a map. She had it spread open, taking up almost the entire windshield. She was tracing a route with her finger and showed something to the driver. I saw them 55


for just a moment. Then the light went out and the car sped off. We stopped at a truck stop to spend the night. Crossing the parking lot, we passed by trucks and people shouting in the direction of the restaurant’s colorful lights. Papa walked ahead, his head bowed, his stride long and hurried. We sat at the bar and Papa shook hands with the waiter, a big man who made us a hot dinner and gave us a piece of cake on the house. They chatted a long while and I did the crossword in a newspaper someone had left behind. Other truckers saw us on our way back and greeted Papa and gave him little slaps on the back. They asked me if I was his daughter. I said yes and stuck out my hand. Papa held me by the shoulders and it hurt a little. We got the truck ready for the night. We covered the bunk mattresses with flowered sheets and wool blankets. Papa turned on the overhead light and cracked the windows and said he was going to get a coffee and would be right back. He left with a slam of the door and I heard him walk away. I put on my pajamas behind the curtain that divided the cab in half and turned off the light. I climbed up on the top bunk and covered myself with the blanket. I heard rough voices, growls, creaks, horns beeping. A strong smell of gasoline. I couldn’t stay still. I tossed and turned, lay on my back and grabbed my knees. The blanket was itchy and I kicked it off the bed. I thought about the summer Papa brought me with him in the truck. It had been very warm. I rode with my arm out the window the whole day, making waves against the furious, hot wind of the highway and got sunburned. Papa took a bottle of lotion from under his seat and spread it on me gently. He told me that with a sunburned arm I was a real trucker now and we laughed. We spent the night at a rest stop with no streetlights, lost in darkness. Papa shut off all the lights in the truck and took two folding chairs from 56


the cab. We at a light dinner, just sandwiches and fruit, and we looked at the stars and Papa told me his stories and adventures, like when he found a fox in northern France or when it rained so much that the road became a river and he started to float and didn’t spend a single cent on gas. It had gotten little cold. I grabbed the blanket from the floor and saw an insect on the ceiling. It was hanging upside down, moving its wings, before it started to fly around, buzzing. I thought maybe it had hidden in the truck since the summer and would die in the cold if it flew outside now. I closed the windows. Every time I was about to fall asleep, it struck the glass or buzzed past my ear and woke me up, until I didn’t hear it anymore. Papa came back at daybreak. I woke to the smell of hot coffee and the sound of the engine turning over. I opened one eye and saw him through the gap in the curtain. He drank from a steaming thermos that fogged the windshield, like breath. I sat up and pulled back the curtain. We were on the highway, grey in the dawn light. I sat in the passenger seat in my pajamas and Papa handed me a croissant in a paper bag and a cup of hot chocolate. We passed through enormous fields and reached the cold northern forests. We left the highway and took a narrow, winding road. The asphalt was damp and the trees were tall and leafy. An opaque twilight trailed us the whole day, and then suddenly, the sky was dark. Rain was falling when we got to the border. There was a long line of cars waiting, thousands of red lights, and Papa told me to go to sleep. The rain tapped on the roof and cold air blew through the open window and stirred the curtain. I covered myself with the blanket, and when I woke again, we had started to move. We stopped at a gas station for breakfast. Papa had been driving all night, like he had done many times before, but that 57


day he said he needed a nap. He yawned, got in the bottom bunk, and fell asleep. I finished eating and sat there, not knowing what to do. Outside, it was still raining. Papa snored and tossed in his dreams. I couldn’t find an umbrella under the driver’s seat, but there was a raincoat, much too big for me. I jumped out of the truck and into a puddle, soaking my shoes and the hems of my pants. The water was cold and dirty, muddy, and the rain dripped from my hood and wet my nose and bangs. We must have been close to the border, because there were lots of trucks from different countries. They looked like sleeping beasts and I tiptoed past them. I looked at the license plates and into the cabs. Most of them were empty, but in some a driver slept or read over papers or smoked. There was a little white shack with a few gas pumps and a shop. I walked behind it and found a grassy meadow leading to a cliff from which you could see the whole valley, covered in mist. I spent a while there. I lay down in the grass on my stomach and stuck my head out over the edge. The whiteness of the fog was blinding, so thick I could have plucked it like a piece of cotton. It lifted slightly, cloaking the twisted trees on the cliff side and touching my face. I closed my eyes for a moment. A cool hand on my forehead during a feverish night. When I opened my eyes, everything was white and it was still raining and I went back, guided by the sounds of the trucks in the parking lot. I passed close by the hut, where a group of truckers stood under the tin roof, keeping out of the rain. “Hey, you there!” one of them shouted, a big man, hairy as a lion, stepping out from the fog. “Aren’t you Marc’s daughter?” I stopped and said yes. “I thought so. I’m Aitor. I see your dad a lot on the road. You probably don’t remember, but we met a few summers ago. You were a really bright little kid. How old are you now? 58


“Fourteen.” “Time flies. My kids are more or less the same age.” The man lit a cigar and I watched as he rolled it between his thumb and forefinger. Out there in the rain, he was looking at me the same way everybody had looked at us since the end of the summer, when Mama left. “I heard you’re keeping him company for a few days. You like traveling with him?” I nodded and tied the cord on my hood tighter. Thunder rumbled in the distance. “I have to go, Papa’s waiting.” “We might see each other up ahead, if we’re doing the same route. Tell him I said hello.” I ran back. I had trouble finding the truck in all the fog. Finally, I saw its shiny white snout. Papa opened the passenger side for me and I climbed into the cab, holding my socks and shoes so I didn’t get the floor dirty. Papa asked me where I had been and I told him I had gone to explore and that Aitor said hello. He nodded and turned on the heat. I took off the rain jacket and once I had gotten changed, and we started to drive. In the rearview mirror, I saw that the trucker-lion pulling up to pass us. He honked twice and Papa answered, raising his arm out the window. The forest seemed to never end. The trees were narrow and very close together and the road rose and fell, a constant flux. We made our way slowly, the truck snoring like a sleeping bear. Sometimes a squirrel ran out in front of us, leaving little tracks in the snow on the side of the road and racing up the trees dripping slush. We stopped at a gas station in a small village. There we ran into Aitor, smoking and leaning against his truck. He was taking the same road, heading north with an urgent shipment of plastic flowers. 59


We had dinner in the bar next to the gas station. It started to snow when they brought the soup and by the main course it was piling up against the window. It could ice over during the night, the waiter warned. Aitor ate the last two bites of his stew and said he couldn’t risk getting stuck and that he would leave right then. He would cross the forest that same night and sleep the next day at an inn on the other side, where they knew him. He left without dessert. Papa watched him disappear behind the curtain of snow and asked if I felt up to doing the same. I said yes. Papa asked them to fill his thermos with coffee and we left. Our headlights lit up the road and the snowflakes as they flew, pushed around by the wind like ashes. We could hardly see. Dry tree branches scraped the roof. The windshield wipers rose and fell with the tick tock of a clock and Papa gripped the steering wheel. Every now and then, he took a swig from the thermos and the coffee’s warmth spread through cab. I wondered if he was used to this: the road at midnight, lit only by headlights, coffee keeping him awake, eyes red with exhaustion. Maybe one night, I thought as I gripped my seatbelt and the truck roared like a motorboat on a dark lake, maybe one night he stopped to sleep, thinking it wouldn’t snow, and woke up blanketed in it, the truck entombed, the cargo frozen. We’d only gone for three hot, sunny days on that other trip, doing a run not far from home. The truck was a little newer then, the letters on the side of the door hadn’t faded. And when we got home, Mama was waiting for us. Papa stopped on the road shoulder clear of snow and asked me to help him put on the chains. He spread the chains on the ground while I held the flashlight, then I directed him as he backed up over them before fastening them on. 60


We drove very slowly. Papa didn’t take his eyes from the road and his coffee went cold. The forest shone in the light of the high beams and the snow fell, silent like us, like the rest of the world. I saw the rose for just an instant, red as a coal in the middle of the road. We drove over it, burying it in the snow. “Did you see that? It looked like a flower…” Papa shrugged. “Sure it was nothing.” But flowers kept appearing: roses, magnolias, lilacs, and orchids, like a wedding, bright and stiff, half-covered in snow. I didn’t notice at first that Papa had braked and the truck was skidding. I covered my head with my hands and the belt jerked against my chest, leaving me breathless. The truck came to a stop and Papa got out and ran through the snow. I saw Aitor’s truck, overturned. His cargo scattered along road, the plastic flowers, false spring. I don’t know how long I stayed in the truck. I saw Papa reach the cab, now upside-down. The sound of the engine, the wind, a frightened voice, sharp and broken. Papa shouting, or Aitor, calling for help. That voice drove me outside. The wind numbed my face and forced my eyes half-shut. I crossed the road toward the darkened cab. The windshield was broken, the body smashed in. Snow blocked the windows and there was a trail of red and a little ways away, two bodies. I turned away when I saw them, my hands at my mouth, a stifled scream. The headlights were blinding. I closed my eyes. I heard another voice, then. A calm, serious voice—a voice I knew. Papa. Papa was speaking to me. “Nora, stay calm. Get the blankets and the first aid kit.” My heart in my throat, I brought the first aid kit and all the blankets, scarves, shawls, and sweaters I could find. Walking back, I stepped in a black puddle of melted snow which spread 61


across the asphalt and reached Papa’s hands, stained red as he pressed on Aitor’s leg. He had taken off his sweater and was making a tourniquet with his shirt and a stick. He grabbed the blankets and the clothes and covered Aitor carefully, wrapping his head in my scarf. “I’ll be right back,” he said. He put his sweater back on. “Stay with him and talk.” He ran to our truck and I heard the cough of the radio. The hazard lights flashed on and I saw him take out the safety signals and put on a reflective vest before disappearing into the darkness. “Someone will come soon,” I said. I knelt beside Aitor. His eyes were open, but he didn’t move or speak. Papa had covered him so well that I could only sense his breathing from the condensation he exhaled. He looked blurry and yellow in the blinking lights. His face was cut and swollen. Snowflakes fell on his forehead and eyelashes. I took a cotton ball from the kit and cleaned them slowly, barely touching him, until the melted snow slipped down his cheeks. He was shaking. The scarf was coming loose and he had stuck a rigid hand out from under the blankets. I covered him up again, took off my jacket and wrapped it around him. I lay down next to him and held him until he stopped shaking. The asphalt was freezing, but the snow felt almost warm. I covered us, like a mother. I felt the distant beat of Aitor’s heart; he shuddered and I held him tighter and told him everything, about those days with Papa, the kilometers we’d done, the things we’d seen. I held him and talked. Papa was coming, weighted down with boxes. Our eyes met and it was like we were seeing each other after a very long time. He tipped out the boxes, blanketing us in flowers. They fluttered with Aitor’s faint breath, like they 62


were alive, and tickled our noses. They smelled like our closet at home. Papa emptied every last one of boxes and sat down next to us. He took my hand and squeezed it hard. “Everything is going to be okay.�

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Alejandro Morellón Madrid, 1985

Grew up on the island of Mallorca where he learned to read, walk, and count to one hundred. He has published the short story collections La noche en que caemos (The Night We Fell) (Eolas, 2013), winner of the 2012 Monteleón Foundation Prize, and El estado natural de las cosas (The Natural State of Things) (Caballo de Troya, 2016), winner of the 2017 Gabriel García Márquez Hispanicamerican Prize. He currently resides in Madrid.

When and why did you begin to write? I started writing in grade school. On one of my first language exams, for example, I wrote a rap for my friend’s birthday instead of answering the questions. I failed, obviously. In the beginning I wrote because it was fun to do and later because doing it revealed other aspects of reality to me. Words were a way to read to the world.

Which themes are you concerned with in your work? Exile and otherness, enigma, fragments, the terribleness of fate.

Who are some of your favorite writers? Some of your early influences? In the beginning, there was Poe, Mary Shelley, Kafka. Later, Dino Buzzato, then Italo Calvino, then Angela Carter, then José Donoso, Clarice Lispector, Antoine Volodine, George Saunders, Armonia Somers.

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As a fiction writer, which innovations or novelties have you come across in books published in the last few years? Which trends do you find most interesting? I see trends in non-fiction and autofiction, but I personally prefer to read fiction, whatever that may mean, sometimes labels can be castrating. I’m thinking about books by Rita Indiana, Rodrigo M.Tizano, Mariana Enriquez, Rubén M. Giráldez, Mónica Ojeda, Eduardo Ruiz Sosa, Liliana Colanzi, for example.

In which time and place would you have liked to be a writer? The Italian Renaissance.

If you’re working on something at the moment, could you give us an idea of what you’re writing? My first novel, Caballo sea la noche (Horse Be the Night), will be published by Candaya in late 2019. It’s a book about a place where schizophrenic and the oneiric meet, a place that gives shelter to people who have wanted to flee, hideout, shut themselves away from society.

