Cuadernos Hispanoamericanos (Número 812, febrero 2018)

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Febrero 2018 N.º 812 CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Precio: 5 €

Febrero 2018

N.º 812

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Fotografía de portada © Miguel Lizana

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Edita MAEC, Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación AECID, Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

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Ministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación Alfonso María Dastis Quecedo Secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica Fernando García-Casas Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Luis Tejada Director de Relaciones Culturales y Científicas Roberto Varela Fariña Jefe del Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Jorge Manuel Peralta Momparler

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS, fundada en 1948, ha sido dirigida sucesivamente por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall, Félix Grande, Blas Matamoro y Benjamín Prado. Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLA Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca. La revista puede consultarse en: www.cervantesvirtual.com www.cuadernoshispanoamericanos.com


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dossier

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DOSSIER: ACTUALIDAD DE LAS LETRAS PERUANAS Javier Ágreda – La producción novelística peruana (1992-2017) José Carlos Yrigoyen – Cuaderno de quejas y contentamientos. Poesía peruana 1990-2017 Toño Angulo Daneri – ¿Quién quiere ser periodista si puede ser narrador? Apuntes sobre la crónica en el Perú Ricardo González Vigil – Cuentos de todas las sangres (1992-2017)

entrevista

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Javier Serena – Mario Vargas Llosa: «La literatura me ayuda a mantenerme vivo e ilusionado, a vivir de manera creativa»

mesa revuelta

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Juan Malpartida – En los setenta años de Cuadernos Hispanoamericanos Blas Matamoro – Un forastero en su casa Jorge Edwards – Aprendizajes Antonio Muñoz Molina – Paseos Eduardo Mitre – Mirabilia Rafael Argullol – Libertad y enigma en tres escenas Félix de Azúa – De una época convulsa Malva Flores – Los rebeldes Héctor Abad Faciolince – Diatriba y panegírico de los premios literarios Nélida Piñón – Conócete a ti mismo Carmen de Eusebio – Diálogo con Andrés Barba

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biblioteca

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Fernando Castillo – Una mirada polaca sobre la Europa de entreguerras Juan Ángel Juristo – La vida en anagrama de Pedro Pablo Ros Julio Serrano – A contracorriente Valentina Litvan – Don Juan, un mito moderno Daniel B. Bro – Walter Benjamin y España




► Puente de los Suspiros en el barrio de Barranco, Lima. © World Bank/Dominic Chavez

Actualidad de las letras peruanas Coordina  Jorge Eduardo Benavides


Por Javier Ágreda

LA PRODUCCIÓN NOVELÍSTICA PERUANA (1992-2017)

1. LOS AÑOS NOVENTA

Hace veinticinco años Perú atravesaba una de sus peores crisis. El desastroso Gobierno de Alan García (1985-1990) marcó récords históricos de inflación y dejó la economía en tan mal estado que el siguiente presidente, Alberto Fujimori, tuvo de aplicar –a pocos días de asumir su mandato– uno de los más drásticos shocks económicos. Por su parte, la subversión (las organizaciones Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru [MRTA]) parecía estar ganando la guerra contra el Estado: ya tenía tomadas algunas zonas del país y contaba con una fuerte presencia en las universidades estatales. Y, para acentuar la crisis, el presidente Fujimori dio un golpe de Estado el 5 de abril de 1992, convirtiendo su Gobierno en una dictadura que fue considerada por los especialistas entre las diez más corruptas del último siglo. Sin lugar a dudas, una de los peores momentos que ha atravesado el país en toda su historia. 1.1. LOS NOVELISTAS MAYORES

No obstante, la literatura peruana, en especial la novela, atravesaba por un buen momento. La larga tradición de novelas indigenistas, que tiene su más alta expresión en la obra José María Arguedas (1911-1969), se había conjugado con la modernización narrativa que representaron la generación del cincuenta y la obra CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de Mario Vargas Llosa (1936). Así, se estableció un sólido canon a partir del cual surgieron varias generaciones de destacados narradores, dándole continuidad y calidad a la producción de novelas peruanas. Un año antes del periodo que nos interesa, se había publicado La violencia del tiempo (1991), de Miguel Gutiérrez, una ambiciosa y amplia saga que reinterpreta la experiencia histórica peruana desde la perspectiva del sentimiento de agravio y el rencor de los sectores subalternos. Con esta novela, considerada en una encuesta como la mejor de la literatura peruana de los años noventa, Gutiérrez daba un gran salto cualitativo en su obra, iniciando su ciclo novelístico de madurez. Entre los narradores «mayores» que, a inicios de este periodo, contaban ya con una obra sólida y la continuaron desarrollando con regularidad, habría que destacar a C. E. Zavaleta, Edgardo Rivera Martínez, Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique. El mayor de ellos es Carlos Eduardo Zavaleta (Caraz, 1928-Lima, 2011), integrante de la llamada generación de cincuenta y uno de los introductores, junto con Mario Vargas Llosa, de las modernas técnicas narrativas anglosajonas (Joyce, Faulkner, etcétera) a la literatura peruana. Zavaleta es un autor múltiple, dedicado tanto a la narrativa urbana como «rural», en los años noventa continuó con ambas facetas, con novelas como la casi autobiográfica Un joven, una sombra (1992) y, especialmente, la extensa Pálido, pero sereno (1997), que un sector de la crítica considera como su obra maestra. Otro autor que inició un gran segundo ciclo creativo fue Edgardo Rivera Martínez (Jauja, 1933). Su caso es sumamente especial, pues fue durante muchos años un escritor apreciado y celebrado sólo por una minoría. Sus primeros libros, todos conjuntos de cuentos, fueron publicados en ediciones limitadas y de escasa circulación. Se trataba de relatos de estirpe indigenista, pero que incorporaban elementos simbólicos y fantásticos; lo que los críticos denominan «neoindigenismo». Según confesión del propio autor, recién con la llegada de las computadoras personales se sintió en capacidad de abordar la novela. Y así fue que publicó sus dos bildungsroman, País de Jauja (1993) y Libro del amor y de las profecías (1999), en las que los protagonistas son jóvenes mestizos que logran armonizar el legado prehispánico y andino con las más altas tradiciones culturales europeas. País de Jauja fue finalista del Premio Rómulo Gallegos 1993. Después de su fallida incursión en la política, Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) publicó la novela Lituma en los An7

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des (1993), que obtuvo el Premio Planeta. Se trata de un relato policial: hay un crimen cuyo autor tiene que descubrir el cabo Lituma, un personaje recurrente dentro de las ficciones vargasllosianas. Esta novela es una de las mayores aproximaciones del autor al universo andino y, además, aborda la violencia desatada por Sendero Luminoso. Más original e interesante resultó su siguiente novela, Los cuadernos de don Rigoberto (1997), que retomaba los personajes de El elogio de la madrastra (1988) para desarrollar, en un relato mucho más amplio, su propuesta: una lúdica conjunción de erotismo, fantasía, arte y prosa esmeradamente trabajada. Su origen puede encontrarse en la vieja admiración de Vargas Llosa por una cierta «literatura literaria», que estaría representada por las obras de Borges, Nabokov y otros autores. Un complejo ejercicio de estilo y una muestra del peculiar sentido del humor y de la faceta más experimental de la creatividad de su autor. La fiesta del Chivo (2000) es, sin lugar a dudas, la novela más importante de Vargas Llosa en este periodo, un regreso a la novela total y al cuestionamiento del poder político, dos elementos centrales en la obra de este autor. Se trata de un relato ambientado en República Dominicana durante el largo Gobierno de Leónidas Trujillo; especialmente, la fase final de esa dictadura, que concluyó con el asesinato de Trujillo en 1961, y sus funestas consecuencias en la sociedad dominicana. Y, aunque en algunos momentos la novela adquiere un tono demasiado enfático y demostrativo, Vargas Llosa vuelve a apelar a su gran arsenal de recursos técnicos (vasos comunicantes, cajas chinas, elementos escondidos…), empleándolos de una manera mucho más mesurada y amable con el lector. Alfredo Bryce (Lima, 1937) era entonces, después de Mario Vargas Llosa, el novelista peruano con mayor fama y prestigio internacional. Su primera novela, Un mundo para Julius (1970), lo consagró tempranamente y es considerada una de las más importantes de la literatura peruana del siglo xx. La narrativa de Bryce, caracterizada por el humor autoirónico y lo hiperbólico, vuelve al universo de Julius con No me esperes en abril (1995), una buena novela, aunque sin la brillantez de Un mundo para Julius. Algo similar ocurrió con Reo de nocturnidad (1997), que continuaba de alguna manera en la línea de otras dos muy exitosas novelas de Bryce –La vida exagerada de Martín Romaña (1981) y El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1985)–, pero sin alcanzar la calidad literaria de ellas. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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1.2. LA GENERACIÓN DEL NOVENTA

La crisis política y económica que atravesaba el país afectó mucho más a los escritores jóvenes, a la llamada «generación del noventa». Por un lado, los hizo aislarse del contexto social, para buscar refugio en universos ficcionales irreales, ciudades «utópicas» (sin ubicación geográfica) o que le deben más a la subjetividad del autor que a los referentes reales. Acaso el ejemplo más claro de esta tendencia sea el escritor peruano-mexicano Mario Bellatin (México D. F., 1960), quien vivió desde los cuatro años en Lima y desarrolló en esa ciudad la primera mitad de su obra. Las novelas de Bellatin tienen siempre un fuerte contenido simbólico y alegórico y se desarrollan en ambientes cerrados y opresivos. Todas esas características le dan a sus ficciones un cierto aire kafkiano, que él conjuga con una trama llena de situaciones y personajes extraños y extremos y una temática centrada en la muerte y la trascendencia espiritual. De sus cinco primeras novelas, publicadas originalmente en Lima, destaca de manera nítida Salón de belleza (1994), en el que el protagonista es dueño de un local de cosmética que se convierte en moridero para víctimas de una desconocida enfermedad. Ya en México, Bellatin publicaría en este mismo periodo otra de sus novelas clave: Poeta ciego (1997). Más enclavados en lo propiamente literario se hallan los universos ficcionales de Iván Thays (Lima, 1968). Admirador de escritores como Durrell, Musil y Proust, publicó en los años noventa dos novelas protagonizadas por peruanos que viajan a Europa y en las que lo más importante son las emociones y las elaboraciones mentales de esos protagonistas, hombres con una sólida formación académica y artística. Esas reflexiones son siempre presentadas a través de hermosas analogías, imágenes llenas de contenido simbólico y frecuentes alusiones literarias y culturales. Esta propuesta tiene su mejor expresión en la novela El viaje interior (1999). Autor de una narrativa sumamente diversa y original, Carlos Herrera (Arequipa, 1961) publicó en 1995 la novela Blanco y negro. La razón contradictoria de Ulises García. Es un relato escrito a la manera de un ensayo que analiza la peculiar condición del protagonista, quien sólo puede ver el mundo a través de oposiciones como placer-dolor, izquierda-derecha, etcétera. Un relato metaficcional que fue considerado por Miguel Gutiérrez como «uno de los textos narrativos más novedosos que se han publicado en el Perú» en los años noventa. 9

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Un buen número de narradores jóvenes dieron testimonio de la crisis y violencia imperante en el país a través de sus experiencias personales como adolescentes en una ciudad tan agresiva como Lima. Sus novelas giraban en torno a los excesos juveniles (drogas, sexo, pandillas) y reproducían los estereotipos sociales vigentes en la ciudad en aquellos tiempos. Vistas a la distancia estas novelas, resaltan por su valor testimonial más que por el literario. Las más importantes fueron Al final de la calle (1993), de Óscar Malca (Lima, 1968); No se lo digas a nadie (1994), de Jaime Bayly (Lima, 1965); Contra el tráfico (1997), de Manuel Rilo (Lima, 1971); Noche de cuervos (1999), de Raúl Tola (Lima, 1975), y Nuestros años salvajes (2001), de Carlos Torres Rotondo (Lima, 1973). Varias de estas novelas han sido convertidas en películas. 1.3. OTRAS GENERACIONES

Entre los narradores que consolidaron su obra en los años noventa hay que mencionar a Alonso Cueto (Lima, 1964), uno de los novelistas peruanos más prolíficos, aunque la calidad de sus libros sea muy irregular. Tuvo una acertada incursión en la novela policial, con El vuelo de la ceniza (1995), pero amplió significativamente su proyecto literario: además de ser un buen retratista de la sociedad limeña de clase media-alta, comenzó a escudriñar la vida política del país, con el procedimiento literario de reflexionar sobre lo general desde unas vidas particulares. Demonio del mediodía (1999) es su primera novela larga y también su primera incursión decidida en ese proyecto. Carmen Ollé (Lima, 1947) se hizo conocida como poeta a inicios de los años ochenta, aunque en los noventa desarrolló una importante y original obra narrativa. Su novela Las dos caras del deseo (1994) «inicia una línea en la redefinición de la identidad, los géneros y los actos eróticos» (Jorge Catalá). En Pista falsa (1999), Ollé lleva sus afanes experimentales a otros ámbitos, incursionando en lo esperpéntico de ciertos ámbitos limeños. Reconocido como crítico literario, Peter Elmore (Lima, 1960) incursionó en la narrativa con Enigma de los cuerpos (1995), mezcla de policial y novela negra. Posteriormente, continuaría desarrollando esa propuesta en Las pruebas del fuego (1999), pero llevándola al plano intelectual e histórico, a través de la búsqueda de una obra pictórica del siglo xvi. Ya en el siglo xxi, Elmore completaría su trilogía novelesca con El fondo de las aguas (2006). CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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También merecen mencionarse novelas como Ximena de dos caminos (1994), de Laura Riesco (La Oroya, 1940-2008); La quimera y el éxtasis (1996), de José Antonio Bravo (Lima, 1937); Yo me perdono (1998), de Fietta Jarque (Lima, 1956); El cazador ausente (1999), de Alfredo Pita (Celendín, 1948); Las mellizas de Huaguil (1999), de Zein Zorrilla (Huancavelica, 1951), y El tartamudo (2002), de Abelardo Sánchez León (Lima, 1947), entre muchas otras. 2. LA SEGUNDA JUVENTUD DEL GRUPO NARRACIÓN

El grupo Narración congregó, entre 1966 y 1976, a importantes escritores peruanos de varias generaciones: Oswaldo Reynoso, Antonio Gálvez Ronceros, Miguel Gutiérrez (líder e ideólogo del grupo), Gregorio Martínez, Roberto Reyes, entre otros. Era un grupo con una clara ideología marxista, con una sólida formación académica y que, además, tenía la vocación de hacer literatura realista y popular. La revista que publicaron, también llamada Narración, tuvo apenas tres números (1966, 1971 y 1974). Los integrantes del grupo continuaron desarrollando sus obras personales, aunque siempre marcadas por las propuestas del grupo. A partir de los años noventa, muchos de estos escritores entraron en una fase de madurez creativa (algunos regresaron al país después de pasar muchos años en el exilio) que llega hasta nuestros días en algunos casos. El conjunto de su producción es, sin lugar a dudas, el fenómeno literario más interesante de la narrativa peruana de los últimos veinticinco años, y por eso nos sirve aquí como transición entre los años noventa y el siglo xxi. El primer autor que hay que considerar es Miguel Gutiérrez (Piura, 1940-Lima, 2016), ya mencionado por su monumental novela La violencia del tiempo. En el periodo que estamos estudiando, Gutiérrez publicó siete novelas, desde La destrucción del reino (1992) hasta Kymper (2014), todas ellas de muy buen nivel literario. Sin embargo, si hay que destacar algunos títulos, comenzaríamos con El mundo sin Xóchitl (2001), una nostálgica novela sobre el amor de una pareja de hermanos. Se trata de un relato dostoyevskiano, basado en la introspección y el mundo interior de los personajes: crímenes largamente planeados, el sentimiento de culpabilidad por vivir en pecado, los castigos terribles e ineludibles, etcétera. Pero a la vez es un amplio retrato de una sociedad provinciana de los años cincuenta, desde los estratos más altos hasta los más pobres. Y también una demostración de la 11

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gran capacidad de fabulación de Gutiérrez, pues todo personaje y objeto parecen tener una historia interesante que contar. Otro hito importante en la novelística de Gutiérrez es Confesiones de Tamara Fiol (2009), que reconstruye la vida de una luchadora social limeña a partir de las conversaciones que ella sostiene con un periodista extranjero. Las historias que Tamara cuenta abarcan tanto su entorno político (marxistas de todos los matices) como el de las generaciones previas; comenzando por la de su abuelo, un anarquista amigo de Manuel González Prada. Así, el extenso relato se convierte en una reflexión sobre el activismo y la violencia política en el Perú del siglo xx, desde las luchas por los derechos laborales y los levantamientos apristas hasta la crueldad de las dirigentes senderistas. Gutiérrez combina en su relato los personajes reales (González Prada, Mariátegui, Manuel y Delfín Lévano, etcétera) con los ficticios y los sucesos históricos con las increíbles peripecias que inventa para los protagonistas. Hay una tendencia en la novelística de Gutiérrez a radiografiar, encontrar las claves del «radicalismo político» de izquierda en Perú. En ese sentido, existe una continuidad y afinidad entre novelas como La violencia del tiempo, Confesiones de Tamara Fiol y Kymper (la última que publicó). En todas ellas se ve cómo Gutiérrez va experimentando con diferentes registros narrativos: la saga familiar, la novela autorreferencial y el relato policial. Oswaldo Reynoso (Arequipa, 1931-Lima, 2016) fue el otro líder del grupo Narración. Su obra narrativa tiene dos etapas; la inicial, que abarca desde su emblemático libro Los inocentes (1961) hasta El escarabajo y el hombre (1970); y la de madurez, que corresponde exactamente a este periodo de segunda juventud del grupo Narración. Esta segunda etapa está compuesta por las novelas En busca de Aladino (1993), Los eunucos inmortales (1995) y El goce de la piel (2005), entre otras. Los eunucos inmortales es, sin lugar a dudas, su libro más ambicioso de este lapso de tiempo, y cuenta la experiencia personal de Reynoso en China, a donde viajó para trabajar de traductor en los años ochenta; es también un testimonio imparcial de algunos importantes sucesos políticos que entonces se vivieron en ese país. El caso de Juan Morillo Ganoza (La Libertad, 1939) es similar. Publicó solamente un libro de cuentos en los años sesenta y, después de formar parte del grupo Narración, viajó a China, también a trabajar como traductor. Fue allí que comenzó a escribir su obra novelística, que publicó recién a su regreso al Perú. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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La primera de estas novelas es la extensa El río que te ha de llevar (2000), cuyas acciones transcurren en la sierra del departamento de La Libertad, a las orillas del río Marañón, entre finales del siglo xix y la mitad del xx, periodo que abarca sucesos importantes de nuestra historia, como la guerra con Chile (la invasión de los chilenos y los movimientos de resistencia) o la sublevación de Atusparia. Una relectura de medio siglo de la historia peruana, pero hecha desde la perspectiva de los pobladores de la Sierra y su cultura. Esta particular perspectiva se logra gracias al empleo de narradores-personajes que, a través de extensos y bien elaborados monólogos, son los encargados de contar los diversos episodios que componen el libro. La saga continuaría con Fábula del animal que no tiene paradero (2003), otra novela amplia y ambiciosa que convirtió a Morillo en uno de los narradores más interesantes de inicios del siglo xxi. Este ciclo novelesco abarca otros tres títulos, entre los que cabe destacar Aroma de gloria (2005), la más autobiográfica de todas, pues cuenta la vida de un escritor y disciplinado militante revolucionario de los años sesenta, aunque también asiduo concurrente a los bares bohemios de Lima y Trujillo. Como en todas sus novelas, Morillo mantiene aquí la vocación de totalidad y va incorporando una extensa galería de personajes secundarios y una gran diversidad de ambientes (Costa, Sierra; ciudad, campo). El resultado es un amplio retrato de época, en el que no faltan los nombres ni los sucesos reales, especialmente los relacionados con los escritores que entonces se reunían en el bar Palermo. Augusto Higa Oshiro (Lima, 1946) se dio a conocer a finales de los años setenta como autor de relatos urbanos que recogían toda la creatividad del habla de los jóvenes limeños de la época. Posteriormente, viajaría a Japón y, a su regreso, comenzó a publicar su obra de madurez con la novela Final del porvenir (1992), «recreación de uno de los ambientes más sórdidos, pero a la vez más vitales y sorprendentes de Lima» (Roberto Reyes Tarazona). Cada uno de los capítulos de la novela presenta a un personaje distinto, su contexto, sus ocupaciones diarias (muy diversas para cada uno de ellos) y, después, lo integra al flujo de acciones de la novela, que giran en torno al desalojo de los inquilinos de uno de los edificios de esta tugurizada zona limeña. Aunque el mayor reconocimiento lo alcanzó Higa con sus dos libros posteriores: La iluminación de Katzuo Nakamatsu (2008) y Gaijin (2014), dos novelas breves, intimistas e intensas, ambientadas en Lima y protagonizadas por hombres marginales y solitarios, descendien13

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tes de japoneses. Dos novelas que, además, resultan opuestas y complementarias al resto de la obra de Higa. Por último, hay que mencionar a Roberto Reyes Tarazona (Lima, 1947), otro destacado integrante del grupo Narración (sociólogo y profesor universitario), aunque más dedicado a la crítica y al relato corto, que dio el salto a la novela con El vuelo de la harpía (1998). La historia nos remite a la mitad de los años ochenta, tanto a la ciudad capital como a la Selva, convertida entonces en una especie de «patio trasero» del país: el lugar en el que se concentraban, y en su mayor magnitud, todos nuestros problemas sociales. Reyes muestra la transición de una problemática social urbana (que recogieron en gran medida los narradores del cincuenta) hacia otra mucho más violenta y terrible, la del terrorismo y la violencia política. 3. EL SIGLO XXI

El nuevo milenio llegó al Perú junto con el retorno a la democracia, la modernización y globalización y un inesperado crecimiento económico, que permitió reducir radicalmente el porcentaje de la población en situación de pobreza. Sin embargo, la grave crisis que atravesó el país a fines del siglo xx, especialmente la violencia política, se convirtió en el tema dominante de la novela peruana. Hubo también un renacimiento de la novela histórica y aparecieron nuevos nombres que se sumaron a los de aquellos narradores que iniciaron su obra en el siglo anterior. 3.1. LOS NOVELISTAS MAYORES

Mario Vargas Llosa inició el siglo entregando un viejo proyecto suyo: El paraíso en la otra esquina (2003), novela basada en las vidas de la pensadora socialista Flora Tristán (1803-1844) y el pintor Paul Gauguin, ambos franceses y con ancestros peruanos. Un libro que la crítica suele considerar entre las obras menos logradas de Vargas Llosa. Mucha mejor recepción tuvo Travesuras de la niña mala (2006), que puede leerse, simplemente, como una fascinante historia de amor y de aventuras o como una revisión, más irreverente y cáustica que reflexiva o rigurosa, de temas como el exilio, la historia peruana de las últimas décadas, los límites entre la realidad y la ficción y hasta el propio lenguaje, a partir del cual definen sus identidades los dos protagonistas. Además, tiene un aspecto testimonial, pues Vargas Llosa traslada a la ficción momentos importantes de la historia reciente, que él vivió muy de cerca. En suma, una muy buena novela, un divertimento CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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literario en la línea de Los cuadernos de don Rigoberto, pero más logrado. Mario Vargas Llosa obtuvo el Premio Nobel de Literatura 2010 y ese mismo año publicó El sueño del celta, que recrea la vida de Roger Casement (1864-1916), héroe nacionalista irlandés, además de testigo de las atrocidades –y uno de los primeros en denunciarlas– cometidas en África y América por las empresas recolectoras de caucho. A pesar del minucioso trabajo de documentación y los enormes recursos literarios desplegados por el autor, el relato se vuelve –en algunas páginas– demasiado moralizante, enfático y reiterativo. No obstante, esta novela es muy superior a las dos últimas publicadas por Vargas Llosa: El héroe discreto (2013) y Cinco esquinas (2016), ambas ambientadas en el Perú actual, y en las que ya se nota una falta de sintonía y un creciente desconocimiento de la realidad peruana de hoy. Alfredo Bryce inició el siglo con una serie de problemas (incluida la acusación de plagio de artículos periodísticos) y su obra no ha estado a la altura de aquella que publicó en el siglo xx. Las novelas El huerto de mi amada (2002) y Las obras infames de Pancho Marambio (2007) son, sin lugar a dudas, los puntos más bajos de una narrativa que tuvo una franca mejoría con la novela Dándole pena a la tristeza (2012), en la que vuelve a su tema más propicio: la decadencia de la vieja oligarquía limeña. Y lo hace contando, con su peculiar desmesura, la historia de cuatro generaciones de la familia De Ontañeta, que abarca todo el siglo xx, desde el patriarca Tadeo (empresario minero) hasta José Ramón, dueño del Banco Internacional del Perú. En esta época también Bryce publicó su interesante libro de memorias Permiso para vivir (1993). Eduardo González Viaña (La Libertad, 1941) es autor de Sarita Colonia viene volando (1990), una novela cercana al realismo mágico y emblemática de inicios de los años noventa. Poco después se marchó a Estados Unidos, desde donde comenzó a publicar una serie de relatos sobre los migrantes latinoamericanos en el país del norte, en la línea, asimismo, del realismo mágico, que lo hicieron ganar varios premios y reconocimientos internacionales. Las más destacas de esas novelas son El corrido de Dante (2006) y El camino de Santiago (2017). Carlos Calderón Fajardo (Juliaca, 1946-Lima, 2015) también fue autor de una novela de culto a inicios de los años noventa: La conciencia del límite último (1990). Pasaría después una larga temporada fuera del país y, a su regreso, comenzó a publicar 15

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una interesante serie de libros de narrativa, entre los que destacan la novela La conquista de la plenitud (2001), un relato histórico en el que uno de los personajes principales es el héroe nacional Miguel Grau (1834-1879); y El fantasma nostálgico (2013), una novela que abordaba, desde el más puro realismo mágico, las consecuencias de la violencia política en el Perú de finales del siglo xx. Alonso Cueto sigue tan productivo como en los noventa y ya lleva publicadas en el nuevo siglo una decena de novelas. Entre ellas destacan Grandes miradas (2003), un prolijo retrato de la corrupción imperante durante el Gobierno de Alberto Fujimori; La hora azul (2005), la historia de un exitoso abogado limeño, quien repentinamente tiene que enfrentar las consecuencias de las atrocidades cometidas por su padre, militar responsable de un cuartel en Ayacucho a mediados de los años ochenta; y El susurro de la mujer ballena (2007), una original incursión en el universo emocional femenino y una revisión de uno de los temas centrales en esta narrativa: el peso del pasado y la culpa, ya sea individual o colectiva. 3.2. LA NOVELA DE LA VIOLENCIA

Como se puede apreciar en los anteriores párrafos, a mediados de la primera década del siglo la violencia política de los años ochenta y noventa se había vuelto un tema dominante en la narrativa peruana. Algunos escritores que iniciaron sus obras en el siglo pasado, y que tenían experiencias personales relacionadas con la violencia, encontraron en el interés de los lectores y las editoriales por este tema una posibilidad de potenciar su obra. Ése fue el caso José de Piérola (Lima, 1961), quien tras figurar como finalista en varios concursos de narrativa obtuvo el Premio de Novela Corta del Banco Central de Reserva con Un beso de invierno (2001), la primera parte de una saga novelesca sobre la violencia política. La segunda entrega de esa saga es El camino de regreso (2007), un relato mucho más extenso y elaborado que remite a 1992, y cuyas acciones abarcan los más diversos ámbitos –desde barrios residenciales limeños hasta pequeños pueblos y comunidades andinas– y aspectos de la sociedad (judicial, académico, minero, agrícola, etcétera), dando lugar a un abarcador retrato del Perú que hace énfasis en problemas como la extrema pobreza, la injusticia, la marginación, la corrupción y los abusos de poder. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Doctor en Literatura Peruana y Latinoamericana, Julián Pérez Huarancca (Ayacucho, 1954) es hermano de un dirigente de Sendero Luminoso, desaparecido en el incidente de Lucanamarca (1980). A partir de este suceso, Julián Pérez elaboró la novela Retablo (2004), considerada por la crítica como una de las más importantes sobre eta temática. Hay muchos aspectos que destacar en Retablo: su carácter testimonial, la correcta integración de la violencia política a la tradición de la narrativa indigenista, lo logrado de los personajes o lo arriesgado del lenguaje, pues el español diglósico de los protagonistas une elementos del quechua con otros de la jerga urbana y costeña. Julián Pérez ha continuado desarrollando esta línea narrativa, con novelas como Criba (2014), ganadora de la prestigiosa Bienal de Novela Premio Copé. Óscar Colchado Lucio (Ancash, 1947) es autor de una extensa obra narrativa, dedicada casi exclusivamente al cuento. Pero en 1997 dio el salto a la novela con Rosa Cuchillo, una de las primeras novelas que abordó la violencia política de manera directa y que es considerada un hito dentro de la narrativa peruana. Se trata de un relato complejo que une hechos y personajes reales con mitos, leyendas y relatos orales andinos; especialmente, aquellas relacionadas con el mundo del más allá, el uku pacha andino, uniendo las propuestas indigenistas con el realismo mágico. Una obra literariamente lograda y sumamente compleja, que ha sido objeto de numerosos estudios académicos. Colchado publicó después la novela Hombres de mar (2011), una saga que cubre treinta años (1970-2000) de historia de la ciudad de Chimbote: su auge y caída como centro pesquero y siderúrgico. También es chimbotano Luis Fernando Cueto (1964), quien ganó la Bienal de Novela Copé 2011 con Ese camino existe, una novela en la que recrea sus experiencias como policía de investigaciones en Ayacucho, en el periodo 1983-1990, los años más difíciles de la violencia interna en el Perú. Más de veinte años le tomó a Cueto procesar las historias que conoció entonces; y tres años escribir esta novela, que Oswaldo Reynoso consideraba entre las mejores dentro de esta temática. Cueto es autor de otras cuatro novelas, entre las que destaca El diluvio de Rosaura Albina (2014), una incursión en los predios del realismo mágico. Víctor Andrés Ponce (Huánuco, 1964) es un conocido periodista y analista político, pero también un novelista con una gran capacidad de fabulación. Entre sus cinco novelas destaca nítidamente De amor y de guerra (2004), la peculiar historia de un maestro de escuela, en el apartado pueblo de Apurímac, quien, 17

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cansado de los abusos de los senderistas, forma con sus alumnos una «ronda campesina». Ponce plantea el relato como una novela total: no solamente se cuentan los sucesos violentos, también se muestra cómo es la vida cotidiana en esta región y los sueños y proyectos de los personajes. Todo ello con un lenguaje frondoso y literariamente trabajado, lo que acentúa el barroquismo de la narración. Hay varios autores que han publicado una sola novela y que, justamente, abordan el tema de la violencia: Rafael Inocente con La ciudad de los culpables (2007), Martín Roldán Ruiz (Lima, 1970) con Generación Cochebomba (2007), Daniel Alarcón (Lima, 1977) con Radio Ciudad Perdida (2007), Claudia Salazar (Lima, 1976) con La sangre de la aurora (2013) y Erick Ramos (Lima, 1982) con Informe bajo tierra (2016), entre otras. 3.3. NOVELISTAS DEL SIGLO XXI

Por último, haremos un breve recuento de los más destacados novelistas peruanos surgidos en lo que va del siglo xxi o que han desarrollado lo más importante de sus obras en estos años. Pero para ello hay que señalar que existen tres líneas dominantes en la producción novelística peruana actual. La primera es la del mainstream, heredera del realismo urbano de la generación del cincuenta y de la obra de Mario Vargas Llosa. Es aquella que está más enfocada en el retrato social y colectivo, en retratar la realidad política y el espíritu de la época. En esta línea, el autor más destacado es Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, 1964), quien se inició en la novela con Los años inútiles (2002), un complejo retrato del Perú de fines de los ochenta. A través de grandes saltos temporales, espaciales y de puntos de vista, se cuentan las historias de tres personajes provenientes de diversos sectores sociales; todos ellos empujados, por la crisis política y económica, a un acelerado proceso de degradación y corrupción. Benavides apela en esta narración a la estructura y muchos de los recursos técnicos de las primeras novelas de Mario Vargas Llosa. A Los años inútiles siguieron las novelas El año que rompí contigo (2003) y Un millón de soles (2008), esta última ambientada en la dictadura militar de los años setenta, que conforman una lograda trilogía política sobre el Perú de la segunda mitad del siglo xx. En estos libros se notaba, además, una evolución positiva en la narrativa de Benavides: un mejor y más cuidado manejo del lenguaje y del estilo, un mayor trabajo con los personajes y más eficacia en el empleo de los recursos narrativos. Benavides ha CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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continuado su obra con las novelas La paz de los vencidos (2009), Un asunto sentimental (2012) y El enigma del convento (2014). Doctora en Antropología y especialista en temas culturales, Karina Pacheco (Cuzco, 1970) hizo su debut literario con la novela La voluntad del molle (2006), un relato que abordaba el tema de la violencia política desde una perspectiva diferente, uniendo el melodrama con una documentada reflexión social. La novela obtuvo elogiosos comentarios críticos y Pacheco ha continuado trabajando su obra en esa misma línea y con un ritmo sorprendente. Desde entonces ha publicado otras cinco novelas: No olvides nuestros nombres (2008), La sangre, el polvo, la nieve (2010), Cabeza y orquídeas (2012), El bosque de tu nombre (2013) y Las orillas del aire (2017). En todas ellas hay, además, un elaborado trabajo con los elementos simbólicos, especialmente aquellos provenientes del imaginario popular. El escritor Diego Trelles Paz (Lima, 1977) alcanzó el reconocimiento, tanto dentro como fuera de nuestro país, con Bioy (2012), su segunda novela, ganadora del Premio Internacional Francisco Casavella y finalista del prestigioso Premio Rómulo Gallegos. La novela aborda el tema de la violencia en el Perú, tanto la política como la delincuencial, en un relato en el que se alternan continuamente los «personajes narradores» (cada uno con su peculiar forma de hablar) con abundantes saltos en el tiempo y el espacio. Todo ello da como resultado lo que podría ser la versión posmoderna de una novela total. Trelles ha publicado posteriormente La procesión infinita (2017), en la que amplía sus recursos narrativos, con mejores resultados incluso que en Bioy. Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) es acaso el escritor peruano más internacionalmente exitoso de entre los surgidos en el presente siglo. Ha publicado ocho novelas –desde El príncipe de los caimanes (2002) hasta La noche de los alfileres (2016)–, además de libros de cuentos, de ensayos y de crónicas. Su novelística se caracteriza por apelar a diferentes subgéneros narrativos provenientes del cine y la televisión, para otorgarles una dimensión literaria. Algo similar, y guardando las distancias, a lo que hace el novelista británico Kazuo Ishiguro, premio Nobel de Literatura 2017. Así, Roncagliolo ha abordado la comedia con Pudor (2004), el thriller con Abril rojo (Premio Alfaguara de Novela 2006), la ciencia ficción con Tan cerca de la vida (2010) o el terror con La noche de los alfileres, entre otros géneros. Una segunda línea de novelistas es la de aquellos más enfocados en su propio mundo interior y cuyas historias podrían de19

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sarrollarse en cualquier lugar del mundo. En esta línea, la autora más destacada es, sin lugar a dudas, Patricia de Souza (Ayacucho, 1964), quien publicó un par de novelas en el siglo pasado, pero cuya obra de madurez se inicia con El último cuerpo de Úrsula (2000), la historia de una mujer que sufre algún tipo de parálisis y por eso se dedica a escribir sobre sus recuerdos. La parálisis y el dolor le dan a estas memorias un tono sumamente pesimista, lleno de aforismos de gran fuerza expresiva. De Souza ha continuado desarrollando esta original retórica en las novelas Stabat Mater (2001), Electra en la ciudad (2006), Ellos dos (2007), Tristán (2010) y Vergüenza (2014). Marco García Falcón (Lima, 1970) es considerado uno de los mejores prosistas entre los narradores peruanos de la actualidad. Ha publicado tres novelas, todas ellas protagonizadas por escritores que enfrentan problemas familiares y domésticos más bien comunes, pero que los llevan a reflexionar sobre los grandes temas de la existencia humana: la soledad, el amor, la muerte. En El cielo de Capri (2007), se trata de un anciano escritor limeño que rememora su relación con su esposa, desde que ambos eran estudiantes universitarios. En Un olvidado asombro (2014), el eje es más bien la relación con el padre; y en Esta casa vacía (2017) lo son más bien los problemas del protagonista como esposo y padre de familia. La escritora Jennifer Thorndike (Lima, 1983) debutó literariamente con un libro de cuentos, aunque fue recién con la novela [Ella] (2012) que llamó la atención de los lectores y de la crítica. Se trataba de un relato breve (cien páginas) pero sumamente intenso que se desarrolla casi exclusivamente en el interior de una casa, con todas las puertas y ventanas selladas, y que abordaba la siempre problemática relación de madre e hija, llevándola hasta extremos de odio y crueldad. La segunda novela de Thorndike, Esa muerte existe (2016), sigue con la exploración de los vínculos enfermizos dentro del propio hogar, esta vez a través de la historia de dos hermanas. Hay una tercera línea novelística, la de aquellos que desarrollan sus obras no en el contexto social en el que viven ni en su mundo interior, sino en los universos alternos, ya sean otros momentos históricos, universos literarios o fantasías puras. De alguna manera, continúan las propuestas de lo que llamamos «novela utópica» de los años noventa. En esta línea, el autor que tiene una mayor trayectoria es Luis Hernán Castañeda (Lima, 1982), quien debutó con la novela Casa de Islandia (2004), una fantasía metaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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literaria en la que los personajes conviven con su autor, llamado Pierre Menard (como el personaje del famoso cuento de Borges). Su siguiente novela, Hotel Europa (2005), literariamente más arriesgada, está más cerca del universo del cómic. Las siguientes novelas de Castañeda –El futuro de mi cuerpo (2010), La noche americana (2011) y La fiesta del humo (2016)– cuentan con una mayor dosis de realidad, pero siempre mantienen aspectos irreales, fantásticos o metaliterarios. El escritor Sandro Bossio (Huancayo, 1970) se hizo conocido con su primera novela, El llanto en las tinieblas (Premio BCR 2001), un relato ambientado en el puerto del Callao de hace trescientos años y que es a la vez una historia de amor y un detallado retrato de época, en el que destaca el trabajo con el lenguaje, pues se «recrea, con pasmosa espontaneidad y con seguridad extrema, léxico y giros expresivos de los siglos xvi y xvii» (Luis Jaime Cisneros). La segunda novela de Bossio, La fauna de la noche (2011), se desarrolla en dos escenarios paralelos: la Lima de los siglos xvi y xx. Y en El aroma de la disidencia (2017) se traslada al Perú de inicios del siglo xix. Las obras de otros autores son el principal referente para los personajes de las novelas de Irma del Águila (Lima, 1966). En Moby Dick en Cabo Blanco (2009), la protagonista trata de recrear la visita que en 1956 hiciera el escritor norteamericano Ernest Hemingway a esa playa del norte del Perú. Y, en La isla de Fushía (2016), la misma protagonista (un evidente alter ego de la autora) va tras las huellas no de un escritor, sino de la persona en la que se basa un personaje de ficción: Juan Fushía, de La casa verde (1966), de Mario Vargas Llosa. Pero la mejor novela de Del Águila es El hombre que hablaba del cielo (2011), un relato histórico que cuenta la vida de Esteban Quintero, un marino peruano tomado prisionero por los corsarios holandeses en 1615. Hay otras novelas que han llamado la atención de la crítica, aunque sus autores no han publicado todavía una segunda novela. Entre esos libros están Casa (2004), de Enrique Prochazka (Lima, 1960); El cielo sobre nosotros (2007), de Carlos Garayar (Lima, 1942); Bombardero (2007), de César Gutiérrez (Arequipa, 1966); El anticuario (2010), de Gustavo Faverón (Lima, 1965); Contarlo todo (2013), de Jeremías Gamboa (Lima, 1975), y Nuevos juguetes de la Guerra Fría (2015), de Juan Manuel Robles (Lima, 1978).

