Sabores que cruzaron los océanos

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Catรกlogo de la Exposiciรณn

Comisario

Antonio Sรกnchez de Mora


©Edición: AECID, Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo. Catálogo general de publicaciones oficiales de la Administracion General del Estado; https://publicacionesoficiales.boe.es Esta publicación ha sido posible gracias a la Cooperación Española a través de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID). El contenido de la misma no refleja necesariamente la postura de la AECID.

NIPO papel: 502-18-043-6 NIPO en línea: 502-18-044-1


CATÁlOGO

exposición

Coordinación del catálogo

Organización

Antonio Sánchez de Mora.

Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación (MAEC), a través de la Dirección de Relaciones Culturales y Científicas de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) y la Embajada de España en Manila.

Autores de los textos Antonio Sánchez de Mora. Felice Prudente Sta. María, Food Writters Association of the Philippines. Bethany Aram, Universidad Pablo de Olavide, Sevilla. José Luis Gash Tomás, Universidad Pablo de Olavide, Sevilla. Yolanda Congosto Martín, Universidad de Sevilla. Chele González, Gallery Vask, Manila.

Autores de las recetas Chele González, Gallery Vask, Manila. Iván Sáez Sordo.

Traducciones

Ministerio de Educación, Cultura y Deporte (MECD), a través de la Subdirección General de los Archivos Estatales (SGAE) y el Archivo de la Real Chancillería de Valladolid

Producción en España Fundación Caja Rural del Sur, a través del Otoño Cultural Iberoamericano (OCIb). Diputación Provincial de Cádiz.

Comisariado y dirección técnica Antonio Sánchez de Mora.

Alfonso Álvarez y Elizabeth Allen.

Diseño y Artes Gráficas Páginas del Sur.

Impresión Artes Gráficas Moreno.

Fotografía Archivo Páginas del Sur. Antonio Sánchez de Mora. Archivo General de Indias (MECD). Norman Lleses (recetas). Emil Marañon III.

Instituciones titulares de los originales reproducidos Archivo General de Indias (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, MECD). Real Jardín Botánico (Consejo superior de Investigaciones Científicas, CSIC). National Museum of the Philippines. Archivo Franciscano Ibero-Oriental. National Archives of the Philippines. Museo Nacional de Artes Decorativas (MECD). Biblioteca Nacional de España. Biblioteca Nacional del Perú.

Dirección artística y diseño Iñigo Cerdán Matesanz.

Montaje e impresiones Artetrans Servicios Integrales S.L. Vynilart Producción Gráfica.

ENTIDADES COLABORADORAS Comisión Nacional para las Conmemoraciones de la Nueva España.

Facsímiles Quintero & Loarte. Domingo Díaz Escalera (Azulejos).

Madrid Fusión Manila.

Audiovisuales

Instituto Cervantes de Manila

FTP Broadcast. Gallery Vask. Páginas del Sur (Mapa dinámico).

Gallery Vask, Manila. Mercado del Carmen, Huelva. Casa Miguel, Huelva. Ficolumé, S. L., Isla Cristina. Farmer’s Market Cubao, Quezon City. Diputación Provincial de Huelva. Autoridad Portuaria de Huelva. Grupo Joly.

Música T’boli tradicional music. Smithsonian Folkways Recordings. Juan Carlos Romero (Mapa dinámico).

Traducciones Pamela Bigornia. Antonio Sánchez de Mora.

Difusión Subdirección General de los Archivos Estatales (SGAE)

Asesor enólógico Juan Antonio Mena Cubiles, Consejo Regulador D. O. Jerez.


El deseo europeo por adquirir las especias de Oriente es sin duda una de las razones que estimularon a llevar a cabo la primera expedición de Cristóbal Colón. Décadas más tarde, la búsqueda de una ruta que facilitara el acceso directo desde las Américas a las islas de las especias culminó con el convencimiento de la existencia de las Filipinas, las Molucas y otros archipiélagos. Después de la llegada a las Filipinas y su encuentro con los habitantes locales, los españoles pensaron que finalmente habían encontrado la puerta de entrada a Asia que les permitiría obtener acceso a la ruta de las especias y a los valiosos mercados asiáticos desde el archipiélago que acababan de descubrir. Sin embargo, pronto aceptaron la realidad de que su aventura asiática no era más que una quimera. Esto influyó en la transformación de las Islas Filipinas como un punto estratégico, baluarte del Imperio Español y bisagra entre las Américas y Asia. No fue hasta 1565 cuando Miguel López de Legazpi organizó la expedición de Andrés de Urdaneta, junto con Alonso de Arellano, en busca de una ruta de regreso a Nueva España para que comenzara el intercambio regular entre los dos continentes. Con los años, el Galeón de Manila o Nao de China, que significó el intercambio constante entre España y Asia, aseguró una ruta transoceánica entre Acapulco y Manila que vincularía ambos territorios españoles y transportaría un sinfín de productos. Así hasta que en 1815 finalizó el Galeón, fecha que coincide con la independencia de México de la Corona Española. Esta es la historia que la exposición Sabores que cruzaron los océanos ha contado ya en Manila, Huelva y Cádiz, y ahora arriba a Valladolid. Una historia en la que, a espaldas del rápido crecimiento en todo tipo de intercambios entre Asia, América y Europa, se produjo una verdadera revolución en el campo de la gastronomía,


tanto en los ingredientes y técnicas como en los usos y costumbres, teniendo un gran impacto en el cambio del uso de los alimentos y hábitos alimentarios de todo el mundo. El legado intangible de esta empresa de más de tres siglos en la cultura gastronómica mundial constituye un paradigma de la trascendencia del encuentro de los dos mundos. Sabores que cruzaron los océanos se basa en un profundo examen del patrimonio documental que, como un tesoro, se guarda en el Archivo General de Indias, en un esfuerzo por ofrecer, de una manera didáctica y sensorial, un recorrido por la historia de los intercambios culinarios. El buen momento de la cocina actual y el renovado interés de los profesionales y los ciudadanos comunes en la continuación de la exploración de nuevas rutas gastronómicas se producen hoy en día a través de la firme determinación de conocer con la mayor precisión posible las tradiciones que sustentan nuestros hábitos alimentarios actuales. Es precisamente en ese puente entre lo antiguo y lo moderno donde reside el alma de esta investigación y de esta exposición. Queremos agradecer al Museo Nacional de Filipinas, al Archivo Nacional de Filipinas, a la Embajada de España en Filipinas, a la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), al Ministerio de Educación, Cultura y Deporte (MECD), a la Biblioteca Nacional de España, al Real Jardín Botánico (Consejo Superior de Investigaciones Científicas - CSIC), al Archivo Franciscano Ibero-Oriental, al Museo Nacional de Artes Decorativas de Madrid y al Instituto Cervantes de Manila, así como a todos los patrocinadores privados por toda su generosa colaboración en este proyecto. Dirección de Relaciones Culturales y Científicas Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación


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ÍNDICE

Introducción: Disfrutar de los documentos con los cinco sentidos.........................................11 1. Alimentos viajeros......................................................................................................... 16 2. Las asomborosas islas filipinas.................................................................................... 60 3. La globalización de los sabores.................................................................................. 134 4. Una herencia con perspectivas de futuro.................................................................... 210 Bibliografía...................................................................................................................... 264


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Disfrutar de los documentos con los cinco sentidos INTRODUCCIÓN La cultura no es sólo la reunión de bienes tangibles fruto de la creatividad humana. Integra un amplio conjunto de actuaciones, con resultado material o inmaterial, que se inscribe en un contexto social determinado. Es fácil identificar objetos y creaciones artísticas y concluir que la cultura resulta de la suma de tales elementos y el análisis de sus características o condicionantes. Sin embargo, con frecuencia nos olvidamos de que las creaciones humanas son el resultado de una voluntad previa y consciente de su autor, en la que intervienen su habilidad y su aprendizaje, las pautas sociales del momento y un deseo de transmitir un mensaje o generar una reacción en su interlocutor. ¿Qué tienen en común un documento histórico y la receta de un chef? Ambos responden a una voluntad que encuentra en la destreza de su autor la capacidad de crear una obra para conectar con su destinatario. Ambos se inscriben en un contexto que influye en su realización, ya sean normas legales, prácticas administrativas, gustos estéticos o hábitos alimenticios, y ambos nacen con una finalidad clara, la de transmitir un mensaje, ya sea informativo o sensorial. Es más, más allá del objetivo perseguido con su creación, ambas actuaciones pueden servirnos para analizar su contexto. En este sentido, la archivística actual insiste en valorar los documentos y reconocer su capacidad de transmitirnos información. Todo documento nace con un fin específico, el elegido por su creador, aunque con el tiempo gana otros méritos, al convertirse en testimonio de actuaciones concretas y de sociedades pasadas. A su vez, cobra fuerza el contexto en el que se generó, convirtiéndose en una pieza más de un engranaje que colma su capacidad informativa al relacionarse con su entorno. Siempre se ha querido buscar en los documentos toda la información disponible, aceptando que más allá de su contenido, sus mismas características físicas pueden servirnos para completar nuestro conocimiento. Esta es, de nuevo, otra conexión con el ámbito que nos ocupa: el legado gastronómico hispano en las islas Filipinas y el desarrollo de una gastronomía propia nacida del encuentro

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multicultural. Las palabras y los signos gráficos encierran un significado convencional, aunque éste se adapta en cada persona a su percepción particular de la realidad. Recordando las controversias nominalistas, ¿existe la rosa como concepto unívoco o cada rosa encierra su propio significado? Hay palabras que, más allá del significado que se les haya otorgado, son transformadas por nuestro subconsciente y adornadas de otro tipo de percepciones. La sinestesia nos enseña, por ejemplo, que somos capaces de asociar mensajes percibidos por distintos sentidos, aparentemente independientes. Aleccionada, puede completar nuestra percepción de un objeto o concepto al otorgarle el significado derivado de distintas percepciones cognitivas o sensoriales. La fragancia de una rosa puede despertar en nuestra mente la imagen idealizada de la flor y, a la inversa, la lectura de un poema o la visualización de un cuadro pueden hacernos recordar su olor. ¿Puede un documento histórico, textual y sin dibujos, ser capaz de transmitirnos tal información? La gastronomía nos ayudará a comprender que sí. Cuando Cristóbal Colón pisó las islas del Caribe probó un fruto alargado y rojo que provocó un súbito ardor en su boca y su mente reaccionó asociándolo a un picor similar, el de la pimienta. Es fácil comprender su reacción, sobre todo si, tras haber mordido un pimiento bien picante, la experiencia se nos ha quedado tan grabada que la simple vista de una guindilla nos incita a salivar para prevenir sus efectos. Todos tenemos en mente un plato ideal, un sabor único, de forma que la percepción de un olor similar es capaz de evocarnos aquel sabor o, incluso, escenas de nuestra más tierna infancia asociadas al mismo. De forma similar, hay palabras cuyo significado es entendido desde ciertos sentidos antes de que seamos capaces de explicarlo con palabras. ¿A qué sabe la almendra?, pues a almendra; ¿a que huele una rosa?, pues a rosa. El reto de esta exposición es cambiar nuestra percepción de determinados documentos históricos y asumir que son capaces de evocarnos sabores y olores. Disfrutar los documentos con los cinco sentidos implica dejarse llevar por las

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sensaciones que despierta su lectura, hasta el punto de conseguir que la simple percepción de un olor sea capaz de recordarnos aquella historia que nos transmitió el documento. ¿A qué sabía el rancho que degustaron los marineros embarcados en la expedición de Fernando de Magallanes? ¿Qué sensaciones provocaron las frutas americanas o asiáticas en el paladar de un español del siglo XVI? Si los documentos históricos son pruebas de las actuaciones humanas de siglos pasados, partes integrantes del patrimonio cultural de nuestras sociedades, la gastronomía ha de sumarse a este legado, sobre todo si aporta otra forma de transmitírnoslo. Su enfoque netamente sensorial es capaz de complementarse con las fuentes históricas, más descriptivas y cognitivas, virtud que en determinadas facetas de la cultura se convierte en algo esencial. Pero no acaba ahí la experiencia que posibilita esta muestra. Si la sinestesia provoca reacciones dispares en nuestros sentidos, la utilización de facsímiles permite disfrutar del tacto y hasta el olor de los documentos, al igual que el estudio y análisis de recetas históricas nos introduce en el aprendizaje cognitivo a través de olores y sabores. Estos objetivos encuentran en la temática de la presente exposición un campo inigualable para ponerlos en práctica. La gastronomía de regiones tan separadas como España y las islas Filipinas experimentó un cambio trascendental a partir del siglo XVI, revolución alimenticia que recorrió Europa, América y Asia. España fue actor destacado en el descubrimiento de la fauna y flora americanas y llevó sus frutos a la metrópoli y a todos los territorios bajo su dominio. Los españoles llegaron a Filipinas con sus alimentos y técnicas culinarias europeas, pero también con algunos de los productos que acababan de probar en el Nuevo Mundo. Más aún, el mismo hecho de aceptar la posibilidad de encontrar nuevas experiencias gastronómicas, aunque fuera por pura necesidad, modificó su actitud ante lo que pudieran encontrar. Las fuentes no nos transmiten un rechazo, sino un acercamiento, un análisis y un punto de vista práctico y acomodaticio. Así se enri-

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queció la gastronomía hispana y así arraigó en América y Filipinas, propiciando el desarrollo de una cocina multicultural que sumaba lo propio y lo foráneo, viniese del Este, del Norte o del Oeste (recordemos las influencias china, malaya,…). Los archivos, bibliotecas y museos del mundo están repletos de bienes que son testigos del pasado. El Archivo General de Indias, en Sevilla, atesora un legado único en el mundo, con miles de documentos que atestiguan nuestra historia. En su seno nació esta exposición, merced a la colaboración entre la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte español. Fue la Embajada de España en Filipinas la que me propuso este proyecto y la que, desde entonces, ha sostenido su desarrollo hasta el presente, sumando a los documentos custodiados en el citado archivo otros provenientes de instituciones españolas y filipinas. Es más, esta exposición debía ser un reflejo del encuentro entre los pueblos y, por ello, se procuró el acercamiento a instituciones filipinas y españolas que se involucrasen en él. La primera fue el Museo Nacional de Filipinas, sede inicial de la exposición y parte intrínseca de la misma, pues contribuyó con piezas de su colección al elenco de facsímiles integrantes de esta muestra. Imitaron su ejemplo la Fundación Otoño Cultural Iberoamericano, la Diputación de Cádiz y la Autoridad Portuaria de Huelva, que contribuyeron a que esta exposición pudiera itinerar por España, con Cádiz y Huelva como primeras sedes. Finalmente, ha recogido el testigo el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte a través de la Subdirección General de los Archivos Estatales, propiciando la continuidad de este proyecto expositivo. El encuentro de España y Filipinas, que extendió sus redes hasta los continentes europeo, americano y asiático, supuso el desarrollo de una gastronomía mixta, común a los territorios hispánicos y, a la vez, diferenciada por sus particularismos regionales. Ello no supone la aceptación de un modelo que se corrompió al cruzar los océanos. Antes bien, el ámbito cultural hispánico de los siglos XVI

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al XIX encontró en América o Filipinas un espacio de innovación y, a la vez, de afianzamiento de técnicas y sabores. Si México mantuvo en su cocina la herencia precolombina, en España o Filipinas se dejaron sentir influencias externas, acrecentadas con el distanciamiento de los nuevos estados decimonónicos. ¿Qué queda de la cocina barroca española? ¿Conserva la cocina filipina actual ecos de unos sabores ya olvidados en la península Ibérica? ¿Pervive una herencia común en gastronomías y culturas tan lejanas? Esta exposición pretende solventar estas y otras preguntas o, cuanto menos, despertar el interés por un pasado que acerca a nuestros pueblos. Fue José Rizal, en su prólogo a la edición de los Sucesos de las Islas Filipinas de Antonio de Morga —editado en París en 1890—, quien reconoció la necesidad de dar a conocer primero el pasado, a fin de poder juzgar mejor el presente y medir el camino recorrido durante tres siglos. Hoy, más de un siglo después, su afirmación sigue siendo vigente. Si el libro —si esta exposición, añado— logra despertar en vosotros la conciencia de nuestro pasado, borrado de la memoria, y rectificar lo que se ha falseado y calumniado, entonces no habré trabajado en balde, y con esta base, por pequeña que fuese, podremos todos dedicarnos a estudiar el porvenir. Acerquémonos a nuestra historia y nuestra gastronomía con los cinco sentidos. Conozcamos nuestro pasado a través de una cultura material e inmaterial que une a los pueblos español y filipino en el reconocimiento a una historia y una herencia comunes. Conozcamos un patrimonio documental que atestigua una historia de encuentros y desencuentros, pero no nos detengamos ahí. Disfrutemos de unos sabores que, además de deleitarnos, nos sumergen en un legado en el que hunden sus raíces las naciones actuales. Antonio Sánchez de Mora Comisario de la Exposición

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alimentos viajeros


India orientalis, insularumque adiacientium typus. Theatro de la Tierra Universal, de Abraham Ortelius. 1ª edición en español. Amberes: Christoval Plantino, 1588. Lámina 94. Papel, libro impreso, aguada a colores. 206 páginas, 45 x 31,1 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, Biblioteca, L.A. s. XVI - 1.

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alimentos viajeros Antonio Sánchez de Mora

Las ansiadas especias de Oriente Las ansiadas especias de Oriente, conocidas y apreciadas desde la Antigüedad por sus virtudes alimenticias y medicinales, se hallaban inmersas en un halo de misterio hasta el siglo XV, fruto de su lejanía geográfica y de la dificultad de acceso a sus zonas productoras. Su comercialización había sido monopolizada por los mercaderes islámicos, que controlaban la ruta que iba de Malaca a Ormuz y desde allí, por desiertos y en camello, hasta Alejandría y otros puertos del Mediterráneo, donde los italianos les tomaban el relevo1. Las noticias aportadas por Marco Polo avivaron el interés de los comerciantes europeos y, desde entonces, hicieron lo posible por encontrar una ruta directa hacia las míticas islas de las especias. La exploración de la costa africana, fomentada por la corona portuguesa, posibilitó el acceso directo al océano Índico, mientras que los castellanos optaron por una aventura más arriesgada, la propuesta por Cristóbal Colón. Los marineros ibéricos instruidos en las tradiciones náuticas de la Europa atlántica y los pueblos del Mediterráneo, protagonizaron en pocas décadas la proeza de alcanzar la India, el lejano Oriente y el Nuevo Mundo americano. Eso sí, acordando un reparto de las tierras por colonizar y evangelizar, según sancionó el Tratado de Tordesillas, de 1493. La exploración del continente americano perseguía, entre otros objetivos, localizar un paso marítimo que permitiese navegar hacia el Oeste y alcanzar Asia, aunque la extensión del nuevo continente lo dificultó. Varios fueron los intentos para bordearlo, hasta que Fernando de Magallanes descubrió el paso que lleva su nombre. Perseguía llenar las bodegas de especias y, para hacer frente a un viaje tan arriesgado, se abasteció de cuantos alimentos consideró necesario. Alcanzó su objetivo en 1521 y, aunque Magallanes y muchos de sus hombres murieron en el intento, consiguieron dar la vuelta al Mundo y, en prueba y premio de su hazaña, reunieron canela, clavo, pimienta, nuez moscada y jengibre en su recorrido por las Filipinas, las Molucas y otras islas de Indonesia.

1 Juan Bautista Román, factor real de las islas Filipinas, hizo un resumen de estas rutas para argumentar la conveniencia de la presencia española en las islas Filipinas. Archivo General de Indias (En adelante AGI), Filipinas, 39, N. 38. Manila, 12 de junio de 1582.

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Relaciรณn de cosas del Maluco, con descripciรณn de las islas productoras de clavo y la cantidad que se obtiene. 1607. Papel manuscrito. 1 hoja de 29,8 x 20,5 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, PATRONATO, 47, R. 24 (4).

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Pasaron los años, pero no el interés por aquellos preciados recursos y desde España y sus nuevas posesiones americanas se produjeron varias expediciones exploratorias, avivadas por el afán de superación. El lucrativo negocio de las especias aconsejaba asegurar el acceso a las islas productoras y, por tal motivo, se intentó una y otra vez conectarlas con Nueva España, tránsito obligado en su largo viaje hacia la península Ibérica si se quería sortear el área de influencia portuguesa. Además, la relación con portugueses, que habían logrado alcanzar las islas Molucas desde sus posesiones en el océano Índico, no era todo lo pacífica que se esperaba, pese a la suscripción del Tratado de Zaragoza en 1529. Fue un comienzo difícil, con escasez de hombres y la incertidumbre de una travesía larga y peligrosa. Álvaro de Saavedra fue el primero que alcanzó las islas Filipinas desde Nueva España, éxito que repitieron Ruy López de Villalobos y Miguel López de Legazpi. El regreso se resistió hasta que Andrés de Urdaneta descubrió la ruta del tornaviaje, pues, aunque Alonso de Arellano desobedeció las órdenes recibidas y se le adelantó, la justicia dio buena cuenta de él. Su osadía no resta mérito al fraile agustino, que había calculado la ruta y había recibido del propio Legazpi el cometido de navegar hacia Acapulco. Se inauguró así la comunicación regular entre ambos extremos del océano Pacífico, intermitente en los primeros años, arriesgada las más de las veces, pero que poco a poco afianzó el encuentro entre Asia, América y Europa al amparo del Imperio Español. El elevado coste de esta travesía y el interés por rentabilizar aquel vasto continente explican los intentos por cultivar algunas de estas plantas en suelo americano. Las órdenes dictadas por Felipe II para acelerar los envíos de canela desde Asia y América, que se exhiben en esta exposición, se inscriben en este contexto. El monarca estaba preocupado por su heredero, el príncipe don Carlos, que desde pequeño tenía mala salud y difícil carácter. Por eso reunió en la corte cualquier medicamento que pudiera aliviar sus dolencias, incluidas las conocidas especias orientales, y por el mismo motivo instó a los oficiales reales de México y al gobernador de las islas Filipinas a que enviasen toda la canela que pudieran reunir en tortilla o en rollo. Ya conocía el feliz regreso desde las islas de Poniente y probablemente barruntaba el éxito de aquella ruta de intercambios. No eran sólo un bien medicinal. La cocina española y europea necesitaba las especias, la sal, el vinagre y otros productos para conservar los alimentos perecederos, lo que influyó en sus gustos alimenticios. Los recetarios de los siglos XV y XVI destacan por la frecuencia con la que acuden a la canela, la pimienta, el clavo, la nuez moscada o el jengibre, omnipresentes en guisos de carnes y pescados. Su alta demanda justificaba el coste del viaje y la organización de los intercambios mediante una comunicación regular y segura entre Asia y Europa, bien a través de los océanos Índico y Atlántico Sur, que era la ruta portuguesa, o bien a través del océano Pacífico, las tierras mexicanas y el océano Atlántico, que era la ruta española.

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Real Cédula de Felipe II a los oficiales reales de México, por la que les ordena que envíen a España toda la canela procedente de las Islas Filipinas de que dispongan en Nueva España. Madrid, 15 de octubre de 1567. Incluidas en el Libro registro cedulario del Consejo de Indias para la Audiencia de México, Registros de oficio y parte. Papel manuscrito, hoja de 29,7 x 21 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, MEXICO, 1089, L. 5, fol. 137 vº. – 138 rº.

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Real Cédula de Felipe II a Miguel López de Legazpi, gobernador de las Islas Filipinas, por la que le ordena que envíe a Nueva España toda la canela de que disponga. Madrid, 15 de octubre de 1567. Incluidas en el Libro registro cedulario del Consejo de Indias para la Audiencia de México, Registros de oficio y parte. Papel manuscrito, hoja de 29,7 x 21 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, MEXICO, 1089, L. 5, fol. 137 vº. – 138 rº.

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Carta de Juan Bautista Román sobre el envío de plantas asiáticas y sus posibilidades de cultivo en América. Copia coetánea. 22 de junio de 1584. Papel manuscrito. 1 hoja de 31 x 21,3 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 29, N.48.

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Manila y Acapulco monopolizaron el primer tramo del viaje hispano, que pronto encontró en los bajeles transoceánicos el referente inmediato: El Galeón de Manila, Galeón de Acapulco, la Nao de la China… distintos nombres para designar un sistema de comercio sustentado en la labor intermediadota de los vecinos de ambas ciudades, que, a la postre, conseguirían conectar el mercado asiático en general y el chino en particular, con el puerto de Sevilla, ciudad que redistribuía los productos por toda Europa. Desde una perspectiva comercial pronto se hizo evidente el coste económico de la presencia española en Filipinas y las carencias de la colonia, como ocurrió con algunos alimentos. Si la plata americana acuñada con la efigie de los reyes españoles era el bien más demandado en Asia, la comunidad hispana de Filipinas reclamaba vino y vinagre, harina de trigo, aceite de oliva, quesos, ropajes y utensilios diversos, armas, papel y libros… Lo necesario para sentirse un poco más cerca de casa. Entre tanto, en el viaje de regreso las porcelanas y sedas chinas compartían protagonismo con las especias asiáticas, mercancías muy demandadas en América y en España. Pronto se regularizaron las comunicaciones y Manila y Acapulco fueron los únicos puertos autorizados, aunque vieron limitados el número y tonelaje de los barcos para evitar la bajada de precios y proteger los intereses de la corona. Este sistema, beneficioso para los comerciantes implicados y que aportaba ingresos a la hacienda pública mediante las tasas estipuladas a tal efecto, restaba posibilidades a una distribución más generalizada de las mercancías. De hecho, siempre encontró detractores e incluso quien intentara burlarlo, como hizo uno de los primeros gobernadores de Filipinas, Gonzalo Ronquillo de Peñalosa. En 1580 arribó al archipiélago con tres navíos que había costeado de su bolsillo, decidido a impulsar la colonia. Junto a él llegaron nuevos soldados, pobladores y clérigos, y, ya en su puesto, fomentó la actividad comercial y promovió la creación de una Audiencia propia. Además, consciente del potencial económico de la ciudad, fundó la alcaicería de San Fernando, en la que se asentaron comerciantes chinos, malayos y gentes venidas de otros enclaves del sudeste asiático, en un contexto de expansión militar por las islas Filipinas y hacia el continente, Borneo o las islas Molucas. También quiso obtener réditos personales y, conocedor de las limitaciones que suponía el comercio con Acapulco, decidió saltarse la prohibición vigente y fletar tres galeones al Perú, con la excusa de enviar artillería. Debió contar con la connivencia de algunos colonos españoles y comerciantes chinos, que esperarían aumentar sus beneficios, pues esta nueva ruta posibilitaba el incremento de las exportaciones desde Manila. La nao Nuestra Señora de la Cinta partió de Cavite a principios de junio de 1581 y arribó a las costas peruanas en el mes de diciembre, cargada con porcelanas, sedas, metales y especias, en concreto, pimienta, canela y clavo. A tal fin, el gobernador se había ocupado previamente de surtir los almacenes reales de Manila. Sabemos, en concreto, que en 1580 se adquirió canela procedente de la isla de Mindanao y que varios comerciantes chinos, entre ellos Çonquián y Sequi, suministraron la pimienta

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Relación de las mercancías conducidas por la nao Nuestra Señora de la Cinta desde Filipinas a Perú, por orden del gobernador Gonzalo Ronquillo. 1581. Papel manuscrito. 2 hojas de 29,8 x 20,5 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, PATRONATO, 24, R. 55.

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y el clavo2. En total se embarcaron más de 48 quintales de canela, 35 de pimienta y 5 de clavo. No fructificó esta iniciativa, pues las denuncias de los comerciantes de Acapulco y las quejas del virrey de Nueva España llegaron a la corte en 1582 y el monarca español no sólo embridó a su gobernador, sino que prohibió tajantemente cualquier comunicación directa entre Filipinas y Perú, orden que se mantuvo vigente hasta el siglo XVIII. No pudo acallar, empero, la opinión de quienes consideraban que el monopolio de Acapulco restaba beneficios; no ya a los vecinos de Manila, sino a la propia Corona, que podía obtener mayores ingresos a través de la comercialización de productos y el cobro de impuestos. Así lo comprendió Juan Bautista Román, factor real de las islas Filipinas en la década de los ochenta del siglo XVI, quien argumentó la necesidad de afianzar las rutas españolas a través de los océanos Pacífico y Atlántico, salvando así los inconvenientes de la negociación con intermediarios o la competencia de las potencias rivales. El interés de las autoridades españolas por conservar y rentabilizar las Filipinas aconsejaba informar a la metrópoli de los frutos que se podían obtener. Así lo reconoció Fernando de los Ríos Coronel, procurador general de las Filipinas a principios del siglo XVII: En su Relación de las cosas del Maluco no dudó en detallar las cantidades de clavo que se obtenían en cada cosecha. Un total de 21.600 quintales entre las islas de Terrenate, Tidore, Maquien, Motiel y Bachán de tres en tres años, más otros 3.600 quintales en el periodo que mediaba entre cosecha y cosecha. En su informe reiteró asimismo las recomendaciones planteadas ya por Juan Bautista Román3, que unos años antes describió las posibles vías de navegación: la ruta del Oeste, esto es, la que cruzaba el océano Índico y bordeaba el cabo de Buena Esperanza, y las dos rutas del Este, una hacia Nueva España y otra hacia Panamá, enlazando con la flota que surcaba el océano Atlántico. Las oportunidades comerciales que brindaban las islas Filipinas y la conveniencia de difundir el mensaje cristiano fueron argumentos reiterados. Así lo evidencia el memorial impreso en 1618, que recordaba la necesidad de conservar aquel enclave para difundir la fe católica, afianzar el prestigio de la corona y beneficiarse de su importancia estratégica y comercial, insistiendo en la abundancia de clavo, las posibilidades que ofrecía el mercado chino o la producción insular de oro4. No acertó demasiado en esta última apreciación, aunque no hay duda de que el clavo era un recurso muy valioso. 2 Varias cartas nos detallan el envío de barcos a Nueva España y Perú. Dos de ellos eran los que utilizó Gonzalo Ronquillo en su viaje previo hacia las Filipinas, y otros fueron construidos en los astilleros filipinos. Las cuentas de la Caja Real de Manila detallan algunas de las partidas adquiridas y su destino al Perú a bordo del galeón Nuestra Señora de la Cinta. AGI, Filipinas, 29, N.32 (10 de junio de 1579), N.33 (1580) y N.36 (20 de julio de 1581); Contaduría, 1200, fols. 758 v. – 759 r., 793 r. 3

Copia parcial de la carta remitida al rey. Manila, el 10 de abril de 1584. AGI, Filipinas, 29, N.46.

Memorial de Martín Castaño, procurador general de las islas Filipinas. [1618]. AGI, Filipinas, 27, N.107 (Antes Filipinas, 34). 4

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Real cédula por la que se establecen las capitulaciones con Juan de Oribe para que pueda cultivar jengibre, pimienta, malagueta, pimienta de meni, clavo, canela, nuez moscada, sándalo, laca, menjuí, añil y águila en las islas del Mar Caribe. 6 de diciembre de 1538. Incluida en el Libro registro cedulario del Consejo de Indias. Papel manuscrito, hoja de 28,2 x 21 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, INDIFERENTE, 423, L.18, fols. 189 rº. – 189 vº.

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Entre tanto, avanzaba la colonización americana. Los españoles fueron expandiéndose por el Nuevo Mundo, llevando consigo animales y plantas. Algunas especies foráneas llegaron a aclimatarse a su nuevo entorno, transformando los ecosistemas nativos, si, pero facilitando la alimentación de la pujante sociedad mestiza. El trigo, el olivo y la vid, o el ganado bovino, caprino y equino fueron encontrando su acomodo en aquellas nuevas tierras, unos con mayor dificultad que otros. América fue campo abonado para los emprendedores y, de hecho, hubo quien introdujo cultivos con finalidad comercial. Este fue el caso de Juan de Oribe, que sembró todo tipo de especias animado por la corona, aunque fue el jengibre el que prosperó. Este rizoma era conocido y utilizado desde antiguo, aunque su importación desde las Indias Orientales limitaba su consumo a un aditamento tanto más picante cuanto más seco se hallaba. El acceso de los portugueses a las zonas productoras posibilitó el conocimiento de los beneficios y el sabor del jengibre aún fresco, más jugoso y de menor picor. Según Cristóbal de Acosta, médico y botánico que estuvo en la India portuguesa antes de regresar a España, de donde era originario, el jengibre nacido de tierras húmedas era el más suave, siendo consumido al natural, rallado o entero, noticias que refrendó Antonio Pigafetta al narrar su paso por las islas Filipinas y las Molucas. El jengibre se extendió por La Española y Puerto Rico, aunque los envíos a la metrópoli tuvieron que competir con los traídos por los portugueses desde sus colonias del océano Índico. Se intentó reducir su producción, sin conseguirlo, por lo que la excesiva oferta y la limitada demanda redujeron el margen de beneficio. Años después aún insistía Juan Bautista Román en las ventajas de introducir en América especies como la pimienta, siendo consciente de las similares condiciones climáticas y de los beneficios económicos subsiguientes a la expansión de su cultivo5. De hecho, en 1584 tenía preparadas unas semillas obtenidas en Patán, que esperaban la orden real para su envío a Nueva España. Este fragmento se relaciona con el Discurso en lo tocante a la extracción de la especiería de los Malucos, que Juan Bautista Román remitió al rey desde Manila el 12 de junio de 1582, aunque dos años después quiso incidir sobre este asunto en una carta que, para mayor seguridad, copió y envió por separado. Aunque algo osadas para especies tan delicadas, no eran consideraciones faltas de fundamento, pues Román conocía el arraigo del jengibre en las islas del Caribe y el del árbol del tamarindo en Acapulco. Unos años antes, en 1567, se enviaron desde Manila los primeros ejemplares de este árbol y a los pocos años ya daban frutos6. AGI, Filipinas, 29, N. 38. Este escrito está relacionado con otra copia parcial datada el 10 de abril de 1584. AGI, Filipinas, 29, N. 46. Sea como fuere, el 25 y el 27 de junio se hallaba en Macao junto a Mateo Ricci, momento en el que escribe dos cartas a Felipe II en las que describe su experiencia en China. AGI, Patronato, 25, N. 22. 5

Carta de Guido de Lavezaris, gobernador de las Filipinas, al rey Felipe II. 5 de junio de 1569. AGI, Filipinas, 29, N.9. Carta de Martín Enríquez, virrey de Nueva España. 16 de marzo de 1573. AGI, México, 19, N.102.

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Relación de los alimentos adquiridos para la expedición de Fernando de Magallanes. Mantenimientos que van en la armada y gastos hechos en ellos. 1519. Papel manuscrito. 1 hoja de 31,2 x 21,5 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, PATRONATO, 34, R. 10, fols. 5 rº. – 6 vº.

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Acudimos de nuevo a Cristóbal de Acosta para constatar los beneficios atribuidos al tamarindo y su consumo. Aparte de los distintos modos de utilización con fines terapéuticos, en las Indias orientales lo preparaban con sal para transportarlo mejor, además de realizar un vinagre muy gracioso y una conserva en azúcar con los frutos maduros y recién recolectados7. Sin embargo, Román también era consciente de las dificultades de una travesía tan prolongaba, que exponía semillas y plantones a las inclemencias meteorológicas. Incluso comprendió la dependencia de algunas especies respecto de condiciones climáticas concretas y ecosistemas complejos. Se refería en concreto al árbol del clavo, nacido en tierras volcánicas y del que asumía que no sería posible trasplantarlo o germinarlo fuera de las islas Molucas. No fue el único fracaso, pues Francisco de Mendoza, hijo del virrey de Nueva España y factor real para introducir las especias asiáticas en suelo americano, recibió el beneplácito real para cultivar canela en México8, sin conseguirlo.

Alimentos del Viejo Mundo La búsqueda de una ruta alternativa para alcanzar el lejano Oriente brindó a los españoles la oportunidad de colonizar nuevas tierras. En su expansión por América y Asia, difundieron una gastronomía milenaria. Los ingredientes y las costumbres culinarias de los españoles superaron los límites del Viejo Mundo y se enfrentaron a la revolución alimenticia originada por nuevos ingredientes y técnicas, en un contexto general de adaptación y evolución hacia una gastronomía más compleja. La vida de los marinos, conquistadores y colonos quedaba muy lejos del refinamiento cortesano y se asemejaba más a la sencillez de las cocinas humildes, situación complicada además por la dificultad de conservar los productos perecederos durante las largas travesías oceánicas. Cada expedición, cada barco, llevaba consigo los alimentos que debían asegurar el sustento de aquellos aventureros, aunque con ellos también viajaban unos gustos y unas costumbres que, a la menor oportunidad, ponían en práctica. No fue fácil, pues muchos víveres se estropeaban pese a las técnicas de conservación empleadas: Carnes y pescados desecados, ahumados o salados, escabeches, conservas en vinagre, aceite o manteca, frutas desecadas o en conserva, panes horneados,… Tan sólo el tiempo, la seguridad de los viajes regulares y el desarrollo de la sociedad colonial propiciaron el trasiego de productos más elaborados. También viajaron las manos expertas que supieran deleitar a la jerarquía, como los 7 C. de Acosta, Tratado de las drogas y medicinas de las Indias Orientales. Zaragoza, Martín de Victoria imp., 1578, p. 68. 8

AGI, Indiferente, 738, N.47. 21 de marzo de 1559.

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Relaciรณn de los alimentos adquiridos para la expediciรณn de Fernando de Magallanes. Mantenimientos que van en la Armada... 1519. Papel manuscrito. 4 hojas de 31,2 x 21,5 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, PATRONATO, 34, R. 10, fols. 47 rยบ 49 rยบ.

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cocineros que acompañaban a virreyes, gobernadores, arzobispos,… Entre tanto, primó la sencillez y adaptación a lo autóctono, buscando aquello que les resultaba más similar o apetecible. Retomando la armada de Fernando de Magallanes, sus bodegas partieron repletas de víveres, como evidencian las cuentas reflejadas en el documento expuesto y otros que lo complementan9. Los bizcochos —un pan de doble cocción—, el aceite y el vino constituían la dieta esencial de sus marineros. Otros documentos nos ayudan a precisar aún más y, por ellos, sabemos que el vino procedía en su mayor parte de Jerez, aunque en ocasiones se le distingue del vino añejo. El agua, que también se embarcó, no era la bebida principal, ni en los barcos ni en tierra, aunque el vino, las más de las veces, era más un mosto aguado, a veces cocido, que podía aderezarse con miel o mostaza, productos ambos presentes en esta expedición. Si los cereales eran parte sustancial de la alimentación, representados en esta armada por la harina, los bizcochos y el arroz, algunas legumbres secas, enteras o machacadas, reforzaban la consistencia y el sabor de gachas y potajes, como las habas, los garbanzos y las lentejas. También podían incorporarse almendras, como las adquiridas en Huelva, que en la cocina de la época se utilizaban para espesar salsas. Los ajos, machacados o refritos, con o sin cebollas, servían para guisar carnes y pescados, y el azúcar y la miel endulzaban o completaban salsas más elaboradas. Respecto al vinagre, aderezo de muchos platos e ingrediente esencial de diversas técnicas de conservación de carnes y pescados, procedía de Moguer, Huelva. Los barcos solían contar con un lugar para encender fuego, normalmente en la proa, donde se cocinaba cuando era posible. Ollas, calderos, cazuelas y sartenes servían para preparar los alimentos. Aunque era frecuente el uso de unas trébedes, la expedición de Magallanes contaba con anafes u hornos de cobre que, alimentados con leña o carbón, repartían el calor de forma más uniforme y evitaban la dispersión del calor por efecto del viento. Los cucharones servían para remover y servir los guisos, los cuchillos para cortar carnes y pescados y los morteros para preparar los condimentos. Disponían incluso de un almirez de cobre, aunque éste se adquirió para la botica. El pescado era un ingrediente destacado en la dieta marinera. En parte por la tradición alimenticia de los tripulantes y por las técnicas desarrolladas para su conservación, en parte por la posibilidad de capturarlo durante el viaje. En los barcos de Magallanes se cargaron barricas de anchovas traídas desde Málaga, bastina y pescado seco, que incluía albarinos, cornudillas y dentudos, o lo que es lo mismo, cazones, peces martillo y sargos; también llevaban sardinas blancas, aunque en este caso eran para pesquería, o sea, como cebo, lo que nos sugiere la pesca y consumo de atunes, escualos y otras AGI, Contratación, 3255, L.1, fols. 16 r., 31 r., 44 r., 84 r. – 86 r., 90 r. y 103 r.; Patronato, 34, R. 10, fols. 5 r. y 6 r. – 15 r.

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Relaciรณn de los alimentos adquiridos para la expediciรณn de Fernando de Magallanes. Mantenimientos que van en la Armada... 1519. Papel manuscrito. 4 hojas de 31,2 x 21,5 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, PATRONATO, 34, R. 10, fols. 47 rยบ - 49 rยบ.

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Relaciรณn de los alimentos adquiridos para la expediciรณn de Fernando de Magallanes. Mantenimientos que van en la Armada... 1519. Papel manuscrito. 4 hojas de 31,2 x 21,5 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, PATRONATO, 34, R. 10, fols. 47 rยบ - 49 rยบ.

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Relaciรณn de los alimentos adquiridos para la expediciรณn de Fernando de Magallanes. Mantenimientos que van en la Armada... 1519. Papel manuscrito. 4 hojas de 31,2 x 21,5 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, PATRONATO, 34, R. 10, fols. 47 rยบ - 49 rยบ.

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especies de gran tamaño. A tal fin, se adquirieron chinchorros acompañados de sus correspondientes corchos, liñas, cordeles aparejados, arpones y fisgas, estas últimas venidas desde Vizcaya. Los anzuelos los había grandes, medianos y pequeños, unos lisongeros —para camuflarlos con la carnaza— y otros de cadena, estos es, enlazados unos a otros. La carne seca o cecial fue otra constante en los viajes oceánicos. Magallanes ordenó comprar siete vacas en Sanlúcar de Barrameda, que acabarían despiezadas. Así ocurrió con los tres puercos para los salar, adquiridos meses antes y engordados con afrecho para los tocinos. La carne de estos últimos estaba destinada a los capitanes, mientras que la tripulación debió conformarse con las porciones de ternera y el tocino añejo de cerdo, adquirido en las sierras vecinas. El queso era otro alimento indispensable y, al menos en parte, se conservaba en barriles llenos de aceite. Respecto a las frutas, se embarcaron uvas pasas del sol y lexía provenientes de Almuñécar —o sea, escaldadas y secadas al sol—, ciruelas pasas, higos secos y carne de membrillo, un dulce elaborado con esta fruta. Dispusieron incluso de alcaparras, que tan sólo se embarcaron en la nao capitana. De lo que sobraba y, sobre todo, de lo que se enviaba conscientemente, se surtían los almacenes reales de las nuevas colonias, a las que pronto llegaban semillas, plantones y animales domésticos. De hecho, la corona puso especial empeño en que se sembrasen los campos y se plantasen viñas, concediendo licencias para ello10, aunque no siempre con el mismo éxito. Tal y como nos resume José de Acosta en su Historia natural y moral de las Indias, publicada en Sevilla en 1590, en Nueva España se logró que el trigo, el arroz, las habas, los garbanzos, las lentejas y otras legumbres arraigaran con mayor o menor dificultad11, éxitos a los que habría que sumar el de la caña de azúcar, que creció en las islas del Caribe. Por eso es posible que la harina y los bizcochos adquiridos por Miguel López de Legazpi en 1564 proviniesen del trigo ya nacido en suelo mexicano, incluidos los 316 quintales bizcochos blancos, o sea, de harina más refinada. Lo mismo podríamos decir de las partidas de trigo y harina, arroz, garbanzos y habas. No así el vino, el vinagre y el aceite, pues aunque hubo algunos resultados positivos durante el siglo XVI, el abastecimiento de la comunidad hispana siguió dependiendo de la metrópoli12. Los envíos incesantes de víveres nutrieron las despensas españolas 10 A modo de ejemplo podemos citar dos concesiones reales de tierras y licencia para edificar granjas, cultivar viñas, sembrar cereal, plantar árboles frutales y criar ganado. Valladolid, 8 de abril y 9 de agosto de 1538. AGI, México, 1088, L.3, fol. 42v.

José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, libro IV, cap. XXXI; Sevilla: Juan de León, 1590. Edición digital de la Biblioteca Virtual de Miguel de Cervantes, Alicante, 1999, a partir de la edición de P. Francisco Mateos, Madrid: Atlas, 1954. 11

En 1590 ya se cultivaban olivos en México o Perú, aunque la producción de aceite resultaba más costosa que importarlo de España. Respecto a la vid, el clima mexicano dificultaba su cultivo, al contrario de lo que ocurría en América del Sur. José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, libro III, cap. XXII y libro IV, cap. XXXII. 12

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Relación de los víveres y utensilios adquiridos en Santander, España, para la expedición de Juan de la Isla. México, 20 de marzo de 1572. Papel manuscrito. 5 hojas de 31 x 21,5 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, PATRONATO, 24, R.4 (7)

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y las bodegas de barcos como los de Legazpi, que cargó 349 botijas de aceite, 309 de vinagre y 688 de vino, 1.977 quesos, 2 quintales de almendras, 10 arrobas de azúcar blanco y 444 arrobas de cecina de vaca. También dispuso de 6 libras de pimienta y otras tantas de clavo y azafrán, acaso para la mesa de los oficiales y, ante la falta de víveres, tuvo que acudir a diversos almacenes reales, pues sabemos que algunos de los productos embarcados llegaron desde México o Tehuantepec. Los cinco barcos de la expedición y sus 350 tripulantes partieron en noviembre de 1564, provistos de todo lo necesario para el viaje. A las citadas viandas se sumaron aquellas más fáciles de encontrar en la región, como la miel, cocida o por cocer, la sal o el pescado, fresco o salado. Ya fueran traídos de España o criados en América, de los cerdos europeos se derivaban la manteca de puercos chicos y los jamones, aunque llama la atención los 84 cerdos vivos. ¿Los embarcaron a todos o se adquirieron para procesar su carne antes de partir? Se explica así que en 1572 la expedición de Juan de la Isla, que iba a partir de Acapulco hacia las Filipinas, esperase a los envíos de víveres desde la lejana metrópoli. Éste capitán, siguiendo las órdenes de Legazpi y con la aprobación real, debía recabar fondos, víveres y pobladores con los que afianzar la nueva colonia, al igual que había hecho dos años antes. En esta ocasión se ordenó traer de España toda suerte de utensilios y alimentos, que se embarcaron en el puerto de Santander con destino a Veracruz. Es evidente que no todo llegó a su destino, aunque la relación confeccionada por los oficiales de la capital mexicana da buena cuenta de lo traído de allende el Atlántico: Bizcochos, carnes de cerdo y vaca saladas, tollos —escualos pequeños, troceados y desecados—, sardinas, pescados salados, vino, vinagre, sidra, quesos, aceite, arroz, garbanzos, lentejas, habas, sal, ajos, cebollas, azúcar, pasas, almendras y hasta carneros vivos. Tras cruzar el océano Atlántico y atravesar tierras mexicanas, los víveres y utensilios fueron embarcados en Acapulco con destino a las islas Filipinas, que alcanzaron a finales del trece de mayo. En una muestra de audacia, se pretendía que aquel flete continuase su viaje hacia China, aunque la muerte de Legazpi suspendió esta nueva empresa. Como se aprecia en los ejemplos citados, la larga travesía condicionaba la selección de los alimentos a embarcar. La mención reiterada a vinagre, aceite, manteca y sal redunda en la utilización de técnicas de conservación de las que constituían los ingredientes principales. Se explica así la adquisición de animales o piezas de carne fresca poco antes de partir, pues podían ser procesados en el momento o mantenidos vivos a bordo durante cierto tiempo. Recordemos las vacas y los cerdos comprados por Magallanes, los carneros de la expedición de Juan de la Isla o los cerdos de la de Legazpi.