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TA I Story from La noche en que caemos (The Night We Fell)

Her water breaks at dawn. He doesn’t know how to drive, so they call a taxi. It’s raining, not hard but enough so that the streets look blurred and slippery through the windshield. A fine layer of grease dissolves in the water and runs down the window. This doesn’t seem like a good sign; nothing has since they got out of bed. They still sense the chill night air and the absence of light on their street, exactly twenty-four minutes from the hospital. They did a dry run a few weeks ago, to make sure they had everything ready. He had gathered what they would need for the hospital: toothbrush, basket, pajamas, the slippers someone had given her for labor and which she hadn’t wanted to wear beforehand. We did everything right, they looked at each other and seemed to say. Later, in bed, she touched the flannel slippers she still hadn’t worn. “For when Guillermo is born.” But when the day arrived, the real day, nothing went as planned from beginning. That’s the way it is, nothing one can do. First, she had been dreaming about swim class when her water broke and as a consequence her body hadn’t responded until well into the morning. Then, the taxi that showed up 67


outside their apartment didn’t inspire any confidence: an old car, faded paintjob, ancient stickers on the windows, a missing rim, neither of the sideview mirrors turned outward. “Which company did you call, Jaime?” “Get in, honey, you don’t want to have the baby in the street.” “This car is a piece of junk,” she whispers to herself as they walk toward it. “It’s even missing part of ‘taxi.’” He looks and sees that, in effect, the X has peeled off. The sign now reads TA I. Thirty-two minutes later, it occurs to her to check the time. “Hey, are we far?” she asks. “Just about there.” They barely hear the cabbie’s metallic, whistling voice over the music coming the speakers, a Machín tape the man has been listening to for who knows how long. “Jaime,” she whispers to her husband. “This isn’t the way to the hospital.” He squeezes her fingers tightly to calm her as he shakes himself awake. He doesn’t move, except to twist his mouth and speak quietly: “He’s a cab driver, hon, he knows the shortest way.” She’s about to reproach him—no way, it doesn’t take this long to get there—but before she speaks, the first strong contractions begin. “Sweetie, are you ok” he says, squeezing her hand a little harder. “I just want to get to the hospital.” “Can’t you go a little faster?” the husband says to the driver. “Just three or four streets to go,” the cabbie replies, his face impassive. One could almost say, if it wasn’t too strange, that he imitated the voice of the singer The car turns, turns again, goes down one, two, three, different streets. Her pain intensifies. 68


“For the love of God! Where are we?” Her eyes are open wide, her mouth contorts, she clutches her husband with a hot hand, dripping sweat. Fog forms on the windows. The husband sweats through his shirt. “We’ll be right there, ma’am. Just two streets away.” “Jaime, I want to get out of this fucking taxi.” “Don’t get angry. He’s just doing his job. It’s got to be the traffic.” But there isn’t any traffic. He’s puzzled, too: he thinks he may have heard a strange inflection in the driver’s voice, the slight hint of Cuban music in his speech. Even so, he doesn’t do anything. He looks out the window and tells himself that any minute now they’ll see the Emergency Room entrance and he can become a father and he will learn how to drive and he will never have to call a taxi again. “Oh, my God…” “What? What’s wrong, honey? Is it bad?” “The slippers … we forgot the slipppers,” she says. “Don’t worry about that right now.” “No. No. You forgot the slippers.” “I’ll get you new ones . . .” “You don’t get it, you don’t get it at all. I want those slippers, they were so nice…” And then she crumbles, cries as her face cracks with pain. “Breathe, breathe,” the husband says, looking furtively at the driver. He appears to be smiling. His mustache is really very black. Could he have possibly turned up the music? The maracas explode and he hears more percussion: the drums, bongos. “The music…” “You like it ¿eh?” “Actually, I was going to ask you to turn it down a little. She’d be more comfortable.” 69


“Machín is a bolero icon,” the cabbie answers, completely ignoring his request. “Did you know he died twelve days before Elvis Presley? You know that song, ‘El Manisero’”? “No, but…” “I’ll put it on for you now.” “Excuse me, we want to get to the hospital as soon as possible and…” He can’t finish his sentence because the sound of a trumpet reverberates throughout the inside of the car and now she shouts in pain. “The baby’s coming, Jaime! Tell that asshole to get going or I’m going to report him!” In response, the driver hums “El Manisero” and even takes the liberty of releasing the wheel and pretending to shake the maracas. The faded old car makes two turns, takes a roundabout, curves to the left, and merges onto the highway. Maníííííííííí… “Faster this way,” he says, but they don’t hear him, neither one. She doesn’t hear because she’s pushing with all her strength and the only thing she hears is the ringing in her ears. He doesn’t hear because he’s fixated on the fragile, gelatinous shape that’s emerging from between his wife’s legs. I suppose that must be a child, he thinks to himself. Gross. And then: push, push, push a little more; grimace of pain, insults, damp hair on her forehead, drivefastermotherfucker, legs in the air, clawing fingers and the husband yells, too, because he doesn’t know what to do with the thing that spills out onto the upholstery. Machín’s voice in the background. The driver is a little stocky, with greying hair and uneven sideburns and that mustache, so remarkable, rather full and very black. The cabbie concentrates on driving and doesn’t notice, or pretends not to notice, that the husband—the new father—is observing him. He studies him in the side of the 70


rearview mirror. He’s not angry, he doesn’t hate him. At the moment, he doesn’t even feel like saying a word. He only feels deeply confused and doesn’t know what to make of that man, so unlike anyone he has met. His wife is half-asleep. She stopped bleeding an hour and a half before and is against the door, her face pressed to the window. On her knees, on his knees, is their son, wrapped in a towel and placed in the crack between their legs. He, too, sleeps peacefully. But nothing is going like it’s supposed to, he thinks. We’re supposed to be in the hospital, in a room with a white floor and white walls, surrounded by people in white coats who would have washed their hands before they touched anything and would be congratuating us on our beautiful little boy. We’re supposed to be receiving family, and hugging each other. My wife is supposed to be in a bed with clean, asceptic sheets, damp towels, and sweet-faced nurses. She is supposed to be holding Guillermo smiling with her whole face, and me at her side, looking at them both, marveling at the miracle of creation. But I’m here, looking at this driver’s mustache, watching his face in the rearview mirror when he’s not looking. There is no sign of the hospital in the hours that follow. The car keeps moving, the driver’s hands turn the wheel to the left, to the right, sometimes he brakes at a light, they stop. But they don’t get out. The music keeps playing. The child cries. They don’t get out. The months of breastfeeding are difficult. The mother barely sleeps, the father has trouble getting comfortable, his neck and back are sore. Once in a while, they stop at a gas station and the driver—who they’ve discovered is named Ataulfo—brings everything the baby needs, filling the taxi’s trunk with jars of baby food, milk, clothing, even a little rattle he saw in a mall. Go on, shake it like this, like a maraca. 71


Neither knows what to say. They hardly think about their house, or their life before. They just ask: where to now? And the cabbie simply shrugs. We’ll see along the way, he says. The husband and wife take turns caring for the child. Often, while one changes diapers, the other sits in the passenger seat to keep Ataulfo company. “Don’t you ever get tired of listening to Machín?” Jaime asks. “No sir, he’s the very best.” Sometimes, the cabbie tells them some anecdote about the singer, or when he saw him in this or that concert. “Machín is the greatest,” he usually repeats. And so, when the child talks for the first time, his parents aren’t surprised that his first recognizable sound is machínnn. Little more than a babble, but they understand. And they look proudly at Ataulfo, who smiles, satisfied. The cabbie drives and the parents dedicate themselves to caring for the child: they divide the tasks of higiene, feeding, and education. The father speaks to him of the world outside, the things beyond the car windows, places they might arrive. But they don’t arrive anywhere. Guillermo loses his first tooth in the taxi, says his first bad words, celebrates his first birthday, learns his first songs. All by Machín, of course. He also listens to his parents talk about movies, about the people they knew in their old lives, about all that is found outside, and he learns and begins to think for himself. And one day, he asks the big question. “Papá, Mamá, everyone you talk about is outside, and I’ve seen it through the window, too. They do things out there, they make movies and issue verdicts, and perform plays and wait in line at the fish shop—why are we always in the taxi?” The intensity and logic of the question makes them—the father and the mother—look at each other, alarmed. In their 72


eyes, something like ok, the time has come. Even Ataulfo slows down. The mother stares at the mat between her feet, trying to make out the answer in the breadcrumbs and lint. The father pretends to busy himself with something he sees from the window. After a few minutes of silence, the boy looks at Ataulfo, puzzled. “Well, you see, son . . .” the father begins. “Your father doesn’t know how to drive…” But Ataulfo interrupts. “Look, kid, you remember what I showed you with the rattle when you were little? Remember the rhythm? Yeah, check it out.” The song is on full blast, the maracas blast across the windshield, across the backseat, envelope everything in hertzian waves, the elegant violence of Latin beats. The parents twist in their seats a bit, unable to stay still, and look sideways at Guillermo. Guillermo is quiet. His earlier worries silenced, his fingers dance to the rhythm of the music. He is quiet, and forgets. Guillermo no longer has a child’s voice. He wants to ride up front, asks Ataulfo to let him smoke when his parents are asleep in the back. One day when they’re stopped at a crosswalk, a girl more or less his age, with blonde hair and a paint-splattered backpack, crosses in front of the car. Guillermo leans back in his seat. Ataulfo asks: “You liked her, right? The girl.” Guillermo doesn’t even answer. He’s too busy following her with his eyes, watching as she walks a few more feet and gets on a bus. “What’s it like to ride a bus, Ataulfo?” “Don’t know, man. I’m a cab driver.” The next day, when the parents ask about their next destination, Ataulfo limits himself to saying: 73


“We’re going somewhere we passed yesterday. Somewhere that Guillermo liked.” Over several weeks they return to the same crosswalk, at the same time, when school lets out. They coincide with the girl on a few occasions; eventually, she notices the taxi’s constant presence, and—one day—comes over. “Hey, we can bring you home if you want,” Guillermo says. The parents are surprised by their son’s nerve. The girl tucks her hair behind her ears in response and gets in. “You guys always take a taxi, right?” her voice is the stiff, forced voice of puberty, but Guillermo likes it. “I’ve seen you a few times.” Joanna asks a lot of questions nn the beginning. Why are you always in here? Why don’t you go to school? What kind of music is this? Are we almost to my house? “We’ll be there in a minute,” Ataulfo always answers. After the first couple of days, Joanna stops asking. Time passes and Guillermo and Joanna like each other in the singular way that two young bodies want to like each other. Neither one knows much about sex, but they know enough. Some things Joanna has heard at school, and some Guillermo has gotten out of Ataulfo. They practice. Their first kiss, the first time she touches his penis, the first time he buries his finger in her vagina, always in the back of the taxi, beside the mother or the father, and only when everyone is asleep. Everyone except Ataulfo: the driver has never looked sleepy or tired. He has never stopped driving. And so, hidden the shadow of the backseat, Guillermo sets his rhythm by his parents’ snores and enters Joanna’s enthusiastic, enjoyable body with an energy and insistence so inherent to teenage desire that when the parents are sometimes woken, he doesn’t even stop his thrusts. One time, just the once, their determination is so great that Guillermo forgets to pull out when he comes. 74


Nine months later, it happens again. “Is there a hospital nearby, Ataulfo?” Guillermo’s mother, the future grandmother, asks. “Just up two blocks. We’ll be right there.” She nods in agreement and gratitude, as if neither she nor the others knew the hypothetical nature of his words. The shouting again, the upholstery mucked up by blood and placenta, father encouraging son who consoles the suffering mother, opening, more opening, maracas, the final chorus. Two babies are born, a boy and girl, over their parents’ knees and under the constant vigilance of their grandparents and Ataulfo at the wheel. The babies grow and start to climb into every corner of the taxi. Their hands grab at every object they come across and their bodies fill out, stretch, expand over the seats and take up space. Then, when they’d repeated many times how big and heavy the babies had become, the father, or rather, the new-grandfather Jaime, speaks: “Listen, Guillermo, I’m going to go,” he says from the passenger seat. Guillermo sits in back, but Jaime is really addressing his wife, sitting just behind him. When he spoke, he hadn’t dared to look her in the eye. “What’s that, Papá?” Guillermo shifts little Gloria to his other leg. “I’ve been talking with Ataulfo about the space.” The cabbie drives, unfazed. “See, there’s a lot of us for one taxi. They could take Ataulfo’s license away, and even though he hasn’t said anything, I know he’s worried. And this is how it should be: the family has grown, space is getting scarce. These littles one are going to get bigger, and you’ll want them to have a place to study, to play and be comfortable. “You can’t be serious,” Guillermo says, looking at his mother, who has silently started to cry. “You’re my father, my 75


children’s grandfather . . .” He holds up Gloria. “They can’t grow up without their grandfather, I can’t grow up without you.” “But you have grown up, son.” The grandfather reaches out his hand and pinches Gloria’s cheek affectionately, then rests his hand gently on that of his wife, still crying, her eyes closed. “I love you, darling, you’ve made me very happy. I’m sorry I never learned how to drive. Goodbye, Ataulfo, it’s been a pleasure,” he says at last, and opens the car door and throws himself out. He rolls across the asphalt, lost in the cluster of cars and pedestrians, disappearing in the contaminated smoke of the streets. He can see his family inside the taxi, looking out at him from the back seat. He tries to capture the instant their faces surface in the rear window: his son, his daughter-in-law, his two grandchildren, Gloria and Antonio. And up front, the mustachioed figure of the cabbie. Then he looks at his wife. All those years by my side, he thinks. Before the taxi vanishes in the distance, he has time to observe the old car with its faded paint job and the sign with the worn off X. Antonio and Gloria suffer from breakouts of acne, make bets on who can spot the most license plates with palindromes, and fight over who gets to sit up front. “We said it was my turn on Tuesdays, didn’t we, Ataulfo?” Antonio argues, his teenage voice cracking. At thirteen he is taller than his father Guillermo, according to his grandmother. And he has his grandfather’s temper. Sometimes, when grandfather Jaime is mentioned, something compels his grandmother and father to look back, as if they could still see his body thrown on the ground. “Here’s what we’ll do,” Ataulfo says. “Whoever guesses the name of the next song gets to ride in front.” 76


They love to play this game. They prick up their ears and lean towards the tapedeck. They have to pay attention because they both know every song and it’s a question of just a second or two, depending on whether they hear a drum or a maraca first, before one of them guesses. The grandmother is riding in the passenger seat. “Ataulfo, listen,” she says. “The greatest moments of my life, from the birth of my son to my grandchildren, have happened here, inside your taxi. I will always be grateful to you for being such a good driver. You know why they named my grandson Antonio, don’t you?” Guillermo is asleep. He doesn’t see his mother open the door and fall out sideways, crossing herself first. The next song starts and this time Gloria, whose breasts are just starting to develop, names it first. She quickly takes her grandmother’s place. The seat is still warm. “Where’s grandma gone, Ataulfo?” “It was time for her to get out of the taxi.” The car veers to the right, to the left, changing lanes, travels down narrow streets and broad avenues, takes roundabouts, stops at lights, and obeys each and every traffic rule. There were five of them again, now. Ataulfo wouldn’t lose his license.

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Cristina Morales Granada, 1985

Is the author of the Herralde Prize-winning Lectura fácil (Easy Reading)(Anagrama, 2018), Terroristas modernos (Modern Terrorists)(Candaya, 2017), Malas palabras (Bad Words) (Lumen, 2015), and Los combatientes (The Combatants) (Caballo de Troya, 2013), which won the 2012 INJUVE Prize for Fiction and was a finalist for the Festival du Premier Roman de Chambéry for the best novel published in Spain in 2013. Her short fiction has appeared in numerous anthologies and literary magazines. She was been awarded several fellowships, including the Monserrat Roig Writing Fellowship (2017), the Han Nefkens Fellowship (2015), and the Antonio Gala Foundation’s Young Creators Fellowship (2007). She holds a degree in Law and Political Science with a concentration in International Relations. Currently, she is an artist-in-residency at the Fábrica de Creación La Caldera in Barcelona, where she is a member of the Iniciativa Sexual Femenina contemporary dance company.

When and why did you begin to write? I’ve been writing with the awareness of performing a creative act since I was very young, since I was in school, for two reasons: I really enjoyed doing it and my parents were extremely strict about my grades.

Which themes are you concerned with in your work? Language and narrative imposed by power (economic, cultural, political) in opposition to language and narrative born of my experience and that of my equals, who don’t have power and don’t want it.

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Who are some of your favorite writers? Some of your early influences? My favorite authors aren’t necessarily those that influenced me in the beginning. The ones that have that in common include Bonilla, Ivá, Marsé, Fonollosa. They’ve never left me. When I was young, I devoured Woolf, Céline, Tabucchi, Millás, Neuman, Medel, Gottfried Benn, Cortázar, Umbral,Torrente Ballester, and Böll. Now, I devour Bolaño, María Galindo, Marta Sanz, Gallardo y Mediavilla, Antonio Orejudo, Angélica Liddell, Elvira Navarro, Max Besora, and Borja Bagunyà.