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Por José Carlos Yrigoyen

CUADERNO DE QUEJAS Y CONTENTAMIENTOS Poesía peruana 1990-2017 1

Esto empieza con la reunión de cuatro poetas en una oficina de la avenida Larco en 1983 cuando fueron invitados por la revista Hueso Húmero para integrar una mesa redonda sobre el estado de la poesía peruana de aquellos años. 2

En ese sentido, la elección de los poetas por parte de la revista había sido bastante afortunada; representaban las tendencias principales que se desarrollaban en la poesía nacional por aquel entonces. El primero, Enrique Verástegui (Lima, 1950), era miembro del movimiento Hora Zero, que una década antes había remecido, con la violencia de sus manifiestos y sus propuestas sobre el poema integral y por trabajar el habla y las expresiones populares, los cimientos del edificio de la tradición poética, que ellos juzgaban anquilosada, mera copia de recetas extranjeras, estéril en el deber de ser parte del cambio social que el Gobierno militar del general Velasco se había decidido a ejecutar, por medio de una serie de reformas nacionalistas que tenían como meta romper el espinazo de la oligarquía. Por ese entonces Hora Zero se encontraba en su segunda etapa, aunque sus planteamientos eran similares a los de sus inicios. El segundo era Mario Montalbetti (Lima, 1953), quien era el poeta más interesante de la camada de autores surgidos a mediados y finales de los años setenta. Su primer libro, Perro negro (1978), había sido celebrado por la crítica como una posibilidad distinta y muy personal de asimilar el discurso conversacional, el del briCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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tánico modo, de la generación del sesenta, cuyos representantes mayores eran Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza; las obras de ambos habían influenciado decisivamente a los poetas posteriores (incluso a aquellos que los negaban o vilipendiaban). Los otros dos invitados eran la voz de dos grupos poéticos de reciente formación. Roger Santiváñez (Piura, 1956) era el fundador y líder indiscutible del movimiento Kloaka, que, usufructuando la estrategia y modos publicitarios de Hora Zero –manifiestos incendiarios, actos contundentes, recitales populares– se había afianzado como el colectivo poético más reconocible de los años ochenta en el país. El otro, Óscar Malca (Lima, 1968), era miembro de Ómnibus, grupo originado en Arequipa que también causó algún revuelo en los cenáculos literarios de aquella ciudad. Esta conversación, más allá de sus conclusiones, tiene el mérito de haberse convertido en el primer documento donde se analiza de forma más o menos seria la crisis de la poesía peruana, que ya se evidenciaba desde la mitad de los setenta. 3

Creo que es un ejercicio útil revisar cómo los participantes de esa ya remota mesa redonda asumieron los retos planteados en el debate. Montalbetti recién volvió a publicar un libro en 1995, Fin desierto y otros poemas (antes, en 1979, había dado a la luz, en las páginas del primer número de Hueso Húmero, un largo poema, «Quasar: el misterio del sueño cóncavo», quizá uno de los mejores que ha escrito), que, junto con Llantos Elíseos, de 2002, y Cinco segundos de horizonte, del 2005, efectivamente lo sitúan en una nueva frontera, personalísima y arriesgada, una de las más logradas de la poesía contemporánea peruana. Sin embargo, con sus siguientes libros, Montalbetti cae en una extraordinaria paradoja: deja de ser frontera, pero no llega a ser un centro, pues su propuesta, ya establecida en nuestro panorama dentro de unas coordenadas más o menos precisas y adoptada como camino por varios nuevos poetas peruanos, no alcanza la magnitud expresiva y refundadora de un Cisneros o un Hinostroza. Luego, adorna esa frontera con libros que no van más allá de lo explorado y conquistado (Ocho cuartetas en contra del caballo de paso peruano, 2008; Apolo cupisnique, 2012; Simio meditando [ante una lata oxidada de aceite de oliva], 2016), que, aunque son buenos libros, comienzan a parecerse mucho a los que Cisneros publicó en los ochenta: regodeos sobre hallazgos pasados, óptimos en sí mismos, pero de ninguna manera sorprendentes o deslumbrantes. 23

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Óscar Malca abandonó la poesía poco más tarde, sin haber publicado un libro, sin embargo, sí legó unos pocos poemas en revistas. Verástegui, en cambio, entregó unos años después varios libros (Leonardo, 1988; Angelus Novus, 1989-1990; Monte de goce, 1991; Taqi Onkoy, 1993, etcétera) que convalidaron su lugar de excepción en nuestra poesía. Son libros irregulares, a veces autoindulgentes y arbitrarios, que, no obstante, poseen no pocos poemas notables, algunos brillantes (como es el caso de su memorable «Giordano Bruno»), en los que hay constante experimentación con la música, la filosofía y las matemáticas, aunque sus innegables puntos de brillo son aquellos en los que se adhiere, con gran oficio e intuición, a la corriente culterana conversacional que ha trajinado desde sus primeros poemas de los años setenta. Esta tendencia es clara incluso en sus últimos libros, que repiten los mismos vicios y aciertos que los anteriores. Muy distinto es el derrotero de Roger Santiváñez, quien, a pesar de ser el que denuncia con más énfasis la retorización de la poética de los sesenta, es, de todos estos autores, al que más le cuesta sacársela de encima. Sus dos primeros conjuntos (Antes de la muerte, 1979; Homenaje para iniciados, 1984) están caracterizados por una fortísima influencia hinostroziana, en especial el segundo de ellos, y, en menor medida, de una impronta cisneriana y de los poetas beat. En 1988 publica un libro hermoso y fresco, El chico que se declaraba con la mirada, textos de una prosa versificada, fragmentaria, estupefaciente, que recoge recuerdos de la infancia y de la pubertad y ensambla versos completos de Cisneros, Hinostroza, Martos y otros exponentes del sesenta, citas que también son epitafios, túmulos que señalan el fin de una etapa en su obra y el verdadero inicio del trabajo con un lenguaje popular, complejo y tortuoso como la época donde le ha tocado germinar. Producto de esta búsqueda es Symbol (1991), obra imprescindible de su bibliografía, el más rotundo acto de fractura con el lenguaje imperante en la poesía peruana desde el comienzo de la crisis. Santiváñez escribió Symbol bajo el efecto de las drogas duras y escuchando con atención lo que él denomina «la lengua del lumpen», es decir, la que se oye en «los bares del centro de Lima luego de la medianoche». Posteriormente, el propio Santiváñez proseguiría por el camino que él mismo había inaugurado, con resultados diversos, pero que de todos modos patentizan el inquieto espíritu de un poeta que no se ha conformado nunca con las fórmulas preestablecidas, sino que las subleva y radicaliza hasta hallar en ese CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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acto de inconformidad el magma preciso para su muy personal trabajo. 4

Hubo, desde luego, otros poetas que destacaron en la década de los ochenta, como es el caso de Carmen Ollé (Lima, 1947), quien publicó en 1981 un breve aunque contundente libro de poemas titulado Noches de adrenalina. Quizá no sospechaba el escándalo y la admiración que sus textos iban a provocar tanto en la crítica como en los lectores: hasta ese entonces era inédito que entre nosotros una autora escribiera con tanta impudicia e insolencia sobre lo más privado de su sexualidad, procediera a una exploración escatológica del cuerpo tan cruda como violenta y analizara hasta el desgarramiento los lastres emocionales de la infancia. Fue tal el impacto de este poemario entre sus pares que a partir de él surgió la llamada «poesía del cuerpo», trabajada por distintas autoras –con variada suerte– durante toda la década de los ochenta, si bien en ningún caso se acerca al arrojo temático y formal que Ollé imprimió en su ópera prima. Otro caso es el de Eduardo Chirinos (1960-2016), un poeta que apareció en escena con un libro precoz y entrañable, Cuadernos de Horacio Morell (1981), pero que a la vez marcaba una firme y ortodoxa adscripción a la poética de los sesenta. Esta adhesión no variará en sus siguientes entregas que, en vez de ser hitos de una evolución y la forja de un camino propio, son cada vez más dogmáticos a este respecto. Su poemario Canciones del herrero del arca (1989), el séptimo que publicó, echa mano del aliento salmódico en arte menor que Cisneros ya había implementado, de manera muy similar, en David (1962), una plaqueta juvenil publicada casi treinta años antes. En la veintena de títulos que publicó hasta su muerte percibimos muy pocas variaciones y reformulaciones con respecto a sus poemas iniciales. No hay duda de que Chirinos fue un poeta con mucho oficio, con un limpio y eficaz manejo de los recursos retóricos, si bien también es verdad que su poesía siempre pecó de predecible e inofensiva, además de estar repleta de textos intercambiables entre sí. Cuando intentó buscar líneas distintas –aunque semejantes en su conservadurismo– parecía arrepentirse y regresar a una zona de confort que lo aislaba de cualquier riesgo y garantizaba que su caudal expresivo siguiera su prolífico y manso curso. No todos los poetas que trasuntaron la líneas del conversacionalismo sesentero y su versión radicalizada setentera tuvieron la misma actitud admirativa 25

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y tercamente epigonal de Chirinos; autores más jóvenes, como Jorge Frisancho (Barcelona, 1967) y Rodrigo Quijano (Lima, 1965), pretendieron revelar nuevas miradas a la hora de abordar el intimismo como ocurre en Estudios sobre un cuerpo (1991), de Frisancho, y lo urbano popular, en Una procesión entera va por dentro (1998), de Quijano, con cierto éxito. 5

El principio de los años noventa coincide con el periodo de mayor crisis económica, política y social del siglo xx peruano. El primer Gobierno aprista (1985-1990), encabezado por Alan García, había fracasado con rotundidad en su promesa de derrotar militarmente al grupo terrorista Sendero Luminoso, que había tomado varias zonas de la sierra central y había hecho metástasis a lo largo del territorio, con la consecuente ola de atentados, masacres y asesinatos selectivos que remecían el país a diario. Tampoco pudo detener la hiperinflación que se había ido desarrollando desde el segundo Gobierno de Fernando Belaúnde (1980-1985) y que para 1989 había llegado a niveles insoportables, dignos de las más atrasadas naciones africanas. Con el Perú al borde de la desintegración, asumió el poder Alberto Fujimori, quien personificaba la postura que primaría en la sociedad peruana a partir de ese entonces: el rechazo a las ideologías, especialmente las de corte izquierdista, la adopción de un pragmatismo donde el fin justificaba los medios y el afianzamiento de la informalidad y el emprendimiento como alternativas para salir adelante en un sistema y unas instituciones que no daban cabida a las aspiraciones profesionales y vitales de millones de ciudadanos. Asimismo, se hizo más evidente que nunca una crisis educativa y cultural, causada por el debilitamiento de la clase media tradicional y la emergencia de una nueva clase media, todavía demasiado reciente como para posicionarse en el lugar que aquélla comenzaba a dejar libre en su retirada. Es en esa precariedad cultural donde la poesía peruana de los noventa abre los ojos. En medio del desierto, entre las ruinas, en una etapa límite. 6

Es en ese yermo donde la poesía peruana, a pesar de todo, resistió y exigió reposicionarse. Al igual que en la década del setenta, con Hora Zero, y en la del ochenta, con Kloaka, en los primeros años de la década del noventa surge el movimiento cultural Neón, fundado en San Marcos por una docena de estudiantes de disímiles CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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intereses. Los miembros más relevantes en un comienzo fueron Carlos Oliva y Leo Zelada, pero es obligatorio mencionar también a Miguel Ildefonso, el más talentoso del colectivo y quien ha edificado una de las obras más sólidas entre las que surgieron en los años noventa. 7

Carlos Oliva Valenzuela (Lima, 1960-1994) significa muchas cosas para la poesía peruana reciente. Es, con toda seguridad, el autor más destacable dentro de la tan cuestionada poesía malditista de los últimos años. De obra escasa –veintitrés poemas de su libro póstumo Lima o El largo camino de la desesperación (1995; edición aumentada, 2009)–, Oliva fue uno de los que con mayor nitidez, soltura y sinceridad plasmó las imágenes de esa Lima ruinosa, violenta y tugurizada en la que se movió hasta el final de sus días. Cronista de «un tiempo cruel e inexorable», habitante de una ciudad que se degrada hasta la misma autodestrucción, sus poemas son desesperadas increpaciones que, como ciertas canciones de la movida subterránea de los ochenta, aspiraban a ser eco del sentir de una generación sin perspectivas aparentes. Al mismo tiempo, estas composiciones sirven de testimonio sobre la trágica condición vital de su autor, entregado al alcohol, las drogas y otros excesos nocturnos («Sólo habitando la no­che / se vence a la noche») propios de una pulsión tanática que se volvería la motivación principal de sus textos postreros («Voy a morir, ríanse: / la muerte es, y trato de alcanzarla»). Oliva falleció en 1994, al intentar torear una combi en una calle del centro de Lima. Este hecho dejó trunca una obra que, más allá de sus aciertos, no había llegado a afirmarse por completo: varios poemas se dejan llevar por esa autocomplacencia típica de la poesía contestataria fabricada a destajo; en otros, la influencia de la poesía beat, del Verástegui de En los extramuros del mundo («Mientras cruzo por Colmena entre prostitutas y homosexuales / que no pueden tirarse un lance conmigo / porque ya me he tirado el lance con la soledad») y de los poetas malditos franceses estaba demasiado presente, apareciendo como referencias ineludibles en el trabajo de un alumno admirativo. Carlos Oliva también fue editor de la revista Ínsulas Extrañas, de 1991. 8

Cuando hablamos de Miguel Ildefonso Huanca (Lima, 1970) no sólo nos referimos al autor de una de las poéticas prioritarias de 27

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los noventa, sino también a uno de los que mejor ha comprendido e interpretado el significado de aquellos años turbulentos en que su poesía y la de sus compañeros de oficio comenzó a desarrollarse. Desde Canciones de un bar en la frontera (2001) hasta hoy sus poemarios están compuestos, en su mayoría, por textos centrados en las más inquietantes vicisitudes individuales y colectivas de las últimas décadas del siglo xx, convirtiendo en frescura, vitalidad y urgencia el problema de la falta de distancia ante los hechos relatados. Esto, sumado a sus incuestionables aciertos formales y las personales reelaboraciones de mitos y personajes literarios en el Perú de nuestros días, hace de la suya una voz que en sus tramos más iluminados llega a lo que pocos poetas de su generación pueden aspirar: la excelencia. Sin embargo, no es menos cierto que estas alturas cada vez son menos frecuentes, pues, luego del gran comienzo que significaron sus tres primeros libros (Vestigios, de 1999; Canciones de un bar… y Las ciudades fantasmas, de 2002), las siguientes entregas de Ildefonso han sido sumamente irregulares, apelan de manera continua al éxito de los hallazgos de sus volúmenes iniciales y se vuelven reiterativos al utilizar los mismos recursos hasta agotarlos del todo, e incluso más allá todavía. Vestigios fue un prometedor debut donde ya se percibían algunas de las obsesiones que luego se convertirían en los ejes de la producción de Ildefonso: explorar el acto poético como una búsqueda de la trascendencia, retratar la podredumbre, la miseria y el caos de la Lima contemporánea y recrear, con grandes licencias, la turbulenta vida de sus artistas más preciados (en este caso Víctor Humareda y Martín Adán), situándolos en el centro mismo de ese infierno urbano. En Canciones de un bar en la frontera, su libro más importante, aparece otro de sus motivos mayores: el desierto texano, que en el largo poema «Épica de las tribus» es trajinado con verdadera brillantez. Finalmente, en Las ciudades fantasmas Ildefonso asume un enfoque más depurado de los temas de su primer libro, incidiendo en el diálogo vital e intelectual con sus influencias literarias, como son Baudelaire, Hölderlin y Rimbaud, o musicales, como Bob Dylan y Pink Floyd, referentes que son el refugio del poeta dentro de la monstruosa urbe donde habita y que amenazan con devorarlo entre sus calles y tugurios. El suceso de estos tres poemarios no sólo se debió a la originalidad de las propuestas argumentales que los constituían, sino también al virtuosismo y a la amplia variedad de recursos expresivos con que éstas eran llevadas a cabo. Es a partir de su CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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cuarto libro, M. D. I. H. (2004), que su obra comienza a caer en cierta redundancia. Los siguientes libros de Ildefonso (Heautontimoroumenos, 2005; Himnos, 2008; Los desmoronamientos sinfónicos, 2008; Todos los trágicos desiertos, 2010, y Dantes, 2010) comparten una similar circunstancia con los más recientes de Enrique Verástegui: son conjuntos bastante desiguales donde siempre encontraremos un puñado de buenos poemas que ameritan el paciente buceo entre material menos noble. A esto hay que sumarle que todos estos volúmenes, con la excepción de Heautontimoroumenos –densos poemas de indagación neobarroca– son casi reelaboraciones de sus tres libros canónicos: en Himnos y Los desmoronamientos encontramos a Canciones de un bar… y a Las ciudades fantasmas; Todos los trágicos desiertos es una apostilla a la primera parte de Canciones de un bar… y en Dantes volvemos a encontrar a Humareda, los paisajes de El Paso y la Lima de los extrarradios de todos sus demás libros. En sus últimas entregas (Escrito en los afluentes, 2013; Manifiesto, Diario animal y El hombre elefante, las tres de 2017) parece definitiva la intención del autor de no trasgredir las fronteras de su propia obra, sin mayor interés en renovar escenarios y con el único propósito de seguir haciendo, de cuando en cuando, algunos buenos poemas. Miguel Ildefonso también ha publicado dos novelas, Hotel Lima (2006) y El último viaje de Camilo (2009), y un libro de cuentos, El paso (2005). 9

Al grupo Neón suele criticársele la superficialidad de sus planteamientos estéticos, su posmodernismo de cartón y la pose inclemente de varios de sus integrantes, en especial Leo Zelada, quien luego de la trágica muerte de Oliva refundó el grupo, menguado hasta la práctica inexistencia, para su provecho personal. Sin embargo, hay que reconocer que el efectismo de Neón despertó el interés de la prensa cultural durante un par de temporadas en los primeros años de la década. El afán malditista del grupo, su declarado rechazo a las ideologías (a diferencia de Hora Zero, que en su manifiesto inaugural declaraba –al menos de la boca para afuera– su estirpe marxista-leninista, o de Kloaka, que primero abogaba por una posición anarquista y después por la revolución socialista) y su vocación bohemia, celebratoria de los excesos, el alcohol y las drogas («Cuando salimos éramos autodestructivos, vivíamos en un estado perpetuo de ebriedad y alucinación, no tanto como evasión, sino como una manera de experimentar vi29

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siones. Nos peleamos con todos y tuvimos que ser escandalosos para ser escuchados», afirmaba Zelada en 1993, cuando se esforzaba por ser una particular mezcla de Batman y Rimbaud), les valió algunas entrevistas y notas más orientadas a explotar sus estridentes declaraciones que a difundir sus libros y poemas. Llama la atención que, a diferencia de los grupos precedentes, carecieran de intenciones parricidas y que, por el contrario, buscaran contacto y legitimación por parte de poetas mayores. Otros miembros de Neón fueron Paolo de Lima, Héctor Ñaupari, Mesías Evangelista Ricci y Juan Vega; este último murió en 1996 atropellado por un autobús, dejando unos pocos poemas de oscuro lirismo que anunciaban una obra de interés, lamentablemente trunca. 10

Sin embargo, de todos los integrantes del colectivo Noble Katerba, la más importante es Roxana Crisólogo Correa (Lima, 1966), quien es autora de cuatro libros de poemas: Abajo, sobre el cielo (1999 y 2005); Animal del camino (2001); Ludy D. (2006) y Trenes (2009 y 2010). El primero de ellos es no sólo el mejor que ha publicado Crisólogo hasta la fecha, sino uno de los que deben figurar obligatoriamente en cualquier balance que se haga sobre la poesía de su generación. Abajo, sobre el cielo es un acercamiento frontal a la realidad del espectro marginal de Lima que alcanza en sus descripciones y testimonios una desgarrada y desolada intensidad que, como ha señalado Miguel Ildefonso, se debe «a la invisible intervención de la poeta al no suplantar a los personajes ni pretender ser mediadora de ellos, de su habla, de sus sueños, de su piel». Este acercamiento produce un verso desnudo, cortante, fragmentado que puede entramar imágenes y sensaciones tan poderosas como las que abren el volumen: «Una construcción que no permite mirar hacia afuera / una construcción abisal y sórdida como un cuadro abisinio / bajo el lente estoy en Louvre / y Louvre en Plaza Francia es un espejismo / Desde lo alto de un bus / contemplo la ciudad / el sol brilla intensamente como un par de anteojos blancos / cáscaras rotas botellas sin licor una banca verde me espera / sólidos intactos versos que aún musitan sonrisas / Un líquido oscuro / como niebla nos envuelve el atardecer». Esta mirada a la Lima de los migrantes, de la pobreza y la violencia, del hacinamiento entre las casuchas empotradas entre el cielo y los cerros es notable por la originalidad y desenvoltura con que Crisólogo dispone su discurso, sin apelar nunca a efectismos miCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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serabilistas ni a los fútiles simulacros a los que recurre aquel que escribe sobre lo que desconoce, contribuyendo significativamente a la corriente de la poesía popular y callejera que Hora Zero consolidó a principios de los años setenta. La solvencia y la naturalidad de Abajo, sobre el cielo están menos presentes en Animal del camino, donde Crisólogo consigna su situación de recién llegada a Europa con un distante rol de observadora que rara vez llega a identificarse y comprometerse con las situaciones que ocurren a su alrededor. Todo está visto de forma borrosa, como detrás de un cristal impenetrable, precisamente como detrás de la ventana de un tren que la traslada de manera veloz de país en país. Es por ello que muchas veces el desconcierto y el afán de registrar lo novedoso impiden el buen desarrollo de los poemas que aspiran a explorar la realidad extranjera, mientras que los de vocación más intimista salen mejor librados, como es el caso de «Improviso un colchón para meditar». El lenguaje, por otra parte, es puramente funcional, demasiado simple en comparación con la ominosa, ambigua atmósfera de claroscuros que posee Abajo, sobre el cielo. Más interés tiene Ludy D., donde la biografía en verso de una joven universitaria senderista que muere en un atentado adquiere vigor por momentos, en parte gracias a un tratamiento de la experiencia en la periferia urbana que sigue evidenciando su asimilación a las enseñanzas horazerianas. En Trenes, su última entrega, Roxana Crisólogo vuelve a insistir en el discurso del exiliado, yuxtaponiendo la experiencia del migrante andino con la del migrante al Viejo Continente y combinando los viajes geográficos con aquellos que se realizan adentrándose en los largos pasillos de la memoria. El producto final revela la seguridad expresiva que otorga el oficio, pero también a una poeta bastante cómoda con una voz ya conquistada, con una manejable manera de decir las cosas. 11

Hubo otros grupos menores, casi invisibles, como Cultivo o Estación 32. También surgió, en 1998, una agrupación que tuvo alguna cobertura mediática, llamada Inmanencia, comandada por el polifacético Florentino Díaz. Auspiciados por la poeta ochentera Rocío Silva Santisteban, los presentó con esta sentencia apofántica: «La poesía conversacional ha muerto». El problema de Inmanencia es que nunca estableció con claridad cuál sería esa nueva poesía que iba a reemplazar a la vieja y en supuesto desuso: la voluntad de escribir diferente se intuía más en las copiosas 31

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declaraciones que brindaron por esos años (porque, al igual que Hora Zero, Kloaka y Neón, Inmanencia era un grupo ávido de publicidad) que en los poemas incluidos en los dos libros colectivos que publicaron, Inmanencia (1998) e Inmanencia. Regreso a Ourobórea (1999). De los dos, el más interesante es el segundo: mientras que en Inmanencia el propósito de escribir siguiendo todos las mismas coordenadas –pretensiones de escribir una poesía pura, combinadas con veleidades metafísicas y motivos sagrados– termina encorsetando el campo de acción de algunos de los poetas (como es el caso de Villacorta, que no brinda aquí su mejor performance) y hace un tanto monocorde la propuesta general, en Regreso a Ourobórea empiezan a mostrarse las voces verdaderas de los inmanentes y aquí éstos perfilan con más libertad en sus textos lo que sería su carrera por separado en la década siguiente, muy diferente a los proyectos iniciales de Inmanencia. Lo más importante de este grupo no es la supuesta renovación del lenguaje de los noventa que ellos anunciaron llevarían a cabo, sino que representaron en el momento justo el hastío de muchos jóvenes poetas que tenían un conocimiento de la tradición y tomaban conciencia sobre la rigidez de un aparato crítico y de una inacabable manera de escribir poesía que había satisfecho a sus mayores inmediatos –los poetas aparecidos entre 1990 y 1995–, pero que ellos se negaban a continuar (o, más bien, a seguir reciclando). Lamentablemente, la desorientación general de la época les impidió formular alternativas, al menos a un mediano plazo. 12

Aparte de estos grupos poéticos, también hubo algunos solistas virtuosos que reformularon la poesía conversacional con fortuna, así como otros que emprendieron incursiones por los márgenes, consiguiendo nuevas experiencias que matizaron una década donde el statu quo siguió, aunque cuestionado, imperando. A continuación, mencionaré y comentaré los más relevantes. 13

Para resumir en una frase la importancia de la obra de Montserrat Álvarez Torres (Zaragoza, España, 1969) dentro de la poesía de los noventa, basta decir que cualquier antología del periodo sin su presencia se vería seriamente en entredicho. Su trabajo poético, repartido en cinco libros (Zona Dark, 1991; Underground, 2000; Alta suciedad, 2005; Bala perdida, 2007 y Panzer Plastic, 2008) es uno de los más consistentes y personales entre los que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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han aparecido en el último cuarto de siglo en nuestro país; incluso es posible decir que, si Álvarez sólo hubiera publicado su primer libro, éste bastaría para colocarla junto a las voces preeminentes de estos años. En efecto: Zona Dark es una notable asimilación del malditismo clásico y del callejero, envueltos ambos en el nihilismo del No future inglés que llegó al Perú con un lustro de retraso de la mano de los grupos de la movida subterránea de mediados de los ochenta, cuyas letras tienen más de un punto de contacto con varios de los poemas de este conjunto. Álvarez cuestiona ácidamente, al igual que éstas, las convenciones burguesas y la hipocresía de las instituciones que las sustentan, así como el deterioro de la urbe y de la sociedad en general, enarbolando una actitud individualista, violenta y desafiante ante los entes colectivos e ideológicos: «Movimiento Comunista: / Movimiento Feminista: / Movimiento Obrero: / no me interesan los movimientos de ninguna clase / Los movimientos de cualquier clase me producen una repulsión infinita / Sólo me importa la materia inerte / que nos espera como una lápida al final del futuro». Este proceder reflejaba fielmente el sentir de la golpeada juventud limeña que pasaba del apocalíptico primer Gobierno aprista a la gris dictadura cívico-militar del fujimorato. Cercados tanto por la crisis económica como por la guerra interna, los nuevos ciudadanos concluirían este tránsito imbuidos en una desconfianza generalizada hacia las utopías y el prójimo. Ésa sería la línea de conducta por la que optaron esa generación y las inmediatamente posteriores. Montserrat Álvarez demostró en Zona Dark que poseía una lúcida conciencia de la época en que participaba, logrando redondear desde su particular perspectiva algunos certeros arquetipos para representarla, los que serían trajinados hasta la caricatura por varios poetas posteriores. Para recoger este ánimo generacional Álvarez pobló sus composiciones de personajes idiosincráticos de la decadente realidad que describía –reales, ficticios, literarios, de la cultura pop– y los transformaba en agudos sujetos poéticos que conceden al libro un efecto caleidoscópico de inusual densidad: es el caso de estupendos poemas como «Vidas ejemplares», «Criollazo», «Ícaro», «Confiteor domine» o «La más rayada», por sólo mencionar los más conocidos. Con este recurso rehuía la opción de la poesía del cuerpo, tan en boga entre las poetas mujeres a finales de los ochenta, y ponía en práctica otros modos de ser contestataria sin apelar a la cuestión de género. No todos los poemas de Zona 33

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Dark, por cierto, lucían la eficacia de los citados con anterioridad. Por ejemplo, la sección homónima del libro incluía una desabrida serie de sonetos cuyos acentos fatalistas y siniestros no los salvaban de ser circunspectos artificios de acartonada factura que contrastaban ostensiblemente con la insolencia, frescura y desparpajo del resto del conjunto. Los dos siguientes poemarios de Álvarez –Underground y Alta suciedad– desarrollaban, mediante sutiles y casi siempre efectivas variaciones, los provechosos hallazgos de Zona Dark, inclinándose –aunque no de manera exclusiva– por la celebración de la marginalidad y radicalizando su agresiva propensión a la denuncia social. En cambio, en sus entregas más recientes, es claro el interés por explorar otros territorios. Así, en Bala perdida la rabia y la rebeldía son puestas de lado para abrirle paso a un espíritu más moderado y contemplativo, siempre cuestionador, que alcanza momentos sobresalientes cuando reflexiona sobre nuestra indiferencia ante el dolor de los demás; mientras que en Panzer Plastic estas preocupaciones son reformuladas desde una mirada escéptica y pesimista («Será preciso no albergar espíritu / Será preciso no alimentar un alma / Dormiréis mucho más de ocho horas diarias / De hecho, será preciso, para todos los efectos / que no volváis a despertar jamás») que cobra, por ratos, un talante populista («Yo me rebelaré por millones / por cientos de miles de millones compañero») y de sarcasmo y censura a la dependencia de los bienes materiales (como ocurre en «Si tuviese un billete de diez mil», «Las tácitas palabras del cliente» y, parcialmente, en «Diciembre, 25, madrugada»), ya insinuados con timidez en textos secundarios de Zona Dark –«Los nahua», por ejemplo– y que aquí adquieren mayor protagonismo y versatilidad. Montserrat Álvarez también ha incursionado en la narrativa por medio de una colección de relatos, Doce esbozos haitianos y un cuento andino (1994), escrito junto a su padre, Félix Álvarez; una novela corta, Espero mi turno (1996), de características góticas y terroríficas, y un curioso volumen que podríamos denominar «ficción filosófica», El poema del vampiro (1999). 14

Al igual que Lizardo Cruzado, Xavier Echarri Mendoza (Lima, 1966) sólo necesitó publicar un libro, Las quebradas experiencias y otros poemas (1993), para hacerse con un lugar destacado dentro de la poesía de los noventa. En efecto: esta compilación de distintos conjuntos escritos entre finales de los ochenta y principios CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de los noventa contiene varios poemas memorables como «La herrumbre en el rostro», «San Francisco», «La hermandad del alacrán», «La esfinge» o el que le da nombre al volumen, excelentes demostraciones de virtuosismo formal que sobresalen sobre buena parte del trabajo de sus contemporáneos. En lo más destacado de su producción, Echarri entabla un fluido e inteligente diálogo con la tradición en la que se inscribe, es decir, la de Antonio Cisneros, Luis Hernández y Rodolfo Hinostroza, ensaya con éxito un lenguaje que podríamos llamar moderadamente neobarroco y produce a la vez un sugestivo discurso pleno de recursos expresivos donde sobresale su capacidad para elaborar voces, tiempos y personalidades fragmentadas, yuxtapuestas muchas veces con maestría. También hay de lo otro: como ya ha apuntado Diego Otero, una parte de los textos resulta frustrada debido a un excesivo culteranismo y cierta pirotecnia verbal. Es por esto que algunos poemas son apenas ejercicios de un lector entusiasmado por el Pound de Personae, como sucede en «Epístola a los pezones», que al respecto puede ser una irónica confesión de parte. Vale la pena anotar que en Las quebradas experiencias encontramos el que quizá sea el mejor poema que se haya escrito en el Perú sobre el consumo de cannabis, «In herba», capaz de competir sin rubores con la espléndida «La canción de amor del traficante de marihuana», de Leopoldo María Panero. 15

Traductor, comunicador y periodista, Martín Rodríguez-Gaona García (Lima, 1969) ha escrito cinco libros, Efectos personales (1993), Pista de baile (1997 y 2008), Parque infantil (2005), Códex de los poderes y los encantos (2011) y Madrid, línea circular (2013), de los cuales el segundo es una de las mayores muestras de virtuosismo expresivo no solamente del periodo que consideramos aquí, sino de la poesía peruana reciente en general. Aunque quizá le sobren algunos poemas, Pista de baile es el punto más alto de la ambiciosa propuesta que Rodríguez-Gaona inició con Efectos personales: la revitalización del coloquialismo mediante su exacerbamiento radical. Esta propuesta, que Luis Fernando Chueca ha catalogado con acierto como «hipercoloquial» y «ultracotidiano», apunta a develar y desmontar las falsas convenciones sociales y generacionales en las que está insertado el sujeto poético, a mostrar el lado más desencantado, conflictivo y patético de las relaciones humanas. Esta pretensión ya era medular en Efectos personales, si bien los resultados eran profun35

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damente desiguales, debido a ciertas vacilaciones expresivas que envuelven a varios sectores del libro en un humor desenfadado pero superficial, hasta transformarlos en meros grafitis aislados y ocurrentes: «En un mundo en el que la belleza es fugaz / del micro bajaste corriendo», «Se rompió el lápiz, se rompió. / Ahora escribe y tiene astillitas». Sin embargo, también había un puñado de poemas y fragmentos que anticipaban a un poeta con más control de sus posibilidades, requerimientos y hallazgos, como es el caso de «News reel», «El título es de Gertrude Stein», «Raquel recostada de codo» y «Techi Márquez y los negros baños sónicos. (Muchacho en chaleco azul)». En Pista de baile se concreta lo que en Efectos personales estaba sólo bocetado. Casi en el comienzo del libro nos recibe uno de los poemas más originales y contundentes de estos años: «Nada es nada en un lugar donde está a punto de suceder todo», largo texto que principia con una visión nocturna de Barranco, emblemático distrito limeño donde la juventud de clase media de los años noventa se congregaba para «la programática diversión de un fin de semana». Rodríguez-Gaona va generando, a partir de su inmersión en este paisaje urbano, una serie de imágenes testimoniales sobre los usos de su época, que en su interiorización desencadenan un desbordante y dislocado flujo de conciencia, conformado por insólitas asociaciones de ideas, impresiones, recuerdos y sensaciones de gran eficacia y poco común densidad psicológica. Similar sistema ponía en marcha otros poemas de muy buena factura, como son «Envío (vía air mail)», «Pista de baile» y el rotundo «Tanto amor». El siguiente libro de Rodríguez-Gaona, Parque infantil, cerraba de alguna manera el primer ciclo de su obra. Poemas de la memoria familiar, del barrio y de una infancia transcurrida en los últimos años setenta y los primeros de los ochenta, construidos sobre la base de los mismos recursos que los de Pista de baile, aunque con un concepto menos abarcante y audaz. En la primera parte del libro es detectable un agotamiento discursivo y un tierno humor que no suele dar en el blanco; pero en la segunda, dedicada a reconstruir la figura del padre muerto, mejora el tono y consigue algunos fragmentos de sólido aliento confesional. Finalmente, en Códex de los poderes y de los encantos se advierte un interés en Rodríguez-Gaona por renovar su propuesta y explorar sus posibilidades formales en un largo poema río que, como menciona Manuel Rico en el prólogo del libro, «tiene mucho de mosaico, de palimpsesto donde conviven tiempos distintos, ciuCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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dades situadas en las antípodas, ambientes urbanos del presente y del pasado, realidades políticas y realidades íntimas, comenzando por el amor, afincadas en los más profundo de la memoria personal del poeta». 16

No es fácil encontrar entre los poetas de la época que nos ocupa una obra tan convincente como la de Victoria Guerrero Peirano (Lima, 1971), desarrollada con una evolución cualitativa casi sin tropiezos, una inquietud creativa que la ha motivado a no conformarse con una voz definida, además de su capacidad de experimentar sin caer en la gratuidad ni la autocomplacencia. Hay dos etapas claramente identificables en el trabajo poético de Guerrero. La primera es una suerte de slow learning que comprende sus dos libros publicados durante los noventa, De este reino (1993) y Cisnes estrangulados (1996). De este reino apelaba a un recurso bastante convencional: realizar una versión de los Evangelios mediante poemas que fueran las voces de diferentes personajes con alguna relevancia en la vida de Cristo. Si bien la mayoría de los textos eran algo predecibles y otros meros ejercicios inspirados en las lecturas de sus autores predilectos, lo que salvaba el volumen de lo rápidamente olvidable era el frío cinismo que dotaba de una fuerza punzocortante a poemas como «María Magdalena», así como la desesperanza y la resignación –tan propia de esos primeros años noventa–, correctamente retratada en composiciones como «La leprosa» («Sí / ya sé / debo imaginar el mundo / desde mi ventana»). Cisnes estrangulados, en cambio, es un conjunto francamente desechable. En su intento de conceptualizar las tribulaciones de la adolescencia en una serie de poemas breves, Guerrero falla al confundir el plasmar la ingenuidad con ser ingenuo. La segunda etapa de la obra de Guerrero significa, además de su definitiva madurez y consolidación, el ciclo poético más logrado de un poeta de los noventa en la primera década del nuevo siglo. Los tres libros que la componen, El mar, ese oscuro porvenir (2002), Ya nadie incendia el mundo (2005) y Berlín (2011), son un tránsito desde la precisión y la continencia hacia la experimentación y la desmesura, desde una desgarrada exploración interior hasta una acerada indagación social, política y de género. Si algo tienen en común estos libros, es que el cuerpo y sus funciones son una metáfora de las insatisfacciones, conflictos y carencias que el sujeto poético denuncia. En El mar, ese oscuro 37

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porvenir, una rabiosa nostalgia y la oscura condición del exilio siempre son vertidas en perturbadoras imágenes que delatan esa inclinación. Por otra parte, en el excelente Ya nadie incendia el mundo, como ya ha señalado Jerónimo Pimentel, la fragmentación (laceración, disección) del cuerpo es esta vez la del cuerpo nacional, amalgama de sacrificios y traiciones postrada como una madre en una mesa de operaciones de un hospital público. En Berlín Victoria Guerrero continúa el personalísimo camino emprendido con Ya nadie incendia el mundo y toma como escenario para sus poemas la circunstancia de la ciudad dividida que muta en Lima o Berlín según los deseos y necesidades de la poeta, quien politiza su discurso más que en ninguno de sus libros anteriores, evocando a otros autores que asumieron el tema de las luchas populares (como sucede con Vallejo o con Cesáreo Martínez) y centrándose en abordar, desde una decadente atmósfera callejera –que recuerda en más de una aspecto a la poética de Hora Zero–, la violencia y la desigualdad social, sin olvidar por ello sus otras motivaciones recurrentes, como son las relaciones de pareja y el fantasma de la maternidad incumplida. Sus últimas entregas (Cuadernos de quimioterapia, 2013, y En un mundo de abdicaciones, 2016), notoriamente inferiores a las precedentes, delatan a una poeta que se halla en una transición que, esperamos, se decante hacia nuevos centros de interés. 17