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Cuentas de la adquisiciรณn de zumo de limรณn para la armada que se organizaba en Sevilla para el socorro de las islas Filipinas. 1616 Papel manuscrito. 1 hoja de 31,3 x 21,6 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, CONTRATACIร N, 3285.

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En todo caso, nunca faltó la compra de tocinos, jamones y cecinas de vaca en postas y tasajos o sea, por piezas y tajadas, como especifican las cuentas de Legazpi. Años después, las dificultades por las que pasaba la colonia española en Filipinas impulsaron el envío de una flota desde Sevilla que, acompañando al nuevo gobernador, mitigara sus penurias. La armada del socorro de las islas Filipinas, que así se la denominó, adquirió e 1616 todo tipo de productos, incluidos jamones y tocinos de Aracena y Zalamea, localidades serranas de Andalucía occidental, o cecinas de ternera de Irlanda, compradas a un comerciante afincado en Sevilla13. A estos aportes proteínicos hemos de añadir el pescado salado o por salar, una constante en todos los bastimentos, y la pesca en alta mar, de ahí la prolija relación del utillaje necesario para tales fines, presente en todos los casos citados. Había una evidente carencia de frutas y verduras frescas en estos largos viajes, lo que suponía un gran contratiempo, pues la falta de vitaminas causaba estragos en la tripulación de los navíos. De ahí que, para remediarlo, se adquiriesen frutas y frutos secos, conservas en almíbar, compotas y dulces. A veces se agudizó el ingenio, pues en la citada armada que partió hacia las islas Filipinas en 1617 se adquirieron 600 azumbres de zumo de limón embotellado. El documento especifica que el jugo debía entregarse recién exprimido, colado y limpio, siendo posteriormente mezclado con aceite para facilitar su conservación. Por desgracia esta ambiciosa expedición apenas superó la bahía de Cádiz, pues naufragó poco después de partir, aunque esta iniciativa es un testimonio del esfuerzo realizado para paliar la ausencia de vitaminas. Tal era el interés por la fruta fresca que los españoles se preocuparon por enviar plantones y semillas al continente americano. José de Acosta presume de la facilidad con que se adaptaron los naranjos, limoneros y melocotoneros en Nueva España y las higueras en el Perú. Sin embargo, la siembra de árboles frutales no siempre fructificó. Así ocurrió con los almendros y nogales, cuyos frutos eran considerados un producto de lujo en las colonias americanas, al menos a fines del siglo XVI14.

América, tierra de promisión El encuentro de los españoles con el Nuevo Mundo les brindó un sinfín de productos que, sumados al aporte europeo, propiciaron el nacimiento de la gastronomía criolla. Felipe II quiso conocer las posibilidades terapéuticas y alimenticias de la flora americana, reclamando informes a sus oficiales y organizando una expedición Cuentas de la adquisición de tocino de Zalamea, jamones, cecina de Irlanda. Varios documentos de 1616. AGI, Contratación, 3013 y 3285. Hay un amplio expediente sobre esta armada en AGI, Filipinas, 200.

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J. de Acosta, Historia natural…, libro IV, cap. XXXI.

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America, sive Novi Orbis, nova descriptio. Theatro de la Tierra Universal, de Abraham Ortelius. 1ª edición en español. Amberes: Christoval Plantino, 1588. Lámina 5. Papel, libro impreso, aguada a colores. 206 páginas, 45 x 31,1 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, Biblioteca, L.A. s. XVI - 1.

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que, bajo las órdenes de Francisco Hernández, arribó a aquellas costas en 1572. Este interés real, avivado por las posibilidades que brindaban las expediciones exploratorias de las décadas precedentes, conectaba con las inquietudes de los principales cronistas de aquellas gestas, prolijos en sus descripciones. Bernal Díaz del Castillo, Bartolomé de las Casas, Gonzalo Fernández de Oviedo, José de Acosta, Bernardino de Sahagún,… se percataron de la diversidad de especies y narraron sus características, usos habituales e, incluso, su modo de preparación. Entre tanto, el empeño de los botánicos europeos por analizarlas y sistematizarlas amplió los conocimientos científicos del siglo XVI. En cuanto a la fauna, si en el pescado encontraron mayores similitudes, en los animales terrestres su desconcierto fue mayor, aunque no tardaron en buscar equivalencias con las especies del Viejo Mundo, a veces con poco acierto. La mandioca o yuca fue asimilada con facilidad por los primeros colonos, pues aprendieron a elaborar con ella panes que suplieran la escasez de cereal europeo durante los primeros años de la conquista. Algo similar ocurrió con la batata o camote, que sirvió de avituallamiento para las largas travesías. Por eso los barcos de Magallanes no dudaron en aprovisionarse de ellas en las costas del Brasil15. No tardó en cultivarse en la península Ibérica, brindando al autor del Guzmán de Alfarache la posibilidad de alabar las batatas crecidas en Málaga junto a otros manjares en conserva16. Por el contrario, la papa o patata del Perú fue más tardía. Aunque los cronistas se percataron de su utilidad para la población indígena, en general se exportó como planta ornamental y así creció en algunos jardines europeos, hasta que en el siglo XVIII se generalizó su consumo. El maíz era el nutriente por excelencia en tierras mexicanas. Su facilidad de cultivo, su adaptación a nichos ecológicos variados y su aprovechamiento en los distintos estadios de maduración lo convirtieron en un cereal atractivo para la colonia europea. Es más, algunas variedades se utilizaban para la alimentación animal, oportunidad que aprovecharon los españoles para engordar a los cerdos traídos de la península Ibérica. Compartía la base de la alimentación nativa con los frijoles y las calabazas, especies americanas de familias vegetales emparentadas con otras existentes al otro lado del océano Atlántico y, por tanto, fáciles de asimilar por los españoles, que no tardaron en exportarlas a Europa. Al fin y al cabo, todas estas especies multiplicaban las posibilidades de una agricultura bastante rudimentaria y una población hambrienta. Poco a poco, los productos del Nuevo Mundo fueron incorporados a la dieta de los españoles, al principio como sustitutivos de otros alimentos europeos, pero pronto como innovación gastronómica que diversificó su paladar. Por eso, cuando Miguel López de Legazpi se ocupó de reunir los pertrechos necesarios para su expedición 15

A. Pigafetta, Primer viaje en torno del globo, lib. I, ed. F. Ruiz Morcuende, Madrid: Espasa Calpe, 1922, p.45.

16 Mateo Alemán, Primera parte de Guzmán de Alfarache, parte I, lib. III, cap. VII; 1ª ed. Madrid: Várez de Castro, 1599; ed. Moreno, Madrid, 1829, p. 190.

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Relación de los alimentos adquiridos para la expedición de Miguel López de Legazpi. 1564. Cuentas presentadas ante la Caja Real de Manila en 1565. Se incluye en las Cuentas de la Real Hacienda dadas por Guido de Lavezaris (1565 – 1576). Cuaderno de 751 fols. Papel manuscrito. Hoja de 31,5 x 21,7 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, CONTADURÍA, 1197, fols. 80 vº. – 81 rº.

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en 1564, cargó en sus bodegas 321 fanegas de maíz nuevo y 52 fanegas frijoles, pues además de suculentos, les resultarían más asequibles. Esta actitud frente a los alimentos del Nuevo Mundo alcanzó las islas Filipinas a mediados del siglo XVI, momento en el que comenzó la llegada de productos europeos y americanos. Si los frijoles se asemejaban a los mongos locales, el maíz no tuvo buena acogida en un principio. Al menos así lo afirmó Francisco Alzina, quien nos refiere el escaso interés que prestaban los nativos a este alimento advenedizo. No así en el continente asiático, pues la llegada del maíz supuso una transformación importante de la dieta en muchas comunidades rurales. Li Shizhen, en su Bencao Gangmu o Compendio de materia médica, publicado en 1587, lo incluyó entre las especies vegetales cultivadas en suelo chino, aunque no confundió su origen, pues reconoció que se trataba de una planta venida del Oeste, en alusión a su introducción por europeos17. Tomates y jitomates, rojos, verdes o amarillos, atrajeron a los recién llegados al nuevo continente. Los cronistas españoles no tardaron en constatar que los aztecas elaboraban salsa de tomate, con frecuencia combinado con chile, los servían de acompañamiento en platos de carnes y pescados o los usaban para rellenar tortillas de maíz. Los envíos a la península Ibérica los dieron a conocer por toda Europa, aunque más como singularidad botánica con posibilidades terapéuticas que como alimento. Quizás los colonos probaron y apreciaron las salsas de tomate, aunque su consumo en la metrópoli se retrasó hasta el siglo XVII18 y no se generalizó hasta una centuria después. Todo lo contrario de lo que le ocurrió al pimiento, llamado así por su analogía con la picante especia oriental. Consumido por los nativos americanos de formas diversas, según las características de sus distintas variedades, fue aceptado por españoles y portugueses desde un primer momento. Su pronta difusión estaba relacionada con su relativa abundancia y facilidad de cultivo, que pronto se implantó en la península Ibérica. Aunque los cocineros cortesanos se resistieron a incorporarlo a sus recetas, no tardó en ser aceptado por las gentes del común, que encontraron en este fruto un sustitutivo de los exclusivos aditamentos procedentes de Oriente. Su intenso y peculiar sabor transformó sofritos y guisos y combinó bien con algunos aliños, como evidencian los alcaparrones ahogados en pimientos que Miguel de Cervantes menciona en su Rinconete y Cortadillo19.

Li Shizhen, Bencao Gangmu o Compendio de materia médica, 1578; imp. en Jinling: Hu Chenglong, 1596; reed. Beijing: Huaxia chubanshe, 1998. Cit. Zheng Yangwen, China on the Sea. How the maritime World shaped modern China, Ledien: Koninklijke Brill NV, 2012, pp. 121-122; Han Qi, “La influencia del galleon de Manila sobre la dinastía Ming”, en Los orígenes de la globalización: El galeón de Manila, Shanghai: Instituto Cervantes, 2013, pp.67-104. 17

18 Hay noticias de su cultivo y consumo en Andalucía a partir de 1679. Antonio Garrido Aranda, “La revolución alimentaria del siglo XVI en América y Europa”, en A. Garrido Aranda (compilador), Los sabores de España y América, Huesca: Ediciones La Val de Onsera, 1999, pp. 197-212. 19

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Miguel de Cervantes, Novelas Ejemplares. Barcelona: Red Ediciones S. L., 2016; p. 142.


El chile azteca o ají caribeño acompañó a los navegantes europeos en sus viajes de regreso y pronto se convirtió en un producto comercial. De hecho, los mercaderes ibéricos confluyeron en la distribución del pimiento por el lejano Oriente: los portugueses en sus factorías comerciales de África y la India, los españoles en las Filipinas y ambos en las costas de China. Tal fue su expansión que hay quien sugiere la participación de mercaderes islámicos, hindúes o chinos en su difusión por Oriente Medio, Indonesia o la China continental, regiones en las que su potente sabor llegó a eclipsar a otros ingredientes autóctonos, como el jengibre o la pimienta de Sichuan. Algunos botánicos europeos llegaron incluso a confundir su origen y asumir su procedencia de la India, sancionando así su exitoso cultivo y su distribución hacia Occidente siguiendo las rutas marítimas y terrestres tradicionales. Por eso Legazpi lo incluyó en los bastimentos de su expedición, probablemente pensando en su consumo y en su posible comercialización en las Filipinas, cargando 39 fanegas y 9 chiquibites muy grandes de axí, que se guardaron en los pañoles de los bizcochos, o sea, en los mejores almacenes del barco. También se llevó 6 libras de pimienta y otras tantas de clavo y azafrán, demasiado para el propio consumo, y prueba de su interés mercantil son las 23 arrobas de grana cochinilla, un tinte rojo que los aztecas elaboraban a partir de un insecto. Otro fruto americano que merece una mención especial es el cacao, obtenido a partir de las almendras o semillas de un árbol peculiar que, convenientemente trituradas y cocinadas, se convertían en una bebida muy afamada en Centroamérica. Originario de las regiones tropicales, fue cultivado por mayas y aztecas, quienes lo dieron a conocer a los españoles. Fue Hernán Cortés el que notificó a Carlos V los usos de esta singlar semilla que, además de moneda de cambio, servía para confeccionar un elixir vigorizante de sabor amargo, el cacahuatl, tras triturarlas y batir en agua el polvo resultante. En un principio era asociado a la clase dirigente azteca, que asumía haberlo recibido de los dioses, tradición que sirvió a los botánicos europeos para denominarlo theobroma. Su introducción en el Viejo Mundo necesitó de su adaptación a los gustos europeos, que endulzaron y aromatizaron su amargor inicial con azúcar de caña, canela y clavo, invención que tuvo lugar en Oaxaca a mediados del siglo XVII. Su alto precio lo convirtió en una bebida exclusiva, propia de reyes y aristócratas, aunque fueron los eclesiásticos quienes difundieron su preparación y consumo por España y, algo después, por otras cortes europeas.

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50 Norman Lleses Foto


Sabores antiguos Antonio Sánchez de Mora

La cocina española del siglo XVI era compleja y rica, pero no había nacido de la nada. La introducción del trigo, el olivo y la vid en tiempos pretéritos, merced a la llegada de fenicios, griegos y romanos; el desarrollo de la pesca y los salazones durante la Antigüedad; la irrupción del Islam durante el medievo, que trajo consigo el arroz, muchos frutales y técnicas culinarias nacidas en Oriente Medio, o la circulación de especias originarias de la India y el sudeste asiático son hitos importantes en la evolución de la gastronomía ibérica. Tras el descubrimiento de América, viajó a bordo de las naves que surcaron los océanos. Sus bodegas se colmaron de víveres para viajes largos y de utensilios con los que pescar, sin olvidar el bagaje de técnicas y sabores a los que sus tripulantes estaban acostumbrados. La cocina popular española del siglo XVI, aquella que cultivaron las gentes humildes en los pueblos costeros, tuvo que estar muy presente en las expediciones oceánicas y, a la menor ocasión, sus conocimientos debieron ponerse en práctica, siempre adaptándose a las circunstancias y los ingredientes disponibles. Conocemos los alimentos que se adquirieron para la armada de Fernando de Magallanes y, aunque en su viaje pasaron muchas penalidades, quizás encontraron alguna ocasión en la que deleitarse con algún plato sabroso. Es más, al iniciarse el asentamiento español en el archipiélago filipino se estaba produciendo una nueva transformación, pues ya se estaban asimilando los nuevos alimentos encontrados en América. La adopción del maíz, los frijoles, la calabaza, el tomate, el pimiento, el cacao, el boniato o la patata estaban revolucionando la gastronomía española y europea. Recordemos, por ejemplo, que al poco de conquistar el imperio azteca, los españoles cargaron maíz, frijoles y pimientos secos en los barcos de Legazpi. Tradición e innovación caminaban de la mano, aunque no siempre al compás. El interés demostrado por algunos colonos contrasta con el inmovilismo que se colige de los recetarios hispanos, pensados para la vida cortesana y poco aficionados a introducir los nuevos alimentos. No pierden, empero, el mérito de transmitirnos la cocina de aquellos tiempos. Si bien se conservan obras anteriores, el Libre de Coch de Rupert de Nola es considerado el paradigma de la cocina mediterránea de finales del siglo XV, anterior, por tanto, a la revolución alimenticia que supuso el descubrimiento de América.

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Salado del atún durante la producción de mojama. Ficolumé, Isla Cristina. Fotograma del audiovisual de la exposición. FTP Broadcast.

Bacalao salado. Mercado del Carmen, Huelva. Foto A. Sánchez de Mora.

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No puede considerarse un fiel reflejo de la cocina española del momento, sino más bien una obra destinada a los paladares más selectos, quizás con cierto espíritu innovador, vinculada estrechamente a las tradiciones culinarias catalana, italiana, aragonesa y francesa. Pese a ello, esta obra alcanzó gran difusión en los territorios hispánicos, sobre todo al ser traducida al castellano a principios del siglo XVI y gozar del agrado de los monarcas. Su orientación elitista obvió usos y costumbres más populares, cuando no soslayó prácticas que debieron ser frecuentes en la gastronomía española, como el uso del aceite de oliva. Su influencia en los cocineros del quinientos quedó plasmada en el Libro del arte de cocina de Diego Granado Maldonado, obra de escasa originalidad pero de gran valor recopilatorio de recetas anteriores, publicada en 1599 y reeditada en varias ocasiones. Esta cocina selecta se recreaba en la opulencia y el consumo de aves, carne de vaca, cerdo, carnero o cabrito, pescado fresco, siempre caro, y el abuso de ingredientes tan prohibitivos como las especias. Por eso encontró en la literatura del Siglo de Oro el contrapunto a otra realidad, la de la cocina popular, que en muchos casos se hallaba a las puertas de la miseria y la desnutrición. En tales circunstancias, aprovechar al máximo los ingredientes disponibles, procurar la mejor conservación de los alimentos y adaptarse a las circunstancias económicas condicionaban la gastronomía de la mayoría de la población, acrecentando su distanciamiento de la clase dirigente. Las gachas de cereales, aderezados con especias, o los potajes de legumbres acompañados de las verduras de cada región, carnes ceciales y embutidos —cuando era posible— eran la base de la alimentación. Frutas y verduras de temporada, sobre todo de los huertos propios, queso, algún huevo y algunos pescados y mariscos baratos completaban la dieta mayoritaria en la que el pan era el acompañamiento general. Asimismo, ya se ha comentado que el vino era un aporte calórico importante, con frecuencia un vino joven o un mosto, aguado, endulzado con miel y especiado. Si la economía lo permitía, gallinas y corderos eran el complemento cárnico más habitual, acompañado del cerdo y sus derivados allí donde abundaba. Los guisos solían contar con refritos previos de cebollas y algo de ajo, por lo común en manteca o tocino, aunque el aceite estaba presente en las regiones donde su producción lo convertían en un producto más asequible. Las carnes solían hervirse previamente y se acompañaban de salsas especiadas que se espesaban con pan duro desmigajado, huevo batido o almendras machacadas. Nada se desperdiciaba y, por eso, las vísceras o las extremidades contaban con sus correspondientes recetas y, si no, se trituraban, aderezaban e incorporaban en rellenos o salsas. El pescado fresco se consumía en los lugares de costa, donde también se aprovechaban moluscos, crustáceos y hasta cetáceos. Allí donde no llegaba fresco, o se pescaba en los ríos, donde pequeñas presas facilitaban la labor, o se adquiría ya procesado. A este respecto, Diego Granado matiza que, aun usando siempre la sal, existían tres técnicas distintas según se tratase de pescado seco, en 53


Salchichón de Valdelarco (Huelva), nuez moscada y pimienta. Fotograma del audiovisual de la exposición. FTP Broadcast.

Canela y clavo sobre un facsímil. Fotograma del audiovisual de la exposición. FTP Broadcast.

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salmuera o salpresado1. El primero, el cecial, completaba su salado inicial con el secado al aire, técnica equiparable a la empleada con las carnes de ternera o cerdo. El segundo, en salmuera, evitaba la oxidación por su inmersión en agua saturada de sal. El tercero recibía algo de sal, aunque menos que en el caso anterior y, mediante presión, eliminaba los fluidos corruptibles. Granado omitió los ahumados, técnica que solía suplir la falta de sequedad ambiental y que era más frecuente en latitudes más norteñas. Tampoco mencionó que en ocasiones se combinaban algunas de estas técnicas, lo que mejoraba el resultado final de algunos productos. Todo ello sin olvidar otras opciones, como el adobo, el escabeche o la conserva en aceite, a veces tras un salado o un cocinado previo. En general se abusaba de las especias. Su utilización para conservar los alimentos, fundamentalmente las carnes, había desarrollado el gusto por platos bien condimentados, tendencia muy generalizada. Si la economía lo permitía, canela, clavo, pimienta, nuez moscada, comino y jengibre abundaban en la mesa, aunque el abanico de plantas aromáticas era mucho más amplio, adaptado a las más abundantes en cada región, que resultaban más asequibles: Orégano, hierba buena, laurel, salvia, tomillo, romero, mejorana, albahaca, perejil, cilantro,… Inspirados por esta historia, acudimos a los recetarios hispanos del siglo XVI, buscando platos que ejemplificasen aquellas aventuras y que fueran compatibles con la vida en los navíos o en las nuevas colonias.

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Diego Granado Maldonado, Libro del arte de cozina…, Madrid: Luis Sánchez, 1599, fols. 174 v. – 175 r.

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ALOSAS FRITAS EN ESCABECHE ELABORACIÓN: 1. Preparar el escabeche: mezclar el vinagre de vino blanco, el azúcar, la pimienta, la sal y el agua. Hervir durante unos segundos y reservar. 2. Enharinar el pescado y freír en aceite de oliva a fuego medio. 3. Recubrir el fondo de una bandeja de terracota o barro con hojas de laurel sobre las que se colocan las alosas todavía en caliente. A continuación, se cubren las alosas con más hojas de laurel. 4. Verter el escabeche en dos veces sobre las alosas. 5. Retirar las alosas de la bandeja y dejar que se sequen sobre una cama de hojas de laurel.

INGREDIENTES: • 500 gramos de alosas (Alternativa: sardinas) • 10 gramos de sal • 100 gramos de harina • 800 gramos de aceite de oliva ESCABECHE: • 300 mililitros de vinagre de vino blanco • 100 gramos de azúcar • 5 gramos de pimienta negra en grano • 3 gramos de sal • 100 gramos hojas de laurel • 50 mililitros de agua

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COmentario Rupert de Nola incluye esta receta en su Libre de coch de 1477, obra que tuvo gran difusión de las décadas siguientes. La pertenencia de la alosa o lacha a la familia de las cupleidae, de la que también forman parte la sardina y el arenque, la importancia del escabeche en la gastronomía española y la utilización de especias que estuvieron presentes en la expedición de Magallanes, convierten a esta receta en un ejemplo interesante. La técnica del escabeche fue introducida por los árabes en la península Ibérica durante los siglos medievales, aunque su origen está en la cultura persa, de la que también irradió hacia la India. Se basa en el uso del vinagre como ingredien-


Foto Norman Lleses

te principal de un marinado capaz de contribuir a la conservación de los alimentos así cocinados. La citada receta la copió Diego Granado Maldonado en 1599, y aunque no la recogió Martínez Montiño en su obra de 1611, este último sí incluye otra receta similar de sardinas en escabeche, en este caso rellenas y con un componente agridulce. El escabeche tuvo mucha difusión en los territorios hispanos, pues contribuía a la conservación de carnes y pescados. Conocemos la existencia de una receta similar

en la obra de fray Jerónimo de San Pelayo, ejemplo que debió cundir en su entorno mexicano de mediados del siglo XVIII. También llegó a Filipinas, según se comprueba en algunas referencias documentales incorporadas a esta exposición y en el Libro de la cocina filipina de 1913. En el siglo XIX se abandonó el uso de escabeches tan especiados, aunque manteniendo el vinagre, la pimienta y el laurel, y en lo que respecta a las islas Filipinas, el citado libro ya incluye noticias a su adaptación a los gustos y vegetales del archipiélago.

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BESUGO EN ESPECIAS CON PASAS Y MAJADA DE ALMENDRAS ELABORAción 1. Limpiar el pescado. Escamar y retirar las agallas y las vísceras. 2. Picar la cebolla en cubos pequeños, como para mirepoix. 3. En una olla grande, añadir el aceite y calentarlo. Añadir la cebolla y cocinar hasta que se vuelvan suaves y translúcidas. 4. Añadir el vino blanco y la mitad del jugo de limón. A continuación añadir el pescado y cubrir con agua. 5. Hervir hasta que esté casi cocido y entonces agregar la canela, la pimienta, el azafrán, las pasas, las almendras (trituradas) y por último el resto de zumo de limón. Cocinar hasta que esté listo. 6. Servir. INGREDIENTES • 1,2 kilogramos de besugo, entero • 800 gramos de cebolla • 80 mililitros de aceite de oliva

• 200 mililitros de vino blanco

• 100 mililitros de jugo de limón

• 4 gramos de canela

• 4 gramos de pimienta negra molida • 0,5 gramos de azafrán • 120 gramos de pasas

• 120 gramos de almendras

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COMENTARIO Esta receta nace de varias existentes en Libro del arte de cocina de Diego Granado Maldonado, editado en 1599. Según indica el propio autor al recopilar recetas para cocinar el mero, a este pescado podían aplicársele las recetas que había utilizado para el zollo, un esturión del río Guadalquivir hoy extinto. Esta versatilidad era, de hecho, muy común en épocas pasadas, ante la necesaria adaptación a los productos frescos disponibles. Así ocurriría en las costas americanas o en las islas Filipinas, donde los


Foto Norman Lleses

españoles debieron aceptar las especies locales y aplicarles sus conocimientos culinarios. No en vano, el autor del Libro de la cocina filipina de 1913 reconoció que el bacoco filipino era similar al besugo, por ejemplo. Así pues, para la elaboración de esta receta se ha tomado de referencia una pensada para zollos, besugos o meros. A su vez, el mismo autor y en refe-

rencia al mero, aporta un majado de almendras y pasas. Estos condimentos, como el uso de azafrán y la canela, son reminiscencias de la influencia islámica en la gastronomía española. El resultado ha sido una nueva receta, que incorpora ambas variantes. Nueva en su elaboración, pero heredera directa de las citadas y perfectamente viable para una cocina de aquella época.

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Foto A. Sรกnchez de Mora 60


LAS ASOM B ROSAS ISLAS F ILI P INAS

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MALINAMNAM y el Galeón de Manila Multiplicando las posibilidades de delicias por todo el mundo Felice Prudente Sta. Maria

Salado, dulce, agrio, amargo y malinamnam. Son los cuatro sabores y el sabor más exquisito, sublime y refinado de la cocina filipina. Malinamnam significa tener categoría de delicia; También se ha comparado con el umami, el quinto sabor universal de reconocimiento relativamente reciente. Con Manila como eje de transbordo, los galeones de finales del siglo XVII y hasta 1815 transportaron consigo ingredientes y alimentos desde el Viejo al Nuevo Mundo y Asia, y viceversa. Las distintas e intangibles costumbres culinarias y técnicas de cocina también navegaron con los vientos; fortalecieron la mezcla de culturas culinarias globales, que han sobrevivido a los cambios de poder económico, político y social. La búsqueda de delicias no tiene límites.

Exploración llena de sabor Antonio Pigafetta, cronista italiano de la primera circunnavegación, liderada por Fernando de Magallanes y para España, saboreó por primera vez la comida de Filipinas el 18 de marzo de 1521. Comió plátano, coco, pescado y vino de palma en la isla de Homonhon, situada en el centro del archipiélago. Cuatro días más tarde, hombres de Sulu volvieron con naranjas dulces y un gallo. También probó los huevos de tortuga y los caracoles de mar. Encontró estos víveres a medio cocer y muy salados. En la cercana isla de Cebú, Pigafetta registró las palabras nativas usadas para canela, clavo, ajo, jengibre, miel, pimienta, sal, caña de azúcar y vinagre, además de pollo, cangrejo, huevo, pescado, cerdo, mijo, panizo, arroz y sorgo. Hasta 44 años más tarde no comenzó la colonización española. La encabezó Miguel Lópéz de Legazpi, que llegó a Cebú el 27 de abril de 1565. Predijo que sería una colonia rica: La tierra está densamente poblada y es tan fértil que cuatro días después de que tomásemos el pueblo, las semillas castellanas ya habían germinado. La robusta flora extranjera se indigenizó con el tiempo, incorporando nuevos gustos a los sabores asiáticos existentes, que siguen dominando.

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Otros 44 años más tarde, en 1609, Francisco Blancas de San José, OP, hizo una recopilación de palabras del idioma tagalo hablado en la capital de la nueva colonia, Manila, y sus alrededores, que se encontraban a pocos días de navegación, al norte de Cebú. La obra inédita traza una primera línea de base a partir de la cual poder reconocer los cambios en la evolución culinaria tagala. Asocia alat a la sal, describiendo como ésta se utiliza para conservar el cerdo y el pescado; tamis a lo dulce, como la miel; asim a lo agrio, ejemplificado en el vinagre; y pait a lo amargo. Encontró palabras nativas para describir el sabor –lasa, lasap— y sabroso –lasap, maynam, malasa—. El primer diccionario español-tagalo publicado en las Filipinas, el Vocabulario de la lengua tagala, apareció en 1613. Fue recopilado por Pedro de San Buenaventura, OFM. Él escribe que el azúcar es más dulce que la miel y añade que el vino puede ser amargo. Documenta el reconocimiento filipino del sabor y sus matices. Identificó sarap como termino utilizado para expresar el sabor agradable al comer o beber algo. Al igual que San José, que registra lasa para el sabor y malasa para sabor delicioso. Junto a éstos añade inam y lador. Por aquel entonces, al igual que sucede hoy día, gusto y sabor se usaban de manera indistinta. No fue hasta mediados del siglo XIX cuando los científicos alemanes Georg Meissner y Rudolf Wagner descubrieron las papilas gustativas, y hasta el año 2000 no se hicieron experimentos en la Universidad de Miami en los que constatar que existen papilas gustativas que detectan únicamente umami, que se describe como el glutamato, rico sabor típico de la proteína.

Intercambio de especias En la era de los descubrimientos, viajes como los de Magallanes y Legazpi estaban incentivados por el deseo europeo de conseguir especias peculiares y poco comunes,

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Foto: Emil Marañon III

como la nuez moscada y el macis. La pimienta, el clavo, el jengibre y la canela son a menudo los más citados. Los productos se caracterizaron por la fluctuación de los precios, sobre todo en orden ascendente. Pamitpit es el término tagalo que San Buenaventura encontró para las especias, que incluían en general, pimienta, clavo, jengibre, etc. Nagpapamitpit es estar haciendo [algo] con las especias. Su raíz, pipit, significa aplanar golpeando. Pamitpit en los tiempos modernos se redefinió como el ajo machacado para su uso en la cocina. Compañero y sucesor de Legazpi, Guido de Lavezaris, de la Real Hacienda, escribió al rey informándole que los árboles de tamarindo (Tamarindus indica L.) y las raíces de jengibre (Zingiber officinale) llegarían a Nueva España desde Cebú a bordo del San Juan, para su siembra, el 26 de julio de 1567. Se incluyeron algunas raíces de pimienta (Piper nigrum), ya brotadas, para el mismo propósito, confiadas al jefe de flota, Rodrigo de Espinosa. Ya en el año 1573 los árboles de tamarindo iban fructificando en Méjico. Ese año Lavezaris envió brotes de canela (Cinnamomum zeylandicum) y plantas de pimienta para su propagación. En 1584, Juan Bautista Román señala las dificultades de aclimatación que encuentran en las Américas las plantas de clavo y pimienta, pero el rey Felipe II había animado a que se hicieran esfuerzos para que estas especias asiáticas crecieran en Méjico y otras partes del Nuevo Mundo. El empeño perduraría. En cebuano la pimienta fue llamada manissa durante el tiempo de Legazpi. San Buenaventura la identifica en tagalo como paminta, similar a su nombre en español, pimienta; fue descrita como un medicamento no disponible hasta que los españoles se asentaron. San José concluye que no hay palabras en tagalo para pimienta o clavo. No es de extrañar. San Buenaventura cita calabo como sinónimo tagalo para el sustantivo clavo español. Pigafetta asocia las palabras, en el Cebuano de 1521, chianche para clavo y maná para canela. San José declara que no hay una palabra tagala para canela aunque hay cayomanis (Clausenaanisum-olens) de un árbol como

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la canela. Sin embargo, todavía no hay evidencia de que la cocina filipina prehispánica utilizara estas tres especias. Legazpi informó que aunque había abundante canela, los nativos hacían poco uso de ella. En algunas zonas de Filipinas la corteza de canela era un aromático añadido a la masticable nuez de betel, destinada a los huéspedes importantes. Pero también fue utilizado el jengibre, que Pigafetta lo identifica como luia. En filipino, el idioma nacional de Filipinas, luya sigue siendo la palabra utilizada para el jengibre blanco. La cúrcuma (Curcumalonga) es luyang dilaw, “el jengibre que es de color amarillo.» Las raíces picantes frescas se utilizaban tanto en la cocina nativa como en la curación. Leandro de Viana, fiscal de la Corona en Manila, envió al Rey corteza de Calinga (Cinamomum panciflorum), un árbol de las montañas de Mindoro, con un delicioso olor a canela, clavo y pimienta, todo ello combinado. Lo recuerda en su informe de 1765, sugiriendo que las muestras sean utilizadas en bebidas de chocolate y guisos. Por desgracia, su regalo se encontraba a bordo del Santísima Trinidad que capturaron los británicos. Otros productos botánicos asiáticos se abrieron camino en el Nuevo Mundo junto al comercio de las especias. En 1578, Cristóbal de Acosta constató la existencia de árboles de mango; fueron transportados a Nueva España, donde arraigaron, desarrollaron variedades locales y se convirtieron en un éxito comercial. Los cocos eran provisiones durante el trayecto de Manila a Acapulco y pueden haber ayudado a la propagación de la palma de coco a lo largo de la costa occidental de América. Viana informó que las semillas catbalonga (Semillas de San Ignacio, Strychnos Ignatii) fueron muy apreciadas en Europa. Eran un remedio casero en Filipinas que promovieron los jesuitas y han demostrado ser una fuente para el uso de la estricnina como medicamento.

Recursos transoceánicos En sus viajes transpacíficos los galeones contribuyeron a un ya de por si centenario y próspero intercambio culinario entre los imperios y colonias de todo el Índico y los mares de China. Alguna de esta flora fue reubicada por el viento, el agua, los animales migratorios, los colonos y los comerciantes, adaptándose a ambientes fuera de su lugar de origen, identificado por el botánico ruso Nicolai I. Vavilov (1887-1943). Colocó las Filipinas en una de los dos sub-centros de origen de la zona índica. El plátano, la pimienta negra, el árbol del pan, el clavo, la palma de coco, la nuez moscada, el mangostán, el pomelo y la caña de azúcar desarrollaron sus propiedades de manera distinta dentro del sub-centro de origen indo-malayo, que tiene como componentes las Filipinas, la península de Malasia, Java, Tailandia y partes del sur de Indochina. Él creía que el garbanzo, el coco, el pepino, la berenjena, el mango, el rábano, el

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arroz, la caña de azúcar, el tamarindo, la malanga y el ñame eran originarios del sub-centro de origen indo-birmano. El comercio terrestre y marítimo a lo largo de la Ruta de la Seda, que se extendía desde Portugal hasta África, Goa, Calcuta, Gale, Malaca, las Molucas, Macao y Japón, llevó hasta Asia ingredientes del Viejo Mundo, Oriente Próximo y el Nuevo Mundo. Vasco de Gama inauguró en 1498 la comunicación directa entre Portugal y la India a través del Cabo de Buena Esperanza. A lo largo del siguiente siglo Portugal sería el primer imperio europeo con puertos asiáticos. Brasil aparece en la ruta a principios del 1500, aportando así el anacardo, el chile, el cacao, la guayaba, el cacahuete, el tomate y la patata como fuente de cultivos del Nuevo Mundo. Estudios actuales sobre el ADN están aseverando o negando las significativas afirmaciones de Vavilov. En 1516 los comerciantes portugueses establecieron una ruta euro-sínica de comercio directo. Para la década de 1540 ya estaban asentados en Macao situación que les permitió abrir una puerta de enlace culinario y botánico. El alforfón, la col china y el ñame, el pepino, el mijo, la cebolla, la soja, la caña de azúcar y la nuez se originaron en China según Vavilov. Antiguas migraciones desde el continente asiático a través de Formosa hasta el norte de Filipinas pudieron haber introducido el ñame chino y otras plantas comestibles en tiempos prehistóricos. En 1550 el maíz extranjero, el maní y la batata eran alimentos de la dinastía Ming.1 Manila experimentó visitas periódicas de buques extranjeros, cuyas travesías eran sincronizadas con el monzón del noreste, que sopla generalmente de noviembre a febrero, y el monzón del suroeste, predominante de julio a septiembre. Vientos alisios del este llegaban cuando eran débiles los monzones. Durante la luna nueva de marzo, juncos, navíos chinos de Cantón y Chinchou, comenzaban a llegar, volviendo a casa a partir de finales de mayo o principios de junio. El Obispo Domingo Salazar relató en 1588 como en cada mes de noviembre veinte barcos mercantes chinos permanecían anclados en Manila hasta mayo y confiaban su carga a los comerciantes locales, los cuales regresaban con pago en especie. Los juncos fueron diseñados para viajes de larga distancia y no para aventurarse entre las is las, para los que los jong malayos y otros barcos del sudeste asiático eran más adecuados. Bizcochos, mantequilla, castañas, higos, harina, naranjas, peras, piña, ciruelas, granadas y otras frutas, azúcar, nueces, carne de cerdo salada, jamones y otros suministros de alimentos no eran sino una vigésima parte de la mercancía que transportaban para la venta. La nueva factoría internacional que España hizo de Manila atrajo a inmigrantes chinos con habilidades no disponibles entre los isleños. Cuando los colonos chinos se convirtieron en cristianos, se les permitió casarse con mujeres nativas y salir del 1 Kwang-Chih Chang, Food in Chinese Culture: Anthropological and Historical Perspectives, New Haven y Londres: Yale University Press, 1977, pp. 195, 198.

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enclave amurallado denominado Parián, donde de otro modo quedaban recluidos. La descendencia de padres chinos y filipinos fue clasificada como mestizo, que se convirtieron en un importante segmento artesanal, económico, agrícola y culinario del archipiélago. El Parián, por ejemplo, tenía fabricantes de fideos y conservas, panaderos, carniceros y hortelanos. Muchos colonos españoles empleaban cocineros chinos en casa. Panes cocidos al vapor, frituras y platos de fideos cocidos llamados pansit, sólo en las Filipinas, son algunos de los legados chinos que se naturalizaron en el arte de cocinar de la isla.

Intercambio de alimentos con el sudeste asiático Los galeones que salían de México navegaban hacia el oeste de Filipinas en noviembre para llegar a tiempo antes de las lluvias que caían de mayo a septiembre. Lo mas probable es que transportaran chayote, tomate cherry, cereza, chile, maíz, calabaza, papaya y batata para su siembra. Entre sus provisiones había un surtido de frijoles secos, maíz, aceite de oliva, aceitunas y alcaparras en salmuera, jamón, almendras, queso y vino de uva. Estos dos últimos eran alimentos reconfortantes y fundamentales de la cocina española, convirtiéndose en algo más que un alimento básico, habitual en los navíos. De abril a junio, los barcos de Camboya y Siam permanecían amarrados. Los navíos japoneses y portugueses llegaban en octubre o el mes de marzo siguiente y aprovechaban los vientos del norte para surcar los mares y volver a casa. Los comerciantes de Borneo, así como las embarcaciones portuguesas de la India, Malaca y las Molucas venían cuando los vientos soplaban a su favor. El comercio en el sudeste asiático distribuyó comida regional e internacional, incluso en la época prehispánica. A mediados de la década de 1600 un barco que pasaba por Java y Malasia trajo a Manila vinos que incluían Burdeos, Coñac, Carlón y Jerez; aceite de

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Castilla [de oliva]; queso de Flandes; salmón; soja; Coliflor; alcaparras, col y aceituna en salmuera. Casi al mismo tiempo, un documento describe los bienes comerciales transportados en un barco de vela de un propietario chino que navegaba de Manila a Borneo. Llevaba, nuez de betel (Areca catechu), pepino de mar, carne y aletas de tiburón, así como el nido de pájaro comestible. Este último también se obtenía en Palawan –la isla más occidental del archipiélago de Filipinas— para el mercado chino. Tortas sólidas hechas a partir de harina de sagú (Metroxylon sagus) eran un alimento básico para los pueblos que vivían en la isla filipina de Mindanao. Los supervivientes de la circunnavegación de Magallanes interceptaron un barco lleno de ellos fuera de Basilán. A menudo llamadas landan, las tortas eran un producto comercial elaborado en Macasar y empaquetadas con hojas para su comercio en las Filipinas, donde acostumbraban a hervirlas un poco para ablandarlas antes de comerlas. También había caracoles en el barco. Los gasterópodos estaban disponibles a lo largo de las marismas costeras, los manglares y los arrecifes de coral en marea baja. Eran una reconocida y deseada fuente de proteínas, y uno se pregunta si estos eran el tipo de caracoles que comía la tripulación o simplemente se llevaban para su trueque. Los caracoles marinos pueden mantenerse vivos durante cierto tiempo en tinajas de agua salada o bien pueden ser conservados en sal, salmuera o vinagre. El caparazón de tortuga fue otro elemento a bordo. Éste era tallado y convertido en peinetas decorativas, abanicos y baratijas para el mercado español. Las conchas de las almejas gigantes (llamadas taclobo) eran muy apreciadas como pilas bautismales cristianas en Filipinas y otros territorios españoles. Otros bienes que llegaron a puertos como el de Cebú desde el Sur eran las perlas y el coral, esteras de Borneo tejidas finamente, chintzes de la India, batiks de Java y piedras rojas como cornalinas, rubíes y granates. Una curiosa anotación en el barco de Borneo eran «tortas Sera» y

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uno se pregunta si se refería a la cera, que no solo se importó a Filipinas sino que se exportó fuera de las islas Visayas. Otros productos de las Visayas comercializados en el extranjero eran el ámbar gris, una resina roja conocida como «sangre de dragón», hormigas rojas para convertirlas en tinta roja en China y telas de abacá y algodón. Cuernos de venado y piel, así como civetas enjauladas, de Mindanao, estaban disponibles para el mercado japonés. Las comunidades de las Visayas eran conocidas por producir excedentes de arroz, al objeto de servir como mercancía de cambio. Pero en tiempos de hambruna y escasez de alimentos las familias vendían a sus hijos a cambio de un sustento foráneo, como Borneo. El intercambio comercial permitió que algunos de los niños, al ser hijos adoptivos o esclavos, fueran alimentados y cuidados. Mientras tanto los alimentos recibidos a cambio permitían a los padres y a sus descendientes más posibilidades para sobrevivir. Se sabe que algunos de los niños vendidos regresaban o volvían para visitar su lugar de nacimiento como adultos.

Naturalizando importaciones La Guerra de Indios era una metáfora para referirse a la hambruna que amenazaba la vida en Filipinas, clasificadas como un sitio de extrema dificultad para vivir. Los primeros 100 años de la colonización debilitaron la cadena alimenticia local y causaron terror. Los nativos pagaban tributos en arroz y textiles; los hombres fueron apartados lejos de sus campos de trabajo y destinados a tareas públicas como la tala de árboles para la construcción de galeones y a ayudar a los militares. Los residentes cerca de la capital tenían que proveer 2.000 huevos, 300 gallinas ponedoras y un adecuado número de cerdos cada semana, durante un tiempo considerable. En 1582 Miguel de Loarca informa sobre la alimentación en la isla, tomando nota de lo mucho que Pigafetta había observado. Había búfalos (carabao), pollos, venados, patos, cabras, cerdos, coco, vino de palma y vinagre, naranjas, limones, nacas (probablemente eran nangkas que significa yaca o panapén), manzana rosa (Syzygium malaccense) que se asemeja a la manzana santol (Sandoricum koetjape Merr.) con un sabor similar al membrillo y tubérculos llamados camotes que eran como las batatas de Santo Domingo. Pruebas recientes de ADN indican que viajeros prehistóricos polinesios podrían haber traído una variedad de patata dulce de la costa oeste de América del Sur a su tierra natal. El tubérculo se extendió por toda Oceanía e islas como Guam y Filipinas. El comercio a través de los galeones añadió las batatas Mesoamericanas a la que ya estaban presentes en las Filipinas. El abogado Antonio de Morga que trabajó en las Filipinas desde 1594 hasta 1604 como Teniente Gobernador General, Capitán General y Justicia de la Audiencia de Manila, señala que los nativos comían arroz acompañado de pescado hervido y pescado salado en descomposición (pasta de pescado probablemente). También

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encontró las batatas hervidas parecidas a la patata ordinaria y al frijol. El Qulitis (amaranto espinoso, Amaranthus spinosus L.) se introdujo con tanto éxito que ahora crece silvestre. Sus hojas hervidas han sido una bendición durante las inundaciones, las plagas de langosta, las sequías, las erupciones volcánicas, los ataques de piratas, las redadas de esclavos y las guerras. Maduradas en el Nuevo Mundo, las guayabas (Psidium guyavas L.) –llamadas bayabas en tagalo— se convertían en jaleas y conservas2. Otras frutas importadas pero ya cultivadas durante el mandato de Morga eran las cremosas atis (chirimoyas, Anona squamosal L.) y la piña agridulce, esta última consumida con sal para reducir su acidez. La provincia de Cagayán, al norte de Luzón, tenía castaños y pinos que daban grandes frutos. Exploradores descubrieron nueces del árbol de pili común en Filipinas (Canarium ovatum), que se convirtieron en sustitutivo de la almendra para la elaboración del turrón local. En 1611, 46 años después de la colonización española, Blas de la Madre de Dios publicó una lista de plantas medicinales existentes en las Filipinas. Incluye productos comestibles del Nuevo Mundo como el achiote o atsuete (achiote, Bixa Orellana L.), el kamote (batata, Dioscorea tripyhilla L.), la papaya (Carica papaya L.), y la calabaza de castilla (Curcurbita Pepe L.). En 1738, otro misionero franciscano, Juan Francisco de San Antonio, encuentra abundantes frutos de América creciendo bien en Filipinas y vendiéndose más barato que en la Nueva España. Observa que la fruta de estrella (Averrhoa carambola), que se conserva seca o en almíbar en Manila, se había hecho popular en México. Nombres en náhuatl de plantas introducidas durante la época de los galeones, adaptados al tagalo, todavía están en uso hoy en día. Entre ellos se encuentran abukado (abocado y aguacate en náhuatl; avocado en Inglés); Balimbing (balimbin; carambola o fruta de estrella); kakawate y mani (cacahaute; maní); kamatsili (guamúchil y camachile; nombre científico Pithecolobium dulce Roxb.); kaimito (caimito; manzana de estrella); sayote (chayote; pera vegetal); sili (chile, chili).

Las ganancias agrícolas En 1780 se produjeron grandes esfuerzos por parte del gobierno para desarrollar la recuperación de la agricultura, tras el saqueo cometido por los británicos durante su ocupación militar entre 1762 y 1764. A principios de la década de 1750 ya existían iniciativas locales para cultivar y comerciar nuez de betel, cacao, coco y pimienta. Para entonces los misioneros ya habían conseguido de forma exitosa el afianzamiento de las parroquias, dando lugar a asentamientos estables. La población típica en una 2 Avelino M. Legazpi, arqueólogo del Museo Nacional de Filipinas, extrajo una guayaba seca de una excavación que realizó en un cementerio del sur de Bolinao, Pangasinán, de los siglos XIV o XV. Todavía se debate si la guayaba llego allí antes o después de la época de la colonización española.