As a fiction writer, which innovations or novelties have you come across in books published in the last few years? Which trends do you find most interesting? I’m interested in literature that carries language’s possibilities to the extreme and desacralizes the literary act. A creative literature made with its raw material: language, taking that to mean the institution of power that represents and which we would to well to free ourselves from. It’s not just the field of fiction; comics, poetry, theater, and essays are our allies. That’s what was done in Trapologia by Max Besora and Borja Bagunyá, and Rubén Martín Giráldez’s Magistral, or Sanz’s No tan incendiario, and what Orejudo did in Los cinco y yo, and Angélica Liddell in ¿Qué haré yo con esta espada?

In which time and place would you have liked to be a writer? I would like to have been illiterate in the caves at Atapuerca and paint buffalo.

If you’re working on something at the moment, could you give us an idea of what you’re writing? I’m currently working on a dance piece called Catalina, in which I dance and I choreograph as a member of the Iniciativa Sexual Femenina dance company. We premiered the piece in Barcelona in January 2019 and are currently on tour.

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EASY READING (Excerpt from the novel Lectura fácil)

I have sliding doors installed in my temples. They shut vertically, like the automatic ticket gates for the metro, and close off my face. Picture them like two hands, playing peek-a-boo with a baby. Where’s mommy? Where is she? Heeeeeeere she is! And on “here,” the hands open and the baby bursts out laughing. The sliding doors in my temples aren’t made of hands, but a smooth material, tough and transparent, and finished with a strip of rubber that provides a cushioned opening and closing and an airtight seal. They are those metro gates, in effect. And though you can see perfectly well what’s happening on the other side, the gates are tall and slippery enough that you can’t jump them or crawl under. The same with my automatic doors: when they close, a hard, clear mask covers my face. I can see and be seen and it looks like there’s nothing between me and the outside, but in reality information no longer flows from one side to the other and only the basic stimuli for survival pass through. To get around the metro gates, you have to climb up on the part of the machine that punches the tickets, acts as the cog, and separates each set of gates from the adjacent pair. That, or buy a ticket, obviously. Sometimes my doors aren’t a hard, clear mask, but a store window through which I look at something I can’t buy, or 81


through which I’m looked at, desired for purchase by someone else. When I say my doors, I don’t mean it figuratively. I’m trying to be absolutely literal, to explain a mechanism. When I was young, I didn’t understand song lyrics because they were thick with euphemisms, metaphors, ellipses, disgusting rhetoric, disgusting predetermined signifiers of meaning in which “woman against woman”—mujer contra mujer—doesn’t mean two women fighting but two women fucking. How twisted, how subminal and foul. They could have said woman WITH woman. . . But no: the least obvious meaning possible is that we’re talking about two chicks eating pussy. My doors aren’t a metaphor for anything, nothing I use to allude to a psychological barrier isolating me from the world. My doors are visible. There’s a retractable hinge in each of my temples. A slotted track runs from my temples to my jaw and opens so each door can slide in and out. When deactivated, the doors are stored behind my face, each occupying the reverse side of one half: half a forehead, an eye, half a septum, one nostril, one cheek, half a mouth, half a chin. They were most recently activated the day before yesterday, during a contemporary dance class. The instructor danced six or seven short, pleasant seconds for herself and then went through the routine a little more slowly, so we could memorize and copy it. She hit play again and stood up in front of the mirror so we could follow. I can follow her easily when she goes slow. I do the moves with a second or two delay, the time I need to watch her from the corner of my eye and remember what comes next, but I do them roundly and intensely, which is very satisying and makes me feel like a good dancer. I am a good dancer. But this time, the instructor felt more like dancing than teaching how to dance and I couldn’t keep up. She counted out five-six-seven-eight and took off, hair blowing in a breeze of her own making, calling out over the music, without slowing her steps. Retractable hinges 82


trigger, polyurethane sheets slide from the back to the front of the face, cleanly and silently, and seal shut. I no longer dance but stumble grudgingly. I do some of the steps halfway, skip others. I copy the lead dancers to see if I can catch up and finally, I stop. The others keep dancing. I lean against the wall and watch them. It looks like I’m paying attention, trying to get the routine down, but that couldn’t be farther from the truth. I’m not breaking that tired old ball of string—the dance—down into a series of steps. I’m not clinging to the end so I don’t get lost in its labyrinth of directions. What I am doing is playing with that ball of string like a little cat, concentrating on the quality of my classmates’ bodies and clothing. Among the seven or eight women is one male student. He’s a man, but above all he is a macho and constantly demonstrates his maleness before the group of women. He walks around in washed-out colors, badly shaven, long hair, always ready with a word for any community or culture. A fascist, in other words. For me, male and fascist are synonyms. He dances with effort— he’s a block of wood. This last part isn’t his fault, not at all, just like I shouldn’t be blamed for my doors, which all the women sensed and therefore left me alone. But the macho pretended not to see them and when the number ended, he came over to point out where I’d made a mistake and offered to correct me. His head is wooden, too, and this he can be blamed for. Yeah, yeah, ok, ok, I answered, not moving from where I stood. You can always ask me if you have any questions, he concludes with a smile. Mother of Christ it’s a good thing my sliding doors were closed when that macho-ness hit me, buffered by the complete disinterest in my surroundings. This is a clear example of when my doors are a storefront and I’m on untouchable display. It wasn’t that I couldn’t follow the dance routine, it’s that I didn’t want to. I didn’t feel like dancing in step with seven strange women and one male, I didn’t feel like getting the dancer-turned83


instructor-in-a-community-cultural-center off on her dreams of being a choreographer and I didn’t feel like pretending we were a professional dance company when we’re really a group of girls in an adult daycare, and this having the will to not do something? People don’t get it. *** Maybe I was worse off under the totalitarianism of the state, but fuck this totalitarianism of the market, my cousin says. She sobbed today in the PAH1 meeting when she found out that you had to earn at least 1,025 euros a month to have access to a subsidized “social” apartment. Don’t cry, Marga, I say, handing her a tissue. Take comfort in the fact that the market has a woman’s name now: it’s the totalitarianism of Mercadona2, where the security camera are over the employees’ heads instead of in the aisles, which means we can swipe deordorant and pads and even get condoms out of their boxes with the stickers that beep and leave with it all in our pockets. I’ve been telling Margarita she should start using the menstrual cup so she can stop stealing pads and tampons and have space in her bag for other things—honey, for example, or colacoa, which is really expensive. She says the menstrual cup costs thirty euros and she doesn’t have thirty euros and that they don’t carry it in the supermarket, just in the pharmacy, and it’s super hard to steal from pharmacies, where they do keep the security cameras on the customers and the doors ding every time someone comes in or out. I tried to get a menstrual cup for another friend for her Plataforma de los afectados de la hipoteca, an association and social movement in favor of the right to decent housing, formed in February 2009 in Barcelona and currently operating througout Spain.

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Spanish supermarket chain

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birthday and it’s true that I couldn’t find anywhere to steal one, not even El Corte Inglés, and I have my qualms about the pharmacies. But what about one where the pharmacist is really old, when it’s nighttime and he’s on call? You should stop stealing condoms and go on the pill, she tells me, because the time it takes to open the forty pieces of plastic on the boxes makes you look really obvious. No way, shot full of hormones, systematically medicalized, just to give the macho the pleasure of not pulling out. I don’t know how the fuck the pill is supposed to be liberating. Dermotologists prescribe it so girls can get rid of their pimples, because teenage acne is obviously a disease and it has nothing to do with being prettier, no, or about being a semen warehouse, either. Oh, it’s all about the health of our teenage girls, don’t I know it. And you can’t sleep around without condoms, Marga, because of STDS. Oh okay, so those are diseases? she responds. Oh, are they not? I say. But AIDS doesn’t even exist, Nati, what are you talking about. Not even one percent of the population. There are more suicides in Spain than AIDS diagnoses. But I don’t fuck Spanish guys, Marga, because they’re all a bunch of fascists. Shit, you’re such a reactionary. And you’re a hippie, why don’t you go and cut that tangled mess already? *** In another contemporary dance class at the Barceloneta Adult Daycare (BADDAY), a different instructor told us to take off our socks. We were going to do some turns and she wanted to make sure we wouldn’t slip. Everyone took off their socks but me. I had a blister that was healing on the big toe of my right foot. The dance instructor repeated the disguised command. It was disguised for two reasons: one, because she didn’t say “Take off your socks” but rather “We take off our socks.” In other words, she didn’t give the 85


command but pronounced its result, saving herself the unpopular act of stating a verb in the imperative. And two, it was disguised because she didn’t address the otherness that we students represent with respect to her, the teacher, in any class, be it dance or adminstrative law. She said “We take off our socks” and not “You all take off your socks,” including herself in that otherness and thereby eliminating it, creating a false “we” in which the instructor and students are confused. She repeated the disguised command by re-disguising it: I was the only person in the room with socks on, but instead of saying “You take off your socks,” she repeated the collective “We take off our socks.” So, in addition to disguising the imperative and the plural you, she disguised the fact that a single, solitary student was disobeying her. If several people had been wearing socks, the instructor would have understood that there was some reason that led them to behave differently—nevermind that they were the minority—and she would have tolerated that difference. The cause for insubordination in a minority can even become respectable. This is not the case for an individual. Everyone looked at everybody else’s naked feet. I’m nearsighted and have to take off my glasses to dance, so I can’t confirm with one hundred percent certainty whether or not all the eyes then turned to my feet in their socks. But luckily my sliding doors are graduated—2.25 diopters in the right panel and 3.10 in the left—and ready to clearly spot the fascism they equip me against. After two failed commands in disguise, the Swedish instructor Tina Johanes reached the conclusion that—in addition to being nearsighted—I must be deaf or non Spanish-speaking. Moved by human compassion, she pressed play and as the other students practiced their pirouettes, she came over, interrupted my clumsy turn, and spoke to me, this time using the correct verbal subject. “Are you ok?” “Me?” 86


“Do you understand Spanish?” “I do, yeah.” “But you didn’t take off your socks.” “I have a cut on my foot.” “Ah okokok” she said, stepping back and showing me the palms of her hands in a sign of apology, conflict avoidance, absence of weapons stashed in her tights. No pirouetting now, or anything else. Now, just the constant confirmation of where I find myself, who the others are, who Tina Johanes is, and who I am. To hell with the illusion that I’m here learning how to dance. To hell with the four euros an hour the class costs me with the discount for being unemployed. I could have spent the four euros on a roundtrip train ride to the rehearsal room at the Universidad Autónoma, where I dance alone, mambo, naked, badly. Four euros I could spend on four beers on a bar terrace owned by Chinese people, four euros that would either kick off a party or toss me hopelessy in bed without the space to think about death. I’m in the Barceloneta Adult Daycare (BADDAY). The rest of the class are Podemos or CUP voters3. Tina Johanes is an authority figure. I’m a bastardista but with a Bovarist past, and because of this shit legacy I still think about death, and so I’m dead already. But can’t you just jump the gates at the train station to go to the Autónoma? That’s really risky, it’s a long trip and my nerves are fried after twelve stops on alert for the guy who checks the tickets, my stomach twists in knots and it makes me want to shit, twelve stops I have to spend relieving the cramps. I start letting out silent farts, squeezing my butt so they don’t make any noise, balancing in the seat on my sit bones, embarrassed by the smell. Sometimes I’ve gotten to the Autónoma with shit in my panties. It’s easier to hold it after letting some out, but then you’ve still got six stops with that 3

Podemos and Candidatura d’Unitat Popular are left of center political parties in Spain

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little lick of shit on your ass. Aren’t there bathrooms on the train? No. The Generalitat’s short distance trains don’t have bathrooms. You need to pee, shit, and fuck before you get on. The trains run directly by RENFE and the Interior Ministry have bathrooms. You can get laid between Cádiz and Jerez, which is the same distance from Barcelona to the Universidad Autónoma. We can conclude, therefore, that the lack of train bathrooms is another mechanism of repression, and that—in terms of bathrooms and trains—the Generalitat is more totalitarian than the Spanish state. Go ahead and say it, Angelita, I can read your mind and I want you to say it: Tina Johanes asked you to take off your socks for your own good (Angelita didn’t say Tina Johanes, she said “the teacher”). So you wouldn’t slip. So you wouldn’t fall and hurt yourself. So you could dance better. The same with that guy from the other class when you sat out on the routine (she didn’t say routine, she said “dance”). You’re so dramatic. You’re incapable of any degree of empathy (she didn’t say it like that, she said: “You don’t know how to put yourself in anyone else’s place and you’re selfish”). You paid for dance lessons; in other words, you paid to receive orders (she didn’t say it like that, either, she said: “You signed up for dance classes and what’s the point of signing up for dance classes if you don’t want to learn the steps”). You (and this she said just so) want it both ways, Nati, and on top of that you’re kind of españolista. That’s what I wanted to get at, Angelita! That’s the dress I want to wear out tonight! Thank you, thank you, thank you! (She’s offended by this because I call her by her original name in Spanish and not by her newly-christened Catalan name—Àngels—and I use the diminutive to boot). People forgive your reactionism, Nati, because you’re not bad-looking (which was actally: “You act like a spoiled child and no one says anything because you’re cute”). If you were slighty or entirely unattractive, they’d consider you resentful and you’d be a pariah (or: “If you were old or ugly or fat they’d be sorry for you and wouldn’t pay you any attention”). You’re wrong, I 88


answer. You’re totally wrong. A girl that’s decently good-looking— I’m not even talking about someone who is actually pretty or really hot—doesn’t get the right to be radical. Why is she complaining, when she’s so pretty? How can she possibly not be happy with life, since she’s pretty? How can she possibly spew those frogs and snakes from her mouth, as ugly as that is in a woman who isn’t ugly? How dare she condemn my catcalls or whistles when all I’m doing is complimenting the bitch? The other rejection of a pretty woman’s radicalism is what you just said yourself: they can criticize because they’re pretty, they dare to do it because they’re pretty, and because they’re pretty, because they make pretty packaging for the opposition, their criticism sticks and gets heard. Careful with this. This is shit that both you and I have to carry right now, Angelita. It’s what the hippie girls accept, the ones that put flowers in their hair and look like top models and are always younger than twentyfive and show their tits in Congress and the Vatican and should call themselves Semen instead of Femen because of the wet dreams they give the patriarchies they target. I love getting tipsy with Ángela because even though you can’t really tell from the outside, inside we both go at full speed, we’re super talkative, her stutter gets more obvious and we exclude the rest of the thin gathering, which is almost always made up of the same people: Ángela, Marga, and me. Sometimes my half-sister Patricia shows up with some friend of hers—they’re Semen girls— or some guy, I don’t know if they’re macho or not because they aren’t even Spanish and I’ve never spoken to them for more than fifteen minutes because what they are is bohemian, and that’s even more unbearable than Semen girls, their natural companions in radical activism. But the only time my half-sister showed her tiny tits in public, nipples like egg yolks stuck on her flat pecs, was at the request of the female box-office attendent at a pornoterrorist show, who told her if she flashed them she’d get in for free.