Desde sus primeras publicaciones Lorenzo Helguero Morales (Lima, 1969) ha sido considerado por la prensa cultural y la crítica como uno de los poetas más resaltantes de aquellos aparecidos durante los primeros años noventa. Una de las virtudes que más se le ha celebrado –con suma justicia– es la destreza y flexibilidad verbales para cambiar de registro de libro a libro, elaborando así una obra cuyo adjetivo más apropiado sería el de heterogénea, y que comprende nueve poemarios, la mayoría de breve extensión: Sapiente lengua (1993), Boletos (1993), Diario de Darío (1996), Beissán o El abismo (1996), Shame Dean (1999), El amor en los tiempos del cole (2000 y 2008), Poeta en Washington D. C. (2004), Insomnio (2006) y 35 mm (2015). Es notable también su versátil tratamiento del humor, en alguno de sus libros, inspirado en el disparate surrealista (Boletos) y, en otros, afiliado a la ironía y el sarcasmo (Shame Dean) o, más bien, teñido de candor infantil y adolescente (El amor en los tiempos del cole). Por último, no se puede dejar de mencionar su hábil manejo de la métrica clásiCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ca, que le ha permitido confeccionar decorosos libros de sonetos (como Sapiente lengua o Diario de Darío), donde en ocasiones aparecen piezas cuyo ritmo y sólida estructura delatan a un autor dueño de un dominio técnico inusual dentro de la poesía peruana del último cuarto de siglo. 18

Poeta de interés y uno de los pocos personajes que ha legado la poesía de los noventa, Josemári Recalde Rojas (Lima, 19732000) publicó Libro del sol (2000, edición aumentada bajo el título Libro del sol y otros poemas, 2009) apenas dos semanas antes de su muerte. El destino trágico de Recalde ha afectado, de algún modo, la adecuada valoración de su obra poética; quizá por ello su poema más citado y conocido sea el discreto «Sermonem ad mortuos», donde anuncia su suicidio, singularmente violento: «Al final de los mitos, / cuando todo se haya evaído [sic], / encontraremos quién sabe una luz, / no, no quiero / pertenecer más a la realidad verdadera / ni a la falsa, / por eso incendio mi cuerpo». Conjunto desigual, Libro del sol contiene, a la vez que varios textos verbosos y postizos, un puñado de poemas con derecho de aparecer en cualquier antología de poesía peruana reciente. Es el caso de «Antimediodía», «Correo intercelestial», «Scrabble», «Pre-Banisteriopsis» o «Es el verano hermoso en la ciudad», núcleos de serena dramaticidad, certero manejo del elemento autobiográfico y maniobra libérrima con el lenguaje. Son éstas, pues, las zonas más logradas de un libro cuyo tema central es la purificación, tanto en sus formas rituales primitivas (el fuego, la lluvia) como por la práctica de un rito –el de escribir– empleado para la recuperación del paraíso de la infancia. Menos afortunados son los poemas donde se pretende comunicar las experiencias espirituales del autor, inseguros y estructuralmente difusos, como es el caso de «Baña todos mis sueños», «Hombre Lluvia» u «Oración»: «Los ojos son los espejos del alma. / Y las manos serán manos del amor. / Y los pies, los pies del camino hacia la vida». La publicación de la obra inédita y dispersa en revistas de Josemári Recalde se mantiene en proyecto. 19

Existe en el Perú, y no sólo en el Perú, la tendencia a separar las etapas poéticas por generaciones, cuando es claro que desde 1975 hasta hoy vivimos una continuidad –caracterizada por la crisis a la que ya nos hemos referido– en la que el conversacio39

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nalismo, con subidas y bajadas, ha sido la corriente prioritaria, sin que eso oculte las posibilidades alternativas, algunas de ellas valorables. Luego de su debilitamiento en los noventa, ésta resurge a partir del nuevo siglo y se vuelve a consolidar, reforzando el culteranismo y regresando a las raíces eliotianas y poundianas más puras, en algunos casos, y, en otros, a un riguroso clasicismo practicado sin rubores. El advenimiento de los poetas que la encarnan coincide con el fin de la dictadura de Fujimori, en el 2000, y la inauguración de un nuevo tiempo democrático, que continúa hasta la fecha, no sin tropiezos. Algunos de los más importantes autores de este periodo se inscriben en esa línea: pienso en Miguel Ángel Sanz Chung, Romy Sordómez, Víctor Ruiz Velazco o Mario Pera. Otros, como Paul Guillén, pretenden subvertirla, a veces con éxito, pero siempre manteniendo una soterrada adhe­sión a ella. Es cierto que también se manifiesta a comienzos de siglo una corriente neobarroca, representada por Elio Vélez, Jorge A. Trujillo o Pedro Favarón, entre otros, aunque ninguno de ellos logra afianzarla y se retiran del escenario luego de uno o dos libros que casi veinte años después se han convertido en anécdota u olvido. Entre exploraciones fallidas y una rotunda vuelta al orden también hubo algunos proyectos revitalizadores que vale la pena anotar. 20

En 2003 un grupo de jóvenes integrantes del taller de poesía de la Universidad de Lima publicó un libro titulado Tetramerón. Era el típico compendio de poetas que tantean el terreno y que, para no perderse en parajes desconocidos, prefieren explorarlos en compañía. De ese conjunto de buenas voluntades, el que más aciertos exhibió fue Bruno Pólack (Lima, 1978), quien aportó para el mencionado volumen una colección de poemas titulada «Las ruedas del beso de Reinaldo Arenas», que incluía un poema homónimo que debe estar entre lo mejor que ha producido la lírica peruana tras el 2000. Ese texto, más otros hallazgos parciales, sugerían la posibilidad de una voz personal y valiosa. Poco tiempo después nuestro autor nos entregó su primer libro en solitario, El pequeño y mugroso Pólack (2007) que, si bien confirmaba algunas de las virtudes de sus poemas iniciales, también delataba acusados defectos. El más grave era un culteranismo exacerbado que podía caer con demasiada facilidad en lo intercambiable y retórico, empantanando, así, buenas ideas que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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no alcanzaban a desarrollarse convenientemente. Dos años después publicó Poemas médicos, libro todavía menos convincente que el anterior, repetitivo y sin mayor evolución con respecto a sus otros poemarios. Al terminar de leerlo quedaba la sensación de que Pólack era un talento que, atrapado en artificios y sofisticaciones, no había logrado alcanzar el vuelo que se esperaba. Lo cual era una lástima si consideramos el estado actual de la poesía peruana, urgida de propuestas sólidas y originales que la extraigan de ese marasmo y de los descubrimientos de la pólvora que tanto la caracterizan en los últimos años. Es por eso que la lectura de su último libro, Fe, resulta una grata y estimulante experiencia. Consciente de las trampas y callejones sin salida que asediaban su poética, ha logrado sacudirse de ellos y afinar sus recursos expresivos hasta el punto de alcanzar la elusiva madurez que sus anteriores publicaciones sólo pudieron forjar a medias. Fe es un largo poema de trece estancias que quiere hacernos partícipes de un viaje interior en el que el amor, la juventud, el placer y el esplendor de lo cotidiano son puestos en entredicho por las sombras de la duda, del desasosiego y del desarraigo, así como de un periplo por una realidad dislocada, ambientada en una Europa antigua y decadente (que recuerda en varios aspectos –y salvando las distancias– la que Eielson plasmó en su Habitación en Roma) que es a la vez un paisaje de símbolos donde el yo poético está envuelto en «la claridad de una búsqueda apasionada pero infructuosa» donde las palabras son «conjuros mágicos» para enfrentar un «horrendo mundo que te obliga a esconderte para llorar». Pólack no ha renunciado a las referencias cultas –no son pocas las que se pueden hallar en este libro–, si bien ha aprendido a dosificarlas y a incluirlas cuando son realmente útiles para sus propósitos y no como un parche ante los obstáculos que aparecen en su camino. No se ha conformado, además, con potenciar las posibilidades que manejaba desde antaño, sino que, con más confianza para maniobrar la materia verbal que tiene entre manos, consigue explorar nuevos ámbitos, como, por ejemplo, parodiar las actuales fobias y egoísmos del Viejo Continente («Cerdos extranjeros cruzan la frontera y ensucian las playas de los cerdos blancos»; «Se ruega firmar para abolir los viandantes negros. Yo firmo para abolir la noche»). Pero lo más destacable de este extenso poema es la rara sencillez con la que Pólack ha logrado acercarse a la esencia y a la contradicción de los elementos que aborda, para arrebatar su secreto. Quizá no sea un libro que vaya más 41

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allá del conversacionalismo predominante, aunque dentro de ese coto de caza ha logrado un dominio por momentos admirable. 21

En 2006 Manuel Fernández (Lima, 1976), por entonces un perfecto desconocido para el mundo literario peruano, nos entregó uno de los mejores libros de poemas que se han publicado en nuestro país en los últimos quince años por parte de un autor de las últimas generaciones. Me refiero a Octubre (2006), un gran fresco en el que se explora nuestra historia colectiva contemporánea y los destinos individuales que, anónimamente, se desarrollan en sus márgenes y trastiendas. Fernández no sólo exhibía una llamativa capacidad para elaborar un poemario de gran ambición conceptual, sino que estas complejas estructuras estaban conformadas por textos y fragmentos de alta calidad expresiva e imaginativa, válidos por sí mismos, en los que era evidente un manejo eficaz de los referentes históricos, sociales y políticos. Nada de lo que nos decía sonaba falso o impostado: la destreza de Fernández a la hora de organizar esos referentes dentro de sus poemas y de justificar con naturalidad su inclusión lo distinguía de muchos otros poetas jóvenes que se pierden sin solución en las ciénagas de un culteranismo o historicismo mal entendidos. De la vasta cartografía histórico-social de Octubre –que abarca la historia del Perú desde la implantación del régimen de Velasco hasta los años de la dictadura fujimorista–, Fernández pasa en La marcha del polen (2013) a un marco geográfico e histórico más delimitado: la Breña de los años setenta y ochenta, presentada aquí como un territorio popular, cálido y combativo donde se vuelve a desarrollar, de forma más sustancial que en el libro precedente, la interrelación entre las vidas privadas y el marco social, agregándole un elemento que enriquece sustantivamente este cruce de líneas: el factor autobiográfico. El narrador de estos poemas es testigo y cronista de la evolución y convulsión de un conglomerado urbano en el que su propia existencia se desenvuelve y se transforma, a diferencia de Octubre, donde los cambios y sucesos que atañían a los personajes estaban avizorados en la distancia, como contemplados a través de una ventana. La marcha del polen se inicia con «La fundación de Breña», largo texto que, como su título indica, está basado en el poblamiento y edificación del distrito semiproletario que empieza en la otra ribera de la avenida Brasil. Fernández sortea bien los riesgos que entraña un poema amparado en esta temática: la tediosa enuCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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meración de referentes conocidos, las trampas del populismo, el triunfo de lo prosaico sobre lo poético. El poema está convenientemente construido y evoca la nostalgia apoyada en el fulgor de las cosas cotidianas que florecen, la visión política sustentada más en la fuerza del movimiento popular que en el dogma, la adhesión a una realidad conformada por materiales baratos, ordinarios, pero, en última instancia, genuinos. Procesos autónomos (2016), el último libro de Fernández, cierra una trilogía que constituye quizá el proyecto lírico más importante de su generación. Esta serie de poemas parte de la ambigüedad declarada por Fernández en el prólogo con respecto a su posición frente a lo académico: por un lado, reconoce que la intelectualidad es necesaria si nos urge una teoría capaz de explicar nuestra convulsa realidad mientras que, por otro, afirma que esas teorías suelen ser distantes de esa realidad que proclaman interpretar y están heridas por el dogmatismo y el acartonamiento. Leyendo el libro, esa indecisión va desapareciendo hasta enfrentarnos a un discurso que no sólo parodia los formalismos de la academia para delatar sus simulacros, simbolizados en ese profesor que «construye desde una pizarra / desde una sintaxis alambicada […] aprovechando el desconcierto / y la regencia de los verbos», sino también que impugna con dureza a la izquierda peruana y sus distintas facetas y discursos, especialmente en la mejor sección del conjunto, que da nombre al libro. El primer poema de este apartado, «El discurso como interacción social», es, asimismo, uno de los mejores de Procesos autónomos. Se trata de un texto de encomiable factura donde se examina el ascenso, apogeo y caída del velasquismo, al que se retrata como un movimiento revolucionario que termina siendo «una estructura perfecta / dijeron / una estructura sin bases reales / que se desploma / estrepitosamente». Desde Donde mancó el árbol de la espada y arcoíris (1980), de Cesáreo Martínez, no había leído un texto poético tan frontal y logrado sobre la izquierda peruana proveniente de uno de sus mismos simpatizantes. El clamor de Martínez es también el de Fernández, cuyos Procesos autónomos tienen la misma fuerza y ánimo reivindicativo que el que se respiraba en las turbulentas calles, universidades y fábricas de Lima treinta años atrás. 22

De los poetas peruanos surgidos en los primeros años de este nuevo siglo, Jerónimo Pimentel (Lima, 1978) es quizá el de la obra más 43

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sólida y convincente. Libros suyos como Frágiles trofeos (2007) o La muerte de un burgués (2010) nos presentaban a un autor con un seguro manejo de sus recursos, tanto de lenguaje como del ritmo, así como de los temas planteados en sus poemas, que, en algunos casos, alcanzaban un nivel de primer orden (pienso en «Ítaca Tannhäuser» o en «Ella duerme», por citar un par de ejemplos). En el primero de los libros citados, Pimentel había logrado un notable nivel formal, bastante inusual entre los poetas de su generación; en el segundo, se atrevía a experimentar tanto con la forma como con los motivos de sus composiciones, dialogando con las ciencias básicas, elaborando poemas al estilo road movie o construyendo los flujos mentales de un viajante urbano en busca de una epifanía que nunca llega. No todos sus experimentos eran igual de eficaces, pero evidenciaban que nos encontrábamos ante a un poeta consciente de la necesidad de no seguir trajinando los mismos lugares y símbolos ni conducirse por un camino ya hollado por tantos otros antes. Pimentel ha publicado en España su mejor libro hasta la fecha y –no tengo dudas en lo que afirmo– el mejor de su generación, al menos hasta este momento. Si de lo que se trata es de hallar nuevas vías de expresión, inéditos objetos y estancias para poetizar, Al norte de los ríos del futuro cumple esos requerimientos con creces. Su eje principal es la ciencia ficción, pero estaríamos muy equivocados si lo catalogamos como un libro de poemas que adopta algunas referencias de la ciencia ficción clásica y las maniobra desde el lugar del aficionado admirativo. Pimentel las utiliza y las transforma para hacer de ellas un punto de partida que escenifica un mundo personalísimo, polifónico, donde prima la voz de un yo megalómano y totalitario que dicta las normas y crea con su discurso parajes, planetas, urbes y personajes que crecen, convulsionan y se extinguen frente a nuestros ojos con un dinamismo y una potencia realmente envolventes y apabullantes: «Abro los ojos: Marte. / Cierro los ojos: me puedo salvar. / Abro los ojos: la vida obedece al sentido que reclama mi mirada. / Cierro los ojos: mi cuerpo es un templo que no profanarás. / Abro los ojos: ¿cuántos centímetros faltan para medir mi devoción? / Cierro los ojos: tu país es cualquier cosa excepto lo que piensas. / Abro los ojos: vientos volcánicos sacuden Tharsis. / Cierro los ojos: llueven bacterias en la planicie de Hellas». Esta excelente capacidad imaginativa le permite a Pimentel abordar dentro de este contexto temas que van más allá, representando una realidad posapocalíptica desde la historia o la ideología (y, por ello, podemos emparentarlo con poetas de obra más o menos reciente, como la norteamericana Eleni Sikelianós, que ha llevado la poesía CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de tintes futuristas y científicos a extremos sumamente novedosos). Lo meritorio es que en ningún momento estas referencias históricas o culteranas suenan impostadas o forzadas (el segundo mayor problema de nuestra poesía después del 2000), sino que se sienten precisas y, al mismo tiempo, sorprendentes dentro de los contextos entablados. Éste es el caso de «La poesía como una forma de fascismo», uno de los mejores poemas de Pimentel no sólo de este libro, sino en general: «Cuando el otro comprenda el desprecio del yo / serás libre pero estarás muerto / el mensaje no tiene finalidad / tampoco la carrera / los músculos / ni las flores / sin embargo / mi palabra surca el foso e instala un régimen fascista en tu voz / he penetrado las Ardenas / he cruzado la Línea Maginot / date cuenta / mi yo de sitio asedia tu mirada / y aspira tu aliento para poseerlo y hacerse nuevo en tu sangre con aplomo / para hacer fogatas con tus puertas caídas / para violar dulcemente a tu mujer / ¡Larga vida al yo totalitario! / ¡Dios salve este poema!». Las virtudes de Al norte de los ríos del futuro no se circunscriben sólo a lo temático, sino a la forma en que sus tramas y escenarios son representados. No sería exacto considerar el lenguaje en que está escrito como estrictamente conversacional, narrativo o lírico, aunque sí utilice recursos de estas posibilidades. Mientras nos adentramos en el conjunto, percibimos un discurso que se va enrareciendo y oscureciendo sin perder su legibilidad y sin caer en gratuidades y artificios, aunque el terreno pueda ser propicio para desbarrancarse en una retórica pastosa y vacía. Lejos de ello, esa introducción en un espacio cada vez menos reconocible nos descubre las verdades que dan funcionamiento y sentido al mundo que Pimentel nos propone. Toma prestados el lenguaje científico y el aforístico, además de las formas de la crónica, y logra conmovernos y emocionarnos desde una perspectiva inédita en nuestra poesía. En la mayoría de ocasiones, esta compleja apuesta sale airosa, como podemos constatar en el siguiente fragmento: «Mi amor se extiende como hielo-9 en las arenas de Vermilion. / […] / Pasamos la meseta azul y el tren se desvía hacia un mar fútil, rojo caliza. / Ése es el color del adiós cuando no hay de quien despedirse. / Mi yo ludita salta de la máquina y se despide del pájaro carnívoro / (–Hasta pronto, compañero) / pide el encuentro por botana y prosigue el trayecto a pie. / Por toda luz, una tormenta. / Electricidad, Belén». Este nuevo libro suyo es el punto más alto de una obra en la que la insatisfacción y la búsqueda son siempre el norte. Y eso es algo que en nuestra poesía reciente es imposible no valorar y aplaudir. 45

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Por Toño Angulo Daneri

¿QUIÉN QUIERE SER PERIODISTA SI PUEDE SER NARRADOR? Apuntes sobre la crónica en el Perú

Una crónica es, ante todo, una elección crítica. ¿Qué elige el cronista? Para empezar, elige meterse en un terreno inestable. Un cruce de caminos en el que compiten el compromiso con la verdad de los hechos y la intuición para detectar lo socialmente significativo, propio del oficio periodístico, las técnicas y recursos expresivos del narrador literario y del sentido de responsabilidad ante la memoria de quien ha pasado por una facultad de historia con mayúsculas. Si el cronista es particularmente bueno, su precario equilibrio se sostendrá, asimismo, en la mirada del etnólogo que se adentra en una comunidad para identificar lo que permanece o ha cambiado en ella y en el olfato del detective para descubrir el detalle significativo que dará con un hallazgo inesperado, así lleve tiempo buscándolo. Aunque no le interese la política menuda del día a día, el cronista, asimismo, se posiciona ante la ideología hegemónica de la prensa mainstream. «En América Latina –recordaba el maestro Carlos Monsiváis–, el periodismo ha sido (y lo sigue siendo en gran medida) intermediario entre el poder y sus aliados y súbditos más cercanos, entre los dirigentes y sus posibles sucesores». El Perú nunca ha sido una excepción a esta regla. Sus diarios y revistas están marcados por la ideología de quien los financia, que, como mínimo, puede CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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calificarse de conservadora. De ahí que un día sí y otro también les dé por reafirmarse en sus ideas católicas, racistas, machistas y homófobas. Al cronista peruano que aparece a finales de los ochenta le toca, entonces, encender otras luces y señalar nuevas rutas posibles. Poner la mirada en lo que el conservadurismo no ve o no quiere ver: la propagación de lo cholo (no sólo lo mestizo, no sólo el cliché buenista del «Perú de todas las sangres», no: lo cholo) como rasgo esencial de la sociedad peruana. Las miserias de la pobreza y las sinrazones de la desigualdad. La crítica del machismo y las razones del feminismo. El orgullo de ser gay, el orgullo de ser lesbiana, el estigma social que sobreviene tras admitir que uno es gay o lesbiana. Y, por encima de todo, sobrevolándolo, el reconocimiento del valor informativo de los asuntos nunca banales de la vida cotidiana. Esto último también es (lo fue y lo sigue siendo) una elección crítica del cronista. El periodismo mainstream nunca ha tenido reparos en inclinar la cabeza, incluso hacia arriba. «El periodismo de actualidad mira al poder –dice Martín Caparrós–. El que no es rico o famoso o rico y famoso o tetona o futbolista tiene, para salir en los papeles, la única opción de la catástrofe: distintas formas de la muerte. Sin desastre, la mayoría de la población no puede (no debe) ser noticia, a menos que se funda en esa forma colectiva, aglomerada, que llamamos estadística». Y añade: «La información postula –impone– una idea del mundo: un modelo de mundo en el que importan esos pocos. Una política del mundo». El cronista peruano que aparece en esos años se rebela contra esta política. En cierta forma promueve un movimiento hacia la horizontalidad, un devolver el cuello a su sitio: es el periodista que deja de mirar hacia arriba y se interesa, por ejemplo, por la gente y los acontecimientos y problemas de su barrio, a ras del suelo. El que se sitúa en los márgenes del poder, el dinero, la tetona, el futbolista, etcétera, y hace un esfuerzo por contar la vida de todos, es decir, la de uno, cualquiera. O mejor: el que entre la muchedumbre de la estadística elige a una sola persona o comunidad de personas cuya peculiaridad le permite mostrar un universo. En esto consiste la extraordinaria paradoja de la singularidad narrativa: lo que le sucede a uno adquiere valor en plural. Hamlet no es sólo la historia de un príncipe, sino una historia sobre la traición, la venganza, la locura, el incesto y la corrupción moral. La chicha o cumbia andina peruana es tal vez la manifestación cultural más importante del Perú del siglo xx. Una mezcla 47

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(otro cruce de caminos) que combina la melodía y la forma de expresar sentimientos de la música tradicional andina, la instrumentación electrónica del rock and roll y el espíritu de fiesta, baile y jolgorio que comparten los países de América Latina a modo de carácter musical. La chicha, sus intérpretes y seguidores (los chicheros), así como sus locales de baile (los chichódromos), fueron el fenómeno más vivificante de la década de los ochenta en el Perú. Un terremoto social en el mejor sentido hiperbólico de la palabra, especialmente para quienes la despreciaban por bastarda y mostrenca y veían en ella las señales que anticipaban el fin del mundo, o sea, el fin de su mundo: la chicha y su insoportable choledad. Eloy Jáuregui, poeta del movimiento Hora Zero devenido para entonces en cronista, escribía a propósito de Lorenzo Palacios Quispe, Chacalón, líder y cantante del grupo La Nueva Crema (de quien se decía: «Cuando Chacalón canta, los cerros bajan»): «Es el primero y el representante más ilustre de la cultura chicha. Expresión de la inmigración y su degradación. Cultura que se teje entre lo formal, lo informal y lo delictivo en las orillas del Estado en crisis. En el caso de la música, el huayno esencialmente, el que llega desde el valle del Mantaro, se representa luego como cumbia y después como salsa. Así invade Lima. Bordea el arenal. Presiona el píloro musical de los salones biselados. Cierto, lo traen los provincianos con no poca vergüenza. Así se cholea (lo cholo es el tejido de identidad, lo serrano es su geografía) y “achicha” el paisaje sonoro». Por la elección de los temas, los cambios sociales en los que ponen la mirada, el conocimiento de la cultura de la calle y el manejo de la jerga popular, y también por el uso del doble sentido y la ironía, el soltar afirmaciones como latigazos lapidarios y un ritmo sincopado de la prosa, las crónicas de Jáuregui de esos años comparten cierto aire de familia con las de Enrique Sánchez Hernani, Elsa Úrsula, Sonaly Tuesta, Beto Ortiz, Luis Miranda y Jaime Bedoya, este último, por cierto, un escritor que escapa a todas las clasificaciones y cuya obra excéntrica algunos incluyen entre la narrativa peruana más novedosa de los últimos tiempos. Todos ellos son lo que la investigadora italiana Elisa Cairati llama «caminantes», flâneurs sin las antiguas servidumbres del modernismo: cronistas de estilos distintos, pero unidos por el afán de «experimentar la realidad urbana» (básicamente de Lima) como una forma de descifrar las claves de una ciudad (y un país) que se achichaba. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Si el escritor de ficción, cuando es bueno, puede llegar a ser un visionario, y hay poetas que son oráculos, el cronista siempre será la memoria: su memoria, la memoria de los otros. Es el que hace el recuento en tiempo real de lo que importa, lo que perdura o se transforma. Más que en la novela, el cuento o la poesía de esos años, es en las crónicas de estos autores (y de los inmediatamente anteriores, como Jorge Salazar, Fernando Ampuero, Antonio Cisneros, Gregorio Martínez, Luis Jochamowitz) donde se avizora mejor el Perú del nuevo milenio y se adelantan sus mutaciones. Cairati amplía su definición de «caminantes»: «Autores cercanos a la sociedad y a sus rituales, a sus rarezas, a su patrimonio cultural popular, como intérpretes de realidades encubiertas, aisladas en el enorme contenedor de la globalidad». Gabriela Wiener, poeta, performer, activista feminista y de lo trans, y la más política e inclasificable de las cronistas que vinieron después (para los conservadores, la más perturbadora), recuerda cómo en sus tiempos de aprendiz de reportera leía a estos autores que, a su manera, eran también disidentes en lo suyo: «En lo primero que se fija una chica que está de prácticas en un medio, que estudia literatura y escribe poemas es en la página que dice “Crónica” donde escribe el divo del periódico. El cronista del diario es el que escribe bonito y, sobre todo, el que escribe como le da la gana. Yo soñaba con escribir en esa página». Wiener tiene razón: en esos años, el mejor cronista era el que escribía bonito y como le daba la gana. O, más exactamente, el escritor con licencia para recorrer la ciudad, mirarla, olerla, escuchar sus murmullos y narrar sus impresiones «con una escritura entre musical y humorística», en palabras de Julio Villanueva Chang. La musicalidad de las palabras no sólo estaba en manos (y oídos) de cronistas-poetas como Cisneros, Sánchez Hernani y Jáuregui; también de los narradores de ficción Salazar, Ampuero, Martínez, Jochamowitz, Ortiz y Bedoya. De este primer grupo, sólo Elsa Úrsula, Tuesta y Miranda son periodistas que nunca pusieron un pie en lo que tradicionalmente se entiende por literatura. Tal vez por eso, y por el humor que recuerda Villanueva Chang, la prensa mainstream le asignaba a la crónica el papel de «la loca de la casa». Una locura, como se lee en el prólogo de Por favor, no me beses, de Beto Ortiz, en el sentido que santa Teresa de Jesús le daba a la imaginación: su irreductible poder literario, su absoluta libertad. 49

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Hasta ese momento, la definición de crónica seguía siendo la de Monsiváis: «Reconstrucción literaria de sucesos o figuras, género donde el empeño formal domina sobre las urgencias informativas». Con el énfasis puesto en la escritura, el cronista era el periodista más virtuoso a la hora de elegir y juntar las palabras (de encontrarles su música) y, por eso mismo, el más libre y libertino de la redacción. El que podía llegar tarde, con licencia para vagabundear por ahí, pero también aquél cuyo texto nunca iba a dar pie a un titular de portada: en general, la suya era información que ni siquiera hacía falta verificar. «Hasta hace un tiempo –dice Villanueva Chang–, un falso dilema azotaba las salas de prensa de esta parte del mundo: o eres escritor o eres reportero. Hay una legión de escritores que (por pereza o por timidez o por no ensuciarse las manos) se abstienen de ser reporteros, o fracasan en el intento. Pero hay más de una legión de reporteros que pretenden ser escritores con un vocabulario de trescientas palabras». Sánchez Hernani recuerda cómo se resolvía este falso dilema en los periódicos de la época: a la manera de los griegos. Encargándole a un cronista veterano que adoptara y guiara al principiante que mostraba talento literario y demostraba mejores lecturas. «Házmelo periodista. Es un poeta joven, pero tiene madera», cuenta que le dijeron a su maestro Gregorio Martínez cuando se lo encargaron como pupilo. «Así pasé a tenerlo de tutor literario y espiritual, porque se tomó el encargo al pie de la letra y me llevó de paseo no sólo por varios libros del entonces periodismo literario norteamericano, sino por callejuelas y huariques de la bohemia hardcore de Lima. La cantidad de tardes que pasó el Zambo [Martínez] limpiando y puliendo mi prosa, no metiéndole mano, sino diciéndome cómo debía y qué corregir». Y añade: «Luego me paseaba por la noche del centro de Lima, por sus bares, por sus personajes. Viví con él todo mi bachillerato callejero. Cuando mi aprendizaje ya no daba para más, a eso de las cuatro de la mañana, reunía sencillos para mi taxi y me embarcaba a casa, para seguirla al día siguiente, por tres o cuatro días». Aunque lo que definía a Sánchez Hernani y a otros autores que iniciaron la renovación de la crónica peruana no era sólo el énfasis que ponían en el empeño formal de la prosa ni la libertad con que podían hacer lo que les diera la gana, sino las condiciones materiales en que realizaban su trabajo. Era la época del periodismo a. i., antes de internet. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Las redacciones eran salas llenas de humo de cigarrillo, ocupadas básicamente por hombres, donde la escritura como actividad intelectual estaba unida al esfuerzo físico de aporrear teclas en máquinas de escribir de hierro macizo y también a la bohemia, las tertulias de bar y la ingesta de alcohol hasta límites que las reglas de salubridad y convivencia laboral de hoy desaconsejan. «Es probable –dice Caparrós– que el mayor cambio en el periodismo (argentino) desde que yo empecé hasta ahora haya sido el reemplazo de la ginebra por el mate. Aquellos escritorios de lata o de madera tenían un cajón con llave para guardar la botella de Bols; ahora todo se volvió bombilla y termo». Quien dice mate podría decir té verde o café con leche en vaso de Starbucks, o agua mineral en botella de plástico. Así que Caparrós no bromea cuando añade: «Alguien, alguna vez, tendrá que analizarlo y explicar sus causas y definir sus consecuencias». La foto de archivo que mejor describe a ese primer nuevo cronista peruano es, entonces, aquella en que se lo ve anclado a una redacción de prensa ubicada física y simbólicamente en el centro de lo local (Lima) y lo nacional (Lima otra vez, por los siglos de los siglos). Es el cronista escritor o con vocación y lecturas de escritor que recibe las enseñanzas de un maestro y sale a patear las calles y complementa sus apuntes con los pocos recortes que encuentra en el archivo del periódico. El caminante que descubre los huariques y recovecos de la ciudad y se instruye en la jerga y experimenta en carne propia los usos y abusos de la cultura popular. El que conversa del oficio, pule la prosa, bebe lo que hay que beber y aprende de la vida en los bares del centro. En fin, es el cronista que, con excepción de Elsa Úrsula y Sonaly Tuesta, y algunos años después María Luisa del Río, Esther Vargas, Jimena Pinilla o Beatriz Ontaneda (de una promoción intermedia en la que también destacaban Villanueva Chang, Jeremías Gamboa, César Gutiérrez o David Hidalgo), es, con mayoría aplastante, hombre. En su blog sobre periodismo No hemos entendido nada, Diego Salazar descubre que en más de dos siglos de historia periodística en el Perú (toma como punto de partida El Diario de Lima, fundado en 1790) tan sólo siete mujeres han ocupado la dirección de un periódico. En porcentajes, entre el uno y dos por ciento. Salazar parte del concepto de «segregación ocupacional» de la economista Myra Strober para formular su hipótesis sobre las barreras de género que están detrás y, al mismo tiempo, reproducen esta desproporción entre hombres y mujeres en la 51

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prensa peruana. Donde los puestos directivos están tomados por hombres, la probabilidad de que uno de ellos piense en una mujer para lo que sea (bien como cronista «diva», a decir de Gabriela Wiener, o bien para que sea consultada o entrevistada como especialista o fuente experta) se reduce a menudo hasta el cero estadístico. «Cuando se le pregunta a un director-editor-periodista hombre por qué no consideró a una mujer para ese puesto-columna-artículo-conferencia, las respuestas suelen ser “No se me ocurrió ninguna”, “Hay menos mujeres en ese campo”, “Las que hay no son tan conocidas”», escribe Salazar. Y añade: «Son las anteojeras que nos hacen ver a un hombre como el sujeto estándar para la mayoría de labores, o para aquellas que son consideradas valiosas por la sociedad». La mala noticia es que esta desproporción de género en el retrato de grupo de los cronistas peruanos no ha cambiado con los años. Al contrario, la impresión de que se trata de un all-male panel, o un club de Toby, ha ido a peor. El segundo movimiento de renovación de la crónica en el Perú coincidió con la expansión de internet y la aparición de la revista Etiqueta Negra, fundada por Villanueva Chang en el año 2002, el primer capicúa del milenio. El acceso generalizado a internet no sólo modificó las formas de comunicación, lectura, aprendizaje y entretenimiento de un número cada vez mayor de personas, sino que, por eso mismo, exigió revisar el valor de los tradicionales formatos y géneros periodísticos. Si la promoción anterior de cronistas estaba en cierto modo anclada a lo local-nacional y su impronta se podía resumir bajo el epígrafe de lo que José Tomás de Cuéllar, Facundo, decía de sí mismo, que «no trae costumbres de ultramar», «todo es nuestro [el indio, la cómica, el chinaco, el tendero], que es lo que nos importa», el movimiento que trajo consigo Etiqueta Negra fue como un reacomodar otra vez el cuello, esto es, la mirada. Ya no sólo para rebelarse contra la política elitista del periodismo mainstream que mira exclusivamente al poder, ni para reconocer la vitalidad de lo popular y prestar atención a los rumores de la calle, sino también para dirigir la mirada hacia el horizonte, el afuera. El mundo estaba cambiando, se hacía al mismo tiempo más ancho y menos ajeno, menos sólido pero, a su vez, más cercano, incluso más «palpable». A su manera, como el proyecto amateur que nunca dejó de ser, Etiqueta Negra compartía esa misma inclinación a la incerteza y la mudanza. ¿Quién no había soñado con tener lectores a CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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secas, con la sola condición de que pudieran hacerlo en castellano, estuviesen en Lima, Bogotá, Oklahoma o Varsovia? Esa ambición, que hasta entonces sólo sonaba sensata en palabras de un escritor literario, se abría para el cronista peruano a través de una revista impresa que, todo hay que decirlo, jamás llegó a tener una página web en condiciones. Wiener, autora clave de ese buque insignia de la nueva nueva crónica peruana que fue Etiqueta Negra, lo dice con humor: «Todos los cronistas [anteriores] fueron magníficos en sus géneros y se convirtieron en algún momento en fenómenos locales, con muchos lectores. Sus crónicas funcionan sobre todo aquí, en el Perú, por su jerga, por sus referentes. Etiqueta Negra siempre fue más moderna, petulante y trepona, quería codearse con el New Yorker, con Gatopardo, con El Malpensante, quería ser continental e internacional». Juan Manuel Robles fue otro cronista que apareció con la publicación y que pronto se convirtió en uno de los mejores autores de perfiles de América Latina (el perfil entendido como un texto entre la crónica y el ensayo que busca comprender el comportamiento de una persona para entender mejor su dimensión pública y su valor universal). Para Robles, fue Villanueva Chang, a través de sus cursos y talleres, quien volvió a poner en valor la obra fundacional de la generación precedente para, más tarde, esbozar colectivamente lo que algunos simplifican llamándolo «el estilo» o «la escuela» Etiqueta Negra. «Hizo lo que a los editores literarios no se les ocurrió hacer: visibilizar la crónica hecha en el Perú, ponerle un cintillo y un membrete. Su movimiento posterior no se puede entender sin la fijación previa de ese imaginario, que alcanzó a los más chicos, quienes pudimos asomarnos al movimiento de los cronistas, a mirarlos con respeto y desear ser parte de esa legión». Y añade: «Pero el proyecto tenía una mirada puesta en el futuro y en lo global. Hizo evidente que esos cronistas eran muy buenos en la gambeta de la pluma, mientras que la crónica en Etiqueta Negra fue entendida como una producción asistida, con editores, esquemas y mucho periodismo. Los viejos cronistas eran criollos: imprecisos, inexactos, herederos del primer García Márquez, escritores que podían mentir sin parpadear. Sus textos de malabaristas palidecían frente al reporteo enorme de nuevos autores como Daniel Titinger o Marco Avilés». Robles, hoy también novelista, pone el acento en la mayor transformación que Etiqueta Negra produjo sobre la crónica peruana. Más que una revista, se estaba fundando un laboratorio de ideas y debate sobre el oficio. 53

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Ese laboratorio que fue Etiqueta Negra entendía la crónica no sólo como un género híbrido entre las urgencias informativas y el empeño formal en el que siempre acaba dominando este último, sino como una conversación abierta sobre su naturaleza camaleónica y sobre la responsabilidad del cronista, en tanto reportero comprometido, con la verdad de los hechos incontestables. La discusión empezaba por poner las cosas en su lugar. Decir «crónica» era otra manera de decir «periodismo narrativo», donde «periodismo» era el sustantivo, la sustancia, lo sustancial, y «narrativo» no podía ser sino el adjetivo, lo que califica o se predica del sustantivo, lo no esencial: esa segunda y al fin y al cabo prescindible posición que le otorga la lengua castellana. La crónica, bromea en serio Villanueva Chang, no podía ser una vía para acercar el periodismo a la literatura como quien lleva a un feo a la sala de cirugía o al salón de belleza. «Un cronista –dice– narra una historia de verdad sin traicionar el rigor de verificar los hechos, pero con el fin de descubrir a través de esa historia síntomas sociales de su época». Y añade: «Su reto es narrar los hechos de tal forma que lleven a un lector a entender qué encierra un fenómeno y sus apariencias, pero tomándose la molestia de no aburrir con ello». Si Etiqueta Negra miraba hacia fuera no era por un afán de cosmopolitismo a la manera de los flâneurs modernistas. Además de internet, mejor dicho, debido en gran parte a internet, la revista coincidió con otro fenómeno hasta entonces desconocido en el periodismo peruano y continental: el cronista deslocalizado o freelance que no está anclado a ninguna redacción ni a ningún centro y, por lo tanto, puede reportear, escribir y ser editado desde Bogotá, Oklahoma o Varsovia. Se abría, así, no ya una ventana, sino un camino de doble sentido: el autor que enviaba sus textos desde fuera era al mismo tiempo lector de la revista y propagandista-embajador de la nueva crónica peruana. Con todo, su aparición fue una paradoja en el Perú. «Era inconcebible que en uno de los países con nivel más bajo de lectura en la región –sólo superado por Haití– existiera una revista con textos de una longitud colosal», escribe la investigadora polaca Beata Szady en su tesis dedicada a Etiqueta Negra. El dato se puede verificar. Desde su primer número, la revista ha publicado crónicas (y ensayos, perfiles, reportajes) de una longitud impensable en otro lugar que no sea un libro u, hoy, en ciertos portales de internet. Lo que a primera vista podía parecer un despropósito, una inútil deCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mostración de fuerza o el más triste suicidio financiero desde la lógica populista de estar dándole la espalda a los lectores, en este caso era otra forma de subvertir la ideología hegemónica de la prensa mainstream. En un principio, sus autores y editores solían explicar la revista en negativo: «No publicamos una foto impactante en la portada. No hemos hecho ningún estudio de mercado. No tenemos páginas sociales ni consejos de salud ni de belleza. No publicamos chismes de farándula ni de política ni literarios. No tenemos colaboradores best sellers. No publicamos pasatiempos ni reseñas de películas, libros o restaurantes. No tenemos artícu­ los de trescientas cincuenta palabras para toda esa gente linda que compra revistas que nunca va a leer». En un país sin hábitos de lectura, parecía el enternecedor anuncio de unos insensatos cuyo único mérito consistía en desafiar las leyes gravitatorias del fracaso: el vacilante optimismo de unos trapecistas de circo de barrio. Los dueños de los periódicos mainstream siempre han tenido las cuentas claras. Si son tan pocos los peruanos que leen, ¿qué publicación tiene alguna posibilidad de tener éxito (o de sobrevivir sin más) si no contempla esa categoría fantasmal de «lector que no lee»? La solución al oxímoron siempre ha sido el escándalo y la vocinglería de la denuncia, métodos naturales para atraer al «consumidor de lecturas». Etiqueta Negra apareció dos años después del desplome de la dictadura fujimorista y a dos décadas del inicio del terrorismo de Sendero Luminoso. Para el año 2002, la mayoría de la prensa peruana ya había tomado uno de estos dos caminos que se alargan hasta hoy: la portada gritona, sensacionalista y con un lenguaje racista-misógino-homófobo-denigrante (para la mujer, además, en forma de foto en primer plano de una carnosa enseñando el culo o las tetas, la famosa «calata» de la prensa popular peruana) o la columna de opinión con frecuencia también gritona, sensacionalista y con un lenguaje racista-misógino-homófobo-denigrante. ¿Cómo se elige a los columnistas? Excepto las excepciones de rigor, esto es, una silenciosa minoría, abundan los que Monsiváis llama «influyentes por definición»: el plumífero que, además de obviar la sintaxis, «insulta, veja, golpea y es golpeado, intimida y humilla, y él mismo vive en el escándalo». No tener una idea y poder expresarla, decía el cáustico Karl Kraus. Es cierto, allí donde las opiniones sobran, la información rigurosa y las ideas que se sostienen sobre ella escasean. Pero también: valen más, y cuestan más. 55