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parroquia se elevaba a unas 500 familias o más, partiendo de unas 30 iniciales. Los nuevos barrios fueron diseñados en cuadrícula, con una plaza central alrededor de la cual lucía arquitectura de piedra y madera, en lugar de la palma y el bambú anteriores: La iglesia católica romana, la sede del gobierno local, un mercado y las casas de aquellos que se habían enriquecido con la agricultura y el comercio. Joaquín Martínez de Zúñiga inicio su recorrido por las islas un 30 de diciembre de 1799. Las familias estaban orgullosas de sus huertos de árboles frutales indígenas y de otros de la Nueva España, señala el fraile agustino. Observó los tomates del Nuevo Mundo, las judías blancas y negras, suculentos comestibles como la calabaza coloreada y la de color blanco, que crecían en las granjas nativas. Achiote, cacao y batata se cultivaron para su venta en Manila, así como los frijoles y el café, aunque éstos eran más bien para un comercio interprovincial. También pudo ver como se cultivaba apasotis (Té mexicano y Epazote Americano, alpasotis en español, Chenopodium ambrosioides L.). Cuando sus semillas se toman con vino, las sensaciones del bebedor se adormecen sustancialmente. En Vigan, Ilocos Norte, el apasotis se cocina en una interpretación local del guiso pipián mexicano. Las olasiman o kolasiman (verdolaga, Portulaca oleracea) arraigaron en suelo filipino. Toda la planta es comestible y se utiliza como una ensalada para acompañar pescado o carne. Filipinas se había convertido en el hogar de una cocina de ingredientes extranjeros. En Tondo, provincia a las afueras de Manila, crecieron todo tipo de frutas y productos de la huerta, no sólo del lugar sino de otras partes, con semillas originarias de Nueva España y la costa Atlántica, añade Zuñiga. También hay un tipo de mostaza que tiene hojas anchas y un sustituto de la remolacha que no da semillas en esta tierra, explica. Del mismo modo, la cebolla se cortaba en porciones que eran plantadas para su regeneración ya que no daban semillas en el archipiélago.

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El Mahé de Villabague acredita la siembra con éxito de las primeras semillas de hortalizas europeas en Filipinas. Eso fue en 1744 después de lo cual los chinos que disponían de huertas continuaron con su cultivo para obtener ventaja económica. La coliflor creció a partir de semillas importadas de Java porque en Filipinas nunca se sembró.

Transferencias de innovación Los galeones transportaban los utensilios de cocina, las técnicas y los conocimientos para preparar los productos introducidos. Es necesario tener precaución cuando se evalúa la velocidad y la propagación de la aculturación. La mezcla de culturas culinarias probablemente ocurrió en paralelo a la presencia española y dependió de la idoneidad de microambientes para que arraigaran plantas y animales, importados para la alimentación. En 1586 sólo había 800 españoles en todo el archipiélago, aunque su crecimiento poblacional era lento. El informe de Tomás de Comyn publicado en 1810, cinco años antes de que el servicio de galeones transpacífico terminara, estimaba que la población española en Filipinas no excedía de 4.000 personas en total (incluyendo los nacidos en la península, en América o en las islas) de ambos sexos y todas las edades.3 No existe un censo conocido de los mexicanos nativos de Filipinas. Los misioneros católicos fueron los primeros portadores de la cultura de la hispanización, a partir de 1565. A menudo eran la única presencia extranjera y trataron de hacer que sus parroquias y haciendas fueran autosuficientes y lucrativas, tal y como lo habían hecho en Europa y México. No fue sino hasta 1751 cuando los seglares españoles pudieron optar legalmente por vivir en cualquier pueblo nativo, 3

El calculó que la población en Filipinas era de 2.395.687 indios cristianos, 119.719 chinos mestizos y 7.000

chinos residentes.

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hasta entonces concentrados en Arévalo (cerca de Iloilo), Cebú, Manila, Naga (Camarines), Lal-lo (Cagayan) y Vigan. Los religiosos que se trasladaron a las zonas tropicales se vieron obligados a hacer de anfitriones. En la selección de una palabra nativa para ello eligieron, tinapay, que en el vocabulario cebuano de Pigafetta de 1521 significaba un tipo particular de pastel de arroz. Parece haber sido blanco, redondo y del tamaño de un platillo para taza pequeña, con quizás un relleno dulce, según Juan Félix de la Encarnación. Tinapay también se utilizaba cuando se hacía referencia al pan de trigo y a Cristo como Pan de Vida en los catecismos y sermones, como los de los frailes franciscanos Juan de Olivar (fallecido en 1599) y San José, que hizo la lista de 1609 palabras. En poco tiempo el significado original de tinapay, en origen tapay, es decir, masa de harina de arroz, quedó en el olvido. Hoy en día la palabra filipina para el pan de altar es hostia y para el pan de trigo tinapay. El clima atemperado de los rituales cristianos y los tabúes fueron superpuestos a una sociedad tropical. Los predicadores advirtieron que la embriaguez ejemplificaba el pecado de la gula. De hecho los filipinos disfrutaron de un licor de coco llamado tuba. En 1619, Sebastián Pineda informó que los tripulantes filipinos que abandonaron su barco en México hacían tuba a lo largo de la costa del Puerto de Navidad y los burros transportaban la carga ilegal a Colima, donde a los nativos mexicanos les encantaba por su potencia, similar al aguardiente. Comer carne de cerdo fue fomentado como algo pro-cristiano. La palabra española lechón se utiliza para un asado de cerdo entero, por lo general para las fiestas, incluso habiendo palabras nativas para cerdo y jabalí, que ya se consumían en tiempos pre-coloniales. Comer pescado se convirtió más bien en sinónimo de pobreza. Los festejos católicos, el ayuno y la abstinencia se afianzaron firmemente junto a otras costumbres alimentarias vinculadas a la religión. En 1767 el obispo de Cebú emitió una carta explicando que los nativos preferían freír con manteca de cerdo ante la falta de aceite de oliva. Se les tenía que enseñar que no se podía utilizar en los días de abstinencia. Una vez que fue introducido el horno de piedra español, llamado horno, productos de trigo horneados se abrieron paso lentamente en la dieta nativa. Al principio se horneaban las tortas de arroz, tanto las dulces como las saladas, y alimentos que se metían en cañas de bambú o se envolvían en hojas, enterrándolos en las brasas y cenizas calientes. Lo más normal era consumirlos hervidos, al vapor o asados, con un acabado final que conservaba sus formas moldeadas. El gobernador general Fernando da Silva, quien desempeñó su cargo desde 1625 hasta 1626, estableció la panadería real. En el siglo siguiente el bizcocho se hacía con trigo ya cultivado en las islas. En 1678, por ejemplo, el sargento mayor Luis de Pineda Matienza Cordero de Nevare cita el trigo que crece en Bae, una ciudad en la provincia de Laguna, cerca de Manila. Hoy en día, el pan de sal es el pan de todos los días, aunque el arroz sigue

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siendo la fuente de hidratos de carbono preferida y el trigo ya no se cultiva. Con el tiempo, panaderías, dulcerías y pastelerías proporcionarían placeres deliciosos. Compites es la palabra en tagalo usada para los confites, la usada en español para los productos de confitería. Su similitud insinúa que el proceso de conservación de la fruta en azúcar puede haber sido introducido o popularizado en tiempos de los españoles. En las cocinas filipinas se hacen compites en el tacho, una especie de tanque de evaporación de azúcar de las Indias Occidentales. La fruta en conserva se tomaba al final de las comidas y servía de tratamiento para los enfermos. Chirino registra la existencia de mujeres esclavas en Manila procedentes de la India, Malaca y las Molucas y que eran excelentes cocineras y preparadoras de conservas. El cacao (Theobroma cacao) llegó para su siembra en 1670, en respuesta del gobernador general Diego Salcedo a la petición del padre jesuita Juan de Ávila. En veinte años se extendió ampliamente y su precio se abarató. El cacao cebuano fue considerado por De Comyn tan superior como el importado desde Guayaquil, Ecuador. El metate, la piedra pesada sobre la que se molían los granos de cacao amargo hasta reducirlos a una pasta, y el molinillo de madera, con el que se golpeaba dicha pasta y se mezclaba con agua, formando una espuma que se añadía a bebidas endulzadas, fueron introducidos desde México. El cacao también se cocinó con tsamporado, una papilla de arroz que se come con pescado salado y con una salsa para pollo, similares a las que se hacen en México. A la loza de barro nativa se añadieron el caldero, el puchero y la ollas españolas. Los alimentos cocinados en ellos tomaron el nombre de caldereta, puchero y laoya respectivamente. Sartenes de metal vinieron de México y sobre todo de China, a pesar de que más tarde se fabricaron en el Parián. San Buenaventura registra en 1600 que pritos – que deriva claramente de fritos, y éste del verbo freir español— adquirió los sinónimos nativos de tomis, linğil, sanglal y sanglay. Salmonetes, huevos, hojas y los tubérculos ube y camotes se freían en una sartén usando manteca de cerdo o aceite de coco, un recipiente de metal español. Prito permanece actualmente en uso. Nativos y mestizos que deseaban seguir los caminos de los colonizadores adaptaron comidas y costumbres de México y España. Durante la época de los galeones se introdujeron mesas de comedor y sillas de Europa con su correspondiente protocolo. Niñas nativas ataviadas con vestidos españoles recibieron con bailes populares al contralmirante Ignacio María de Álava, que navegó desde España por el Cabo de Buena Esperanza e hizo un recorrido por las islas al comenzar el año 1800. Los nativos importantes portaban sombreros con cordones de oro, montados sobre caballos enjaezados en plata. Limonada, vino de Jerez, bebida de chocolate, bizcochos de soletilla, galletas y dulces de azúcar de palma se servían después de las ceremonias. La comitiva de Álava disfrutó de la cocina hispana de convento y cabe imaginarse lo que pudo ser servido.

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Diversidad indulgente El aumento de las oportunidades para el sabor malinamnam llegó con la singular técnica española denominada guisar, familiar pero diferente al sauté francés o el sofrito chino. El resultado es el guisado, un estofado. Una anotación de San Buenaventura afirma, debido a que no hay guisados aquí, no hay palabra tagala con que asimilarlos. El proceso de tres pasos se inicia rehogando, es decir, con un sofrito, que en las Filipinas generalmente se hace con tomate maduro, cebolla, ajo y a veces camarones pequeños o trozos de carne de cerdo. A continuación se añaden los ingredientes principales y se fríe todo junto; finalmente se cocina a fuego lento en su propio jugo o añadiendo algún líquido. Si bien el sofrito no se unió al vocabulario indígena, guisado si lo hizo, y hoy en día los libros de cocina filipina incluyen una amplia variedad de apreciados guisados. Un ejemplo de fusión culinaria, típico tanto en la ciudad como en el campo, es el guisado bagoong, pescado o pasta de camarones enriquecida al guisarlos, que cuando se hace bien es un ejemplo de malinamnam. Aunque el adobo español es una salsa de adobo o marinado, en Filipinas se convirtió en una manera de cocinar pescado, carne, aves, mariscos o verduras, cocidas con vinagre. En su versión filipino-asiática el adobo puede tener leche de coco, salsa de soja o cúrcuma. El adobo es tan popular que la legislación tuvo el honor de considerarlo como el plato nacional de Filipinas. El sinónimo tagalo para adobo en 1613, según lo asignó San Buenaventura, es cquilao (kilaw hoy): sal, vinagre y guindilla donde se remoja la carne, el pescado o el intestino de ciervo y se reserva hasta que se pone tierno o se consume crudo de inmediato, de una vez. El carabao se puede hacer en cquilao, según explica. Las ostras crudas, llenas y recién cogidas, bañadas en vinagre de calidad son otro buen ejemplo de delicioso kilaw y nativo malinamnam. El chile de Centroamérica fue un picante –anghang en tagalo— que se sumó a los ya reconocidos jengibre, cebolla y rábano, y fue bienvenido por su

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sutil hormigueo gustativo. El chile fue una provisión de la expedición de Legazpi y se ha convertido en un potenciador del sabor, favorito en las salsas filipinas. El cabildo de Manila recomendó que el ganado y los caballos fueran importados de China y Japón, mientras que los búfalos (carabaos) se domesticaran como bestias de carga y sirvieran de alimento. España había introducido la carne y la producción láctea en México y trató de hacer lo mismo a través del Océano Pacífico. La ingesta de carne de reses criadas en Filipinas se remonta al siglo XVII. Lentamente, la carne de vacuno se añadió a la dieta filipina, lo que aumentó la exposición al gusto por la carnosidad vinculado al umami. Se utilizaron carabaos domesticados desde China sólo para ordeñar debido a que su leche era más gruesa y sabrosa que la de las vacas, añade Morga. La leche se hizo tan popular en Manila que nativos y extranjeros por igual podían tenerla todos los días en la puerta de sus casas. Queso envuelto en hojas de plátano, turrones llamados pastillas y una amplia gama de helados elaborados a partir de leche de vaca o carabao eran de lo más deseado. La globalización culinaria que caracteriza a Filipinas en 1812, tres años antes de que el comercio de los galeones se detuviera, se ejemplifica en las listas de provisiones para la tripulación filipina del Golendrina, un barco fletado por Alonso Morgado que iba desde Manila a Polo Pinang, una isla frente a la costa occidental de la península de Malasia, y las de dos bergantines –el Purísima Concepción propiedad de Vicente Verzosa y el Jesús, María y José de Domingo de Navea— que se dirigían a Joló. A bordo había alimentos preparados al uso español, tales como adobos, chorizo, escabeches, estofados y jamón (que también podría haber sido preparado al estilo salado chino). Había broa (bollo de pan de baja calidad hecho probablemente de harina de maíz o arroz), caramelo (torta de azúcar para comer), carne frita y calamay, un dulce nativo similar al pudin que era una apreciada comida básica. Había huevos de pato, que podían haber sido conservados en sal para prolongar así la duración de su calidad comestible, siguiendo un proceso de conservación chino. Otros suministros eran el afrecho (salvado, normalmente de trigo y cocinado hasta formar un cereal pastoso), chocolate, aceite de coco, el café ya molido, gibes (probablemente hibi, camarones secos), lawlaw (pescado salado), munggo (mongos, una variedad de frijol chino) y patani ( frijol de Lima, del Nuevo Mundo). La era de los galeones hizo hincapié en el tráfico entre el Nuevo Mundo y las Filipinas. Cuando el comercio de galeones cesó en 1815, la vinculación que prosiguió estuvo cada vez mas caracterizada por una urbanización de naturaleza europea. Los galeones ampliaron considerablemente las oportunidades de disfrutar delicias. Entre los recursos naturales de la isla como malinamnam se encuentran la pulpa del durian y mango maduros, el erizo de mar, la crema de coco, así como la excepcionalmente suave, dulce y temblorosa pulpa del coco aún sin madurar (buko). Preparaciones malinamnam nativas incluyen, entre muchas otras, los camarones fritos, fermentados y salados, los cangrejos pequeños y el pescado (buro); kilaw, pollo en caldo de tamarindo (sinampalukang manok), alimentos cocinados con leche o crema de coco (guinataan), el tuétano de res hervido, el asado de jabalí y el lomo del pez sabalote hervido o frito.

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La cocina del imperio hispánico, a medida que fue evolucionando en sus diferentes etapas, se fue mezclando con la cocina filipina. El resultado es una gastronomía de características complejas, que amplía las oportunidades de degustar sabores malinamnam básicos y sublimes4. La Cocina filipina y Condimentos Indígenas de 1913 y 1918, respectivamente, pueden ser los primeros libros de cocina publicados en Filipinas. Se incluyen recetas para asados, buñuelos, calderetas, chorizos, escabeches, empanadas, ensaladas, estofados, flan de leche, guisados, mechados, morcillas, paellas, pasteles, rellenas, salchichas, tamales, turrones y más, un número de ellas adaptaciones locales. La paella filipina, por ejemplo, se termina cubriéndola con una capa de hojas de plátano y cocinándola al vapor. Los tamales se hacen con harina de arroz, leche de coco e incluso jamón chino. Los granos de maíz son un sustituto del garbanzo en el pochero, que se sirve con un condimento que combina berenjena, ajo y plátanos maduros llamado saba, quedando como opción añadir una pizca de la más lujosa salsa de camarones, de color ámbar y sedosa. Las preparaciones favoritas reconocen la herencia hispana junto con los legados asiáticos como pilares de la marca Filipinas. El renacimiento global por el que atraviesa hoy en día la gastronomía está despertando en las nuevas generaciones el interés por las tradiciones que se remontan a antes y después de la era de la exploración. Los galeones le dieron al mundo, sin lugar a dudas, un inigualable festín de sabores.

4 El uso de malinamnam como “delicia” precede al que hace la corporación filipina Ajinamoto a partir del 2008 como principal sinónimo de umani (Malasa es el nombre secundario que la empresa utiliza). Umami es a menudo descrito como sabor complejo, común al sabor del espárrago, el tomate maduro, el queso o la carne. Todavía está por determinar si comidas como la crema de coco y el mango dulce cuando esta muy maduro –que tradicionalmente son considerados malinamnam— activan los receptores del sabor unami.

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Foto 78 A. Sรกnchez de Mora


LAS ASOMBROSAS ISLAS FILIPINAS Antonio Sánchez de Mora

Lo exótico y lo sencillo ¿Qué esperaban encontrar los españoles en Oriente además de las especias? Los hallazgos de pingüinos y leones marinos en el extremo sudamericano cambiaron la percepción europea del Mundo, augurando el hallazgo de todo tipo de plantas y animales, cada cual más sorprendente. En las mentes de Fernando de Magallanes y sus marineros se debieron dibujar las criaturas fantásticas narradas por Marco Polo y los avistamientos efectuados durante la primera etapa de su viaje no hicieron sino despertar su imaginación, avivada por mitos antiguos: ¿Llegarían por fin a China? ¿Encontrarían en su camino las islas de los Reyes Magos o la Tierra de Ofir? Su arribada a las islas Filipinas, precedida de algunas breves escalas, supuso un gran alivio para los maltrechos marineros. En las islas Molucas no sólo hallaron las ansiadas especias, sino pescado, cocos y plátanos, de los que dieron buena cuenta. El avituallamiento fue una constante en su discurrir por el archipiélago filipino, ruta en la que encontraron productos que les eran familiares: palomas, gallinas y gansos, cerdos, cabras, arroz, plátanos, naranjas y limones, mijo, calabazas, ajos, miel, jengibre,… ¿Se sintieron decepcionados? La variedad de alimentos debió silenciar cualquier inquietud, aunque las especias, el arroz, las gallinas y los cerdos nada tenían de sorprendentes. Se sucedieron, como sabemos, diversas expediciones, el encuentro con los portugueses en Oriente, la fundación de la ciudad de Manila y el afianzamiento definitivo de la colonia. Casi dos siglos después y en un contexto bien distinto, Pedro Murillo Velarde imprimió su Carta Hydrographica y Chorographica de las Yslas Filipinas, mapa incluido en su obra Historia de la provincia de Filipinas de la Compañía de Jesús, que vio la luz en 1747. Pasa por ser el primer mapa detallado del archipiélago, mérito que se debe en buena medida al concienzudo trabajo de Nicolás de la Cruz Bagay, grabador de origen tagalo que lo realizó en 1734. Pero a fines del siglo XVI la exigua colonia española, constituida en su mayoría por soldados y eclesiásticos, aún se afanaba en conocer aquellos nuevos dominios, sus habitantes, sus recursos y sus posibilidades comerciales. En este contexto

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Tratado de las Yslas Philipinas, informe realizado por Miguel de Loarca por orden del gobernador, en el que se detallan los territorios dominados por EspaĂąa y se describen sus poblaciones y recursos. [Junio de 1582]. Papel manuscrito. Cuaderno de 28 hojas de 28,7 x 21,6 cm. Archivo General de Indias, PATRONATO, 23, R.9.

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se inscribe la prolija descripción de las islas Filipinas realizada por Miguel de Loarca, militar español que había participado en varias expediciones, entre ellas el viaje a China de fray Martín de Rada. En esta ocasión el entonces gobernador, Gonzalo Ronquillo, quiso enviar a la corte una descripción detallada de las islas Filipinas, justo en un momento en el en el que se afianzaba la presencia española en aquellas tierras1. Este interesante manuscrito, que pretendía enaltecer las virtudes de las Islas Filipinas, describe sus tierras, cultivos, flora, fauna y la actitud de sus pobladores ante la dominación española. En buena medida encontró su complemento en la obra de otro oficial español, Antonio de Morga, quien arribó al archipiélago en 1595 y recopiló una detallada información sobre sus recursos y las costumbres alimenticias de sus habitantes, en ocasiones tan próximo a la relación de Loarca que pareciera basarse en ella. En lo que respecta a la cuestión que más nos atañe, Miguel de Loarca constató el consumo de ciervos, búfalos, jabalíes y, sobre todo, cerdos domésticos. Antonio de Morga lo ratificó al afirmar que criaban muchos lechones, cuya carne era muy gustosa y sana. Nada dijo Loarca de vacas o caballos, aunque ya en tiempos de Morga los traían del Asia continental o la lejana España. No había, empero, pavos, conejos o liebres y, aunque ambos autores mencionan la existencia de cabras, reconocían que no son de buen sabor. Entre las aves, identificaron varios tipos de palomas, patos y ánsares, algunos importados de China, y gallinas las había en abundancia, unas como las españolas, otras autóctonas y otras traídas del Asia continental, muy sabrosas, de que se hazen hermosos capones, tal y como apunta Morga. Las Islas Filipinas eran y son ricas en peces y, según Loarca, eran, tras el arroz, el alimento más abundante, porque en todas lo ay en abundançia y bueno. Antonio de Morga recalcó la existencia de todo género de peces de agua dulce y salada, entre ellos sardinas, corvinas, besugos, que llaman bacocos, albures, lisas, bicudas, tanguigues o caballas, lenguados, plantanos, taraquitos, agujas o peces espada, dorados, sábalos, anguilas y muchos atunes, no tan grandes como los de España, pero de la misma hechura, carne y sabor. Además, cita varios tipos de mariscos y moluscos y, en alta mar, ballenas, tiburones, caellas, marrajos y otros no conocidos, de extraordinarias formas y grandeza. Sin embargo, el pescado más consumido, según Morga, era el lau-lau, (…) tan menudo como pejerreyes, que los secaban al sol y al aire, además de cocinarlos de muchas maneras2. Unos datos muy ilustrativos pues, tal y como comprobamos por otro de los documentos expuestos, el lao-lao se incluía en los bastimentos de las embarcaciones que surcaban las aguas del archipiélago. 1 El propio gobernador remitió un informe sobre el estado general de las Islas Filipinas. AGI, Filipinas, 6, R.5, N.57 [1584]. La fecha del manuscrito de Loarca se deduce del contenido de este documento y de su contexto histórico.

A. de Morga, Sucesos de las islas Filipinas, México: Casa de Gerónymo Balli, 1609, cap. VIII; edición crítica de W. E. Retana, Madrid: Librería general de Victoriano Suárez, 1909, pp. 179-180.

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Tratado de las Yslas Philipinas, informe realizado por Miguel de Loarca por orden del gobernador, en el que se detallan los territorios dominados por EspaĂąa y se describen sus poblaciones y recursos. [Junio de 1582]. Papel manuscrito. Cuaderno de 28 hojas de 28,7 x 21,6 cm. Archivo General de Indias, Sevilla PATRONATO, 23, R.9.

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Tratado de las Yslas Philipinas, informe realizado por Miguel de Loarca por orden del gobernador, en el que se detallan los territorios dominados por EspaĂąa y se describen sus poblaciones y recursos. [Junio de 1582]. Papel manuscrito. Cuaderno de 28 hojas de 28,7 x 21,6 cm. Archivo General de Indias, Sevilla PATRONATO, 23, R.9.

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Recipientes de cocina y servicio de mesa procedentes de diferentes culturas nativas filipinas. National Museum of the Philippines, Manila. E-Mar-0626 / E-Mar-0031 / E-Mar-0033 / E-Bis-0114 / E-Ilo-0037 / E-Gad-0030 / E-Bon-0173 / E-Ira-0124 / E-Ifu-0057

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Al describir las frutas y árboles frutales, Loarca incluyó los cocos, plátanos, nancas, que es fruta muy olorosa y mayor que el melón de España, macupas, que son como mançanas, santores, que saben a membrillo, y muy buenas naranjas y limones. Morga, por su parte, cita los santoles, mobolos, tamarindos, nancas y muchos naranjos en todas partes, de muchas especies, grandes y pequeñas, dulces y agrias, cidras y limones3. De los plátanos, identificó al menos diez o doze maneras, muy sanos y sabrosos y, respecto a las frutas foráneas, hizo constar la introducción y cultivo de piñas, guayabas y anonas americanas e, incluso, higos, uvas, granadas y membrillos europeos, aunque no sin dificultades. Del cocotero o palmas de cocos, Loarca refiere que los nativos no sólo recolectaban su fruto, del que también obtenían miel, sino que de la palma extraían vino, que es dulce y bueno, y de éste elaboraban vinagre y aguardiente o licor, que otras fuentes denominan tuba. Más detallado, Cristóbal de Acosta explicó el proceso de extracción y elaboración del vino de palma, la obtención de açúcar negro por cocción y secado al sol del jugo recién extraído, la fermentación del jugo al sol para convertirlo en vinagre o la destilación del mismo para obtener aguardiente. De los cocos expuso sus distintas cualidades, la extracción de su agua interior, la elaboración de la leche de coco a partir de su médula o, ya seca, la obtención de aceite4. Francisco Alzina, fraile que vivió en las islas Visayas a mediados del siglo XVII, aprendió que el agua de coco se obtenía del fruto cuando estaba verde y, madurando, crecía su pulpa. De ésta, convenientemente rallada, se obtenía la leche de coco, que los españoles usaban como leche de almendras, combinada con arroz y huevos y consumida por nativos y foráneos. También conocía el aceite de coco, aunque no lo consideraba adecuado para el consumo. En su lugar, recomendaba la leche de coco que, cocida y reducida, quedaba aceitosa, pudiéndose usar para freír5. Regresemos al documento de Loarca para comprobar que en las islas Filipinas se cultivaba el mijo y, sobre todo, el arroz. También identificó los frijoles, aunque probablemente se refería a las especies autóctonas y no a las importadas de México. Alzina, más meticuloso, detalló la existencia de unas alubias blancas y similares a las castellanas, otras introducidas de China, frijoles negros que son más gustosos, y los mongos, de color verdisco y algo pardillo, al modo de las lentejas; sirven en lugar de ellas y son aún más gustosas 6. La nanca, nangka o langka, término de origen malayo, es la conocida también como jaca o yaca. C. de Acosta lo incluye en su Tractado de drogas (pp. 263-266). El santol y la macopa, o manzana de las montañas y el mabolo son otras frutas comunes en las islas Filipinas. La cidra es un cítrico similar al limón, al parecer el primero de estos frutos llegados a Europa desde Oriente, pues ya lo conocían los romanos. Los limones y las naranjas, por el contrario, fueron introducidos por los árabes, aunque más como plantas ornamentales y aromáticas que como frutas comestibles. Su uso alimenticio se fue expandiendo a partir del siglo XV, aunque no se generalizó hasta algo después, cuando se lograron variedades más dulces. 3

4

C. de Acosta, Tratado de drogas, ob. cit., pp. 98 – 106.

F. Alcina, Historia de las islas e indios Bisayas, primera parte, lib. I, cap. XIV; ed. Victoria Yepes, Historia natural de las Islas Bisayas del padre Alcina, Madrid: CSIC, 1996, pp. 90 – 96. 5

6

F. Alcina, Historia de las islas e indios Bisayas, primera parte, libro I, cap VII; ed. cit., p. 50.

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Árbol del mango y comentario sobre el mismo. Tratado de las drogas y medicinas de las Indias Orientales, de Cristóbal de Acosta. Zaragoza, Martín de Victoria imp., 1578, pp. 316-319. Real Jardín Botánico, Madrid, Biblioteca, Sign. A ACO.

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Loarca apenas menciona las verduras y ni tan si quiera cita el jengibre, aunque sabemos por Morga que abundaba y se comía verde, en vinagre y en conserva de salmuera. Sin embargo, sí atrajeron su atención unas raíçes como batatas de Santo Domingo, que llaman camotes. Quizás eran las raíces parecidas a los nabos que cita Pigafetta en su relato, aunque desde luego, Loarca estuvo mucho más acertado. Así lo ratificó Alzina, quien reconoció que los camotes, blancos o anaranjados y algo dulces, se trajeron acá de Nueva España. Este último autor analizó los distintos tubérculos existentes en las islas centrales del archipiélago filipino7 y les otorgó el nombre genérico de gabi. Existían, según él, más de setenta términos y otras tantas variedades y colores blanco, amarillo, verde claro o incluso morado, en probable alusión al ube. Es más, nos recuerda que los españoles se aficionaron a su consumo, cociéndolos, amasando su carne con huevo y luego friéndolos, como si fueran buñuelos. Contemporáneo a Miguel de Loarca fue Cristóbal de Acosta, quien es conocido por la publicación de su Tratado de las drogas y medicinas de las Indias Orientales. Fue médico y naturalista de origen incierto, pues aunque nació en alguna de las posesiones portuguesas del norte de África, parece que era de origen judío y español. Sea como fuere, viajó en dos ocasiones a las colonias portuguesas de la India, en la segunda acompañando a su virrey, del que recibió el encargo de dirigir el hospital de Cochín. En 1572 regresó a la península Ibérica atesorando conocimientos botánicos y farmacológicos, que le posibilitaron ejercer la medicina hasta 1587. Fue entonces cuando publicó su tratado, en el que volcó sus experiencias. Aunque no parece que alcanzase las islas Filipinas, Acosta aporta noticias que sugieren el conocimiento de regiones más alejadas. No en vano, cuando estuvo en la India los españoles ya habían iniciado la colonización de las Filipinas y los portugueses se habían expandido hacia las islas Molucas y China. Destacan las páginas dedicadas a la canela, la pimienta, el clavo, la nuez moscada y las demás especias, o la información que aporta de los cocos o el tamarindo, aunque para esta exposición se han seleccionado los textos y dibujos del mango y la piña. Así, de las mangas comenta complacido que de todas maneras sabe bien, aunque parece preferirlo fresco y en tajadas, sólo o remojado en vino. Cita también las conservas en azúcar o en salmuera y que algunos indios lo consumían relleno de jengibre verde, ajos, mostaza, sal, aceite y vinagre. A este respecto, es sintomático que ni Loarca ni Morga citan la existencia de mangos en las islas Filipinas. Tan sólo el segundo mencionó los pahos, una variedad autóctona que nada tiene que ver con los mangos índicos. Blas de la Madre de Dios, en su Libro de medicinas caseras editado en Manila en 1611, tampoco incluye esta fruta, por lo que lo más probable es que su introducción y difusión por el archipiélago filipino se produjese a lo largo del

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F. Alcina, Historia de las islas e indios Bisayas, primera parte, libro I, cap VIII; ed. cit., pp. 53-55.

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Planta de la piña y comentario sobre la misma. Tratado de las drogas y medicinas de las Indias Orientales, de Cristóbal de Acosta. Zaragoza, Martín de Victoria imp., 1578, pp. 349-350. Real Jardín Botánico, Madrid, Biblioteca, Sign. A ACO.

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siglo XVII8. De hecho, unas décadas después, las mangas ya se cultivaban en las Islas Visayas, según nos refiere Alcina9. Respecto a la piña o ananás, Acosta asumía su procedencia del Brasil, aunque dio cuenta de su proliferación en las nuevas tierras de adopción, destacando su olor, su consistencia jugosa y su sabor suave. Los cronistas hispanos constataron su envío a la península Ibérica en fecha temprana, por lo que pudo llegar a la India llevada por los portugueses, al igual que otros productos americanos. Ya en 1519 la expedición de Magallanes se aprovisionó en las costas de Brasil de una especie de fruto parecido a la fruta del pino, pero que es dulce en extremo y de un gusto exquisito10. Su ejemplo lo pudieron imitar expediciones posteriores, como la de Garci Jofre de Loaisa, por lo que es posible que los españoles introdujeran la piña en las islas Filipinas al mismo tiempo que los portugueses la difundían por sus colonias. Desde luego, Alzina las identifica y describe, apuntando que existía una variedad local llamada pandan, distinta de la fruta comestible de color entre amarillo y colorado, olorosa, dulce y sabrosa11. El exotismo observado en Oriente no anuló la percepción europea de una cocina sencilla, de la que el arroz constituía el pan de la tierra, como reconocieron Juan Bautista Román12 o el propio Miguel de Loarca, quien nos recuerda en su manuscrito que en estas yslas y en todas las demás, el principal mantenimiento era el arroz. Su similitud con el arroz cocido al que estaban acostumbrados los españoles les llevó a denominarlo morisqueta, término alusivo a los musulmanes hispanos, los moriscos. Tal éxito tuvo esta asimilación léxica que siglos después José Rizal aún lo identificaba en su Noli me tangere con el alimento habitual de los nativos filipinos, aunque en el siglo XX este término cayó en desuso.

Un espacio de encuentro Los almacenes de los principales puertos filipinos tenían que estar bien abastecidos, pues debían garantizar el avituallamiento de los barcos. Para ello, los oficiales reales no sólo recibían, contabilizaban y custodiaban los víveres remitidos desde España o México, sino que los completaban con alimentos obtenidos en la colonia, aunque el clima filipino dificultó la introducción de cultivos como el trigo, el olivo, la vid y otros productos básicos para la gastronomía hispana. La consiguiente dependencia de los 8 Debo esta referencia y reflexión a la inestimable colaboración y el asesoramiento de Felice Prudente Santamaría. 9

F. Alcina, Historia de las islas e indios Bisayas, primera parte, lib. I, cap. XII; ed. cit., p. 79.

10

Pigafetta, Primer viaje en torno del globo, lib. I, ed. cit., p.45.

11

F. Alcina, Historia de las islas e indios Bisayas, primera parte, lib. I, cap. X; ed. cit., p. 70.

12 Carta de Juan Bautista Román, factor de las islas Filipinas, al rey Felipe II, por la que informa de la situación actual de la colonia y los ingresos de la Real hacienda. Manila, 22 de junio de 1582. AGI, Filipinas, 27, N.14.

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Carta Hydrographica y Chorographica de las Yslas Filipinas, realizada por Pedro Murillo Velarde y delineada por Nicolรกs de la Cruz Bagay. 1734. Papel impreso. 1 hoja de 55,6 x 37,8 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, MP-FILIPINAS, 299

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envíos desde Acapulco y el alto coste de los importados del continente asiático fomentaron su aproximación a los alimentos locales, que poco a poco fueron probando. En septiembre de 1574 la situación era difícil. Los 250 españoles asentados en la ciudad se esforzaban por afianzar el control de Manila y su área circundante, para lo cual contaban con la colaboración de algunos nativos y una exigua población china. Tampoco era segura la situación de los enclaves de Cebú, Camarines e Ilocos, que apenas sumaban dos centenares de españoles, con el agravante de que el sistema de encomiendas, iniciado tres años antes por Miguel López de Legazpi, había ocasionado muchos abusos, suscitado las críticas de algunos eclesiásticos y provocado levantamientos indígenas. En este contexto, el gobernador Guido de Lavezaris ordenó a sus oficiales que abasteciesen la ciudad de Manila y los barcos que partiesen hacia la lejana Nueva España, acudiendo a los líderes filipinos para adquirir suministros y contratar mano de obra. Así quedó reflejado en la contabilidad de la Caja Real de Manila: Amaja Desi, principal del pueblo de Parañaque, recibió una cantidad de oro por la obra de una casa para cocina en el puerto de Cavite; Apani Magino, principal del pueblo de Bacoot, cobró por hacer la aguada, o sea, por suministrar agua para los navíos; Asima Talap, principal del pueblo de Binacaya, recibió seis pesos de oro por seis búfalos destinados al matalotaje de los buques españoles, y Sinimadat Lamageteta y Amanica Pinpín, principales del pueblo de Cavit, obtuvieron dieciséis pesos de oro por otros tantos búfalos, además de otros dieciséis pesos por diez cables de bexucos, cuerdas vegetales que servirían para aparejar los navíos y los birocos de los españoles. Quiso el destino que estas ventas se efectuasen apenas dos meses antes del ataque del pirata Limahon —Lim Hong—, que para alcanzar Manila tuvo que atacar estas poblaciones nativas. Sucesos aparte, este es un ejemplo de los negocios emprendidos para abastecer los almacenes reales, en los que la carne salada y el arroz nativos compartían estancias con la harina llegada del continente asiático y con el vino, el aceite o el vinagre venidos de Acapulco. En un principio los españoles debieron ser reacios a algunos alimentos nativos. Loarca, por ejemplo, rechazó el consumo de las cabras autóctonas y, sin embargo, varias décadas después Alzina reconocía su abundancia y su consumo. No obstante, la necesidad debió forzarles a superar sus prejuicios. Ya hemos citado el caso de los carabaos adquiridos en 1574. En este mismo año los tripulantes de tres barangays —barcos locales— se abastecieron de arroz, cerdos, gallinas y panes de sal, y el navío San Juan cargó dos pipas de aguardiente y 40.000 sardinas, que les servirían de alimento en su tornaviaje a Nueva España13. Cuentas de la Real Hacienda de Manila. AGI, Contaduría, 1199B, N.1, fols. 173 v. – 174 r., 105 r.. Probablemente esta referencia a panes de sal no alude piezas de pan, sino a terrones o bloques de sal de tamaño similar al utilizado para transportar la cera, denominados igualmente panes de cera. Respecto al galeón San Juan, llegó sano y salvo a Acapulco y emprendió de nuevo el viaje hacia Manila. En 1575 volvió a partir hacia Acapulco, aunque en esta ocasión desapareció durante el viaje.

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Adquisición de carabaos a varios líderes nativos filipinos de Parañaque, Bacoor, Binakayan y Cavite, para abastecer los almacenes reales de Manila. Manila, 24 de septiembre de 1574. Se incluye en las Cuentas de la Real Hacienda de Manila. Papel manuscrito. Hoja de 31,5 x 22,3 cm. Archivo General de Indias, Sevilla CONTADURÍA, 1199B, N.1, fols. 75 vº. - 76 rº.

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Cuentas de la adquisiciรณn y distribuciรณn de arroz limpio por los almacenes reales de Manila. 1595. Papel manuscrito. 1 hoja de 30,3 x 21,1 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, CONTADURIA, 1203

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En 1576 el galeón San Felipe se abasteció de 77 búfalos y 20.000 lisas que se compraron de los yndios de Cavite, además de frijoles, sal, 20 tinajas de aguardiente de la tierra y una pipa de vinagre de la tierra, aunque no se olvidaron de su apreciado vino de Castilla14. Desgraciadamente, nunca alcanzó su destino, pues se hundió cuando bordeaba la costa de la Baja California. Cinco años después otro galeón, el Nuestra Señora de la Cinta, hizo el primer viaje entre Filipinas y Perú, llevando en sus bodegas pimienta, canela y clavo, además de porcelanas y sedas chinas, metales y otras mercancías. También cargaron 18 pipas de aguardiente, 50.000 lisas, 9 pipas de sardinas, 10 arrobas de pescado salado y 90 arrobas de carne de çeçina de búfano, o sea, de carabao, salada y desecada por los nativos caviteños15. Esta tendencia se mantuvo, pues a finales del siglo XVII los almacenes reales de Manila seguían abasteciéndose de mongos, vinagre de tuba, pescado seco, camarones y tollos, destinados en su mayor parte alas bodegas del galeón. Sin embargo, ya se ha mencionado que el producto más demandado, el alimento básico, era el arroz. Las autoridades españolas asentadas en Manila se abastecían del necesario para la manutención de la colonia y, lo que era más importante, para colmar las naos que partían hacia México. Las cuentas de la Caja Real de Manila constatan la adquisición de arroz desde los primeros momentos de la colonia y, ya en los años ochenta del siglo XVI, se llegaban a reunir hasta 20.000 fanegas anuales –más de 3.000 toneladas—16. Aunque el arroz no era el único cereal existente, pues se cultivaba mijo y se importaba trigo desde las costas continentales, se convirtió en el producto estrella. Si era necesario, se compraba, aunque era frecuente que los nativos pagasen sus impuestos con arroz, gallinas y otros víveres. La contabilidad de los almacenes reales de Manila es un fiel reflejo de esta realidad, pues sus oficiales anotaban las fanegas de arroz adquiridas y su redistribución entre la comunidad española y los nativos a su cargo, como también las partidas de frijoles, gallinas o puercos en pie, o sea vivos, al igual que se racionaba el vino o la harina recibidos de Nueva España17. En 1595 los oficiales de los almacenes reales consignaron la adquisición de gallinas, cañamones, jamones, harina de trigo y, desde luego, arroz. Tan demandado era este cereal que se distinguía el arroz limpio, tal y como muestra el documento expuesto, del arroz con cáscara, expresiones que encontraban su equivalente autóctono en los términos pinagua y palay, alusivos a estas mismas características. 14

Cuentas de la Real Hacienda de Manila. AGI, Contaduría, 1200, fols. 127, 137 v., 138 r., 169 v. – 173 v.

15

Cuentas de la Real Hacienda de Manila. AGI, Contaduría, 1200, fols. 752 v., 759 v. – 761 r.

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Carta de Juan Bautista Román, factor de las islas Filipinas, al rey Felipe II, por la que informa de la situación

actual de la colonia y los ingresos de la Real hacienda. Manila, 22 de junio de 1582. AGI, Filipinas, 27, N.14. 17

AGI, Contaduría, 1200, fols. 384 r., 1007 v., 1008 r. y 1033 r.

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Carta del obispo de CebĂş, por la que describe la costumbre filipina de usar manteca de cerdo en vez de aceite. 25 de febrero de 1767, Manila. Papel manuscrito. 1 hoja de 32,2 x 20,5 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 616, N.22.

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El aceite era y es un elemento esencial en la gastronomía hispana y así lo atestiguan, por ejemplo, las cuentas de la expedición de Magallanes, que tras enumerar todo el matalotaje recordaban que pan, aceite y vino era lo prinçipal que ha menester. El problema era que ni en las Filipinas ni en el sudeste asiático se producía aceite de oliva, que era el que consumían los españoles. Existían otros aceites, como el de palma o coco, el de soja o el de sésamo —el ajonjolí hispano—, aunque no debieron ser del agrado de los europeos. Sabemos que los españoles adquirían de los nativos aceite de coco o de ajonjolí, aunque no lo usaban para cocinar, sino para la fabricación de brea y el calafateado de los navíos, fin al que también destinaban el aceite de pescado18. Por el contrario, los colonos estaban más que acostumbrados a la manteca de cerdo, común entre los nativos. Los recetarios de los siglos XVI y XVII evidencian su uso en sofritos, guisos y asados o como método de conservación, costumbre que justificaría la abundancia de tocinos y manteca en los bastimentos de los galeones. El problema estaba en que las normas eclesiásticas restringían el consumo de huevos, grasas animales y lácteos en fechas de abstinencia de carne, lo que agudizaba la dependencia del aceite de Castilla. Ello dificultaba la aculturación de las comunidades nativas filipinas, sobre todo en aquellas poco habituadas a los aceites vegetales y con recursos limitados. Así lo atestigua el documento expuesto, por el que Miguel de Ezpeleta, obispo de Cebú, se mostraba indulgente con los cristianos de su jurisdicción por los alimentos poco substanciosos de que se mantienen. Por eso el prelado medió a favor de sus feligreses y se justificó ante el rey, aduciendo probablemente la bula de 21 de enero de 1762, por la que el papa Clemente XIII aliviaba la abstinencia de huevos, manteca y lácteos por motivos justificados. La carencia de trigo era otra de las preocupaciones de las autoridades hispanas. No sólo por afectar a los usos y costumbres alimenticios, sino por incidir en el normal desarrollo de las prácticas cristianas, ya que la harina de flor de trigo, esto es, harina muy fina, era necesaria para el servicio religioso. Los almacenes reales de Manila se surtían de la recibida en los galeones y la administraban con el celo que era de esperar. Ya en 1573 se repartió una pipa de harina de la Nueva España que vino en el navío San Phelipe entre los religiosos afincados en Manila, cuyo destino era hazer ostias para dezir misa, aunque no faltó un uso más convencional, pues el mismo galeón recibió por matalotaje arroz limpio, puercos, gallinas y sal, obtenidos de las poblaciones nativas de Ibalón19. Desde un principio se suplió con la importación desde China, Camboya o Siam, aunque ello encarecía su precio, en ocasiones de forma tan desorbitada que lo convertían en un alimento inasequible. Así lo reconocía Luís de Pineda, sargento y alcalde mayor de la provincia de Bay, que detalló todas estas circunstancias en 1678. 18

Cuentas de la Real Hacienda de Manila. AGI, Contaduría, 1200, fols. 126 y 168.

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AGI, Contaduría, 1199B, fols. 89 r. y 173 v..

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Traslado de la informaci贸n que dio el sargento mayor Luis de Pineda Matienzo Cordero de Nevares, alcalde ordinario de Manila, de c贸mo fue el primero que sembr贸 y cosech贸 el trigo en Filipinas cuando era alcalde mayor de la provincia de Bay. 12 de junio de 1678. Papel manuscrito. Cuaderno de 26 hojas de 31 x 22 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 193, N.20

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No solo preocupaba la celebración de la misa, sino el abastecimiento de las naos que debían partir hacia Acapulco, pues con la harina de trigo se confeccionaban los bizcochos. De hecho, este oficial narra como a veces debieron surtirse de unos zoquetes que en estas yslas llaman potos, de harina de arroz. Esta referencia, negativa desde la perspectiva hispana, enriquece la información de que disponemos sobre la alimentación filipina y, de hecho, nos acerca al desarrollo de una gastronomía mixta. El documento expuesto no sólo atestigua estas circunstancias, sino el cultivo de trigo en torno a la laguna de Bay, éxito logrado por Luis de Pineda. Esta iniciativa respondía a la insistencia de las autoridades españolas por lograr cultivar un cereal tan esencial. Nunca desbancó a la producción y el consumo de arroz, esencial para la gastronomía hispano-filipina, ni eliminó la importación de trigo, como nos quiere hacer creer Pineda, aunque redujo la dependencia de la producción continental. Eso sí, cambió la fisonomía del paisaje de la región de Batangas, pues algo más de un siglo después seguía ofreciendo sus campos sembrados de trigo a Joaquín Martínez de Zúñiga, única excepción que observó en su viaje por el archipiélago filipino20. La ciudad de Manila extendía su influencia hacia las áreas circundantes, aunque la mayor parte de la comunidad hispana se concentraba en la capital. Fuera quedaban las aldeas, en las que algunos colonos, eclesiásticos y militares convivían con los nativos. Este patrón poblacional se repetía en enclaves como Cavite, que adquirió pronto gran protagonismo en el comercio y la navegación transoceánica. El plano expuesto ilustra la citada ordenación espacial, acrecentada por el realismo de sus dibujos. Lo realizó Juan Somodevilla, arquitecto al servicio de la corona en América y Filipinas, quien lo remitió a la corte con carta de 12 de febrero de 1663. Al fuerte, las murallas y el caserío de Cavite, que destacan por su estilo español, se contraponen las poblaciones rurales de su entorno, como San Roque, Cavite Viejo o la Estanjuela, en las que predominan las casas tradicionales filipinas y algunos cultivos en su derredor. El peligro omnipresente de los ataques enemigos obsesionaba a los españoles y aconsejaba una mejora de las defensas de Cavite, proyecto que dio origen a este plano21. El aumento de población, el pujante comercio con el sudeste asiático y la necesidad de mejorar el autoabastecimiento de la colonia inclinaron la balanza a favor de una agricultura orientada al consumo regional y la exportación. En este sentido, el interés de las autoridades españolas por incrementar los ingresos provenientes de la comercialización de algunos productos les llevó a fomentar ciertos cultivos. Este 20 Joaquín Martínez de Zúñiga, Estadismo de las Islas Filipinas, o mis viajes por este país… 1804. Ed. W. E. Retana, Madrid: Imp. de la viuda de M. Minuesa de los Ríos, 1893. Son varias las noticias que aporta sobre la producción de trigo, aunque destaca principalmente la desarrollada en la provincia de Batangas y zonas limítrofes. Véanse lib. I, cap. III, pp. 59, 68-69. Biblioteca Digital Hispánica.