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Inma López Silva

Santiago de Compostela, 1978 Is a writer and theater critic. She holds a doctoral degree in Philology from la Universidad de Santiago and is a graduate of Theater Studies at the Sorbonne. She is a columnist for La Voz de Galicia and a novelist, principally. Her debut novel Neve en abril (Snow in April) was published in 1996, followed by the collection of stories titled Rosas, corvos e canciones (Rosas, Crows, and Songs) (2000); in 2012, she returned to the short fiction form with Tinta (Ink). She has been recognized by readers and critics alike for her novels, which include Concubinas (Concubines) (Xerais Novel Award 2002), No quiero ser Doris Day (I Don’t Want to Be Doris Day) (2006), and Memoria de ciudades sin luz (Memoir of a City Without Lights) (Blanco Amor Award 2008; Arcebispo San Clemente Award; and the Association of Writers in Galician Award). Additionally, she has published a travel book, New York, New York (2007), and a diary-essay about motherhood called Maternosofía (2014). She published her most recent novel, Los días iguales de cuando fuimos malas (Back When We Were Bad), in 2017 and the feminist essay Llámame señora, pero trátame como a un señor (Call Me “Ms.” But Treat Me Like a “Mr.”) in 2018.

When and why did you begin to write? I started to feel like a writer at the age of seventeen, when I published my first novel. I’ve always written, perhaps out of compulsion, need, a way of creating order.

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Which themes are you concerned with in your work? One of them is the passage of time, especially as it relates to our absent-minded repititions, which have led me to talk about maturity, too. Another constant in my work is a reflection on female identity; that’s how I’ve gotten to a central theme in almost everything I’ve written: freedom and it’s relatioship to evil. I think that literature must pull the mind to places everyday life doesn’t reach, and from consider the contradictions that seem to our common ground. Lastly, there is a part of my work which is written from my perspective, about me (New York, New York, Maternosofía), in which my travels and my radical feminism, above all, appear. I’m comfortable with writing that’s sometimes essay (my recent work, Llámame señora, pero trátame como a un señor) as well as in fiction that has its doubts about itself (Los días iguales de cuando fuimos malas), a border space that allows me to propose my own truths.

Who are some of your favorite writers? Some of your early influences? As a Galician writer, I always come back to my early reading: Álvaro Cunqueiro, Rosalía de Castro, Xohana Torres, Suso de Toro, and Manuel Rivas.As a woman of the theater, Shakespeare, always (that way with irony . . .), Beckett (no-logic), and Camus (simplicity). To learn about narrative effect, Northamerican literature: Auster, Munro, Atwood, and DeLillo.

As a fiction writer, which innovations or novelties have you come across in books published in the last few years? Which trends do you find most interesting? I’m interested in how writers delve in narrative structures that superimpose the past and the present. Also, young writers that are replacing the vision of traditional themes. And everything that is done in marginal spaces.

In which time and place would you have liked to be a writer? France. The 60s.

If you’re working on something at the moment, could you give us an idea of what you’re writing? For the last four years, I have been writing about truth and falsehood rooted in a specific event: a sexual assault within a family. I’m about thos finish this novel and it will be called, I think, Una tormenta de nubes blancas (A Storm of White Clouds).

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DRESSED LIKE THE SEA Excerpt from the novel Los días iguales de cuando fuimos malas (Back When We Were Bad)

—Mamá. That’s how it started. That’s how it always starts. Somebody says mamá and one isn’t who she thought she was anymore. Margot has avoided that word for so long that she’s even forgotten herself. But it’s true, as well, that no one ever came to call her mamá before she got the letter and until the Sunday the blonde-haired, green-eyed man appeared in the visitors’ room, anxious to apply that universal word to her. Mamá. Margot has always thought that if he were to reappear some day, she would recognize her son instinctively. Everyone says that’s how it is, so she assumed it would be the same for her. She often fantasized about it on her morning walks in the cool autumn air of Vigo. About being in a crowd, a feria, for example, and feeling a sort of earthly, ancestral pull until her eyes met those of the man who is undoubtedly her son. She would be able to recognize him among millions of blonde, green-eyed gypsies, an imaginary plate of lentils in his hand. That’s what the prodigal son is all about. But when Margot entered the visitors’ room shaking like a leaf, she had to be told that tall, strapping, Viking-esque man with blonde 93


hair and green eyes that she had taken for the AlbanianKosovar brother of some locked up mercenary was actually her son. After her initial shock, his smile did give him away, and in an effort to make herself feel better, Margot thought that—despite everything—she would recognize his smile in the midst of the Apocalypse itself. “Mamá,” he said, the man who’d been given a new name when he was just a week old. And he smiled again, nervous as well. Margot sat down, thinking how the glass between them for that first meeting was a good idea. She tried to smile at him, too, but was sure that any expression she could make would ring false. And she didn’t know what to do with her hands, either. She had dressed carefully so that the marks of her rough living wouldn’t show. Long sleeves so her son wouldn’t see the scars from the needles, at first, then the IVs. A black turtleneck sweater to hide her wrinkled neck, the skin ravaged by alcohol. Someone had lent her a pair of ballet flats and a green pencil skirt that took years off and brought Margot back to her real age: a woman who would still be young, in other circumstances. She had applied her make-up painstakingly, as if she were going for a vis a vis with Isabel. Deep down, she’d always wanted her son to believe that she had lived a life radically different from the one they had yoked her with the day they left her half-dead in front of the hospital, where she’d later be only half-saved. With Isabel dead and her mother completely gutted by fear, Margot has always thought that she would be alone forever, and even questioned whether she should bother with the prison furloughs when they began to grant them to her. But suddenly, everything changed. She had her doubts, did she ever. And she still wasn’t sure if she’d regret stepping forward and answering to that name, in the end. Mamá. 94


Yes, she’s nervous about the furlough, because it was ages since she set foot in her house in Barrio del Cura. During breakfast, she thinks about her unusual desire to carefully clean the collection of porcelain teapots. She’d normally be loathe to do it, taking them all down from their shelves, dusting them one by one, washing some with soap and hot water because the dust sticks inside and be impossible to get off. But she hasn’t done it in months, and Margot starts to think that to be in her own house, cleaning, is the greatest expression of freedom there is. She wants to see her Moulin Rouge and showgirl posters again, too, and that picture of the Metro in Montmarte, and all of Paris that she has there in her house, on that morning when surely she will smell the salt of the inlet, with the Cíes islands on the horizon in the distance. Her son will find her taste in decorating strange. Maybe she’ll tell him how, once a trip to Paris had been ruled out forever, those corners of house helped her realize that no city is as perfect as we imagine as little girls. Margot’s house had also surprised her mother, one of the rare afternoons they took refuge there. “It doesn’t look like it would be so tidy, from the outside,” she said. Her mother, who had always kept the trailer spotless, in spite of the horror vacui of crocheted tablecloths, little ceramic figurines, pillows embroidered in cross stitch, and the superhero quilts that for several seasons had experienced a certain amount of success at the feria. “I’ve always said that you could have gone to school, Rebeca. A design course would be a good fit,” she said, full of reason. It’s been years since Margot thought about going back to school, or about earning a living at anything other than her profession, which she is simply good at. She still has time to work ahead of her, if jail doesn’t hurt her chances that much more. Clients grow used to you and if you disappear 95


for too long, they look for someone else, just like a regular relationship. Margot hopes that when she answers the door and invites her son inside, the aroma of a good stew in the kitchen, he won’t start suggesting that she go back to school, or start a home décor business or any of that stuff. No, that won’t happen. Mothers do that, not children. During his last visit to the prison, they planned that he would go to see Margot at her house in Barrio del Cura on her next furlough. That week begins today, and on Saturday they’ll come for lunch, he and his wife. If they say a word to anyone, it’s off, Margot insisted. Despite being raised where he was raised, her son doesn’t really understand gypsy exile. It’s possible that he’s partly right and Margot exaggerates, after so many years. But she hasn’t forgotten the pain of the beating nor her mother’s final, terrified phone call. Exile is for life, honey. But with his new role as a university graduate in Sociology who knows the theory but had only imagined the practice until he found out about his mother, he still wants to believe that Margot no longer has reason to be afraid. “Mamá,” he said from behind the glass. Margot stayed quiet because she couldn’t believe what she was hearing and seeing, the man sitting there in front of her, curiosity in his eyes. He looked absolutely foreign. Mamá, is it true what your mother told me? Of course it is. By that point, Margot couldn’t stop crying. On the other side the glass like it was Alice’s mirror, the tears ran down her face, washing away the mascara and pressed powder in a tsunami, rivulets running through her blush, the taste of salt reaching her mouth. She had been too optimistic, making herself up like that. Tears in the visiting room don’t just happen in the movies. “I don’t want you to tell me anything else,” he said. He knew enough to understand, and to be able to start the life he’d decided on. 96


“I don’t know how I did it, mamá, but I did it. I got another year of school out of papá, year after year, and here I am. I left there a long time ago, left all that.” At that moment, Margot thought how there were many ways to be a gypsy, and she’d end up with the bad one. But it makes her very happy, an inexplicable joy and deep pride, that her son has found away to get the good. The first time they met, Margot swore she wouldn’t cry or show the least bit of interest in Isaac, but she’s not one for keeping oaths. She couldn’t help the crying, and with regard to Isaac, it was her curiosity that did her in. Or maybe she was driven to ask about him by the intuition that if her son was there, then divine justice must have gotten to Isaac and his gang. “I’m only going to ask you this once and I will never bring it up again, I promise. Do you know anything about your father?” Nothing interesting. No punishments. No disgrace. Not even a petty crime that would land him in jail. No illness, loss of a spouse, nothing unpleasant. It was a bitter confirmation that Isaac and his cronies had triumphed, and this hurt her in a way few things could hurt a drug-addicted whore and thief who has known the pain of living without freedom since she was just a kid on death’s door. And so Margot turned the page and understood that life, when it writes itself, knows nothing of justice. Truthfully, Margot is grateful that her mother has brought them together. It’s been her only courageous act. This blonde, green-eyed child is evidence that things can change, but the lives of Isaac and his people, of her mother and father, her cousins, aunts and uncles, and even herself leave her in a grotesque torpor that burns like an acid intended to prove that she was born condemned to bitterness no matter what. 97


Margot’s mother had the wherewithal to realize that a blond, green-eyed gypsy would have had it rough in his own way, growing up where he did. A small punishment for his father, and clearly a genetic stroke of luck that drove him, from a young age, to cling to the idea of another way of life. “One that respects women,” her son went on to tell her, explaining over the course of the hour how he’d come to study, live in a nice housing development, and pass on selling underwear at the ferias except for some weekends, in a jam. “If you make it through grade school and start to understand the world, you realize it isn’t impossible to be like them.” “Like who?” “Like the payos, who else? It’s not that I don’t want to be gitano, I’m really proud of what I am, mamá, I’m sorry. But things aren’t black and white, like papá thinks. But why am I telling you that?” “You don’t have to apologize. We are what we are. It’s not like we invented crime, you know.” But the truth is that Margot has thought many times— still thinks now—about what it would be like if she weren’t a gypsy and if she weren’t a woman. If she were Isaac instead of Rebeca. If they didn’t take her out of school to marry her off and have kids so young. Margot is well aware that her son has gotten leeway for being a man, and for the first time in her life, sitting there with the glass between them, Margot is happy she bore a son and not a daughter. If this son of hers were a girl, they would’ve beat her to death the same day they almost killed Rebeca. If this son were a girl, he wouldn’t be here, telling her about a life so different from the one they’d imagined for him back when they expected to be a happy family. If he had been a girl, maybe they wouldn’t have imagined a life at all. 98


As she packs a small backpack with clothes for her first furlough, Margot plans out her days of freedom. She has to go see her friends, of course, they’re her family, or at least they were up until now. She’ll see them first. One of them has her keys, anyway. Then she has to go to the grocery store, and plan lunch with her son. She likes imagining how she’ll set the table: the flowers on the tablecloth, the good china she hasn’t used since better times with Isabel, the glasses for the wine she’ll buy because she wants to toast with an optimism she hasn’t felt in a long, long time. And of course, tomorrow she’ll get up early and walk through the streets. She’ll go down Torrecedeira to the canneries, and she wants to have breakfast in the Copa Dorada beforehand, a croissant with a café con leche and fresh orange juice. It’s been ages since she’s had a fresh-baked croissant. Then she’ll walk down Rúa da Paz and at the end she’ll take a peek at her sidewalk on Jacinto Benavente, where she’ll return one day because it’s hers and because it’s what she wants to do, how she wants to make her money, without any foolish shame. But she won’t want to go there tomorrow. She’ll walk a bit farther toward the ocean and look at the boats docked in the harbor, making out the houses on Cangas and Cape Home in the distance. Hopefully it won’t rain. Then she’ll head left toward Bouzas, passing the shipyards with their cranes and the big boats with their shiny windows, and go up Atlántida until Alcabre and there, just before the empty beach at Samil, she’ll sit on the grass beneath a pine tree and spend a long time breathing that sea air, listening to the the waves graze the sand, looking at the Cíes on the horizon, above all, feeling that yes, she can make it out of jail alive this time, too. She’ll stay there the rest of the morning. If she could, she’d stay there the rest of her life. But she’ll have to go back at some point. A stop at the salon for a trim and a wax, a drink with an old friend, and 99


she’ll want to go to bed early, enjoy the big mattress and waking up without alarms or curfews. Margot has almost forgotten silence. And she wants to keep the afternoon free to go to Pereiró with some flowers for Isabel’s grave and kneel beside the tall cypress and once again imagine the life she could have had and that prison stole. She zips the backpack and thinks about the Writer. What if she runs into her? Margot has planned a very normal routine for her furlough. She’s planned to go where normal residents of Vigo normally go during normal times. She very well could run into the Writer. That said, she doesn’t know why but she thinks the Writer lives in a different Vigo than she does, no matter how hard she tries to visit the places she imagines the rest of the people in the city going. If she runs into her, maybe it’s best to pretend that they don’t know each other. When the Writer gave her the backpack, Margot had assumed it was better that they didn’t see each other again. “They’re going to bring me a big suitcase that will fit everything. I’m sure you’ll get more use out of it than me,” the Writer said, and gave her a hug. Margot thanked her for the thought and asked her what she would do then. “Well, what I did before, I hope, although of course nothing is going to be the same.” What was it the Writer did before? She never did dare to ask. In fact, Margot senses that the Writer didn’t have a before they met or an after, either. As if she were a product of Margot’s own imagination, or as if everything in the Writer’s life actually depended on Margot’s existence or nonexistence. If Margot doesn’t imagine her, maybe there is no Writer under the Vigo sky they supposedly share. If Margot doesn’t wonder about her, it’s impossible for them to meet. But Margot would ask her to write her son’s story, if she could. That was one worth telling. 100