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Con sus defectos, Etiqueta Negra fue una proposición amateur para restituir desde la crónica el rigor, el contexto y los antecedentes que escaseaban en las páginas del periodismo mainstream peruano, pero intentando no aburrir con ello. Algo imposible de lograr en articulitos o columnitas de trescientas cincuenta palabras y a la vez muy difícil de concebir sin la intervención activa de una comunidad de autores y editores que creen en lo que hacen y están dispuestos a desoír a quienes desde las leyes del mercado o de la holgazanería los conminan a hacer lo contrario. «Los que se interesaron en esta nueva forma de ver la crónica fueron los más jóvenes –recuerda Robles–. Emprendían cada texto para Etiqueta Negra como un proyecto, investigaban, respondían a las preguntas planteadas por el editor, pasaban semanas en la reportería. Y, en medio de esa agenda, encontraban espacio para hacer la mejor literatura a su alcance. Todos requintábamos, decíamos que eran absurdos los parámetros que nos querían poner, pero, después de la pataleta, nos metíamos de lleno en la piscina». Y añade: «Creo que lo que pasó fue que se introdujo una tecnología, una que no admitía la invención ni la ficción: una crónica en la que la imaginación se ve en la originalidad para elegir desde dónde mirar el mundo. El poder de referentes actuales como Wiener, Avilés o Titinger se gesta en esta nueva visión. Yo los leo y sé que no mienten; no sólo porque son personas éticas, sino porque aprendieron una metodología donde el mayor efecto estético es siempre la verdad». La revista fue, por ejemplo, la primera publicación en el Perú que incluyó en su equipo de edición la figura del verificador de datos, el célebre y vilipendiado fact checker de la prensa estadounidense. «Algunos reporteros y escritores suelen citar de memoria o de fuentes indirectas, dar por hecho declaraciones de un testigo, confundir datos históricos o tergiversar conceptos», dice Villanueva Chang. Y cita a Alma Guillermoprieto: «Los verificadores de datos no existen para que no nos hagan demandas, sino para respetar la ignorancia de la gente». No era sólo una cuestión deontológica o moral, del tipo qué está bien o está mal. Para los que identifican el periodismo serio con el quinteto política-corrupción-economía-guerra-y-miseria, Etiqueta Negra podía parecer frívola o inofensiva en su intento por llamar la atención sobre asuntos que, en principio, no interesaban a nadie. ¿Para qué poner a un fact checker a verificar cada dato incluido en un texto sobre la sexualidad hippie de los bonobos? Tal vez porque, desde un laboratorio de ideas sobre el oficio, el propoCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ner la verdad como el mayor efecto estético es también un asunto de amor propio. «Una crónica es literatura bajo presión», dice Juan Villoro. «La artesanía de la magia rápida», la llama Robles. Es decir: varias de las técnicas y efectos de la gran literatura obligadas a aparecer a flor de piel, sin sacarle la vuelta a la realidad ni a los márgenes de lo posible. «Lo interesante de una crónica para mí es que lo poético, si está, va a estar en la sucesión de hechos y observaciones». La foto que presenta al nuevo nuevo cronista peruano lo muestra entonces deslocalizado, anclado no ya a una redacción, sino, como mucho, a la pata de un escritorio, más periodista que escritor, y entregado a esa «artesanía de la magia rápida» que ha sido imaginada y discutida con un editor con el que comparte la voluntad de narrar historias de verdad que descubran síntomas sociales de una época. Y, salvo Wiener, Natalia Sánchez y otras cronistas fuera del ámbito de influencia de Etiqueta Negra, como Daniela Ramírez o Rosa Chávez Yacila, la foto lo muestra otra vez, por mayoría aplastante, hombre. Verbigracia: Villanueva Chang, Robles, Avilés, Titinger, Daniel Alarcón, Sergio Vilela, David Hidalgo, Diego Salazar o Joseph Zárate (además de los que sin ser peruanos se hicieron cronistas al «estilo» de la revista, como el argentino Leonardo Faccio). Pero el retrato de grupo también muestra otra cosa. Que, aparte de documentar una época, este nuevo cronista ha tomado la delantera en promover una sociedad más justa y libre a partir de los verbos nobles del oficio: mostrar, descubrir, sorprender, desmontar prejuicios. Una crónica es memoria, aunque un cronista es, asimismo, un reportero que, ante todo, elige qué debatir, y esta elección crítica apunta forzosamente al futuro. Con la naturalidad de quien cree que todo el mundo tiene derecho a ser como es, el nuevo cronista emplea sus libertades para identificar las barreras sociales, raciales y de género de la sociedad peruana y ayudar a mover los andamios que sostienen el conservadurismo hegemónico. «En los poemas de Darío, la mujer bebe y fuma: lo hace mediante sinestesias y alejandrinos, pero su figuración es democrática, fascinante, moderna», dice Jorge Carrión del nicaragüense. El cronista de hoy se vale de otros recursos retóricos para alcanzar figuraciones similares. En primer término, recuerda Villoro, la crónica «ha servido para desahogar cosas que no se pueden decir por otra vía». La Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), hoy García Márquez, es, entre muchas cosas formidables, un centro 57

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de formación e intercambio de ideas y experiencias para periodistas en lengua castellana. La influencia de la FNPI sobre el nuevo nuevo cronista peruano no sólo está en que varios participaron en talleres con maestros como Tomás Eloy Martínez, Leila Guerriero, Jon Lee Anderson o Ryszard Kapuściński, o en que Esther Vargas y Villanueva Chang formen parte hoy de esa plantilla de maestros, sino en lo que el intercambio aportó al debate y la concepción de una crónica propia. Si Elena Poniatowska se presentaba como cronista con estas palabras: «Soy mujer, soy subjetiva, soy emocional», Villoro dio con la definición de crónica más citada desde entonces: Si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa. De la novela extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro moderno, la forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos, los parlamentos entendidos como debate: la «voz de proscenio», como la llama Wolfe, versión narrativa de la opinión pública cuyo antecedente fue el coro griego; del ensayo, la posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; de la autobiografía, el tono memorioso y la reelaboración en primera persona. El catálogo de influencias puede extenderse y precisarse hasta competir con el infinito. Usado en exceso, cualquiera de esos recursos resulta letal. La crónica es un animal cuyo equilibrio biológico depende de no ser como los siete animales distintos que podría ser. Condición subjetiva, crear ilusión de vida, datos inmodificables, sentido dramático, polifonía de testigos, saberes dispersos. Si alguien se animara a preparar una antología de crónicas publicadas en el Perú desde finales de los ochenta, descubriría que entre el anterior y el nuevo milenio hay un cambio en la forma de reportear y, sobre todo, de evidenciar en el texto ese trabajo de documentación exhaustiva. También en la manera de ensayar ideas desde la subjetividad y la honestidad emocional del autor-narrador sin alterar los datos ni recurrir al latigazo de la afirmación sentenciosa. El cronista del siglo xxi intuye que tiene entre manos un bicho raro con cara de pato, cola de castor y cuerpo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de nutria cuya naturaleza mágica no queda revelada, sino que se complejiza aún más si alguien dice que es un mamífero acuático que pone huevos. Lo que parece una broma de la biología que invita a la risa merece todo el respeto del mundo. Aunque sólo sea por precaución, pues el ornitorrinco es un animal venenoso. Marco Avilés ha publicado en el último año dos libros de crónicas: De dónde venimos los cholos y No soy tu cholo. En ambos la mirada está puesta en el Perú y los peruanos que la cultura oficial limeña invisibiliza o acorrala, territorial e ideológicamente. En unos casos, viaja a los pueblos de donde los cholos nunca se marcharon, a pesar de los peores años del terrorismo de Sendero Luminoso, de la pobreza o del menosprecio sistemático por parte del Estado. En otros, el viaje es interior: el descubrimiento en historias de migrantes como él las huellas de su propia biografía. En ese camino que empieza en los márgenes y va hacia el centro, Avilés avanza de la reportería a las ideas, convierte lo periférico en esencial. «Soy un fanático de los diarios, las memorias y los ensayos –dice–. Leo a autores que admiro no sólo por su estilo, sino por la claridad que tienen para exponer ideas muy complejas: Rebecca Solnit en el feminismo, James Baldwin en la raza, Dan Barber en gastronomía. Quiero aprender a hacer lo mismo, a explicar sin volverme denso. Si como cronista joven mis lecturas eran un entrenamiento para narrar, ahora que casi llego a los cuarenta leo para poder formular ideas, para aprender a sacar las cosas que tengo dentro». Con idéntico propósito, el de poner la mirada en cosas que otros no ven, Joseph Zárate aún no ha publicado un libro, pero casi. Lleva tiempo reporteando para una historia de la Amazonia peruana en tres partes, narrada a partir de la doble explotación que hay detrás del negocio del oro, la madera y el petróleo. Su bisabuelo materno fue cazador de caimanes. Su abuela, una nativa cocama-cocamilla que no volvió a hablar en su lengua en cuanto llegó a Lima. Su abuelo, un carnicero practicante de la magia negra. «Mi mundo es el mundo de la gente aparentemente minúscula, pero extraordinaria en sus detalles y conflictos». La clave de Zárate está en el femenino con que se presentaba la cronista Poniatowska, en ese ser subjetivo y emocional. Con distinto foco de interés, aunque no de mirada, Gabriela Wiener acaba de publicar Dicen de mí, un libro de entrevistas que la autora hace a otros para que hablen de ella, retorciendo así esa conquista del yo, del cuerpo y sus reversos alternativos en la que se asienta la totalidad de su obra cronística, literaria y 59

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performática. «A mí durante un tiempo no me molestaba ser la única chica en medio de la banda de tipejos de la crónica o de los escritores Nocilla de Barcelona; desde que el feminismo me abofeteó me parece inadmisible –dice–. Todos los días algún editor o crítico me pregunta cuándo voy a escribir la gran novela que están esperando de mí, aunque no haya dejado de publicar en estos años. Porque eso es lo que me legitimará ante ellos, no mis libros de poemas, ni mis libros de ensayitos, ni mis libros sobre el cuerpo o la maternidad, ni mis performances». Y añade: «Creo que, cuando empiezo a sentirme cada vez más feminista, el anhelo de pertenecer a un canon que ahora mismo no me representa, donde en su mayoría sólo hay hombres y escritoras que les gustan a esos hombres, todo eso tiene menos sentido para mí. Me siento cómoda en lo que hago desde hace unos pocos años, y eso incluye utilizar medios distintos de expresión. Y no acomplejarme más por escribir desde lo personal, en primera persona o sobre mis experiencias. A mí me encantaría que todo lo que hago fuera un continuum artístico y político». Daniel Titinger, autor del mejor perfil biográfico que se haya escrito sobre Julio Ramón Ribeyro, y en preparación de otro sobre el cholo César Vallejo, también actualiza las libertades que se pueden tomar desde la crónica en estos tiempos post Etiqueta Negra. «Nada ha influido tanto en lo que soy ahora como esa revista. Era un asunto casi bíblico, ¿no? Déjalo todo y sígueme. Pero ya no pienso como antes. Escribir es escribir, y eso que escribimos algunos lo catalogan como crónica. Los géneros literarios ahora me tienen sin cuidado. Sólo me gusta que se diga si lo que está escrito ahí es verdad o mentira. Nada de medias verdades ni medias mentiras. Lo que he escrito ha sido catalogado como crónica, y es literatura y es verdad. Quiero decir, escribo historias reales». ¿Dónde está la crónica hoy? En 2004, en la contratapa de un libro de crónicas que no habían aparecido antes en ningún periódico, el novelista Iván Thays escribió: «Considerando la creatividad, el poder de sugestión, la imaginación e incluso la exigencia en la prosa, debemos reconocer que en estos últimos años el verdadero talento literario parece haberse desplazado a la crónica periodística». La crónica peruana está cada vez más ahí, en libros que en su mayoría no son compilaciones de textos previamente publicados en diarios o revistas. En la prensa mainstream, los editores la han vuelto a confinar a donde estuvo después del modernismo: en ninguna parte. Pervive su fama de loca de la casa, pero jibarizada, reducida a la caricatura de nota CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de color escondida entre las páginas de sociedad, espectáculos o deportes. La verdadera mala noticia es que Etiqueta Negra ha dejado de salir. La buena, que en los libros la libertad que ofrece la crónica es doble. Por su excentricidad y su naturaleza camaleónica, siempre habrá alguien poniendo a prueba su potencia experimental, por algo esta palabra está unida a lo que surge de una experiencia. También será la mejor manera de desafiar otra lógica hegemónica, la del dinero. Nadie que se lanza a escribir un libro, de crónicas o de lo que sea, espera ver recompensada su inversión de tiempo y esfuerzo y viajes y horas robadas, por ejemplo, a jugar con un hijo. He ahí otra elección crítica. Otro terreno inestable que empieza a ser tanteado por el cronista peruano del siglo xxi.

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Por Ricardo González Vigil

CUENTOS DE TODAS LAS SANGRES (1992-2017)

Las letras peruanas han dado el mejor narrador de la América colonial: el cuzqueño Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), quien insertó en sus crónicas varias muestras magistrales de relatos breves (mitos, leyendas, anécdotas y cuentos). En el siglo xix, el cuentista más dotado de Hispanoamérica, según el dictamen autorizado de Luis Leal, fue el limeño Ricardo Palma (1833-1919), creador de una modalidad narrativa de notable originalidad, la «tradición», la cual generó decenas de tradicionistas en todos los países de lengua española. Y en el siglo xx, entre los cuentistas hispanoamericanos más admirables, ocupa un sitial cada vez más reconocido internacionalmente el limeño Julio Ramón Ribeyro (1929-1994). De otro lado, el Perú alberga una rica tradición oral y una vigorosa etnoliteratura en lenguas andinas y amazónicas, además del legado afroperuano, vertido en un español reelaborado de forma sabrosa. Tradición oral y etnoliteratura atestiguadas por excelentes recopilaciones, como las que en los últimos veinticinco años han publicado Luis Urteaga Cabrera (Fábulas de la tortuga, el otorongo negro y otros animales de la Amazonia, 1996, y Mitos y leyendas amazónicos, 2003), Cecilia Granadino, en coautoría con Cronwell Jara Jiménez (Las ranas embajadoras de la lluvia y otros relatos, 1996), Gregorio Martínez (Cuatro cuentos eróticos de Acarí, 2003) y Carlos Garayar, en coautoría con Jéssica Rodríguez (Memorias del aire, el agua y el fuego, 2014). Dichas tradición oral y etnoliteratura alimentan, en mayor o menor medida, el lenguaje narrativo, la temática, la sensibilidad y la cosmovisión de numerosos cuentistas peruanos en acCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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tividad en el periodo 1992-2017; y lo hacen en diálogo fecundo (es frecuente su impulso transculturador) con la asimilación que dichos cuentistas efectúan de la literatura escrita en español, más el magisterio artístico de autores de los idiomas más diversos de Europa, América y Asia. Mencionemos los casos destacados de Antonio Gálvez Ronceros, Edgardo Rivera Martínez, Rosa Cerna Guardia, Róger Rumrrill, Juan Morillo Ganoza, Miguel Gutiérrez (en su novela episódica La destrucción del reino, 1992), Laura Riesco (en su novela episódica Ximena de dos caminos, 1994), Gregorio Martínez, Eduardo González Viaña, José Luis Ayala, Óscar Colchado Lucio, Omar Aramayo, Sócrates Zuzunaga y Cronwell Jara Jiménez. Aquí conviene recordar la comunión del Inca Garcilaso con las narraciones orales de los incas y de los conquistadores; la devoción con que el niño Ricardo Palma escuchaba los cuentos y los consejos de una señora «más vieja que el escupir» y la declaración de Ciro Alegría, según la cual le debe más a los narradores orales que a sus escritores preferidos. En consecuencia, el Perú posee uno de los conjuntos más valiosos y culturalmente más multiformes (con la participación de «todas las sangres», para usar la imagen de José María Arguedas) de la cuentística hispanoamericana. Ello puede constatarse en el periodo iniciado en 1992, año en que la captura del cabecilla senderista Abimael Guzmán marcó el declive del sanguinario conflicto armado que asoló el Perú desde 1980, y que fue volviéndose esporádico desde 1995, con rebrotes decrecientes hasta ahora. Año también del V Centenario del Encuentro de Dos Mundos (remite al primer viaje de Cristóbal Colón) y del primer centenario del nacimiento de César Vallejo (de gran resonancia en el Perú), precisamente, la expresión literaria (principalmente poética, complementariamente narrativa, periodística, ensayística y teatral) más genial del encuentro entre las raíces amerindias (en su caso, la sensibilidad andina) y la apropiación transculturadora de los aportes literarios, artísticos e ideológicos del planeta entero. Porque, si algo singulariza al cuento y, en general, a la literatura peruana, es que, en el contexto globalizado y posmoderno de los últimos veinticinco años (marcado por el descrédito de las ideologías políticas luego del derrumbe de los regímenes socialistas que tuvo como eje 1989-1990), exhibe valiosos escritores que comparten la orientación globalizada y/o posmoderna (juzgan que su patria es el lenguaje y no la supuesta «identidad nacional» del país que les corresponde; y que la creación litera63

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ria carece de fronteras en el tiempo y en el espacio) y circulan dentro del mercado editorial internacional. Pero, a la vez, esgrime importantes voces con hondas raíces regionales (andinas, amazónicas, afroperuanas, colonias de ascendencia asiática, verbigracia la nisei y nikkei conformada por descendientes del Japón, sobre todo, de Okinawa), capaces de transculturar los aportes literarios y culturales más diversos, incluyendo los que gozan de difusión globalizada y óptica posmoderna. Añadamos que la narrativa peruana de 1992-2017 ilustra dos procesos comunes a todo el ámbito hispánico: la participación creciente, tanto cuantitativa como cualitativamente, de las mujeres, a tono con la consolidación del feminismo y el reconocimiento en curso de sus derechos. De otro lado, el auge del cuento brevísimo (así todavía prefiere calificarlo C. E. Zavaleta) que recibe la denominación de «microrrelato». Se ha desarrollado en tal magnitud que reclama un tratamiento aparte, como una modalidad autónoma, diversa del cuento propiamente dicho. Con frecuencia resulta una viñeta y no un cuento condensado, colindando con la prosa poética, la divagación o la metaliteratura sin que predomine necesariamente el componente narrativo; debido a ello, no faltan quienes optan (sobre todo, en Argentina) por un término más amplio y laxo: minificción. Valgan estas puntualizaciones para justificar que en este artículo no enfocaremos el microrrelato o la minificción. REPRESENTANTES DE GENERACIONES ANTERIORES LA GENERACIÓN DEL 50

Fundamental en la maduración en el Perú de la «nueva narrativa» (con los recursos y perspectivas del lenguaje narrativo forjado por grandes autores europeos y norteamericanos desde fines del siglo xix y, sobre todo, en 1900-1940), admirablemente pródiga en cuentistas relevantes, siguió brindando memorables libros de cuentos: Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994), consagrado nacional e internacionalmente (aunque el segundo fue un reconocimiento tardío, al final de su existencia, sellado en 1994 con la obtención del mexicano Premio Juan Rulfo y la edición española de sus Cuentos completos) como el máximo cuentista peruano y uno de los más grandes de la literatura en español. Todo un señor del cuento, con textos antologables a lo largo de toda su trayectoria, fechados desde 1949 hasta 1994. Subyuga cómo instala un universo ribeyriano en un corpus muy variado en temas, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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personajes (mayoritariamente urbanos y costeños, pero no faltan los localizados en la Sierra y, en menor medida, la Selva) y tendencias narrativas (del neorrealismo a la literatura fantástica y el relato insólito). Conjuga la maestría en la dosificación de la trama con la agudeza (finos toques de humor) y la profundidad con que retrata la naturaleza humana. En el lapso que enfocamos en este artículo, se publicaron algunos cuentos inéditos (en la edición española de 1994 y en la versión definitiva de La palabra del mudo, 2009), obras maestras de su espléndida madurez artística; y Jorge Coaguila rescató en Ribeyro, la palabra inmortal (1995) sus primeros cuentos, de giro fantástico o insólito, no recogidos en libro. Mencionemos, finalmente, que fue novelista y dramaturgo no exento de interés y cultor sobresaliente del ensayo, el diario íntimo y la creación sin fronteras discursivas que él mismo denominó Prosas apátridas. Carlos Eduardo Zavaleta (Caraz, 1928-Lima, 2011), el más versátil de su generación en la temática (dominan lo rural y lo urbano) y la exploración de las técnicas narrativas y el que mejor ha tomado el pulso a las transformaciones vividas por el Perú a lo largo de más de medio siglo, atento a la conexión entre las vivencias psíquicas de sus personajes y el entorno histórico-social. Un conjunto soberano es El padre del Tigre (1993), el cual toma el título de un cuento sobre el progenitor de uno de los principales líderes senderistas. Abundan los cuentos perdurables en el material inédito de sus Cuentos completos (dos volúmenes, 1997), Abismos sin jardines (1999) y Baile de sobrevivientes (2007). Cultivó con acierto también la novela (una cumbre: Pálido, pero sereno, 1997), la novela corta y el «cuento brevísimo». Oswaldo Reynoso (Arequipa, 1932-Lima, 2016). Su primer libro (Los inocentes, 1961) es uno de los más significativos del neorrealismo peruano; un hito en la expropiación de la rebelión y la delincuencia juveniles (utiliza con destreza el monólogo interior y el lenguaje desinhibido y replanesco, antes de la novela La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa). Formó parte del grupo de la revista Narración (1966-1974), el cual propulsó una narrativa anticapitalista y comprometida con las causas populares, pero preocupada por el esmero artístico y el retrato complejo de la condición humana sin el esquematismo del realismo socialista. Luego de una larga estancia en la República Popular China, retornó al Perú en los años noventa y nos entregó, en el cuento, dos joyas de intenso lirismo (con sesgos fantásticos y oníricos), 65

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donde plasmó una utopía erótica que celebra el goce sin barreras de género, raza y clase social: En busca de Aladino (1993) y El goce de la piel (2005). También rescató, corregidos, cuentos escritos en los años sesenta: Las tres estaciones (2006). Antonio Gálvez Ronceros (Chincha, 1932). Orfebre de la palabra, dueño de una plasticidad y una musicalidad verbales de primer orden, revive con sazonado humor el placer de fabular de los narradores orales. Con Los ermitaños (1963) y, sobre todo, Monólogo desde las tinieblas (1975), retrató desde adentro –por primera vez en las letras peruanas– el campesinado mestizo de la Costa, con especial intervención de la población afroperuana, con su modo de hablar, su sensibilidad, su picardía y su sabiduría. Seres marginados por los prejuicios racistas y clasistas (cual si carecieran de voz, incomunicados: por eso resultan ermitaños, por eso monologan desde una oscuridad que no es sólo la de su piel) de un Estado capitalista (criollo, occidentalizado) al que zahiere, en concordancia con su participación en el mencionado grupo de la revista Narración. Recientemente, ha cincelado un volumen magistral en todas sus narraciones, ostentando una comunión total con el humor carnavalizador del pueblo (en el sentido que Bajtín delimita, a propósito de Rabelais; a tal punto, que quiebra el realismo respetado por sus libros anteriores), a cargo de los mestizos de su región natal: La casa apartada (2016). De otro lado, le debemos uno de los mejores libros peruanos de crónicas y anécdotas: Aventuras con el candor (1989). Otros cuentistas de interés son Rosa Cerna Guardia, quien destaca en la narrativa para niños y la reelaboración de la tradición oral; Armando Robles Godoy, reconocido cineasta al que no se lo reconoce todavía como cuentista, y Luis Rey de Castro. DE LOS AÑOS SESENTA A LOS AÑOS SETENTA

En la poesía, no en la narrativa, se ha generalizado la distinción entre las generaciones del sesenta y del setenta (más exacto sería señalar un hito en el 68, conforme proponen Alberto Flores Galindo y Marco Martos). Aquí optamos por considerar en bloque el marco de agitación revolucionaria, contestataria y/o contracultural de 1960-1975: revolución urbana, Revolución Cultural china, Mayo francés, Primavera de Praga, panteras negras, hippies y similares, radicalización del feminismo, etcétera; en el Perú, los levantamientos campesinos y las tentativas guerrilleras de 1960-1967 (año de la muerte del Che Guevara en Bolivia) y CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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el Gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas, encabezado en 1968-1975 por el general Juan Velasco Alvarado. Un marco al que siguió (en Chile, desde la caída de Salvador Allende en 1973; en el Perú, desde 1975, cuando el general Francisco Morales Bermúdez reemplazó a Velasco Alvarado) un periodo de represión dictatorial y antirrevolucionaria y de difusión de la economía de mercado neoliberal. En ese contexto se produjo el boom de la novela (el cuento apenas se mencionaba, a pesar de su esplendor en autores mayores como Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti y Juan Rulfo y del cultivo brillante que recibió de Julio Cortázar y Gabriel García Márquez) hispanoamericana durante 1960-1970, entre cuyas figuras centrales se encuentra el premio Nobel peruano Mario Vargas Llosa (novelista mayúsculo, el que ostenta el mayor número de novelas magistrales en Hispanoamérica, y cuentista de cierto interés, sobre todo, si tenemos en consideración los relatos, bastante autónomos en su trama, insertos en La tía Julia y el escribidor, El hablador y Elogio de la madrastra). En ese contexto hubo igualmente una tendencia que subrayaba las raíces latinoamericanas y el compromiso con las causas (y las tradiciones culturales) del pueblo y que fustigaba el componente comercial y cosmopolita del boom, tendencia detectable en creadores y críticos de diversos países (en particular, Cuba, Argentina y Uruguay) que encontró una formidable expresión peruana en el grupo de la mencionada revista Narración. Además, desde 1968 hasta 1970 se fue gestando el llamado posboom narrativo que se expandió en los años setenta. Resaltemos de ese periodo fecundo y decisivo para la narrativa en español a los cuentistas que han efectuado aportes descollantes entre 1992 y 2017. Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939), el más exitoso narrador peruano del posboom hispanoamericano y uno de sus exponentes más valiosos y originales, dueño de un estilo inconfundible (que reelabora la oralidad urbana y combina las referencias a la alta cultura con la cultura de circulación masiva) y un humorismo entrañable, de factura tragicómica. Su dedicación principal a la novela (con frutos soberanos: Un mundo para Julius, 1970, y La vida exagerada de Martín Romaña, 1981) no le ha impedido tejer cuentos notables desde su primer libro de 1968. Cabe consignar aquí el trasfondo autobiográfico (conectable con sus Antimemorias de 1993 y 2005) de su personalísima Guía triste de París (1999), con una «ciudad luz» a la que se le «han quema67

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do los plomos» (así opina Martín Romaña), a tono con la famosa canción Pobre gente de París, y, sobre todo, un volumen que corona su prosa envolvente, obsesiva y a borbotones: La esposa del Rey de las Curvas (2009). Edgardo Rivera Martínez (Jauja, 1935), uno de los mejores novelistas (dos obras maestras: País de Jauja, 1993, y Libro del amor y de las profecías, 1999) y, a la vez, uno de los mejores cuentistas peruanos, tanto en su vertiente creadora andina (ligada al neoindigenismo y el realismo maravilloso) como en la ambientada en Lima (onírica y fantástica). Prosista eximio, de intensa vibración poética y estilo inconfundible (ya maduro en sus libros del periodo 1974-1979), nos entregó Danzantes de la noche y de la muerte y otros relatos (2006). Miguel Gutiérrez (Piura, 1940-Lima, 2016). Como él muy pocos en el mundo han celebrado, en sus ensayos, el poderío de la novela y enarbolado el deseo de explorar todas las formas novelescas posibles. Limitémonos aquí a celebrar la summa novelística que es su obra cumbre, La violencia del tiempo (1991), así como el carácter totalizante de otra obra maestra: El mundo sin Xóchitl (2001). Aunque no se dedicó a enhebrar volúmenes de cuentos, varias de sus novelas (en particular, La destrucción del reino, 1992, y Babel, el paraíso, 1993, además de las dos mencionadas arriba) albergan relatos con autonomía narrativa (con frecuencia, reelaborando la tradición oral piurana, tanto del pueblo como de la clase dominante), con joyas inolvidables como el «Cantar de la Zarca» (de La destrucción del reino) y las vidas imaginadas de los personajes de Babel, el paraíso. El propio Gutiérrez seleccionó relatos protagonizados por mujeres en el libro Cinco historias de mujeres y otra sobre Tamara Fiol (2006). Dirigió la revista Narración y encarna cabalmente una narrativa completa y plural (distante del realismo socialista) que se nutre del neorrealismo, el realismo maravilloso, la literatura fantástica y la narración insólita y que asume una óptica revolucionaria a favor de las mayorías explotadas. Gregorio Martínez (Coyungo, Nasca, 1942-Lima, 2017). Formó, asimismo, parte de la revista Narración. Es uno de los mayores artistas de la prosa en las letras peruanas, de estilo personalísimo (rítmico-encantatorio, con el ingenio y la sabiduría campesina de la tradición popular), que dinamita los límites usuales entre cuento, novela, testimonio, ensayo y artículo enciclopédico: Canto de sirena (1997), Biblia de guarango (2001), Libro de los espejos. Siete ensayos a filo de catre (2004) y Diccionario abracaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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dabra. Ensayos de abecedario (2009). No obstante, además de su notable primer libro (Tierra de caléndula, 1975), que comparte con Antonio Gálvez Ronceros la proeza artística de dar voz a la población afroperuana (cuya tradición oral acoge en Cuatro cuentos eróticos de Acarí, 2004), ha burilado cuentos de filigrana verbal en los últimos veinticinco años, que se encuentran dispersos (como «Guitarra de palisandro», ganador del Premio Copé de Oro 2002). Augusto Higa Oshiro (Lima, 1946) también formó parte de la revista Narración. Heredero del neorrealismo, muy joven (desde 1968, ganando premios y publicando Que te coma el tigre, 1977) mostró su pericia verbal y consistencia narrativa retratando a los adolescentes según la óptica machista, desenfadada y sin escrúpulos morales del criollo limeño. Luego de fracasar en su tentativa de radicar en el Japón (1990-1991), donde descubrió que era peruano, culturalmente mestizo (nisei y no japonés), regresó al Perú y plasmó sus obras más admirables y hondas, protagonizadas por japoneses que se aferran a su cultura oriental y deambulan sin integrarse a Lima: los cuentos de Okinawa existe (2013, Premio de la Asociación Peruano-Japonesa) y las novelas cortas La iluminación de Katzuo Nakamatsu (2008) y Gaijin (2014). Roberto Reyes Tarazona (Lima, 1947), integrante de la revista Narración. Su óptica realista ha ido ganando en complejidad y multiplicidad de niveles narrativos en los libros de cuentos del periodo que examinamos: En corral ajeno (1992), La torre y las aves (2002) y, con una formidable madurez artística, en Composición en sombras (2017). Este último libro recorre lugares y personajes muy variados del mosaico peruano y conjuga el desenlace sorpresivo con un final abierto, cargado de sugerencias inquietantes. Fernando Ampuero (Lima, 1949). Con cuentos memorables desde su primer libro (de 1972), introdujo en el Perú las lecciones del policial negro norteamericano, la beat generation y la contracultura juvenil de los años sesenta y setenta. Maduró contundentemente en los noventa, con dos libros que destacan entre lo mejor de esa década en Hispanoamérica: Malos modales (1994) y Bicho raro (1996). Posteriormente, ha acrecentado su cosecha de cuentos de alto voltaje expresivo con Mujeres difíciles, hombres benditos (2005) y Fantasmas del azar (2010). Luis Enrique Tord (Lima, 1942-2017). Conocido como historiador y poeta desde los años sesenta, se encumbró en los 69

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años ochenta como un cuentista originalísimo que acuñó una modalidad narrativa propia, a la que ha denominado «revelaciones» (en el volumen que reúne su narrativa breve, en 2011). En ella transgrede los límites entre la verdad histórica y la ficción: alcanza –de un lado– una verosimilitud tan convincente que el lector la conceptúa una verdad comprobada por la investigación efectuada por el autor (con fama bien ganada de historiador) y da a conocer –de otro lado– iluminaciones (es decir, revelaciones) de verdades ideales o esenciales de la trayectoria histórica del Perú bajo los Austria (siglos xvi-xvii). Abundan los textos antologables en Oro de Pachacamac (1985), Espejo de constelaciones (1991) y Fuego secreto (2005). Añadamos que es el cultor peruano más destacado de la novela histórica, gracias a una saga de cuatro obras iniciada en 1998. Rodolfo Hinostroza (Lima, 1941-2016) es uno de los escritores hispanoamericanos que mejor ha dominado todos los géneros literarios, con piezas sobresalientes en cada uno de ellos: poesía (uno de los más grandes de la lengua española en los fecundos años sesenta y setenta), novela, teatro y ensayo (de una versatilidad asombrosa: reflexión literaria y estética, astrología y gastronomía). Como cuentista (ha ganado el francés Premio Juan Rulfo de 1987), le debemos uno de los mejores volúmenes de literatura fantástica en español: Cuentos de Extremo Occidente (2002). Róger Rumrrill (Iquitos, 1938). En sus libros de cuentos (Vidas mágicas de tunchis y hechiceros, 1983, El venado sagrado, 1992, y La anaconda del Samiria, 1997) y en su novela (La virgen del Samiria, 2012) más que en sus poemas (de los años sesenta y setenta) retrata la selva desde dentro, haciendo suyas sus creencias real maravillosas y necesidades sociales, económicas, políticas y culturales. En sus ensayos, crónicas, reportajes, antologías y artículos periodísticos viene desplegando desde hace más de medio siglo una abnegada cruzada para salvar la Amazonia de la marginación social y cultural y para difundir su riqueza natural y étnica, amenazada por la voracidad de las transnacionales capitalistas. Laura Riesco (La Oroya, 1940-Maine, Estados Unidos, 2008). Sus dos novelas (de 1978 y 1994) y sus cuentos (pocos y dispersos, pero antológicos, centrados en el choque cultural de los migrantes latinoamericanos en Estados Unidos) la erigen como la mejor narradora de las letras peruanas y, aunque poco conocida internacionalmente, como una de las más admirables CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de la literatura hispanoamericana. Su gran novela Ximena de dos caminos (1994) posee una factura episódica, de manera tal que varios de sus capítulos pueden leerse como cuentos, debido a la marcada autonomía de la trama narrada en ellos. Con intensidad poética y sutileza narrativa, poseen rasgos de lo real maravilloso (el «camino» mítico-mágico del Ande y el «camino» de Occidente, con sus cimientos en la mitología grecorromana) y del realismo de la novela de aprendizaje, sin faltar un final fantástico y metaliterario. Otros cuentistas de interés son Eduardo González Viaña, Juan Morillo Ganoza, José B. Adolph y Harry Belevan. TIEMPOS VIOLENTOS: 1980-1992

En 1979 y 1980 ocurrieron acontecimientos que variaron radicalmente el marco sociopolítico y económico: la vuelta a la democracia luego de la Constitución de 1979 y, en 1980, el inicio de la espiral de violencia desatada por el fuego cruzado del terrorismo (protagonizado por Sendero Luminoso y, en menor medida, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru [MRTA]) y los excesos represivos de las fuerzas del orden. Una guerra sucia que fue insensibilizando a la población (ya nada llamaba la atención, saturada la capacidad de indignación y de repudio, así como de respuesta humanista ante la sangre derramada; desgaste de nociones otrora respetables: orden, legalidad, justicia y revolución). Valientemente, desde esos mismos años, desnudaron los horrores del conflicto armado los cuentos de Julián Pérez (hermano de un líder senderista, autor de cuentos estimables: Hildebrando Pérez Huarancca), Luis Nieto Degregori, Óscar Colchado Lucio y Dante Castro Arrasco; añádanse la reelaboración mítica ritualizada por Julio Ortega en la novela corta ¡Adiós, Ayacucho!, la exacerbación apocalíptica de Mario Vargas Llosa en su novela Historia de Mayta y el material subversivo que aborda Miguel Gutiérrez en Hombres de caminos y en el fresco poliédrico de La violencia del tiempo. Otra plaga asoló el país: el ritmo inflacionario creciente que devino en hiperinflacionario durante el régimen de Alan García Pérez (1985-1990, lapso en que también el conflicto armado se tornó hiperviolento e incontrolablemente genocida) y que desarticuló las frágiles instituciones nacionales, tornándolas inoperantes e insuficientes, desbordadas por la miseria extrema, la migración y la emigración aluviónicas, la informalidad económica y cívica, el narcotráfico, el contrabando y la corrupción generalizada. 71