Este mapa, junto a otros posteriores que reproducen el mismo diseño e ilustraciones, forman parte de un expediente sobre propuestas de mejoras en las defensas de Cavite. AGI, Filipinas, 9, R.2, N.34.

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Plano de la ensenada y plaza de Cavite con sus fortificaciones y las cercanías de la misma, donde se localizan los pueblos de San Roque, Cavite el Viejo y la Estanjuela y las bocas de los ríos Binacayán, Bacoor y Cavite el Viejo. Por Juan Somodevilla. 1662. Papel manuscrito; dibujo a tinta, aguada en colores. 1 hoja de 59,3 x 168 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, MP-FILIPINAS, 8

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Bando del capitรกn general de las Islas Filipinas para el fomento de los cultivos de cacao, cocos, bonga y pimienta. 12 de septiembre de 1755, Manila. Papel impreso. 1 hoja de 41,7 x 30,7 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 160, N.2 104


es el caso de los cocoteros. Los cronistas y botánicos europeos hicieron constar su uso alimenticio por parte de los nativos, tal y como ejemplifican los textos citados de Loarca, Alzina, Morga o Acosta. Todos ellos destacan el consumo de los cocos, aprovechados por su líquido y su pulpa, la elaboración de licor a partir de su savia o el uso textil de su fibra, útil para elaborar cordeles e hilos. No obstante, los españoles afincados en filipinas se fijaron más en el licor de palma y la copra, el aceite obtenido de su pulpa, convenientemente secada, hervida y exprimida. Según se ha citado, lo utilizaban para la fabricación de brea y el calafateado de los barcos, aunque en un principio se limitaron a comprarlo a los nativos. La regularización de los viajes oceánicos reclamó mayor cantidad de aceite, lo que incrementaría el interés de la colonia por su cultivo. Respecto al licor de palma, que las fuentes definen como el aguardiente de la tierra o tuba, era una bebida alcohólica muy popular entre los nativos filipinos y, en general, en todas las regiones donde crecían. Su comercialización creció al ritmo de la demanda y, de hecho, los galeones de Manila se abastecían de vino y vinagre de tuba con regularidad. A lo largo de los siglos XVII y XVIII se expandió el cultivo de cocoteros con tales fines, no sólo en Filipinas, sino en Nueva España, donde algunos españoles y chinos afincados en la región de Colima se ocuparon de producir vino y vinagre. Por todo ello es comprensible que Pedro Manuel de Arandia, gobernador y capitán general de las islas Filipinas en 1755, promulgase el presente bando, por el que forzaba a todos los campesinos a plantar anualmente diez cocoteros, árboles de bonga o cacao, o diez pies de pimienta. La finalidad no era incautarse de su producción, sino incrementarla, sin por ello renunciar a los beneficios derivados de los impuestos que gravaban su comercialización. Poco decir de la bonga o areca, palma cultivada no por sus beneficios alimenticios, sino por su rendimiento económico. Su fruto, con propiedades estimulantes, se combinaba con la hoja de betel para fabricar el buyo, que masticaban los nativos filipinos y, en general, se consumía en todo el sudeste asiático. No sorprende que las autoridades españolas buscaran el beneficio mediante un aumento de su producción y el cobro de rentas especiales a la comercialización del buyo, como ocurría con el tabaco. Más nos interesan los otros dos cultivos pues, si la pimienta no logró cumplir con las expectativas, el cacao tuvo mayor éxito. El consumo de chocolate, limitado inicialmente a la élite dirigente, se expandió en el siglo XVIII a otros países y sectores sociales, convirtiéndose en objeto de análisis por las expediciones científicas organizadas durante esta centuria. Así lo evidencia el ejemplo expuesto, perteneciente a la colección de dibujos realizados bajo la supervisión de José Celestino Mutis, médico español que emprendió el estudio de la flora, fauna y demás recursos naturales del Nuevo Reino de Granada.

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Dibujo del árbol del mango y su fruto. Expedición de Juan de Cuellar. [ca. 1789]. Papel manuscrito; dibujo a tinta, aguada en colores. Real Jardín Botánico, Madrid, Fondo Juan de Cuéllar, Div. X Lam. 3 [Nº 3]

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El cacao atrajo la atención de los europeos desde que lo descubrieron. Linneo le otorgó el nombre científico de theobroma, o alimento de los dioses, asumiendo las antiguas tradiciones aztecas, aunque en el siglo XVIII interesaron más sus posibles cualidades medicinales y su explotación comercial. Los trabajos de Celestino Mutis se iniciaron al poco de arribar al territorio de la actual Colombia, aunque no contaron con la aprobación regia hasta 1783. Fue entonces cuando recibió las autorizaciones y la financiación pertinentes, gozando del reconocimiento de la comunidad científica del momento, nacional e internacional. Siempre hizo hincapié en rentabilizar los recursos botánicos y minerales del Nuevo Reino de Granada, tanto desde un punto de vista medicinal como comercial, aunque imbuido del pensamiento ilustrado, no pretendía en exclusiva los beneficios económicos, sino el desarrollo científico e intelectual de la sociedad. Convencido de las ideas reformistas de la época, se sintió identificado con los movimientos liberales que estaban alzándose en la colonia, hasta el punto de preferir que el resultado de sus estudios permaneciese en las nuevas instituciones científicas que había contribuido a fundar. A su muerte, en 1808, apenas había remitido resultados de sus investigaciones, aunque las circunstancias posteriores desobedecieron su voluntad. La temprana independencia del Nuevo Reino de Granada fue rechazada por España, que envió un ejército de ocupación en 1817. El general Pablo Morillo llegó a ocupar Santa Fe de Bogotá y, al toparse con la colección formada por Celestino Mutis, requisó gran parte del material y lo envió al Real Jardín Botánico, donde se conserva. El despertar científico arribó a las islas Filipinas en 1786, de la mano de Juan de Cuéllar. Llegó al archipiélago al servicio del Real Jardín Botánico para recopilar plantas y cuerpos preciosos con destino al Gabinete de Historia Natural, aunque su cometido respondía al interés de la Real Compañía de Filipinas por conocer y aprovechar los recursos de la colonia. Se dedicó en un principio a visitar la región circundante de Manila y analizar los resultados de los cultivos de añil, pimienta negra, algodón, moreras y cacao, hasta que en 1789 pudo ampliar su radio de acción a la provincia de Batán. Como resultado, organizó varios envíos de minerales, maderas, semillas, dibujos y hasta algunas plantas vivas, útiles desde un punto de vista científico, pero poco rentables desde la perspectiva comercial. Por tal motivo, reorientaron su trabajo hacia el fomento de los cultivos de canela y nuez moscada, inicialmente arraigados en algunas fincas. Sus esfuerzos fueron en vano, pues no se obtuvieron los resultados esperados, en parte por lo limitado de las explotaciones, en parte por la escasa calidad del producto. Además, el declive de la Real Compañía de Filipinas forzó la destitución de los empleados de que disponía en Manila en 1795, incluido Juan de Cuéllar. Tras fracasar en su intento de crear un Jardín Botánico en Malate y perder su empleo, pudo mantenerse en las islas Filipinas gracias a la realización de varios trabajos, hasta su fallecimiento en 1801. Volviendo al cacao, el más famoso era el cacao de Maracaibo, originario del norte de la actual Colombia y Venezuela, el mismo que cargó el galeón Nuestra Señora de Begoña en 1714, aunque su producción se extendía por otras muchas regiones.

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Dibujo del árbol del cacao y sus frutos, o Theobroma Sterculiaceae. Papel manuscrito; dibujo a tinta, aguada en colores. Real Jardín Botánico, Madrid, Fondo Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, DIV. III, A-2177

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Por eso el registro de este navío distinguía entre aquél y el cacao de costa, propio de Nueva España y de precio más asequible. Se comercializaba en bruto o ya elaborado. El proceso requería el tueste de las almendras o semillas, para luego triturarlas hasta obtener un polvo que se espesaba con algo de harina, se endulzaba con azúcar y se especiaba con canela, clavo y vainilla. La mezcla así obtenida se introducía en moldes y se dejaba enfriar. Así lo ejemplifica el caso del almirante Gabriel Curucelagui, que guardaba en la despensa de su casa de Manila varias tinajas o tibores chinos, algunos con su tapa y cierre, en los que conservaba granos de cacao de la costa, vainilla y chocolate en ladrillos y cajetas22. Las pastillas o cajetas de chocolate facilitaron su distribución y consumo, pues tan sólo necesitaban ser ralladas e introducidas en agua hirviendo, necesitando un primer batido, cierto reposo y un último batido, proceso que se realizaba en chocolateras de metal que venían provista de un palo o molinillo. La leche fue un añadido posterior que llegó a sustituir al agua, costumbre francesa que se extendió en el siglo XIX. Pero mucho antes, a mediados del siglo XVII, la élite social de la colonia convirtió esta bebida en un símbolo de su estatus social y, en consecuencia, la moda de beber chocolate llegó a las casas pudientes de Manila. La mesa se vestía con finos manteles, servilletas o pañitos de chocolate, como los que poseía el arzobispo de Manila23. El dulce manjar se degustaba en jícaras o pocillos de loza, con una base más gruesa para soportar el calor, como los 120 pozuelos de chocolate de loza de Japón, con sus tapaderas y platillos, de que disponía el obispo de Nueva Cáceres. Los hubo incluso de corteza de coco, a veces engalanados con plata en sus bordes, pie y hasta con un asa, aunque pronto proliferaron vajillas más sofisticadas, confeccionadas de plata o porcelana. La culminación del savoir faire fueron las mancerinas, platillos de porcelana con un resalte en el centro a modo de soporte, a veces con piezas de plata, que recibía el recipiente que contenía el chocolate. El marqués de Mancera, que fue virrey del Perú, inventó este artilugio y le dio nombre, y a principios del siglo XVIII el obispo de Nueva Cáceres ya contaba con una docena24. El chocolate se degustaba en el desayuno o la merienda, por lo común acompañado de dulces, colación que solía convertirse en un evento social. A tal fin debían responder la confitera de plata con su tapadera y seis flamenquillas, pequeños recipientes destinados a servir los dulces más selectos de que disponía Gabriel Curucelagui. La comercialización del cacao pesó en la constitución de la Compañía Guipuzcoana de Caracas, que operó en régimen de monopolio y conectó las regiones productoras Inventario de bienes del almirante Gabriel Curucelagui, “almirante de galeones”. Manila, 22 de mayo y 12 de junio de 1696. AGI, Filipinas, 26, R.5, N.19.

22

23

Inventario de bienes del arzobispo Felipe Pardo. Manila, 6 de enero de 1690. AGI, Filipinas, 26, R.1, N.1.

24 Inventario de bienes del doctor Felipe de Molina, obispo de Nueva Cáceres. Manila, 20 de julio de 1740. AGI, Filipinas, 180, N.23.

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Azulejos valencianos. [ca. 1780]. Camarera portando chocolate en mancerinas. Cerรกmica pintada y esmaltada. Azulejos de 20 x 20 cm. Cocina valenciana, Museo Nacional de Artes Decorativas, Madrid, CE05135.

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con el mercado español y filipino durante la segunda mitad del siglo XVIII. Sin embargo, la liberalización del comercio propició su declive y posterior absorción por la Real Compañía de Filipinas, nacida en 1785 para impulsar los intercambios entre la metrópoli y su colonia asiática. Entre tanto, los comerciantes chinos no sólo apreciaron su sabor, sino que valoraron su rentabilidad. Las autoridades también asumieron el reto y optaron por fomentar el cultivo del cacao, que habían introducido algunos eclesiásticos entre 1660 y 1670. Los primeros plantones o semillas de la variedad criollo llegaron a mediados del siglo XVII y no tardaron en aclimatarse. Luego vendrían el árbol forastero y, algo después, el trinitario, híbrido de los anteriores. El cacao encontró rápido acomodo en las islas meridionales, cuyo clima era más propicio, inicio de una producción y una industria que han continuado hasta hoy. En los siglos XVIII y XIX las Filipinas exportaban cacao y chocolate al sudeste asiático, pero sus gentes también disfrutaban de esta bebida. Si las clases pudientes dispusieron de chocolateras y vajillas, el común de sus habitantes se conformaba con pagar al chocolatero, vendedor ambulante que ofrecía la bebida ya elaborada a un módico precio. Todo por degustar un elixir que, a bordo del galeón proveniente de Acapulco, se ganó el paladar de los filipinos. Es de notar que, en una muestra de adaptación a las costumbres locales, el chocolate se combinó con arroz, supliendo la harina de trigo que solía utilizarse para dar mayor consistencia a la bebida diluida en agua. Nació así el champorado filipino, evolucionado a partir de su homónimo traído de Nueva España. Otra de las plantas que experimentaron una expansión considerable fueron los plátanos. Originarios del sudeste asiático, en fecha temprana se expandieron hacia la India y recorrieron la costa africana, alcanzando las islas Canarias a mediados del siglo XV. Cristóbal de Acosta, que estuvo en las colonias portuguesas, conocía la planta que denominó higuera de las Indias, la misma que los marinos lusos habían introducido en las islas Canarias. Estos fueron los higos que Antonio Pigafetta contempló en las islas Filipinas en 1521, primera noticia documentada de su existencia en el archipiélago. Algunos autores afirman que portugueses y españoles llevaron el cultivo del plátano al continente americano, aunque ya José de Acosta reconocía que algún tiempo dudé si el plátano que los antiguos celebraron, y éste de Indias era de una especie; mas visto lo que es éste, y lo que del otro escriben, no hay duda sino que son diversísimos25. Quizás existieron algunas variedades silvestres llegadas en tiempos prehispánicos, aunque lo cierto y verdad es que el plátano del Viejo Mundo experimentó una rápida difusión por el continente americano. Debió llegar a las islas Filipinas en tiempos pretéritos, que dieron lugar a las variedades autóctonas documentadas por Loarca. Nos cuenta Alzina que en las islas Visayas 25

J. de Acosta, Historia natural…, lib. IV, cap.XXI.

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Musa, plátano guineo de las islas de Otahiti. Papel manuscrito; dibujo a tinta, aguada en colores. Real Jardín Botánico, Madrid, Fondo Real Expedición Botánica al Virreinato del Perú, DIV. IV, D-1555-1.

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los había de diversos tamaños, colores, texturas y sabores, aunque los españoles se decantaban por un tipo concreto, que denominaban bulig. Explica asimismo su consumo, pues si los nativos los recogían verdes y los cocían, los españoles los comían asados, acompañados de vino y espolvoreados de canela y azúcar26. La lámina expuesta reproduce una de las variedades evolucionadas a partir de las más comunes filipinas y el sudeste asiático, que alcanzó la isla de Tahití en tiempos remotos. La expedición botánica que visitó el virreinato del Perú en la segunda mitad del siglo XVIII había sido organizada por la corona francesa, por lo que debió conseguir los permisos necesarios de las autoridades españolas. En 1777 Joseph Dombey, médico y botánico francés, partió hacia El Callao acompañado de Hipólito Ruiz y José Pavón, botánicos designados por el Real Jardín Botánico español. A su llegada comenzaron los trabajos por los llanos y las montañas peruanos y durante los años siguientes peinaron distintas regiones y ecosistemas, alcanzando el territorio chileno. Dombey regresó a España en 1784, aunque los botánicos y dibujantes establecidos en el virreinato prolongaron sus trabajos hasta 1801. La lámina que se exhibe forma parte del acervo reunido por esta expedición, aunque el origen de este dibujo es incierto. No consta que los citados botánicos zarpasen a la exploración del océano Pacífico, aunque se da la circunstancia de que entre 1773 y 1775 se efectuaron varios intentos españoles por ocupar y tomar posesión de Tahiti. Dado el espíritu científico que reinaba en las actividades lideradas por Dombey y su dedicación a todo lo que implicase el territorio sometido al virreinato del Perú, incluidas sus aguas, es probable que llegara a sus manos unas muestras de aquella procedencia, decidiendo su incorporación a la colección.

Una encrucijada en el sudeste asiático Cuando los españoles se afincaron en Manila se encontraron con algunas comunidades foráneas, fundamentalmente chinos y malayos, aunque su número era anecdótico a mediados del siglo XVI. Más al Sur, la influencia cultural de los pueblos indonesios se hacía más evidente, pues las rutas marítimas comunicaban las islas Molucas con las grandes islas más occidentales de Borneo, Java o Sumatra, involucradas en el mercado internacional de las especias. Al norte, los chinos destacaban por su implicación en los intercambios comerciales con el continente, en un principio de escaso radio de acción y proyección limitada a las élites de la región. Así lo atestiguan las primeras crónicas, que dejaron constancia de las sedas y porcelanas, los cargamentos de trigo, las especias o las naranjas que traían en sus juncos y champanes. Surcaban el mar entre marzo y mayo y regresaban con el siguiente monzón, aprovechando los vientos y las corrientes propicias. 26

F. Alcina, Historia de las islas e indios Bisayas, primera parte, lib. I, cap. IX, ed.cit., pp. 59 - 65.

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Plano del ArchipiĂŠlago y costas orientales comprehendidas entre la Ysla Sumatra y las Filipinas, hecho por orden de Ciriaco GonzĂĄlez de Carvajal, superintendente de Filipinas. 1787. Papel manuscrito; dibujo a tinta. Hoja de 50,05 x 36,7 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, MP-FILIPINAS, 127.

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Denominados sangleyes como derivación hispana de un término alusivo a su principal actividad económica, los negocios —del chino seng-lí—, al principio apenas eran unos pocos, aunque su número se incrementó al ritmo que crecían los negocios, sobre todo cuando los vientos y las corriente propicios traían los barcos del continente. Manila encontró en ellos el enlace con las ricas ciudades chinas y pronto superaron en número a los vecinos españoles o filipinos. Juan Bautista Román, por ejemplo, constató en 1582 la riqueza y posibilidades de negocio de la ciudad de Cantón, un puerto de mar de más contratación y grandeza que Amberes y Veneçia27. El atractivo imperio chino movió encuentros diplomáticos e, incluso, despertó la avaricia de algunos aventureros, que llegaron a plantear una invasión militar. Entre tanto, los misioneros se lanzaron a predicar en el continente, aprendiendo su lengua y admirando su cultura, al tiempo que los negocios se orientaban al comercio transoceánico. De China no sólo se importaban mercancías lujosas, pues de su campos y granjas proveían a Filipinas de los alimentos que allí escaseaban. Fray Domingo de Salazar informó al rey en 1588 que desde China llegaban anualmente de veinte navíos de mercaderías para arriba, que cada navío trae cuanto menos cien hombres, que tratan desde noviembre hasta mayo, que en estos siete meses vienen, están y se parten para su tierra. Traen doscientos mil pesos de mercaderías para arriba, sin más de diez mil en bastimentos: En harina, azúcar, bizcochos, manteca, naranjas, nueces, castañas, piñones, higos, çiruelas, granadas, peras y otras frutas; tocinos, jamones, y esto en tan abundancia, que todo el año ay sustento de ello para la ciudad y para fuera, de que se proveen las armadas y flotas, e traen muchos cavallos y vacas, de que se va abasteciendo la tierra28. Este fue, a todas luces, el origen de muchos cítricos y, de hecho, la inexistencia de menciones al calamondín o calamansí en obras tan significativas como las de Morga o Alzina sugiere su introducción tardía desde el continente asiático. De hecho, Alzina recopiló referencias de multitud de variedades de cítricos, desde los frutos más dulces hasta los agridulces y los amargos, incluidas variedades importadas: las ocban, unas naranjas pequeñas y de mucho zumo que ya crecían en las islas Filipinas otras de gran tamaño que los nativos denominaban aslum sa sanglei, o sea naranja de chino, y unas naranjas llegadas de Japón. Blanco, en su Flora de Filipinas de 1837, ya menciona la existencia del calamondín o aldonis, identificándolo con el citrus mitis de la clasificación de Linneo y especificando que se trataba de una especie nueva, aunque no está claro que se corresponda con el actual calamansí29. La comunidad sangley, tan activa en la ciudad de Manila, no sólo importó ingredientes del continente, sino muchos de sus usos y costumbres culinarios. Así nacieron las panciterías y, junto a ellas, el desarrollo de una gastronomía rica en influencias chinas. 27

AGI, Filipinas, 39, N. 38, fol. 1v. Manila, 12 de junio de 1582.

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Carta de fray Domingo de Salazar. Manila, 27 de junio de 1588. AGI, Filipinas, 74, N. 34.

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Carta escrita en Manila, el 24 de junio de 1590. AGI, Filipinas, 74, N. 38.

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Registro de la carga del champรกn Quim Gingtay, capitaneado por Lim Chiap Qua, chino sangley, que partiรณ de Borneo con destino a China. 1769. Papel manuscrito. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 942, N.4.

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Asentados en el Parián de Manila desde 1581, un barrio extramuros próximo al río Pasig, la población sangley crecería al ritmo que se expandía la actividad mercantil de la capital. Fray Domingo de Salazar, en su carta de junio de 1590, nos narra que en un principio estaban estos sangleyes derramados entre los españoles, sin tener lugar cierto donde viviesen, hasta que don Gonzalo Ronquillo les señaló un lugar donde viviesen, a manera de alcaicería, que acá llamamos Parián30. Pronto se quedó pequeño y proliferaron los asentamientos chinos al otro lado del río Pasig, unos dedicados al comercio, otros a la producción artesanal, otros al trabajo del hierro, la fabricación de pan, el cultivo de la tierra,… Con frecuencia surgían recelos hacia esta comunidad foránea, sobre todo cuando otras amenazas de aquella procedencia se cernían sobre la ciudad, como ocurrió con el ataque del pirata Limahon. Además, la rivalidad comercial con los españoles o los abusos cometidos por los vecinos o colonos provocaron algunas tensiones. Recordemos las quejas de los mercaderes chinos en 1598, cuando entregaron una carta de su puño y letra al obispo de Nueva Segovia, fray Miguel de Benavides, en la que denunciaban las malas prácticas de algunos oficiales reales31. En ocasiones se llegó a mayores. Es conocida la sublevación de los sangleyes en 1603, que ocasionó una dura represión por las autoridades españolas y la matanza de gran parte de la comunidad china de entonces, o las falsas acusaciones contra los panaderos chinos de que estaban envenenando el pan, que derivaron en revueltas y en la expulsión de los sangleyes en 1686. No tardaron en regresar, pues la constante inmigración china y la importancia del comercio con el continente, base de las exportaciones manileñas de seda o porcelana hacia América y Europa, los hacían necesarios. Cristianizados e imbuidos de algunos gustos hispanos, los sangleyes constituyeron una comunidad influyente en la sociedad manileña. Siempre hubo familias con parientes y socios en las principales capitales comerciales del continente, aunque la sucesión generacional y el enlace con españoles o naturales filipinos propiciaron el auge de la población mestiza, que creció en número y riqueza. De hecho, si el negocio del galeón de Manila estaba reservado a los vecinos españoles, en muchos casos su participación se veía reducida a la de meros intermediarios entre los empresarios sangleyes y mestizos. Es más, la prohibición de comerciar con otras naciones europeas —salvo la portuguesa— hasta avanzado el siglo XVII, unido a nuevos períodos en los que el puerto manileño estuvo cerrado a las potencias rivales, propició la mediación de mercaderes chinos, borneos, malayos y aun indios o armenios, en muchas ocasiones enmascarando los intereses de inversores europeos.

Carta original de mayo de 1598, traducida por fray Diego de Aduarte y enviada al rey por el obispo de Nueva Segovia con carta de 5 de julio de 1598. AGI, Escritura y Cifra, 28 y Filipinas, 76, N.41.

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A. de Morga, Sucesos de las islas Filipinas, ed. cit., p. 180.

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Lista del rancho del bergantín Purísima Concepción, propiedad de Vicente Verzosa, que partió del puerto de Manila para el reino de Joló. Binondo, 16 de marzo de 1812. Copia inserta en el testimonio de la cuenta de los Reales derechos de Subvención pertenecientes al año de 1812. Cuaderno n.3. Papel manuscrito. Hoja de 29 x 20 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, CONSULADOS, 1478.

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Lista del rancho de la goleta Golendrina, propiedad de Alonso Morgado, que partió del puerto de Manila para Polopinang. Manila, 14 de febrero de 1812. Copia inserta en el testimonio de la cuenta de los Reales derechos de Subvención pertenecientes al año de 1812. Cuaderno n.3. Papel manuscrito. Hoja de 29 x 20 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, CONSULADOS, 1478.

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Se explica así que los productos asiáticos tuvieran cabida en una capital tan cosmopolita y, en particular, que algunos comerciantes chinos abastecieran la ciudad de los alimentos demandados por los sangleyes. Este fue el caso del champán Quim Gingtay, capitaneado por Lim Chiap Qua. En 1769 arribó al puerto de Manila y declaró provenir de Borneo, aunque lo más probable es que esta no fuera sino una etapa de su periplo comercial por el Mar de China meridional, iniciado acaso en su patria de origen y, tras solventar una primera venta de productos, continuada en Filipinas. Su carga, en lo que alimentos se refiere, estaba orientada a los gustos chinos, pues llevaba aletas de tiburón, caracoles y balate —pepino de mar deshidratado—, productos muy apreciados por la gastronomía del sudeste asiático. Contrariamente a lo que pudiera parecer, las aletas de tiburón no resultaban muy extrañas a los españoles, estaban acostumbrados a desecar y consumir escualos. Cosa distinta era su preparación habitual, pues su sopa no forma parte de la tradición culinaria hispana. También llevaba canastos de nido prieto y nido blanco, fragmentos de nidos de salangana, un ave parecida al vencejo. Confeccionados con su saliva, son un manjar para la gastronomía china, que los utiliza en sus variedades negra y blanca para la confección de una sopa muy popular. El taclobo, cargado también en sus bodegas, es un molusco bivalvo que abunda en las aguas de Indonesia y aunque su beneficio principal eran sus enormes conchas, su carne también era apreciada. Completaban la carga cestos llenos de conchas de nácar, panes de cera de abeja y bongas viejas, los frutos o nueces utilizados para fabricar el buyo. Años después, la documentación de otros barcos que circulaban por las islas Filipinas atestigua la variedad de alimentos que iban en sus bodegas, evidencia de los gustos y costumbres de una sociedad cosmopolita. Tres son los documentos seleccionados, listas del rancho o comida de a bordo que se copiaron en los registros de la Real Aduana de Manila: Dos bergantines que partieron del puerto de Manila con destino a Joló y un bergantín que zarpó hacia el puerto de Polo Pinang, en la península de Malasia. Todo un compendio de la gastronomía filipina que, ya entonces, daba muestras de su sincretismo y carácter multicultural. Alimentos más genéricos como los ajos, cebollas, jamones, huevos de gallina, vinagre, manteca, arroz, azúcar o botellas de vino, compartían bodega y mesa con los mongos, representación regional de las legumbres omnipresentes en los bastimentos de los barcos. Las broas eran pequeños bollos de pan confeccionados con harina de arroz y venían a suplir a los tradicionales bizcochos de trigo. Las tinajas de cerdo y pato salados o la mostaza en salmuera podrían considerarse alimentos autóctonos, dada su presencia tradicional en las islas Filipinas, aunque no eran extraños a los gustos hispanos. Es más, las hojas de mostaza maceradas en salmuera recuerdan a otros vegetales europeos que se conservaban mediante la misma técnica, como las coles o repollos.

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Esta adaptación a los recursos de la región no iba en contra de la introducción de otras variedades foráneas, como los patanes, unas legumbres importadas de América que también son conocidas como judías de Lima. El pescado seco, otro alimento común en los viajes marítimos, estaba representado por el lao-lao y los tollos. Si el primer término es eminentemente tagalo y aludía a lo que otras fuentes españolas definen como pescadillos secos, el segundo era, como hemos citado, de origen castellano, aunque encontró fácil asimilación al tuyo, vocablo regional que también aludía a pescados secos, aunque de especies distintas. Otros alimentos también evocan a las islas Filipinas, como el aguardiente de caña, el aceite de coco, los huevos de pata o los gibes. Aunque pudiera aludir a una fruta común en el sudeste asiático, conocida como hibe o jobo indio, lo más probable es que el documento haga alusión a camarones o gambas secas, denominadas hibe en las Filipinas. El encuentro cultural y alimenticio entre españoles y filipinos propició la elaboración de longanizas, chorizos, adobos, carne frita, tapa —cecina local de ternera o carabao—, escabeches y estofados. Todas estas preparaciones respondían a la necesidad de preservar los alimentos, aunque su introducción en el archipiélago filipino supuso la importación de técnicas y sabores de indudable herencia hispana. No obstante, no hay que desdeñar otras influencias. Así ocurriría con la achara o atchara, voz de probable origen persa aplicada a una forma de conservar frutas y verduras en vinagre y sal, que pudo llegar a las islas Filipinas en barcos de comerciantes musulmanes o indios. De hecho, ya Antonio de Morga, menciona la práctica de conservar verduras y legumbres, que aderezan charas en adobo de salmuera32. Eso sí, encontraron su equivalente hispano en las verduras encurtidas en vinagre. El aporte americano estaba representado por el chocolate y el cacahuete. Del primero ya se ha expuesto su expansión e interés comercial a partir del siglo XVIII y, respecto al segundo, pudo llegar al sudeste asiático en fecha temprana y, como el pimiento, traído por los portugueses, aunque fueron los españoles los que desarrollaron su cultivo en las islas Filipinas. También llevaban café, quizás para comerciar con él, aunque ni su cultivo ni su consumo habían alcanzado la fama de siglos posteriores. Como colofón, el dulce estaba representado por el caramelo y el calamay, este último elaborado con harina de arroz, leche de coco y azúcar o miel de palma. También se mencionan tinajas o tibores de dulces varios, algunos salados, sin que se haga mayor precisión.

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A. de Morga, Sucesos de las islas Filipinas, ed. cit., p. 180.

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124 Foto Norman Lleses


Una cocina humilde Antonio Sánchez de Mora

La gastronomía filipina anterior al período colonial era, como se ha visto, sencilla en técnicas y rica en ingredientes, si bien todavía no se habían recibido los aportes americanos y europeos e, incluso, estaba en proceso de expansión algunos productos asiáticos. La arqueología está ayudando a completar la ausencia de referencias escritas, que en muchos casos coinciden con las noticias aportadas por los cronistas españoles: La importancia del arroz y el pescado, el consumo de carnes diversas, asadas con métodos rudimentarios, cocinadas en vasijas de barro o en cañas de bambú. El secado del pescado, su asado o, con toda probabilidad, aliñado con cítricos o vinagre de palma, el consumo de frutas y semillas, con especial aprovechamiento del cotero; y el cultivo o la recolección de vegetales, tubérculos, rizomas y legumbres autóctonas completaban una dieta que, las más de las veces, cambiaba según las costumbres y los recursos existentes en cada isla y en cada comunidad. La variedad de fauna y flora locales permitió a los nativos filipinos disponer de gran cantidad de alimentos y, si bien es cierto que algunos habían llegado de otras regiones en tiempos pretéritos, en el siglo XVI ya formaban parte del ecosistema filipino. Su alimentación era sencilla y, tal y como aclara Alzina, se reducía a cocidos y asados, sin especias ni otros condumios de los nuestros. Quizás se precipitó en sus conclusiones, aunque lo cierto es que el arroz era la base de la alimentación, cuya variedad de formas y coloraciones llamó la atención de los españoles1. Recordemos las noticias aportadas por la expedición de Magallanes, pues Pigafetta observó en una ocasión que recubrían el interior de una olla de barro con una hoja grande, la llenaban de arroz y agua y lo dejaban cocer hasta que estuviese hecho y formase una pasta compacta. También constató el uso de cañas de bambú del grueso de una pierna como recipientes, y durante una estancia en Palawan comprobó que cocían arroz al fuego, dentro de cañas o en vasos de palo, por cuyo sistema se conserva más largo tiempo que el que se cuece en marmitas2. A veces aderezaban el arroz y lo coloreaban de amarillo con el azafrán de la tierra, la cúrcuma. Alzina también comprobó que en otras ocasiones lo mezclaban con carne de coco antes de cocinarlo, o bien lo cocían 1 F. Alcina, Historia de las islas e indios Bisayas, primera parte, lib. I, cap. VII; ed. cit., pp. 46-50. V. Yepes, Una etnografía de los indios de las islas Visayas del padre Alzina, Madrid: CSIC, 1996, pp. 212 y 267. 2

A. Pigafetta, Primer viaje en torno del globo, lib. II, ed. cit., pp. 120-122.

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Cocinar en bambĂş. Foto Norman Lleses.

Asar en hojas de plĂĄtano. Foto Norman Llese

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con leche de coco, que es como la leche de almendras. Asimismo, hay constancia de que lo combinaban con miel, azúcar, huevos u otros ingredientes, unos antiguos suyos y otros que van aprendiendo de los españoles. Según detalla Antonio de Morga, solían moler el arroz en pilones de madera y luego cocerlo, que se llama morisqueta, que es el pan ordinario de toda la tierra. Así lo contempló Alzina, quien citó la utilización de los citados pilones o nigos para obtener una harina muy fina, que amasaban para confeccionar tortitas muy dulces y sabrosas, o tinapai, unos bollos a los que añadían tuba, leche o agua de coco e, incluso, leche de vaca, todo antes de cocinarlo. Lo acompañaban de pescado cocido, carne de cerdo y, en ocasiones, de venado o búfalo, que llaman carabao. Apunta Morga que preferían dejar macerar la carne unos días y, estando començada a dañar y que olisquee, la consumían3. Respecto a las frutas y verduras, era y es el consumo de tubérculos nativos, frutas variadas y algunas semillas, bien frescas, secas o asadas. La paulatina llegada de extranjeros, de entre los que destacaban los malayos y los chinos, fue dejando su impronta mediante la introducción de especies o la difusión de técnicas culinarias foráneas. Es comprensible, por ejemplo, que las comunidades de influencia islámica apreciasen las especias que producían las islas meridionales y rechazasen el consumo de cerdo, mientras que en el norte los mercaderes chinos desembarcaban alimentos del continente. Los españoles supieron reconocer tal diversidad y su asombro ante lo novedoso se compensaba con la complacencia de haber encontrado alimentos que les resultaban familiares, como el arroz, las gallinas, los cerdos, los plátanos, las naranjas y los limones. Los años de experiencia de Chele González, al frente de Gallery Vask, le han permitido conocer desde una perspectiva etnográfica en la gastronomía que siguen practicando algunas comunidades nativas. Es sorprendente comprobar como tales técnicas y pautas de consumo se asemejan a la información que nos trasmiten fuentes españolas de los siglos XVI o XVII. Fruto de todo el trabajo realizado son las recetas que a continuación se presentan, que tienen la peculiaridad de utilizar las cañas de bambú a imitación de los nativos.

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A. de Morga, Sucesos de las islas Filipinas, ed. cit., p. 174.

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CERDO COCINADO EN BAMBÚ

ELABORACión 1. Cortar la carne en trozos, teniendo en cuenta el tamaño del bambú, y sazonar. 2. Introducir los ingredientes dentro del bambú por capas para asegurar la correcta cocción y distribución de sabores por todo el bambú. 3. Sellar el bambú con las hojas de plátano arrugándolas para crear una tapa herméticamente cerrada y asar sobre el fuego durante 40 minutos. Tener cuidado de no quemar el bambú, dándole la vuelta cada 2 o 3 minutos.

INGREDIENTES • 1 kilogramo de panza de cerdo • 30 hojas de alibangbang • 440 mililitros de agua • 2 cucharaditas de sal OTROS • Bambú • Hojas de plátano • Fuego (carbón vegetal)

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Notas Se pueden sustituir las agrias hojas de alibangbang por 6-8 piezas de fruta de tamarindo. Utilice siempre la parte de la carne que está pegada a las costillas ya que se pone tierna más fácilmente.


Foto Norman Lleses

COMENTARIO Los autores españoles de los siglos XVI y XVII dejaron constancia de la abundancia de cerdos domésticos y salvajes. Pigafetta, al narrarnos el viaje de Magallanes y Elcano, cuenta en varias ocasiones que los nativos les ofrecieron carne de cerdo, a veces cocido, pero sin mayor detalle, aunque sí cita que en algunas islas observó como cocinaban el arroz dentro de cañas de bambú. El padre Alzina aclara que existían de tantas

castas, unas mejores que otras, y de calidades mejores que en España, que son el mayor, mejor y más común sustento que hay en estas tierras… Aquí la carne de puerco es la más ordinaria que se vende y mata… La diferencia de estos puercos a la de España es mucha, y muchas las especies que de ellos hay… Los más comunes, según este autor, eran los de Ilocos,…, aunque también cita una variedad de las islas Visayas.

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SÁBALO A LA PARRILLA ENVUELTO EN HOJAS DE PLÁTANO

ELABORAcióN 1. Limpiar el sábalo pero sin quitar las escamas. 2. Con un cuchillo afilado, hacer una hendedura en la parte de atrás para crear una abertura hasta el estómago. 3. Lavar el pescado y secar con papel. Salar y rellenar con el jengibre. 4. Envolver el sábalo usando hojas de plátano y atar con tiras de las mismas hojas . 5. Asar sobre el carbón caliente durante 30 minutos, dándole la vuelta de vez en cuando para evitar que se queme la piel. INGREDIENTS • 350 gramos de sábalo entero y con escamas • 50 gramos de jengibre, pelado y cortado en juliana • Sal • Hoja de plátano

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Foto Norman Lleses

COMentario La abundancia de peces de agua dulce y salada fue otra constante en las descripciones españolas de los alimentos nativos de Filipinas. Recordemos las noticias de Antonio de Morga, que cita entre otros la existencia y el consumo de sardinas, corvinas, bacocos, lizas, caballas, lenguados, sábalos, atunes,… Hasta lao-lao. Nada dice del modo de preparación, aunque la expedición de Magallanes fue agasajada

en una ocasión con un plato de pescado asado, cortado en pedazos, jengibre acabado de coger, y vino. Tampoco fue preciso Alzina, pues aunque dedica muchas páginas a la variedad de peces existentes en las diversas islas y en alta mar, nada dice de su preparación. Si menciona que los nativos asaban algunas frutas al rescoldo o en medio de las brasas, dejando constancia de esa forma de cocinar.

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R U TAS ENTRE ES P A Ñ A Y F ILI P INAS . SI G LOS X VI AL X I X

Lisboa

Sevilla Cádiz

Shanghai Macao Goa

Manila

Molucas

Rutas del Galeón de Manila y la Carrera de Indias Ruta directa Manila - Lima - Buenos Aires - Cádiz Ruta portuguesa a través del océano Índico Rutas comerciales de ámbito regional Ruta directa Manila - Cádiz a través del océano Índico 132


Sevilla Cádiz Veracruz Acapulco Panamá

Cartagena Callao

Montevideo Buenos Aires

Autor del mapa Joaquín Avila

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Foto A. Sรกnchez de Mora 134


LA G LO B ALI Z A C I Ó N D E LOS SA B ORES

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La Revolución Alimenticia El Galeón de Manila y la difusión de los productos culinarios asiáticos en América1 José Luis Gasch Tomás Bethany Aram1

La revolución alimenticia catalizada por la demanda europea de especias asiáticas transformó gran parte del planeta durante la época moderna. Esos procesos históricos, con sus choques, rechazos y fusiones se iniciaron a través de los océanos Atlántico e Índico para extenderse inevitablemente hacia y por el Pacífico. En gran parte el impacto de los productos asiáticos alimenticios y suntuarios en América y Europa se intentó regir por parte de la Monarquía Hispánica mediante el Galeón de Manila. Durante dos siglos y medio, esta ruta comercial entre Acapulco y Manila facilitó los encuentros y desencuentros, incluidos los rechazos, reticencias y adaptaciones alimenticias, que situaron a las Américas en el crisol de los procesos culturales y ecológicos que transformaron al mundo desde siglo XVI hasta el XVIII. Los intercambios de la primera globalización se han abordado durante las últimas décadas desde la historia atlántica y global que hace hincapié en las circulaciones planetarias de personas y productos. Esa historiografía, con algunas de sus conclusiones más relevantes resumidas a continuación, ofrece un marco para interpretar las transferencias alimenticias cursadas por el Galeón de Manila, así como las que lo precedían o eludían. Productos asiáticos conocidos y codiciados entre las élites europeas durante siglos, como las sedas y las especias, llegaron a América a través del Galéon. Otros productos asiáticos fueron trasplantados al sur de Europa durante el Medievo, como los cítricos o el arroz en Al-Andalus o el azúcar en Sicilia y las Canarias, como presagio a las transculturaciones que se acelerarían –y la monarquía Hispánica intentaría fomentar– a partir de 1492. En este sentido, los contactos previos entre África, Asia y Europa abrieron caminos para la revolución alimenticia que surgió a raíz de sus encuentros con América. El proceso conllevó nada menos que la introducción y a menudo la extensión, aunque a veces paulatina, de biota anteriormente desconocida en cada continente. 1 Esta colaboración, iniciada en el proyecto de investigación P09-HUM 5330 financiado por la Junta de Andalucía, continua en el marco de los proyectos HAR2014-52260-P, “Comercio, conflicto y cultura en el Istmo de Panamá. Una arteria del Imperio y la crisis global”, y HAR2014-53797-P, “Globalización ibérica: redes entre Asia y Europa y los cambios en las pautas de consumo en Latinoamérica”, ambos financiados por el Ministerio de Innovación y Competitividad.

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Alfred Crosby, seguido por A.J.R. Russell Wood y otros, estuvo entre los primeros historiadores que llamó la atención sobre la intensificación de los intercambios de flora y fauna a escala planetaria iniciada a finales del Siglo XV. En El Intercambio Colombino. Consecuencias Biológicas y Culturales de 1492, Crosby subrayó la espectacular multiplicación en tierras americanas del ganado europeo, especialmente el bovino y porcino, con el consecuente aumento de la fuerza animal disponible, así como la carne y otros productos derivados de los mismos, como los cueros o el sebo. Aunque los animales europeos generalmente fueron bien aceptados por las comunidades indígenas americanas, el autor estudió como las mismas poblaciones nativas rechazaban el trigo y otros productos Europeos. Crosby igualmente percibió el colapso demográfico de las poblaciones indígenas que frecuentemente acompañaba a la erupción del ganado en sus tierras, tema que le permitió subrayar la importancia de las enfermedades introducidas en las Américas en otro tomo, El Imperialismo Biológico. Desde entonces, se ha reconocido el papel de los animales afro-eurasiáticos en la propagación de los gérmenes (crowd disease pathogens) que produjeron enfermedades tan devastadoras como el tifus, las paperas o la varicela entre poblaciones que no habían desarrollado inmunidades a las mismas. De esa manera, las influyentes obras de Crosby articularon las líneas de un debate fructífero y aún vigente sobre la naturaleza del impacto destructivo a la vez que productivo de los intercambios más importantes de la primera globalización. Dentro del marco popularizado por Crosby, Felipe Fernández Armesto enfatizó la prevalencia de la resistencia cultural a los cambios alimenticios. Según Fernández Armesto, no cabe duda de que el gran intercambio oceánico de biota de los últimos quinientos años constituyó la mayor intervención humana en la historia medioambiental desde los comienzos de la domesticación de las especies. Es más, considera que con el tiempo, y de forma casi universal, la multiplicación de

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alimentos iba a provocar el gran repunte demográfico de la historia moderna2. A raíz de esas consideraciones, hizo hincapié en el impacto diferido de ciertos alimentos que no fueron aceptados hasta siglos después de su llegada o introducción en ciertas regiones. Por ejemplo, el cacahuete originario de Brasil, considerado una exquisitez en China, no se popularizó, sin embargo, en el Sudeste Asiático hasta el siglo XVIII. De forma parecida, productos americanos como la patata o el maíz tardaron varios siglos en logar una amplia aceptación en Europa. El panorama global esbozado por Crosby y Fernández Armesto ha sido enriquecido con una perspectiva regional en el tomo Cultura Alimenticia y Globalización del historiador Panameño Alfredo Castillero Calvo. Desde el istmo de Panamá de los siglos XVI-XVII, Castillero detalla la expansión de la industria ganadera, con crisis periódicas, que produjo un aumento espectacular en el volumen de proteína animal disponible, y facilitó el crecimiento (o recuperación) de la población indígena tras la conquista en otras regiones. Según Castillero, si la Conquista casi acaba con el indio, la revolución ecológica y alimentaria que la Colonia llevó al campo americano fue su salvación. En cambio, en otros territorios, la especialización agrícola (grandes extensiones para el cultivo de la caña de azúcar, el maíz, o la ganadería) limitó las posibilidades de subsistencia del indígena y de los habitantes de las zonas rurales3. En el caso de Panamá, Castillero argumenta que una dependencia de la población urbana en el abastecimiento externo fue exacerbada por el apego de las élites a alimentos cultivados en otros climas, circunstancias que exponían a la población urbana a frecuentes carestías.

Felipe Fernández-Armesto, Near a Thousand Tables: A History of Food (New York: Free Press, 2004), pp. 252253.

2

3 Alfredo Castillero Calvo, Cultura Alimentaria y Globalización. Panamá, Siglos XVI a XXI, Panamá: Editora Novo Art, 2010, p. 19.