Some inmates hate the Writer for getting out so fast, but Margot always knew she wasn’t cut out for prison, no matter how serious her crime had been. Her lawyers had convinced the judge of the same thing when she was handed such a short sentence; apparently, the sentencing judge took it upon himself to let her go with minimal security and the possibility of parole. She’s probably just lucky, but it’s also true that someone like her didn’t belong in jail. Jail makes sense for someone like Margot, or for Sister Mercedes—who was a danger to the public—or even for Valentina, who, unlike the Writer, found she was cut out for delinquency and could adjust to jail life precisely because being a prisoner suited her, despite her present sadness and bad luck. But wouldn’t you know, it’s only Margot left now. They’ve all gotten out, one way or another, but Margot has stayed behind like always. Right now, with the Writer’s bag on her back and no one to say goodbye to, she’s even more aware of her loneliness. Somehow or other, all the farewells have gotten ahead of her, beyond her control. First the Writer, with her indefinable, self-possession, waving with a sort of regal “hasta siempre” that lent her an even nobler air. This puts a smile on Margot’s face because she knows that’s what other inmates see when they look at a woman who committed a crime because she had no choice but never actually considers prison her place. The fact is, she got out, and Margot doesn’t think she’ll ever see her again. Then it was Sister Mercedes and her scandalous suicide, so unsettling for so many: the prison chaplain, who had trouble explaining why a nun would take her own life; the warden, already too fed up with the increase in the suicide rate for the peaceable girls in the women’s ward to kick off now; Xabier, who believes it is a social worker’s job to see these deaths coming; and the poor bureaucrat on duty who, 101


once again, had to inform the administration and write the incident report. She lies when the subject comes up. She doesn’t want to admit that she has thought about killing herself many times, but that the methods available in prison have always seemed vulgar or too difficult. If she were to do it, Margot would take advantage of a furlough like the one she’s about to have. She would go to the beach at Coruxo, remove her shoes, take off her clothes slowly, and walk in toward the Cíes, until the water covered her body and entered her airways. Like that woman Alfonsina in the song she overheard the Writer arguing about with one of the Colombians. Actually, Alfonsina apparently hadn’t waded slowly into the sea like in the lyrics, the Writer said, she threw herself off a cliff. But Margot would walk slowly, careful not to float so she could lie down lulled by the sea snails’ song, that’s how it went, the song she was able to hear one day. And yes, she too would carry all of her loneliness, so the ancient voice of wind and salt could crush her soul. She had come up with a good plan, but she’s happy now that she missed out on death. In any case, she still really likes the song. She heard “mamá” and it no longer made sense to walk into the Vigo sea. Margot didn’t know when she responded whether or not it her loneliness would be cured, but it gave her hope. One can survive on hope. Maybe that’s why she smiles condescendingly now, thinking of Sister Mercedes. Margot would never kill herself in jail. One must do something like that in complete freedom, in an immense, happy, open place, if possible, with the Cíes islands at the end of the journey. Of course, Sister Mercedes had always been a prisoner of herself and of the crime that even she never understood. When Margot heard what had happened, right after saying goodbye to the Writer, she felt 102


relieved for Laura, who always struggled with suicides and their messiness. Laura, who had also left. Margot thinks that Laura hadn’t wanted to accept the beautiful, distant past they shared, but it doesn’t bother her now, in any case. She still likes her, but there’s something inside that woman that was scarier than being a whore and a gypsy and a thief. Maybe it’s the legacy of her fortune-teller grandmother, but Margot felt something hidden when they said goodbye, as if Laura were really two people in one. You obviously didn’t need supernatural powers to see how Laura suffered. She might have fled to a different unit, but Margot has the feeling that if she’s fleeing herself, she won’t get far. Margot knows that nothing will be the same when she gets back from furlough. The ghost of Sister Mercedes may still wander the prison there in La Lama, and Laura could come back any day now from vacation, and Margot hasn’t even had time to miss Valentina. But when she returns, there will be nothing left from before. Jail time is like that, and Margot—who has plenty of experience—knows it well. She’ll come back and suddenly prison will be a succession of identical days, and at the same time, it will be a different place to live in a similar way, since she’ll have new and companions. She knows it will be hard to get used to not having Valentina follow her around, but it’s also true that she has had time to accept the fact of her leaving. Ultimately, Margot is glad she got the transfer not only because it’s what Valentina wanted and what little Daniel needs, but hopefully the distance will put some common sense into Valentina’s relationship with David. With a little luck, they won’t fight the separation with a clever maneuver: they’ll try to get married, have another child, anything they can do to be reunited. But for the moment, they’ve been separated, and Valentina will have to concentrate on making up for lost time with Daniel. And 103


then, time would tell. There’s a chance that the big, pretty girl Margot almost fell in love with could be saved from life as a criminal, and Daniel from life as a motherless child. Valentina was despondent when Sister Mercedes died. Unlike Margot, she doesn’t she understand suicide nor will she ever, and she imagined that the nun suffered some terrible tragedy, unknown to them all. Margot always thought Valentina had seen too many telenovelas, but the truth is that when she insisted on mourning the sister’s death, she made sure they all grieved with a little respect for someone who hadn’t really been respected at all. She might have been the worst criminal among them, but they had all done bad things, in short, and that didn’t mean they deserved to die without some kind of memorial. She carries almost nothing in the Writer’s backpack. Margot crosses the cellblock lightly, accompanied by an official. No one is there to bid her farewell. The goodbyes were said in another time, another life, in a jail that had existed before the letter and the visit. Mamá. Before they open the last gate with its metallic squeal and smell of the street, Margot thinks about tomorrow. She thinks about the sea, and about her street corner, about the porcelain waiting to be cleaned, and about the grocery store, but most of all she thinks about the sand and the beach, about breathing and looking at the Islas Cíes, and the horizon beyond. Mañana. Tomorrow. For a moment, the sunlight blinds her. She hadn’t remembered what it was like, this place she had come and gone from more than one. “See you next week,” she says, smiling shyly at the official who stays behind the gate. He returns her smile. And as she prepares herself to step out and look for a taxi, she sees him, standing next to a navy blue SVU, arms crossed and smiling. Her son waves to make sure she has seen him. 104


“Mamá!” In the time it takes for her to smile as broadly as she can, Margot thinks about the magic of words, the simple difference of two letters between mamá and mañana.

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Miguel Barrero Oviedo, 1980

His published novels include Espejo (Mirror) (KRK Ediciones, 2005), winner of the Young Asturias prize, La vuelta a casa (The Return Home) (KRK Ediciones, 2007), Los últimos días de Michi Panero (Michi Panero’s Last Days) (DVD Ediciones, 2008), winner of the Juan Pablo Forner prize, La existencia de Dios (The Existence of God) (Trea, 2012), Camposanto en Collioure (Churchyard in Collioure) (Trea, 2015), winner of the Antonio Machado Foundation Prize for International Literature, and El rinocerante y el poeta (The Rhinoceros and the Poet) (Alianza, 2017). He has also published a book of travel essays titled Las tierras del fin de mundo (Lands at the End of the Earth) (Trea, 2016) and the nonfiction La tinta del calamar (Squid Ink) (Trea, 2016), winner of the Rodolfo Walsh prize. His short fiction has appeared in the anthologies Tripulantes (Crewmen) (Eclipsados, 2006) and Náufragos en San Borondón (Castaways on San Borondón) (Baile del Sol, 2012). He also directed the documentary La estancia vacía (The Empty Room) (2007), managed the culture magazine El Súmmum, and is a member of the El Cuaderno editorial team. In 2011, he received the María Elvira Muñiz Award for the Promotion of Reading. He has contributed to newspapers like El País, El Mundo, El Comercio, and La Voz de Asturias and in publications such as Qué Leer, Librújula, Jot Down, Culturamas and the cultural supplement of the La Vanguardia newspaper. He currently writes a weekly column for the digital culture magazine Zenda.

When and why did you begin to write? I don’t have a clear answer for any of these questions.With regard to when, I remember writing as a child, though I couldn’t say what. In terms of why, I suppose it was a logical consequence of being a child who read a lot. In 107


time, I’ve come to suspect that I write to make believe that I’m capable of explaining the world to myself.

Which themes are you concerned with in your work? If there is an element present in all my books, perhaps in some more than others, it’s the theme of identity, in all its forms (individual, generational, cultural,political,national,etc.),as well as the problems or misrepresentations that occasionally—or perhaps always—occur in its construction.

Who are some of your favorite writers? Your early influences? There are three writers I’ve read and enjoyed since I was a teenager. One of them, Manuel Vázquez Montalbán, is no longer living, but I still follow Antonio Muñoz Molina and Javier Marías closely. Nevertheless, my literary education also owes much to Goscinny of Little Nicholas, the Elvira Lindo of Manolito Gafotas, and certain books by Roald Dahl and Carmen Martín Gaite. García Márquez, Rulfo, Cortázar, and Onetti, maybe the most. And Cervantes, of course, who turned out to be the biggest discovery.

As a fiction writer, which innovations or novelties have you come across in books published in the last few years? Which trends do you find most interesting? I don’t believe that literary innovations are valuable in and of themselves. Actually, I don’t even think that there are innovations that weren’t at least presaged in the classics, at least with regard to the novel. I appreciate good books, those in which form and content work to give the text its own recognizable meaning.

In which time and place would you have liked to be a writer? I’ve never thought about that, because I believe that in the end, a writer is always the child of his or her time, so I can’t even be sure that I would have been a writer in another period. Perhaps I would have liked to be Montaigne, not because he invented a literary genre but because I have always envied his tower and his library.

If you’re working on something at the moment, could you give us an idea of what you’re writing? I have several ideas and a few of them are moving forward, sometimes with exasperating slowness. They all have to do, in one way or another, with the question of who we are and where we come from, and consequently, where we can go. Nothing original, obviously: that’s what literature has always been about. 108


THE RHINOCEROS AND THE POET (Excerpt from the novel El rinocerante y el poeta)

He arrived at Rúa Garrett and inspected the inside of A Brasileira. There was an empty table in the back, almost at the end of the bar, and moreover, in the hustle and bustle of the café he recognized several waiters he’d grown used to seeing in recent years. He entered with an expansive smile on his face and was in excellent spirits when from behind the bar one of the managers greeted him by name. Señor Espinosa, it’s been so long, how are you, sir? We weren’t expecting you. Good evening, Alberto, even university professors can be unpredictible, you see. You, sir, are always welcome. When he heard this, Espinosa thought that perhaps he hadn’t made himself understood. Will you be having dinner? Yes, he answered, walking past without stopping. I’ll take a table over here. Someone will be right over to see what you’ll have to drink, sir, make yourself comfortable. Espinosa sat down and decided that to yield to the demands of gluttony—which always got the better of him in these Portuguese lands—and choose the salt cod sampler would be very rash indeed. He chose to repress his craving instead, and when the waiter came to take note of his order, asked for nothing but steak, salad, and a glass of wine. I’m very well off here, he thought, 109


satisfied to find himself in Lisbon, where he could feel like the cosmopolitan he was not. Espinosa, who refused to accept the opinion deeply rooted among those who knew him best—that he was an odd duck terrified of novelty and whose irrational love for the Portuguese capital was the consequence of some poorly aired obsession (one joke went so far as to suggest the possibility of an unresolved necrophilia)—was convinced that city was very much like him, that it possessed an essence identical to that of his own person. He believed, consequently, that not only did he identify with Lisbon, but that Lisbon returned the sentiment and identified with him, the same way it had identified long ago with Pessoa himself, who hadn’t abandoned her to create his monumental, neversurpassed body of work to which, of course, nothing else could compare. Espinosa dedicated himself to enjoying the steak and salad and drank the wine with the languidness he felt the occasion deserved; there, in his Lisbon, although he didn’t know the length of his stay, nor its exact raison d’etre. He would read the letter again in his hotel room, he told himself, filled with optimism as he thought again how simply being there consituted a sufficient motive for happiness. Let’s see what the good Gonçalves has to say tomorrow. As Espinosa sipped the last of his wine, Alberto abandoned his place behind the bar and approached the table. Señor Espinosa, your favorite table has become available and I thought, since the weather is so nice, that perhaps you would like to have your coffee outside. An excellent idea, Alberto, you certainly do know what I like. Bring me a glass of port, as well. It’s a worthy occasion. Was it? Espinosa thought so. He thought he deserved many things he had never dared to enjoy and that Lisbon was worth the crowds, suffocating heat, and inconveniences of traveling in high season. He sat at the table, upon which the 110


black waiter—surely one of the many young people who came to Portugal as immigrants from the old colonies, and who Espinosa had seen wandering the city during his visits for years—had left a small, makeshift sign indicating the table was reserved and that no one should be brave enough to try to take it, undoubtedly to avoid its invasion by the people who stood to the side and waited stoically to take a picture with the statue of the divine poet. People certainly like waiting in lines these days, Espinosa joked with the waiter as he sat down. You can’t imagine, sir, the boy responded, at least it lets up at night. There are only a few here now, if you can believe it. The fuss they made this very afternoon! Espinosa thought that in that exact moment he was the luckiest man on Earth. He was in his favorite city. Soon they would bring him a café con leche and a glass of port, and at his side, practically elbow to elbow, sat Fernando Pessoa himself, smiling and addressing him in the language they both so loved. These people are mad, don’t you think, Espinosa my friend? Without a doubt, don Fernando. Think about it, who among them have read my poems? My prose? Would a single person recognize the names Ricardo Reis, Bernardo Soares, Álvaro de Campos? I don’t think so, maestro, these are not times for poetry. They never have been, Espinosa my friend, not for poetry nor for art in general. Art, poetry, only make sense as resistance: their opposition to forces of nature, to objective factors; therein lies their greatness. Objective factors? Fernando, my friend, you sound like a Marxist! Espinosa celebrated his own joke with a smile. Nothing could be further from my intention, dear Espinosa, excuse the expression. Look at these people before us, waiting their turn to take a photograph with me, these men and women, these girls and boys that position themselves at my side, sitting or squating, wait for the photographer to shoot, and then go 111