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Este panorama alimentó el desencanto (Guillermo Niño de Guzmán califica a su generación, la del ochenta, como «una generación del desencanto»), en una línea ya transitada por el posboom y el clima antiutópico que, según señalamos, se instaló desde 19731975, relacionable con la llamada posmodernidad. Frente a esa tendencia, también la óptica esperanzada y afirmativa (de la riqueza de nuestro sincretismo cultural y/o el potencial revolucionario del pueblo no encasillable dentro de las directivas terroristas): las nuevas voces de Cronwell Jara, Luis Fernando Vidal, Pilar Dughi, Samuel Cárdich, J. Pérez, L. Nieto Degregori, Ó. Colchado, D. Castro Arrasco y Arnaldo Panaifo, más los debutantes como cuentistas L. E. Tord y R. Rumrrill. A contracorriente del clima desarticulador reinante, brotaron numerosos narradores de interés (la mayoría más dotados para el cuento que para la novela), iniciándose un proceso de efervescencia cuentística que se acrecentaría en las décadas siguientes, propiciado por el estímulo de importantes concursos de cuento (el principal, el Premio Copé, de Petróleos del Perú-Petroperú, por primera vez convocado en 1979 y entregado en 1980; otros descollantes: El Cuento de las Mil Palabras de la revista Caretas, el de la Asociación Nisei, luego Asociación Peruano-Japonesa, y el que durante unos años organizó la Municipalidad de Lima), la labor de los talleres de cuento y los sellos editoriales consagrados a nuestros escritores, las revistas y las antologías regionales (los focos más activos en los años ochenta: Lima, Huánuco, Cuzco, Piura, Huancayo e Iquitos) y el apoyo generoso a las ediciones literarias que realizó el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONCYTEC) durante el Gobierno aprista de 1985-1990. Resaltemos los cuentistas más talentosos que han seguido ofreciendo entre 1992 y 2017 textos sobresalientes: Cronwell Jara Jiménez (Piura, 1950) es el cuentista de su generación con mayor variedad de recursos narrativos y versatilidad para retratar todas nuestras sangres. Su prosa envolvente y encantatoria, de alto voltaje tanático y desgarradoramente celebratoria de la maravilla de existir, en comunión con la naturaleza circundante y las milenarias raíces colectivas, maduró artísticamente desde su primer cuento publicado («Hueso duro», 1980) y una de las mejores narraciones de la literatura peruana: Montacerdos, 1981. Cultiva, con pareja maestría, el neoindigenismo de óptica real maravillosa (Don Rómulo Ramírez, cazador de cóndores, 1990; Agnus Dei, 1994, e Intik’a: de cómo la isla de Taquile no fue antes una isla sino una montaña altísima que se llamaba Intik’a/Recomposición CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de las voces de los Machu Kuna, los más ancianos y sabios de la isla de Taquile, 1995, además de su labor como compilador de la tradición oral, en coautoría con su pareja Cecilia Granadino); el retrato desde dentro, también con su componente real maravilloso, de la población afroperuana, recreando los siglos que padeció esclavitud (Babá Osaím, cimarrón, ora por la santa muerta, 1990); y se yergue como el primero que consigue narrar desde dentro las vivencias de los asentamientos humanos (o barriadas) azotados por la pobreza extrema, la falta de servicios básicos, la delincuencia desembozada y las violentas incursiones del Estado para que desalojen las tierras que informalmente ocupan (el citado Montacerdos, los volúmenes de cuentos Cabeza de Nube y las trampas del destierro, 2006, y Dos Cristos, 2015; la novela corta Faite, 2016, y la novela Patíbulo para un caballo, 1989, corregida en 1995). Además, es un poeta de consideración y un gran conductor de talleres de escritura en todo el país que ha ejercido un importante magisterio en las tres últimas décadas. Cecilia Granadino (Lima, 1943) suele ser conocida por sus cuentos infantiles y sus recopilaciones de tradición oral (Cuentos de nuestros abuelos quechuas, 1993; Cuando el sol ríe y otros cuentos peruanos, 1998, y, en coautoría con su pareja Cronwell Jara, Las ranas embajadoras de la lluvia y otros relatos. Cuatro aproximaciones a la isla de Taquile, 1996). Pero también merece ser reconocida por los cuentos nacidos de su imaginación, en los que resplandece la expresividad de la oralidad popular y una óptica rebelde y cuestionadora, a la par que vitalmente apasionada y soterradamente tierna: Con harta vergüenza (1990) y, sobre todo, Un hombre sentado en la banca de mis ilusiones (2016), un libro en el que ha alcanzado la madurez artística. Óscar Colchado Lucio (Huallanca, Ancash, 1947) alcanzó la madurez creadora con uno de los mejores cuentos del Perú, una cumbre del español quechuizado (en la línea de José María Arguedas y Eleodoro Vargas Vicuña) y de la narración histórica según la versión de los insurgentes vencidos: «Cordillera Negra» (1984). Aborda el conflicto armado desde una cosmovisión mítica de raíces andinas en los cuentos de Hacia el Janaq Pacha (1989) y la novela Rosa Cuchillo (1997); añádase la solidaridad con las mayorías sometidas y deseosas de otro orden social en La casa del cerro El Pino (2003, el cuento que da título al volumen ganó en Francia el Premio Internacional de Cuentos Juan Rulfo 2002). Sobresale, de otro lado, como uno de los autores más destacados de la narrativa para niños y jóvenes. 73

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Guillermo Niño de Guzmán (Lima, 1955). Con un amplio conocimiento de la literatura contemporánea, en especial la norteamericana (aprovechado lector de Hemingway y Salinger), se reveló desde su primer libro (Caballos de medianoche, 1984) como uno de los mejores cuentistas de su generación, a la que dedicó una antología relevante: En el camino (1986). Su lenguaje preciso y cargado de sugerencias, de tendencia neorrealista, recoge la angustia y el desencanto de un Perú a la deriva y una humanidad en crisis, óptica ratificada en sus cuentos posteriores: Una mujer no hace un verano (1995) y Algo que nunca serás (2007). Dante Castro Arrasco (Callao, 1959) comparte con Cronwell Jara Jiménez la capacidad para retratar todas las sangres del Perú y abarca como nadie en su generación las tres grandes regiones del país: Costa, Sierra y Selva. Amplio mural que debe tanto al realismo maravilloso (sobre todo, al mostrar la población amazónica y la afroperuana) como al neorrealismo urbano. En sus cuentos campea la violencia (contra las fieras selváticas, los familiares perversos y el orden sociopolítico injusto) y el culto al coraje (personajes rebeldes e incluso terroristas), en una especie de ética heroica conectable con Hemingway y Ciro Alegría. Alcanzó destreza artística a partir de su segundo libro de cuentos (Parte de combate, 1991), ratificada en Tierra de pishtacos (1992, primer premio de cuento de Casa de las Américas), Cuando hablan los muertos (1997), Prosas paganas (2004) y Gordas al amanecer (2014). Pilar Dughi (Lima, 1956-2006). Dotada para el cuento y la novela, cultivó con acierto el neorrealismo y, a la vez, la literatura fantástica. Ahondó en la psicología de sus personajes y la impronta del marco económico y político, atenta a la experiencia cotidiana y la simbología cultural en temas y contextos sociales muy diversos. Sus libros de cuentos son La premeditación y el azar (1989), Ave de la noche (1996), La horda primitiva (2006) y la compilación Todos los cuentos (2017). Fernando Iwasaki (Lima, 1961) goza de reconocimiento internacional como uno de los mejores cuentistas no sólo peruanos, sino hispanoamericanos, de su generación. Se impone ampliar esa valoración y consagrarlo como uno de los mayores prosistas (orfebre verbal de un ingenio y perspicacia fuera de lo común, así como un mirador al que nada de lo humano le es ajeno) actuales del idioma, por sus ensayos, prólogos, artículos y selecciones de diversos escritores (a los que rescata o revalora con brillo y amena erudición), su hilarante novela corta histórica Neguijón (2005), su entrañable novela episódica (varios capítulos poseen monotonía en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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la trama narrada) Libro de mal amor (2001), su celebrado libro de microrrelatos de horror (Ajuar funerario, 2004) y sus deliciosos libros de cuentos (históricos, eróticos, policiales, metaliterarios, etcétera): Tres noche de corbata y otros cuentos (1987), A Troya, Helena (1991), Inquisiciones peruanas, donde se trata en forma breve y compendiosa de los negocios, embustes, artes y donosuras con que el demonio inficiona las mentes de incautos y mamacallos (1994), Un milagro informal (2003), Helarte de amar (2006), España, aparta de mí estos premios (2009) y Papel carbón. Cuentos 1983-1995 (2012). Carlos Herrera (Arequipa, 1961) domina el microrrelato, la viñeta miscelánea, el cuento y la novela e instala un universo creador de gran coherencia estilística, marcadamente personal (conexión subrayada en la graduación cromática de los títulos de sus novelas: Blanco y negro, 1995, Gris, 2004, y Claridad tan obscura, 2011), por lo que destaca como uno de los mejores artistas de la prosa en las actuales letras peruanas. Con ingenio, sutileza (de contundente potencial crítico para desnudar los engranajes sociales y políticos y los artificios ideológicos) y logrado humor, renueva la rica herencia literaria y cultural de las fábulas y las parábolas, los mitos y los diálogos filosóficos, las sátiras y las parodias. Ha publicado los libros de cuentos Morgana, del amor y otros cuentos (1988), Las musas y los muertos (1997), Crueldad del ajedrez (1999, contiene también microrrelatos) y la obra maestra titulada Historia de Manuel de Masías, el hombre que creó el rocoto relleno y cocinó para el diablo (2005); los microrrelatos de Crónicas del argonauta ciego (2002) y un álbum misceláneo (lírico, narrativo, ensayístico y autobiográfico) de rigurosa organicidad temática: Dime, monstruo (2014, con ilustraciones de José Tola). Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, 1964). Internacionalmente, se lo sitúa entre los novelistas hispanoamericanos más destacados de su generación: luego de su sólida «trilogía política» neorrealista de 2002-2007, ha devenido en un importante cultor de la novela histórica (Un asunto sentimental, 2012, y El enigma del convento, 2014). Aquí invitamos a reconocerlo también por sus valiosos aportes al cuento, desde su primer libro (Cuentario y otros relatos, 1989) hasta La noche de Morgana (2005), con textos magistrales como el que da título al volumen, que instala una atmósfera tanática, asfixiante, connotando la violencia política padecida por el Perú. De otro lado, resaltemos su trayectoria como director de talleres de narrativa, primero en Lima (durante los años ochenta), 75

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luego en Tenerife (1991-2002) y, después, teniendo Madrid como eje de sus actividades, en diversos países (Estados Unidos, Francia, China, etcétera). Otros cuentistas de interés: Carlos Calderón Fajardo, Alonso Cueto (ampliamente conocido como novelista, ganador del Premio Herralde), Carlos Schwalb Tola, Alfredo Pita, Luis Nieto Degregori, Enrique Rosas Paravicino, Samuel Cárdich, Jorge Valenzuela, Zein Zorrilla y Arnaldo Panaifo Texeira. NUEVOS NARRADORES AÑOS 1992-1999

Aumentó el estímulo de los certámenes de cuento, los talleres de narrativa y la atención de los sellos editoriales a nuevos autores, lo cual redundó en una cosecha creciente de libros de cuentos, actuando como focos narrativos Lima, Piura, Cuzco, Huánuco, Huancayo e Iquitos. Mención aparte reclama el factor que más favoreció el interés de los lectores y, de manera consecuente, del mercado editorial por la narrativa peruana de esos años: se vivió un momento excepcionalmente fructífero en novelas perdurables. Nunca antes el Perú tuvo tantos novelistas en actividad; en la mayoría de los casos, en creatividad ascendente. Junto con los consagrados de forma internacional Vargas Llosa y Bryce Echenique, y los autores de otras generaciones con trayectoria destacada (Miguel Gutiérrez, Edgardo Rivera Martínez, Carlos Eduardo Zavaleta, Oswaldo Reynoso, Juan Morillo Ganoza, Gregorio Martínez, Luis Enrique Tord, José Antonio Bravo, Marcos Yauri Montero, José Hidalgo, José B. Adolph, Rodolfo Hinostroza, Fernando de Trazegnies, Carlos Villanes Cairo, Laura Riesco, Jorge Díaz Herrera, Enrique Rosas Paravicino, Fernando Ampuero, Alonso Cueto, Óscar Colchado Lucio, Augusto Higa Oshiro, Mario Bellatin, Alfredo Pita, Pilar Dughi, etcétera), se dieron a conocer novelistas de interés: Óscar Malca, Oswaldo Chanove, Fietta Jarque, Teresa Ruiz Rosas, Carmen Ollé, Patricia de Souza, Abelardo Sánchez León, Peter Elmore, Enrique Planas, etcétera; ahí surgió el novelista más mediático (exitoso en ventas y escándalos como ninguno) de esa nueva hornada: Jaime Bayly (Premio Herralde). Por su contribución al cuento, descuellan los siguientes autores. Jorge Ninapayta de la Rosa (Nasca, 1957-Lima, 2014) cosechó numerosos premios desde 1992, tanto nacionales como internacionales (mencionemos el francés Premio Juan Rulfo de 1998), CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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sin apremio alguno, y maceró sus recursos hasta alcanzar la excelencia ansiada: aguardó hasta los cuarenta y tres años de edad para obsequiarnos su primer libro de cuentos (Muñequita linda, 2000) y el segundo recién se publicó de forma póstuma (El arte verdadero y otros cuentos, 2015). Prácticamente todos sus textos resultan memorables por el ingenio, el soterrado y fino humorismo y la perfección estilística de su prosa. Merece un lugar entre los maestros hispanoamericanos, con tramas sorprendentes e insólitas, a cargo de personajes maniáticos o grotescos, pero de entrañable calor humano. Enrique Prochazka (Lima, 1960) posee un dominio excepcional de la prosa y una poderosa imaginación de orientación fantástica, parabólica y/o metaliteraria, la cual reelabora con hondura y originalidad un legado literario de acusada complejidad –tanto verbal como simbólica–, desde el nivel alegórico de los poemas homéricos hasta el Joyce más difícil (Finnegan’s wake) y el Borges más fabulador. Ha cincelado los cuentos de Un único desierto (1997) y Cuarenta sílabas, catorce palabras (2005), además de la novela corta Casa (2004). Selenco Vega Jácome (Lima, 1971) ganó precozmente importantes certámenes peruanos de poesía y de cuento. El talento narrativo que apunta en su primer libro de cuentos (Parejas en el parque y otros cuentos, 1998) ha madurado espléndidamente en su novela corta Segunda persona (2009; enlaza el punto de vista de la segunda persona gramatical con la dualidad sexual) y tiene como resultado uno de los mejores libros de cuentos del siglo xxi en Perú, inmerso en los lados ocultos de las relaciones humanas, ora irónicamente cínico, ora entrañablemente desgarrador: El japonés Fukuhara (2017). Claudia Ulloa Donoso (Lima, 1979). Desde muy joven (a los dieciséis años ganó su primer concurso nacional de cuento) se ha revelado como una de las voces más talentosas y originales de la nueva narrativa no sólo peruana, sino de la lengua española en general. Posee un mundo propio, con una imaginación libérrima, nutrida por el flujo onírico (herencia surrealista, expresionista, literatura del absurdo, etcétera), la literatura fantástica y la prosa poética simbolista; todo ello con el dinamismo que posibilita internet con su simultaneidad caleidoscópica de «ventanas» por abrir. Sus libros publicados son El pez que aprendió a caminar (2006, cuentos y microtextos), Séptima madrugada (2007, blog con poemas en verso y en prosa, microrrelatos, meditaciones al modo de una bitácora, etcétera) y Pajarito (2015, cuentos y microficción). 77

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José de Piérola (Lima, 1961) ganó varios concursos nacionales e internacionales de cuento en 1998-2000 (entre ellos, el XII Premio Internacional y Comarcal de Cuentos Max Aub, en 1998) e inició una notable producción de cuentos y novelas de amplio registro en temas y tendencias creadoras: va de la narrativa realista (retrata sin esquematismo ideológico la violencia política, descollando los cuentos de Sur y norte, 2001, y las novelas Un beso del infierno, 2001, y El camino de regreso, 2007) al relato insólito, patológico y metaliterario, sin faltar la magia milyunnochesca (una joya es la novela Shatranj: el juego de los reyes, 2005). Otros cuentistas de interés: Teresa Ruiz Rosas, Leyla Bartet, Carmen Ollé, Giovanna Pollarolo, Isabel Córdova Rosas (literatura infantil), Marco García Falcón, Iván Thays, Ricardo Sumalavia (maestro del microrrelato), Gustavo Rodríguez, José Donayre Hoef­ken, José Güich Rodríguez, Yuri Vásquez, Mario Guevara y Sergio Galarza. SIGLO XXI

Luego de la abundancia de novelas valiosas en los años noventa, la mayoría compuestas por narradores surgidos en décadas anteriores, el siglo xxi ha fructificado en una notable generación u hornada de escritores nacidos en la década de los años setenta (según Miguel Gutiérrez, desde aproximadamente 1968) y comienzos de la siguiente década, con autores que ya están gozando de renombre internacional, en particular, Daniel Alarcón, Santiago Roncagliolo, Renato Cisneros, Jeremías Gamboa, Diego Trelles Paz y Carlos Yushimito. El mejor estudio panorámico sobre ellos lo ha hecho Gutiérrez; recomendamos también la caracterización que brinda Trelles Paz de esta generación a nivel hispanoamericano en el prólogo a su antología El futuro no es nuestro. Los estímulos aumentaron de forma considerable: no sólo más concursos de cuento regionales y nacionales y talleres de escritura, sino una proliferación de nuevos sellos editoriales (dedicados preferentemente a escritores peruanos) y ferias del libro en diversos distritos de Lima y a lo largo y a lo ancho del país. Los focos principales, además de la capital, son Arequipa, Puno, Cuzco, Trujillo, Huancayo, Chimbote y Piura. Estamos ante una generación con aportes relevantes a la novela y, en mayor medida, al cuento: Alexis Iparraguirre (Lima, 1974). Hasta ahora, sobresale como el cuentista con mayor madurez artística y registro creador más versátil para explorar posibilidades expresivas diversas: reaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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listas, simbólicas, fantásticas, metaliterarias, etcétera. Tanto en el Inventario de las naves (2005) como en El fuego de las multitudes (2016), entreteje múltiples ángulos sobre los haces temáticos de cada volumen, de modo tal que el todo adquiere una organicidad superior a la mera suma de las partes. Puede constatarse que El fuego de las multitudes resplandece entre lo más perdurable de la narrativa actual en español. Daniel Alarcón (Lima, 1977) es el más importante narrador peruano que escribe en inglés (un inglés «hispanizado»), seleccionado en 2007 por la revista Granta (Londres) entre los mejores jóvenes novelistas estadounidenses nacidos después de 1970 y, en 2010, por la revista The New Yorker entre los veinte escritores norteamericanos más prometedores. Radica en Estados Unidos (viajó ahí a los tres años de edad), pero nunca ha roto sus lazos con Perú (ha vivido en el distrito limeño más populoso: San Juan de Lurigancho). Desde 2011 conduce Radio Ambulante, un periodismo narrativo, con audio en español, donde periodistas-escritores cuentan historias de los países latinoamericanos. A partir de una base realista, sus narraciones refractan (de modo expresionista o simbólico, con frecuencia con rasgos del relato insólito o de anticipación distópica) la violencia cotidiana y/o el terrorismo (tanto el peruano como la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York), con una óptica sumamente corrosiva en contra de la injusticia que genera la globalización de la economía de mercado. Sus libros de cuentos son War by Candlelight (2005, traducida como Guerra a la luz de las velas, 2006) y El rey siempre está por encima del pueblo (2009). También es un formidable autor de crónicas y perfiles periodísticos. Carlos Yushimito (Lima, 1977). En 2010 la revista británica Granta lo seleccionó entre los veintidós mejores narradores en lengua española menores de treinta y cinco años. Posee un universo creador propio, nutrido por la libertad imaginativa de la óptica infantil y/o juvenil, entre lúdica y pesadillesca. Sutilmente, entre líneas, sugiere lo desconocido o censurado (casi siempre ominoso, oscuro) de la existencia. Sus libros de cuentos son El mago (2004), Las islas (2006), Madureira sabe (2007), Lecciones para un niño que llega tarde (2011, antología personal) y Los bosques tienen sus propias puertas (2013). Jeremías Gamboa (Lima, 1975), heredero de lo mejor del neorrealismo (prosa precisa y dosificadamente expresiva, agudeza crítica para conectar la compleja psicología de los personajes con el entorno social y económico, vigoroso retrato de las ilusio79

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nes pérdidas y la educación sentimental de personajes de edades y condiciones sociales diversas), plasmó un libro de calidad pareja en todos sus cuentos: Punto de fuga (2007); y una novela de aprendizaje de notable calidez vivencial, difundida internacionalmente: Contarlo todo (2013, premio español Tigre Juan, en 2014). Diego Trelles Paz (Lima, 1977) se dio a conocer con una obra a mitad de camino entre el libro de cuentos y la articulación novelesca: Hudson el redentor (y otros relatos edificantes sobre el fracaso), 2001. Ha desplegado un poliédrico realismo (con muchas referencias literarias, cinematográficas y musicales) de exacerbada hiperviolencia, con un virtuosismo técnico fuera de serie (el clímax es su novela Bioy, ganadora del Premio Francisco Casavella 2012 de la editorial española Destino, quedó finalista –mereció ganar– en el Premio Rómulo Gallegos de 2013), casi sin parangón en la narrativa hispanoamericana surgida en este siglo. Invitamos a degustar el banquete de cuentos con lograda versatilidad temática y técnica que se titula Adormecer a los felices (2015). Irma del Águila (Lima, 1966). Luego de los cuentos mordaces de Tía, saca el pie del embrague (2000), ha tejido originales libros de gran hibridez textual, fusionando la novela corta, la crónica periodística, la indagación cultural y la memoria autobiográfica: Moby Dick en Cabo Blanco (2009), El hombre que hablaba del cielo (2011) y La isla de Fushía (2016, sobre el trasfondo real de uno de los personajes de La casa verde, de Vargas Llosa). Recientemente, ha cincelado el deslumbrante volumen Mínima señal (2017): cuentos con iluminaciones o epifanías sugeridas, detenidos en pleno nudo expresivo (asomándose a los abismos psicológicos de sus personajes elusivos), con el desenlace encargado a la mente del lector. Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) es el narrador peruano más reconocido internacionalmente de su generación: premio Alfaguara 2006, la revista Granta, en 2010, lo consideró uno de los mejores nuevos escritores latinoamericanos, etcétera. Dicho relieve lo ha obtenido gracias a sus novelas, ya que es un creador proteico y prolífico, con obras muy variadas en recursos y codificaciones genéricas: thriller ligado a la violencia política, relato de aprendizaje, ciencia ficción, etcétera. Se impone apreciar también sus cuentos: Crecer es un oficio triste (2003) y otras narraciones no reunidas en volumen. Por último, otros cuentistas destacables son Karina Pacheco Medrano (excelente novelista), Alina Gadea, Susanne Noltenius, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Katya Adaui, Claudia Salazar, Yeniva Fernández, Miguel Ruiz Effio, Pedro Novoa, Luis Hernán Castañeda, Martín Roldán Ruiz, Julio Durán, Ulises Gutiérrez Llantoy, Juan Manuel Chávez, Pedro José Llosa, Pedro Ugarte Valdivia, Leonardo Aguirre, Daniel Salvo y Johann Page.

–. 2 014. Narrativa peruana del siglo xxi: hacia una narrativa sin fronteras y otros textos. Lima: Universidad Ricardo Palma. · König, Brigitte y König, Hans-Joachim. 2009. Testimonios y cuentos de autores peruanos contemporáneos. Lima: San Marcos. · Miklos, David. 2005. Estática doméstica. Tres generaciones de cuentistas peruanos (1951-1981). México D. F.: Universidad Autónoma de México. · Minardi, Giovanna. 2000. Cuentas. Narradoras peruanas del siglo xx. Lima: El Santo Oficio/Centro de la Mujer Flora Tristán. · Reyes Tarazona, Roberto. 1990. Nueva crónica. Cuento social peruano, 1950-1990. Lima: Colmillo Blanco. · Rimachi Sialer, Gabriel y Sotomayor, Carlos M. 2008. Diecisiete fantásticos cuentos peruanos. Antología 1 y 2. Lima: Casatomada. · Ruiz Ortega, Gabriel. 2007. Disidentes. Muestra de la nueva narrativa peruana. Lima: Revuelta Editores. –. 2 011. Disidentes. Antología de nuevas narradoras peruanas. 1. Lima: Altazor. · Ruiz Velasco, Víctor. 2015. El fin de algo. Antología del nuevo cuento peruano 2001-2015. Lima: Santuario Editorial. · Sumalavia, Ricardo. 2015. Selección peruana 2000-2015. Lima: Estruendomudo. · Trelles Paz, Diego. 2012. «Prólogo». En El futuro no es nuestro. Nueva narrativa latinoamericana. Lima: Madriguera Producción Editorial. · VV. AA. 1999. «Narrativa peruana de los noventa. Balance y perspectivas (mesa redonda)». Fórnix, núm. 1, Lima, junio, pp. 54-71. –. 2 004. Encuentro de escritores nuevos. Prólogo de Miguel Ángel Huamán. Lima: Universidad Científica del Sur. –. 2 005. Selección peruana 1990-2005. Lima: Estruendomudo. –. 2 007. Selección peruana 1990-2007. Lima: Estruendomudo. –. 2 008. Matadoras. Nuevas narradoras peruanas. Lima: Estruendomudo. –. 2 010. Los que se alejan. El nuevo cuento peruano. Ginebra: Albatros. · Vega Jácome, Selenco. 2000. «¿Cuál narrativa de los noventa?». Quehacer, núm. 122, Lima, enero-febrero, pp. 108-112. · Villena Vega, Nataly. 2017. Como si no bastase ya ser. Quince narradoras peruanas. Lima: Peisa.

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Mario Vargas Llosa:

ÂŤLa literatura me ayuda a mantenerme vivo e ilusionado, a vivir de manera creativaÂť Por Javier Serena



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Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936), premio Nobel de Literatura en 2010, premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1986 y premio Cervantes en 1994, es uno de los autores más leídos en nuestra lengua. Su carrera literaria comenzó con la publicación de La ciudad y los perros (1963), que es considerado como el inicio del llamado boom hispanoamericano, que supuso un periodo de esplendor para la narrativa en español. En la década de los sesenta publicó también La casa verde (1966), Conversación en La Catedral (1969) y Los cachorros (1967). Otras novelas suyas destacadas son Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977) o La guerra del fin del mundo (1981) y, algo más recientemente, La fiesta del Chivo (2000), El paraíso en la otra esquina (2003) o Travesuras de la niña mala (2006). Su última novela publicada es Cinco Esquinas (2016). Además, ha desarrollado una amplia obra ensayística, que incluye El pez en el agua (1993), donde repasa su infancia y su juventud y su candidatura a la presidencia del Perú, el ensayo literario La orgía perpetua. Flaubert y «Madame Bovary» (1975) o La civilización del espectáculo (2012), donde reflexiona sobre las últimas transformaciones ocurridas en la cultura y la sociedad. Este primer trimestre publica La llamada de la tribu, un nuevo ensayo en que explica su itinerario político y literario.

difícilmente la ficción significaría nada para ti. En cualquier caso, escritores o no, no abunda la gente que está en perfecto contentamiento con la vida. Por eso existe la ficción y la vocación literaria, que, por otra parte, implica un compromiso muy profundo y no es una actividad que exija ciertas horas, sino una entrega completa. Flaubert decía que escribir es una manera de vivir, y lo cierto es que, si examinas las vidas de los escritores más importantes, hay una identificación absoluta con la vocación, pues de otra manera no cabe hacer una obra rica y original.

Usted ha aludido muchas veces a que la vocación literaria es una forma de entusiasmo obsesivo y perentorio, pero también duradero, pues hace ya más de sesenta años de sus primeros cuentos publicados y sigue escribiendo y leyendo sin descanso. En cuanto a las razones que desatan esa vocación ya tan antigua, señala que hay alguna forma de rebeldía y descontento con la propia biografía y la realidad. ¿Es necesaria la insatisfacción para escribir? Sin ninguna duda. No sólo escribimos, sino que también leemos por esa insatisfacción. Detrás de la lectura y de la necesidad de buscar algo en la ficción, estás expresando un desacuerdo con el mundo y con tu vida tal como es, y para eso necesitas de alguna manera, aunque sea de manera ilusoria, como es la literatura, vivir otra vida. En el caso de los escritores, las razones por las que se da esa rebeldía pueden ser múltiples –generosas, egoístas, altruistas–, pero, sin ese desacuerdo y esa disconformidad, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

En ocasiones ha manifestado que comparte con algunos autores, como Victor Hugo, la noción de que la novela es un artefacto creado con intención de transformar la sociedad. Esa voluntad de interpelar a la realidad se observa de manera muy clara en sus primeras novelas. Efectivamente, cuando yo empecé a escribir, tenía una orientación política de gran 84


del siglo xxi no pueda escribir como uno del siglo xix sin producir un desconcierto en el lector, pues, como lector, es preciso reacomodarse para leer a un autor del siglo xix o, más aún, del siglo xvi. Esto se advierte en algunos aspectos concretos literarios. Por ejemplo, en el tratamiento del tiempo, que en una novela clásica es muy detallado, minucioso y lento, mientras que una novela actual no puede tener esa morosidad sin que delate un anacronismo total, pues el lector no se siente ambientado en el texto por la velocidad en que el tiempo transcurre en nuestros días.

rechazo a la sociedad en que vivía y en la que había nacido, y entonces sí se fundía la vocación literaria con una posición política. Pero no creo que sea una constante: al contrario, hay muchos escritores a los que la vida política, la vida social, no les interesa mayormente. En esas novelas, pero también en algunas posteriores, como, por ejemplo, La fiesta del Chivo o La guerra del fin de mundo, se examina la relación de los individuos con su entorno: cómo afecta a los personajes el contexto histórico, político o social. En ese sentido, sus libros parecen centrarse en los asuntos colectivos, o en la relación del individuo con lo colectivo, antes que en la intimidad. Sí, creo que es verdad. Si tiene algún sentido hablar de escritores realistas, yo soy un escritor realista, no escribo historias fantásticas, aunque pueda disfrutarlas como lector. Las historias que yo escribo fingen una realidad objetiva que tú puedes reconocer a través de la experiencia, lo cual no quiere decir que no haya ficción, siempre la hay: realista, fantástica, psicológica o histórica. La ficción existe por el hecho de que aquello no es la vida tal como es, sino la vida hecha palabras: recurres al lenguaje para recrear o crear una realidad y se vuelve literatura desde el momento en que empleas palabras para ello. Así pues, según como utilices las palabras, se decidirá la profundidad o superficialidad, la riqueza o banalidad de lo que escribes. Ahora bien, hay que tener presente que describir la realidad en nuestra época es muy distinto a describirla en el siglo xix, o en el xvi, porque es mucho más compleja, y la manera de escribir está muy condicionada por la experiencia vital. De ahí que un escritor

Precisamente en ese aspecto, en el uso del tiempo, sus novelas tienen un trabajo de ingeniería o artesanía muy complejo y estudiado: los tiempos se superponen o solapan, sin que haya una construcción cronológica. Sí, es algo fundamental: el tiempo es un aspecto muy importante en las novelas. Muchos escritores lo manifiestan a la hora de escribir, pero no tienen conciencia de ello. El tiempo en literatura es una invención, exactamente como la invención de un narrador. Así como para contar una historia tienes que inventar un narrador, el tiempo también lo inventas y es algo que has de modificar mucho: acelerando, deteniendo, silenciando ciertos periodos, haciendo que gire en redondo, que parezca como inmovilizado, y todos esos aspectos son decisivos para que una historia sea persuasiva. En cuanto al material narrativo, la sustancia que moldea en sus ficciones, hay novelas con referencias autobiográficas explícitas, algunas están ambientadas en el Perú de la época de su juventud y los conflictos que lo rodeaban, mientras que 85

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Pues recuerdo aquellos libros fuertemente influidos por mis lecturas de la época. Yo estaba muy marcado por la lectura de Sartre y otros autores existencialistas y, en lo formal, por Faulkner: de él aprendí el magistral uso de los tiempos y las formas narrativas, la técnica literaria, que, en su caso, eran extraordinariamente originales y eficaces. Y, además, el mundo que describía Faulkner era similar al de un latinoamericano: son personajes de razas distintas, condicionados por el pasado y la tradición, en lucha constante, expuestos en un entorno muy atractivo, con muchos parecidos a Latinoamérica.

en otras hay un trasfondo histórico marcado, situadas en épocas y países distintos, etcétera. ¿Cuáles son los ingredientes fundamentales de los que se nutren sus obras? Creo que en las primeras novelas utilizaba mucho más la experiencia personal. La memoria y las imágenes que conservas en ella son siempre un material riquísimo para imaginar y escribir. De hecho, yo nunca he escrito nada que no nazca de la realidad, de ciertas situaciones que, de manera poco clara, han generado una fantasía que ha sido el embrión de una historia inventada. A menudo me he preguntado las razones por las que algunas imágenes o experiencias tienen ese ingrediente que te lleva a fantasear una historia: seguramente, son vivencias que tocan algún elemento profundo de la personalidad. Pero no para todos los escritores es así. Recuerdo que RobbeGrillet, un autor francés muy de moda en los sesenta, decía que escribía historias pensando en una manera determinada de hacerlo: sostenía que era la manera de escribir, el modo de emplear los tiempos verbales o una determinada forma gramatical, lo que suponía el punto de partida, mientras que el argumento nacía como algo secundario. Desde luego que para mí nunca ha sido así: en mis libros la anécdota o los hechos del relato son algo esencial.

Hubo momentos en que la literatura en nuestra lengua, en los años cincuenta, sesenta o setenta, pareció buscar la renovación a través de la experimentación formal, innovando en el uso de narradores o en las estructuras de la novela, mientras que, de un tiempo a esta parte, parece intentar su evolución mezclando géneros, con la historia, la autobiografía, las biografías ajenas, etcétera. ¿Hay un agotamiento en la ficción pura? En verdad creo que es algo que siempre ha hecho la novela: es un género caníbal, que se ha apropiado de la poesía, de la historia o del ensayo, disimulándolos dentro. Es un género integrador de otros. Pero la condición típica de la novela es la mezcla de lo colectivo y lo individual, del hombre en sociedad: si la poesía puede expresar al hombre en la soledad, la novela lo muestra dentro de una circunstancia social o histórica, en pugna con ella o integrado en ella. A mí, por ejemplo, la historia siempre me ha interesado mucho, hasta el punto de que en la universidad dudé entre estudiar Letras o Historia. Tuve un extraordinario

En aquellos primeros años, siendo todavía muy joven, entre 1963 y 1969, publicó tres grandes novelas, de excelente acogida: La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral, además de la novela breve Los cachorros. ¿Cómo recuerda aquel periodo tan fecundo y cuáles eran los modelos a los que aspiraba a parecerse? CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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es que la comunicación cultural entre los países latinoamericanos entonces era muy escasa. Leíamos a escritores norteamericanos, ingleses, franceses, pero no argentinos, colombianos o ecuatorianos, etcétera. En concreto, yo comencé a leer literatura de nuestro continente sobre todo en Francia, y fue, además, leyéndola traducida como supe que se estaba haciendo una literatura rica y novedosa en español. Recuerdo que la primera novela que leí de García Márquez, del que no sabía nada, fue en francés, El coronel no tiene quien le escriba, que publicaba la editorial Guillard, y que me llegó porque entonces yo trabaja en una radio. Y a Alejo Carpentier lo leí por primera vez también en francés, en Les Temps Modernes, la revista de Sartre, a la que yo estaba suscrito en el Perú, y donde publicaron en dos números El acoso. Así que fue en París donde empecé a conocer escritores latinoamericanos y a darme cuenta de que teníamos tradiciones, historias comunes. En esos años no había artista que no quisiera llegar París: era el gran sueño.

profesor de historia, brillantísimo, tan elocuente que llegaba a convencerte de que dentro de la misma cabían la literatura y muchas cosas más. Por eso muchas veces he usado hechos históricos como telón de fondo para mis novelas. Un aspecto en el que siempre ha insistido a la hora de explicar su proceso creativo es la voluntad: el trabajo y la constancia como herramientas imprescindibles para un creador, y señala como modelo a Flaubert. Sí, la disciplina es fundamental, como decía y ejemplificó Flaubert. La lectura de Madame Bovary me dejó maravillado y me demostró el tipo de escritor que quería ser: un autor realista, pero no de un realismo facilón y descuidado. En Madame Bovary la perfección y la belleza del lenguaje es esencial. Fue, realmente, una lección de literatura. La correspondencia de Flaubert también: saber que no fue un escritor genial desde el principio, que empezó siendo un autor normal y corriente y que el trabajo, la disciplina, la voluntad fueron creando en él el talento y el genio literario.

Además, los autores del boom, de los que los exponentes más visibles entonces fueron usted, García Márquez, Cortázar o Carlos Fuentes, ayudaron a aumentar el interés en torno a otros escritores de América Latina algo anteriores: Rulfo, Borges, Bioy Casares, etcétera. Sí, lo cierto es que algunos de esos autores fueron popularizados y leídos masivamente de manera retrospectiva. La literatura latinoamericana moderna era muy poco conocida, sí la etapa modernista y algún autor puntual, como Miguel Ángel Asturias, pero no la producción más reciente. En ese sentido, para ayudar a su difusión, fue crucial Barcelona, capital editorial de

Su figura, de algún modo, con la publicación de La ciudad y los perros, con el que obtuvo el Premio Biblioteca Breve, convocado por Seix Barral, supuso el comienzo del llamado boom hispanoamericano. A partir de entonces, se universalizaron muchos otros autores de América Latina y se generó una unidad entre ellos. Fue un fenómeno cardinal que puso la literatura de nuestra lengua en primer lugar y consiguió muchos lectores en todo el mundo, aunque, paradójicamente, yo y muchos otros descubriéramos la literatura latinoamericana en Europa. Lo cierto 87

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rica Latina, donde era un autor minoritario, tiene un componente dramático: se da a conocer universalmente en un momento en que la parte principal de su obra ya está escrita. Cuando gana el Premio Formentor, junto con Samuel Beckett, a comienzos de los sesenta, empieza un reconocimiento que no ha terminado aún, porque es un autor con discípulos y admiradores en diversas lenguas y muy traducido, un autor muy vivo que genera fascinación en todas partes.

España, donde Carmen Balcells reunió a autores de distintas nacionalidades y la misma lengua que durante años se habían dado la espalda. Esas décadas de los sesenta y los setenta fueron también fue muy importantes para España, que había vivido muy incomunicada, hasta el punto de que ni siquiera en la universidad se conocía bien la literatura de Latinoamérica, salvo a los autores clásicos. En los años sesenta se produce ese encuentro en Barcelona, donde coincidimos Donoso, Edwards, García Márquez o yo, y muchos escritores jóvenes van a Barcelona como nosotros fuimos antes a París. De algún modo, cobramos conciencia entonces de que la lengua era la patria común, que había unos lazos que antes no se evidenciaron, salvo, quizá, durante el modernismo, pero esos vínculos se cortaron con la Guerra Civil española y la dictadura, que fue un periodo en que América Latina y España rompen puentes.

De los autores de aquella época o de las décadas anteriores, ha habido algunos que han corrido mejor o peor suerte. ¿Qué autor de esos años cree que habría que leer atentamente o situar en un lugar menos apartado? La gran diferencia con lo que sucedía entonces es que hoy un escritor puede pasar un tiempo desapercibido, pero luego es redescubierto, pues la comunicación facilita el conocimiento. Sin embargo, sigue habiendo grandes escritores, como Onetti, que apenas son leídos por minorías, quizá por la atmósfera tan deprimente de sus novelas. Con todo, es un excelente autor, que se adelanta a todo el mundo haciendo una literatura muy moderna, y su novela La vida breve es una obra maestra, una de las grandes obras de nuestra lengua en el siglo xx. Ha escrito otros libros maravillosos, como El astillero, y tiene un talento enorme, por lo que cada vez que lo lees quedas un poco desmoralizado. Otro autor que quizá no sea tan leído como merece es el paraguayo Augusto Roa Bastos. De él es muy conocido Yo el Supremo, que es un muy buen libro, aunque yo creo que la gran novela de Roa Bastos es Hijo de hombre, una historia terrible sobre la guerra del Chaco, esa guerra espantosa entre

Otro fenómeno de gran trascendencia para nuestra lengua, y para la literatura universal, fue el descubrimiento tardío de Borges, que se convirtió en un autor muy leído también en la década de los sesenta. Sí, el de Borges fue quizá el caso más notorio de los que se redescubrieron en aquella época, años después de que empezara a publicar, y en ese hecho su paso por Francia resultó también decisivo. Ocurrió en el año 1963, cuando yo vivía en París, y se produjo un deslumbramiento colosal con su figura: que un latinoamericano hablara en francés o inglés a la perfección, que conociera con tanta profundidad la literatura alemana, inglesa o francesa, impactaba, y muchas revistas le dedicaron números especiales. Ese hallazgo de Borges, que se dio primero en Europa y, luego, rebotó a AméCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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que era un género tradicionalmente poco practicado, a no ser por algunos modelos puntuales (Clarín primero, Aldecoa después…). Es cierto que hasta hace poco en España el cuento era un género inusual y que en los últimos años se está cultivando considerablemente. En cambio, en América Latina se escribían muchísimos cuentos, dado que era más fácil publicarlos, y tenemos grandes cuentistas, como Borges, Cortázar o García Márquez. Por el contrario, costaba más que las novelas encontraran espacio en una editorial. En primer lugar, porque había pocas editoriales, y, en segundo lugar, porque éstas eran muy reticentes a publicar autores latinoamericanos: preferían las traducciones, ya que el público era restringido para la literatura de su propio continente.