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El conservadurismo inherente en las tradiciones alimenticias caracterizó tanto a las poblaciones foráneas como autóctonas. La historiadora Rebecca Earle ha explicado que los conquistadores se aferraban a la alimentación europea como una primera línea de defensa en entornos nuevos y muchas veces hostiles. Claramente entendían que los cambios alimenticios perjudicaban a su salud. Es más, atribuían asimismo las enfermedades sufridas por indígenas y africanos a alteraciones en su alimentación tradicional. Los distintos grupos se definían, identificaban y mantenían mediante sus prácticas alimenticias. Al igual que los conquistadores analizados por Earle, los nativos de la baja Colombia estudiados por Gregorio Saldarriaga evitaban cambiar sus prácticas más básicas de consumo. Aunque las comunidades indígenas del Nuevo Reino de Granada cultivaban trigo desde 1555, lo producían para la venta sin consumirlo habitualmente. La pervivencia de antiguas costumbres culinarias y resistencia a nuevos productos por motivos de salud o identidad hacen aún más significativas las adopciones y adaptaciones alimenticias a raíz del intercambio colombino. La historiadora María Ángeles Pérez Samper ha señalado la translación de una importante cantidad de géneros americanos a la Península Ibérica con ritmos y resultados muy variados durante la época moderna. Algunos productos se incorporaron en los hábitos alimenticios europeos con una facilidad sorprendente: el pimentón (producido del pimiento rojo) se extendió rápidamente entre las clases populares, al igual que las élites cortesanas se entusiasmaron por el pavo americano nada más conocerlo. Otros productos, como el chocolate, inicialmente se extendieron por las redes aristocráticas y eclesiásticas para lograr una difusión social más amplia solamente en el siglo XVIII. La aceptación, aunque muy paulatina y tardía, de productos americanos tan nutritivos como la patata o el maíz no siempre repercutió en el beneficio de sus consumidores. Según Giovanni Levi, la tardía adopción del cultivo de maíz en el norte de Italia provocó un aumento de pelagra entre los campesinos de la región cuya dependencia casi exclusiva en polenta les privó de niacina. En este sentido, los estudios concretos de productos, procesos y regiones aún profundizan en la problemática articulada por Crosby. El estudio de la primera globalización culinaria, en resumen, hace cada vez mayor hincapié en sus diversos ritmos y variadas consecuencias. Gran parte de los avances historiográficos relacionados con el mundo ibero-americano han surgido desde un marco atlántico progresivamente abierto al Pacífico. En ese contexto merece la pena recordar que la demanda europea de especias de origen asiático –azúcar, canela, clavo, pimienta y jengibre, entre otras– y competición para controlar su comercio no pretendía transformar los hábitos alimenticios y sociales tradicionales sino aumentar los beneficios económicos derivados de los mismos.

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El Galeón de Manila y sus cargamentos: Clavo y pimienta entre sedas y muebles La primera vez que en la historia humana se constituyó una ruta comercial permanente entre Asia y América a través del océano Pacífico fue en el último tercio del siglo XVI. Los españoles habían surcado el Pacífico rumbo al Sudeste Asiático y puesto el pie sobre las islas Filipinas en varias ocasiones durante el siglo XVI (dos de las expediciones más destacadas fueron las de Fernâo de Magalhâes en 1521 y la de Ruy López Villalobos, que en 1549 bautizó como islas Felipinas, en honor al príncipe Felipe y futuro Felipe II, a las hasta entonces conocidas como Islas de Poniente). Sin embargo, no fue hasta 1565-1571 cuando la ruta comercial conocida a partir de ese momento como ruta de los Galones de Manila o de la Nao de China quedó establecida. En 1565 otra expedición, esta vez encabezada por Miguel López de Legazpi y Andrés de Urdaneta, no sólo volvió a Filipinas, sino que además descubrió las corrientes marinas que eran capaces de empujar las embarcaciones de vuelta a América a través del océano Pacífico. La posibilidad de colonizar Luzón y las islas de alrededor, que acabaron configurando una Capitanía General dependiente del virreinato de Nueva España, se materializó. La fundación de la ciudad de Manila sobre un antiguo enclave musulmán localizado en la costa este de Luzón, en la desembocadura del río Pasig, en 1571 favoreció el establecimiento de la ruta comercial que a partir de aquel momento y durante 250 años conectó Manila con Acapulco. Las posibilidades del comercio abiertas por la llegada de plata americana a Manila, la monetarización de parte de la economía manileña y el arribo a la nueva ciudad de mercaderes chinos atraídos por la plata constituyó la base sobre la que un número creciente de mercancías fueron trasladadas con destino a América a través de galeones que zarpaban anualmente en diciembre o enero hacia Acapulco. El intercambio de plata americana por mercancías asiáticas definió a partir de aquel momento el grueso de la economía de Manila. En 1593 la monarquía comenzó a regular el tráfico de los Galeones de Manila, que según las reales órdenes quedó limitado a dos galeones de 300 toneladas cada uno, los cuales navegarían anualmente con una capacidad de carga de 500.000 pesos de a 8 en el viaje de Acapulco a Manila, cuando los galeones iban cargados de plata, y 250.000 pesos en el tornaviaje, cuando los galeones iban cargados de mercancías asiáticas. Hasta el siglo XVIII la monarquía no incrementó el máximo legal permitido para transportar en los Galeones, un máximo legal que, en todo caso, fue constantemente superado por la vía del fraude y el contrabando. La mayor parte de las mercancías transportadas en los galeones de Manila fueron textiles chinos, especialmente sedas, cuya variedad y tipos alcanzaron niveles extraordinarios en el siglo XVIII. También hubo tejidos de algodón y lino procedentes de otros espacios asiáticos, como la India o las propias Filipinas, así como porcelanas y mobiliario de decoración producido en China y Japón, aunque su número fue menor en comparación con la seda china. La distribución de los productos una vez llegados a América se producía desde Acapulco, donde las

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operaciones mercantiles estaban normalmente cerradas de antemano entre los almaceneros de grandes ciudades como México y sus agentes y encomenderos de Acapulco. Esa distribución alcanzaba a diversos espacios de América más allá de Acapulco, sobre todo las grandes ciudades de México y Lima y, desde allí, a otros lugares del continente (las regiones más australes de América desde Lima y también La Habana) y Castilla, al otro lado del océano Atlántico, desde México y Veracruz. Si bien el grueso de las mercancías transportadas en los Galeones de Manila eran textiles y otras manufacturas, otros productos tales como especias también fueron transportados a través del Pacífico. De hecho, lo que conquistadores como Fernâo de Magalhâes, Ruy López Villalobos, Miguel López de Legazpi y Andrés de Urdaneta, entre otros, tenían en mente cuando pusieron pie en las Filipinas era la posibilidad de encontrar en estas tierras una fuente de producción de especias, tal y como habían encontrado los portugueses décadas atrás en el Este y Sudeste Asiático. La decepción, en los primeros momentos, fue grande, ya que las posibilidades de producir especias en las islas fueron mucho más limitadas de lo esperado. La pimienta y el clavo, por ejemplo, eran escasamente producidas en el archipiélago. Apenas en Zamboanga (isla de Mindanao) había una zona amplia con árboles de canela cuando los españoles conquistaron Luzón y otras islas del área. Pero esta decepción y dificultades para cultivar especias en Filipinas no significó que los Galeones de Manila no transportaran especias. Todo lo contrario. La existencia de cargamentos de especias en los Galeones fue una constante durante los dos siglos y medio en los que navegaron los Galeones de Manila. Estos cargamentos procedían, en gran medida, de otros espacios de Asia. Entre las especias más importantes con las que se comerció en los Galeones de Manila destacaba la canela, cuyas variedades más caras procedían de Ceilán, el té de la India (a partir sobre todo del siglo XVIII), la nuez moscada y el clavo, en este caso casi siempre procedentes de Borneo y Sumatra, y la pimienta procedente de la India.

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El clavo y la pimienta se encontraron entre las especias más exitosas en las tradiciones culinarias de las elites europeas y latinoamericanas nacidas en la Edad Media y desarrolladas a partir de la conexión entre Asia, Europa y América por medio de rutas comerciales marítimas. El clavo (Syzygium aromaticum) crecía en lugares muy localizados del Sudeste Asiático, especialmente las islas Malucas y, dentro de éstas, Ternate y Tidore. Ternate y Tidore fueron colonizadas por los portugueses en la década de 1520 desde sus posesiones en Malaca. Ambas islas constituyeron lugares privilegiados de producción de clavo cuyo principal destino empezó siendo Lisboa (por la vía de la Carreira da Índia) y, partir de la apertura de la ruta de los galeones de Manila, el virreinato de Nueva España en América. La pimienta (Piper), por su parte, crecía en varios lugares de Asia (y también de África). Aunque la especie de pimienta más común era y sigue siendo la pimienta negra (Piper nigrum), que se producía fundamentalmente en la India y se utilizó en la cocina europea ya en Edad Media, existían muchas otras especies menos comunes que se producían en áreas del Sudeste Asiático como Java. La pimienta y el clavo constituían mercancías que arribaban con asiduidad al principal puerto de Manila, Cavite. Antonio de Morga, que ocupó varios cargos en la administración colonial de Filipinas (los más importantes fueron el de teniente gobernador de las islas y oidor de la Audiencia) entre 1594 y 1604, año en que fue destinado a Nueva España, publicó en 1609 Sucesos de las Islas Filipinas en México, donde describió los principales acontecimientos políticos, militares, sociales y económicos sucedidos en las Filipinas desde finales del siglo XV hasta principios del siglo XVII. En él dedicó numerosas páginas a la rica variedad de mercancías procedentes de otros lugares de Asia con las que los mercaderes de Manila comerciaban: De ordinario, vienen de la gran China á Manila, mucha cantidad de somas y juncos (que son nauios grandes) cargadas de mercaderías, y cada año suelen venir treinta, y otras

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vezes quarenta nauios [...]Sedas flojas finas, blancas y de todas colores, en madejuelas, muchos terciopelos llanos, y labrados de todas labores, colores y hechuras [...]mucho hilo delgado, de todo jenero, agujas, antojos, cajuelas y escritorios, y camas, mesas, y sillas, y bancos dorados, y jaspeados de muchas figuras y labores [...] pimienta, y otras especias, y curiosidades, que referirlas todas seria nunca acabar, ni bastarla mucho papel para ello4. Entre las mercaderías llegadas a Manila, Morga considera que la pimienta y el clavo son dignas de mención: De Maluco, y de Malaca, y la India, vienen á Manila con la moncion de los vendauales cada año, algunos nauios de Portugueses, con mercaderias, clauo de especia, canela, y pimienta, y esclauos negros, y cofres, paños de algodón de todos géneros, caniquies, bofetaes, caças, y rambuties [...]De Sian y Camboja, vienen raras vezes algunos nauios a Manila, que traen algún menjuy [bálsamo aromático], pimienta, marfil, y mantas de algodón, rubíes y çafiros mal labrados, y engaçados5. Según el oidor que vivió en Manila durante diez años, la pimienta que importaban los mercaderes de Manila procedía de las islas Molucas (muy probablemente se refería a Ternate y Tidore), Malaca (Malasia) y la India, así como, en menor medida, de Siam y Camboya; el clavo procedía fundamentalmente de las Molucas. Una vez arribados los juncos chinos o los navíos portugueses a Manila, el clavo y la pimienta eran intercambiados por plata americana con mercaderes de Manila que en muchos casos eran agentes comerciales y encomenderos de casas comerciales mexicanas. Ellos eran los encargados de re-exportar estas especias hacia América en los galeones de Manila. Numerosas fuentes han dejado profusa información de ello. Así, por ejemplo, el alférez Pedro de Zúñiga, vecino de Manila, envió a Antonio Rodríguez, vecino de México, 90 cates (123,75 libras) de pimienta en 1602; el mercader de Manila Ascanio Guazzoni, el cual formaba parte de una de las casas comerciales hispanas más poderosas de su tiempo y que tenía los almacenes principales en México y en Sevilla, envió en los galeones hacia Acapulco 41 tinajas con 20 picos (2.750 libras) de pimienta6. En el siglo XVIII los mercaderes mexicanos siguieron importando especias asiáticas procedentes de Manila, tal y como demuestra la documentación de uno de los grandes mercaderes mexicanos de la segunda mitad del siglo XVIII, Ignacio de Yraeta7.

4

Antonio de Morga, Sucesos de las Islas Filipinas, Madrid: Victoriano Suárez, 1909 [1609], pp. 216-217.

5

Ibid., pp. 219-220.

6 Archivo General de la Nación de México (en adelante, AGN), Indiferente Virreinal. Filipinas, caja-exp.: 4976006; AGN, Indiferente Virreinal. Filipinas, caja-exp.: 5098-010.

Carmen Yuste López, La Compañía de comercio de Francisco Ignacio de Yraeta (1767-1797), México, D. F.: Instituto Mexicano de Comercio Exterior, 1985.

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Rivalidad portuguesa e intromisión holandesa El suministro de especias, así como del resto de productos que fueron cargados en los galeones de Manila, dependió en gran medida del desenvolvimiento de la geopolítica de Asia en general y del Sudeste Asiático en particular. Que la mayor parte de los cargamentos en los galeones de Manila fueran manufacturas chinas, y muy especialmente sedas, se debió a la fuerte dependencia de Manila con los mercados chinos tanto por la vía de la colonia de mercaderes chinos que vivían en Manila (sangleyes, tal y como eran conocidos por los españoles) como por la vía de la conexión portuguesa con Macao. De hecho, a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII los portugueses eran agentes esenciales no sólo del transporte de manufacturas chinas, entre las que destacaban la seda y la porcelana, hacia Manila, sino también del transporte de mobiliario namban japonés procedente de su colonia mercantil en Nagasaki y de especias tales como pimienta y clavo, que ya hemos visto que de acuerdo con Antonio de Morga procedían fundamentalmente de Malasia, las Molucas y la India. Entre 1580 y 1640 portugueses y españoles mantuvieron sus reinos y territorios de ultramar separados política y administrativamente pero compartieron un mismo rey. La muerte sin sucesión del rey de Portugal en 1580 desató un conflicto dinástico que acabó siendo resuelto en favor de la casa de Habsburgo. Felipe II, el rey de Castilla y de Aragón, fue reconocido asimismo como rey de Portugal en 1581 por las cortes de Tomar. De esa manera, Portugal y el Estado da Índia se integraron en la Monarquía Hispánica hasta 1640, año en que Juan II, duque de Braganza, fue coronado rey de Portugal. De esa manera se materializó la independencia de la corona portuguesa de los Habsburgo. Durante los 60 años en que españoles y portugueses compartieron rey (Felipe II, Felipe III y Felipe IV), la relación entre españoles y portugueses en el Sudeste Asiático osciló entre el conflicto y la colaboración. En 1586 los españoles fueron expulsados de la factoría portuguesa de Malaca, como también fueron expulsados de las costas de China en 1596. Estos hechos fue el producto de una serie de acciones llevadas a cabo por los españoles en la zona que los portugueses consideraron una provocación contra sus intereses, como por ejemplo el intento de toma de Ternate en 1593. No obstante, no sólo el conflicto marcó las relaciones entre españoles y portugueses en el Sudeste Asiático. La colaboración política e incluso militar también constituyó una realidad cuando el ataque de enemigos comunes, como piratas chinos, súbditos de sultanatos y reinos musulmanes y holandeses, así lo requirió. Y también fue una realidad el desarrollo del comercio entre el asentamiento español de las Filipinas y los enclaves portugueses (Molucas, Malaca, Nagasaki, Macao, etc.) en el Sudeste Asiático debido fundamentalmente a los altos beneficios que éste reportaba, y ello

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a pesar de que en teoría, y sólo en teoría, el comercio entre Manila, por un lado, y Malaca y Macao, por otro, estuvo prohibido8. Tal oscilación entre el conflicto y la colaboración política y comercial determinó la mayor provisión de especias como pimienta y clavo hacia Manila. En todo caso, la provisión de especias hacia Manila y por tanto hacia los galeones de Manila no dependió sólo de las relaciones entre españoles y portugueses en la zona, sino también de las relaciones entre europeos y los diferentes reinos y ciudades asiáticos y, sobre todo, entre holandeses e ibéricos. A finales del siglo XVI y principios del siglo XVII los holandeses penetraron en los mercados asiáticos como un poderoso agente capaz de trasladar hacia sus propias redes comerciales parte de la circulación de mercancías asiáticas que habían estado siendo derivadas hacia mercados europeos desde principios del siglo XVI y hacia mercados americanos desde 1565-1571. En 1602 los Estados Generales de los Países Bajos fundaron la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales (Verenigde Oostindische Compagnie o VOC, por su siglas en neerlandés), la cual gozó del monopolio del comercio holandés en Asia. En la constitución de la VOC en 1602 se conjugaron varios factores, entre los que destacaron las dificultades del comercio holandés de especias con Lisboa tras el decreto del embargo de 1598 por el monarca hispánico (la guerra entre los Habsburgo y las Provincias Unidas apenas había cesado desde 1568) y la fuerte competencia de las diversas compañías de comerciantes holandesas que operaban en Asia, que precisamente en el caso de la pimienta provocó fuertes subidas de precios en Indonesia. La VOC fue constituida como una institución político-comercial que era única hasta ese momento, en la medida en que a pesar de la participación de mercaderes privados fue una creación estatal protegida por un poder militar y naval también de nueva planta. 8 Domingo Centenero de Arce y Antonio Terrasa Lozano, “El Sudeste Asiático en las políticas de la Monarquía Católica. Conflictos Luso-Castellanos entre 1580-1621”, Anais de história de além-mar, IX (2008), pp. 223-266.

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La fundación de la VOC constituyó el acontecimiento que desencadenó y facilitó de forma definitiva la expansión holandesa en Asia en detrimento de los ibéricos durante el siglo XVII. Entre 1611 y 1619 los holandeses conquistaron la ciudad de Jayakarta, a la que llamaron Batavia; en 1624 ocuparon parte de la isla de Formosa; en 1641 desplazaron a los portugueses de Malaca y de Nagasaki; y en 1658 expulsaron definitivamente a los portugueses de Ceilán (Sri Lanka). Los intentos holandeses por tomar Macao y Manila durante el siglo XVII resultaron infructuosos, pero durante la segunda mitad del siglo XVII el dominio del comercio de las especias en el Sudeste Asiático por parte de los holandeses acabó siendo casi absoluto. Esto no quiere decir que la importación de pimienta, clavo y otras especias en Manila y su re-exportación desde Filipinas hacia América se vieran interrumpidas. Los holandeses, a pesar de ser enemigos de la Monarquía Hispánica hasta la Paz de Westfalia (1648), introdujeron antes de esa fecha especias en las islas Filipinas por medio de barcos de otras “naciones” u ocultando la bandera holandesa de los mástiles de los navíos y, a partir de esa fecha, libremente. Tanto es así que, siempre según datos oficiales, el número de navíos holandeses cargados de mercancías que entraron en Cavite procedente de Java, Sumatra, Borneo y la península indochina no paró de crecer desde 1648 en adelante frente a las importaciones procedentes de China. En todo caso, y a pesar de los altibajos debidos a las dinámicas geopolíticas y militares de la zona, el suministro de especias a Manila y los galeones del Pacífico no se interrumpió durante periodos notables de tiempo9. Durante el siglo XVIII se produjeron algunas transformaciones en la geopolítica asiática y en la intervención de las potencias europeas en la zona. Los ingleses, que habían fundado en 1600 la East India Company (EIC), tomaron el testigo de 9 Pierre Chaunu, Les Philippines et le Pacifique des Iberiques (XVIe. XVIIe. XVIIIe siècles). Introduction Mèthodologique et Indices d’activité, París: SEVPEN, 1960 (6), pp. 164-175.

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los holandeses en Asia, a los que acabaron superando en volumen comercial. Su comercio, no obstante, no se centró tanto en las especias como en el comercio de algodón de la India, té chino, opio del Índico y manufacturas chinas, especialmente sedas y porcelanas. La expansión francesa en Asia también fue considerable, aunque a diferencia de los holandeses se limitó a zonas muy determinadas y más alejadas del Sudeste Asiático, como la isla Mauricio. Los españoles, por su parte, ensayaron nuevas fórmulas comerciales con respecto al comercio asiático. La ruta de los galeones de Manila continuó abierta hasta 1815, cuando las guerras de independencia de México acabaron por cerrar definitivamente la ruta que durante dos siglos y medio había surtido a los mercados americanos de manufacturas y especias asiáticas. Algunas décadas antes, en 1785, los españoles fundaron la Real Compañía de Filipinas, que se constituyó por primera vez en la historia en una compañía privilegiada que unió comercialmente y de forma directa España y Manila. En los años de funcionamiento de la Real Compañía de Filipinas especias tales como la pimienta y el clavo no sólo llegaron a España de forma indirecta, por medio de re-exportaciones americanas de especias procedentes de los galeones de Manila o del comercio con portugueses, holandeses o ingleses en Europa, sino también de forma directa por medio de barcos de la mencionada compañía.

Los caminos del jengibre, el arroz, la batata y el chocolate Los avances portugueses y holandeses en el Pacífico se produjeron en el marco de guerras entre las distintas potencias europeas. Su competencia por acceder a los orígenes de los productos asiáticos para acaparar beneficios comerciales aseguró la difusión de esos bienes por múltiples caminos, así como el desplazamiento y la extensión de la producción de productos concretos. Muy al pesar de la monarquía hispánica, la ruta del Galeón de Manila disto mucho de ser una única o exclusiva vía para el comercio y las comunicaciones entre Asia, América y Europa. Incluso antes de los intentos de regular el galeón mediante repetidas ordenanzas a partir de 1593, la toma de conciencia europea de la distancia entre Asia y América fue acompañada por múltiples esfuerzos de trasplantar las especies asiáticas a los territorios gobernados por el rey de Castilla. Es bien conocida la exitosa propagación de la caña de azúcar en las Canarias y después en el Caribe y Brasil, así como su importancia para la expansión de plantaciones esclavistas y la transformación de otros hábitos de consumo relacionados con la extensión planetaria de bebidas como el chocolate, el té y el café10. Los reyes de Castilla fomentaron esfuerzos no solamente para acceder a las preciadas especias orientales, sino también para cultivarlas en los territorios de la monarquía. Tan pronto como 1518, el futuro Carlos V ofreció premiar a todos los colonos que consiguieron cosechar 10 libras de clavo, jengibre o canela en 10

Sidney Mintz, Sweetness and power: the place of sugar in modern history (New York: Penguin, 1986).

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sus territorios con juros de 20.000 maravedíes11. El incentivo dio pocos frutos, al juzgar por la cédula real de 1538 incluida en la presente exposición que estableció un asiento con Juan de Orive para cultivar pimienta, clavo, canela, jengibre, nuez moscada y otras especias en las Antillas a cambio de la mitad de los beneficios para la corona. Nuevamente, y pese a la voluntad real plasmado en el documento, no consta que Orive tuviera el menor éxito. Veinte años más tarde, la corona ofreció capitulaciones igualmente infructuosas a Francisco de Mendoza, hijo de Antonio de Mendoza, virrey de México y Perú, para cultivar pimienta, clavo, canela, jengibre, china y sándalo en la Nueva España12. Otros emprendedores tuvieron mayor éxito a la hora de cultivar el jengibre en las Américas: el explorador Guido de Lavezaris logró trasladar la raíz a Nueva España antes de su nombramiento como gobernador de las Filipinas en 157213. Al mismo tiempo, tras años de trabajo para cultivar el jengibre en la Española, el estanciero y secretario de su Real Audiencia, Rodrigo Peláez, reunió testigos que recordaron la llegada de tres onzas verdes de la especia en un barco esclavista de la isla Portuguesa de São Tomé14. ¿Llegó el jengibre a las Américas por mano de Lavezaris o de un esclavo Africano? Probablemente ambos. El jengibre alcanzó las Américas por distintos caminos, tanto pacíficos como atlánticos. Frente a esa realidad, las concesiones oficiales para promover su cultivo y el de otras especias orientales desde principios del siglo XVI demuestran las limitaciones de la intervención real, así como de las pretensiones monopolistas. En el mismo sentido, una carrera oficial diseñada para regular el comercio, como la del Galeón de Manila, permite aproximaciones muy parciales al mismo, pese a la abundante información que generó. En el mar de los datos disponibles, llaman la atención las provisiones para la adquisición del arroz por los almacenes reales de Manila, también incluidas en la exposición. El cultivo más importante en que se basaba la subsistencia en el Sudeste Asiático sería imprescindible para alimentar a la población local, a la tripulación del galeón e incluso a los esclavos que trasportaba. La exportación de importantes cantidades de arroz desde Filipinas, por otra parte, se evitaría mediante su cultivo en Panamá para el consumo local y exportación al Perú15. La información recogida en México por el agustino Juan González de Mendoza, publicado en Roma en 1585, celebró la gran abundancia de todo tipo de alimentos Justina Sarabia Viejo, “Posibilidades de La Especiería Mexicana En La Economía Mundial Del Siglo XVI”, Sevilla: Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1983, pp. 396–4396.

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12

Archivo General de Indias (en adelante AGI), Indiferente 738, Nos. 47 y 52

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AGI, Filipinas,29, N.48

14

AGI, Santo Domingo, 79, R.3, doc. 107

Juan Requejo Salcedo, “Relación Histórica y geográfica de la provincia de Panamá (1640)”, Relaciones Históricas y Geográficas de América Central, Madrid: Librería General de Victoriano Suñarez, 1908 [1640], pp. 142,170

15

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en el gran reino de la China. Sus lectores europeos y americanos ya conocían la mayoría de esos productos, incluidos el arroz, que los chinos cultivaban en tierras húmedas y anegadizas nutridas por múltiples ríos. Según Felipe II indicaba en 1573, el arroz se había plantado con éxito en la Española, al igual que el algodón16. Finalmente, al viajar a Nueva España en 1625, el inglés Thomas Gage recordaba la compra de grandes sacos de arroz entre otros víveres en el puerto de Cádiz para consumo abordo durante el viaje (50). ¿Llegaría el complemento perfecto para los frijoles a América desde la Península Ibérica y las Filipinas al mismo tiempo? Nuevamente, se presenta la posibilidad de múltiples caminos para la difusión del arroz desde Asia, pero también desde Europa o desde el oeste de Africa, donde su cultivo contaba con una larga tradición estudiada por Judith A. Carney. Finalmente, no podemos cerrar este capítulo sin hacer mención a algunos de los productos que viajaron a través del océano Pacífico en el sentido contrario al indicado hasta ahora, esto es desde América hacia Filipinas. Destacaremos, por su importancia e impacto en el consumo de los habitantes de las Filipinas durante la Edad Moderna, dos de ellos: la batata y el chocolate. La batata era un tubérculo cuyo origen no está claro: hay investigadores que lo sitúan en Indostán, mientras que otros han sugerido que su origen se encuentra en América Central. En todo caso, llegó a España ya durante los primeros viajes de Cristóbal Colón y se difundió rápidamente por Europa. Pero el tubérculo no se extendió sólo hacia Europa. Este producto también se extendió hacia Filipinas (y Molucas) por la vía del Galeón de Manila y, desde allí, hacia China y Japón.17

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AGI, Santo Domingo, 868, L. 3, 5v-6.

17 Darío Orlando Sager, “Las Palmas, trabajo y convivencia”, en IV Congreso de Historia de los pueblos de la provincia de Santa Fe, Santa Fe: 2005, p. 12.

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Con respecto al chocolate, su consumo llegó a tener un extraordinario impacto en España durante el siglo XVIII.18 Ampliamente consumido por las sociedades prehispánicas de lo que a partir del siglo XVI sería el virreinato de Nueva España, en la España de los primeros Borbones llegó a ser ampliamente consumido, siendo su extensión social y su importancia cultural probablemente comparable al del té en la Inglaterra de ese mismo siglo. Por supuesto, el producto no llegó a España en el siglo XVIII, sino que ya desde el XVI los registros de los barcos procedentes de América que entraron en el puerto de Sevilla contenían cargamentos de cacao y chocolate. Ambos productos, cacao y chocolate, también llegó a Filipinas por la vía de los galeones. Aunque los envíos de grano de cacao a Manila con el fin de extender su plantación en el archipiélago no se produjeron hasta entrado el siglo XVII, tan pronto como los primeros años del siglo XVII se han documentado envíos de chocolate desde México a Filipinas. Ese el caso de Juan de la Cruz Godines, mercader de Manila que agradeció, en repetidas cartas, al poderoso mercader mexicano Cristóbal de Plaza, los envíos que, como regalo, le había hecho de cajas de chocolate entre 1612 y 1614.19 En definitiva, los productos viajaban por múltiples caminos, y no necesariamente según las regulaciones o incentivos reales. La competencia entre las potencias ibéricas en el Pacífico, seguida por las incursiones holandeses e inglesas, abrieron distintas rutas de intercambios alrededor del planeta. Los consumidores también viajaban y, al igual que los productos, llegaban a Nueva España desde cuatro continentes. Por ese motivo, el papel del Galeón de Manila fue mucho más allá 18 Irene Fattacciu, “The Resilience and Boomerang Effect of Chocolate: A Product’s Globalization and Commodification”, en Bethany Aram & Bartolomé Yun-Casalilla, eds., Global Goods and the Spanish Empire, 14921824, Baskingstoke: Palgrave Macmillan, 2014, pp. 225-276; María de los Ángeles Pérez Samper, “Chocolate, té, café: sociedad, cultura y alimentación en la España del siglo XVIII”, en Eliseo Serrano Martín et al., eds., El Conde de Aranda y su tiempo, Zaragoza: Institución Fernando el Católico, 2000, pp. 157-222. 19

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AGN, Indiferente Virreinal. Consulado, caja-exp.: 1776-001, p. 55-60, y 68-69.


que el de sus cargamentos. Logró aproximar América a Asia para potenciar las fusiones y los mestizajes de la primera globalización. Productos asiáticos novedosos en América se habían conocido en Europa y, en algunos casos, cultivado, durante siglos. De esta manera, las verdaderas novedades surgieron entre África, Asia y Europa, por una parte, y América, por otra. La difusión planetaria de nuevos productos no solamente tuvo diversos ritmos, sino también múltiples rutas. Chocaron y confluyeron en una de las revoluciones más complejas y más importantes de la época moderna: la revolución alimenticia. Las especias de origen asiático tales como el clavo y la pimienta, así como el jengibre y el arroz, fueron, junto con tantos otros productos procedentes de otros continentes, ingredientes esenciales que motivaron y potenciaron dichas transformaciones.

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Foto 152 A. Sรกnchez de Mora


LA GLOBALIZACIÓN DE LOS SABORES Antonio Sánchez de Mora

Manila: Punto de encuentros e intercambios La ciudad de Manila era conocida como la perla de Oriente. Una capital cosmopolita en la que tenían cabida gentes de todo origen y condición. A los vecinos o transeúntes españoles, venidos de la metrópoli o de la Nueva España, se sumaban naturales filipinos, chinos sangleyes y, en menor medida, otras naciones europeas y asiáticas. Un crisol étnico y cultural nacido de la transformación de este enclave de la isla de Luzón, otrora un pequeño puerto comercial de escaso radio de acción. La fundación de la colonia española en 1571 y su integración en una red de comunicaciones que enlazaba Asia, América y Europa convirtieron a esta ciudad en una pieza maestra del comercio y los intercambios. Capital de las islas Filipinas desde 1595, fue creciendo al ritmo que lo hacía su actividad comercial. Entre sus muros o a su sombra, convivían hacendados y comerciantes españoles, sangleyes, naturales filipinos dedicados a los oficios más variados, misioneros deseosos de difundir el mensaje cristiano, militares, oficiales reales,… Unas 30.000 almas a comienzos del siglo XVII, de las que los españoles eran minoría. Sus oficios e intereses eran muy variados, aunque la mayoría confluían en los barcos que cruzaban el océano y enlazaban Manila y Acapulco, los dos extremos de una ruta comercial que daba razón de ser a la ciudad. El plano que se exhibe en estas páginas es el más antiguo que se conserva, realizado por Ignacio Muñoz, fraile dominico afincado en Manila, para ilustrar un expediente sobre la construcción de un nuevo hospital para los naturales de la ciudad y demolición del antiguo, que se ubicaba extramuros. Acompañado de su correspondiente comentario o explicación, aporta información detallada sobre la situación y distribución de sus defensas, colegios, hospitales, tribunales y demás edificios, así como de las poblaciones y suburbios que la rodeaban. Cobijada al fondo de su bahía y protegida en sus flancos por el río Pasig, la laguna de Bay y, sobre todo, por su muralla, atesoraba en su entramado urbano iglesias, conventos, palacios y casas notables. Su muralla se construyó en los años noventa del siglo XVI a partir de una inicial fortaleza dedicada a Nuestra Señora de Guía, luego integrada en los baluartes de la ciudad. En su extremo, el fuerte de Santiago

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Relaciรณn de la carga del paquebote El Dichoso, propiedad de Crahim Mibitรณn, musulmรกn, procedente de Islas Mauricio y arribado al puerto de Manila. 1772. Papel manuscrito. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 943, N.4

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y, próximos a él, los almacenes reales, el palacio del gobernador, la catedral,… Era el centro neurálgico de la colonia española en Filipinas, que miraba con recelo a las poblaciones surgidas a su alrededor: El Parián, primer barrió de los sangleyes; Dilao, destinado a los japoneses, y las aldeas nativas próximas. En 1629 se construyó el primer puente de piedra sobre el río Pasig, facilitando el acceso a las poblaciones mayoritariamente chinas cristianas de Binondo y Tondo. A comienzos del siglo XVII la ciudad de Manila tejía sus redes comerciales hacia los cuatro puntos cardinales: Del Norte recibía las sedas y porcelanas chinas, del Sur las especias de las islas Molucas y del Oeste el algodón, el marfil o las especias del sudeste asiático, que la ciudad canalizaba hacia Nueva España a cambio de plata y algunas manufacturas. No era la única plaza europea en el sudeste asiático. Los portugueses habían fundado factorías comerciales en las costas de la India, China y algunas islas de Indonesia, rivalidad que no se solventó ni con el Tratado de Zaragoza de 1529, ni con la Unión Ibérica de 1580. A ellos se sumaron mercaderes y corsarios holandeses, que alcanzaron las costas orientales desde las rutas del Índico, aunque no faltaron los aventureros que burlaron la vigilancia española y cruzaron el océano Pacífico. Durante la siguiente centuria la Compañía de las Indias Orientales (VOC) ratificó la presencia holandesa en Indonesia y, tras conquistar Batavia en 1619, afianzaron una red de intercambios que competía con la española. Poco a poco, holandeses e ingleses crecieron a costa de la ruta antaño portuguesa, la del océano Índico, situación que se consolidó en el siglo XVIII. En este contexto, se inscriben dos registros que evidencian la dimensión de un comercio transoceánico que, al margen del galeón de Manila, suministraba productos de lujo y bienes de consumo a los enclaves europeos diseminados por las costas asiáticas. Las autoridades españolas, defensoras de los intereses de la metrópoli y del lucrativo negocio que sustentaba la ruta del Pacífico, intentaron evitar estas otras vías, limitando la actividad de las potencias rivales. Se explica así que los comerciantes europeos procurasen sortear las restricciones mediante la contratación de mercaderes asiáticos que, subrepticiamente, culminasen los negocios que a ellos les estaban vedados. Este es el caso del paquebote El Dichoso. Su titular, el moro Crahim Mibitón, declaró proceder de las Islas Mauricio, un enclave perdido en las aguas del océano Índico que se convirtió en una escala obligada para los barcos franceses, ingleses u holandeses. Probablemente recibió el encargo de vender en Manila su preciada carga, sin que podamos descartar, como a veces ocurría, que en realidad fuera un mero títere de un comerciante europeo. Sea como fuere, declaró ante los oficiales reales que llevaba aguardiente de Hendaya y vinos de Champaña, Madeira, Frontiñán —del tipo moscatel, producido en Prontignan, Francia— y vinos blanco y tinto de Burdeos. Todo un surtido de caldos selectos, destinados a las mejores mesas.

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Registro de la carga de la goleta Nuestra SeĂąora del Rosario, capitaneado por Francisco Casten, que arribĂł en Manila procedente de Malasia y Java. 1769. Papel manuscrito. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 942, N.2

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Más variado era el cargamento de la goleta Nuestra Señora del Rosario, procedente de Malasia y Java. Así lo declaró su capitán, Francisco Casten, aunque su cargamento respondía al mismo perfil que el anterior: Cerveza en barriles, salmón, probablemente ahumado o marinado y en conserva, vino carlón —vino en cuya elaboración se incorporaba mosto cocido para facilitar su conservación—, vino de Jerez, aguardiente, botellas de soy del Japón —salsa de soja—, quesos de Flandes, aceite de Castilla y zumo de limón embotellado. Algunos inventarios de bienes nos muestran la sofisticación de la élite dirigente y el sincretismo de la cocina hispano-filipina de época colonial. Así, el arzobispo de Manila disponía a fines del siglo XVII de finos manteles de lompote, tejido de algodón fabricado en las islas de Cebú y Bohol que, en su caso, estaban bordados y finamente terminados con sus puntas de algodón1. El obispo de Nueva Cáceres tenía cubiertos de cobre y plata e, incluso, un estuche con 12 cuchillos de mesa con mangos de marfil2. También contaba con distintas vajillas, unas de loza corriente, otras de porcelana y algunos vidrios cristalinos. El almirante de galeones Gabriel Curucelagui guardaba en su casa de Manila una vajilla de plata que incluía fuentes, platos de diversos tamaños, azafates —bandejas de servir—, flamenquillas, saleros, una confitera, jarros de pico, cubiletes, aguamaniles, palanganas y hasta un escupidor, mientras que su cubertería contaba con cucharones, cucharas, tenedores y algunos mangos sueltos, aparte de 11 candelabros con los que iluminar cada velada3. Sus despensas y alacenas contaban con tinajas de diversos tamaños y calidades, algunas con sus tapas y cerraduras. Este es el caso de fray Miguel Bayot, obispo de Cebú, que al fallecer dejó más de cincuenta tinajas, tibores medianos y pequeños, incluidos los denominados de Pasi y varios martabanes medianos. También disponía de piezas más refinadas, como 2 tibores amarillos, labrados y con sus tapaderas, una tinajuela labrada con su cerradura y 2 saleros de loza blanca 4. Su cocina contaba además con menaje diverso, incluidos una olla y dos hornillos de cobre, tachos —un tipo de caldero— y un carajay —sartenes de base curva y bordes altos, originarias de China—. Por vajilla de uso diario disponía de un pichel —jarra— y platos de peltre, además de aguamaniles y platos de loza. Los eclesiásticos eran una comunidad influyente en el archipiélago y, a la vez, en contacto con las comunidades rurales, en las que se dedicaban a la evangelización cristiana. Agustinos, dominicos, franciscanos o jesuitas lideraban la vida religiosa y cultural de la colonia, contando con el apoyo de la monarquía y de las autoridades locales. 1

Inventario de bienes del arzobispo Felipe Pardo. Manila, 6 de enero de 1690. AGI, Filipinas, 26, R.1, N.1.

Inventario de bienes del doctor Felipe de Molina, obispo de Nueva Cáceres. Manila, 20 de julio de 1740. AGI, Filipinas, 180, N.23. 2

3 Inventario de bienes del almirante Gabriel Curucelagui, “almirante de galeones”. Manila, 22 de mayo y 12 de junio de 1696. AGI, Filipinas, 26, R.5, N.19.

Inventario de bienes de fray Miguel Bayot, obispo de Cebú. Manila, 1 de julio de 1701. AGI, Filipinas, 163, N.67.

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Plano de la ciudad de Manila y sus barrios extramuros. 1671. Papel manuscrito; dibujo a tinta, aguada en colores. 1 hoja de 28,8 x 40,8 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, MP-FILIPINAS, 10

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Inventario de bienes de la cocina del Colegio San JosĂŠ. Manila, 3 a 5 de octubre de 1768. Papel manuscrito. National Archives of the Philippines, Manila, Record Management and Archives Office, Temporalidades, legajo I-1, fols. 56-65.

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En este contexto conviene mencionar la fundación del Colegio de San José de Manila. Auspiciado por el obispo Domingo de Salazar y contando con la autorización regia desde 1585, nació al amparo de la Compañía de Jesús para la educación de jóvenes españoles, naturales y mestizos que contribuyesen a la evangelización de las islas, siendo inaugurado en 1601. La expulsión de los jesuitas, decretada en 1767 y recibida en Filipinas en mayo de 1768, supuso la incautación de todas sus propiedades y, en tales circunstancias, el Colegio de San José tuvo que afrontar su cierre. Meses después, los oficiales reales llevaron a cabo un minucioso inventario de todos sus bienes, incluidos los enseres de su cocina y algunos alimentos que habían quedado en su despensa. Además de los fogones, contaba con un caldero y 5 tachos de cobre, 4 calderetas de Japón, 9 carajays, 4 torteras y un horno de cobre con su tapa. No está clara la finalidad de otros 4 calderos de cobre con sus batidores y agarradores, aunque pudieran ser para preparar chocolate, bebida que ya hemos visto que se había convertido en algo muy popular. Para medir y calcular los ingredientes, los cocineros disponían de una romana y otras 6 balanzas de varios tamaños. La cocina contaba asimismo con recipientes cerámicos de diversos tipos y tamaño: un gran martabán y otros 3 de menor tamaño, con sus tapas, para guardar el aceite, varias decenas de tinajas de San Pedro Macati, 4 tinajuelas de China, 2 tibores de loza azules y uno rojo, 2 tibores de China con sus serraduras y sus llaves, un almirez y 2 timbas o cubos de cobre. Para servir los alimentos disponían de 3 bandejas rojas, 5 fuentes de cobre blanco y de varios tamaños, picheles con sus palanganas, más de 60 platones, uno de ellos de cobre, otros 15 finos y hondos, 13 llanos, 3 más pequeños y 24 bastos y de tamaño mediano. Había vajillas de diversas calidades, destacando más de un centenar de platos finos, unos soperos, otros platillos de cobre blanco, y 10 platos hondos de chamberí, o sea, ostentosos. Menos vistosos eran los cerca de 250 platos entrefinos, 48 de ellos azules y, para el servicio diario de los colegiales, más de 800 platos bastos y 240 tazas calderas bastas, 48 platos soperos, dos fuentes y 2 soperas grandes. No faltaron las piezas más especializadas, como los 114 pozuelos o pocillos para disfrutar del chocolate o los 4 platillos con sus pocillos de loza y un torno de porcelana conservera de loza fina y sus 5 conserveras, presumiblemente a juego, piezas todas ellas de probable origen chino. No en vano, la comunidad sangley dejó su impronta en la ciudad de Manila y entre los colegiales siempre hubo algún chino o mestizo. De cubertería se contabilizaron 28 cuchillos flamencos, 10 cuchillos de de mesa con cabos de cangelón, 42 cucharas de cobre, 30 tenedores y 84 cucharas de nácar. Además, para vestir las mesas y facilitar la limpieza de los comensales, en la cocina se hallaron toallas, servilletas y manteles de diversos tejidos y calidades: Ilocos, sarampuli, cambayas, elefante, lienzo europeo…

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Inventario de bienes de la cocina del Colegio San JosĂŠ. Manila, 3 a 5 de octubre de 1768. Papel manuscrito. National Archives of the Philippines, Manila, Record Management and Archives Office, Temporalidades, legajo I-1, fols. 56-65.

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Testimonio del registro de la fragata nombrada San Rafael, alias El Comercio de Manila, que va destinada al puerto de Acapulco con parte de la carga del galeรณn Magallanes. 17 de febrero de 1800. Papel manuscrito; dibujo a tinta. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 961

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Completaban las vajillas y utensilios de cocina las 70 vinajeras de loza, 6 vinajeras de vidrio y 12 saleros de loza, 6 docenas de copas y otros 6 de vasos de varios tamaños, frasqueras, botellas varias, algunas lámparas y candelabros, 2 escupideras, varias piezas de cuero, cajas de madera, 9 fardos de tabaco, 2 molinos para agua, unas tijeras,… Las cocinas coloniales filipinas eran el reflejo de su sociedad y, por ello, era frecuente encontrar alimentos de procedencia diversa. El obispo de Cebú disponía en su despensa de canela de Mindanao, pimienta, azúcar de Iloilo, azafrán, romero de Castilla, bizcocho, manteca y arroz. Poco quedaba de los alimentos que en su día llenaron las alacenas del Colegio de San José cuando los oficiales reales procedieron a inventariar sus bienes, aunque se encontraron 13 tinajas de aceite de coco —para alumbrar las lámparas más que para cocinar—, 2 tinajas de manteca, 5 tinajas y 14 pilones de azúcar de Pampanga, media tinaja de cebada, 6 gantas de anís, 4 cates de canela de Zamboanga, 28 botes de té, 4 tinajas y media de frijoles, otras 4 y media de mongos y 2 botellas de aceite de Castilla.

Viajes de ida y vuelta De todo ello era testigo el galeón de Manila. Desde que Urdaneta descubriese la ruta de retorno hacia Acapulco, el objetivo principal de los españoles fue regularizar las comunicaciones. No se trataba de una flota o armada, sino de uno o dos barcos a lo sumo, particularidad derivada de las condiciones que imponía el propio océano Pacífico. Sus corrientes, vientos y tormentas no eran compatibles con las pautas de la navegación establecidas para el Atlántico, condicionantes a los que se sumaron las limitaciones impuestas al comercio. En su lugar, se desarrollaron grandes navíos que cruzaban en solitario la inmensidad oceánica. En un principio solían ser dos naos, la capitana y la almiranta, aunque a lo largo del siglo XVII se fue imponiendo el envío de un único galeón, por más que la normativa insistiese en que fueran dos. Los primeros apenas superaban las 500 toneladas, que los comerciantes manileños aprovechaban al máximo. Sin embargo, su interés por aumentar su volumen de negocios se topó de bruces con las reticencias de la metrópoli y, en particular, de los comerciantes sevillanos, temerosos de que la calidad de las sedas asiáticas arruinara la industria textil española. Además, los ingresos derivados del monopolio establecido en Acapulco reclamaban un férreo control que anuló, como vimos, cualquier alternativa aperturista. No pudieron evitar, empero, las presiones de los mercaderes involucrados en intercambios tan lucrativos, de ahí que se fuera incrementando paulatinamente la carga permitida. Aunque se generaliza, no todos fueron galeones. Este tipo de embarcación fue una evolución de la nao, la primera que conocieron las costas filipinas, que pronto comenzaron a construirse en astilleros locales ante la capacidad de sus gentes y la

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Tinajas y martabanes procedentes del pecio de la Nao San Diego. Sudeste asiรกtico, siglo XVI. Cerรกmica. National Museum of the Philippines, Manila.

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calidad de las maderas del archipiélago. Crecidos en dimensiones y mejorados en su capacidad, estos galeones se convirtieron en los mayores buques del momento. Sin embargo, en 1721 se optó por nuevos modelos navales: Fragatas y pataches resultaban más ágiles y veloces, fruto de las innovaciones técnicas del siglo XVIII, y su mayor maniobrabilidad les permitió abordar otras rutas, como la que conectaba con El Callao y cruzaba el Cabo de Hornos, o la que atravesaba el océano Índico para enfilar el Atlántico tras superar el Cabo de Buena Esperanza, ambas con destino a Cádiz. Entre tanto, la ruta del galeón de Manila se mantuvo impasible, hasta que su decadencia y la independencia de México acabaron con 250 años de historia. Podría pensarse, como en su momento se planteara Legazpi, que el tornaviaje era, precisamente, el regreso desde las islas Filipinas hacia Nueva España, aunque desde un punto de vista práctico los viajes regulares suponían la partida desde Manila, la estancia en Acapulco para descargar y cargar las mercancías, y el retorno hacia Cavite en el mes de marzo. De hay que, para muchos, el tornaviaje fuera precisamente el contrario, el regreso a las Filipinas. Poco importa, pues en el fondo el galeón de Manila trascendía de los viajes singulares para suponer una comunicación continua en ambos sentidos. El comercio se hallaba regulado desde 1593, cuando los negocios se centralizaron en Manila y se limitaron a los vecinos españoles de la plaza, sin otro destino que el puerto de Acapulco. En un principio lo controlaba el gobernador, aunque no tardó en compartir su responsabilidad con el resto de autoridades locales, junta que repartía entre los vecinos los lotes o boletas, espacios disponibles con un valor teórico prefijado que cada vecino colmaba con las mercancías que pensaba enviar a Nueva España. En total unas 300 toneladas de arqueo por cada buque a finales del siglo XVI, que se fueron incrementando al ritmo que crecían los navíos hasta superar las 1500 toneladas a finales del siglo XVIII. El gobernador se reservaba una parte importante y el clero resultaba también beneficiado, aunque la rentabilidad de unos precios bajos en origen y altos en destino garantizaba buenos resultados para todos. Con el tiempo se redujo el número de titulares de las boletas y la fundación del Consulado de Manila en 1769 limitó a sus miembros el acceso a las mismas. Poco importaba, pues tras ellos se hallaban mercaderes españoles y extranjeros, que se repartían la inversión y los beneficios. Una vez asignado el espacio, se preparaban los fardos, cajas y cajones. Muchas de las mercancías se habían adquirido por mediación de los sangleyes, por eso lo usual era que el embalaje se realizara en el Parián. A continuación se procedía a cargar el galeón bajo la estrecha vigilancia de los oficiales reales. El galeón solía partir en el mes de julio, siempre a expensas del tiempo y aprovechando el monzón de verano, aunque no se daba prisa en salir a mar abierto. Sus tripulantes preferían recorrer el archipiélago filipino para renovar los víveres y, con tal excusa,

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Derrotas del viaje de Filipinas, la nueva y las viejas; desde el puerto de Acapulco a Manila, en la isla de LuzĂłn. [1650]. Papel manuscrito; dibujo a tinta, aguada en colores. Biblioteca Nacional del PerĂş, Lima, B-350.