back to their affairs, pleased to have been immortalized with what they believe to be one of the city’s—the country’s— not-to-be-missed landmarks. Obviously none of them—or, if we are optimistic, only a few—really know who I am, and it’s possible that not one of the people waiting in line over the course of a day could recite a single one of my verses from memory, not even one of the easiest, the first ones I wrote, that famous quatrain in which I told my mother I would go with her to South Africa. I’m right, aren’t I? You’re right, you’re right, responded Espinosa, taking a quick sip of coffee, cooled now by time and the refeshing—though still quite warm—air of the street. Now, Pessoa continued, am I really in a position to ask these people to read me? Am I in a position to demand that they know my poems, these people living in such hostile times, so inclement, so cruel, so prone to contempt and betrayal of the arts? What do you think, dear Espinosa? Times have never been easy, don Fernando, Espinosa responded, trying to overcome the shy pessimism in which the words of his incommensurable interlocutor threatened to submerge him. They weren’t easy for you and they won’t be for any of the great geniuses of universal literature. History is forever tumultuous, ongoing: we can not free ourselves from it. And yet we write, Pessoa interrupted him, we write as if there were nothing more important than filling our pages, as if the secret salvation of the world resided in this life we pawn. Deep down we know it isn’t so, it never was, we only wrote to conquer death, to give ourselves hope that we could create something to outlast us, to endow ourselves with a divine nature we won’t ever possess, but of which we like to feel worthy. In this frame of mind, the world doesn’t matter one bit, let it rot, what we want is for our neighbors, our fellow cititzens, our compatriots, to know us and praise us because we ourselves have settled into the 112


fiction that we perform a useful function for the country when, in reality, we do nothing but satisfy our own basic vanity. Do you understand? Yes, yes, of course, Espinosa agreed, and waited for Pessoa to say more, but the poet’s lips had sealed the moment a Nordic-looking young woman approached and sat on his knees, settling herself between the professor and his favorite poet. Espinosa noticed the girl’s thighs, pink and fleshy in shorts that left almost the whole of her leg exposed, and when he considered this in relation to the reaction he’d had before the salesgirl in the stationary store on Rua Áurea, he became sincerely alarmed by such fits of lust, which he didn’t know whether to attribute to age or the potentially beneficial effect the city of Lisbon itself had on his libido. The rhinoceros has returned to the city, he said to himself quickly under his breath, not comprehending why his mind insisted on returning to the story of that poor beast. Pessoa had made reference to his South African childhood; was he not, deep down, another Indian rhinoceros? An animal strengthened by his experience, who squandered his potential in Lisbon and then died discretely, leaving behind a trail for all of posterity? Had he not also disembarked in Portugal with an entire court of fabulous creatures that would set the coordinates for a particular cultural phenomenology? Espinosa drained the glass of port that had been left with the coffee and thought that it wasn’t at all absurd to assert that of all Fernando Pessoa’s creations, the most novel had been his heteronyms, those characters condemned to linger in an ambiguous nebula, emerging only when deemed by their creator. On January 13, 1935, he wrote a letter to Adolfo Casais Monteiro in which he revealed that his first heteronym was Chevalier de Pas, a poet of works unknown, who was born in the heat of the family’s move to number 104 of the Lisboan street São Marçal after the death of their patriarch. 113


A few years later, Espinosa recalled, he conceived of Alexander Search, with whom he would write during his stay at Durban High School, followed by Charles Robert Anon and H.M.F. Lecher. A fertile breeding ground. The necessary antecedents for what was to come later: at least seventy-two different names offering shelter and alibi, names that only received token fame in some cases and in others came to comprise a microcosm that justified itself, to the point where, at times, a reader couldn’t help but reasonably wonder whether these creatures of Pessoa’s imagination weren’t actually more real than Pessoa himself. How could one deny the reality of Alberto Caeiro, a farmer with hardly any education whose own father recognized him as a master, who preached a philosophy whose principles were based precisely in the absence of a philosophical system. How to cross off as inexistent one who affirmed that existence is valuable in and of itself, that the subertfuge of imprecise, unnecessary explanations surrounding it is unnecessary, because people and things are and nothing more, they are. And how to ignore a biography like that of Álvaro de Campos, the engineer who evolved from decadentism to futurism and on to nihilism, and gave the Portuguese language what Espinosa considered its most important poem, one of those texts called to rise above time and consciousnesses, to overcome its own stigmas and limitations. How to strip a Bernardo Soares of his idiosyncracies, a Soares to whom we owe a book full of misgiving and brimming with literature, with what moral authority can we make his talent conditional on someone else, someone who preferred sacraficing his own name in favor of others and cede them the praise bestowed on his own work. Of them all, Espinosa felt a special predilection for Ricardo Reis, not because his work struck him as the most deserving, but because of the strange happenstance he 114


suffered when his life was left unfinished, when Pessoa left no testimony of the place or year of his death. Poor Reis, thought Espinosa with sincere pity, doomed to wander eternally through literature’s limbos, the result of the early death of the man who gave him life. Perhaps he survived still, somewhere in Brasil, waiting for someone to put the period on his biography orphaned of its closing parenthesis, waiting for the place and the year that would inevitably bring his journey to a close. Yet, despite this slight and easily excused incongruence, how to decide who was, among the heteronyms, the most authentic, the most similar to their creator, given that Pessoa hadn’t lived long enough to classify them or leave reliable clues regarding his intentions. And, at the same time, how to avoid wondering whether the heteronyms weren’t the real actors, and Pessoa the imaginary being. Espinosa shook his head and smiled, amused at his adulation, which was in some ways a variation on an old text he’d written years before, in which he came to the conclusion that with respect to the overwhelming legacy of the poet and his heteronyms, it was completely impossible to explain one without the others, to split one of the abundant parts from a whole that was almost inapprehensible, despite its apparent simplicity. He knew this well, given that he had dedicated—and continued to dedicate—his life to studying the enormous body of work of a poet that had lived life as a Don Nobody before posterity discovered all he had done with his days. A strange destiny, yes, that of Pessoa’s heteronyms, forever condemned to being or not being in virtue of the will or whim of their maker. And such surprise for those that found themselves in the position of having to face a heteronym’s unexpected presence. There was a well-known episode—Espinosa always enjoyed recalling it—of Pessoa arriving several hours late to a meeting he had arranged with José Régio, and excusing himself before his 115


displeased interlocutor with the assertion that the man before him was not in fact Fernando Pessoa, business correspondent, but Álvaro de Campos, who spoke in circles convincing him that he, de Campos, had been sent to beg Régio’s pardon for standing him up, since Pessoa was involuntarily (but not gravely, it appeared) indisposed. Also well known was the story of Ophélia Quieroz, a young woman of nineteen with whom Pessoa carried on a peculiar courtship in 1919. They were together for the course of a year and mainatined an epistolary relationship that deteriorated slowly and stopped offering any guarantees on the part of the poet, who wrote in one of his last letters: My entire life revolves around my literary work, good or bad, however it is, however it could be. Anybody close to me must convince themselves that this is how I am, that demanding an ordinary man’s feelings from me—feelings I do consider worthy, by the way—is like demanding that I have blond hair and blue eyes. Perhaps Pessoa had been one of those people charged with constructing his own myth, erecting himself as a symbol through identities that were more robust and stable than his own, so common and weak in the eyes of his contemporaries. Perhaps he thought that his next of kin had an intimate obligation to accept this eventuality and live with it and consider his needs a binding requirement for eternity. But this was represented nothing more than one of the daydreams of a person who tended, if anything, toward losing himself in the thicket of his consciousness and imagination. I know not what tomorrow will bring. His last line, found after he had taken his final breath in the hospital São Luís dos Franceses, where before he died he asked for his glasses and clamored for his 116


heteronyms. Perhaps on that morning, Espinosa ruminated, Pessoa was less concerned for himself than for his creatures, obliged for all time to suffer an orphanhood they hadn’t foreseen and before which they would never be able to answer. Not only did they not die with Pessoa, but upon his passing their own lives began in earnest; they became the symbol of the creator who was, at the same time, erected as an emblem of all that had produced them. A fluke of abstract transfiguration that rendered one impossible without the others, a viceversa, and transformed what were, in the beginning, the everyday rambles through Lisbon of a faded wage-earner fond of liquor into a series of hidden keys that would contain the enigma of an exceptional nature only revealed in posterity.

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Aroa Moreno Madrid, 1981

Studied Journalism at the Universidad Complutense in Madrid, with a concentration in International and Southern Regions. She is the author of La hija del comunista (The Communist’s Daughter) (Caballo de Troya, 2017), which won the Ojo Crítico Award for Fiction that year. She has published two collections of poetry, Veinte años sin lápices nuevos (Twenty Years With No New Pencils) (Alumbre, 2009) and Jet lag (Baile del Sol, 2016). She is also the author of biographies of Frida Kahlo, Viva la vida (Long Live Life) and Federico García Lorca, La valiente alegría (Brave Joy) (both by Difusión, 2011). She contributes a weekly column to the digital newspaper infoLibre.

When and why did you begin to write? I started to write almost as soon as I could hold a pencil to paper. I have thousands of notebooks in boxes. I don’t know how to explain why it all started. It was something intuitive, a kind of childhood rebelliousness, to play with words, impossibilities, create alternate spaces different from my reality where I could make whatever I wanted happen.

Which themes are you concerned with in your work? As a reader, I like books that tell the story of the margins, that shine a light on dark places. Theme doesn’t carry as much weight with me as the honesty of the narrator does, that’s what hooks me. Even if they’re imperfect books, sometimes. As a writer, at the moment I’m working with themes such as identity and uprooting and the small histories that have been buried by History with a capital H.

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Who are some of your favorite writers? Some of your early influences? This could be a never-ending list. Many writers have traveled with me throughout my life, they’ve changed over time, influences transform. When I first started writing, really noticing and paying attention to what others did, I was well-served by Latin American writers. Even today, I really enjoy what my contemporaries are writing on the other side of the ocean.

As a fiction writer, which innovations or novelties have you come across in books published in the last few years? Which trends do you find most interesting? I’m interested in books that create new ways to tell our story through language. That are made to question. And—though I don’t know if I could do it—the trend of autobiographical fiction is developing in an interesting way. The ways in which life lends itself as fictional material. I’m not really able to write about myself in fiction, it gets away from me right away and the free-flying form the words take on makes me suffer.

In which time and place would you have liked to be a writer? I like being a writer in the here and now: a few decades ago and I wouldn’t have been allowed it, as a woman I would have been relegated to the private sphere.

If you’re working on something at the moment, could you give us an idea of what you’re writing? I’m working on a new novel. I’ve just barely cleared away the weeds and found a clear path. It will have some things in common with my first book, but it will be narrated in another way. A new goal. I also have a lot of research ahead of me.

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THE COMMUNIST’S DAUGHTER (Excerpt from the novel La hija del comunista)

Katia Ziegler uncaps the pen she has used to sign every important document in her life. The one she brought to her wedding, in the seventies. All those strange faces in the church pews. She remembers him smiling whole time, but not the features of his face, as if it had been erased in the distant past and only the simple fact of his smile was left. A single image from that time, a photograph: his back against the silver car, hands in his pockets, the lock of blond hair over his left eye. October. Outside, the rain falls, a deflated cascade clapping slowly on the roofs. The same rain that used to leave them without electricity, and the reason her father kept matches and candles in the drawers. But later he’d gotten hold of a flashlight: a replica of the ones the police use, he said. The girls played with it at night, and it was never handy when the lights went out. The rainwater would unleash the smell of the garden. Then, out the window, a narrow horizon. Suddenly, a neighbor, a tidy courtyard, a maintenance worker. In the beginning, she took a photograph of the trees every month, watching them change color as she fixed coffee. Of the rain, she also remembers the cold muzzle of that brown horse on the ground and soaked to the bone. Rings of water that met, and 121


disappeared. One October, like this, she planted a hundred bulbs, spread over the entire yard. The grass raised the red clay of the pavement. All of that is behind now, asleep. Until the heat starts to close in, and it will all burst yellow again. October. The month of the revolution. After the rains came the winter. When it falls, snow doesn’t make a sound. THE EAST 1 Everyone Likes to Dance the Lipsi Berlin, 1956 The evening that Papa didn’t arrive home in time to light the stove was the coldest day of the whole winter. Mama went down to the basement and brought up the sack filled with coal and sticks. The logs were wet. Coal again, that man is oblivious, she said, the sack in her arms. Martina and I liked to dig down among the coals, especially the softer kind. Sometimes, when Mama wasn’t looking, we rubbed two pieces together until our fingers were filthy and the chunks of coal shone jet-black. It had been dark for hours when Papa came in. What happened here? he said. You tell me, Mama answered. The small space that served as the living room, kitchen, and our bedroom was filled with smoke. Papa grabbed my hands and saw my small fingers covered in soot. He rubbed his rough fingertips against mine and squeezed hard. We always spoke with Mama in Spanish and in German with Papa. We didn’t ask ourselves why. Papa learned his German in the factory, in Dresden, but he never managed to speak it quite correctly. He sat with Martina and I while 122


we did our assignments and learned, little by little, about proper declension, placing the verb at the end, hopeless: how will I know what they’re trying to say if I don’t know the verb, if I don’t know what’s happening until they finish speaking? In time, he grew used to the language, and though he always made himself understood, I never was able to really understand everything he said. Papa’s German. This language, so many letters one after the other, it’s inhuman, he would complain. Mama refused to learn, and though Papa filled the house with little pieces of paper with the names of things— Fenster, Topf, Bett, Ofen—she never put a sentence together. She communicated with signs, a few words. Kartoffeln, a kilo, taking off her glove, waving her finger in the shopkeeper’s face while Martina and I fell on the floor, laughing. Have daughters and you’ll see, she’d say, they’ll laugh at you, too. The soup simmered over the fire, the murmur of the radio stirred the air. Papa came out from the room where he and Mama had been talking for some time. She went in the bathroom, and when she came out, I knew she had been crying. It’s the steam, she said. And stirred the pot, the bitter stench of cabbage blending with smoke. I don’t want cabbage, it’s slimy. Well, it’s what we have. But we ate it yesterday, too. Martina, I would like to roast you a leg of lamb, but there aren’t lambs here because it’s too cold. Papa, isn’t it true that lambs don’t get cold because they have wool? For the love of God, Manuel, turn that off. The radio was playing the nightly broadcast of the Lipsi, the prudish music the Government used to combat rock and roll. Heute tanzen alle jungen Leute Im Lipsi-Schritt, nur noch im Lipsi-Schritt. Alle hat der Takt sofort gefallen. Sie tanzen 123