Paraguay y la triple alianza que formaban Brasil, Argentina y Uruguay donde prácticamente desaparecieron los hombres en Paraguay, dejando el país apenas habitado por mujeres y niños. Es un libro extraordinario, porque en él Roa Bastos consigue contar a través de residuos, de lo que ha quedado del país, esa terrible tragedia, que es, por desgracia, el holocausto de un pequeño Estado en una guerra monstruosamente injusta en la que tres países se encarnizan contra Paraguay y lo deshacen, lo trituran. Desde un punto de vista formal, es, además, una magnífica novela: al principio parecen unos cuentos y después te das cuenta de que están todos integrados y es una sola historia. Usted es una persona muy atenta a las nuevas manifestaciones narrativas. ¿Qué tendencias aprecia entre los autores de las últimas generaciones? En España, por ejemplo, se editan muchos cuentos,

En cambio, la aspiración de escribir novelas que abarquen mundos enteros e 89

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solutamente extraordinarias, y en la cultura se está dando, en efecto, un gran cambio, aunque éste no sea demasiado estimulante. La cultura se está convirtiendo cada vez más en espectáculo, una forma de entretenimiento o de diversión. Y ése no ha sido su cometido tradicional. La cultura es muy entretenida y muy divertida, por supuesto, pero su función no es entretener ni divertir. Que el espectáculo esté prevaleciendo hoy en día sobre todo lo demás explica, especialmente en ciertos campos, como el de las artes plásticas, el proceso de banalización y frivolización que se está experimentando. Pienso, en definitiva, que la cultura se va volviendo cada vez menos importante desde el punto de vista de las ideas y los valores. Es un problema serio de nuestro tiempo, y creo que este fenómeno se está produciendo tanto en los países desarrollados como en los del tercer mundo.

historias personales completas, a la manera de las grandes novelas del siglo xix, se observa cada vez menos. Quizá ahora sí se dé menos ese tipo de narración con ambición totalizadora, porque todo es veloz y se ha vuelto superficial: las novelas se escriben rápido para que se publiquen rápido y, además, desaparecen rápido también. Pero yo pienso que en la novela hay un elemento de cantidad que es muy importante. Es el único género en el que la cantidad es un ingrediente de la calidad. Es decir, una gran novela tiende a ser extensa, aunque haya algunas pequeñas que son extraordinarias, porque tiene que ver con el tiempo, con la sociedad, con la relación de un individuo con su entorno social, etcétera. No creo que sea casualidad que hayamos convertido en grandes catedrales del género narraciones tan largas y ambiciosas como las de Proust, Balzac, Tolstói, Dickens o Victor Hugo. Considero que, con excepciones, como sucede constantemente en literatura, quien escribe novelas cae en la tentación de alargar, de que crezca la historia. Y a veces hay que hacer esfuerzos para cortar una historia que, si la dejas fluir libremente, se prolongaría sin término. Yo siempre he tenido esa sensación escribiendo: que, en un momento dado, hay que parar porque, si no, la novela se desboca.

La formación que aporta la literatura, que no es acumulativa, sino que genera emociones y reflexiones iguales a la experiencia propia, constituyendo, así, una enseñanza de vida, ha sido un elemento cultural básico para forjar la identidad de cada individuo y de las comunidades en que nos integramos. ¿Sin una adecuada formación cultural y literaria se constituirán sociedades muy distintas? Sin duda, la cultura es determinante para la construcción del individuo, así como para las sociedades que éstos configuran. Y, en concreto, creo que la literatura es un elemento de discordia frente a la realidad, algo primordial para que haya progreso, para que haya evolución, para que haya reformas. Es absolutamente indispensable para crear ciudadanos que sean independientes, que tengan espíritu crítico, que

Esos cambios en las manifestaciones literarias, en la motivación o intenciones de los escritores, quizá tengan relación con las reflexiones que usted hace en La civilización del espectáculo, donde advierte del peligro de la decadencia de la cultura. Eso es un hecho evidente: la cultura está cambiando muchísimo. Vivimos en una época en la que hay transformaciones abCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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En cualquier caso, su pasión por la lectura y la escritura sigue vigente. Este primer trimestre de 2018, de hecho, publica un nuevo libro de ensayo. Este mes de febrero publico La llamada de la tribu (Alfaguara). Se trata, de algún modo, de una autobiografía política e intelectual: desde mi primera toma de conciencia política, cuando era muy joven, en un país subdesarrollado que padecía una dictadura, la de Odría, que marcó a mi generación profundamente, a mi evolución posterior. Explico, primero, mi aproximación al marxismo y al socialismo, luego, el desencanto que representaron la Revolución cubana y la URSS y mi reivindicación de la democracia y, finalmente, la opción liberal.

sean libres, que entiendan que la libertad es un valor esencial. Eso no es tan evidente, pero estoy convencido de que una sociedad de lectores competentes, lectores de buena literatura, es mucho más difícil de manipular y se defiende mejor contra las dictaduras o las seudodemocracias, que son hoy día el gran problema. De lo que no cabe duda es de que las manifestaciones culturales, y también la lectura y la escritura, están en un proceso de cambio muy significativo. Por lo pronto, lo importante es que la literatura sobreviva, que no desaparezca y se desnaturalice tan profundamente que mute en otra cosa. En todo caso, lo más probable es que el futuro sea tan distinto de lo que es el presente que puede ser que ésta simplemente deje de existir o derive en otra manifestación nueva, que podrá llamarse o no literatura. Pues, si ya escribes sólo para las pantallas, al final ese soporte va a producir una literatura que no va a tener nada que ver con la que se escribía hasta nuestra época, que, de algún modo, ha sido la época fronteriza.

Una posición política, o una manera de pensar la sociedad, que está condicionada por la experiencia biográfica y la intelectual. Biográfica e intelectual, pero, sobre todo, intelectual: son experiencias intelectuales, más que anécdotas, que han sido fundamentales para mí. Cuento cómo he llegado a ser lo que soy gracias a ciertas lecturas, a ciertas ideas, y a los autores que encarnaban esas ideas. En el libro esto se vertebra a través de siete autores que me marcaron muchísimo y que, de alguna manera, han modelado mi forma de pensar en el campo político.

¿Puede sustituirse la experiencia de la lectura por otra práctica cultural? No lo creo. A mí me gustan mucho las pantallas, disfruto con el cine y me divierten las series, pero ninguna experiencia es tan profunda, tan rica ni deja una huella tan indeleble como la literatura. La literatura hace que funcione todo tu conocimiento, tu racionalidad entra en juego. Eso no ocurre con la pantalla: te baña, te moja, adoptas una actitud mucho más pasiva que frente a un libro, donde tienes que trabajar intelectualmente para entender lo que sucede.

De lo que no cabe duda es que, después de una vida entera dedicada a este oficio, siente gratitud hacia la escritura y la lectura. Un buen libro sigue siendo para mí el placer supremo. La literatura me ayuda a mantenerme vivo y a albergar ilusiones, a vivir de manera creativa, no pasiva. 91

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En los setenta aĂąos de Cuadernos Hispanoamericanos Por Juan Malpartida


Si el hombre, tal como gustaba explorar Ortega y Gasset, oscila entre lo individual y lo social, entre la subjetividad y la puesta y apuesta exterior de su temporalidad, las revistas de pensamiento y las revistas culturales y literarias son, creo, uno de los símbolos mayores de ese espacio que nos permite expresarnos y acceder a lo común: la historia. La revista es un espacio de alterne afortunado, el lugar donde encontramos y nos encontramos con los otros, donde intercambiamos opiniones, y, lugar de alterne al fin y al cabo, discutimos porque sentimos que lo nuestro irreductible no es en realidad sino lugar común, es decir: lo que nos compete a todos, el mundo de las creencias, ideas y opiniones. Una revista es una plaza, un zoco, el espacio por donde pasa o debería pasar el mundo. Ortega fue más lejos que la mayoría de sus contemporáneos porque llevó la reflexión filosófica al periódico, quizás porque ya había llevado el periódico a la filosofía; por eso le decía a Martin Heidegger que, aunque su meditación sobre el ser era indudablemente profunda, debería hablar de lo que pasa en la calle. La calle, ese lugar donde el ser suele estar ausente, porque es la ausencia; pero, en cambio, es rico en concurrencia humana. Un poeta que iba del ser a los seres, y que compartía con Ortega y Unamuno su desdén por la esencia y su interés por el devenir, Antonio Machado, escribió en su estancia en Valencia, camino de su exilio y de su muerte, varias de sus mejores prosas, las de Juan de Mairena. Fueron publicadas muchas de ellas en una revista que considero simbólica de todo esto que digo, Hora de España, editada y dirigida por un grupo de poetas y prosistas que, poco más tarde, se hallarían en México, amparados por el Gobierno de Lázaro Cárdenas y por la amistad de poetas e intelectuales que, a su vez, les ofrecieron revistas para que se expresaran, como Taller (1938-1941) y El Hijo Pródigo (1943-1946). Hora de España fue hecha durante la Guerra Civil española, desde enero de 1937 a noviembre de 1938. Buena parte de los veinte y tres números tuvieron como redacción la casa valenciana de Juan Gil-Albert, quien fue, ya en México, jefe de redacción de Taller, dirigida por Octavio Paz. Paz, que había de ser un puente para varios escritores del exilio –entre ellos y de manera destacada, Cernuda–, había publicado en el número ix (septiembre de 1937) de Hora de España «Elegía a un joven muerto en el frente», y en el último, de 1939, «El barco». Sabemos que, a pesar de la gran actividad que muchos de nuestros poetas, novelistas y ensayistas desplegaron en América, pocos desembarcaron realmente en Hispanoamérica, salvo, por 93

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poner dos ejemplos notorios y a un tiempo parciales, el mismo Luis Cernuda y, sobre todo, José Moreno Villa. Para ambos, la realidad mexicana fue importante. Cernuda, como es sabido, llegó a México tras haber vivido su primer exilio en Inglaterra y luego en Estados Unidos. Gil-Albert, tras el paso por un campo de concentración en Francia fue directamente a México, y hay algunas breves huellas de México en su obra de entonces, tanto en poesía como en prosa. La nómina de los colaboradores de Hora de España es importante y hay que recordar algunos de esos nombres, además de los ya mencionados: Antonio Sánchez Barbudo, Rafael Dieste, Manuel Altolaguirre, María Zambrano, José Bergamín, Rodolfo Halffter, Joaquín Xirau, Pedro Bosch Gimpera, Benjamín Jarnés, José Moreno Villa, Emilio Prados, Rafael Alberti, Rosa Chacel y León Felipe. Entre los latinoamericanos, publicaron en sus páginas César Vallejo, Juan de la Cabada y Nicolás Guillén. La presencia latinoamericana es escasa, pero se explica fácilmente por la situación de acoso e incomunicación en la que se llevó a cabo dicha revista. El último número, el 24, impreso en Barcelona, fue quemado en su totalidad por las tropas insurgentes durante la toma de la ciudad. Si me importa señalar el valor axial y simbólico de Hora de España es porque no puede entenderse sin las otras revistas y el mundo que deja atrás y en los que su esfuerzo se apoya: la gran Revista de Occidente, Litoral, e incluso, a pesar de su paso rápido, las revistas Residencia, Índice, Cruz y Raya, Carmen, Caballo Verde para la Poesía, La Pluma, etcétera; algunas de pocas hojas, pero todas significativas y expresivas de los rumbos e impulsos culturales de su tiempo. No trato de hacer ninguna historia de las revistas españolas, sólo señalar muy exteriormente lo que la Guerra Civil española deja atrás antes de internarse en otro mundo, un mundo mermado, desarticulado y reactivo a casi todo lo que habían sido las aspiraciones intelectuales e imaginativas anteriores a la guerra, especialmente desde la actividad de los medios. Si pensamos en una revista como Escorial, que ampara a los nuevos poetas y prosistas, pero también a otros que habían publicado en el periodo anterior, es fácil observar los cambios, aunque lentos, de paradigmas. Escorial, cuyo primero número es de noviembre de 1940, quiso, sin embargo, ser un lazo con Hispanoamérica y gracias, sobre todo, a su director tuvo una actitud no del todo servil en un momento de España realmente dramático y destructivo. Fue CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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fundada y dirigida por Dionisio Ridruejo y tuvo como subdirector a Laín Entralgo, y a ella estuvieron vinculadas gentes como Antonio Marichalar, que había sido colaborador de Revista de Occidente, y crítico muy enterado de lo que se publicaba fuera de España, Luis Felipe Vivanco, Leopoldo Panero, Torrente Ballester, Antonio Tovar y otros. Dos de las revistas que se iniciarían próximas al comienzo de la mitad de siglo, Ínsula (1946) y Cuadernos Hispanoamericanos (1948), las dos aún vigentes y, por lo tanto, decanas de las revistas españolas, van a articular durante muchos años buena parte de la crítica literaria y humanística en España. Ínsula fue fundada por Enrique Canito y, desde sus inicios, tuvo como mayor colaborador al crítico José Luis Cano, que lo sucedió en 1982. El vínculo de Vicente Aleixandre con Ínsula fue decisivo y, sin duda, tuvo una importancia enorme en relación con los escritores exiliados españoles. Fue, y sigue siendo, una publicación estrictamente dedicada a la lengua española. En cuanto a Cuadernos –de la que voy a tratar de bosquejar un retrato somero–, nace con la vista puesta en Hispanoamericana, pero no tanto, en principio, por un exceso de curiosidad hacia lo que se hace en los países hispanoamericanos como por el intento de proyectar una imagen de España y una influencia sobre los países de habla española. Cuadernos fue, además, respuesta a Cuadernos Americanos, fundada y dirigida en México por escritores republicanos, como Juan Larrea. Sin embargo, desde el principio quiso insertarse en una tradición europea, sin duda católica y conservadora, no podía entonces pensarse en otra cosa, pero ya no fascista, aunque algunos de los artículos o de los números monográficos estuvieran marcados por esta incardinación. No obstante, la revista evitó afirmaciones franquistas, y, necesitada de cumplir un papel en Hispanoamérica, adoptó desde el principio una cierta tolerancia y capacidad de asimilación intelectual de nombres y actitudes que difícilmente se tolerarían al resto de las publicaciones españolas de la época. Su primer director fue Laín Entralgo, ensayista de gran formación y un hombre que, viniendo de la Falange (como lo habían sido, uno más que otros, los dos que lo siguieron, Luis Rosales y José Antonio Maravall), fue evolucionando hacia un pensamiento liberal que dejó huella en los primeros años de la revista. El 1948 Laín había publicado, entre otras cosas, Sobre la cultura española (1943), un estudio sobre Menéndez Pelayo (1944) y el ensayo La generación del 98. Sólo los títulos ya expresan una evidente preocupación por el 95

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tema español (sobre el ser y el estar de los españoles) y más si se piensa, como señaló él mismo treinta y cinco años más tarde, que en la monografía sobre Menéndez Pelayo no hay ningún estudio sobre el polígrafo escritor y América. Una ausencia significativa. Laín fue uno de los intelectuales que, formando parte de los vencedores de la Guerra Civil, tuvo el coraje (el primero fue Ridruejo), así fuera con poco vigor, de revisar su pasado y ser crítico con él mismo. El periodo de Laín fue corto y en algún momento compartió la dirección con Mario Amadeo. Hay que pensar que, en aquellos años, algo que desde nuestra perspectiva actual nos puede parecer extraño, Hispanoamérica era para nosotros una gran desconocida, salvo por la relación mantenida en el primer tercio de siglo con algunos modernistas y luego, gracias a los jóvenes de la generación del 27, con poetas como Huidobro y Neruda. Yo creo que en las dos primeras décadas de la revista Cuadernos Hispanoamericanos la visión de América aún está lastrada por el tipo de americanismo que habían practicado Menéndez Pelayo y Unamuno, y que vemos impregnar las actitudes de la generación del 27, es decir: que admiraban, sobre todo, o partían en su admiración, la huella española en los pueblos americanos. El interés –por poner un ejemplo que indique una diferencia y extrañeza mayor– hacia los mundos precolombinos e indígenas es rarísimo entre los españoles, y todavía puede contarse con rapidez el número de antropólogos, arqueólogos y sociólogos que ha aportado algo a este tema. Pero, además del pasado y de su huella en el presente, está la ausencia, corregida en las últimas décadas, de intelectuales preocupados por el presente de Hispanoamérica. Dos números monográficos creo que son representativos del perfil de la primera etapa de la revista: el dedicado a Ramiro de Maeztu (1952), en el que tanto participó, en el aspecto organizativo, Manuel Fraga Iribarne, por entonces director general del Instituto de Cultura Hispánica, y el dedicado a Antonio Machado (1949), preparado por el que sería poco más tarde director de la revista, Luis Rosales, y que, de hecho, ya influía notoriamente en Cuadernos. En realidad, Laín Entralgo –como sugiere Blas Matamoro– se ocupaba poco de ella, labor que correspondía más a un jefe de redacción que ejerció durante varios años, Enrique Casamayor, un hombre de actitudes ambiguas, cuando no serviles, como es notorio en algunas de las correspondencias que han sobrevivido, por ejemplo, la CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mantenida con un joven José Ángel Valente, y también, como acabo de mencionar, a Rosales, poeta y hombre de letras vinculado a lo largo de su vida a diversas revistas literarias. La actitud intelectual de Laín tenía que ver con la generación del 14, cuya figura central fue Ortega, que trató de insertar el pensamiento español en las corrientes de librepensamiento europeas. Por otro lado, Laín se fue preocupando cada día más y más por el pensamiento científico y la historia de la medicina. Con posterioridad a Cuadernos, fundó otra revista, Archivo Iberoamericano de Historia de la Medicina y Antropología Médica. Rosales, en cambio, es un literato: poeta notable y valioso ensayista, interesado por el pensamiento existencialista de corte cristiano y por la literatura barroca, sin excluir el magisterio de Ortega, del que siempre se sintió heredero. Rosales aún no ha sido leído como merece. Este perfil intelectual de Rosales explica la presencia en Cuadernos de Thomas Merton, Georges Bernanos, George Santayana, Pierre Enmanuel, Teilhard de Chardin, Gabriel Marcel, etcétera. Volvamos a los primeros signos de la revista. El homenaje a Maeztu mencionado antes colindaba con la parte más derechista de Cuadernos; el homenaje a Machado, en cambio, fue una iniciativa de Rosales de reincorporar a un poeta de difícil asimilación por el franquismo. Machado había sido decididamente republicano, combatió el alzamiento con sus artículos y poemas y murió nada más alcanzar el exilio francés. Teniendo en cuenta estos datos, la actitud de Rosales fue admirable si se piensa en las dificultades de la época. Rosales dedicó más tarde parte de otro volumen a Pablo Neruda, poeta al que quiso y admiró desde 1933, y sobre quien escribió un estudio, inacabado, que ya en su vejez publicamos en Cuadernos. Para Rosales la Guerra Civil era indefendible, sin que esto supusiera admiración por el comunismo o idealización de la República. Pronto apoyó –débil pero visible oposición al régimen– a don Juan de Borbón y, además de escribir un magnífico libro sobre el conde de Villamediana y su tiempo, dedicó –otra obra inacabada– un largo estudio al autor del Quijote titulado Cervantes y la libertad. Tanto por la calidad de su obra literaria como por el personaje en sí, culto, socarrón y sabio, merecería una mayor atención de nuestros biógrafos y críticos. Rosales incorporó, asimismo, a numerosos poetas latinoamericanos, pero, especialmente, a los nicaragüenses Pablo Antonio Cuadra, Ernesto Cardenal y Carlos Martínez Rivas. Todos estos poetas eran entonces católicos y reaccionarios, aunque 97

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luego derivaran, algunos de ellos, sin dejar de ser cristianos, hacia actitudes políticas cercanas al comunismo. En 1966 Rosales deja la dirección de Cuadernos y sugiere el nombre de José Antonio Maravall, historiador y estudioso del pensamiento español, cercano a la línea historiográfica de la revista francesa Annales y al materialismo histórico. Maravall declaró, en una revisión de su tarea como director de la revista, que la asumió desde la no ocultación de sus ideas políticas. José Antonio Maravall dirigió la revista durante ciento ochenta y cinco números, exactamente, hasta 1982. Durante este periodo la revista se hizo eco de nuevas disciplinas y materias: sociología, antropología, psicología social, economía social, etcétera. Y no es raro encontrar la firma de grandes estudiosos del mundo hispánico como Marcel Bataillon y Charles. V. Aubrun. Por otro lado, Maravall fue incorporando a numerosos discípulos suyos, como Carmen Iglesias, Antonio Elorza, José Álvarez Junco, José Antonio Gómez Marín, Juan Trías Bejarano y otros. Tampoco hay que olvidar que en los años setenta, antes de finalizar el franquismo, muchos de los denominados «nuevos filósofos» –algo que, sorprendentemente, se les siguió llamando cuando sus hijos eran ya mayores…– publicaron ensayos en los que se hallaba una relectura del pensamiento más provocador de finales del xix y de las propuestas del ensayismo francés sesentayochista. En 1982, Félix Grande, quien había sido jefe de redacción durante muchos años, sucedió en la dirección a Maravall y realizó una amplia labor hasta 1996. Poeta y crítico, Grande vinculó de manera decisiva la revista al mundo latinoamericano, amparada ya de manera clara en un régimen de libertad que, aunque tolerado a veces en el tardofranquismo, no podía aún decir su nombre, es decir: ser abiertamente crítico. Mucho había cambiado el contexto en el que Cuadernos comenzó a editarse: ni España era ya la misma ni Europa y el mundo tampoco. Si en 1948 la actitud de la revista era claramente anticomunista, en 1967 vio cómo su jefe de redacción recibía en la Cuba castrista el Premio Casa de las Américas. A finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta, Ernesto Cardenal (como sus compañeros Martínez Rivas y Pablo Antonio Cuadra) confesaba un claro franquismo: durante la dirección de Félix Grande, Cardenal era filocomunista, aunque seguía siendo tan antinorteamericano como en su juventud. En 1982, año en que deja Maravall la dirección, gana las elecciones el Partido Socialista Obrero Español, con Felipe González a la cabeza, que contó con las simpatías del autor de Estudios de histoCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ria del pensamiento español. En otro aspecto, el mundo editorial de los años ochenta nada tiene que ver con el de los cuarenta y cincuenta, pobre y regido por una censura vigilante. La España democrática se ha convertido en el centro editor de la lengua, con una buena parte de la producción en Barcelona, y la mayoría de los novelistas y ensayistas hispanoamericanos buscan la difusión que les proporciona la emergente industria editorial, vinculada, por otro lado, a la más amplia europea. Y junto a este mundo editorial, el de las revistas. En sus dos primeras décadas, Cuadernos, como Ínsula, fueron revistas centrales a las que una gran parte de los escritores consagrados y de los nuevos literatos se acercaban y tenían como espacio de referencia, aunque muchos exiliados se miraran, comprensiblemente, en las ejemplares páginas de la argentina Sur, dirigida por Victoria Ocampo, y con un jefe de redacción excepcional, el escritor José Bianco; Las Moradas, dirigida por el poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen, y Orígenes, dirigida por Lezama Lima y José Rodríguez Feo. Desde comienzo de los setenta el espacio literario español era compartido con multitud de revistas, tales como Revista de Occidente, en su nueva etapa, Papeles de Son Armadans (1956-1979), Camp de l’Arpa, Quimera, La Estafeta Literaria, Cuadernos para el Diálogo, Índice, Triunfo y muchas otras que no arrastraban un pasado que, sin ser deshonroso, no podía ocultar su vínculo con la España que había ganado la guerra. Por otro lado, son los años en América de revistas como Plural y Vuelta (1971-1976 y 1976-1998, respectivamente), ambas mexicanas, dos rostros de una misma aventura literaria e intelectual dirigida por Octavio Paz. Si miramos los números monográficos de Cuadernos, será fácil observar que la presencia (una presencia notable) de escritores hispanoamericanos en ellos es tardía. De hecho, la mayor incorporación se produce bajo la dirección de Félix Grande, llegando a producir una suerte de alternancia, como la que observamos en los premios Cervantes, salvo que, en esta ocasión, cuando se le dedicó un grueso monográfico a Borges, no fue necesario que lo compartiera. Ya más cercanos al final de siglo, en 1996, y tras un suceso cuyas vicisitudes nos llevaría demasiado tiempo, toma la dirección Blas Matamoro, escritor argentino que había sido jefe de redacción desde 1979 y subdirector desde 1990, es decir, que conoció la etapa de Maravall y trabajó con Félix Grande en la totalidad de su periodo como director. Blas Matamoro tiene la 99

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peculiaridad de ser el primer director hispanoamericano de la revista. De formación múltiple que abarca la filosofía y la crítica literaria, la narración, la traducción, la musicología y la biografía, es autor de una amplia y erudita obra en la que la diversidad no excluye los caminos propios. Como los últimos años me tocan demasiado cerca, me abstendré de juzgarlos, pero adelantaré una somera descripción de un material que, como todo lo anterior, necesitaría muchas páginas que, lamentablemente, aún no se han llevado a cabo. Creo que en la etapa de Blas Matamoro, que concluye en diciembre de 2005, la revista acentuó la curiosidad por las literaturas extranjeras y por disciplinas sociales que no habían merecido la atención necesaria. Algo que se planteó la dirección de la revista es que había que reinventarla, enraizarla nuevamente en el contexto de la literatura mundial, y, así, mostrar que el meollo imaginativo y reflexivo de nuestra lengua tiene sentido si está relacionado con el resto de la producción literaria. No es que, al aislar una gran obra (digamos que la producida con la novelística del boom), ésta desaparezca, pero sí se empobrece y, en esa medida, se oculta sensiblemente o se desvirtúa. Gracias a la nueva estructuración de la revista, que se abría en cada número con un dosier que ocupaba una tercera parte de su contenido, el número de temas tratados con cierta amplitud aumentó de forma considerable. Sólo una pequeña enumeración de algunos de ellos podrá dar una idea de lo que trato de decirles. Desde 1996 se dedicaron dosieres a los temas y autores siguiente (y cito intencionadamente sin mucho orden): Vicente Aleixandre, Marcel Proust, la crítica de arte en nuestros días, Josep Pla, José Bianco, Alfonso Reyes, Alejandro Rossi, el libro español, entendido en su aspecto sociológico, Stéphane Mallarmé (antología de su correspondencia), aspectos del psicoanálisis, el 98 visto desde América, las bibliotecas públicas, escritores en Barcelona, William Blake, Eça de Queiroz, Juan Benet, José Ángel Valente, aspectos de la cultura venezolana, brasileña, cubana, gallega, catalana, los problemas conceptuales de la inteligencia artificial y, en fin, un panorama de las revistas culturales en español, el tema que hoy, centrados en Cuadernos, nos ocupa. En ocasiones, esos pequeños monográficos, de unas sesenta páginas de la revista, consisten en la recuperación de textos del propio autor, como fueron los casos, por poner sólo dos ejemplos, del dedicado a José Bianco, en el que recuperamos, en dos ocasiones, artículos y ensayos, no retomados en libros o aún inéditos, dedicados a las literaturas francesa, inglesa y latinoameCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ricana, y, el otro caso, Mallarmé, del que publicamos un conjunto de cartas literarias aún inéditas en español. En otras ocasiones hemos mezclado la recuperación con el estudio, como el de Machado de Assis, el gran novelista brasileño del siglo xix y, probablemente, el mayor en su siglo de Iberoamérica. Desde enero de 1990 trabajé con Félix Grande (1937-2014) y Blas Matamoro (también con otras personas de la redacción, como María Antonia Jiménez y Maximiliano Jurado), y especialmente con Blas conversé a diario no sólo sobre los contenidos mensuales de la revista, sino sobre muchos asuntos literarios, filosóficos y políticos, algo que me ayudó a desbrozar mi propio camino. En cuanto a Félix, era poeta y, en cierto sentido, un personaje, un espíritu a un tiempo sensible y generoso, tan resuelto como inseguro. Le debo, entre otras cosas, mi entrada en Cuadernos. Tras la jubilación de Blas Matamoro fue nombrado un novelista, Benjamín Prado, que se ocupó de la revista durante cinco años, y cuyo signo más destacable quizás sea el de sumar a numerosos jóvenes y articularla, en parte, con criterios cercanos a la prensa diaria: pequeños textos, muy de actualidad. La novedad y el azar. Por otro lado, limitó la atención a la producción iberoamericana. Desde julio de 2012 me cupo el honor, tras muchos años como jefe de redacción, de dirigir Cuadernos Hispanoamericanos y mi interés central ha consistido en incidir en su naturaleza de puente entre las distintas literaturas dentro de nuestra lengua, inserta ésta en el contexto de la cultura universal. A su vez, procuro que su producción rote sobre algo que quisiera haber aprendido de un gran escritor mexicano, Octavio Paz: el pensamiento crítico. El que se revisa a sí mismo y, finalmente, se resuelve en creación. En resumen: una revista que, con este número 812, de febrero de 2018, cumple setenta años de edición ininterrumpida, que nació a nueve años después de acabada la Guerra Civil y a tres años del final de la Segunda Guerra Mundial, es decir, cuando las esperanzas del eje ya habían sido abatidas y España se encontraba aislada, muy empobrecida y con buena parte de los intelectuales hispanoamericanos –comprensiblemente– en contra del Estado. Por otro lado, había un número muy alto de exiliados que trataron de mantener publicaciones e instituciones culturales en diversos países hispanoamericanos, con una actitud crítica y al mismo tiempo de agrupación y subsistencia de una identidad 101

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política. En ese contexto, Cuadernos era una revista con directores ilustrados, pertenecientes al bando de los vencedores en la guerra, pero cercanos al falangismo e, inmediatamente, a un cierto liberalismo de corte cristiano, europeo, culto y conservador. Después del año 1956, que es la bisagra que los universitarios pusieron en la historia del franquismo para abrir una ventana que ya no se cerró, la revista comienza cada vez más y más a introducir colaboraciones de escritores nada afectos al régimen, tanto españoles como hispanoamericanos. En fin, tras la muerte de Franco y el inicio de la Transición, la revista, siguiendo un curso de cierta independencia de criterios dentro de un organismo estatal, se movió como el resto de las revistas españolas, aunque con una feliz competencia que durante muchos años no había conocido. Cuadernos Hispanoamericanos es una publicación de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), una revista que está en casi todos los departamentos de español del mundo. Cada número aparece en nuestra página web, alcanzando una difusión que llega a los veinte mil lectores mensuales. Las revistas en papel han disminuido en los últimos años, pero su presencia digital, con distintos formatos, se ha multiplicado hasta el punto de que podemos hablar de una verdadera selva de las letras en la red. El propósito de Cuadernos es y ha sido el desarrollo de criterios y la propuesta de información para ofrecer, desde el amor a la literatura y al pensamiento, obras que quieren perdurar en la memoria y en el tiempo, que suponen una búsqueda de la excelencia. Las revistas nos permiten alternar, ya lo dije al principio, nos permiten ser otros y ser con los otros, y en este sentido son un espacio político: una plaza favorable de la ciudad.

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Un forastero en su casa Por Blas Matamoro


Empecé a colaborar con Cuadernos Hispanoamericanos en 1978. Desde 1979 fui parte de la redacción y entre 1996 y 2007, su director. Observando esas cuatro décadas de mi vida asociadas a esta casa, las veo como un complejo fenómeno de transformación. Al fondo, la Transición política de España y, de cerca, la conversión del viejo Instituto de Cultura Hispánica en la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) que es en la actualidad. En ese sentido, la revista es una señal de permanencia en el orden del intercambio, la colaboración y un incesante trasiego humano entre la Europa y la América que hablan y escriben en una misma lengua. Para un argentino con ahínco de escritor –excluyo las categorías de profesión y carrera, que no me incumben– la comunidad lingüística resultó fundamental. No porque yo fuese un forastero que sabía hablar y escribir en cierto español, sino, quizá, por lo contrario: porque tuve que aprender a hablar y escuchar en otro español, es decir, en una rica y variada relación con la palabra que, siendo habitante de mi país natal, no conocía. En qué medida esa experiencia puede haber hallado algún lugar en mi tarea literaria, no soy quién para averiguarlo, aunque sospecho que la huella ha de existir por derecho propio. El destierro, que es en sí mismo una pérdida y, eventualmente, algo que puede llegar a vivirse hasta como un castigo, echando las cuentas de lo hecho, arroja un ancho saldo de ganancias. Se crean nuevas relaciones personales, se construye una familia de renuevo, se ejercen uno o varios trabajos, se arma una casa, se descubre o se inventa un lugar que, más allá de las inescrutables circunstancias que se hacen llamar la vida, acaba de ser propio a la manera de un gesto del destino. Es como si hubiera estado preparado de antemano, a la espera de nuestra llegada. Así, el forastero que no es nativo de ninguno de los pueblos de España acaba siendo un ciudadano del Estado español, igual a los demás y tan libre como ellos. Ellos que ahora somos nosotros. Llegando de la Argentina del dictador Videla a la España de Adolfo Suárez, el fenómeno se nos impuso de tan evidente que era. Soy argentino nativo, de familia paterna asturiana y, al ver en los pueblos de tierrina de mis abuelos las rumbosas mansiones de los indianos que habían hecho fortuna en América y querían lucirla ante sus paisanos, pensé que mis antepasados habrían forjado la fantasía de volver para construir alguna parecida. No pudieron hacerlo y los descendientes arraigamos allá. Tal vez mi trabajo español sea, aunque menos visible y aparatoso, mi casa de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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indiano y esta casa, la del Instituto y la Agencia, una parte esencial de la otra. Durante los primeros ocho años de mi empleo en la revista, era su director José Antonio Maravall. El comentario cotidiano que mantuvimos fue para mí un privilegiado cursillo de aprendizaje conducido de modo igualitario, gracias a las buenas maneras de Maravall y a la empatía mediante. Era un hombre de la edad de mis padres y, a pesar de esta diferencia personal y a la otra, la histórica, una comunidad de lecturas y un lenguaje enseguida compartido me permitieron mantener una relación en la que el trabajo y la amistad convivieron armoniosamente. Por esas fechas, Maravall completaba su averiguación del Barroco («Me falta un Quevedo –me decía– y no puedo meterme en Calderón porque la mejor bibliografía calderoniana está en alemán») y entraba en la generación del 98. Llegó al final tratando la conversión ideológica de Maeztu y la variable idea de la historia que tuvieron Baroja, Azorín, Valle-Inclán y Unamuno. También trabé amistad con los anteriores directivos de Cuadernos, Pedro Laín Entralgo y Luis Rosales. Los tres pertenecían a esa juventud cuyo episodio marcante y tremendo fue la Guerra Civil. Aunque se hallaron en el bando vencedor –Maravall, de modo trabajoso–, la guerra fue para ellos también una pérdida. Gran parte del país, en lo humano y lo material, se había destruido, les había sido arrebatada. Acaso, una de las razones de sus laboriosas existencias como maestros y escritores se deba a una honda, oscura e insistente necesidad de reparación. Eran hombres de múltiples saberes, señalados por las tradiciones de apertura cultural al mundo propias de una España de preguerra. También se sumaron a esa suerte de españoles que intuyeron, a cierta altura de la historia, que el régimen dictatorial cumpliría su ciclo y daría lugar a un acomodo de España dentro de la Europa occidental y moderna. Sin duda, este background intelectual fue uno de los elementos que propiciaron la Transición constitucional española. Estos contactos me ayudaron –y conmigo a muchos emigrados sudamericanos que compartimos en los primeros tiempos eso que alguien llamó el Paseo de los Tristes– a rehacer mi imagen de España. De lejos, era un país cerradamente franquista del que a veces teníamos sueltas e incongruentes noticias. Nuestro arribo coincidió con la apertura y el destape. En nuestra memoria retumbaban las puertas cerradas de golpe. En nuestro presente regía el bullicio de ventanas abiertas igualmente de golpe. Fue lo 105

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que Francisco Vives denominó de forma graciosa «el desmadre padre». Todo colaboraba a estimular nuestra incorporación a la vida de los lugareños. Ciertamente, España no era el país de inmigración que llegó a ser décadas más tarde y hubo que ir formando a medias una cultura de lo forastero, favorecida por el hecho de que todos, acento más o menos, compartíamos la lengua. Esta casa, por la presencia de becarios, profesores y funcionarios diplomáticos hispanoamericanos, fue un lugar de encuentro privilegiado. Aquí fueron recibidos Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Ernesto Sábato, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Adolfo Bioy Casares, Mario Vargas Llosa, Arturo Uslar Pietri, Augusto Monterroso, Guillermo Cabrera Infante, Augusto Roa Bastos, Jorge Edwards, Nicanor Parra, Álvaro Mutis, más una cuantiosa lista de estudiosos en la materia. En la casa trabajaban el cubano Gastón Baquero, el boliviano Pedro Shimose y el argentino Horacio Salas, igualmente escritores, con los que la charla cotidiana cubría los grandes movimientos y los pequeños vaivienes de la literatura. Un aliciente agregado para los emigrantes lo poblaron los exilados españoles que recuperaban su país. En los pasillos de esta casa volvimos a ver, como tiempo atrás y alguna vez por las calles de Buenos Aires, a Rosa Chacel, Francisco Ayala, Rafael Alberti, Maruja Mallo o Enrique Aztiria. Si ellos pudieron volver, nos decíamos, nosotros podríamos hacerlo también, por más que la espera nos condujese a la vejez. A Maravall sucedió en la dirección Félix Grande que, sin pertenecer a su generación y con una historia intelectual muy diversa, sin embargo, era, asimismo, un indicio del proceso de transformación española que había precedido a nuestra llegada. Era un hombre de origen modesto, autodidacta y que no contaba a su favor con lazos de familia que le permitieran vincularse fácilmente con los medios literarios que convenían a su vocación de escritor. Integraba la población de inmigrantes internos que se avecindaron en Madrid durante la década de 1960, a favor del rápido desarrollo urbano que se dio en la España de entonces. Con su tenacidad y su labor de poeta y prosista, Félix se abrió camino hasta alcanzar la dirección de Cuadernos. Por sus aficiones de lector, contaba con la relación literaria y amistosa de unos cuantos escritores de Hispanoamérica. Varios van citados en la lista antes expuesta, pero cabe añadir, entre otros, a Julio Cortázar, Abelardo Castillo, Sylvia Iparraguirre y Héctor Rojas Herazo. Siempre reconoció su deuda con la inCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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fluencia de César Vallejo, lo cual lo aproximó a la obra de tantos poetas transatlánticos, como el chileno Gonzalo Rojas y el argentino Juan Gelman. La época que vengo evocando tiene sus perfiles intelectuales y ellos han quedado documentados en las páginas de la revista y fueron motivo de innúmeras conversaciones y hasta discusiones que tuvieron como escenario la oficina de la redacción y el bar de la casa. En la disciplina que me queda más próxima, la crítica y la teoría literaria, los años trajeron la liquidación y el balance de la experiencia estructuralista, dominada por el afán de formalizar extremadamente la lectura de los textos literarios y por perseguir una precisión científica en la tarea del crítico y el enseñante. Quedaba atrás la polémica entre esta tendencia y la de matiz sociológico, que enrostraba al estructuralismo ser un mero formalismo positivista que no tenía en cuenta la realidad material histórica de la literatura. A su vez, los estructuralistas de pura cepa consideraban al sociologismo una mera ideología de sector que ignoraba las potencias del lenguaje no como mero transmisor de significados, sino como productor de sentido. La crisis de los grandes sistemas ideológicos hizo mella en la escuela sociologizante y la aridez y la abstracta rigidez del formalismo lo hizo en el espacio estructural. Sin duda, se tuvieron en cuenta los aportes. Considerar un texto como una estructura, un campo circunscrito de signos que se significan mutuamente, es un procedimiento productivo aunque insuficiente. En cuanto a la historia social de la cultura, es indispensable para entender la génesis de una obra, si bien no la agote su lectura anclada en una fecha. Como suele suceder en estos casos, a un extremo sucede otro. Al cientificismo siguió la consideración literaria de la literatura, poniendo en el centro de su realidad al lector. De tal modo, se siguió el modelo de considerar en primer término la recepción de las obras en lugares y tiempos distintos, produciendo un comparatismo que mostraba la apertura y también la inestabilidad de los textos literarios, en perpetua metamorfosis. Las filosofías de lo posmoderno se inclinaron por un relativismo que, llevado a su ápice, se volvía curiosamente absolutista, un absolutismo de lo relativo. La crítica se vio enriquecida por aportes externos y recuperaciones. Bajtín, con su rica sugestión de considerar la cultura de la carnavalización y el carácter coral del arte letrado –escuchar 107

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no una sola voz de un supuesto autor, sino las voces de las que el texto es cámara de ecos–, nos devolvía al mundo de la historia. En cambio, el intento de aplicar a la materia literaria el psicoanálisis lacaniano por la vía de la lingüística saussureana corría el peligro de encriptarse con un léxico de neologismos y claves bizantinas de difícil intelección. Lo mismo en cuanto a la desconstrucción que va haciendo desmigar el texto con sucesivas lecturas hasta alejarse de sí mismo y desaparecer. Estas batallas de encajes y puntillas parecen haber cesado, aunque siempre aparecen fidelidades de escuela, como ahora sucede con los estudios de género, poscoloniales y multiculturalistas. Este denso tejido, rico de ideas y, a veces, sobrado de obediencias literales, hace que el director de una revista generalista y neutral como Cuadernos deba imitar a un agente municipal del tráfico urbano, evitando siempre actuar de modo rígido y mecánico como si fuera un semáforo. Es lo que intenté hacer cuando me tocó el turno. No me juzgo porque sería inconducente hacerlo. Simplemente, declaro mi deseo de que la revista conserve su apertura actual a disciplinas, opiniones, tendencias y personalidades varias, como cuadra a un mundo que, dentro de la homogeneidad de la lengua, cubre la abarcante inquietud de los seres humanos por conocer ese mundo mientras lo hacen, evitar deshacerlo y tratar de conocerse a sí mismos –corrijo: conocernos– en el espacio de la palabra, que es, por excelencia, lo que nos hace humanos y hasta puede deshumanizarnos.