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introducir mercancías de contrabando. Tras superar el estrecho de San Bernardino, el ponían rumbo a las islas Marianas meridionales, ligera desviación hacia el Este que les facilitaba un nuevo aprovisionamiento y les alejaba de las islas que se extendían entre los archipiélagos filipino y nipón, en las que merodeaban los piratas. Desde las islas Marianas se viraba hacia el Norte, hasta rozar el paralelo 40, latitud en la que el navío cambiaba el rumbo hacia el Este y afrontaba el difícil reto de atravesar el gran océano. Un largo viaje de varios meses en el que no se hacían escalas hasta que se avistaban las costas norteamericanas, a la altura del cabo Mendocino. Comenzaba entonces la última etapa de su viaje, inaugurada por el Tribunal de las Señas, una fiesta a bordo en la que, entre alegrías, dulces y vino, se adivinaba la feliz llegada a su destino. El galeón viraba entonces hacia el Sur y, tras superar el cabo San Lucas, solía arribar en Acapulco en el mes de diciembre, según hubieran ayudado los vientos y las corrientes. No era un viaje exento de peligros, pues las tormentas y los tifones dañaban los navíos, los desviaban de su rumbo o, incluso, se los tragaban, como le ocurrió al gran galeón Nuestra Señora del Pilar, que desapareció en la inmensidad de las aguas en 1750, o al Nuestra Señora de Guía, hundido a causa de un temporal cuando se disponía a enfilar el estrecho de San Bernardino. Además, les acechaban los piratas, deseosos de capturar un botín tan valioso. El galeón Santa Ana fue apresado por Cavendish cuando navegaba por las costas californianas en 1587, la nao San Diego fue hundida en 1600 cuando se enfrentaba al corsario Olivier van Noort, el Nuestra Señora de Covadonga fue apresado por Anson cuando regresaba de Acapulco en 1743, el Santísima Trinidad fue capturado en las cercanías de Manila en 1762,… Tristes ejemplos que no ensombrecen una navegación que, las más de las veces, se culminaba con éxito. De hecho, en sus 250 años de historia fueron 4 los galeones caídos en poder enemigo y una treintena los perdidos a consecuencia de las inclemencias meteorológicas. Tales peligros movieron algunas iniciativas para encontrar rutas alternativas de duración algo menor, como presenta en el mapa expuesto. Derrotas del viaje de Filipinas… perteneció probablemente a la colección de Melchor de Portocarrero, conde de la Monclova, que fue virrey de Nueva España entre 1686 y 1688, y virrey de Perú entre 1689 y 1705, fecha de su muerte5. Su interés en mejorar las fortificaciones y defensas de los dominios españoles le movió a reunir una colección cartográfica que incluía mapas de diversos enclaves del océano Pacífico, entre ellos las islas Filipinas, la península de California y el mapa que nos ocupa. No parece que su confección fuera el resultado de una decisión premeditada, aunque sí la reunión de aquella cartografía que le resultase útil para salvaguardar los intereses hispanos en el océano Pacífico. El derrotero que nos ocupa fue realizado a mediados del siglo XVII. La consideración R. Gutiérrez y Félix Benito, Ciudades y fortalezas del siglo XVII. Cartografía española y americana en la Biblioteca Nacional del Perú, Lima: Biblioteca Nacional del Perú, Centro de Documentación de Arquitectura Latinoamericana, 2014, pp. 7-8, 108-109.

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Mapa de la bahĂ­a, puerto y castillo de San Diego de Acapulco. 7 de abril de 1712, MĂŠxico. Papel manuscrito; dibujo a tinta, aguada en colores. 1 hoja de 49 x 38 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, MP-MEXICO, 106.

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de California como una isla separada de la masa continental sitúa este mapa con posterioridad a 1622, cuando Antonio de Herrera, en su Descripción de las Indias Occidentales, incorporó las teorías derivadas de la expedición que realizara Sebastián Vizcaíno. No fue hasta comienzos de la centuria siguiente cuando se comprobó que se trataba de una equivocación, siendo varios los mapas que, entre tanto, mantuvieron tal error6. Por otra parte, la escasa definición de las costas de Nueva Guinea, la incorporación de las Islas de los Ladrones, incluida la de Guam, y la ausencia de referencias a las Islas Carolinas, pese a incluir alguna de las más occidentales, reafirmaría la datación del mapa a mediados del siglo XVII. Por entonces ya se habían producido algunas incidencias en la ruta regular, demasiado prolongada en su regreso hacia Acapulco, de ahí que se propusiesen rutas alternativas. Una de ellas, reflejada en el mapa, proponía navegar hacia el Este, contra el viento predominante y haciendo escarceos —esto es, en zigzag—, hasta alcanzar la mitad del océano. Se viraba entonces hacia el NE, hasta alcanzar el cabo Mendocino, retomando así la ruta tradicional del galeón de Manila. Asimismo, el mapa propone una ruta meridional poco precisa, que buscaría los vientos australes bajo la línea ecuatorial antes de virar hacia el NE y dirigirse directamente hacia Acapulco. Estas rutas son el precedente de las experimentadas a mediados del siglo XVIII, aunque entonces se renunció a embocar el estrecho de San Bernardino y, en su lugar, probaron la navegación a lo largo de la costa norte de la isla de Luzón o descendiendo hasta Zamboanga para atravesar el Mar de las Celebes. En Acapulco esperaban la llegada del galeón, ocasión que se celebraba con una gran fiesta y una gran feria comercial. Sus dimensiones eran mucho más modestas, pues apenas era un poblado de casas y almacenes alrededor de unas pocas iglesias y edificios principales, dominados por el fuerte de San Diego desde un cerro próximo y ubicado al fondo de una bahía. Aunque recibió el rango de ciudad en 1579, nunca alcanzó la importancia de Manila, lo que no le impidió que se convirtiera en uno de los principales puertos hispanos del Pacífico. La llegada del galeón o, mejor dicho, la simple aproximación del mismo y su atisbo en el lejano horizonte, desataban una febril actividad en la ciudad, alentada por el repicar de las campanas. Si hacía escala previa en el puerto de San Blas o en Monterrey, como se impuso a lo largo de los siglos XVII y XVIII, los mensajeros se adelantaban para que, al llegar a su destino, todos los comerciantes de la región estuviesen prevenidos. Durante un par de meses este enclave costero se convertía en un hervidero de comerciantes y transportistas, que atendían a los negocios concertados desde Manila o México, descargaban el galeón, organizaban los envíos de fardos hacia la capital novohispana u otros destinos, o se ocupaban de abastecer y preparar el retorno hacia las Filipinas. Aunque la feria oficial duraba unos veinte días, entre enero y febrero, en la práctica se prolongaba durante todo el tiempo que el 6

G. McLaughlin y N. H. Mayo, The Mapping of California as an Island, Saratoga: California Map Society, 1995.

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Resumen de la carga del galeón Nuestra Señora de Begoña en su tornaviaje hacia las islas Filipinas. Acapulco, 28 de febrero de 1714. Papel manuscrito. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 206, N.1

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RelaciĂłn de los alimentos asignados a los tripulantes de los navĂ­os Santiago y San Ildefonso durante su estancia en Acapulco y relaciĂłn de sus bastimentos para su tornaviaje hacia Manila. 1591. Papel manuscrito. 2 hojas de 30,7 x 20,7 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 34, N.90.

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navío permaneciese fondeado. Todo ello supervisado por los oficiales reales, celosos del cumplimiento de las ordenanzas y de la recaudación de la hacienda pública, aunque nunca se erradicó el contrabando. El plano expuesto es un buen ejemplo de todo lo narrado, pues en él podemos contemplar varios veleros fondeados en su bahía y, aproximándose al puerto, un galeón a todo trapo. Este plano, heredero de algunos dibujos anteriores, fue realizado a comienzos del siglo XVIII y fue enviado al Secretario de Estado de Marina e Indias con carta de 7 de abril de 1712. En él se aprecian con nitidez las edificaciones del puerto y la población, sus fortificaciones y la orografía principal de su entorno. Si en la ida predominaban las sedas y porcelanas chinas, las especias asiáticas y algunos enseres de marfil o maderas nobles, en la vuelta las monedas de plata superaban con mucho al tabaco, el cacao, la vainilla, las manufacturas regionales o europeas,… Una media de 200.000 pesos o reales de a ocho, como también se les conocía, acuñados en la ceca de México o, incluso, en las más lejanas de Lima o Potosí. De hecho, pese a las reticencias de la metrópoli, los productos del galeón no sólo viajaban a España. Muchos se quedaban en Puebla, México u otras poblaciones novohispanas, mientras que otros se embarcaban hacia Panamá, Guayaquil, Lima… El galeón Nuestra Señora de Begoña nos dejó noticias de su carga cuando se disponía a partir hacia Manila el 31 de marzo de 1714, viaje en el que cobraron importancia los bienes alimenticios. En sus bodegas había cacao de Maracaibo, que respondía a la creciente demanda de la élite social manileña, aunque no se menospreciaba el cacao de la costa, proveniente del territorio mexicano. También se embarcó chocolate en cajetas, un modo de envase antecedente de las posteriores tabletas, ya utilizado entonces para otro tipo de dulces. Además, el registro incluye especias y plantas aromáticas europeas que tenían usos medicinales y alimenticios, como la alhucema, el romero, el anís, el orégano y la esencia de rosas. Algunas eran escasas en Filipinas, aunque otras eran conocidas a partir de su comercialización desde el continente asiático. Este navío también llevaba vainilla, especia centroamericana que creció en importancia según se extendía el consumo de chocolate. Respecto al chile, si en un principio se transportaba seco, ora entero y en ristras, ora triturado, pronto se sumó al resto de verduras encurtidas en vinagre, como se constata en este ejemplo. Menos difundido era el achiote, desconocido en la metrópoli pero arraigado en el continente americano, del que era originario. Su uso como colorante alimenticio lo convertía en un sustitutivo del azafrán, mucho más caro, de ahí que fuera exportado a las islas Filipinas, donde encontró cierta acogida. Tampoco faltaron el vino, el aceite, los jamones, la manteca, los quesos y la harina de trigo, una constante en los viajes transoceánicos que, en el caso de las islas Filipinas, contaba con el valor añadido de su escasez en el archipiélago.

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Cuentas de la adquisición y distribución de varios utensilios de cocina fabrizados en loza Chilapa, para abastecer los almacenes reales de Acapulco y, con ellos, a los navíos San Ildefonso y Santiago, que se preparaban para zarpar hacia Manila. 1590. Acompaña a otras partidas recogidas en la contabilidad de los citados almacenes reales. Papel manuscrito. 1 hoja de 30,3 x 21,1 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, CONTADURIA, 897

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Mientras se descargaba el barco, se cerraban los negocios o se aprovisionaba la nave, los pasajeros y la tripulación se relajaban, a la espera de la fecha de partida. Era el momento de contratar marineros, preparar equipajes y algunos víveres propios, solventar los permisos para el pasaje y hasta de rezar. Los galeones Santiago y San Ildefonso habían fondeado en Acapulco y se hallaban a la espera de emprender su viaje de regreso. Mientras se acometían los preparativos y se cerraban los negocios, la gente de mar, la gente de guerra y 23 frayles de Sant Agustín que se disponían a partir hacia las islas Filipinas tenían que comer con los víveres que se les dio mientras estuvieron en el dicho puerto: Jamones, bizcochos y pan, garbanzos, habas, quesos, pescado fresco y en salazón, sal, aceite, vinagre. La estancia en el puerto de Acapulco se prolongaba durante varias semanas, hasta que en el mes de marzo los galeones emprendían su regreso. Así lo hicieron los galeones San Ildefonso y Santiago y, a tal efecto, se pertrecharon de todo lo necesario para el viaje: 450 quintales de bizcocho bajo y otros 46 bizcocho blanco, o sea, de calidades inferior y superior, según la proporción de harina de trigo que llevaban. Algo más de 27.000 kg, pues era el alimento principal durante el trayecto. De legumbres cargaron garbanzos, lentejas y habas, cocinadas probablemente con el aceite, las cebollas, los ajos y algún pedazo de carne salada, pescado o tocino. De hecho, sabemos que se cargaron casi 100 arrobas de tocino, 50 de ellas del de Toluca, valle mexicano que destacó desde mediados del siglo XVI por su producción de jamones, tocinos y embutidos. No así el aceite, el vino y el vinagre, que procedían de la lejana España. Las 65 arrobas de vino ayudarían a mitigar la sed de los tripulantes, que también contaron con 425 pipas de aguada, a consumir y luego rellenar con la lluvia que les cayese. Les esperaba un viaje algo más leve, pues tras zarpar, apenas variaban su latitud y, al llegar a las islas Marianas solían hacer escala en Guam para abastecerse y solventar los problemas que hubieran surgido durante el trayecto. Los barcos alcanzaban la bahía de Manila entre mayo y junio, después de un trayecto más corto y menos tortuoso, aunque las aguas pacíficas a veces ocasionaban contratiempos. Así le ocurrió al galeón Santiago pues, si ambos navíos partieron de Acapulco el 25 de marzo, a Cavite tan sólo llegó el San Ildefonso, un 21 de junio de 1591. Su nao compañera se había extraviado durante el viaje y nunca se supo más de ella. En 1747 Manuel Fermoselle, fraile franciscano, llegó al puerto de Acapulco al frente de un grupo de misioneros que iban a embarcar hacia Manila. Sus recomendaciones, transmitidas a sus correligionarios al año siguiente, son una buena muestra de lo que suponía preparar y emprender esta travesía. Según su relato, debían presentarse ante el castellano de la ciudad, que les asignaría un lugar adecuado donde alojarse y gestionaría su pasaje, ratificado por las reales cédulas de que disponían. Los frailes se instalaron en el convento de su Orden y se dispusieron a organizar el viaje, adquiriendo todo lo necesario para la travesía. No era tarea fácil, por lo que, tras la experiencia vivida, quiso ayudar a futuras misiones con el escrito que se expone.

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Instrucciones sobre lo que ha de hacerse en MĂŠjico y Acapulco para proveer de las cosas necesarias a los religiosos que pasan a Filipinas, por fr. Manuel Fermoselle, OFM. Manila, 20 de abril de 1748. Copia. Papel manuscrito. 4 hojas de 28,5 x 20 cm. Archivo Franciscano Ibero-Oriental, Madrid, 69 / 24.

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Durante su estancia en Acapulco, los 50 frailes adquirieron los alimentos que pensaban consumir durante la travesía: Una carga de harina, 48 cajones de bizcocho blanco, 2 tercios de lentejas, 14 de frijoles, 17 de maíz, 2 de habas, 8 de garbanzos, 37 tancales de calabaza y una tinaja de fideo chino. Es interesante constatar la procedencia de todos estos alimentos, muestra del desarrollo de una sociedad criolla integradora que, en el ámbito alimenticio, aceptaba productos de toda procedencia. El propio Fermoselle había nacido en Zamora y estuvo cierto tiempo en Nueva España antes de cruzar el océano Pacífico, dedicándose el resto de su vida a evangelizar las islas Filipinas. Como otros tantos españoles, se había adaptado a su nueva vida, o al menos, había asumido con naturalidad unos términos y productos que parecía conocer cuando redactó el presente documento. Así le ocurrió con las legumbres, pues supo distinguir los frijoles parraleños, los chicmecos —quizás el frijol rojo, común entre los chichimecas— y los blancos. También informó de las carencias del mercado de Acapulco, pues hizo constar que el viscocho, potages, guleis (…) vienen de México. De hecho, la llegada del barco atraía comerciantes de toda la región y, en el caso del cereal, las legumbres y las verduras, en su mayor parte venían del interior, fundamentalmente de los valles de Puebla, México o, como recomienda Fermoselle en el caso del maíz, de Chilpancingo. Resulta interesante, por lo demás, la identificación que hace de las legumbres con su forma principal de cocinado—el potaje— y, sobre todo, el hecho de referirse a las verduras con su voz correspondiente en tagalo, gulay, entre las que se incluirían las coles en vinagre que embarcaron los franciscanos. También se surtieron des aceitunas traídas de España, un cajón de quesos y, como condimentos e ingredientes para preparar sus alimentos, 5 barriles de manteca, 1 de vino blanco, 1 cajón de especias, 1 bote de 30 libras de polbos, 3 tinajas de vino de coco, 6 de azúcar, 3 de sal, 1 de mostaza salada, 7 tinajuelas de vinagre, 1 tercio de chiles secos, 2 tercios y 5 goacales de cebollas y otro tercio de ajos. Respecto a la carne y, aunque en sus recomendaciones sólo cita la cecina y la compra de algunos animales, en la relación de víveres que embarcó en 1747 se incluyen 1 cajón de patas y lenguas, 3 de lomos, 7 de tocinetas, 9 de jamones, 12 tercios de tasajos y, como embutidos, 2 cajones de chorizos y 2 de longanizas, que aconsejaba comprar en México. De hecho, algunos bienes de consumo podían adquirir un precio desorbitado, sobre todo cuando se acercaba la fecha de partida, de ahí que fuera recomendable adquirirlos con anticipación. Así ocurría con el azúcar, del que embarcaron 2 cajones, y con el vinagre, que venía de la costa. Aunque no cita su origen ni da mayor información, esta referencia parece aludir a la producción de vino y vinagre de coco en la región de Colima, cultivo vinculado al tráfico marítimo y al asentamiento de inmigrantes provenientes de las islas Filipinas. De hecho, los frailes también compraron un cajón y un tercio de tollos o pescado seco que, según Fermoselle, comercializaban los sangleyes.

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Instrucciones sobre lo que ha de hacerse en MĂŠjico y Acapulco para proveer de las cosas necesarias a los religiosos que pasan a Filipinas, por fr. Manuel Fermoselle, OFM. Manila, 20 de abril de 1748. Copia. Papel manuscrito. 4 hojas de 28,5 x 20 cm. Archivo Franciscano Ibero-Oriental, Madrid, 69 / 24.

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Lista de bastimentos del patache Nuestra SeĂąora de Covadonga, que partiĂł de Cavite hacia Acapulco en 1742. Papel manuscrito; dibujo a tinta. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 256, N.1.

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También se llevaron 10 terneros y 19 cerdos vivos, animal este último más fácil de alimentar y engordar. De hecho, sabemos que embarcaron 2 comederos de puercos y, junto a ellos, 2 tinajas chicas, acaso con agua, 2 tercios de salvado y 8 tercios de zacate, probablemente para alimentar a los citados animales. También se compraron 5 gallineros grandes, cuyas aves les proporcionarían huevos y carne. El fraile recomendaba no embarcar huevos por lo frágiles que eran y ante la posibilidad de que los descuidados cargadores los rompiesen al embarcar, hablando acaso por propia experiencia. Los dulces, de fácil conservación, compensaban una dieta con excesos de sal, y por eso compraron 4 cajas de chocolate, 3 de dulce de chocolate, 2 de cajetas —probablemente de otro tipo de dulce, acaso el dulce de leche— y 2 tinajas de marquesotes, un bizcocho dulce popular en tierras novohispanas. Más difícil era preservar la fruta, por lo que se recurría a diversas técnicas, como el secado o la conserva en almíbar. En esta ocasión se cargaron 2 cajones de orejones, albaricoques o duraznos desecados, una tinaja de tamarindos, otra de limones y otra de birimbinis o kamias en almíbar. Finalmente, la bebida. Según Fermoselle la oficialidad del galeón siempre buscaba su propio beneficio y, en este sentido, quiso embaucarles para que cargasen 2.200 tinajas, más agua de la realmente necesaria. Por eso buscaron una segunda opinión y, siguiendo los consejos de otro pasajero, tan solo embarcaron 750 tinajas de agua, cantidad que resultaron suficientes. Además, contaban con cha para las tardes, o sea té, y chía, una legumbre centroamericana que, sumergida en agua, liberaba una sustancia que se aderezaba con hierbas aromáticas y especias, bebida refrescante que fomentaba el ahorro de agua.

Un entorno multinacional Hablar de esta ruta desde una exclusiva perspectiva económica resta valor al conjunto de intercambios que propició. El tránsito de personas, bienes e ideas fluyó durante más de doscientos años y fomentó el acercamiento de las comunidades establecidas a ambos lados del océano Pacífico, integrándolas en el ámbito cultural hispano. Estas ciudades flotantes, en las que convivían varios centenares de personas, eran un compendio étnico y lingüístico en el que la oficialidad española o criolla convivía con una marinería de nacionalidades diversas. La documentación de los galeones Santiago y San Ildefonso, resultado de las gestiones llevadas a cabo en Acapulco, nos sugiere el origen de algunos de sus tripulantes: Los había españoles, nacidos en la metrópoli en su mayoría, aunque también asiáticos, presunto origen de los marineros apellidados Ugui, Ongol, Golo, Sucaya, Manay, Pancán, Tacu o Parañaque, por citar algunos. Es difícil llevar a cabo aseveraciones rotundas, aunque todo parece indicar que había incluso tripulantes americanos nativos, como parece sugerir la presencia del grumete Agustín Salacoatl.

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Lista de bastimentos del patache Nuestra SeĂąora de Covadonga, que partiĂł de Cavite hacia Acapulco en 1742. Papel manuscrito; dibujo a tinta. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 256, N.1.

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Lista de bastimentos de la goleta San Antonio de Padua, que partiรณ de Manila en 1743. Papel manuscrito. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 257.

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Dibujo del galeĂłn Nuestra SeĂąora del Mar. 1691. Papel manuscrito; dibujo a tinta, aguada en colores. 1 hoja de 55,6 x 37,8 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, MP-INGENIOS, 318.

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Ciento cincuenta años después, el patache Nuestra Señora de Covadonga, uno de aquellos barcos de nuevo diseño, contaba entre sus tripulantes con filipinos, sangleyes, españoles, criollos mexicanos,… aunque la adopción de nombres y apellidos hispanos dificulta su identificación. Tan sólo algunos atestiguan su origen, como los marineros y grumetes llamados Camachile, Pangasinán, Ilisán, Macapinlac, Malinao, Tangán, Madlangbayán, Apalit, Dangarán, Manalo y Cavilín o la presencia de varios panday, herreros en tagalo. No hubo incidencias reseñables en su viaje hacia Acapulco, arribando a su puerto el 13 de febrero de 1742. Poco después, transcurrida la estancia de rigor y con las bodegas repletas de plata americana, zarpó hacia las islas Filipinas. Sin embargo, el enemigo les esperaba en las cercanías del cabo del Espíritu Santo. El 16 de junio fue atacado por el navío británico Centurión, comandado por George Anson. 60 muertos, otros tantos heridos y un buque destrozado fueron el balance de la batalla, en la que a los españoles no les quedó más remedio que rendirse. Continuó entonces su periplo hacia los puertos de Macao y Cantón, donde Anson vendió el maltrecho barco y todo aquello que no quiso aprovechar. Entre tanto, la noticia llegó a la ciudad de Manila y, en un desesperado intento por recuperar el galeón y su cargamento antes de que tocase los puertos del continente, pertrecharon una armada con la que perseguirles y, de paso, proteger la venida del patache Nuestra Señora del Rosario, que al final llegó sin contratiempos. No pudieron evitar, empero, la fuga de Anson, que logró escapar, cruzar el mar de China, los océanos Índico y Atlántico y llegar a Inglaterra en junio de 1744. Pero trascendamos del relato para constatar como el crisol étnico que iba a bordo del Nuestra Señora de Covadonga se reflejó en sus bodegas, información que nos aportan varios documentos escriturados cuando partió de Cavite hacia Acapulco, mucho antes del citado desenlace. Si su tripulación era de razas diversas, también lo eran sus gustos alimenticios, circunstancias que, asimismo, se vieron condicionadas por los productos disponibles en las islas Filipinas. La harina de flor de trigo, para hostias, los bizcochos y el vino de Castilla respondían al gusto europeo, por más que algunos de estos alimentos, como el trigo, pudieran provenir de China. De hecho, las gallinas vivas, la carne cecial, acaso de Carabao, la carne de puerco en salmuera, la sal y los tollos debían haberse adquirido en las islas Filipinas. Pudiera pensarse que la referencia a tollos enmascaraba el tuyó filipino, aunque el documento deja claro que se trataba de carne de tiburón desecada, lo que coincide con su acepción hispana. Ello no obsta para reconocer la presencia de términos y productos autóctonos, como el arroz pinagua, esto es, limpio, o el azúcar de Pasay. La gastronomía novohispana también estaba presente en las bodegas del Nuestra Señora de Covadonga, pues consta que se cargaron marquesotes. Sin embargo, los bastimentos de este galeón destacaron por su ineludible vinculación a la gastronomía

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Inventario de bienes de Damiรกn de Esplana, gobernador de las islas Marianas. Manila, 25 de mayo de 1703. Se incluye en el testimonio de los autos sobre la liquidaciรณn de sus bienes. Papel manuscrito. Hoja de 31,5 x 21,5 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 128, N.16.

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filipina y china. Los mongos eran la respuesta lógica al avituallamiento de legumbres y el vino blanco de la tierra, o vino de coco, y el vinagre de tuba, eran el equivalente local a sus gemelos ibéricos. Respecto al pescado seco, tan común, la goleta San Antonio de Papua, una de aquellas que se fletaron para perseguir a los ingleses, llevaba aletas de tiburón y pescado seco de las especies algodones, dalages, bocaduces, taraquitos, dorados, lizas, bacocos y caballas chicas. Todo un compendio de ictiología española, americana y filipina. Tras estos testimonios no sorprende que algunos colectivos, acostumbrados a las idas y venidas, liderasen el proceso de intercambio cultural, gastronómico y léxico. Recordemos al padre Fermoselle. Quizás por ello, aprendió a distinguir los tipos de frijoles y sus zonas de producción, a reconocer los beneficios de la chía y el té, y a disfrutar del chocolate y dulces como los marquesotes. Los oficiales españoles llevaban consigo una parte de sus gustos culinarios, como le ocurrió a Damián de Esplana, gobernador de las islas Marianas. Entre sus bienes aparecieron cacao de Guatemala, trigo cosechado en Filipinas, vino Pedro Ximénez y Mistela, aceite de oliva español, azúcar filipino, santoles y otras frutas en conserva, hojas de mostaza en salmuera, culantro, anís de China, comino, canela de Ceilán, clavo, pimienta y nuez moscada. Al puerto de Acapulco llegaban también alimentos filipinos, como los tollos comercializados por los chinos. Incluso se cultivaban plantas asiáticas, como ocurrió con el tamarindo y, ya en el siglo XVIII, con el mango. Más sorprendente resulta el consumo de bilimbines en almíbar, que llevaban los citados franciscanos, acaso por haber sobrado de una travesía previa. Ya eran conocidos por Alzina, quien constató su preparación en almíbar y su diferencia de la fruta estrellada, entonces recién llegada a las islas7.

Vivir y alimentarse durante la travesía La vida a bordo de estos grandes barcos era realmente difícil aunque, adaptándose a las circunstancias, los tripulantes y pasajeros intentaban acomodarse y organizar sus vidas. No era, desde luego, un viaje cómodo, ni si quiera para los oficiales o los pasajeros principales, y siempre rondaba el peligro. En todos los trayectos eran varios los fallecidos, aunque el largo periplo de Manila hacia Acapulco causaba mayor mortandad. El frío, las inclemencias meteorológicas, una alimentación deficiente y carente de vitaminas, la falta de higiene y el simple hacinamiento facilitaban la aparición de enfermedades. Si de ordinario se tardaban cinco o seis meses, cualquier incidencia podía prolongar la travesía y causar estragos, como le ocurrió al galeón San José en 1662, que perdió un centenar de personas a consecuencia del escorbuto.

7

F. Alcina, Historia de las islas e indios Bisayas, ed. cit., p. 75.

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Azulejos valencianos. [ca. 1780]. Cerรกmica pintada y esmaltada. Azulejos de 20 x 20 cm. Cocina valenciana, Museo Nacional de Artes Decorativas, Madrid, CE05135

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Pese a sus dimensiones, los galeones no disponían de mucho sitio, circunstancia que se agravaba aún más si empeoraba el tiempo. Los varios centenares de personas tenían que convivir en un espacio reducido y, aunque existían algunos camarotes y se construían habitáculos en cubierta, no eran suficientes para todos. La mayoría improvisaba reducidas estancias en los huecos que encontraban, adaptándolos a sus necesidades durante el transcurso del día. A la hora de las comidas se removiesen bultos, equipajes, paquetes diversos e, incluso, algunos animales para hacer sitio a los tablones y cajas que servían de mesas y bancos, del mismo modo que durante la noche todo se readaptaba para dormir con cierta intimidad. Si, para mayor complicación, se movilizaba a la tripulación para hacer frente a la navegación o el combate, aquello debía suponer un verdadero trastorno. En este contexto, las comidas eran muy precarias. Algunos alimentos eran de fácil ingesta, como las bebidas racionadas, el bizcocho, los tasajos de carne o pescado,… pero otras requerían su cocinado previo y su degustación sobre una superficie que, al menos, asemejase una mesa. Los bastimentos de los barcos reflejan, no obstante, la existencia de cierta variedad de productos que complementaban la dieta básica del marinero. El bizcocho, a remojar en agua o vino, y los guisos de legumbres con algo de carne o pescado, eran la base de la alimentación, de cantidades siempre parcas. En ocasiones especiales se alternaban el tocino, los jamones, el queso, algunos frutos secos o lo que se pudiera pescar, y la existencia de aceite, vinagre, ajos y cebollas sugiere la preparación de sofritos. Eso sí, el capitán y sus invitados podían disfrutar de una cocina más elaborada y condimentada, mayores raciones y algunos extras, como carnes asadas —de animales que se habían embarcado vivos—, embutidos, carne de membrillo u otros dulces varios—recordemos el kalamay filipino o los marquesotes mexicanos—,… Eso sí, todo tripulante podía complementar su exigua dieta con aquello que embarcase entre sus pertenencias, algo bastante frecuente. No era sólo para su consumo, sino para obtener beneficios de su venta en alta mar. Los pasajeros no disfrutaban del rancho de abordo, salvo que así lo negociasen con el capitán o maestre de la nao. Sí recibían agua, sal y carbón, aunque solían aumentar sus raciones con cantidades extra. En todo caso, embarcaban todo aquello que fueran a necesitar, incluidos sus víveres y hasta animales vivos. Hay que recordar que algunos viajaban en familia y, en el caso de las autoridades, acompañados de un séquito más o menos numeroso, lo que facilitaba la organización de sus ranchos y reclamaba ciertas atenciones y disponibilidad de espacio. Eso sí, si el viaje se prologaba y escaseaba la comida, el capitán podía autorizar el racionamiento de todos los víveres existentes. Los galeones disponían de dos fogones o cocinas de ladrillos refractarios bajo el castillo de proa, por lo que la tripulación y el pasaje debían turnarse para su utilización, de ahí que las fuentes citen la existencia de hornos de cobre, trébedes y otros utensilios de cocina.

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Ya en tiempos de Magallanes, su armada contaba con dos hornillos, cinco ollas grandes de cobre y cinco calderas, aunque algunas estaban destinadas a calentar la brea para calafatear. También embarcaron cerca de 50 cuartillos y 2 medios cuartillos de madera para las raçiones que se han de dar, de vino y agua, que se servían en las 100 galletas o jarras individuales8. La comida se cocinaba en las citadas ollas y calderas, convenientemente aderezada con las especias y demás condimentos que podían majar en 12 de morteros o en un almirez de cobre, aunque este último estaba destinado a la botica de abordo. Además, disponían de unas 70 gamellas o artesas con las que mezclar o preparar los ingredientes, igualmente útiles para lavar la rudimentaria vajilla. Unos años después, la expedición de Garci Jofre de Loaísa embarcó 3 asadores y una parrilla de hierro en los que asar el pescado que capturasen y 3 ollas de cobre, un puchero de estaño y 3 sartenes de hierro donde cocinar platos diversos, además de 4 trébedes para sustentarlos sobre el fuego, según reza el testamento otorgado por Juan Sebastián Elcano9. Cinco cucharas de hierro sirvieron a los cocineros de la expedición de Magallanes para remover y servir los guisos y, para comerlos, contaban con 230 escudillas. Si se trataba de carnes o pescados que trinchar, contaban con más de 100 tajadores y unos 80 platos de madera, que se distribuían sobre tablones que hacían de mesa, al menos cuando era posible. Otros utensilios vinculados a los alimentos eran las botijas, pipas, cántaros, tinajas, orzas y demás recipientes destinados a su almacenamiento o transporte, como las espuertas destinadas a sacar los biscochos de los pañoles. Aunque pudiera parecer que en los barcos imperaba cierta urbanidad, las múltiples referencias evidencian que, las más de las veces, la marinería se veía obligada a compartir vasos, escudillas y platos y a utilizar sus equipajes como único asiento o mesa. Tan sólo los altos oficiales y sus invitados disfrutaban de mayores comodidades, como disponer de asiento o comer a mesa y mantel con vajilla y cubertería para cada comensal. De hecho, Magallanes llevó consigo manteles de cañamazo de 8 varas de largo y Juan Sebastián Elcano hizo relación de todos sus bienes poco antes de morir, en la que se incluyen 2 tazones, 3 cucharas y un jarro, todos de plata, a buen seguro su vajilla personal. Además, enumera entre sus posesiones varios saleros, tijeras, platos de estaño, aguamaniles y bacinas grandes y pequeñas. Algunos de estos bienes debieron ser parte de lo adquirido para la expedición y, por tanto, de uso general de la tripulación, si es que no esperaba comerciar con ellos a su llegada a las islas Molucas, como pudo ser el caso de los 39 platos o las 8 docenas de cuchillos. En todo caso, son una muestra de lo que pudo usar en sus comidas.

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AGI, Patronato, 34, R. 10, fols. 6 v. – 7v., 15 v.

9

AGI, Patronato, 38, R.1 (5).


Si atendemos a las cuentas de la expedición de Miguel López de Legazpi comprobaremos un utillaje similar, con el interés añadido de su lugar de procedencia. Así los baldes para serviçio, las botijas y las tinas grandes, medianas y pequeñas nos recuerdan la necesidad de almacenar y consumir el agua. Para comer usaban los más de 60 platos de madera que se habían tallado en Michoacán10, de donde debieron proceder probablemente algunas de las 177 escudillas, tajadores y morteros con sus manos, como también las docenas de piezas de loza, entre ellas platos, escudillas, borçelanas y jarros. No así la balanza de cobre para pesar, que debía provenir la metrópoli, útil para calcular las proporciones, pagos, etc.11 Un par de años después se repiten los mismos utensilios en la expedición de Juan de la Isla, que trajo de España 10 botijas de barro, 6 barriles de barro de Toledo, 16 jarros pequeños y otros 17 medianos, 12 escudillas y 6 ollas, todas de barro. Además, llevaban 32 platos y escudillas de madera, 4 galletas y 8 vasos de beber, de uno o de medio azumbre de capacidad. Asimismo toneles, botas, cuartos y barricas de madera y hasta “pellejos”, o sea, odres, sirvieron para almacenar los alimentos de abordo. Los galeones de los siglos XVII y XVIII eran más grandes y, en consecuencia, las incomodidades pudieron aliviarse, aunque nunca fue un viaje de placer. Retomemos aquí las recomendaciones del padre Fermoselle, que dispuso de un camarote, más por seguridad y para cierta organización de su comitiva que para su alojamiento. Su rancho, o sea, su alimentación y descanso durante el viaje, se lo encomendaban a un mayordomo, que solía elegirse de entre los tripulantes del galeón que tuviesen experiencia en estas lides, todo a cambio de un sobresueldo. Si era un grupo numeroso podían llegar a tener varios asistentes, que se encargaban de la adquisición de todos los víveres y su posterior control, preparación y racionamiento. Entre los utensilios de los citados misioneros había un horno grande —acaso de cobre—, 3 peroles, 1 caldero para agua de chocolate, 3 batidores, 1 almirez con su mango, 24 cubiletes, 2 espumaderas, 2 cucharones, 1 rallador, 6 sartenes, 3 cuchillos grandes y otros 12 cuchillos, 1 hacha, 5 trébedes de mayor a menor, 1 azadón y picaderos, y una frasquera con especias. Su agua la llevaban en toneles o pipas de madera, pues las tinajas de barro solían rezumar y era necesario repararlas con brea para impermeabilizarlas. Eso sí, convenía tener al menos un martabán en el camarote, siempre con su tapadera y tinajas o tibores con tapadera y cierre con llave, tanto para el agua como para el azúcar o el chocolate.

10 La población nativa de la región de Michoacán, actual estado mexicano de Morelia, se destacó por su destreza en el trabajo de la madera y el barro, sumando a su herencia ancestral las influencias recibidas de los españoles. Cfr. Mathías de ESCOBAR, América thebaida. Vitas patrum de los religiosos hermitaños (sic) de nuestro padre San Augustín de la provincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán, 1729; Edición de 1924, México: Imp. Manuel de los Ángeles Castro, pp.147-148. 11

AGI, CONTADURÍA, 1197, fols. 80 v. y 99 v.

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Foto Museo Nacional de Artes Decorativas (MECD)


Cocinar con sabor a tres continentes Antonio Sánchez de Mora

En las islas Filipinas nació una gastronomía multicultural, fruto del encuentro de sus gentes y del intercambio de técnicas, costumbres y alimentos. Una muestra evidente de la globalización que se estaba produciendo desde el siglo XVI, pero que hundía sus raíces en la herencia recibida por cada uno de los pueblos que confluyeron en aquel archipiélago. En este contexto, la comunidad española afincada en la colonia intentó mantener su estilo de vida. Gobernadores y arzobispos solían contar con cocineros en su séquito, que debían conocer las recetas más selectas de la cocina hispana y, por qué no, de la criolla. Entre tanto, oficiales reales, mercaderes, eclesiásticos, marinos y demás inmigrantes procurarían adaptarse lo mejor posible. El hecho de que muchos hubieran nacido o vivido largo tiempo en Nueva España explicaría la existencia de similitudes entre la cocina hispana de ambos lados del océano Pacífico. Al igual que allí, en Filipinas se mantuvo la adquisición de productos foráneos: Del continente asiático se importaba trigo, jamones, frutas y verduras,… y de la lejana España vino, vinagre, cereales y legumbres, especias,… También se fomentaron técnicas de procesado, como los encurtidos, las conservas, el vino y el vinagre de tuba o la transformación de la carne de carabao y de pescado de la costa para surtir el matalotaje de los galeones. Asimismo, la tendencia general a aprovechar todo lo disponible facilitaría la aceptación de productos locales, actitud ya presente en el Viejo Mundo y que se aplicó en el continente americano. Recordemos, por ejemplo, el interés de los cronistas por describir todos los comestibles que encontraban a su paso. El Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería de Francisco Martínez Montiño, cocinero de Felipe III, supuso un nuevo hito en la gastronomía ibérica. Su primera edición de 1611 contó con sucesivas reediciones y sus recetas fueron copiadas en libros de toda Europa, por lo que debió gozar de gran predicamento en todas las cocinas del Viejo y el Nuevo Mundo durante toda la centuria. Sumó al recetario español y a las obras precedentes lo aprendido en la corte portuguesa, donde ejerció como cocinero de la infanta Juana, hermana de Felipe II, formación que le permitió insuflar nuevos aires a las cocinas reales.

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Cocina mexicana inspirada en una cocina del siglo XVIII. Museo Amparo, Puebla, México. Foto A. Sánchez de Mora

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El siglo XVIII vino marcado por una creciente influencia de la cocina francesa como consecuencia del cambio dinástico, pues Felipe V de Borbón abrió su corte a las nuevas tendencias procedentes de Versalles. La Varenne había sentado las bases de un gran cambio conceptual de la alta cocina, incrementando el interés por las frutas y las verduras, abandonando el abuso de las especias o las salsas agridulces y reclamando un equilibrio que permitiese reconocer el sabor natural de los ingredientes. Su influencia alcanzó a la corte española, donde monarcas, nobles y altos oficiales reales contrataron a cocineros franceses a su servicio, que contribuyeron al éxito de esta nueva tendencia. Sin embargo, estos cambios no incidieron por igual en todos los sectores sociales, pues los habitantes del inmenso Imperio mantuvieron viva una gastronomía heredera de las tradiciones hispanas. Los recetarios de esta época reflejan mayor sencillez en sus preparaciones, una paulatina influencia francesa y una simultánea aceptación de ingredientes que, si bien habían encontrado pronta acogida en los sectores populares, habían sido descartados por los cocineros de palacio. Es sintomático, por ejemplo, que sea entonces cuando tuvieron cabida el tomate o el pimiento. El fraile apodado Juan de Altamiras y su Nuevo arte de cocina sacado de la escuela de la experiencia económica, publicado en 1758, es quizás el representante más significativo del setecientos hispano, aunque su cocina es menos sofisticada y más próxima a la vida cotidiana. Juan de la Mata publicó su Arte de Repostería en 1791, obra que refleja influencias francesas, italianas y portuguesas, además de prestar atención a ingredientes tan renovadores como el café, el té y el chocolate. También se interesó por el tomate, pues se le atribuye el mérito de ser el primero en incorporarlo a sus recetas. La paulatina aceptación de las especies descubiertas en América, que benefició sobre todo a los grupos más populares, incidieron en una mejor alimentación de la sociedad europea. En España triunfaron el pimiento, fresco o seco, el tomate y la patata, transformando muchas recetas: El chile molido o pimentón acabó desbancando ingredientes y modificando el aliño de muchos embutidos y salsas; los pimientos y tomates transformaron los sofritos y acompañamientos de carnes y pescados y la patata suplantó a hortalizas y tubérculos. La vida cotidiana, incluidas las celebraciones especiales que jalonaban el año, se hacía muy presente en la cocina de la casa, ya fuera honesta o adinerada. En este sentido, la orientación costumbrista de la azulejería valenciana del siglo XVIII nos ha legado ejemplos muy significativos de la gastronomía popular, que adaptaban sus decoraciones murales a piezas cerámicas acondicionadas a un espacio de humos y olores: la cocina. El uso de azulejos, cerámica pintada a mano y esmaltada antes de su cocción garantizaba su conservación y resistencia al agua, motivo por el cual se integraron en las cocinas. Estos motivos decorativos alcanzaron gran relevancia en la región valenciana a finales del siglo XVIII e, imbuidos de los gustos estéticos costumbristas, influyeron en la realización de estancias que imitaban las cocinas, aunque en realidad estaban destinadas a la degustación de los alimentos

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Molcajete y otros utensilios sobre una cocina del siglo XVIII. Museo Amparo, Puebla, México. Foto A. Sánchez de Mora.

Olla sobre hornillo portátil Museo de Arte del Ex-convento de Santa Mónica, Puebla, México.Foto A. Sánchez de Mora.

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ya preparados y en los que la élite disfrutaba de ratos de esparcimiento rodeados de escenas de vivos colores. Los azulejos expuestos pertenecen a una de estas cocinas, realizada en torno a 1780 para un palacio de la ciudad de Valencia y trasladados a mediados del siglo XX al Museo Nacional de Artes Decorativas, con sede en Madrid. En ellos se pueden apreciar alimentos y utensilios comunes en las cocinas españolas del setecientos e, incluso, escenas relacionadas con la vida cotidiana. La lejanía de las colonias ralentizó la influencia francesa y su pujanza económica facilitó una evolución propia desde las premisas de los siglos XVI y XVII, enriquecidas por las aportaciones autóctonas. Los recetarios novohispanos del setecientos, de entre los que sobresale el Libro de cocina de fray Jerónimo de San Pelayo, copiaban e interpretaban las recetas de Martínez Montiño e, incluso, algunas heredadas de Nola. Los asados, adobos, estofados, escabeches, potajes o empanadas compartían páginas con los moles, clemoles, antes o tamales, pues si las cocinas criollas mantuvieron el uso de las carnes, verduras y especias del gusto europeo, en Nueva España empezaron a experimentar no sólo con el maíz, los frijoles, los tomates y jitomates o los chiles y tornachiles, sino con piñas, cocos, plátanos, epazotes, jícamas, chayotes, guajolotes, mameys, zapotes, aguacates, pitahayas… Sincretismo culinario en estado puro. Los avances agrícolas también contribuyeron a la transformación de la gastronomía hispana. No sólo por la expansión de ciertos cultivos, sino por la modificación genética de muchas especies. La introducción en Europa o Asia de plantas americanas dio paso al desarrollo de híbridos regionales, ora mejor adaptados a los climas de acogida, ora más al gusto del paladar de quien los consumía: Pimientos, tomates, patatas, frijoles, calabazas, maíz,… poblaron los campos de todo el Mundo, mimetizándose con su nuevo entorno. La globalización de los sabores había acrecentado los intercambios y la expansión de ciertas especies, dinámica que no fue exclusiva del ámbito hispano. Nada tuvo que ver, por ejemplo, la llegada de los españoles a las islas Filipinas con el arraigo del mango, o la expansión de los cítricos provenientes del continente asiático, aunque lo cierto es que estos procesos fueron simultáneos. Algo parecido ocurrió en España, donde los vinos se mejoraron, las naranjas se endulzaron y los limones ganaron en jugo y sabor. El uso del azúcar creció en detrimento de la miel, fruto del incremento de la producción de caña azucarera en América, España y Filipinas. Asimismo, la popularización del cacao supondría otra innovación reseñable en la confitería, que auguraba su fulgurante expansión en siglos posteriores. En algún momento los ingredientes abandonaron las bodegas de los barcos para arraigar en suelo filipino, aunque se nos escape su fecha exacta. Conocemos de la temprana llegada de camotes, frijoles y pimientos y, ya en el siglo XVII, de la introducción de los cultivos de maíz, cacao o trigo, pero poco más. Cebollas, hierba buena y cilantro crecieron con facilidad en suelo filipino, según atestigua Blas de la

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Recosntrucción de una despensa contigua a la cocina. Museo de Arte del Ex-convento de Santa Mónica, Puebla, México. Foto Foto A. Sánchez de Mora.