mit, im Lipsi-Schritt. Papa turned up the volume and swayed around the room, moving his shoulders, his arms at his hips, little steps, to the right, to the left, forward and back, his eyes half-closed, smiling. He stood behind our mother and untied her apron. Mama turned, I’m not in the mood, but she couldn’t free herself from his arms. Come, mujer. Pretend it’s a copla. They danced until the end of the song. Martina and I watched them in astonishment—pens poised over our papers—something that began to feel like warmth in our bodies and a stain of blue ink spreading between the lines. That’s enough, Mama said, enough of this circus, let’s eat. Papa stuck his fingers in the water and pulled out an almost transparent piece cabbage. Do you girls know what this is? A slice of jamón serrano. Delicious, Katia. Do you want some? Yes. And you, Martina? No. What is jamón serrano? Papa ignored her. Sure? Well, then. That yellow house. Once I peeled away the wallpaper under the bed and found eight different layers, at least. As if every person who’d lived in that fourth floor garret wanted to leave their mark, fix their life there, and the next had wanted to cover it up, paper over paper. To reach our staircase, you had to cross the interior courtyard: a small, anarchic forest. They ought to paint the walls, Mama would say, it looks like the war’s still on. The building was gray on the outside. All the buildings were gray back then, gray and peeling, skeletons wearing a dirty dress. But I had no memory of any house but that one, where it was always cold. Papa introduced us to the neighbors, and as we climbed the stairs we stopped on each landing and could see the people in the building across the way. We made a game of monitoring their routines: Frau Zengerle, always staring at a pot of water, Ekaterina reading by the window. When Herr Schmidt died, we knew right away, 124


the day he wasn’t at his window, the tiny glasses slipping down his nose, waving. Something has happened, Papa said. Later, they told us that while we looked at his window through the chestnut trees, Herr Schmidt—who never wanted to set foot outside again after the second war, living off the solidarity of the neighbor ladies who brought him food—was already on the floor, fast asleep forever. In the early days, we woke to the sweet smell of the bakery downstairs; the pipe from the oven ran up along the corner of the building and ended just below our window. The bakery closed in 1962, with almost all the other businesses on our street. We had very little. In the living room, a dark wooden table and four chairs; an uneven, unstable shelf—not to be touched—that held our four plates and four glasses; Papa’s books; a narrow bed; a sofa. In the bathroom, a hairbrush that held a trace of cologne, a thin bar of soap, and Papa’s shaving things. In the morning, when I was young, I would sit on the toilet seat, feet dangling, and watch him daub his face with the little brush. He would turn around and say: who am I? A fat gnome! and he’d crouch down and rub his nose against mine, smearing it white. The smell of must. Mama had washed the green tiles with boric acid when we first moved in and stripped the shine. Even uglier now, she said. But clean, Papa answered. Then there was our parents’ room: the bed, under which we were forbidden to look, the two stacked boxes that made a nightstand that Mama covered with a little piece of embroidered cloth, and a wardrobe. And the two possessions we took care of like they were living things: the radio and the stove. Our winters depended on the proper maintenance of each. The only window facing outside looked out over a razed block. This was war, it destroys everything, said Papa, who often stood in front of the glass pane, silent, like he wanted to see beyond the snow, beyond the only tree left standing, the 125


night. The war was a ghost, a white stain. It was something that happened a long time before and which I couldn’t quite imagine—even though we all breathed its detonated air and children still played in the trenches. I hope you never know war, Mama would say. Not my daughters, and Papa would tell her to be quiet, change the subject. We drank the soup in little sips, holding our hands over the bowl. Papa blew on his spoon, whistling. Our mother boiled linden leaves, burned her right wrist straining the tea. Papa rushed to the bathroom, spread toothpaste on her skin. And he held her hand to his lips for a long time, looking at her, as my mother raised her face to the ceiling covered in stains. For the first time that night—the coldest in 1956—I heard the sound two bodies make when they press together on a bed. In the darkness of the house, the dried red flowers from the first of May lingered in their glass vase. 3 The Blood of Sardines Berlin, 1961 The last time I crossed the city—both sides, that is— Mama had sent me out for food. Go now, before it gets dark. She wrote out an address on a piece of paper. A Spanish last name. Go, and tell him to give you what’s ours. Don’t open it—put it in with the fish, inside the paper. But don’t open it. Remember everything I say, Katia. We had fish every few months, and to get it, you had to go to the West. I left the house and went straight to wait in line at the produce stand on the Bersarinstraße to collect our weekly ration of eggs. It would have been better to collect them on 126


my way back, but I was lucky and only had to wait half an hour. I didn’t feel like speaking to anyone. I had a long walk ahead of me. Why me, Mama? Who else should I ask? Your sister? Should I go myself? Who would work in my place? You? And who . . .? I held out the ration card for the shopkeeper to count the members of our family: a photograph—two girls with long braids, dressed alike, and a couple, still young; he smiled, she did not— and underneath, a red stamp that left no doubt: exiles. They gave me four small, cold eggs. With my gloved fingers, I picked off a few stuck feathers and bits of filth. I looked at one of the shells, clean now, for some time: it would be so easy to crush, the egg white would drip from my hand, clear, viscous, to the ground. I kept still and tightened my hand around the egg very carefully until a woman, waiting her turn, tapped my elbow. I took the scarf from my hair and made a little cloth nest, protecting them inside the bag. I crossed the skeleton of the Bersarinplatz with its mountains of rubble, though the intersections had been cleared. Once a week, we secondary school students worked to clean the streets, students and the Trümmerfrauen, the war widows that scoured Germany’s ruins, collecting bricks to build the country anew. The streets were clean but rocks still slept in piles, the remains of a city my family hadn’t known. Our work consisted of removing cement from bricks. With miniature pick axes, we cleaned the remnants of Nazi Germany for the Government. I walked more than a half an hour to the river Spree. I went over the geography lessons I had memorized, and crossed the river over Oberbaumbrücke, leaving the black water behind. I’d made this trip several times with Mama. We had walked quickly from the border, pursued by no one; yet she pulled me by the hand, hers in mine, gripping me tightly, as if I were about to fall at any moment. I’m visiting family, 127


she had told the soldier. I took the same route and entered the Kreuzberg market. Don’t stop, Mama said, don’t stop to look at the stands, but that day I stood very still in front of a fruit seller: suddenly, I felt I knew the taste of an orange on my tongue, liquid and sweet. I looked for the fish stand and asked for four sardines. The fishmonger held a few sheets of western newspaper and placed the four fish in his hand. Do you mind not . . .? I said. Ah, yes. The man looked at me over the fish and understood that returning to our Berlin with western newspaper would only bring me trouble. He took out some plain brown paper and wrapped them up. That’s won’t hold, I thought. In my pocket, I carried the paper with the address. In cursive, with sloping letters spaced apart, Mama had written “Requena.” I crossed several streets and found the building. Through the large door of wood and glass, I could see the black and white checked floor of the entryway. I rang the bell and they opened without a word. I climbed more than a hundred stairs with the sardines in the bag hanging from my arm. The door to the apartment was open. Hello? This way— are you Isabel’s daughter? Yes, Katia. Well then, Katia, this is for you. Careful crossing. Requena, or whatever that man was really named— small eyes, brillantined hair—handed me an envelope. On it was an address I didn’t recognize, somewhere in West Berlin. Nothing on the back. No return address. All right? Did you want something else? No, sir. I left and started to walk back home. On the Köpernicker straße, a large group shouted at a few soldiers pulling a wire fence across the asphalt. I stood with them, but could hardly see. Where’s that smell coming from? A man turned to me. The fish had soaked through the paper; liquid was accumulating in the bottom of the bag. I started to run. When I reached the checkpoint, a policeman from our side 128


stopped me: what do you have in there? Nothing. It’s dripping blood, take it out. Between his feet and mine, four red drops. The guard took the bag and unwrapped the paper. Four cadavers, their eyes open, protruding in the sun low over the Spree. What’s this? Fish, I said. Please, I thought, please just keep it, but don’t take the envelope. The policeman stuck his hand in again and tugged on the scarf. He undid the little nest and the four eggs fell to the ground. Don’t cross for this again, he said. Thank you, sir, yes. I ran as best I could until I was well past Waeschauer straße. Then I sat in the median, among the trees, and checked that the letter was still hidden in the paper with the sardines. It was stained with blood, wet and pulpy. I wiped the envelope on my socks and blew on it, dry, dry, come on. It wasn’t until I reached home, three hours after I’d left, when I remembered the eggs. Mama opened the door, gave me a kiss, and stuck out her hand. She didn’t remember, either. It’s a letter from your aunt. I’ve been waiting for a month. Who is Requena, Mama? He gets our letters in the West. If he didn’t take them, they’d never arrive, coming from Spain. Because they’re Fascists? Oh, hija, don’t talk that way. And not a word about this, to anyone. Papa and Martina came home a little later. Mama kissed him on the mouth. She was smiling, at last. News? he asked. Come, she said. And they shut themselves in their room. When he came out, Papa lit a cigarette. I remember his figure silhouetted against the window, while Mama prepared the sardines. She pressed down on their heads and pulled toward the tail, ripping out the guts like she’d done it many times before. Then, the shiny scales crackled over the heat, filling the room with their heavy smell. No one opened the windows. 129


Several days after Mama received the news of the birth of her first nephew, and just a few streets from our house, they raised the wall. To stop our country being bled dry, the radio announced. The fishmonger, the bright red of entrails spilled on ice, the stall with its stacked fruit, and the person who received letters from our family were left on what was from then on always known as “the other side.” It wasn’t until many years later that I finally understood the human machinery set in motion to allow those letters to reach our house. And with the bricks salvaged by school children and widows, they built the Stalinalee—erected its statue overnight—and all the rest. 7 The Beginning of the Other Thing Berlin, 1970 My name then. The woman I was. Just a sheath of skin and the contents of twenty years. Memory, the faculty that allows us to keep and remember events of the past: code, store, access. It moves in our unconscious like a tide, revealing by the light of night the sandy bed below the water; the seabed like a body throwing off the covers while sleeping. I read once that there are two types of memory: memories of big events, and memories of the tiny details of what we experience. It’s electricity that runs between emotion and memory: brain, neurons, flash. A natural intricacy: the greater the emotion, the easier to remember the event. Emotion is the filter, and the tide. It is the revolution. The crispness of a memory is linked to the impression it left; a chemical waterfall is unleashed simultaneously, a movement both unstoppable and addictive. 130


The end of critical judgment. Dilated pupils, a small animal hiding from the State. I’ve lost my big memories from then, from those days when we first met. There was no calculus for the possible consequences. Guilt or survival. I never knew. What was Papa doing then, how much had Martina grown, what was Mama’s life like, while I wandered through a clandestine Berlin? I came home and acted normally but was different, an immense secret inside. I didn’t talk. I just got into bed and recorded, recorded inside what had happened. Outside: the streets, the shops, the wall, the university; inside: the smell of supper, Mama and Papa’s graying hair, a visit from a friend. Nothing of their unhappiness or anxiety. Nothing of the Party or those under surveillance, of the disappeared, the note with four sentences from Spain that arrived in the letterbox, the opened envelope, did she cry, Mama? It’s as if something hindered me, made me dense, slow. Only that second kind of memory is left, all the small occurrences: the sun setting against the bridge, the Bösebrücke, slicing everything in two, or the sound of the silence in between each song on the Elvis cassette he gave me; everything from that morning on, the morning I left the Sybille café and he came after me. It was November and in the beginning, fear, ignorance. I walked a few feet. I stopped and he stopped. I crossed the street and entered Friedrichshain, with him behind. I went into a bookstore, leafed through a book of grammar, put it down, opened a book by Neruda, the Chilean communist. I read something by chance: I haven’t forgotten those lines, I read them in silence a hundred times before closing the book and looking up. Otras veces calcáreas cordilleras interrumpieron mi camino. The pages still between my fingers, I looked at him. He faced me, on the other side of the table full of books. For the first time, I paid attention to his face. Closed my eyes. Who was he? Did we know each 131


other? Was he from the university? The small, clear eyes. Straight hair, very tall, a bird-man. He wore an open jacket, two brown stripes running from his shoulders to his chest. That’s the image. He raised his eyebrows and smiled. What? I thought it, then: he wasn’t from the East. He wasn’t from the East and he was from the other side. A tourist, a student, why had he followed me? Always a few steps behind, crossing the street, matching my pace, staying back but not bothering to hide his pursuit. And then, we were standing in front of one another, it was the moment, or what was it, more than an impulse? What do you want? Nothing, he answered, to meet you. Me? To meet me? Why? You seemed interesting, he said. I seemed interesting? The books were witness to those words, our first conversation. The image of Papa over my shoulder, shush, Katia, don’t speak to him, he’s with the other side, he’s not your people, what do you think he’s looking for, a wife? Don’t be stupid, child. But there was something else, something lacking intelligence, obviously—a hurricane, a hazard, something strange that compelled me to answer him. A chain of unforeseen reactions. I smiled at him, but said that I had no interest in knowing him. And I turned. My pulse, a drum under my red coat, under that red corduroy coat, under the houndstooth dress and under my skin, heart and lungs expanding, a reflex. We left the bookstore together, without speaking, our arms brushing now and then as we walked, but not a single word more, looking straight ahead, not a single glance except at the sneakers he wore, blue, two white stripes on the side, worn out from walking, but where? We stopped at a traffic light, heart and lungs swelling inside, we stopped on the bridge, two red and white silhouettes, we crossed no man’s land until we reached the door to the patio of our building, elbows against my body, not a word. The trees in the courtyard twisted with winter, and above, the light in the 132


window where Mama and Papa were, and Martina, perhaps. Just here, I said. And he laughed, turned, and walked away. Before I went inside, I went over the steps, the series of events, the decision and its arbitrariness: Herr Tonnemacher, the university, the walk, the coffee left abandoned in the Sybille and all the rest. That night, the night of the day I met him, I could hardly sleep. I tossed in bed, made up a story: this won’t end well, don’t play. And I tried to forget our encounter, how absurd it had been. Then Christmas came, my last Christmas in Berlin. Papa brought home a turkey. It’s coming undone, Mama said, I can’t sew skin this tight. And it must have cost you a fortune. I smashed together walnuts, dried plums, and a little cheese that wound up melted on the oven sheet. The four of us ate, like always, the dry turkey, such a shame, Mama said, the burnt stuffing. Don’t worry, mujer, at least we have this, and Papa opened a bottle of beer and poured a little into each of our glasses. Then, happy new year, and 1971 entered our lives just like that, full stop.

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Inés Martín Rodrigo Madrid, 1983

Holds a degree in Journalism from the Universidad Complutense in Madrid. She works for the Culture section of the newspaper ABC, where she coordinates the Books segment, and regularly contributes to the ABC Cultural supplement. She has been a jury member for literary awards such as the Ojo Crítico for Fiction, Jáen Novel prize, Dos Passos First Novel prize, the Carmen Martín Gaite Award, etc. She is a contributor to Fundación Telefónica, Acción Cultural Española, Casa de América, and Hay Festival, among other cultural institutions. She has published the novel Azules son las horas (Blue Are the Hours) (Espasa, 2016), which tells the story of the life of Sofía Casanova, a Galician writer, poet, and journalist who interviewed Trotsky in 1917. Her short story “Naufragio” appeared in the anthology El cuaderno caníbal (The Cannibal Notebook) (Pálido Fuego, 2017), an homage to the work of the film directors Isaki Lacuesta and Manuel Martín Cuenca. Her short story “Salto al vacío” was included in the June 2016 special issue of ABC Cultural dedicated to the 125th anniversary of the magazine Blanco y Negro. She is the author of the essay “David Foster Wallace, el genio que no supo divertirse” which appears in the book David Foster Wallace: Portátil (Literatura Random House, 2016). She is also author of the prologue to the Spanish edition Virginia Wolfe’s diaries, El diario de Virginia Woolf. Vol. I (1915-1919) (Tres Hermanas, 2017).