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Aprendizajes

Š Juan Malpartida

Por Jorge Edwards


Éramos revoltosos, éramos jóvenes de buenas familias o de familias de clase media más bien acomodada, en estado de ruptura de clases, éramos aspirantes a escritores, o artistas, o psicoanalistas en ciernes, y lectores empedernidos. Andábamos por todas partes, a pie, en tranvías abiertos, en trolley buses, con libros despapelados, desfondados, grasientos, con frecuentes manchas de café y manchas de vino o de cosas peores. Me acuerdo de los libros que llevaba Enrique Lihn, en esos años de su primera colección de poemas, Nada se escurre, en sus paseos por el Parque Forestal: volúmenes sucios, ruinosos, que no se sabía cuántas páginas habían perdido; traducciones sospechosas de Martin Heidegger, de Jean-Paul Sartre, de Gaston Bachelard, de Friedrich Nietzsche. Enrique bajaba por las escalinatas carcomidas, roñosas, de la Escuela de Bellas Artes y nosotros, Alberto Rubio, Jorge Sanhueza (el Queque), Samir Nazal, yo, llegábamos desde la Escuela de Derecho, que se hallaba más al oriente, al costado de la plaza Italia, al otro lado del río Mapocho. El Santiago de entonces, de fines de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, ya dejó de existir. Ocurrió lo mismo con el espacio que correspondía en aquella época al llamado gran Santiago. Nos encontramos un buen día en San Bernardo, en la Florida, en San Miguel, en una casa modesta, de un piso, con olor a meado de gato, que se estremecía con cada paso de sus ocupantes, que pertenecía a parientes de Jorge Millas, el filósofo, miembro de una generación anterior a la nuestra. Aunque más distante, bastante mayor que nosotros, Jorge Millas formaba parte de círculos intelectuales que conocíamos. Había sido profesor de filosofía en la Universidad de Puerto Rico, había publicado un ensayo sobre Goethe y ahora, en silencio, solitario, distante, erudito, se había instalado entre nosotros, por allá por San Bernardo, en el lugar que Enrique Lihn, después, en uno de sus poemas más conocidos, llamaría «el horroroso Chile». Creo que en esa casa de los alrededores se encontraban personas como Eduardo Molina, conocido entre nosotros como «el poeta Molina», poeta sin poemas, Bartleby en versión criolla; Luis Oyarzún Peña, filósofo y cantor de la vida errante y de la naturaleza del valle Central, ecologista antes de la llegada del ecologismo; quizá Enrique Lafourcade, que ya había publicado su novela Pena de muerte, libro que Roberto Bolaño, muchos años más tarde, me confesó que había leído y que le había gustado, como si esa confesión y ese gusto fueran un tanto sorprendentes y un tanto vergonzosos; además de alguno de los poetas destentados, melenudos, de obra escasa, de aquel entonces, y de alguna musa: Margarita Aguirre, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Marta Jara, Teruca Hamel, Stella Díaz Varín, musas divertidas, interesantes, a veces borrachinas, ocasionalmente peligrosas, que recordamos con nostalgia. En esa ocasión, en forma espontánea, al calor de vinos baratos, de algún arrollado de huaso, de empanadas de horno, a Enrique Lihn, que tenía dotes de actor, y a mí, se nos ocurrió improvisar un paso de comedia, una comedieta bufa. No sé si sería, en mi caso, por influencia de Pepe Alcalde. Enrique representó a Pablo Neruda, sin pertenecer a la especie de los nerudianos puros, como el Queque Sanhueza y la Margarita Aguirre; y yo, que me había alejado de los rediles católicos, representé al cardenal José María Caro Rodríguez, de quien había sido monaguillo en mis tiempos de colegial, en las misas solemnes de los 31 de julio ignacianos. Yo imitaba con algo de gracia la voz gangosa, cascada, aguda del cardenal, y Enrique la voz nasal, cansina, sureña del poeta de Residencia en la tierra. Bebimos largos sorbos de nuestros vinos pipeños y nos enfrascamos en una discusión furiosa de nuestros respectivos personajes, en el lenguaje propio, exagerado, distorsionado, de cada uno de ellos, acompañando las palabras con gestos, pasos teatrales, expresiones hiperbólicas. Neruda se presentaba como poeta del pueblo, bardo máximo, invencible, y el cardenal, representado por mí, se reía de él a carcajadas, con su boca desdentada y desbocada: de sus tropiezos, sus torpezas, sus ínfulas populacheras. Y el anciano cardenal se sobaba las manos, celebrando su anticipada condena a los infiernos. Fue una sesión disparatera, divertida, algo alcohólica, muy propia de esos años, y ahora no sé si Stella Díaz Varín, la célebre colorina, terminó tendida en el suelo, o si esto ocurrió en encuentros posteriores, pero sé que todos nos reímos a mandíbula batiente, dando saltos de alegría, y que muchos de los presentes celebraron la improvisada comedieta durante años. Las sesiones más tranquilas, amenizadas por platos chilenos medio inventados y por vinos más pasables, ocurrían en el departamento de la calle Teatinos arriba, cerca de la estación Mapocho, de Enrique Bello y de su mujer, que en esos días era una gringa de origen sueco, guapa, vistosa, ya no tan joven, y que tenía la manía de hablar y de comportarse con maneras de niña chica, con una especie de coquetería infantiloide, hablando de ella misma en tercera persona. Enrique Bello Cruz, que tendría alrededor de cincuenta años de edad, era del sur, de Concepción. Pertenecía a la familia de los Cruz que había sido federalista, anticentralista, y que había sido derrotada a mediados del siglo xix por los ejércitos centrales. Era un hombre afectuoso, amistoso, de una cortesía 111

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provinciana, que ya había empezado a volverse anacrónica. Era un caballero algo antiguo del mundo del arte y del comunismo nacional, y estaba siempre en situación de relativo conflicto con su partido, porque amaba en exceso la pintura abstracta, más que la del realismo socialista, y la vanguardia, la experimentación en literatura, mal mirada por los estalinistas en estado puro. Publicaba prosas sin letras mayúsculas y a menudo con espacios entre las palabras que reemplazaban los signos de puntuación. Sacaba una revista de gran formato, con aspecto de diario, Pro Arte, y había conseguido mantenerla, haciendo toda clase de acrobacias publicitarias y financieras, durante años. Yo la compraba en mis años de adolescencia a la salida del San Ignacio, después de despedirme del hermano Delgado y del hermano Lou, en un quiosco de la vereda del frente que recuerdo como si fuera hoy, y en sus primeras páginas, rebosantes de tinta y de ilustraciones borrosas, descubría novedades como la poesía de César Vallejo, como ese inolvidable «Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo», clásico absoluto de mi generación literaria, cuyo título, «Piedra negra sobre piedra blanca», nadie entendía, pero que, precisamente por eso, era de un desconcertante, fascinante, atractivo. Descubrí poco después, nada más y nada menos, la poesía de T. S. Eliot, cuyo «Ash Wednesday» (Miércoles de Ceniza) había sido traducido al español por un anglo-chileno que se llamaba Jorge Eliot y que se proclamaba pariente cercano del poeta por él traducido. Eliot, el chileno, resultó pintor, después, de paisajes montañosos, sombríos, que parecían surgir de visiones del norte desértico, y poeta que sufría de la manía compulsiva de leer sus poemas a la gente. Neruda contó que se encerraba en su cuarto de baño, que se sentaba en el trono, y que Jorge Eliot le tiraba poemas recién escritos por él por debajo de la puerta. Me acuerdo de haber encontrado en la casa de Enrique Bello, en su departamento de la calle Teatinos, a poetas, músicos, pintores, de generaciones anteriores, a veces muy anteriores, a la mía. Por ejemplo, Acario Cotapos, que era músico moderno, para definirlo de alguna manera, y que había vivido en París y en el Madrid de antes y de comienzo de la guerra española, donde había conocido de cerca a Ramón del Valle-Inclán, a José Bergamín, a Federico García Lorca, Rafael Alberti, Manolo Altolaguirre, entre muchos otros. Bajo, calvo, panzudo, de ojos saltones, de salidas chispeantes, burlonas, repentinas, Acario me daba la impresión de un huevo carnal, nada de cuaresmal, ambulante. Me contaron que Federico, cuando lo veía acercarse por las calles de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ese Madrid de 1935, decía: «Ahí viene Acario con su vientre Jesús». Pablo Neruda, su íntimo amigo, decía que era un Rabelais chileno, un hombre de gracia inagotable. Con la boca hacía constantes ruidos, górgoros, trinos, y de repente pegaba algo así como alaridos en la selva urbana. Tenía la manía de los microbios, entre muchas otras manías, y, en el momento de dar la mano, mostraba un grano, una cicatriz, lo que fuera, y la escondía de inmediato. Es decir, no daba la mano por miedo al contagio. Antes de Madrid había vivido en el París de entre las dos guerras y citaba sus numerosos encuentros personales con el maestro Wolf, con Igor Stravinski, con poetas y pintores de la vanguardia más avanzada. Yo lo encontré en el Santiago de fines de los cuarenta, de la década de los cincuenta, y estaba siempre devorado por la nostalgia, por esa enfermedad que Joaquín Edwards Bello había bautizado como «parisitis». Acario, en un tono conspirativo, burlesco, autocompasivo, sostenía que había que venderle Chile a los norteamericanos «y comprarse algo más chico cerca de París», anécdota que he contado en otros lugares y que nunca deja de arrancar una sonrisa. Lo escuché muchas veces improvisar al piano con indudable talento, con ritmos y formas, o ausencias de forma, que me hacían pensar en gimnopedias de Erik Satie, en sus «piezas en forma de pera», y oí fragmentos, ya no sé si en discos o en vivo, de su poema sinfónico El pájaro burlón. Era un gran creador que hemos olvidado, y que probablemente, tal como van las cosas, olvidaremos para siempre. Acario vivía del aire, haciendo milagros cotidianos, protegido por colegas musicales que pertenecían a sectores sociales más acomodados, como Alfonso Leng, autor de un notable poema sinfónico inspirado en Alsino, la novela de Pedro Prado sobre un Ícaro campesino, y que era médico y dentista de profesión, o como Alfonso Letelier y Domingo Santa Cruz, compositores musicales y dueños de fundos. Mi madre contaba que iba a la consulta de dentista de Leng y que de repente, entre gutaperchas y máquinas, con la boca entre artefactos, aparecía la cara exaltada, de escasos pelos disparados hacia los lados, de Acario. El Chile de los Alfonso Leng, de los Acario Cotapos, de pintores como Camilo Mori o el inefable Agustín Abarca, que pintaba árboles y vendía cuadernos y lápices de colores para ganarse la vida, de actores como Agustín Siré, María Maluenda, Bélgica Castro, de historiadores como Ricardo Donoso, Jaime Eyzaguirre, Francisco Antonio Encina, un país entre conservador y anarquizante o izquierdizante, es ahora un islote austral desaparecido, con sus 113

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historias, sus grandes personajes, sus musas. Pablo Neruda decía con frecuencia que a los excéntricos de Santiago, que pululaban por todas partes, redondos como Sancho Panza y su hermano criollo Acario Cotapos, estilizados como Alonso Quijano el Bueno o como el Incandescente Urrutia, de cachimbas curvas, sombreros de tweed con plumita de ganso y esclavinas a lo Sherlock Holmes (el poeta se refería a don Marcos García Huidobro, que había sido cónsul de Chile en la isla de Ceilán y en la populosa ciudad de Calcuta, en los tiempos en que él era «cónsul de tercera clase» en Rangún y en Colombo), había que haberlos conservado en formol, ¡a favor de la diferencia, de la poesía, de la vida! Puede que el Chile de hoy esté mejor en los números, en las estadísticas, incluso en los niveles de superación de la pobreza, pero temo que en la fantasía, en el espíritu, en todo aquello que es la sal de la vida, esté bastante peor. Es decir, tengo serias dudas en este último aspecto, y me pregunto si estas dudas forman parte de esa «íntima tristeza reaccionaria» que cantaba el poeta mexicano Ramón López Velarde. Un buen día estábamos en el Museo de Bellas Artes de Santiago, frente al Parque Forestal, entre sus cristales y sus estructuras de hierro, imitadas del Petit Palais de París, y Enrique Bello, el amigo infaltable, me señaló a un hombre de mediana edad, más bien moreno, de bigotes, que estaba apoyado en una pared, solo, con cara y hasta con expresión corporal de aburrimiento, de fastidio, de desacuerdo con el mundo. –Es un personaje interesante –me dijo Enrique–, un escritor y diplomático brasileño. Te aconsejo que converses con él. Resultó que Rubem Braga era un cronista archiconocido y celebrado en el Brasil y un poeta ocasional de calidad, poeta bisiesto, de acuerdo con la expresión de Manuel Bandeira, uno de los grandes de la poesía en lengua portuguesa de esos años. Rubem había sido un fuerte opositor a la dictadura de Getúlio Vargas y había sido censurado y hostigado en la forma habitual de las dictaduras de ese tiempo, que años más tarde, en comparación con los regímenes militares más recientes, parecieron dictablandas. Era un hombre gruñón, reservado, amante profundo de la pintura y de la poesía, bebedor compulsivo de whisky, a la manera de su íntimo amigo Vinícius de Moraes, poeta e inventor, junto con Antonio Carlos Jobim, de la bossa nova, de amores femeninos constantes y a veces paralelos, y no sabría decir ahora si siempre efectivos o a menudo imaginarios, platónicos, como si la mujer soñada, idealizada, tendiera a ser suplantada por la botella CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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y por la ensoñación en estado puro. Para compensarlo de las molestias y atropellos que le había ocasionado el régimen de Getúlio Vargas, el presidente conservador que había seguido a la caída de Vargas y su suicidio, el señor Café Filho, le dio un cargo diplomático en Chile, el de jefe del Escritorio Comercial del Brasil. Rubem, que pertenecía a la especie de los escritores que tienen un sentido sólido de la realidad, sin excluir las realidades comerciales y económicas, cumplía con su trabajo en horas matinales de atención dedicada, eficiente, hasta minuciosa. Conversaba con gente de los sectores más diversos, leía mucho, seguía la vida y la política chilenas de cerca. En sus escapadas nocturnas, que lo llevaban a mundos insospechados, manejando un Oldsmobile oscuro, amplio, ultramoderno para ese tiempo, solía olvidarse de dónde había estacionado el automóvil y regresar a su casa del barrio alto de Santiago en un taxi. Estos olvidos frecuentes del entonces lujoso Oldsmobile, seguidos de cansadoras búsquedas al día siguiente, lo llevaron a poner término al arriendo de su casa en la calle Roberto del Río y a tomar habitaciones en el hotel Lancaster, que se hallaba en una calle curva del costado del hotel Carrera, al lado de Amunátegui y a dos calles de distancia de La Moneda, en pleno centro de Santiago. El Oldsmobile azul oscuro descansaba en el subterráneo y su dueño salía a sus excursiones nocturnas a pie, sin rumbo fijo, desembocando a veces en los talleres de artistas que existían entonces en Merced esquina de Mosqueto. Esos talleres fueron escenarios de diversos textos narrativos míos, como la novela más o menos breve El museo de cera, que el crítico mexicano Christopher Domínguez calificó de «casi novela», definición que no carece de un lado de humor y hasta de broma. ¡Cuánta broma, cuánta risa, cuánto whisky intercambiado entre los talleres de Matías Vial, escultor, de Arturo Edwards de Ferrari, escultor, gastrónomo, coleccionista, y de Pilar, mi mujer, y Paulina Waugh! ¡Qué cosas habrán visto esos muros frágiles y esas esculturas tapadas con paños blancos que parecían mortajas! Eran los finales del régimen constitucional de Carlos Ibáñez del Campo, que había sido dictador en la línea, precisamente, de Getúlio Vargas, y en la de Primo de Rivera en España, a fines de la década de los veinte, y que en 1952, después del colapso desprestigiado de los Gobiernos radicales y del presidente Gabriel González Videla, había sido elegido por mayoría casi absoluta de los votos de los ciudadanos de Chile. Ibáñez había sido un presidente mediano, por no decir francamente mediocre, conciliador, que, después de haber sido expulsado del Gobierno y del país por 115

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una huelga de brazos caídos en 1931, trataba en su segundo periodo de evitar conflictos a toda costa. Rubem Braga comprendió nuestra situación interna con agudeza, con ironía; navegó en esas aguas con relativa facilidad, cultivando buenas relaciones con la gente de su embajada, y, cuando terminó de pagar las deudas que había contraído en su país en épocas difíciles, regresó a su amado Río de Janeiro, a la «cidade maravilhosa», que en aquellos años, como lo pude comprobar un poco más tarde, era verdaderamente maravillosa, mágica, bella e inspiradora. En los primeros tiempos de Rubem en Santiago asistimos una noche a una fiesta, con Pilar, pareja mía y futura mujer, que practicaba el arte del dibujo y el de la escultura, con Enrique Bello y su gringa sueca, que estaba impresionada con el personaje de Rubem Braga, que mientras más obsesionada, más infantiloide se ponía, y con algunos más: Enrique Lihn, Jorge Sanhueza (el Queque infaltable), la Negra (Blanca Diana) Vergara. La fiesta era en la nueva casa de Pablo Neruda en los faldeos del cerro San Cristóbal, quien se había instalado a vivir ahí después de su separación de Delia del Carril, la Hormiga, y de juntarse con Matilde Urrutia. Rubem, que tenía acceso a los whiskies de la diplomacia en esos tiempos de estricta prohibición, llevó dos botellas cúbicas, equivalentes a oro líquido, a la casa del San Cristóbal, una para el dueño de casa y otra para el consumo del grupo nuestro («la petit bande joyeuse», Marcel Proust), y las dos preciosas botellas fueron ocultadas debajo de la cama de los dueños de casa. Pero resultó que bebimos la nuestra con relativa rapidez, y alguien, quizá el Queque Sanhueza, quizá yo mismo, aunque ahora no lo creo, partió a buscar la segunda botella, la destinada al poeta, la que también fue consumida por nosotros, y en forma todavía más rápida. El vate de Canto general, del «Estatuto del vino», del «Apogeo del apio» descubrió a la mañana siguiente que su presente de whisky auténtico se había hecho humo. Me imagino que Braga, generoso con sus botellones, generoso en casi todo, lo habrá compensado en forma más que suficiente. Dejo a Rubem Braga a un lado, por un momento, para seguir con otras historias y retomar la suya, y la de mi viaje al Brasil, más adelante. Rubem me convirtió en lector y hasta traductor de Joaquim Maria Machado de Assis, uno de los grandes clásicos iberoamericanos, escritor de humor moderno, libre, de familia cervantina, que Machado de Assis había conocido en su formidable lectura de novelistas ingleses del siglo xviii. También me animó a leer a magníficos poetas casi desconocidos fuera del CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ámbito de la lengua portuguesa, como Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade, Augusto Frederico Schmidt, Vinícius de Moraes, y, a través de las menciones de algunos de ellos, a Fernando Pessoa, cuya fama internacional sólo comenzó a funcionar algunos años más tarde. El mundo de la cultura cambiaría en todas partes al cabo de muy pocos años. En tiempos recientes, en viajes a Portugal y a la ciudad de São Paulo en Brasil, he comprobado que Rubem Braga, después de su muerte, ha llegado con las antologías de sus crónicas diarias a convertirse en un clásico de la lengua portuguesa. Pero dejo estos temas rubembragianos, lusitanos, cariocas, para más adelante, y vuelvo al caballero de la Figura no tan Triste, después de todo, pero un tanto melancólica, un poco desamparada, de Enrique Bello Cruz, revistero vocacional, gastrónomo de recursos limitados, amante de la pintura abstracta, de la buena literatura, de las señoras atractivas. Esas reuniones, esas cenas en su departamento de Teatinos, esas exposiciones de pintura de la década de los cincuenta eran, en su carácter particular, en su sintonía con el vasto mundo y, a la vez, en su condición, inevitablemente, fatalmente provinciana, inolvidables. Yo añadiría, conmovedoras e inolvidables. Cito ahora de memoria, con la seguridad de olvidar a muchos, a artistas interesantes de esos años: Carlos Faz, que llegó un día desde Viña del Mar y presentó una exposición completa de su pintura de joven de veintitantos años en la galería del Instituto Chileno-Norteamericano: tenía un aire lejano de Picasso y de Joan Miró, con escenas de una Edad Media chilena inventada, jugada y extraviada; Carmen Silva, pintora inspirada de objetos modestos, de sillas de paja, ventanales, estufas a parafina, bacinicas de rebordes azules; Lily Garafulic, escultora y profesora, maestra en su género; Raúl Valdivieso, renacentista a su manera, hombre de una cortesía, de una finura, de una generosidad de otro tiempo, seguidor, para definirlo de alguna manera, sin mayores alardes de vanguardismo, de un Henry Moore, o de un Aristide Maillol; Juanita Lecaros, continuadora de las ingenuos, de los naif, criollos, con Herrera Guevara a la cabeza. Chile no tenía fuerza, y no tenía personalidad, para poner en valor (como dicen y hacen los franceses), para proyectar al resto del mundo, sus valores propios. Éramos recogidos, «arratonados», como se decía antes y ahora, y, sin embargo, éramos. Las obras de los artistas que he nombrado antes, y las de algunos más, están ahí, y todavía nos hablan, todavía nos dicen algo. Insisto en que hay muchos otros, en que no están todos los que son, aunque me parece que sí 117

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son todos los que están en mi lista. Roberto Matta era un capítulo aparte: un gran artista, derivado del surrealismo, creador de escenas mentales y a la vez cósmicas, y un gran vendedor de sí mismo. ¿Un farsante de alto nivel? ¿Un Salvador Dalí chileno, parisino y neoyorquino? Podríamos llegar a la conclusión de que los hijos de la gran burguesía tienen aptitudes para venderse mejor, aunque quizá no siempre. Pertenecen, en muchos casos, a generaciones de vendedores eficaces. Aun cuando a menudo se equivocan. Vicente Huidobro, por ejemplo, que se llamaba Vicente García Huidobro Fernández y era vástago de los dueños de grandes viñas del centro de Chile, se sobrevendía, con gestos excesivos y con resultados más bien contraproducentes. Quiso ser escritor francés a toda costa, y resulta que los franceses, ahora, se acuerdan de Pablo Neruda, se interesan en Nicanor Parra, descubren a Roberto Bolaño y ayudan a ponerlo de moda, y de Huidobro, el afrancesado por antonomasia, no saben una palabra. Álvaro Yáñez, que firmaba como Juan Emar (de la expresión francesa j’en ai marre –tengo fastidio, tengo lata–), pertenecía a una especie humana y social parecida, pero, por vocación, casi por definición, era secreto, y esa condición secreta, marginal, en forma paradójica, lo ha salvado. De cuando en cuando declaraba que «se sentía peludo» y se metía en la cama durante un mes entero. Fue un escritor sobreabundante, a veces interesante, y un pintor que ensaya, que se esfuerza, que comienza de nuevo a cada rato y que, en definitiva, no convence. Creo que fui con Carmen Yáñez, hija de Pilo, que había sido actriz de teatro, que era algo mayor que yo, a las veladas de Enrique Bello. Es muy posible, y no estoy seguro. Otro personaje interesante de las veladas de Enrique Bello era Sebastián Salazar Bondy y su atractiva mujer, peruana como él, Irma. Sebastián era delgado, discreto, insinuante, de tez algo oscura, de conversación irónica, informada, peruanísima en el sentido más completo de la expresión: en el acento, en los numerosos peruanismos, en las anécdotas que llegaban del norte, de Lima y Arequipa, de Bogotá, de Caracas y Río de Janeiro, y de París, de las leyendas del París de los americanos del sur. Sebastián escribió un ensayo que debería ser un clásico nuestro y que tiene algo en común con El laberinto de la soledad, de Octavio Paz: Lima la horrible. ¿Por qué la horrible? Por sus complejos, por su identidad insegura, como ocurre con el México de Paz, por su contradictoria y siempre amenazada autosatisfacción, por un fenómeno descrito como «pasatismo»: complacencia un tanto reblandecida con el pasado decimonónico, virreinal, incluso preCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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colombino. Sebastián Salazar Bondy había plasmado en su ensayo un conjunto de sentimientos contrapuestos: amor y odio; nostalgia irresistible y rechazo furibundo de la nostalgia; fascinación frente al pasado virreinal y desconfianza, duda; acercamiento a todo eso, huida de todo eso. La prosa de Lima la horrible, que en el tiempo de las veladas de Enrique Bello sólo conocíamos en parte, ya que el libro fue publicado en 1964, cuando yo ya vivía en París como secretario de la Embajada chilena, me pareció, en su primera lectura, en forma paradójica, fresca, nueva, más libre que lo habitual, insolente e independiente, a pesar de su obsesión por el pasado, o a causa, quizá, de esa obsesión. No había pudores inútiles: el poeta y prosista, el autor de Sombras como cosas sólidas, de El tacto de la araña, escribía contra la corriente, expresaba sus rechazos como parte integral de sus debilidades. Deberíamos revisarlo ahora, como ya hemos revisado a Julio Ramón Ribeyro, otro maestro alusivo y elusivo, escondido, contradictorio. Hace falta tiempo y hace falta lucidez para la revisión. ¿Se puede pretender que seamos periféricos, marginales, miembros de una seductora «otredad» y a la vez clásicos a la manera francesa, a lo Paul Valéry o André Gide? ¿No es mejor que permanezcamos en nuestros escondites, en nuestros márgenes, en nuestros relativos anonimatos y que los europeos, los del norte, nos descubran, si es que quieren descubrirnos? Termino este capítulo, donde aparece y desaparece el inefable, el delicado caballero Enrique Bello, gastrónomo, publicista, aficionado a las artes plásticas, comunista de salón (salonbolchevik), con el retrato de un poeta un poco posterior a la generación mía y que comenzó a darse a conocer en esos años. Jorge Teillier tenía una figura romántica: era más bien frágil, más bien pálido, delgado, de pelo abundante, de voz suave, de manos encogidas, que temblaban ligeramente, que de repente se levantaban, como si fueran a anunciar algo que se resumía en un chiste, en una carcajada, en un temblor de todo el cuerpo. No creo que bebiera demasiado, pero bebía siempre, desde el desayuno hasta avanzadas horas de la noche, vinos baratos y cervezas al alcance de aquellas manos. Era sociable, burlón, amistoso, aficionado a conversaciones siempre interesantes y siempre perfectamente inútiles, y estaba siempre rodeado de «encandiladas, pálidas estudiantes», para recordar unos versos de Residencia en la tierra. Si Sebastián Salazar Bondy era el cantor del pasado limeño, de los balconajes coloniales y los palacetes virreinales venidos a menos, Jorge Teillier, que había nacido en Lautaro, en el corazón de la Araucanía, era el poeta de las estaciones de trenes 119

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abandonadas, de las reinas de las primaveras ya pasadas, de las viejas canciones francesas, argentinas, chilenas, panameñas, de los púgiles retirados, desdentados, descerebrados, en pavorosa decadencia. En años algo posteriores recibían modestos ingresos en la oficina del Boletín de la Universidad de Chile, publicación oficial y más o menos confidencial, Enrique Bello, su director; Pilar de Castro (o Fernández de Castro), secretaria, futura mujer mía, y Jorge Teillier, autor de Para ángeles y gorriones, de Poemas del país de nunca jamás, de El árbol de la memoria, entre otros títulos de este poeta escaso y que en el balance final resulta casi abundante, cabeza de una escritura de la nostalgia rural y provinciana que pasó después a llamarse «lárica», de los lares desaparecidos. En otras palabras, poesía lenta, rigurosa, sin prisa, pero sin pausa, y que no aspiró nunca a destronar a Pablo Neruda o a definirse como antipoeta.

Fragmento del segundo volumen de las memorias de Jorge Edwards en preparación.

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Paseos

© Miguel Lizana

Por Antonio Muñoz Molina


«Dinos lo que buscas y lo encontraremos para ti». Cuando enciende el cigarro, en la puerta del bar, del que ha salido para fumar con su cerveza en la mano, advierte en mí un gesto de desagrado instintivo del que yo mismo no he sido consciente. Tiene unas facciones atractivas, una presencia distinguida, pero el tabaco le ha dado una gravedad algo lúgubre a su voz y le ha quitado el lustre a la piel de la cara. Me cuenta cómo volvió a fumar, todavía muy joven, hace veintitantos años. La brisa que viene del Retiro le aparta el pelo de la frente y hace que el humo del cigarrillo se aleje rápido de sus labios sin pintar. Las uñas sí las lleva pintadas de rojo. Fue en Barajas, en la terminal antigua de vuelos internacionales, en la sala donde estaba a punto de embarcar hacia Nueva York con su marido de entonces. Mira hacia el Retiro, a través de la anchura de la calle Menéndez Pelayo, y con la brisa en la cara parece que estuviera asomada a la barandilla de un barco, o que estuviera mirando hacia el tiempo lejano en el que se proyecta su recuerdo. «Llevaba tiempo queriendo separarme de él pero no me atrevía. No porque no estuviera segura, o porque temiera la reacción de él. Sólo que lo pensaba y lo iba dejando de un día para otro». Se ponía plazos cada vez más apurados que luego no cumplía: mañana, esta tarde mismo, dentro de una hora, después de la cena, nada más despertarme mañana, dentro de un rato, cuando salga de la ducha. Por fin se puso un plazo más objetivo, una raya irreversible en el tiempo: cuando acabaran las vacaciones y llegara el momento de regresar a Nueva York. Pero el día antes no dijo nada: ni a la hora de la comida, tal como se había prometido que lo haría, ni a la de la cena, ni al quedarse solos al salir del restaurante donde se despedían de unos amigos. * «Sensaciones increíbles para el recuerdo». Por la mañana llegó el taxi a recogerlos y subió a él. Se hizo cargo de la bolsa con los documentos y los billetes mientras él empujaba las maletas hacia el mostrador de facturación. Las maletas no llevaban ruedas todavía. Habían llegado temprano y después del control de pasaportes tomaron algo en la cafetería. Se ponía nuevos plazos secretos, desolada por su pasividad, irritada contra sí misma, proyectando todo su encono hacia él, encontrando en su presencia o en su manera de hablar nuevas razones mezquinas para abandonarlo. Cuando vuelva a la mesa con la bandeja, cuando haya pagado, cuando salga del baño. Llamaron al embarque. Como había muCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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cha gente en la cola se sentaron a esperar en unas sillas de plástico. La cola se iba reduciendo. Una azafata decía por el micrófono los nombres de las personas en lista de espera que podían embarcar. Él se levantó y ella se quedó rezagada un momento. Te permite vivir la vida que quieres. «Ahí fue donde pasó», dice, el cigarrillo entre el dedo índice y el corazón, muy alto, cerca de las uñas, el gesto marcando una fisura en el tiempo. «Él se levantó y yo me quedé sentada, aunque no había pensado hacerlo, no lo había decidido. Sólo que no me levanté a la vez que él». Le dijo que no se iba. Se lo dijo tan bajo que al principio él no lo oyó. Volvió a decirlo más alto, mirándolo a los ojos, y él tardó en comprender. Le preguntó si estaba mareada, si le pasaba algo. Ella le dijo: «No voy a irme a Nueva York contigo». Vio que él abría más los ojos y que movía los labios sin que se formara en ellos ninguna palabra. Lo vio intentar una sonrisa que solía poner cuando algo no le había hecho ninguna gracia, un aviso sarcástico de su desagrado. Alrededor de ellos la gente había ido desapareciendo de la sala de embarque. Algún viajero llegaba con el aliento perdido, con la tarjeta de embarque y el pasaporte en la mano, o buscándolos con el pánico del último momento. Él hizo un ademán de ira y a la vez de hartazgo y capitulación y le tendió a ella su tarjeta, mirándola de arriba abajo. El estupor y la irritación agrandaban su estatura. La tarjeta voló apenas como un tosco avión de papel y cayó a sus pies, entre las zapatillas de deporte que se había puesto para el viaje. La recogió del suelo brillante y pulido y, cuando alzó los ojos, él ya no estaba. Vio cómo el personal lo recogía todo. Luego se acordó de que había oído que repetían su nombre en el altavoz. En el ventanal aviones silenciosos levantaban el vuelo contra un fondo de terraplenes rojizos. El silencio y la sensación de alivio suspendían el tiempo. Volvió a la realidad al advertir que alguien se había sentado en el asiento contiguo, el mismo que había ocupado su marido. Por un momento pensó con irrealidad y espanto que era él, que no se había marchado, que había vuelto. El hombre sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno. «Marlboro, como éste –me dice–. Entonces no llevaban letreros y esas fotos horribles de tumores y operaciones». En esa época las maletas no llevaban ruedas y se podía fumar sin limitaciones en los aeropuertos y hasta en los aviones. Ella iba a decirle que no fumaba, pero de nuevo una decisión ya tomada se adelantó a su conciencia. Sus dedos repitieron con destreza el gesto olvidado de sujetar el cigarrillo. Al ponerse en los labios notó por primera vez en años el olor fuerte y dulzón del tabaco rubio. Le dio la 123

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primera calada y tuvo tales náuseas que temió perder el conocimiento, y más todavía despertarse luego y descubrir que iba en el avión y que había estado soñando que no tomaba el vuelo. * «Tómate la vida con sabor». Es el arqueólogo impaciente de lo que todavía está sucediendo, del instante en que lo valioso o lo intacto se convierte en residuo, el modo en que las imágenes y los eslóganes de los anuncios pasan de la omnipresencia a la desaparición. Es el coleccionista escrupuloso de las hojas de propaganda que hombres maduros sin trabajo intentan repartir en las puertas de los centros comerciales, las que todo el mundo tira y él solicita y agradece, o rescata de la papelera en la que ya se amontonan y de la que se desbordan, «Superoferta de colchones personalizables. Últimos días», «Menú turístico Spanish Paella», «Samanta. Sacerdotisa reencarnada hechicera del amor». Es el archivero que quiere salvar algo de la gran catarata permanente de lo que todavía recién hecho se despeña hacia la basura, el folleto de ofertas del supermercado que huele aún a tinta fresca y ya está tirado en la acera, «Acostúmbrate a nuestros precios increíbles», el cartel escrito a mano por un mendigo sobre un trozo de cartón, la foto de una mujer desnuda que muestra el esplendor de una depilación láser. Todo es presente y todo es también una reliquia anticipada que los arqueólogos del porvenir apenas podrán rescatar porque casi todo se habrá degradado y desaparecido o habrá sido sepultado. Es el recolector de los paquetes vacíos de tabaco que la gente estruja y tira cuando se le acaban y el enviado del futuro o de una potencia extranjera que ha de hacer acopio indiscriminado de materiales que otros expertos clasificarán y estudiarán. Colecciona las fotos atroces de pulmones cancerosos y bocas devastadas y hombres moribundos que vienen en los paquetes de cigarrillos igual que las de señoritas asiáticas o latinas que prometen masajes con final feliz. Imagina con un atisbo de compasión la jornada diaria del publicitario encargado de elegir los actores y dirigir las sesiones fotográficas, la luz pálida de clínica, la palidez de los niños enfermos por culpa del vicio de fumar de sus padres; y más aún la del otro, el escritor anónimo, el que redacta los mensajes, sobre una mesa en la que habrá desplegadas fotos no de jóvenes saltando felices por el aire con teléfonos móviles, sino de pies gangrenados y bocas y cadáveres de fumadores. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Quizás enciende un cigarrillo para activar la inspiración antes de ponerse a escribir, como los escritores de las películas. Una mandíbula en 3D te devuelve la sonrisa. Fumar puede dañar el esperma y reduce la fertilidad. Fumar provoca cáncer mortal de pulmón. Fumar provoca infartos. Fumar puede matar al hijo que esperas. El tabaco es muy adictivo. El humo del tabaco contiene más de setenta sustancias cancerígenas. Fumar obstruye las arterias. Fumar provoca riesgo de impotencia. Su humo es malo para su familia y amigos. Fumar provoca cardiopatías y accidentes cardiovasculares. Fumar provoca el envejecimiento de la piel. Fumar reduce el riego sanguíneo y provoca impotencia. Fumar te quita años y calidad de vida. Fumer tue. Smoking kills. * «Para regalar momentos mágicos». Es (o podría ser sin gran dificultad) el autor de meticulosas monografías académicas sobre los códigos visuales y verbales de los anuncios de masajes asiáticos y calientes amiguitas latinas que aparecen cada mañana en los limpiaparabrisas de los coches. Aunque quisiera ya no podría darse de baja de ese oficio ni renunciar a los instrumentos que le son propios, el cuaderno de notas, el lápiz, la chaqueta o la gabardina de bolsillos hondos, la cartera insondable en la que cabe todo. Es el inspector de las listas de los menús del día que se cuelgan a mediodía a las puertas de los bares y el de los contenedores aparcados junto a las aceras donde se van echando los escombros, los aparatos viejos, los muebles desguazados que nadie quiere, los que tiran cuanto antes los nuevos propietarios impacientes por hacer tabla rasa de todo lo que hubiera en la vivienda que van a reformar, pompeyas ingentes de basura. Los contenedores parecen contener escombros de terremotos, ladrillos y cascotes derrumbados sobre el cabecero de barrotes de una cama antigua, aparatos sanitarios despedazados, todavía con repugnantes manchas amarillas, mangas que asoman como cadáveres sepultados. Un día encuentra en un contenedor un gran cuadro en color de la Virgen de las Angustias y debajo de él un uniforme de almirante, con la cinta de una condecoración arrancada colgando de un ojal.