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Madre de Dios, y a finales del siglo XVIII se constata el cultivo de papayas, mameys y zapotes americanos1. Algo después les tocaría el turno a pimientos, tomates, calabazas, achiotes, melones, manzanas, calabazas, sandías, higos, castañas, patatas y cacahuetes. No conservamos noticias directas de la gastronomía hispano-filipina de época colonial, aunque no debió diferir demasiado de las tendencias observadas en Nueva España. Eso sí, con las peculiaridades derivadas de su carácter asiático y del aprovechamiento de las especies de la región. De hecho, algunos alimentos, usos y costumbres navegaron rumbo a América, como sabemos que ocurrió con carnes y pescados salados, el tamarindo y hasta los bilimbines en almíbar. La introducción de los cocoteros en las costas pacíficas de Nueva España estuvo íntimamente ligada al abastecimiento del galeón de Manila de vino y vinagre de tuba y, aunque no hay pruebas concluyentes, el mismo camino debieron seguir el mango y las limas.

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Joaquín Martínez de Zúñiga, Estadismo de las islas Filipinas, t.I, cap.II; ed. cit., pp.38-69.

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ADOBO HISPANO – MEXICANO

ELABORACiÓN 1. Cortar el pollo en cubos y hervir en una olla grande con agua y sal durante 25 minutos. 2. Mezclar tomates, ajo, semillas de comino, chiles, clavo, pimienta y canela hasta formar una pasta. 3. Derretir la grasa de cerdo en una olla, agregar la pasta anterior y cocinar durante unos minutos a fuego alto para que todos los sabores empiecen a salir. 4. Añadir el pollo ya cocinado y mezclar todo sin dejar de cocinar.

INGREDIENTES • • • • • • • • • • • • •

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1, 2 kilogramos de pollo 3 piezas de tomate 4 dientes de ajo 2 piezas de chiles 1 gramo de semillas de comino 1 gramo de orégano fresco 2 piezas de clavo 4 gramos de sal 1 gramo de pimienta negro en grano 1 gramo de canela 15 mililitros de vinagre blanco 50 gramos de grasa de cerdo 1 pieza de cebolla grande

5. Añadir un poco del caldo que se usó para cocinar el pollo y cocinar a fuego medio-bajo. 6. Por último añadir el orégano, la cebolla en rodajas y el vinagre y cocinar durante 5 minutos más. 7. Rociar con un poco de aceite de oliva antes de servir.


Foto Norman Lleses

COMentario El adobo nace de la necesidad de conservar los alimentos y fueron muy comunes en la gastronomía española de tiempos pasados. No es un término que se use con profusión en los recetarios más antiguos y, cuando aparece, suele aludir al hecho de aliñar o especiar carnes o pescados. No obstante, muchas de las recetas de Nola, Granado o Martínez Montiño incorporan vinagre, sal y especias varias, aunque no usen este término. Era frecuente, asimismo, añadir azafrán y buscar sabores agridulces con miel, azúcar, canela y clavo, reminiscencias de la cocina islámica.

La comunidad hispana afincada en América y Filipinas mantuvo estas costumbres culinarias y adobó carnes y pescados con las especias disponibles, prestándose a innovar con aliños más originales. Un buen ejemplo son los recetarios novohispanos del siglo XVIII. Herederos de la cocina del Siglo de Oro, se prestaron a incorporar ingredientes mexicanos, como ocurre con este adobo que aquí se presenta. De autor anónimo, ofrece un aliño versátil, susceptible de usarse con aves, cerdo o carnero, y en su preparación no reclama un marinado previo de la carne, sino la cocción previa del aliño, en el que se incorpora la carne para cocinarse todo junto.

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LENGUA DE BUEY COCINADA CON CHOCOLATE

ELABORACiÓN 1. Sellar la lengua dorándola en una olla grande con la grasa de cerdo fundida. 2. Añadir la cebolla, el ajo, el laurel y mantener la cocción hasta que la cebolla esté ligeramente caramelizada. 3. Añadir el vino tinto y el vinagre blanco a continuación y reducir un poco. 4. Añadir agua hasta cubrir y hervir hasta que la lengua esté tierna. Agregar más agua si es necesario.

INGREDIENTES • • • • • • •

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1 kilogramo de lengua de buey 100 gramos de grasa de cerdo 150 gramos de cebolla troceada 1 hoja de laurel 75 gramos de chocolate 100 mililitro de vino tinto 25 mililitro de vinagre blanco

5. Una vez que la lengua esté lista, sacarla de la olla, limpiarla y cortarla en porciones. A continuación incorporarla de nuevo a la olla con el caldo. 6. Por último añadir el chocolate, hervir un poco más y estará lista para servir.


Foto Norman Lleses

COMENTario La lengua de ternera era una comida muy común en tiempos pasados, en los que se procuraba aprovechar al máximo la carne de todos los animales sacrificados. Podía consumirse fresca, aunque era frecuente salarla o cocinarla para facilitar su conservación, lo que permitía incluirla en los víveres adquiridos para las expediciones oceánicas. Si en América los españoles tuvieron que importar vacas, en Filipinas se encontraron con el carabao, animal que los nativos cocinaban en ocasiones especiales, al que pronto le hicieron compañía vacas traídas del continente o

de la lejana España. Unas y otras permitieron a los colonos seguir degustando la carne de ternera. Esta receta, incluida en el Libro de cocina filipina de 1913, mantiene a grandes rasgos las características de la cocina española, aunque incorpora como ingrediente destacado el chocolate, constituyendo una novedad en los recetarios de la época. Sin embargo, esta excepción ejemplifica la aceptación del cacao en la sociedad española y filipina a partir del siglo XVIII.

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“ANTE” DE ALMENDRAS, COCO Y ARROZ

ELABORAción ARROZ CON LECHE 1. Verter la leche en una olla con la canela y llevar a ebullición. 2. Añadir el arroz y cocinar a fuego lento durante 30 minutos, removiendo constantemente. 3. Reservar para el día siguiente. AL DÍA SIGUIENTE: 1. Hacer una pasta con las almendras y la mitad del jarabe y a continuación hervir durante 2 minutos y mezclar. 2. Hacer lo mismo con el coco rallado. INGREDIENTES • 40 gramos de arroz • 125 gramos de almendras • 125 gramos de coco rallado

3. Colocar el arroz con leche en un molde de anillo para bizcochos simultáneamente con la pasta de almendras y la pasta de coco con huevo batido entre capa y capa.

• 200 mililitros de sirope o jarabe de azúcar (25% azúcar) • 4 huevos • 30 gramos de pasas • 1 pieza de canela en rama • 500 mililitros de leche

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4. Por último, añadir las pasas y hornear a 165 ºC durante 40 minutos.


Foto Norman Lleses

COMENTario Los antes son un tipo de dulce novohispano, heredero de la repostería y los postres del Siglo de Oro. La combinación de huevo y azúcar se prestaba a la creación de dulces más o menos complicados, según fueran incorporando almendras machacadas, frutas en conserva o desecadas, como se puede observar en el Arte de cocina de Martínez Montiño. Algunas preparaciones se convirtieron en bases de recetas más sofisticadas, como el mazapán de azúcar y almendras machacadas o los huevos mejidos, resultado de batir huevos y azúcar. El arroz también se usó en la repostería, como evidencian las recetas de arroz con

leche, azúcar, canela y huevo del mismo autor. Todos estos platos tuvieron una gran difusión en el ámbito colonial hispano, donde sumaron ingredientes como la jícama, el mamey, el coco o la piña. En particular, el Libro de antes y guisados caseros, de autor anónimo y claras influencias de Martínez Montiño, incluye este ante que combina el arroz con leche, el mazapán y su equivalente con coco rallado. La introducción de cocoteros en la región de Colima a lo largo del siglo XVII, destinados a la elaboración de vino y vinagre de palma, propició la disponibilidad de cocos, cuya pulpa rallada se asemejaba a la pasta de almendras.

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Foto A. Sรกnchez de Mora 210


U NA H EREN C IA C ON P ERS P E C TIVAS D E F U T U RO

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Expansión del idioma y lenguas en contacto El español en España, América y Filipinas: el léxico de los alimentos y del arte de la gastronomía

Yolanda Congosto Martín

El descubrimiento, conquista y posterior colonización de los nuevos territorios supone no solo la expansión del español como idioma, sino también el encuentro de lenguas, pueblos y culturas de distinta naturaleza y condición. Primero sería América (1492) y poco tiempo después las islas de Poniente (1521). El resultado de esta simbiosis cultural y lingüística está presente en el español actual: en el de España, en el de América y en el de Asia, como variedades de un mismo idioma, que sin llegar a soltar del todo las amarras navega libremente. Una lengua común, fruto de una historia común, que ha quedado fielmente recogida en los textos, como testimonio vivo de aquel ayer que pervive en el hoy. El Archivo General de Indias de Sevilla es testigo directo de este acontecer, de ahí la importancia de su fondo documental: no sólo para la historia de la humanidad, sino también para la historia del español en el mundo. La riqueza que almacenan sus estantes y legajos es en verdad inconmensurable. El tema central de esta obra nos acerca al léxico de la alimentación y la gastronomía, probablemente uno de los ámbitos que mejor refleja y deja sentir las huellas del español en América y en el sudeste asiático, de manera especial en las islas Filipinas. Pero antes de adentrarnos de lleno en él, a modo de introducción, analizaremos brevemente y de manera somera el estado de lengua del español en la época de los descubrimientos.

El español en la Época Moderna y su difusión en el Nuevo Mundo El descubrimiento de América marca una nueva etapa en la historia de España y en la historia del español. Su difusión en el Nuevo Mundo creó no sólo un nuevo espacio

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geográfico-social sino también un nuevo espacio mental dentro del cual se fueron labrando lenta, difícil y a veces contradictoriamente los signos de una nueva identidad idiomática1. Del mismo modo que los Reyes Católicos y posteriormente los Austrias persiguen la unidad territorial y religiosa de España y la expansión de la Corona por tierras ultramarinas, el castellano, convertido en español y lengua vehicular, inicia su andadura allende los mares en 1492. Se trata en realidad de una lengua aún en evolución, en la que se están consolidando los cambios que se han ido fraguando a lo largo de la Edad Media. Cambios que afectan muy directamente al nivel fonético-fonológico, y que determinan desde esta perspectiva la bifurcación del español en dos subsistemas –uno más conservador y más tenso en su articulación, el español septentrional, y otro más evolucionado y relajado, el español meridional—, pero que también incumben al nivel morfosintáctico y de manera muy significativa al nivel léxico-semántico, como veremos a continuación. Una lengua variada y diversa, como también lo era España desde el punto de vista histórico, geográfico, social y cultural. De igual modo, como consecuencia directa de los acontecimientos, una lengua en continua expansión (ya desde sus orígenes), ahora y en primera instancia por el atlántico; después, por el pacífico. El encuentro con las nuevas realidades la hará crecer aún más, potenciando su desarrollo, al tener que adaptarse al Nuevo Mundo que se presentaba antes sus ojos. Un mundo distinto en el fondo y en la forma del hasta entonces conocido, y al que llegó para quedarse de manera definitiva y definitoria. J. L. Rivarola, “La difusión del español en el Nuevo Mundo”, en R. Cano (coord.), Historia de la Lengua Española, Barcelona: Ariel, 2004, pp. 799-823.

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La expansión primero por las islas (La Española o Isla de Santo Domingo, Cuba, Puerto Rico, Jamaica y las Antillas menores) y después por todo el Continente no se hizo esperar. A la conquista de los grandes imperios de Mesoamérica (todo un mosaico de lenguas y etnias que ocupaba parte de lo que hoy es Centroamérica y México) y la zona andina del subcontinente (la civilización incaica) le seguirá un sinfín de expediciones que explorarán minuciosamente los distintos territorios. Del contacto con los indígenas de las Indias occidentales los españoles tomarán muchos términos, en especial aquellos relacionados con la flora y la fauna, así como los relativos a la vida cotidiana, a las tradiciones y a sus costumbres. Voces procedentes de las lenguas arahuacas (taínas y caribes), náhuatl y quechua, principalmente, pero también de otras familias lingüísticas como la aimara, maya-quiché, chibcha, mapuche o araucana y tupí-guaraní, que serán ajustadas fonética y morfológicamente al español hasta quedar totalmente asimiladas y sentidas como propias. Por otro lado, también adaptarán su léxico patrimonial, haciendo uso de los recursos lingüísticos que el español les ofrece como idioma, creando así igualmente nuevas voces. Sin embargo, a pesar de todo lo conseguido, aún quedaba mundo por descubrir y conquistar. El proceso de expansión geográfica, y consecuentemente lingüística, aún no había llegado a su fin.

El español en el Pacífico La aventura de los españoles, y del español, no termina, en efecto, con la conquista de América. El ya mencionado lucrativo negocio de las especias y la posibilidad de interconectar lo que hoy son tres continentes (América, Asia y Oceanía) con el puerto de Sevilla, centro neurálgico de tan magna empresa histórica (y lingüística), y con Europa era considerado todo un desafío, que se vio cumplido en apenas diez años (1519-1529):

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el primer viaje de circunnavegación de la Tierra por Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano, la llegada a las Molucas, el descubrimiento de las islas Marianas, las islas Filipinas, las islas del Almirantazgo y las islas Carolinas; hazañas todas ellas llevadas a cabo por expertos marinos e inquietos exploradores de gran valía. Será, pues, con ocasión de este nuevo acontecer histórico que la lengua española dé un paso más en su peregrinar para alcanzar horizontes más lejanos y tras poner por segunda vez su estandarte en tierra intentar fundirse con la nueva realidad. La mayor herencia hispana en este territorio quedó depositada en las Islas Filipinas y en las islas Marianas, donde el español, lengua colonizadora, convivió con las lenguas (y variedades) autóctonas, aunque no en igualdad de condiciones2. Circunstancias tales como la lejanía, la escasez de pobladores de origen peninsular, la ausencia de un mestizaje verdaderamente fecundo y duradero (quizá más fructífero en las Marianas que en las Filipinas), la fragmentación lingüística y geográfica de las islas, las dificultades del terreno, la amalgama de culturas y razas, o incluso la falta de inquietud por parte de los agentes implicados en el proceso, hicieron de ello un imposible. Con el tiempo, el español terminaría siendo una lengua desplazada y relegada al estatus de lengua vestigial o residual, como la denomina John M. Lipski3. A continuación, el dominio estadounidense sobre la zona haría el resto, al imponer el inglés como lengua oficial. Todo lo expuesto fue determinante para que el español, aun siendo lengua oficial hasta principios del siglo XX en las islas Filipinas, y la utilizada en casi todos los ámbitos –político, cultural, religioso, educativo y económico— en ambos archipiélagos, no llegara nunca a alcanzar el estatus de lengua nacional, ni tampoco el de lengua franca. Su posición como variedad alta y la situación de diglosia que sostuvo con las lenguas autóctonas, limitadas estas a la expresión oral y al ámbito familiar, se lo impidieron. Sin embargo, a pesar de ello, los casi cuatro siglos de historia compartida no cayeron en el vacío y fue tiempo suficiente para que la huella cultural y social española quedara plasmada en las lenguas autóctonas con la importante presencia de hispanismos, así como en la formación de lenguas vernáculas de contacto –pidgin, criollos o lenguas mixtas—, entre ellas, el chabacano en las Filipinas y el chamorro en las Marianas4. Para más información sobre la lengua española en Filipinas, véase A. Quilis, La lengua española en cuatro mundos, Madrid: Mapfre 1492, 1992; “La lengua española en Filipinas”, dir. Manuel Alvar, Manual de dialectología hispánica. El español de América, Barcelona: Editorial Ariel, 1996, pp. 233-243; J. M. Lipski, “Breves notas sobre el español fili-

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pino”, Anuario de Letras, XXV, pp. 209-219 (1987); “El español en Filipinas: comentarios sobre un lenguaje vestigial”, Anuario de Lingüística Hispánica, III (1987), pp. 123-142. Para la situación en las Marianas, R. Rodríguez-Ponga, “Islas Marianas”, Manual de dialectología hispánica. El español de América, Barcelona: ob. cit., pp. 244-248. J. M. Lipski, “Creole Spanish and vestigial Spanish: evolutionary parallels”, Linguistics, 23 (1985), pp. 96384; “El español en Filipinas: comentarios sobre un lenguaje vestigial”, ob. cit.

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4 I. Molina Martos, “Aspectos sociolingüísticos del español en el Pacífico: las Islas Filipinas y las Islas Marianas”, Sociolingüística del español, Biblioteca de recursos electrónicos de humanidades E-Excelence, http://www.liceus.com (2006).

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El español en un espacio multicultural y multilingüe: las Islas Filipinas El paisaje cultural y lingüístico de las islas Filipinas podríamos decir que está compuesto de tres elementos principales: las lenguas nativas, las lenguas procedentes de los pueblos colonizadores y las lenguas criollas. En lo relativo a las lenguas autóctonas, aunque no se tienen noticias exactas de cuántas eran ni de cuáles eran sus condiciones lingüísticas, sí se sabe que pertenecían a la familia malayo-polinesia. De entre todas ellas, las más importantes o principales eran las propias de los grupos étnicos más representativos: cebuano, tagalo, ilocano, hiligaynón, bicol, varái-varái, capampango y pangasino. Por su parte, las lenguas de los pueblos colonizadores eran el chino, el japonés, el árabe, el portugués, el español y, por último, el inglés. En cuanto a las lenguas criollas, hay que destacar las derivadas del contacto hispano filipino, es decir, las distintas variedades del chabacano: cavite, ermiteño, ternateño, zamboangueño, davaveño y cotabateño; las tres primeras habladas en la bahía de Manila, en el oeste de la isla de Luzón, y las tres últimas en la isla de Mindano y en la isla de Basilan. Así pues, analizar el papel que desempeña el español en este crisol étnico, cultural y lingüístico que son las islas Filipinas implica abordar el tema desde tres perspectivas distintas y valorar: 1) la presencia del español como lengua materna en el archipiélago; 2) la incorporación de voces españolas a las lenguas autóctonas; y 3) la formación de dialectos hispanocriollos. El estatus que tiene el español como lengua materna en las islas ha estado siempre asociado a la élite local de origen hispano o hispanizada, tanto en la época colonizadora como en la actual. Desde el punto de vista lingüístico y dialectal, este no es totalmente uniforme, ya que su configuración responde a dos momentos históricos distintos, que se corresponden con las dos grandes normas del español: la meridional y la septentrional. El hecho de que fuera la ciudad de Sevilla el punto de partida y en primera instancia la principal protagonista de la empresa americana y asiática hizo que sus rasgos lingüísticos se proyectaran sobre los nuevos territorios. Los datos demográficos sobre la emigración española a América entre 1493 y 1600 así lo confirman5 y ponen en evidencia que los rasgos del español en América y en Asia se fueron configurando durante las travesías del océano en el contacto con los emigrantes, y sobre todo en suelo americano, de donde pasó a las islas orientales6. El contacto entre ambos lugares se realizó siempre a través de México y el galeón de Manila desde Acapulco, con una lengua ya marcada por la impronta indígena y la presencia mayoritaria de mexicanismos. Por su parte, la segunda etapa comienza a principios del siglo XIX de la mano de la clase alta, portadora de un español con 5

P. Boyd-Bowman, Léxico hispanoamericano del siglo XVI, Londres, 1972, reed. Madison, 1983.

Y. Congosto Martín, Aportación a la historia lingüística de las hablas andaluzas (siglo XVII). I. Los registros de navío. Sevilla: Universidad de Sevilla, 2002; Aportación a la historia lingüística de las hablas andaluzas (siglo XVII). II. Descripción de una sincronía. Sevilla: Universidad de Sevilla, 2002.

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rasgos más conservadores y propios del español castellano-norteño. Según Quilis,7 a finales del siglo XX solo el 3% de la población filipina tenía el español como lengua materna, es decir, cerca de unos dos millones de personas. Sin embargo, a pesar de la situación precaria que vive el español en estas islas, la cantidad de hispanismos léxicos en las principales lenguas indígenas sobrepasa con creces las cifras registradas entre los idiomas autóctonos de Iberoamérica8. Según Quilis, la influencia del español sobre las lenguas autóctonas de Filipinas ha sido importante: los hispanismos en tagalo suponen un 20,4% y en cebuano el 20,5%. La mayoría entró al usar los misioneros españoles las lenguas autóctonas, no por el español aprendido por los filipinos. Entre ellos destacan los nahuatlismos petate, tamal, camote, cacao, copal, tiza, mecate, petaca; los tainismos batata, bejuco, sabana, nagua, huracán, cabuya, maguey, o antillanismos como iguana, barbacoa, manglar. En cuanto a las variedades lingüísticas hispano-criollas conocidas colectivamente como chabacano son ampliamente reconocidas como lenguas distintas del español, dotadas según Lipski9 de estructuras gramaticales propias y, sobre todo en el caso del zamboangueño, de comprensión muy limitada de parte de personas hispanoparlantes. Se habla en Ternate y Cavite, en la bahía de Manila, en el oeste de la isla de Luzón; en el sur, en la isla de Mindanao, en Zamboanga y Cotabato, y en la isla de Basilan, frente a Zamboanga. El chabacano de la bahía de Manila tiene influencia del tagalo y el del sur del cebuano. Según Quilis, en el chabacano caviteño el léxico español supone el 94% del total; el resto es tagalo. En el zamboangueño, la base léxica española es también muy amplia: el 86,3%; el resto corresponde a elementos autóctonos. En el chabacano de Cotabato hay un 82,49% de léxico español; el resto A. Quilis, “La lengua española en Filipinas”, Manual de dialectología hispánica. El español de América, ob. cit., p.234.

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J. M. Lipski, “Breves notas sobre el español filipino”, Anuario de Letras, XXV, p. 210.

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J. M. Lipski, “Chabacano y español: resolviendo las ambigüedades”, Lengua y migración 2:1 (2010), pp. 5-41.

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procede de las lenguas indígenas. En resumen, el léxico español en el conjunto de variedades del chabacano supone un 91,77% y el léxico autóctono el 2,22%; el 6% restante corresponde a partículas y morfemas autóctonos.

El léxico de los alimentos y del arte de la gastronomía en el entorno cultural hispano-filipino Los siglos que van del XVI al XVIII son especialmente fructíferos en lo que al léxico se refiere. El contacto con la realidad americana y asiática, tanto desde el punto de vista geográfico como social y humano, despierta en los españoles el impulso irrefrenable de asimilar todo lo que les rodea, es decir, la necesidad urgente de integrar en su universo todo un mundo nuevo, material e inmaterial, para el que no tienen palabras y al que deben dar nombre. En efecto, como bien apunta Isaza Calderón10, el lenguaje que portaban los conquistadores tenía extraordinarias limitaciones de vocabulario para enfrentarse al espectáculo sobremanera sorprendente que se ofrecía ante sus ojos. Así pues, la lengua, desplazada de su mundo, necesitaba ambientarse y adaptarse a su tierra de adopción. En unas ocasiones el acto creativo afectaba solo al plano del significado, en otras en cambio también al significante. Es por ello así, de esta manera, que el hablante hace uso de los distintos procedimientos lingüísticos que su lengua le ofrece y pone en marcha el proceso de creación léxica y de adquisición de nuevas voces. Ante estas circunstancias, el primer paso les lleva a la comparación, a buscar un referente conocido, semejante al nuevo, con el que poder establecer relaciones B. Isaza Calderón, “Los americanismos históricos”, Boletín de la Academia Panameña de la Lengua, 4ª época, n. 2 (1974), pp. 39-42.

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léxico-semánticas. Es lo que hace Fernández de Oviedo cuando quiere dar a conocer y describir los aguacates, a los que denomina perales, aun a sabiendas que no son tales: En Tierra-Firme hay unos árboles que se llaman perales, pero no son perales como los de España, mas son otros de no menos estimación; antes son de tal fruta, que hacen mucha ventaja a las peras de acá. Estos son unos árboles grandes, y la hoja ancha y algo semejante a la del laurel, pero es mayor y más verde. Echa este árbol unas peras de peso de una libra, y muy mayores, y algunas de menos; pero comúnmente son de a libra, poco más o menos; y la color y talle es de verdaderas peras, y la corteza algo más gruesa, pero más blanda, y en el medio tiene una pepita como castaña injerta, mondada; pero es amarguísima, según atrás se dijo del mamey, salvo que ésta es de una pieza, y la del mamey de tres, pero es así, amarga y de la misma forma, y encima de esta pepita hay una telica delgadísima, y entre ella y la corteza primera está lo que es de comer, que es harto, y de un licor o pasta que es muy semejante a manteca […] (Fernández de Oviedo, 1526). Estas descripciones tan detalladas y precisas fijan con claridad y exactitud la naturaleza del objeto designado y dan forma a su definición lexicográfica, en un intento de integrar ambos mundos poniendo en relación el término patrimonial con la nueva realidad. En este sentido, son varias las fórmulas que se utilizan a la hora de identificar o establecer equivalencias: que es, que llaman, que paresce ser, como, a la manera de, con hechura de, etc. Los testimonios de los misioneros, cronistas, militares o marinos que exploraron y se establecieron en las islas Filipinas dan buena cuenta de este modo de proceder. El mismo Antonio de Morga en su obra Sucesos de las Islas Filipinas (1609) hace uso de ellas cuando alude a los besugos y manifiesta que llaman bacocos o a los lau-lau, (…) de los que dice que son tan menudo como pejerreyes. También el padre Alzina, en su obra Historia natural de las islas e indios Bisayas (1668) nos presenta la nanca (también llamada lanca) tan grande cada fruta como los mayores melones de Castilla11, las macupas, que es una fruta de hechura de manzanas, aunque éstas son muy más coloradas y más largas, y parecen un mixto de manzana y pera de Castilla, los santores que imitan mucho a los membrillos de España o los mongos, de color verdisco y algo pardillo al modo de las lentejas; sirven en lugar de ellas y son aún más gustosas. A veces solo media entre uno y otro término una mera conjunción disyuntiva, como ocurre en el caso de los tanguigues o caballas, que también menciona Antonio de Morga en su obra. Sin embargo, no siempre tienen la posibilidad de conocer el término indígena, por lo que solo poseen el patrimonial. Ello les obliga a recurrir a otros mecanismos lingüísticos que les permitan evitar posibles ambigüedades y distinguir claramente la nueva realidad de la ya conocida. Nos referimos al uso de determinados procedimientos sintácticos como, por ejemplo, la adjetivación progresiva y jerarquizada, con el que dan a conocer algunas características, propiedades, utilidades, formas, o simplemente información del nuevo producto: muchos atunes, no tan grandes como los de España, pero de la misma hechura, carne y sabor. Es lo que hace también Juan Bautista Román (ya mencionado en esta obra) al hablar del arroz, cuando dice que 11

Primera parte, libro I, cap. 11; ed. cit., p. 71-75.

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este cereal constituía el pan de la tierra. En efecto, complementos preposicionales de procedencia, tales como vino de Castilla, azafrán de la tierra, quesos de Flandes, aceite de Castilla, vino de Jerez, cacao de Maracaibo, cacao de la costa, aguardiente de Hendaya o tocinos de Toluca, permitían saber el origen geográfico o la planta de la que procedían, como en palma de sagú (palmera de origen malayo) o vino de coco (tuba o licor extraído del cocotero), o complementos de materia, como el que encontramos en panes de cera (entendiendo por panes ‘láminas u hojas finas’ del material que menciona), etc. En otras ocasiones solo la presencia del adjetivo ya delimitaba con su particular referencia la designación que efectuaba el sustantivo, como ocurre con arroz pinagua, vino carlón (el procedente de Valencia y en cuya elaboración se incorporaba como ya sabemos mosto cocido para facilitar su conservación), fideo chino o los frijoles negros, que eran más gustosos. Las demás de las veces había que proceder a la acumulación y jerarquización de los elementos, como ocurre en vino blanco de la tierra (donde el sustantivo común va acompañado de dos restricciones alusivas a su color y su procedencia) o en pipas de vino de Madeira (sustantivo + complemento de materia + complemento de procedencia). También quedaba una última opción, dejar volar la imaginación e intuición del propio hablante y obtener así complementos tan singulares como el encontrado en el registro de la goleta Nuestra Señora del Rosario, capitaneada por Francisco Casten, que arribó en Manila procedente de Malasia y Java en 176912 con botellas de soy del Japón, nombre que recibía cierta salsa de soja. Manifestaciones tan evocadoras como la que hace el oficial español que arribó al archipiélago en 1595, Antonio de Morga, al referirse a las gallinas, de las que decía que las había en abundancia, unas como las españolas, otras autóctonas y otras traídas de Asia Continental muy sabrosas […], ponen en evidencia la existencia de un trasvase continuo de mercancías entre los distintos puertos. Mucho tuvo que ver en ello el sistema establecido por la Corona de Flotas y Galeones, primero con América y después con Asia a través del Galeón de Manila, ya que no solo garantizaba el intercambio de productos mediante la comunicación regular y segura entre los tres continentes, sino también el intercambio de voces, propiciando así la integración de numerosos préstamos léxicos procedentes de las distintas lenguas en contacto en el léxico patrimonial, en muchas ocasiones acompañados de cambios semánticos como consecuencia del proceso de adaptación. Desde sus orígenes el español siempre supo dar cabida en su sistema a nuevas voces procedentes de las distintas culturas con las que se relacionaba, como es el caso de palabras ya tan asimiladas como los arabismos aceite, alcaparra, azúcar o arroz, a las que había que añadir ahora, en esta época, las que acompañando a las nuevas realidades estaban recién incorporadas a la lengua, como es el caso de tamarindo (del ár. vg támra híndi ‘dátil de la India’), con el que hacían un vinagre muy gracioso, o menjuí (benjuí. Del ár. lubān ǧāwī o ‘incienso de Sumatra’, isla donde 12

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Archivo General de Indias, Filipinas, 942, N.2.


se producía el más puro, y a la que los árabes daban el nombre de Java’).Especial relevancia adquieren en estos momentos los indigenismos procedentes de América, perfectamente integrados ya en el acervo léxico de los españoles, al igual que en la gastronomía lo estaban los productos que designaban, a pesar del poco tiempo transcurrido. Tanto es así que como tales eran sentidos en las islas Filipinas: voces taínas como maíz (de mahís), yuca (también denominada mandioca, del guaraní mandióg), batata (más conocida por camote, del náhuatl camotli) o ají (también llamada chile, a partir del náhuatl chilli, o pimiento, como lo denominó Colón por su sabor, semejante al de la pimienta negra usada en Europa); más voces náhuatl, añadidas a las ya mencionadas, como son cacahuete (de cacáhuatl), jícama (procedente de xicamatl), tomate (de tomatl), jitomates (del náhuatl xictli ‘ombligo’ y tomatl ‘tomate’) o el tan demandado cacao (de cacáhua). U otras que sin serlo, caso de frijol, nombre genérico que recibían las judías, habichuelas o alubias españolas (del lat. faseŏlus, a través del gallego-portugués freixó, y quizá parcialmente del mozárabe) pasaban por tales, al ser de uso frecuente desde México y las Antillas hasta Perú. También algunas voces arahuacas, como guayaba, o del guaraní, como ananás (que llegó a través del portugués) denominadas también piñas americanas, dado que se trata, según las describe Cristóbal de Acosta, de una especie de fruto parecido a la fruta del pino, pero que es dulce en extremo y de un gusto exquisito. Todas estas frutas, verduras, cereales, condimentos y demás productos pasaron a mezclarse con los propios de la zona: el clavo, la canela, la nuez moscada o el jengibre, ingredientes imprescindibles en guisos de carnes y pescados, hasta dar lugar al nacimiento de toda una gastronomía (y una lengua) criolla. Los recetarios de los siglos XV y XVI son pruebas fehacientes de ello y la cocina actual también. Un ejemplo lo encontramos en la emblemática morrisqueta, arroz cocido con agua y sal, propio de las islas Filipinas, y cuyo nombre procede del término morisco más el sufijo –eta, en correspondencia con los marquesotes, que es el nombre que recibe una torta hecha de harina de arroz o de maíz, entre otros ingredientes, y cocida al horno, propia

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de Honduras y Nicaragua, creada partir de la voz marqués más el aumentativo –ote. Así como el guisado (también guisa, gisado o ginisa), con el que la cocina filipina denomina el hecho de saltear los guisos con ajos, cebolla y tomate; los chorizos de Bilbao, que es como llaman a una especie de salchicha seca que usan para sus guisos; o el picadillo, que es nombre que recibe un plato a base de carne picada con ajo, tomate y cebolla rehogados, que pretende hacer honor al picadillo típico andaluz, hecho igualmente de tomate, cebolla, pimiento y otros ingredientes, en efecto, picados muy pequeñitos, de ahí su nombre, pero a diferencia del anterior sin rehogar. De igual modo, otros muchos platos, ingredientes y costumbres de la cocina española y mexicana han quedado integrados en la cocina filipina, aunque quizás aparentemente ocultos bajo el tamiz ortográfico, fonético y en definitiva lingüístico de la lengua nativa, como es el caso del tagalo adobo / inadobo, nombre que recibe el guiso de carne marinada en vinagre, aceite, ajo y salsa de soja; busa / pabusa, tostadas con ajo y una pequeña cantidad de aceite de cocina; daing / dinaing / dadaing, aderezado con ajo, vinagre, y pimienta negra; guinataan / sa gata, cocinado con leche de coco; kinilaw, aliño con vinagre o zumo de calamansi junto con ajo, cebolla, jengibre, tomate, chile y pimienta; lechón / litson / nilechon, asado en un asador (al contrario que en español); pinakbet, cocinado con verduras como judías verdes, calabaza, berenjena y melón amargo; relleno / relyeno, relleno; tosta / tinosta / tostado, tostada; torta / tinorta / patorta, huevos cocinados como en una tortilla; totso / totcho, cocinado con frijoles fermentados negros.

Colofón Nuestro pasado, estrechamente ligado al mar y a la navegación, nos ha dejado un apasionante legado de conocimientos y relatos legendarios. Pero las históricas rutas que surcaban el Atlántico [y el Pacífico] hacia la conquista del Nuevo Mundo también fueron la fuente de un extenso vocabulario que, en muchos casos, aún pervive en nuestras

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conversaciones cotidianas […] En el microcosmo que fueron los barcos no solo viajaron hombres y mercancías, también todo un patrimonio inmaterial: la cultura, las ideas y las palabras13. Si los registros de navíos14 atestiguan una historia de encuentros y desencuentros y evidencian la importancia de un legado en el que hunden sus raíces las naciones actuales, las crónicas y las historias naturales escritas por los misioneros son testimonios vivos de la naturaleza del pueblo filipino de aquella época y de la simbiosis cultural y lingüística que allí tuvo lugar. En sus obras queda recogido un sinfín de términos relativos a todos los ámbitos de la vida, entre ellos el de la alimentación y el del arte de la gastronomía. La obra del padre Francisco Ignacio Alzina (1668) da fe de lo manifestado. En ella su autor nos habla de la naturaleza, principio y origen de los naturales de las islas, en concreto de las Islas e Indios Bisayas: de su lengua, su cultura y sus costumbres. Por ejemplo, de las muchas diferencias de naranjas que hay por acá, y su bondad y abundancia, de las palmas que llaman cocos y su mucha utilidad, de la edad y otras propiedades de esta palma, y sus diferencias, en especial de las de nipa y lumbia, y también de la que llaman buri y bonga, de los bejucos (voz de origen caribe) que según él llaman acá los españoles, que son género de palmas, y otros como mimbres, de los árboles y plantas aromáticas que hay en estas islas, y sus propiedades, de todas las comidas que sirven de pan y suplen su falta, de otras raíces, como patatas, que sirven de pan también o lo suplen, de las plantas que llaman plátanos y sus diferencias, todas comestibles, de los árboles frutales, así de los que se cultivan como de los que nacen en los montes espontáneos, de los peces grandes como el labinduyon, pez espada y otros, y su modo de cogerlos por acá, de los varios mariscos, ostras, ostiones y otros que acá produce el mar, de la sal y sus diferencias, y modo como por acá se hace, etc. En la actualidad, cuando el mundo se encuentra inmerso en un proceso de globalización cultural a escala planetaria, los contactos de lenguas y variedades no son acontecimientos momentáneos sino procesos dinámicos que siguen surgiendo como consecuencia natural de la inquietud del ser humano15. Las comunidades bilingües en las que el español convive con otras lenguas están presentes en los cinco continentes. Filipinas es una de ellas. No dejemos que el español, una lengua histórica tan rica y cultivada, termine por desaparecer de este entorno.

Esta cita está tomada del documental realizado para el programa de televisión Tesis (de Canal Sur TV, Documentales CEDECOM) sobre el Proyecto de Investigación “Los fondos documentales del Archivo General de Indias de Sevilla y su interés para la lexicografía histórica española. I. Nuevas aportaciones al léxico de la navegación y la gente de mar (ss. XVI-XVIII)”, Ref.: P12-HUM-1195, concedido como proyecto de Excelencia por la Junta de Andalucía con un periodo de ejecución de cuatro años (2014-2018). Está dirigido por quien suscribe estas páginas y en él participan investigadores de la Universidad de Sevilla, de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y de la Universidad Carlos III de Madrid, entre ellos, el Dr. José Antonio Pascual, subdirector de la Real Academia de la Lengua Española. https://youtu.be/wSVU22i7JYg.

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14 Para una información exhaustiva de lo que representan los registros de navíos como testimonio documental de la sociedad del momento, véase Y. Congosto Martín, ob. cit.

J. M. Lipski, “El español de américa en contacto con otras lenguas”, Manuel Lacorte, coord., Lingüística aplicada al español. Madrid: Arco Libros, 2007, pp. 309-345.

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Foto 224 A. Sรกnchez de Mora


El tránsito hacia una nueva era Antonio Sánchez de Mora

A mediados del siglo XVIII se respiraba un aire renovador en la corte española y durante la segunda mitad de la centuria se pusieron en práctica diversas medidas tendentes a mejorar las comunicaciones y los rendimientos económicos de las colonias. En este contexto se inscriben las expediciones científicas, el fomento de cultivos rentables o las mejoras técnicas que posibilitasen viajes más rápidos y seguros. El espíritu reformista llegó aún más lejos, pues cada vez se alzaban más voces contra el viejo sistema de monopolios y a favor de la liberalización del comercio y la apertura de nuevas rutas de navegación. El galeón de Manila, si bien mantuvo su funcionamiento durante toda la centuria, suponía una traba al citado espíritu reformista, que se hizo eco de las pretensiones de otros puertos a participar del lucrativo comercio con Oriente. Durante la segunda mitad del siglo XVIII se postularon dos nuevas rutas que facilitasen el acceso directo de los mercaderes e inversores españoles a las islas Filipinas, contrapeso al monopolio de Manila y Acapulco y a los intermediarios novohispanos. La primera, facilitada por las innovaciones técnicas y los nuevos modelos navales, discurría por la costa sudamericana y bordeaba el cabo de Hornos, realizando escalas en Buenos Aires o Montevideo y, ya en el Pacífico, en El Callao. Esta ruta posibilitaba el envío directo de la plata peruana a la metrópoli en su viaje de regreso, además de contentar a los comerciantes limeños, deseosos de negociar con las preciadas mercancías asiáticas. La segunda no era una completa novedad, pues partía de la ruta tradicional portuguesa que bordeaba el cabo de Buena Esperanza, aunque proponía atravesar el océano Índico meridional en vez de hacer escala en las costas de la India. Esta ruta requería superar las trabas derivadas del Tratado de Tordesillas y se sustentaba en islas de avituallamiento como Madagascar, las Mauricio o Ascensión. Simultáneamente, se postularon alternativas de inversión privada que partían del modelo holandés de la Compañía de las Indias Orientales, iniciativas que se estaban desarrollando también en el Reino Unido y Francia. Estas propuestas buscaban mayor rentabilidad en los negocios, aunque se sustentaban en el apoyo estatal. La temporal ocupación inglesa de Manila afianzó el interés de la corona por mejorar las defensas, el abastecimiento, la autonomía y, en definitiva, la vitalidad de la

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Carta hidrográfica en la que se manifiestan las derrotas de yda y vuelta de España a Manila, por los buques de guerra de Su Magestad Católica, por Alejo Berlinguero de la Marca. 1777. Papel manuscrito; dibujo a tinta, aguada en colores. 1 hoja de 41,2 x 66,7 cm. Archivo General de Indias, Sevilla, MP-FILIPINAS, 171.

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colonia. Desde un punto de vista comercial, se buscaba soslayar la ruta tradicional entre Manila y Acapulco y propiciar el acceso directo a los enclaves asiáticos, hasta entonces controlado por los sangleyes. Esta iniciativa, por lo demás, se integraba en un contexto más amplio, amparado por el Decreto de Libre Comercio, que desde 1765 permitía a nueve puertos españoles operar directamente con varios enclaves del Caribe, abandonando el sistema de flotas que había funcionado desde el siglo XVI. Si en el ámbito agrícola se llevaron a cabo las iniciativas antes citadas, en el de las comunicaciones era imprescindible demostrar la viabilidad de las rutas propuestas. Para ello se llevaron a cabo varias expediciones auspiciadas por la corona y en buques de la Armada, aunque incorporando mercancías cargadas en Cádiz. La primera partió de la Península en marzo de 1765 y, tras una escala en Río de Janeiro, bordeó el cabo de Buena Esperanza en el mes de octubre. Hizo nueva y prolongada escala en las islas Mauricio entre enero y mayo de 1766 y, tras aprovisionarse en las islas Reunión, prosiguió hacia Java y, desde allí, hacia las Filipinas, que recibieron a sus tripulantes en el puerto de Cavite a finales de agosto. El regreso tuvo menos contratiempos, pues partieron a principios de febrero de 1767 y alcanzaron Cádiz a mediados del mes de julio. El éxito de esta empresa animó nuevos proyectos que ratificaran la viabilidad de esta ruta, contexto en el que se inscribe el mapa expuesto. Lo elaboró Alejo Berlinguero, oficial de la Armada, para guiar futuras expediciones. Respecto a la ruta del Pacífico, los primeros intentos fueron fallidos, aunque ampliaron el conocimiento de los vientos y las corrientes oceánicas. Sin embargo, las reticencias de los comerciantes ligados al galeón de Manila y el esfuerzo económico que supuso para la corona dificultaron el afianzamiento de esta alternativa marítima. Hubo que esperar a la iniciativa de varias empresas privadas, amparadas en el nuevo Reglamento de Libre Comercio y en la apertura de los puertos del Perú y el Río de la Plata al comercio transoceánico. La fundación de la Real Compañía de Filipinas vino a culminar todas las iniciativas anteriores. Nacida por Real Orden de 10 de marzo de 1785, asumía las competencias de la Compañía Guipuzcoana de Caracas y sumaba las demás iniciativas empresariales de la época, que sustentaban en capital privado una exclusividad en los intercambios entre Manila y Cádiz. Su finalidad era la comercialización en España de los productos que se adquiriesen en Filipinas, el sudeste asiático y la India, utilizando a la ida la ruta del cabo de Hornos, con escala en Montevideo y El Callao, o la del cabo de Buena Esperanza, con escala en las islas Mauricio, Calcuta y Cantón. Su regreso debía seguir siempre la ruta del océano Índico, reservando para los buques de la Armada la comunicación entre Manila y El Callao. Convenios con las compañías holandesa e inglesa, el establecimiento de comisionados en Cantón y la apertura de oficinas en Manila garantizaban la disponibilidad de mercancías.

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Derrotero del Archipiélago Filipino, con las derrotas en favor y contra monzón de ida y venida desde Cádiz, por el capitán de fragata D. D. M. Manila, Imp. de los Amigos del País, 1858. Libro impreso. 344 páginas de 22 cm. Biblioteca Nacional de España, Madrid, Signatura HA/19038.

Vapores paquebotes de la Compañía General de Tabacos de Filipinas. Servicio regular mensual de Barcelona a Manila en 30 días. 1882. Papel impreso; xilografía. Biblioteca Nacional de España, Madrid, Cart.p/210

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No obstante, sus operaciones generaron tensiones con los comerciantes de la ruta tradicional y hubo que esperar hasta los años noventa para lograr una temporal autorización para comerciar con los puertos americanos, ratificada en 1803. Inmersa en una época difícil y convulsa, en la que invasión francesa de España y la insurgencia de las colonias americanas hicieron tambalearse al Imperio Hispánico, la Compañía de Filipinas entró en declive. Llegó incluso a suspender su actividad, propiciando una política aperturista y la intervención de barcos europeos, asiáticos y americanos. El gobierno liberal de 1820 mantuvo esta tendencia1, que fomentó la producción agrícola filipina que en su día incentivó la Compañía. Cuando parecía su final, el regreso del absolutismo le devolvió sus privilegios y monopolio, que le permitieron mantenerse operativa hasta su abolición definitiva en 18342. Para entonces el galeón de Manila había desaparecido. Si sobrevivió a las políticas libre-mercantilistas de finales del siglo XVIII, la entrada de los insurgentes en Acapulco acabó definitivamente con 250 años de comercio regular entre este puerto y el de Cavite. El último navío en emprender esta ruta fue el San Fernando alias Magallanes, que llegó a Manila en 1815. Fue entonces cuando se impuso la ruta del cabo de Buena Esperanza, que fue la emprendida por el navío Santa Ana, alias Rey Fernando, propiedad de la Compañía de Filipinas. Zarpó del puerto de Cádiz hacia Cavite el 5 de octubre de 1831, al amparo de algún buque de la armada. No era su primer viaje3 ni fue el último4, siempre siguiendo el mismo rumbo y con una duración similar. De hecho, hasta la inauguración del canal de Suez en 1869 fue la única ruta seguida por los barcos españoles, como se evidencia, por ejemplo, en el derrotero publicado en Manila en 1858. El viaje duraba unos cinco meses y cruzaba los océanos Atlántico y Índico, haciendo escala en el cabo de Buena Esperanza y el estrecho de la Sonda. Tras unos meses repostando y cargando mercancías, regresaba a España, siguiendo la misma ruta pero en sentido inverso, adaptándose, eso sí, a los vientos y las corrientes. Una vez fondeado en la bahía de Cádiz y cumplidos los trámites de rigor, el navío descargaba las mercancías importadas y preparaba su nueva travesía. En el viaje de octubre de 1831 iban 60 pasajeros, el mariscal Gabriel de Torres, algunos oficiales del ejército, personal de la Real Hacienda, familiares de algunos de los anteriores y 350 soldados5. Cuestión importante era avituallar el barco, cuyo matalotaje era mucho más variado y selecto que las monótonas raciones de los siglos precedentes. Según refleja el documento expuesto, los alimentos se clasificaron en varias partidas: Ganado vivo, su manutención, carnes, pescados, verduras, encurtidos, menestras, vinos y vinagre, queso y postres, dulces y artículos varios, además del agua y la leña. 1

Decreto de 10 de enero de 1820. AGI, Ultramar, 640.

2

Gaceta de Madrid, N.208, de 10 de septiembre de 1834.

AGI, Indiferente, 2148, N.50; Gaceta de Madrid, N.116, de 20 de agosto de 1829, N. 115, de 23 de septiembre de 1830; AGI, Indiferente, 2299. 3

4

El navío regresó de Cavite el 29 de diciembre de 1832 y zarpó en la primavera del año siguiente. AGI, Indife2299. Gaceta de Madrid N.20, de 14 de febrero de 1833.

rente, 5

Oficio del Juez de Arribadas, Cádiz, 6 de octubre de 1831. AGI, Indiferente, 2299.