When and why did you begin to write? Though I don’t remember the exact moment, I’d say that I started writing when reading became an almost obsessive daily habit. I would have been

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about eight, and when I got home from school I would continue the essays and dictations they gave us for homework with my own imagination. That was the beginning. When I left the study of Medicine for Journalism, writing was my refuge. It still is.

Which themes are you concerned with in your work? Life, as Gil de Biedma wrote, is serious. With all its edges, its nooks and crannies.

Who are some of your favorite writers? Some of your early influences? I’m not embarrassed to say that Isabel Allende opened my eyes to serious reading (beyond Treasure Island and other fantasies and childhood classics), and with the passage of time and weight of the years, Joan Didion and Alice Munro became my favorite writers, as a reader and a writer.

As a fiction writer, which innovations or novelties have you come across in books published in the last few years? Which trends do you find most interesting? I don’t believe in trends, and in even less in what’s fashionable. I believe in the ability to tell a story. And if an author has that, I’m hooked. I prefer the traditional novel to the experimental, which been entertaining readers for centuries, regardless of its origin.

In which period and place would you have liked to be a writer? Here and now (it’s all we have).

If you’re working on something at the moment, could you give us an idea of what you’re writing? I’m writing my second novel. A story about the adventure of being alive . . . like every story, in the end. I don’t like to give away the plot of something I’m working on; not out of superstition or anything like that, just simple shyness: I prefer to keep it in my imagination for now, I wouldn’t want it to disappear.

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BLUE ARE THE HOURS (Excerpt from the novel Azules son las horas)

Poznan (Poland), January 1, 1958 Death waits for me. I’m not afraid. Not anymore. It’s time to go. God wants me at his side, and my child Yadwiga calls: “Mother, mother! Why did you let me die?” Her words resound in my conscience more than ever before, deprived as I am of sight, but not the bitter memories the terrible, unchangeable, searing past. I haven’t left bed for days. My daughter, Halita, comes very early every morning and feels my forehead. She thinks I’m sleeping deeply. I’ve felt her bring her head to my chest to confirm I’m still breathing. She doesn’t know that every night I pray to God that I’ll soon stop. Yes, I have lived enough. I don’t want to cause her more pain; not her, or anyone. I’m ninety-six years old, blind, and so far from my homeland that I no longer even sense it. My Spain! Poor Spain! I couldn’t return to rest eternally by my barefoot Carmelites, in my Galicia, mi tierriña. Lately, I’m assailed by nostalgia. I began to suffer terrible attacks of dry coughing a week ago. My son-in-law called for the doctor, who came to Kozieglowy. The good doctor greeted me fondly, and after taking my hand, had me lie back. He knew, immediately, that I was in grave condition. He left the bedroom to speak with my daughter 137


on the landing. I couldn’t hear what he told her, but no one knows better than the sick person whether or not they should harbor hope. The night before, as I sat up in bed in an attempt to breathe better, I coughed hard and knew that it was pneumonia that tormented me. The chill of my beloved Poland has invaded me, my bones, forever now, and will carry me away. Halita returned to my room after seeing Doctor Piotr out and could not contain her tears. She hugged me, inconsolable, and I rocked her like when she was a little girl in Marín, the breeze of the Galician rías blowing in from the balcony. Since then, she has not left my side. She brings up bowls of warm broth, the pinenut pastries I like so much and can be found only in the Poznan market, milk with honey . . . But I have no appetite. My stomach sealed shut the day the tremors began. I’ve tried to get up some mornings, take my cane from the table and look out the balcony. I memorized the scene outside many years ago: the radiant white of the snowy mountains, the fertile fields spreading their mantle beyond the boundary of geographic borders. Oh, borders! Bitter borders! Arbitrary lines drawn by those with no regard for their fellow man! May God forgive them, may He overlook their stone hearts incapable of feeling the pain in another’s flesh. I don’t want to be overcome with bitterness, but there are so many memories—some of them so painful—that I would prefer to have lost my memory instead of my sight. If I could be blind to the past! And yet, I remember everything, sharp, as if it happened yesterday. Sometimes I burst into tears over nothing—apparently over nothing—since the only company I keep in my room are the books I was able to save in Warsaw. Only yesterday, as the downstairs buzzed with the din befitting the last day of the year, I heard footsteps climbing the stairs. It was Karul, my grandson. He came to read to me from Poesías, my first book of poems, like he does every day. It overwhelms me, hearing the lines I wrote almost a century ago, 138


but he takes my hand to ease my embarrassment. Yesterday, he found me crying, almost breathless, immersed in childish, hiccupping sobs. What’s wrong, babunita?” How to explain to him, at thirty years old, that some grief has no remedy and it’s best to let it be, let it go as it came, without warning. We spent the afternoon together, and as night was falling, my son-in-law helped me downstairs for dinner with my family. My last New Year’s Eve. I know it. I know it is to be. I know God wants it this way. We toasted and laughed like we haven’t in a long time, the shortages and struggles of so many years forgotten. The coughing returned at midnight, and the tremors with it. My granddaughter Sofía helped me back to my room. “Dulces sueños, princesa del amor hermoso,” she whispered. She kissed me and left. It must have been Sofía who left the image of the Sacred Heart on my bed, the one I always keep with me. I’ve had it since my grandmother Isabel gave it to me in Almeiras, one sunny morning in June 1871. “Always carry this close to your heart, Sofitiña.” “What is it, abuela? “It’s the Sacred Heart, a treasure that will always protect you, wherever you are. Life is very long, my child, and God doesn’t want you to suffer as many misfortunes as your mother. My poor daughter . . .” “But mamá is happy. She has you, and abuelo, and she has us. I take care of my siblings and she takes care of all of us. We’re a good family.” “Ay, the family. If only your mother had never met that bastard. Don’t make me say more, I’ll get a loose tongue and your mother will be angry with me. Come, help me with the washing up.” Abuela Isabel couldn’t help but resent my father, the “bastard.” I was only ten years old then, but I knew very well that her 139


words, a blend of anger and reason, referred to him. My parents had met in La Coruña when they were very young. Had they fallen in love too quickly? Perhaps. My maternal grandparents certainly never looked well upon that match, no matter how head over heels my mother was for the young man of letters. My father had flirted with literature since his youth and felt the pull of politics and intellectual circles early on; my grandparents correctly intuited that this didn’t favor him as the best prospect for the faithful husband and father they’d dreamed of for their daughter. Still, my mother—as stubborn as I am—persisted in her desire and soon I came into the world, before they had even married. Illegitimate daughter, unplanned, unwanted? I don’t doubt the love my parents had for each other. It was clear from the way they looked each other and all of my memories confirm the passion that brought them together. The wedding, such as it was, came almost two years after I was born, with me playing the unintended role of little maid of honor in my parents’ marriage ceremony, one January morning in 1863. For at least two years, we tried to be a family, living in La Coruña. But my father’s unyielding desire, fanned by a close friendship with a politician, José Elduayen, brought about ruin and the end of my parents’ marriage. My father met Elduayen at a literary salon at his home in Vigo. That night, Elduayen began to fill my father’s head with ideas that would soon draw him far from home. He spoke to my father of his ambitions within the Conservative Party, of which he was an active member and which had won him a seat in Congress that let him escape to Madrid periodically, leaving his wife—his second wife—behind in Galicia. “You must come with me to Madrid, young man. I see a bright future for you. Your gifts as a conversationalist will open the doors to any office, even royal ones.” “Do you believe that? But I’ve never even left Galicia . . .” 140


“Of course I believe it. Your own frontiers lie far beyond this poor, cantankerous country. Come with me on my next trip and I’ll introduce you to important people, people that will take you out of that Casanova hovel. What a resentful bunch, pretending to be humble. They’re nobodies. If I told you the origins of their supposedly noble lineage . . .” According to the gossip, Elduayen was frequently found in disreputable company in the capital, though his reputation as a womanizer and cheat didn’t tarnish his career as a politician. In him my father saw the masculine example that had always been missing in his home, and didn’t suspect that his eagerness to emulate Elduayen’s comportment and enjoy his social position would take him from what he loved most, forever. I’ll ever lose that memory of him leaving the house early one morning, like a ghost, a bag of clothes on his shoulder, thin and tired. “What are you doing here, Sofía? Go back to bed with your siblings.” “Papá . . .” I could barely utter another word. Slight and small at hardly four years old, I still saw the world of adults with the distance and innocence of a child. My father took my hand and clutched me to him. I breathed in his smell. Tobacco and sweat. “Don’t forget me, Sofía. Don’t forget your father,” he sobbed. He left home without a backward glance. A complicit silence established itself between my mother and grandparents. They didn’t speak of him. The passing days weighed heavily as we waited for time, immutable, to wipe away our memories, until nothing was left of my father in our young minds. But fate always holds another card, a play that will beat you every time. “Rosa, you have a letter.” The grimace on my grandfather’s naturally serious face suggested a greater worry than usual. We had been in Almeiras 141


the whole summer, carefree as the season, no longer thinking of the empty chair in the house in La Coruña. “What’s wrong, padre, what is it? You look like you’ve seen a ghost.” “No, not a ghost, but something like it. I was taking care of some business in Coruña this morning and I went to the post office. Genaro, the postman, had left me a note at Manuel’s bar, asking me to come and pick up a notification that had arrived from Madrid.” “And what is it? Just tell me, please. I don’t know what to think.” I see my mother—who knew her own father well—sitting on the terrace as evening fell, panicking and shaking him as she tried to grab the letter. “Vicente’s ship has gone down.” “What do you mean, gone down?” “Apparently he left Cádiz a week ago. There was a storm, and the ship sank.” “Vicente is dead?” “That’s the problem: his name doesn’t appear on the crew list.” Despite the family’s tacit agreement not to speak of—and certainly not to try to remember—my father’s departure, my grandfather Juan had followed his trail to Madrid. He was still in contact with the high society of the period, or what was left of it, and tried to find out what had become of him. He knew that he had left La Coruña behind Elduayen and had tried to win the confidence of some no-good, insubstantial politician. As young as I was, I do remember that my father didn’t drink or chase women, but he was very fond of gambling, and my mother had experienced more than a few unpleasant surprises when he arrived home in the middle of the night, having lost twentyfive pesetas in some game. According to what my grandfather 142


revealed that evening, this pastime had landed him in trouble in Madrid on more than one occasion. Once, in order to avoid paying a debt, he hid for several days in the home of a good friend of the family, Patricio Aguirre de Tejada. Don Patricio, patient and good-hearted, didn’t know what to do, and tried to contact my grandfather to inform him of the situation and ask his advice, since my father was still legally his son-in-law, in the end. And so my grandfather had news of my father, though he had said nothing to either my mother or my grandmother. His answer was firm: Make him leave, don’t protect him any longer, Patricio. He’s made his own luck, and only God knows what his fate will be. I only hope it will be far, far from my daughter and grandchildren. Don Patricio fulfilled my grandfather’s wishes and told my father he had to go, that they were expecting a visit from his wife’s relatives from Burdeos and needed the guest room for two weeks, at minimum. Oppressed by his situation and without so much as a crust of bread or a roof over his head, my father left Madrid for Cádiz with the intention of enlisting on the first ship bound for America. Once in the port, he struck up a good friendship with the boatswain on La Dolores, who introduced him to the captain and secured him passage to embark with the crew. “He’s not there, Rosa. His name doesn’t appear anywhere.” “But if Don Patricio said he was aboard . . . then he was aboard! Even if he didn’t pay the passage in full, they might have made room for him, I don’t know, with the servants?” “Hija, he’s not there. Not there. You can’t declare someone dead if there is no official report of his death.” “My God! My God! Even dead this man won’t leave me in peace! What did I see in him, padre? Tell me, what did I see?” My mother threw herself into her father’s arms, broken and inconsolable. And so she became a widow, without having been one. We never heard anything else about my father, and his 143


absence marked my entire childhood. One morning, at the end of that summer of 1867, I overheard my grandmother speaking with a neighbor in the garden at the country house in Almeiras. “I’ll tell you, Herminia. He did not expect that ship to go down.” “And what did he want, then?” “He wanted to disappear any way he could, pretend to be someone else, pretend to be dead. Anything he could do to start a new life, far from his wife and children. “Do you believe he is capable of that, Isabel?” “That, and much more.” My grandmother was convinced that my father had lied when he let his intention to set off for America be known, in an attempt to put an imaginary ocean between his new life and his family, without leaving Spain. Almost ninety years later, I still don’t know what happened to him. I resisted my grandmother’s version for decades and spoke of the subject only a few times with my mother, mostly because of the pain it caused her. I don’t doubt now that my father was selfish and put his own happiness above his family, never worrying about what could happen to his children and certainly not about the woman who was still his wife, and who had no legal recourse in the face of her husband’s absence. In spite of all that, until we had to abandon Warsaw, I kept a poem that he wrote soon after I was born: A pure, luminous star was born in the Galician sky so bright much to her loving parents’ delight Years passed and we still lived in the country house in Almeiras, far from the bustle of the city, protected from the neighbors’ unkind whispers. My mother, gifted with an uncommon fortitude the likes of which I have never seen in 144


anyone else, supported us by exporting eggs from La Coruña to England, although my grandparents helped and we never lacked for anything. It’s strange. I don’t remember that time with sadness, in spite of everything. My childhood was a happy one. I was a happy child. I only remember with certain heaviness the day that my grandfather signed off on the sale of the house in Almeiras. “Are you certain you want to sell it, padre?” “I am. This place is becoming too small for the children. Sofía is thirteen already and surely you must see to her future. Haven’t you seen how she reads? How she looks at everything? She’s hungry for knowledge. Coruña is not the city for them. And look at you: mired in your own tragedy. Do you want to sell eggs for the rest of your life?” “Of course not, padre, but Madrid . . . it’s so far. What will become of us there?” “What will be will be. Your mother and I will live with you. You won’t go alone. And Don Patricio waits for us there. It’s the best for all.” My grandmother nodded, unconvincingly, as he made his arguments. Despite the time they had spent in America, they considered themselves Galician and loved their homeland. But, more important than land, race, and nationalism, was their love for their daughter, whose suffering they saw worsen after my father’s “death.” A mother on her own with three children was no young man’s dream, and much less so in rural Galicia at the end of nineteenth century. Madrid would be different: new surroundings without the same emotional hindrances, where they could write a new story for the Casanovas. I watched without saying a word, trying to fix every corner of our house in my memory. Though I didn’t know it then, that May afternoon in 1874 I would start to bid farewell to my beloved Galicia, where I would only return on few occasions, never enough. 145



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