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Lista de víveres embarcados el navío Santa Ana, alias Rey Fernando, cuando preparaba su viaje hacia Cavite. Cádiz, 27 de septiembre de 1831. Papel manuscrito. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 996.

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El navío disponía de espacio para embarcar 10 terneras, 30 machos cabríos, 30 carneros, 34 cerdos, 30 pavos, 500 gallinas, 120 patos y 40 ánsares, que permitirían disponer de carne fresca y huevos durante la travesía. Además, se embarcaron más de 4.000 libras de ternera, 1.056 de lomo de cerdo, 352 pavos, 156 conejos, 500 libras de menudo, 100 jamones y 1.200 libras de manteca. Destaca la lista de embutidos, pues a mediados del siglo XIX se había estandarizado la diferencia entre los chorizos, los salchichones y las morcillas, de los que se embarcaron 120 docenas, 60 y 20 unidades. Los primeros habían abandonado especias antiguas para incorporar el pimentón, los segundos mantenían y mantienen el aderezo de la carne picada de cerdo con pimienta, nuez moscada y algunas otras especias o hierbas aromáticas. Las morcillas se fabricaban y se fabrican con la sangre del cerdo y cereales, patata o arroz, según las regiones, ingredientes sazonados y acompañados en ocasiones de cebolla, manteca, panceta u otras carnes de menor calidad, para concluir su preparación con la cocción y secado del embutido. Los pescados comprados para este viaje mantenían las técnicas tradicionales de conservación: atún en salmuera o en aceite, anchovas y sardinas, por lo común salpresas, y dentones y lenguados en escabeche. Más peculiar era la introducción de corvina ya preparada y el salmón. La cantidad de pescado embarcado era sensiblemente menor que la de carne y animales vivos, diferencia que no se vería reducida por la eventual pesca en alta mar, pues la velocidad de estos barcos y los rumbos y tiempos prefijados dificultaban tal posibilidad. En el grupo de las verduras se incluyen 20 barriles de coles y 6 de coliflores, probablemente en salmuera u otro medio de conservación, judías tiernas, alcachofas y remolachas, que también se embarcarían en conserva. Alcaparras, alcaparrones, setas varias, pimientos y aceitunas se incluían en el lote de los encurtidos. La partida de menestras reunía legumbres secas: 10 fanegas de garbanzos, 12 quintales de lentejas, 23 de guisantes y 50 de judías secas. Además, incorpora 36 quintales de bizcocho de dieta, 40 barriles de harina de trigo, y 35 cajas de fideos surtidos. La cocina necesitaba de aceite y vinagre, de los que se adquirieron 650 botijas y 45 barriles de vinagre de yema, o sea, el de mejor calidad. No faltó el vino, aunque en esta ocasión los había de distinto origen y calidad: 100 pipas de vino catalán, 16 barriles de vino de Jerez, 2 de vino pajarete y 2 de moscatel. Además, se embarcaron 100 botellas de ron, 100 de ginebra, 100 de licores surtidos, 250 jarros de cerveza y 40 barriles de aguardiente. Por postres degustaron queso y frutos secos: 300 quesos de Flandes, 40 cajas de pasas, 20 fanegas de almendras, 15 barriles de higos, 5 sacos de nueces, 4 de avellanas, 100 libras de orejones y 4 cajas de ciruelas pasas. También disfrutaron de dulces variados, pues se embarcaron 200 libras de marquesotes, 60 de frutas en almíbar, 300 libras de chocolate y, para celebrar la salida o partida del buque, 22 libras de bizcochos y dulces de repostería.

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Lista de víveres embarcados el navío Santa Ana, alias Rey Fernando, cuando preparaba su viaje hacia Cavite. Cádiz, 27 de septiembre de 1831. Papel manuscrito. Archivo General de Indias, Sevilla, FILIPINAS, 996.

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Vista de Manila desde la bahía. Álbum: Vistas de las Yslas Filipinas, de José H. Lozano. 1847. Lámina 1. Papel manuscrito; dibujo a tinta, aguada en colores. 1 hoja de 21,7 x 30 cm. Biblioteca Nacional de España, Madrid, DIB/15/84.

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Completaban los víveres el café en grano o molido, bebida que se había popularizado en el siglo XIX, el té, 17 arrobas de azúcar blanca —refinada— y 62 de azúcar de Filipinas, manteca de Flandes, huevos, mostaza y especias diversas. Síntoma de los cambios en la dieta era la confección y conserva de salsa de tomate, de la que se cargaron 100 arrobas, aunque como innovación destacaban las pastillas de sustancia, un invento francés del siglo XVIII que consistía en caldo deshidratado, a veces enriquecido con hierbas secas o harinas. No todos degustaron los mismos alimentos, pues la tropa y la tripulación del barco tuvieron raciones menos variadas y un menú menos selectos: bizcocho, tocino, carne salada, bacalao, arroz, judías secas, garbanzos, fideos, patatas, calabazas, cebollas, ajos, pimientos secos y pimentón molido, dulce y picante, sal y especias varias. El 12 de abril de 1833, cuando el navío Santa Ana aún estaba operativo, la Compañía de Filipinas estipuló el menú semanal para las mesas de cámara o principales, costumbre ya usual en otros buques y que, de seguro, sirvieron de modelo6. Los oficiales y pasajeros debían disfrutar de dos comidas principales por día, que constaban de varios platos. Al medio día se degustaban, de primero, los potajes de arroz con frijoles, arroz con garbanzos y lentejas, arroz a la valenciana con chorizo, sopa de galleta —a caso de pastilla de caldo— y migas con jamón y chorizo. Los platos principales incluían carnes fritas o guisadas, como la ternera, el lomo de cerdo o el menudo. También se citan platos más específicos en este menú, como la carne en salpicón, el lomo de cerdo con guisantes, el bacalao frito o en salsa o la asadura de carnero. De vegetales apenas menciona las patatas fritas y la menestra de calabaza y, de postre, frutos y frutas y frutos secos. La cena, algo más ligera, incluía un primero de sopa y cocido, acaso para ofrecer la sopa como entrante y los demás ingredientes del cocido como acompañamiento. El segundo se repartía entre carnes asadas, pescados y, como platos más específicos, las alcachofas, las coliflores, el pastel de carne o los guisantes con jamón. De postre, algún arroz con leche y el queso rompían la monotonía de las frutas y frutos secos, omnipresentes en el menú. Las difíciles circunstancias del siglo XIX, marcado por la guerra de independencia española, las revoluciones americanas y las sucesivas crisis políticas, eclipsaron cualquier tendencia innovadora en las cocinas españolas, por lo que la evolución de la gastronomía hispana se desenvolvió entre el conservadurismo y una continuada influencia francesa. Eso sí, las mejoras introducidas en la navegación oceánica facilitaron las comunicaciones entre España y sus posesiones en las islas Canarias, 6 Véase, por ejemplo, la Regulación de la mesa o diario de manutención de los oficiales de los navíos dependientes de la Dirección General de Correos, de 1790. AGI, Correos, 435B.

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Menú de abordo y víveres del navío Santa Ana, alias Rey Fernando, propiedad de la Compañía de Filipinas. Cádiz, 12 de abril de 1833. Papel manuscrito. Archivo General de Indias, Sevilla. FILIPINAS, 996

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América y Filipinas. A mediados del siglo XIX los viajes entre la metrópoli y sus colonias se efectuaban en buques de la Armada o en barcos mercantes. Las empresas suscribían contratos con el Estado y obtenían las concesiones oficiales para gestionar rutas transoceánicas o entre los distintos puertos de las posesiones españolas en el Caribe, las islas Filipinas y demás enclaves en el océano Pacífico. En sus bodegas iban los vinos de ida y vuelta, pues desde antiguo se venía comprobando que los largos viajes oceánicos mejoraban la calidad de caldos como el de Jerez. Tanto era así que pronto se embarcaron por el simple hecho de realizar el viaje redondo, zarpando de Cádiz con rumbo a Manila para luego regresar al puerto de origen. Los barcos de vapor acortaron la duración de la travesía e hicieron menos tedioso el viaje, sobre todo tras la inauguración del canal de Suez en 1869. A partir de entonces las compañías navieras modificaron sus rutas, enlazando el puerto de Cádiz con el de Barcelona antes de cruzar el mar Mediterráneo y atravesar el mar Rojo. Tras una escala en Adén, surcaban el océano Índico con destino a la isla de Ceilán y, desde allí, navegaban hacia el estrecho de Malaca y el puerto de Singapur, última escala antes de arribar en Manila. En 1881 la supresión del estanco del tabaco en el archipiélago filipino despertó las expectativas del empresario Antonio López y López, marqués de Comillas. Este audaz hombre de negocios inició su carrera en el Caribe y se hizo con las rutas regulares entre la Península y distintos puertos americanos, negocios afianzados por la adquisición de modernos barcos de vapor. Si su flota operaba en el Atlántico desde hacía tiempo, en 1881 fundó la Compañía Transatlántica Española y amplió su radio de acción con la fundación de la Compañía General de Tabacos de Filipinas, con sede en Barcelona y delegaciones en Cádiz y Madrid. Esta última adquirió los vapores Isla de Luzón, Isla de Mindanao, Isla de Panay e Isla de Cebú, de más de 4.000 toneladas cada uno, lo que facilitó la comercialización del tabaco, el azúcar y otros productos que interesaban a esta empresa. No sólo transportaban carga, correo, funcionarios o militares, pues el tráfico regular incluía el embarque de pasajeros. Así lo evidencia el cartel expuesto, que anuncia la partida del vapor Isla de Luzón el 8 de octubre de 1882, desde Cádiz, y el 13 del mismo mes desde Barcelona, con una travesía prevista de 30 días de duración7. Era un buque moderno fabricado en astilleros ingleses y, aparte de su velocidad y capacidad, disponía de espaciosos y bien ventilados alojamientos, […] baños y cuantas comodidades puedan apetecerse en las latitudes que han de recorrer, como reza el texto publicitario. Sus salones y comedor aseguraban todo el confort posible, sobre todo a los pasajeros de primera clase, pues los había de tercera. Este tráfico naval, al igual que ocurriera en épocas pasadas, no puede ser entendido sin considerar su relación con otras rutas. De hecho, la navegación entre los distintos Aunque el cartel no expresa el año de su impresión, el 11 de octubre de 1882, p. 13, se incluyó en el diario La Vanguardia en los mismos términos, siendo distintas las fechas de su partida en 1883 y 1884.

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Casa de la Yntendencia. Álbum: Vistas de las Yslas Filipinas, de José H. Lozano. 1847. Lámina 8. Papel manuscrito; dibujo a tinta, aguada en colores. 1 hoja de 21,7 x 30 cm. Biblioteca Nacional de España, Madrid, DIB/15/84.

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puertos insulares del archipiélago filipino y los principales puertos del mar de China meridional la realizaban barcos de diversas características, tonelaje y nacionalidad. Asimismo, las rutas transoceánicas no concluían en Cádiz o Barcelona, sino que solían prolongar sus servicios a otros puertos europeos, como el de Liverpool, con el que operaban los barcos de las citadas compañías. La comunidad española en el archipiélago no fue ajena a la evolución de la gastronomía europea y española, como tampoco debió serlo a las publicaciones que se iban sucediendo, que marcaron las pautas a seguir en los eventos sociales y, por añadidura, en los platos que se degustaban en ellos. Felice Sta. María nos ofrece un concienzudo estudio que nos presenta la vida de la élite colonial a lo largo del siglo XIX, en la que las recepciones y bailes venían acompañadas de suculentos banquetes. Queda claro que se trataba de honrosas excepciones en el devenir cotidiano de los militares, oficiales civiles, comerciantes y eclesiásticos que poblaban Manila y, en menor medida, el resto de ciudades de la colonia. ¿Cómo era, entre tanto, el día a día de la población? Al igual que en otras épocas, la sociedad colonial imitaba las modas imperantes y se sumaba a la evolución de la gastronomía, aunque sin renunciar a un bagaje tradicional al que estaba acostumbrada. El resultado fue una sociedad multicultural, con influencias nativas filipinas, españolas, asiáticas y americanas que, a lo largo de más de doscientos años, fueron fraguando una gastronomía mixta. Si la élite hispano-filipina asumió con mayor naturalidad las modas europeas, las clases populares conservaron muchas costumbres que resultaban curiosas a los ojos españoles. José Honorato Lozano y sus Vistas de las Yslas Filipinas, obra datada en 1847, es una buena muestra de ello. La curiosidad por lo que le resultaba más pintoresco se combina con su interés por escenas costumbristas que reflejan aspectos cotidianos de unas colonias que, siendo lejanas, eran parte de la comunidad hispana. Esta tendencia, acompañada de otras muchas descripciones, libros de viajes u obras ilustradas, es una constante en la Europa decimonónica, aunque ello no resta mérito a este pintor filipino, nacido en Manila, que supo plasmar la vida cotidiana de su ciudad. La influencia francesa se hizo evidente en obras como La Nueva cocinera curiosa y económica, de 1822, o El Manual del cocinero, cocinera, repostero,…, de 1828, tendencia afianzada a lo largo de una centuria en la que sobresalieron autores tan destacados como Antoine Caremê. En este contexto, Guillermo Moyano publicó en 1867 El cocinero español y la perfecta cocinera. Su obra, editada en Málaga, nos presenta un recetario sencillo en el que está muy presente la gastronomía andaluza, aunque incorpora algunas influencias extranjeras. Dos años después se editó en Madrid La gran economía de las familias: Arte de arreglar y componer lo sobrante de las comidas de un día para otro, una obra de título curioso que su autor anónimo, un gastrónomo jubilado, quiso dedicar a las clases populares.

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La cocina filipina. Colecciรณn de fรณrmulas prรกcticas y posibles en Filipinas para comer bien. Manila: Imprenta Pinpin, 1913. Libro impreso. 136 pรกginas de 20,5 x 13,5 cm. Archivo General de Indias, Sevilla. Biblioteca, D-788.

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El Libro de cocina de Jules Gouffé, publicado en 1885 y posteriormente traducido al español, mantuvo la influencia francesa, al tiempo que se afianzaba el distanciamiento entre la alta cocina y la gastronomía doméstica. La mesa moderna del doctor Thebussem —seudónimo de Mariano Pardo de Figueroa— tuvo cierto impacto desde su publicación en 1888, aunque fue El prácticón de Ángel Muro el que tuvo gran difusión entre finales del siglo XIX y principios de la siguiente centuria. Su subtítulo, Tratado completo de cocina al alcance de todos y aprovechamiento de sobras, explica el éxito alcanzado, logrando 35 ediciones entre 1884 y 1928. Ya en el siglo XX, destaca la obra de Melquíades Brizuela, jefe de cocinas de la Compañía Transatlántica Española. Sus servicios a los comensales de los vapores, hoteles y restaurantes más destacados del momento le aportaron la experiencia que plasmó en sus obras, de entre las que destacan Sartén y Pluma, de 1903, y La obra culinaria nacional, de 1917. Esta monografía se suma a El cocinero práctico, publicado por Saturnino Calleja en 1903, La cocina española antigua de Emilia Pardo Bazán, impreso en 1913, y a La cocina práctica, de Manuel María Puga y Parga, recopilatorio de sus contribuciones periodísticas que se publicó en La Coruña en 1905. En este contexto aparece La cocina filipina. Colección de formulas practicas y posibles en Filipinas para comer bien, obra editada en Manila en 1913. Por entonces ya se había superado el trance de la independencia de Filipinas, Cuba y Puerto Rico, ocurrida en 1898, sin que ello afectase a la comunidad española en el archipiélago asiático, vivo exponente de los vínculos históricos existentes. El puerto de Cádiz mantenía su comunicación regular con el de Cavite y los empresarios eran los principales implicados en sus idas y venidas. Su autor anónimo, acaso la esposa de un comerciante o empresario afincado en Manila, nos presenta la vida cotidiana de una familia acomodada, con cocineros filipinos a su servicio e interés por atender a sus comensales con menús variados. La obra se estructura en tres partes, la primera dedicada a caldos, sopas, arroces y potajes; la segunda a carnes, pescados y demás platos principales, y la tercera a la repostería. No obstante, lejos de ordenar sus contenidos tras una labor meticulosa, muestra una aparente reunión de varios trabajos previos, a veces reiterando recetas. Destaca la atención dedicada a la cocina andaluza, recalcada por el uso de términos propios, como chícharos —guisantes—, habichuelas —alubias—, alcauciles, cocido en blanco y de color,… Algunas recetas denotan una relación directa con la bahía de Cádiz: Sobreusa, corvina con chícharos, tortas de Morón, rosquetes de Chiclana, mostachones, borrachuelos, pestiños, alfajores de Medina —por Medina Sidonia—, empanadillas de las monjas de Medina,… Abundan los platos españoles, como los potajes, cocidos y estofados, los chorizos, salchichas, salchichones y butifarras, los escabeches, la ropavieja, el arroz a la valenciana y los pimientos rellenos del mismo, el bacalao a la vizcaína, los huevos moles de Andalucía oriental, las mantecadas de Astorga, el fricandó catalán, los bizcochos borrachos de Guadalajara, el flan de leche,…

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La cocina filipina. Colecciรณn de fรณrmulas prรกcticas y posibles en Filipinas para comer bien. Manila: Imprenta Pinpin, 1913. Libro impreso. 136 pรกginas de 20,5 x 13,5 cm. Archivo General de Indias, Sevilla. Biblioteca, D-788.

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Álbum: Vistas de las Yslas Filipinas, de José H. Lozano. 1847. Chino pansitero. Lámina 28. Carindería. Lámina 27. Papel manuscrito; dibujo a tinta, aguada en colores. 1 hoja de 21,7 x 30 cm. Biblioteca Nacional de España, Madrid, DIB/15/84.

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Sin embargo, lejos de acomodarse a un recetario tradicional y cotidiano, amplía su selección con ejemplos de una gastronomía más sofisticada. La utilización de ciertos términos culinarios y la inclusión de recetas como las croquetas, las gallinetas en salmi o varias recetas a la francesa, a la inglesa o a la holandesa, incluidos el Roastbeef y el Beefsteak, sugieren el manejo de algunas obras publicadas a lo largo del siglo XIX, como La gran economía de las familias o El Practicón. El uso de la manteca de Flandes —manteca de vaca de gran calidad— y algunos guisos muy especiados nos remiten a recetarios de siglos pasados, que podrían encontrar en Martínez Montiño la fuente directa o indirecta. Sin embargo, la incorporación del tomate, el pimiento —y el pimentón— o su indudable acercamiento a los ingredientes y recetarios filipinos demuestran una mayor amplitud de miras, acaso con la colaboración de cocineros locales. De todo ello se deduce una formación ecléctica, que no duda en combinar recetas tradicionales hispanas con lo aprendido por su experiencia o por la lectura de obras especializadas. Si su origen era español, probablemente gaditano, supo aprovechar la oportunidad que le brindaban las islas Filipinas, pese a las críticas vertidas. Sus recetas de tinola de gallina, carí, escabeche de Filipinas, encurtidos o acharas de Filipinas, gulay, lumpia, pansit, pacsiu de pescado o puerco, dinuguan, sinigang de carne o pescado,… son una muestra de un aprecio de la gastronomía local, que se completa con el conocimiento de productos, técnicas y utensilios autóctonos8. Así, comenta que para los encurtidos o acharas era mejor el vinagre de tuba, que para cocinar el gulay debía usarse un carajay, o que para cocinar un pescado a la marinera recomendaba el bacoco, el pescado mejor para este guisado… y que esté muy fresco. Aunque no incluye los conocidos adobos filipinos, algunos de sus escabeches y estofados aderezados con especias, vinagre y laurel podrían suplirlos. El carácter multicultural de su cocina queda patente en el recetario final, que compagina los dulces españoles más tradicionales con el pili en dulce, en almíbar o en pudin, el dulce de santol o las tablillas y dulces de coco. La imprenta Pinpin, ubicada en el distrito manileño de Santa Cruz, hizo una tirada reducida de este libro en 1913. De ella apenas se han localizado dos ejemplares, uno en la Rizal Library del Ateneo de Manila y otro en el Archivo General de Indias de Sevilla, que se reproduce en su integridad en esta exposición. Se da la circunstancia de que el ejemplar hispalense cuenta con una historia añadida: Fue adquirido en su tierra de origen al precio de 1 peso filipino, traído a España y donado al Archivo General de Indias por uno de sus oficiales, Eduardo Sánchez-Arjona, el 29 de noviembre de 1918. Desde entonces ha permanecido en su biblioteca, sin que nadie se hubiera percatado de su singularidad. Este primer recetario filipino supone un hito en la historia de su gastronomía. A partir de entonces surgió una cocina nacional que, sin renunciar a su pasado, fue tomando consciencia de su idiosincrasia, de sus particularismos y de su prometedor futuro. Felice Prudente Sta. Maria, “Early Philippine Cookbooks: Savors of Cultural Concern,” comunicación presentada en el 23rd Annual Manila Studies Conference, Manila 2014.

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Tradición e innovación gastronómicas Chele González

Cocinar es quizá uno de los rasgos que nos hacen humanos. Desde el descubrimiento del fuego el control de este el arte culinario ha ido evolucionando a la vez que el ser humano. Comemos normalmente de 3 a 5 veces al día y es uno de los aspectos sociales y culturales que nos marcan como individuos. Cocinar ha evolucionado también de ser una necesidad básica para sobrevivir en un arte donde el cocinero expresa muchas cosas con la comida. La base de cualquier cocina empieza por los productos de su entorno, lo que la naturaleza da en sus diferentes estaciones y enclave geográfico. Así, según el ser humano ha ido creciendo en el territorio, los productos han ido viajando hasta un punto en el que hoy en día no sabemos ya cual es su origen real. El cocinero contemporáneo tiene la inquietud de saber, de saber cual es el origen de los productos que utilizamos hoy en día, su historia, su cultura y como han afectado al ser humano. En definitiva, su antropología, o, como hemos denominado en Gallery Vask, una cocina antropológica. Toda creación artística debe compatibilizar el saber y la técnica con la inspiración de su autor, que ha de ser capaz de interpretar el mundo que le rodea, plasmarlo en su obra y transmitirlo a la sociedad. Se podría entender la cocina como un arte que, como en cualquier otra disciplina artística, se basa en la técnica para expresar lo que se quiere. El cocinero puede y debe aprender todo cuanto pueda, pues el conocimiento es lo más valioso y la curiosidad por seguir aprendiendo es una cualidad básica para tener pasión que es una de las facetas más importantes en la vida de un cocinero. La gastronomía es un arte peculiar, pues sus creaciones son efímeras. Al igual que la música, una receta puede perdurar en el tiempo a través de textos e imágenes, pero la culminación del proceso creativo y el frenesí de sensaciones se acaban cuando el comensal termina el plato. Esta limitación no hay que verla como algo negativo, sino como una característica en sí misma del arte culinario. Podría decirse que es un arte dinámico y, como tal, evoluciona. El proceso creativo es continuo y, en consecuencia, la inspiración y la maestría se renuevan día a día. Si a estos condicionantes añadimos un interés personal por ampliar horizontes, por disfrutar de nuevas experiencias, acrecentaremos las posibilidades creativas.

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Gallery Vask, Manila. Foto Norman Lleses.

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Se comprende así que, ante el proyecto de esta exposición, se abrieran ante mí nuevas posibilidades. Mi experiencia con la gastronomía filipina, que ha supuesto un acercamiento enfoques etnográficos, ha sido una etapa más en un proceso que me ha llevado a la innovación gastronómica desde el respeto a las tradiciones más antiguas. Por eso esta exposición, que se adentra en la historia de la gastronomía española y filipina, se ha convertido en un nuevo reto y motivación. Desde un principio, el equipo de investigación y desarrollo en Gallery Vask ha seguido las pautas marcadas por el diálogo entre la historia y la gastronomía, entre Chele González, Iván Sáez Sordo y el resto del equipo y Antonio Sánchez de Mora, comisario de la exposición. La información aportada por los documentos históricos y los recetarios de épocas pasadas ha sido reinterpretada desde nuestra experiencia, para ofrecer al lector de este libro y al visitante de la exposición una muestra de la gastronomía de los siglos pasados. Aquella que surcó los océanos en las bodegas de los barcos y en la mente de quienes decidieron poner en práctica la cocina a la que estaban acostumbrados, aunque fuera en tierra extraña. Lo nativo, lo indígena, lo foráneo, lo asiático, lo americano y lo europeo se unieron en una gastronomía multicultural que, como bien se argumenta en este libro, hunde sus raíces en el pasado desde el presente. Un presente vivo, dinámico, en el que nuestra cocina revitaliza aquellos sabores y les da un nuevo impulso. Esta exposición no podía detenerse en una reconstrucción de recetas históricas y, por eso, tras el largo camino recorrido, culminamos nuestro trabajo con nuevos caminos dando valor a ese momento de la historia del ser humano donde los productos y la cultura cruzaron fronteras y produjeron el mayor impacto y mestizaje de la gastronomía jamás conocido. El arte culinario es algo vivo y, en nuestro caso, nos hemos inspirado en todo lo aprendido para desarrollar nuestro espíritu curioso en investigador. El resultado es, por tanto, la suma de tradición, historia, antropología e innovación, ejemplificado en las siguientes recetas. Evocan un pasado, sí, pero desde la originalidad, el conocimiento y la innovación gastronómica. Este es el principio en Gallery Vask, que mantiene vivo el diálogo sobre quiénes somos y de dónde venimos, para seguir desarrollando cultura gastronómica.

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500 ELABORACIÓN

INGREDIENTES: • • • •

40 gramos de emperador o maya-maya 30 gramos de caldo condimentado 25 gramos de vainas de cebolletas 15 gramos casi majado

Para el caldo condimentado: • 600 gramos de cebolla juliana • 300 gramos de emperador (raspas) • 300 gramos de emperador (recortes) • 1 litro de agua • 60 gramos de aceite de oliva • 150 gramos de vino blanco • 75 gramos de zumo de limón • 6 gramos de canela • 6 gramos de pimienta negra gruesa • 0,3 gramos de azafrán Para las vainas de cebolla: • 200 gramos de cebolletas pequeñas • 30 gramos de aceite de oliva • 0,1 gramos de sal Para el majado • 100 gramos de almendras • 10 gramos de pasas • 25 gramos de aceite de oliva virgen extra

1. Rehogar la cebolla en un recipiente con el aceite a fuego lento entre 40 minutos y una hora. 2. Añadir la canela, pimienta y azafrán; mantener al fuego durante otros 30 - 40 minutos. 3. Añadir las raspas y los recortes de pescado y cocinar durante 10 minutos a fuego lento, moviéndolo todo de vez en cuando. 4. Añadir el vino, reducir, añadir el zumo de limón y mantener al fuego durante unos minutos. 5. Añadir agua hasta hervir y a continuación dejar que hierva a fuego lento durante 20 minutos y dejar en infusión durante una hora. 6. Colar y aclarar.

Elaboración de las vainas de cebolla 1. Pelar la cebolla y colocarla con el aceite y la sal en una bolsa al vacío y cerrar herméticamente. 2. Evaporar en el horno a 95 grados durante 15 minutos. 3. Dejar reposar un momento. Cortar en mitades, separar las capas y seleccionar las mejores. 4. Dorar en la plancha hasta que adquieran un bonito y uniforme color dorado. Elaboración del majado 1. Tostar las almendras. 2. Cortar las pasas muy finas. 3. Mezclar hasta que adquieran una textura pastosa.

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EMPLATADO 1. Dorar el pescado hasta que la piel esté crujiente, acabar de cocinar en la salamandra hasta que alcance 49 grados en el interior 2. Colocar el pescado en el plato con 5 trozos de cebolla alrededor. 3. En un lado, colocar una pizca del majado. En presencia del comensal servir el caldo de una jarra. 4. Antes de servir el caldo, dejar que vuelva a hacer infusión con pimienta negra gruesa y canela.

COMENTARIO Ésta es una adaptación de una receta de hace 500 años. Se trata de una receta española con un toque árabe que fue creada antes de que el descubrimiento de América cambiara la gastronomía para siempre. Este plato puede disfrutarse de dos maneras. En primer lugar, por sí solo, ya que se trata de una adaptación mejorada; y en segundo lugar, mezclándolo con el majado de almendras y pasas que se sirve en el plato.

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BINULO

INGREDIENTES Para la carne de cerdo y piel crujiente (20 - 15 pax) • 2,5 kilos de cochinillo • 600 gramos de alibangbang (planta originaria de Filipinas) • 5 litros de agua Para la Alibangbang crujiente • 1 unidad de alibangbang (los mejores trozos)

ELABORACIÓN Cortar el cochinillo por la mitad. Colocar en una olla a presión con sal. Hervir durante 3 horas. Sacar la piel; eliminar el exceso de grasa de la piel. Colocar la piel en una bandeja con papel de cera, asegurándose de que quede plana. Cubrir con otro papel de cera y poner un recipiente encima para asegurarse de que quede plana. Introducir en el horno a 150C durante 20 minutos hasta que esté crujiente. A continuación, cortar en pequeños cuadrados de aproximadamente 2,5 cm. de lado. Dejar en el deshidratador hasta la hora de servir. Volver a introducir la carne en el caldo y añadir hojas de alibangbang para hervirlo a continuación entre 30 y 40 minutos. Así toma el sabor de las hojas de alibangbang. Escurrir la carne. Cortar la carne y apartar. Colar el caldo hasta que quede muy claro y añadir sal. Apartar. Al servir el plato derretir la grasa del cerdo y saltear la carne troceada. Añadir el caldo para que no esté muy seco y añadir sal. Al finalizar, añadir bayas de saúco.

Elaboración de la alibangbang crujiente Colocar la hoja en 2 coladores planos y freír a 180C lo más plano que pueda. Apartar en el deshidratador. EMPLATADO Colocar la carne en el fondo del plato. En forma de cuadrado (del mismo tamaño que la piel de cerdo), colocar la piel crujiente encima de la carne. A continuación colocar alibangbang crujiente sobre la piel. Servir la sopa en el recipiente de madera. A la hora de servir a los comensales verterla en el pla

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COMENTARIO Mucho antes de que se inventaran las cocinas de gas, inducción y similares, la tribu filipina nativa conocida como los Aeta cocinaba utilizando bambú. De ello se deriva el término binulo. Binulo es la forma antigua y tradicional de cocinar en una caña de bambú. Se aplica calor directo para completar el proceso de cocción. Esta técnica es famosa en la provincia de Luzón Norte y ha servido de influencia para algunos de los platos actuales que muchos conocen.

Aparte de las singulares técnicas de cocina, Filipinas también es conocida por su variedad culinaria. Un plato muy popular entre los habitantes del país es el que se conoce como sinigang. Sinigang es una sopa amarga en cuya elaboración se emplea tamarindo o mangos verdes que se mezclan con carne de vacuno, cerdo, pescado o marisco y verduras. Para dar un nuevo toque al sinigang, Gallery prepara este plato de forma parecida a la técnica binulo con alibangbang.

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BURO ELABORACIóN INGREDIENTES ARROZ FERMENTADO • 200 gramos de arroz tinawon, cocido • 20 gramos de sal de roca • 300 mililitros de agua • 5 gramos de cebolla blanca, cortada en pequeños dados • 3 gramos de jengibre, cortado en pequeños dados • 3 gramos de ajo, cortado en pequeños dados • 5 gramos de tomate, hervido, pelado y cortado en pequeños dados • 30 mililitros de zumo de tomate, de tomates mezclados y colados • 5 gramos de buro (fermentado) Maya-maya fermentado y piel crujiente • 1 Kilo de maya-maya • 50 gramos de sal de roca Hojas de mostaza y hojas de mostaza a la brasa • 100 gramos de hojas de mostaza maya-maya braseado • 30 gramos de filete de maya-maya Cebolla roja en escabeche • 1 unidad de cebolla roja, 150 g por unidad • Sal Solución de escabeche • 2 partes de vinagre de caña • 1 parte de agua

Arroz fermentado Enfriar el arroz cocido en una bandeja y sazonar con bastante sal. Traspasar a un recipiente y cubrir con papel fino para evitar que se contamine. Dejar 3 días fuera para que se fermente. Una vez listo, meter en el refrigerador y apartar. Para una porción de buro, saltear primero el buro de pescado y, a continuación, las cebollas, el jengibre, el ajo y el tomate. Añadir zumo de tomate para que quede cremoso. Sazonar con sal, si fuera necesario. Maya-maya fermentado y piel crujiente Filetear el maya-maya y apartar la piel. Freír en aceite abundante y apartar en el deshidratador como aderezo. Colocar los filetes en un cazo perforado y sazonar con bastante sal. Traspasar a un recipiente y cubrir con papel fino. Dejar tres días fuera para que se fermente. Una vez listo, cortar en pequeños dados y apartar. Hojas de mostaza a la brasa Asar las hojas de mostaza hasta que queden crujientes Maya-maya braseado Sazonar el filete con sal. Dorar en la sartén hasta que la piel esté dorada y terminar en el horno a 140C durante un minuto o hasta que el pescado se cocine a 45C. Cebolla roja en escabeche Remojar la cebolla en una solución de agua y sal al 10% durante la noche. Una vez listo, escurrir y cubrir con sal durante 8 horas. Lavar la cebolla y, a continuación, envasar al vacío en solución de escabeche.

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emplatado Colocar el arroz fermentado en un lado del plato. Disponer 4 trozos de cebolla roja en escabeche alrededor del arroz y cubrir con el pescado dorado. Añadir tanto hojas de mostaza doradas y crujientes como frescas a un lado del pescado, y terminar con la piel crujiente en el otro lado.

COMentario Hace tiempo como no existían frigoríficos en muchos hogares, la fermentación y el encurtido de ingredientes se convirtieron en una forma tradicional de los filipinos para conservar sus alimentos. Se denomina duro o balaobalao. Los productos frescos y

carnes, cuando se fermentan y encurten, se pueden convertir en un nuevo plato o utilizarse como guarnición para completar una comida. Las frutas y verduras duras, como las zanahorias y los mangos verdes, se suelen utilizar en buro ya que mantienen su textura durante el proceso; sin embargo, también pueden utilizarse verduras y pescados. Gallery Vask opta por el arroz y el mayamaya, un tipo de pescado que abunda en este país, y desarrolla estos ingredientes para conseguir un plato que juega con las texturas. Esto demuestra la sencillez y sofisticación de sabores resultante de la combinación de ingredientes locales empleando un método básico de la cocina filipina.

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ESCABECHE INGREDIENTES SALSA ESCABECHE • 200 gramos de mango maduro • 1 gramo de tomillo • 0,2 gramos de laurel • 0,2 gramos de pimienta de Sichuan • 30 mililitros de aceite de canola • 175 mililitros de agua • 75 gramos de vinagre blanco MANGO VERDE FERMENTADO • 1 unidad de mango verde • 80 gramos de sal de roca • 130 gramos de agua • 80 gramos de arroz blanco normal ALMEJAS GIGANTES • 1 kilo de almejas gigantes (15 unidades, 70 gramos cada una) • 2 litros de agua • 70 gramos de sal

elaboración Salsa escabeche 1. Pelar el mango y cortar en cubos. 2. Colocar los ingredientes en un cazo pequeño. 3. Llevar a ebullición y, a continuación, reducir el fuego al número 4. 4. Cocinar durante 35 minutos. 5. Colar y presionar un poco para obtener jugos y parte de la pulpa del mango. 6. Servir a temperatura ambiente con aceite de oliva virgen extra. 7. Vida en almacenaje: 3 días. Mango verde fermentado 1. Mezclar el arroz con agua durante unos segundos hasta que el arroz pierda el almidón. Colar y apartar. 2. Pelar el mango verde y cortar en 6-8 piezas. 3. Cubrir con sal de roca durante al menos 1,5 horas y, a continuación, enjuagar ligeramente con agua. 4. Remojar el mango verde en el agua de arroz y dejar fuera durante 3 días. Guardar en el refrigerador a continuación. Almejas gigantes 1. Para almacenar las almejas vivas: cubrir las almejas con un paño húmedo con agua salada. Mantener en refrigerador 2. Cuando estén a punto de servirse, hervir las almejas una vez las pida el comensal durante 1 minuto en agua con sal. 3. Lavar rápidamente y servir calientes.

Emplatado 1. En un cuenco pequeño (plato Baludbad), servir el escabeche a temperatura ambiente con el aceite de oliva virgen extra. 2. Cortar en mitades 2 almejas y colocarlas sobre el plato. 3. Finalizar el emplatado con pequeños trozos de mango verde.

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COMENTARIO En España, el escabeche es una técnica de conservación centenaria que emplea mezclas ácidas que suelen incluir pimentón; se trata de una técnica introducida en América y Asia a través del comercio con galeones, produciendo adaptaciones diversas en cada país. Por ejemplo, en la versión filipina, los habitantes del país utilizan el escabeche como plato especial de pescado que se distingue por su salsa agridulce. En sus expediciones, los españoles traían cubas de vinagre que utilizaban para conservar carnes y pescados;

sin embargo, también solían traer miel y especias, lo que lleva a muchos a creer que los antiguos escabeches pudieran haber sido agridulces desde el principio. La belleza de este plato radica en su espléndida historia, la cual tratamos de reproducir y compartir en nuestros platos de Gallery VASK. Aquí, las almejas gigantes se acompañan de una salsa amarga que se endulza con mangos de Filipinas, consiguiendo un plato ligero que une dos paladares e historias muy distintas en un solo plato.

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GNOCCHI ELABORAcióN ingredientes TENDONES • 1 kilo de tendones • 5 gramos de pimienta • 10 gramos de sal • 15 unidades de laurel ZUMO DE ANÍS ESTRELLADO • 300 litros de demi glace (claro) • 20 gramos de anís estrellado • Azúcar blanca (si es necesario) SEMILLAS DE CHÍCHARO • 500 gramos de chícharos

Tendones Hervir los tendones y, a continuación, quitar la primera agua. Cuando el agua comience a hervir, añadir los tendones y plantas aromáticas. Reducir el fuego y cocer a fuego lento hasta que los tendones se pongan tiernos y gelatinosos durante unas 8 horas. Comprobar con cuidado cada pieza ya que no todos los tendones se cocinan a la vez. Retirar las piezas que estén cocinadas y colocarlas en una bandeja perforada para enfriarlas. Mantener en el refrigerador durante toda la noche y al día siguiente, cortar en forma de gnocchis y mantener en el refrigerador.

AGUA DE ANÍS ESTRELLADO • 500 mililitros de agua • 50 gramos de anís estrellado

Zumo de anís estrellado Calentar demi glace y dejar en infusión con anís estrellado durante 20 minutos. Colar y apartar. Semillas de chícharos Sacar las semillas y apartar. Utilizar los recortes para otras preparaciones. Agua de anís estrellado Calentar el agua y añadir anís estrellado. Retirar del fuego y cubrir para dejar en infusión durante 20 minutos. En el pase:

Volver a calentar los tendones en el agua de anís estrellado hasta que se pongan tiernos y gelatinosos. (Algunos se rompen o no presentan un buen aspecto, retirar estos). En el momento de servir, traspasar a otro cazo donde el jugo de anís esté caliente y reducir hasta que se vuelva gelatinoso.

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EMPLATADO Flores de sauco 15 gramos de chícharos 6 unidades de gnocchi Colocar en el fondo del recipiente y cubrir con el jugo. Rociar los guisantes con aceite de oliva y calentar rápidamente en la salamandra. Colocar los chícharos encima de los tendones y añadir flores de sauco.

COMentario La idea del plato está relacionada con el legado de influencia china en la cocina de Filipinas. De los tendones, el anís estrellado y la sopa, nos llegó la inspiración para crear este plato en el cual los tendones adoptan la forma de gnocchi. El jugo de carne de vacuno se reduce y se vuelve gelatinoso y se somete a infusión con anís estrellado para añadir más sabor al plato. También deseamos presentar variedades de legumbres de Filipinas por lo que hemos utilizado chícharos.

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MOLE elaboración ingredientEs PASTA DE MOLE • 50 gramos de semillas de sésamo blancas. Tostadas • 50 gramos de anacardos. Tostados • 50 gramos de pasas • 5 gramos de achiote • 35 gramos de cebolla blanca. Picada • 3 unidades de dientes de ajo. Pelado • 20 gramos de jengibre. Pelados • 50 gramos de chocolate negro Tanoiri al 64% • 1 gramo de anís en polvo • 0,5 gramos de canela en polvo • 1 unidad de tortilla de maíz • 500 mililitros de caldo de pollo • 50 gramos de aceite de coco • 3 gramos de sal • 200 gramos de tomates • 6 unidades de guindillas secas • 6 unidades de pimientos choriceros • 1 unidad de plátano. Saba • 40 gramos de jugo de carne de vacuno • 10 gramos de azúcar mascavado • 200 mililitros de canola • 1 unidad de naranja. Para zumo y ralladura LENGUA DE BUEY • 1.5 kilos de lengua de buey • 115 gramos de mezcla para salazón

Mezcla para salazón: • • • • •

275 gramos de sal kosher 113 gramos de azúcar 25 gramos de sal rosa 2 gramos de tomillo seco 2 gramos de pimienta negra molida

SEMILLAS DE CHÍCHAROS • 1 kilo de chícharos

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Pasta de mole 1. Tostar las guindillas en una sartén. Tostar a fuego medio - bajo. Retirar las semillas y tallos. 2. Empapar en caldo de pollo caliente. Apartar. 3. En la misma sartén, tostar cebolla, ajo y jengibre todo junto. Añadir el achiote y el resto de especias. 4. Asar los tomates hasta que adquieran un bonito color chamuscado. 5. Freír las pasas hasta que salten, retirar y, a continuación, freír la tortilla en Canola hasta que se ponga crujiente. 6. Cortar el plátano en pequeños cubos y freír utilizando el mismo aceite de Canola. 7. Exprimir la naranja y guardar la ralladura. 8. En un procesador de alimentos, mezclar todos los ingredientes excepto el caldo de pollo, el chocolate y el aceite de coco, la ralladura y el zumo de naranja. Mezclar hasta que se vuelva una pasta durante 5 minutos. Añadir un poco de caldo de pollo si fuera necesario. 9. En un recipiente grande, calentar el aceite de coco y, a continuación, añadir la pasta. Cocinar a fuego medio - alto durante un par de segundos y luego bajar el fuego y cocinar durante 3 minutos más removiendo constantemente. 10. Después de 3 minutos de cocción de la pasta, añadir el caldo de pollo, zumo y ralladura de naranja y chocolate. Cocinar durante 20 minutos más a fuego lento, removiendo de vez en cuando. 11. Colar la mezcla. Debe tener el aspecto de una pasta muy espesa. Comprobar el aderezo. Lengua de buey 1. En un recipiente grande, mezclar la lengua con la mezcla para salazón cubriéndola generosamente. Transferir a una bolsa sellable y curar en el refrigerador durante 3 días.


Foto Norman Lleses

2. Al cuarto día, retirar el aderezo y vuelva a colocarla en una bolsa sellable para sous vide (cocción al vacío) durante 48 horas a 64C. 3. Colocar en un baño de hielo y enfriar. 4. Cortar en porciones de 60 gramos y envasarlas al vacío de forma individual. Calentar cada porción para emplatar. Semillas de chícharos 1. Retirar las semillas y apartar. Utilizar los recortes para otras preparaciones.

emplatado 1. Regenerar la lengua en porciones en el baño sous vide a 60C durante 15 minutos. 2. Con el mole a temperatura ambiente, colocar 25 gramos de dicha pasta en el plato. 3. Colocar la lengua en porciones en el plato y rociar aceite de oliva para dar brillo. 4. Colocar 10 gramos de chícharos a un lado de la lengua. 5. Por último, rociar ralladura de naranja encima.

COMENTARIO El cacao tiene una larga y relatada historia que conecta México, España y Filipinas a través del comercio de galeones de Manila. Durante tres siglos, los barcos comerciales españoles hicieron viajes de ida y vuelta por el Océano Pacífico desde Acapulco (México, en la actualidad) hasta el puerto de Manila, abriendo así intercambios de cientos de productos, entre ellos el cacao. El cacao, un producto preciado hasta el día de hoy, es un ingrediente principal de una de las recetas más distintivas de México: el Mole. En la técnica tradicional para preparar mole se utilizan frutos secos y especias del lugar, entre las que se incluyen el plátano y la corteza de Kalingag; estos ingredientes son triturados para formar una pasta de mole que adquiere personalidad filipina. A su vez, la lengua es un ingrediente tradicional español considerado en decadencia en Filipinas que se solía servir en muchos banquetes. Todos estos elementos juntos, mole, frutos secos y especias del lugar y lengua, se mezclan en un plato que presenta sabores fascinantes con una profunda conexión cultural.

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PAN DE SAL (MODERNO)

ingredientEs para 20 PAX MASA • 100 gramos de arroz glutinoso • 25 gramos de parmesano rallado • 25 gramos de queso rústico Jugo de adobo • 36 unidades Dientes de ajo. • 1.050 gramos Salsa de soja • 660 gramos Vinagre blanco • 2.100 gramos Caldo de pollo • 9 unidades Laurel • 90 unidades Granos de pimienta negra GEL DE ADOBO • 30 gramos Kuzu • 300 gramos de jugo de adobo Mousse de adobo • 225 gramos de gel de adobo • 810 gramos crema batida • 45 gramos Filete de lomo de cordero sous vide

ELABORACIÓN Masa Calentar el agua y añadir arroz. Cocinar durante 20 minutos, escurrir y dejar fuera hasta que se seque durante aproximadamente 2 horas. Mezclar el arroz en la Thermomix a 90 grados centígrados durante 15 minutos y, a continuación, añadir los quesos, sal y mezclar durante 5 minutos más. Colocar en una manga y dejar toda la noche en el refrigerador. Realizar pequeños círculos y hornear durante 15 minutos a 165 grados centígrados hasta que levante y se ponga crujiente. Jugo de adobo En un recipiente, caramelizar el ajo cortado y añadir la soja, vinagre, caldo de pollo y hervir. Reducir hasta 1/3, añadir el laurel y dejar en infusión durante 30 minutos, colar y dejar en el refrigerador. Jugo de adobo Mezclar el kuzu con el jugo de adobo en un cazo y calentar lentamente desde frío hasta adquirir textura de gel. Mousse de adobo Calentar el gel, mezclar con la crema cuando esté batida, añadir el filete de lomo de cordero ya cocinado sous vide a 62 grados centígrados durante 8 horas y cocinarlo cortado en dados muy pequeños y poner en una manga hasta que vaya a servirse. Cuando lo pida el comensal rellenar el pan de sal con la mousse, servir inmediatamente ya que se humedece y se pone blando muy rápido.

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COMENTario El adobo es una técnica española de escabechar que los filipinos la han llevado a cabo utilizando por lo general salsa de soja, vinagre, laurel y ajo. Uno de los más importantes platos filipinos es el Adobo, por lo que queremos rendirle homenaje. Usando la receta de ado-

bo tradicional filipina, creamos una mousse con carne de pollo, salsa de adobo y crema batida. Esta mousse se introduce en una envoltura crujiente de arroz, mezclada con queso Parmesano que se ha levantado y sustituye al pan de sal que se servía con el adobo con el que tradicionalmente se comía.

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