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Mirabilia Por Eduardo Mitre


Es bien sabido que la narración del proceso de escritura de una obra literaria puede ser tan apasionante como fue el escribirla. Así lo experimenté hace ya tiempo con dos poemas míos: «El peregrino y la ausencia», que dio lugar a «Cuento de un canto», y, años más tarde, con «Carta a la inolvidable», al cual siguió «Itinerario y correspondencias de una carta», una narración puntual de los pasos dados o seguidos en el camino de su escritura. Lo que sigue es una descripción del modo y las circunstancias en que escribí algunos otros poemas. Empiezo esta suerte de memorias, pues comportan varios datos autobiográficos, con la de un poema titulado «La silla», perteneciente a mi libro Mirabilia (1979), el cual, junto a otros, da pie a una breve reflexión sobre la relación entre poesía y realidad. En 1974, cuando cursaba un doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Pittsburgh, decidí viajar a Cochabamba para visitar a mis padres después de cinco años de ausencia. Una noche de julio, ya entrado el invierno con cielo límpido, la escritora y amiga Giancarla Quiroga Zabalaga me invitó a una sesión de espiritismo oficiada por una médium beniana, en una casa situada a tres calles de la mía. Acepté con la curiosidad escéptica con que a menudo escuchaba relatos sobre reuniones de esa índole. Alta, guapa, de complexión robusta, con una voz flexible como hecha para cobijar otras voces en las cuales transmutaba la suya, la médium, Nancy de Corrales, nos sentó a una mesa ovalada, medianamente iluminada por algunas velas. A su izquierda, se encontraba una silla vacía. Iniciada la ceremonia, Juan Coronel, un excondiscípulo de la Facultad de Derecho de la Universidad Mayor de San Simón, entonces miembro del Partido Comunista de Bolivia, pidió a la médium que convocara a su padre fallecido pocos días antes. Lamentablemente, según ésta, el padre no podía hacerse presente. Pero si lo hizo José Gamarra: un joven estudiante de Arquitectura de la misma universidad, asesinado por el grupo guerrillero del llamado Ejército de Liberación Nacional. Enseguida, la silla vacante, próxima a la clarividente, empezó a corcovear o cocear de manera frenética. No hubo tiempo de agacharse para sorprender a quien presumiblemente debajo de la mesa manipulaba tan chúcaro comportamiento ni de separar nuestras manos unidas por los dedos meñique y pulgar, porque la voz de la médium, ya totalmente masculina, era, ante nuestro estupor, la voz misma de Pepe Gamarra. 127

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Estas y otras impresiones de esa estancia pasaron sin que hubiera yo escrito una línea ni sentido la necesidad de hacerlo. Mes y medio después ya de regreso en Pittsburgh, en mi cuarto de estudiante, un amanecer, semidespierto, reconocía la silla de mi cuarto encapuchada con la camisa que colgué en su respaldo la noche anterior. Al día siguiente, por la tarde, un viento recio entró por la ventana produciendo un revuelo de hojas de papel bond que había dejado sobre ella. Entonces, de un solo tirón, escribí ese breve poema que enlaza distintas percepciones o imágenes de la silla en distintos espacios y tiempos: la que a lo largo de las paredes del hall de la casa sostuvo a los deudos en los velorios a la muerte del abuelo y de tío Carlos y la que sobrevolaba los hombros de los participantes en las fiestas realizadas en el mismo hall de la casa. Y lo que son las cosas: cuarenta años después, en 2015, al despertar en Manhattan, tras una nueva mudanza, en un apartamento recién alquilado en la calle 34, escribí en tercera persona, pues tal era el sentimiento de extrañeza al abrir los ojos en otro sitio, un poema titulado «Aún», publicado poco después por Cuadernos Hispanoamericanos. Dicen dos de sus versos: «En el espaldar de la silla / advierte el cuello gris de su camisa». «La silla» fue, asimismo, la piedra de toque para la escritura de otros poemas que conforman «Celebraciones», el primer ciclo del libro. En efecto, un verso referido a la mesa sienta la diferencia entre las dos: la mesa, mansa como la oveja, «no se encabrita como la silla que a veces cocea», imagen esta que proviene, sin duda, de aquella sesión espiritista. Los poemas se sucedieron como si uno convocara al otro, estableciendo, para decirlo con Gonzalo Rojas, el «largo parentesco entre las cosas», aun en las diferencias. Sin embargo, advierto ahora que algunos se hallan signados más bien por la nostalgia; así el de la mesa, que concluye: «Crecer fue faltar poco a poco a la mesa. / Y se fue como un astro apagando la mesa». Tengo para mí que esos poemas fueron la manera de restituir el ámbito y las presencias familiares que ya no encontré en ese breve retorno, pues la mesa a la que me sentaba mostraba sillas vacantes y a mis padres melancólicos y taciturnos, visiblemente afectados por las sucesivas migraciones de sus hijos al extranjero. Esos poemas son evocaciones y, al mismo tiempo, convocaciones: la escritura poética o literaria ¿no es acaso una solitaria sesión espiritista en la cual, mediante la escritura (esa otra médium) se convoca al presente a personas y cosas del pasado reciente o lejano? CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Sin embargo, como el oficio espiritista, el poema siembra dudas: ¿es real lo sucedido o lo escrito? ¿La voz transfigurada de la médium era la de Pepe Gamarra? El poema de la silla afirma: «Tarántula erguida en la penumbra la silla», pero luego otro declara el mentís a esa metáfora que opera esa identificación: «Aun en la sombra, la silla no es una tarántula. / Perdona, silla; tarántula, perdona». De ahí, tal vez, la necesidad de sentar una certeza incuestionable, una realidad objetiva y pragmática, sin metáforas, «La silla sostiene al que escribe estas líneas», verso que en este instante es un hecho tan real como lo fue entonces. Pero aun así la silla no es el poema ni a la inversa, como literalmente lo establece este caligrama que la figura: L a s i l l a (n o é s t a) s a l q u e E s c r i b e

o

s

t

i

e

n

e s t a s l í n e a s

Antes de referirme a otras de mis composiciones de esa modalidad, me pregunto aquí por qué la poesía espacial no me tentó antes, pues ya en mis años de estudiante en la Facultad Derecho me eran familiares las obras tanto de Apollinaire como de Huidobro. El autor de Altazor es el primer autor de la vanguardia latinoamericana que leí asiduamente (después de Neruda, claro) allí por los sesenta, y sus caligramas, en su mayor parte geométricos, me asombraron, al igual que su tejido metafórico, que posteriormente analizaría en mi libro dedicado al poeta. La pregunta se agrava con otra consideración: pese a haber escrito varios poemas inspirados en la pintura (el Greco, Van Gogh, Rothko), debo reconocer que nunca tuve talento para las artes plásticas. 129

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Recuerdo avergonzado una clase de dibujo en la que el profesor Daniel Peña puso al frente, sobre la mesa, una vasija que había que reproducir: era el examen final. Una mirada de asombro, seguido de un gesto de reprobación, se dibujaron en el rostro del profesor tras recoger y ver mi trabajo: una gavilla de trazos borroneados. Por suerte, el examen de desquite en diciembre fue oral. Sospecho que la respuesta a la pregunta que arriba me planteo se encuentra en otro poeta: José Juan Tablada, cuyo libro Li Po y otros poemas (1920) conocí verdaderamente en la Universidad de Pittsburgh, durante las clases de Guillermo Sucre, en la hermosa edición de las obras completas de Tablada, editadas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Los ideogramas del poeta mexicano me fascinaron, especialmente «Oiseau», el dibujo de las huellas de un pájaro en la arena o la nieve y en una inscripción en francés a manera de letrero explicativo: «Voici ses petites pattes / le chant s’est envolé…». Y me siguen fascinando tanto por la sencillez con que aprehenden y expresan lo real como por el candor expansivo que emanan. No menos admirable encuentro el virtuosismo caligráfico en el poema que da título al libro, en el cual, entre otras cosas, el poeta dibuja con palabras un «rumoroso bosque de bambúes», los ojos de un búho y de un sapo con las oes agrandadas, tan expresivas como la sonoridad de esa letra. En su lectura a media o alta voz, cada configuración de ese poema hecho de poemas –feliz fusión de modernismo y vanguardia– se desliza de tal modo que ritmo y grafía, música y dibujo se enlazan impecablemente para la delectación auditiva y visual del lector. En mi caso, salvo el ideograma del pez en Morada, trazado o dibujado a mano, es decir, caligráficamente, es una excepción, pues compuse todos los otros en una máquina de escribir, entre 1974 y 1978, entre Pittsburgh y Nueva York. La figuración de la ciudad contemplada desde una colina no fue muy laboriosa. Lo que fue una proeza es la composición del ideograma del mar y las gaviotas que vi en una de las playas de Coney Island durante una de las visitas a mi hermano Antonio que residía en Manhattan, terminando su doctorado en la Universidad de Columbia. En esa bandada de gaviotas intuí luego la disponibilidad de la palabra «mar» para, repetida, figurar una gaviota con la eme y la erre sugiriendo sus alas y, un poco debajo, la a representando la cabecita y el cuello. Así: CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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m a r La proeza o el lío fue hacer que en la inscripción verbal esas gaviotas aparecieran, como en la realidad, en distintas posiciones de vuelo y a alturas y distancias diferentes. Para ello aflojé el rodillo de la Olivetti, de color celeste, en la cual reintroduje la página oblicuamente, de ambos lados. Tuve que hacerlo varias veces, pues la cabeza de más de una gaviota se me caía, quedando impresa en la página una que volaba descabezada y otra con sólo un ala. Y había que comenzar de nuevo. Mejor ni lo cuento. Pero sí el hecho de que, motivado por esta narración, me puse a contar el número de gaviotas que aparecen en las distintas ediciones de Mirabilia. En la primera, son siete gaviotas; en la preciosa edición de Pre-Textos, catorce, y el mismo número en la segunda edición de El País, de Santa Cruz de la Sierra. Vale decir que, en el tiempo transcurrido entre la primera edición y la segunda, las gaviotas pusieron huevos y se duplicaron. No me acuerdo ni me imagino lo que hice para inscribirlas a todas, ya que, en el 2009, chambón irredimible en cuestiones tecnológicas, seguía, casi como hoy, utilizando el ordenador o computadora como una simple máquina de escribir, tecleando con dos dedos, aunque siempre agradecido por sus impagables ventajas. Casi casi todos los caligramas o poemas concretos que compuse proceden de experiencias cotidianas, vitales. Así el del pez o pescado que me sirvieron en la mesa de un restaurante de Pittsburgh al cual mi hermano Ricardo me invitó a cenar. Ahí, cuando el camarero me puso el plato de pescado (era trucha, especialidad de la casa), se me reveló instantáneamente la correspondencia entre la m acostada y la boca del pez, así como entre la cola del pez 131

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y la i griega (y) colocada horizontalmente. Concluida la cena, y ya en mi ático, tracé ese caligrama que, tiza o marcador en mano, no dejo de reproducirlo en la pizarra en cualquier clase de gramática o poesía de la vanguardia que imparta. Creo, lo rememoro con gratitud, que a ese tipo de caligramas se refería Octavio Paz cuando, en su generosa carta a propósito de Morada, me escribió: «Aun en los poemas “concretos”, que podrían parecer meros juegos retóricos, hay memorables hallazgos». Tan gratificante como gráfica es la palabra empleada por el poeta: hallazgos. De eso se trata: de una graciosa correspondencia entre los signos lingüísticos y la realidad. Los signos, incluidos, desde luego, los asteriscos. El poema «La lluvia», de Camino de cualquier parte, concluye de este modo:

Cuelgan de los aleros lentos puntos suspensivos que apenas toman cuerpo estallan en asteriscos:

˘˘˘˘˘˘˘˘˘˘˘˘ o

o

o

o

o

o

*

*

*

*

*

*

La última estrofa, si cabe llamar así a esa disposición de barras, oes ovaladas y asteriscos, fue mi última composición de ese género. ¿Por qué no continué, al menos de manera intermitente, por esa línea? ¿Por emular la trayectoria de Tablada, que tras su poesía experimental volvió a una escritura lineal, como expongo en un breve ensayo sobre su obra? La respuesta más inmediata que se me ocurre es porque ya no sentía ninguna necesidad de hacerlo. Aunque sospecho que hay otras razones. En la citada carta de Paz, el poeta no oculta su atenuado reparo a Morada: «Falta el otro lado de la realidad, el lado más real, por así decirlo…», y, a continuación, con generosidad, añade: «Pero mis reparos son insignificantes frente a mi entusiasmo». Largo tiempo me quedé cavilando cuál era ese lado. Tras enseñar un año en la Universidad de Columbia, el retorno a mi país con el propósito de radicar en él me mostraría ese otro lado de la realidad. En Bolivia se vivía el ocaso de la dictadura banzerista y el ascenso de la izquierda en su representación más nueva, inteligente y esperanzadora: MarCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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celo Quiroga Santa Cruz, cuya inteligencia, capacidad de análisis y coraje eran una amenaza al poder corrupto del Gobierno y la institución en que se apoyaba. Y, tras un paréntesis de primavera, con un presidente ya elegido democráticamente, se produjo el golpe de Estado perpetrado por militares narcotraficantes, el 17 de julio de 1980, que acabó con la vida del líder y de tantos otros, estableciendo un régimen de represión y miedo. Una beca otorgada por el Gobierno francés me libró de vivir esos dos años de oprobio y penurias en mi país. Llegado a París, me alojé en la ciudad universitaria. Por la ventana de mi cuarto, situado en el sexto piso de la entonces llamada Maison d’Iran, observaba los anocheceres cada vez más tempraneros a medida que el invierno avanzaba paulatinamente, despoblando el follaje dorado de los árboles. Una noche, sin poder conciliar el sueño, con un profundo sentimiento de soledad, encendí la lámpara y empecé a escribir «Razón ardiente» a manera de una carta, pues el primer verso es una data: «París, invierno de 1980». Los versos fluyeron hasta los que dan testimonio del cruento golpe de Estado que asoló y seguía asolando mi país. Pero pronto esa corriente cesó y se volvió un impasse angustiante. (Años más tarde me sucedería lo mismo con la escritura de «El peregrino y la ausencia» y «Carta a la inolvidable»). La desazón por el poema trunco, estancado, se agudizaba con las noticias que llegaban de Bolivia. Una tarde, entré a un cine en Montparnasse donde pasaban una película de trama policial, ¿con Jean-Paul Belmondo? No recuerdo sino que, antes de la proyección, había un corto documental cuyo claro objetivo era incentivar el turismo a Suecia. Entonces, en la pantalla, en cuestión de instantes, con la cabellera suelta, y con gafas ahumadas que poco a poco trasparentaban su mirada, vi a una mujer que se aproximaba desde una calle hasta ocupar el primer plano de la pantalla y desparecer. Sobrecogido en mi butaca, en esa bella transeúnte de Estocolmo vi, o creí ver, a Elizabeth Peterson, la compañera sueca con quien conviví en Pittsburgh los años en que escribí Mirabilia, y a quien creí haber olvidado en mi estancia en Bolivia, tras la dolorosa y definitiva separación ocurrida poco antes de dejar Nueva York. Ella tuvo que ver no sólo con la gestación de varios poemas del libro, sino con el título mismo. Una mañana, en su apartamento, sentada en el precioso locutorio que daba a la calle, entre pitadas de cigarrillo Benson & Hedges, suspendiendo la lectura del Diccionario de símbolos, de Juan Eduardo Cirlot, me dijo en su claro español: «Escucha, amoroso, esta hermosa palabra: mira133

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bilia», y enseguida me leyó en inglés la entrada correspondiente. Ahí supe, con íntimo regocijo, que más pronto que tarde tendría escrito un nuevo libro. (Al paso y a propósito se me viene a la memoria lo que Jesús Urzagasti me dijo un mediodía mientras caminábamos por la avenida el Prado de La Paz: «A veces uno escribe un libro para llenar y publicar un título»). Éstos son los versos, dirigidos a ella, que destrabaron el poema y fijaron aquel instante: Ahora mismo recuerdo cómo del bosque dormido del diccionario una mañana de pronto tus labios finos me regalaron una palabra: mirabilia El título «Razón ardiente» proviene, como el epígrafe lo indica, del poema «Zone», de Apollinaire. No está demás señalar aquí su impronta paciana (el Paz de Ladera este), patente en la espacialidad de la escritura al servicio del ritmo, la articulación de diferentes espacios y tiempos que convergen en el poema… Llegó marzo y una mañana, en lugar de tomar el ascensor, decidí descender por la escalera en caracol del exterior del edificio, feliz de estar ya en esa estación tan llena de faldas ligeras y risas de mujeres, y con una rara sensación de libertad y alivio por haber concluido el poema. Dedicado a mi hermano Nazri, «Razón ardiente» fue publicado en París en 1992, en una fina edición bilingüe de doscientos ejemplares, con traducción al francés de Marcel Hennart, bajo el sello editorial Altaforte, una serie creada por el poeta peruano Armando Rojas, exiliado voluntario hasta su muerte en esa capital. Brooklyn, 6 de enero de 2018

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Por Rafael Argullol

Š Pol Rebaque

Libertad y enigma en tres escenas


El primer decorado nos transporta a la Tebas arcaica. Quien nos ayuda a hacerlo es Sófocles por medio de su obra Edipo rey. Cuando sucede la escena que quiero recordar los acontecimientos están a punto de precipitarse. El joven rey Edipo se desliza por el filo de la navaja. Hasta hace muy poco podía ser considerado el más dichoso de los hombres: es un dirigente justo, está felizmente casado con la reina Yocasta y, por encima de todo, es señalado como el más sabio de los hombres pues, tiempo atrás, ha descifrado el más complejo de los enigmas, el enigma de la esfinge. Sin embargo, dentro de muy poco será tenido por el más desgraciado de los humanos. Se comprobará que, casado con su propia madre y asesino de su padre, ha cometido incesto y parricidio, los dos delitos más graves para la moral griega. Será un caído, un caído tan radical que, al averiguar su identidad, hasta entonces ignorada, se arrancará los ojos valiéndose de un broche de su amada Yocasta, quien, desesperada, acaba de quitarse la vida. Pero en la escena que estoy recordando Edipo todavía ve. Es más, halagado por todos tras su triunfo sobre la esfinge, cree que ve con una penetración que nadie tiene. No es así. En esta escena central de la tragedia de Sófocles el encargado de advertírselo es precisamente un ciego, Tiresias. Tiresias no sólo es ciego, sino que también es un adivino sagrado. No ve en lo inmediato, aunque sí en lo profundo del pasado y del futuro. Edipo, por el contrario, es siervo de la inmediatez. Cree ver pero no ve; cree saber pero no sabe. Desconoce quién es, se desconoce. Tiresias le insinúa su identidad y su desgracia. Furioso, Edipo le insulta aludiendo a su condición de ciego. En versos magistrales Sófocles apunta al corazón mismo de la condición humana: la luz se enfrenta a la oscuridad, la visión a la ceguera, el saber a la ignorancia. Edipo, que tiene ojos, no ve mientras Tiresias, con los suyos cegados, ve. Sófocles hace que Edipo nos represente a todos nosotros, los humanos, aferrados tenazmente a lo inmediato y cobardes ante la perspectiva de mirar dentro de nosotros mismos. A menudo es necesario arrancarse simbólicamente los ojos para empezar a ver. La caída de Edipo es el inicio de su grandeza. Cuando, terminado el duelo verbal con Tiresias, desciende rápidamente por la pendiente, Edipo tiene sucesivas oportunidades de salvarse, y de continuar con el engaño, utilizando su poder. Puede ocultar su pasado e impedir toda indagación. Sin embargo, la grandeza de Edipo –lo que los antiguos griegos llamaban areté– estriba en su CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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libre elección de avanzar en el conocimiento, aunque éste pueda causarle el mayor de los dolores. El final de Edipo rey nos muestra a un protagonista arrastrado por la destrucción, pero libre. Edipo, quien desconocía los horribles sucesos que conformaban su vida, ha elegido dura y libremente el camino que, cegándolo, le hará por fin ver. Sófocles no dejó desamparado a su héroe y premió su doloroso denuedo. Lo hizo en una segunda obra dedicada al mismo protagonista, Edipo en Colono. Hay algunas señales significativas en esta obra. Sófocles la escribió a los ochenta años, llegado su héroe a una edad similar, y la situó en Colono, el pueblo en el que había nacido el poeta, hoy un bullicioso barrio de Atenas. Edipo llega al bosque sagrado donde va a morir, acompañado de su hija Antígona. Ha pasado décadas viviendo de aquí para allá como un ciego vagabundo, como un nuevo Tiresias. Ahora por fin ha obtenido la sabiduría. No la engañosa sabiduría que se le otorgaba cuando era el joven rey Edipo, sino la auténtica sabiduría de quien, sin temor, ha mirado dentro de sí mismo y ha elegido. Ahora por fin sabe que el verdadero enigma de la esfinge es él mismo. El enigma de la esfinge es el hombre. La segunda escena de la que quiero hablar transcurre en un lugar indeterminado, quizá también cerca de Atenas, quizá a medio camino entre ésta y la ciudad arcadia de Mantinea. La relata Platón, quien la pone en boca de su héroe filosófico, Sócrates. Enmarca el momento culminante de El banquete. En realidad, se trata no de comida, sino de bebida. Un ambiente de vino y jovialidad en el que varios contertulios discuten sobre la naturaleza de Eros. Con una magnífica tensión teatral, Platón hace desfilar las diversas opiniones, algunas, como la de Aristófanes, de gran calado simbólico. Lo cierto, no obstante, es que todas ellas sirven de preámbulo para la magistral intervención de Sócrates, en la que Platón sintetiza sus propias doctrinas. Para Sócrates Eros no sólo no es un dios, como alegaban los otros contertulios, sino que es una fuerza, un deseo. Eros es el deseo de belleza que, como se comprobará al final del parlamento socrático, implica también el deseo de bien y de verdad. Sócrates expone la famosa escalera platónica hacia la belleza en sí misma (auto to kalon): del deseo sensorial al espiritual, del deseo espiritual al ético, del deseo ético al conocimiento. El padre del racionalismo europeo propone una suerte de ascesis de la razón como camino de eros. Con eso llegamos al último peldaño de la escalera. Pero falta el salto final, el abrazo de la belleza en sí 137

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que, según Sócrates, es el objetivo de todos los pasos anteriores. Dicho en otras palabras: el salto del conocimiento a la sabiduría. Podemos poseer el conocimiento del cuerpo, incluso el conocimiento espiritual y moral. Nos falta el salto hacia la sabiduría, algo que, siendo el fruto de nuestra razón y nuestra libertad, implica un respeto, que es sensual y espiritual de manera simultánea, por el enigma que llamamos vida. De repente, junto a los contertulios masculinos, aparece de forma inesperada el recuerdo de una mujer, una mujer sabia y prodigiosa, Diotima. Ella, nos dice Sócrates, es la que en verdad sabe. Ella es la que inicia al filósofo en los misterios de la más alta sabiduría. Sócrates reconoce con humildad que está lejos de haberla alcanzado. Está únicamente en camino. Es impactante el giro teatral provocado por Platón al introducir, como decisivo, un personaje como Diotima. Fijémonos en sus características: es una mujer en una sociedad patriarcal en la que la cultura es un monopolio de los hombres; además, es una extranjera, una bárbara, ajena a la tradición de Atenas. Y, precisamente, en el texto platónico, es esta mujer extranjera la encargada de guiar al gran Sócrates en el tramo culminante de su aprendizaje. Una mujer, y no un hombre; una extranjera, y no un ateniense. A través de Diotima Sócrates tensa el arco de la razón a la espera de la revelación (thaumastón) que implica el acceso a la belleza, al bien, a la verdad. Razón y enigma se compenetran para dibujar el círculo de la sabiduría. Diotima es un personaje fascinante, aunque aparezca brevemente y, que sepamos, en esta única ocasión en el transcurso de toda la antigua literatura griega. Una aparición fugaz pero poderosa porque pone en marcha maravillosos mecanismos de fecundidad en la contradicción. Para avanzar en el camino de la emancipación personal el hombre tiene que ser mujer, y la mujer, hombre; la otredad tiene que fertilizar a la identidad, y la identidad, a la otredad; la razón tiene que absorber al enigma, y el enigma, a la razón. El narcisismo endogámico y la claustrofobia dogmática impiden al ser humano progresar en su emancipación, la auténtica meta que ofrece la existencia. Sólo el conocimiento del otro, el diálogo con el otro, la aceptación del otro nos orientan en la ruta hacia nosotros mismos. De la misma manera en que Edipo tuvo que dejar de ser Edipo para convertirse en un hombre libre, Sócrates tuvo que dejar de ser Sócrates, y dejarse guiar por la misteriosa Diotima, para aspirar a ser un hombre sabio. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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La tercera escena que antes he anunciado nos traslada a nuestra época y al otro extremo del Mediterráneo. Más en concreto a la ciudad de Sète, en el sur de Francia. Esta vez nuestro decorado es un cementerio sobre el mar. Para los barceloneses no es difícil imaginar este decorado porque el cementerio de Sète se erige en una colina similar a Montjuïc. Ambos escenarios se parecen mucho: se asientan sobre los restos de antiguas necrópolis que conversaban con el mar. Una vez, hace años, fui a Sète, y al cementerio de Sète, en busca de la tumba de Paul Valéry. Quería conocer de primera mano la topografía de El cementerio marino, su principal obra y uno de los poemas más extraordinarios de la literatura moderna. Era un día claro, luminoso, con el color que las gentes mediterráneas conocemos bien. Era fácil intuir la atmósfera del poema. Esperé, como exige éste, la llegada del mediodía, el momento en que el mundo se queda sin sombra. Paul Valéry se sumerge memorablemente en este momento mientras se recrea en la evocación de las tumbas familiares. Observa el mar que se abre a su frente bajo el dominio del mediodía absoluto, al que califica de «Midi, le juste». El blanco se apodera del horizonte, irrumpe el deslumbramiento. El universo parece la nada, la vida está atrapada en la inmovilidad. El poeta, para explicarse, alude al ser inmutable de Parménides, una de las matrices de la metafísica occidental. Hay algo sumamente inquietante y algo excepcionalmente serenante en el deslumbramiento total. Una coincidencia entre la plenitud y el vacío, cuando, en efecto, el ser humano se convierte en un habitante del enigma. Kazimir Malévich supo transmitir muy bien esta situación en su pintura Blanco sobre blanco. También hicieron experimentos similares John Cage en música o Pina Bausch en danza. Surge, entonces, la tentación del abandono, del silencio ante lo inexpresable. Si alguien pudiera llegar a enfrentarse a la belleza absoluta a la que aspiraba Sócrates bajo la tutela de Diotima, experimentaría también el gran deslumbramiento de la perfección que domina la primera parte de El cementerio marino. Pero la perfección es inexpresable. Necesitamos lo imperfecto, lo sensorial. El banquete de Platón describe la marcha épica del cuerpo hacia el espíritu; El cementerio marino de Valéry trata de expresar la marcha, no menos épica, del espíritu hacia el cuerpo. Si permaneciéramos en el mundo sin sombras del mediodía absoluto, nuestro destino sería la mudez, una contemplación sin comunicación. Seríamos esclavos de la luz pura. Quizá perfectos, pero esclavos. Necesitamos las sombras para ser libres, y necesi139

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tamos los colores que proporcionan las sombras para apoderarnos de las formas del mundo. Cuando, tras el mediodía, el sol cae, Valéry rememora a Heráclito, la otra matriz de nuestra filosofía: todo fluye, todo huye. El cambio incesante de las cosas nos hace reconocer la realidad. Es un conocimiento imperfecto pero vivo. La contemplación da lugar a la acción. El desenlace de El cementerio marino está vertebrado alrededor de la centralidad del cuerpo. El mar ya no está sometido al éxtasis aniquilador del mediodía, sino que es un mar sensual, corpóreo, por el que se desligan los colores y los matices. El protagonista del poema ha abandonado el sitial de la contemplación en lo alto del cementerio para devenir un nadador que goza y se esfuerza en contacto con el mar. El predominio de la muerte deja paso a las metamorfosis de la vida. Las tumbas, vinculadas a la melancolía y el deslumbramiento, se diluyen ante el poder vital del mar. El nadador, es decir, el ser humano, se interna en este poder con dolor, con alegría, con curiosidad, con ánimo de exploración y conocimiento. La libertad íntima personal implica fecundarse en la contradicción y la metamorfosis, en la contemplación y en la acción. Para obtener esta fecundación Sócrates apela al rescate del cuerpo por parte del espíritu y el nadador de Valéry demuestra con su ejemplo que, en igual medida, el espíritu debe ser rescatado por el cuerpo. Cuerpo y espíritu son una unidad, dos nombres para una realidad única. La belleza no es reconocible ni comunicable sin los estímulos de lo que los sentidos nos hacen apreciar como bello. El bien es una pura abstracción sin los concretos actos de bondad. La libertad es una palabra vacua, cuando no la peor de las mentiras, sin la valentía y el riesgo de elegir libremente. Pero no quisiera terminar sin referirme a una libertad que va más allá de nuestra esfera íntima, personal, para concernirnos como seres humanos. Para ello voy a abandonar de manera momentánea las tres escenas propuestas para viajar al corazón de uno de los desafíos literarios más titánicos jamás propuestos. Un hombre con la misma edad de Sófocles en el momento de escribir su segundo Edipo, ochenta años, sabe que su muerte no puede estar muy lejana. Debe acabar una obra que le ha ocupado seis décadas, debe dar una solución para el más difícil de los retos. Goethe, en Weimar, está a punto de finalizar su Fausto, enfrentándose estoicamente a las enfermedades e incomodidades de la edad. Empezó su libro hace sesenta años. Hizo que su héroe venCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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diera el alma al diablo. Fijó la fórmula a través de la cual Fausto expresaría su felicidad completa, aquella por la cual ha vendido su alma. Fausto deberá decir: «¡Detente instante, eres tan hermoso!». El instante de la plenitud humana. La empresa de plasmar ese instante tiene enormes dificultades. ¿Cuándo podemos decir de un hombre que siente el instante de la plenitud? En la primera parte de la obra, Fausto no acierta con el momento. Ha explorado la sensualidad, el conocimiento, el poder, pero su alma se sabe siempre insatisfecha. Como él mismo dice, va, ebriamente, del deseo al placer y en el placer se consume por el deseo. Está atrapado en el círculo vicioso de la insaciabilidad. El yo encerrado en sus propios hechizos se siente perpetuamente infeliz. Goethe trata de luchar contra esta limitación y, en la segunda parte de su obra, da un nuevo rumbo a su héroe. Fausto, que al inicio ha exigido la permanente juventud como parte de su pacto demoníaco, envejece al ritmo del tiempo. Ya no se propone, como antes, conquistar la plenitud, como si ésta fuera un saqueo de la vida, sino, más bien, descubrir esa plenitud. El conocimiento ya no es un asalto de la existencia; es una experiencia de la vida, la misma experiencia que siente el nadador de Valéry cuando lucha y goza con las olas. El viraje de Fausto impulsa el yo hacia el nosotros. De la misma manera en que el sendero socrático se fundamenta en el diálogo Fausto abandona el narcisismo egocéntrico para lanzarse a la tarea de descubrir lo otro y a los otros. La plenitud, si es que existe, es una travesía compartida. Amamos a través de los otros y nuestra libertad, si no es también libertad de los otros, es un espejismo estéril. Debemos cultivar el amor propio, pero con el objetivo de amar; debemos enriquecer nuestra libertad íntima, pero para ser cómplices de otros hombres libres. Fausto envejece y sus ojos se agotan. Al sentir el roce de la muerte, Fausto es viejo y ciego como el Edipo que llega al bosque sagrado de Colono. Y, al igual que el desterrado rey de Tebas en la ceguera, tiene, tras tantos años de lucha, la auténtica visión. Goethe a los ochenta años se encuentra, finalmente, con fuerzas para dar respuesta a un enigma, el de la plenitud humana, que concibió muchos lustros atrás, cuando tenía sólo veinte años. Su Fausto se enfrenta a la muerte y a sus últimas palabras. Concibe el gran instante de la belleza. Y éste no consiste en la posesión de esto y aquello, como creía el primer Fausto en su delirio egotista, sino en la evocación de una humanidad libre. Éste sería el gran instante, éste sería el momento más bello. 141

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Cierto que Goethe no es un ingenuo. Él no ofrece sistemas filosóficos perfectos ni tampoco utopías que prometen una sociedad aséptica y feliz. No se olvida del sufrimiento, del riesgo, de la imperfección. Esa humanidad libre, evocada en condicional por el Fausto agonizante, siempre estará rodeada de peligros, algunos ajenos al hombre, otros causados por el hombre mismo. La vida es una continua metamorfosis. Nada está decidido para siempre, ninguna conquista es irreversible. Por eso, antes de morir, mediante la pluma de Goethe, Fausto pronunciará algunas de las palabras más lúcidas que jamás se hayan escrito: «Sólo merece la vida y la libertad quien sabe conquistarlas a diario». Creo que libertad y enigma son compañeros inseparables en el transcurso de la existencia humana. «Enigma» quiere decir literalmente lo que se vela y se revela al mismo tiempo. Ser libre es buscar ser libre, es atravesar los sucesivos velos que se nos presentan en nuestro interior sabiendo que, una vez atravesados, se presentarán nuevos velos. La libertad no es un estado; la libertad es una aventura que nos hace avanzar de forma creativa en medio de luchas y contradicciones. Edipo tiene que arrancarse los ojos y errar por el mundo para empezar a ver. Sócrates, el héroe de la razón, tiene que someterse a la guía del misterio que le proporciona Diotima para alcanzar la belleza. El contemplador de El cementerio marino, atrapado en el deslumbramiento de la perfección, desciende, como nadador, al mar de los sentidos, para recordarnos que son las imperfecciones cotidianas las que nos hacen respirar. La libertad es una aventura. Probablemente, es la gran aventura de la existencia. Difícil, llena de peligros, compleja. Pero vale la pena experimentarla porque, gracias a ella, nos convertimos en seres humanos. Así lo entendió Fausto, el viejo Fausto: «Sólo merece la vida y la libertad quien sabe conquistarlas a diario».

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Por Félix de Azúa

© Dani Pozo

De una época convulsa


Es una convención aceptada por todos los historiadores que el 19 de noviembre de 1819 nació lo que en el futuro se llamaría Museo del Prado. Al nacer sólo mostraba una exposición parcial de la colección fernandina (trescientos once cuadros), dispuesta en los tres primeros salones rescatados de la ruina del palacio y, por ello, su primer nombre fue «Galería de las Nobles Artes». Los invasores franceses habían saqueado la cubierta de plomo para fabricar bombas, con lo que el bello edificio de Villanueva había quedado a la intemperie. Dada la precaria situación económica, cuando comenzó la restauración del palacio, se recurrió a la teja, lo que ha traído graves problemas hasta tiempos recientes. Debe de tenerse presente que en 1819 España era un país de escasísima presencia europea, económicamente débil y con una población de apenas once millones de habitantes. Un país perfectamente prescindible en el que iban a suceder imprevisibles acontecimientos artísticos. Se considera que ese día fue la inauguración porque acudieron al estreno, de modo oficial, el rey Fernando VII, que era quien estaba sufragando los gastos con su dinero personal (el célebre «bolsillo secreto»), y su tercera esposa, Amalia de Sajonia. Fue, en efecto, el primer día de una larga historia, pero es importante entender que Fernando puso en marcha una iniciativa personal insólita en la Europa de la Restauración, como es la de abrir las colecciones de la Corona a los entendidos y a los artistas. El ejemplo de Napoleón y su museo del Louvre pesó mucho sobre la decisión, aunque también las primeras tentativas que había llevado a cabo José Bonaparte, durante la invasión, para organizar un museo público español con los tesoros reales. Este deseo de entregar a la curiosidad pública las colecciones privadas de la realeza es un primer y muy interesante paso hacia la democratización cultural. Napoleón fue quien había tenido la intuición del papel que ocuparía la imagen, frente a la letra, en las sociedades modernas y por esta razón fue abriendo museos en los países que conquistaba. Conviene, por lo tanto, ver de manera abreviada cuál era la situación cultural y política de Europa en este primer tercio del siglo xix. Tras la derrota de Napoleón en 1814, las grandes potencias reunidas en el congreso de Viena devolvieron el trono a las viejas monarquías absolutas que habían sido barridas por las guerras napoleónicas. Regresaron los reyes absolutistas, los reyes por la gracia de Dios, pero durarían pocos años. Con ellos se abrió, sin embargo, una etapa de la historia europea que debemos calificar de paradójica. Por un lado, comenzaron cien años de paz entre las CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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naciones, algo que no había sucedido nunca y que permitió un gigantesco salto industrial y económico que impulsó la primera tecnificación del continente. Por otro lado, en cada una de las naciones estallaron decenas de revoluciones, levantamientos, revueltas y luchas civiles que hicieron de esos cien años un periodo extremadamente convulso. Algunas revoluciones, como las francesas de 1830 y 1848, ocasionaron un efecto de imitación que las extendió por todas las naciones europeas para cambiar de modo irreversible los sistemas políticos. Fue como si la violencia, hasta entonces usada de forma cíclica por los reinos para combatirse entre sí y justificar, de ese modo, a la nobleza como estamento de supuestos guerreros, pasara a la interioridad de cada nación, a las nuevas poblaciones nacionales cuya soberanía, iniciada con la Revolución francesa, terminaría creando el Estado democrático moderno. Fue una violencia constante, tenaz, la que enfrentó a las pujantes burguesías nacionales con los restos del privilegiado mundo feudal. Una lucha lenta, marcada por altibajos, fracasos y triunfos, pero que en cada nuevo asalto ampliaba la base soberana de los Parlamentos constitucionales para hacerlos cada vez más democráticos. En 1815, por ejemplo, los diputados del Parlamento francés fueron elegidos por noventa mil grandes contribuyentes, si bien, en cada nuevo movimiento revolucionario, la nobleza guerrera iba siendo sustituida por las élites financieras e industriales, así como por la burguesía que ampliaba la base electoral. No en vano el movimiento artístico y cultural correspondiente a esos años, al que de un modo muy general llamamos Romanticismo, tiene como principio motor la interiorización del acto creativo, la subjetivación del arte y la aparición de ese fenómeno estrictamente moderno que es la invención del artista como héroe social, como modelo moral y como enemigo del sistema. Los antiguos artesanos agrupados en gremios, cuya excelencia les había conquistado durante siglos un lugar eminente en las cortes y palacios de la nobleza, se iban a transformar en una dispersa constelación de individuos creativos, con un estatuto social particular, separado de las clases generales. La clásica concepción del «genio» dieciochesco, con sus componentes biológicos, se transformó prodigiosamente en el «rebelde romántico», primera figura popular de la era moderna, antecedente de la democratización del arte que conduce de manera directa al momento contemporáneo. En muy pocos años, las ideas de los artistas, sus creencias, obsesiones, pulsiones pasionales, avatares del alma, en 145

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fin, su biografía espiritual, iban a tener un peso decisivo en la concepción de la obra de arte. Algo que nunca había sucedido y que se evidencia, por ejemplo, en algunos retratos y autorretratos de artistas románticos en los que se expresa ese interés por lo íntimo, tan distinto de los retratos y autorretratos clásicos en los que se muestra la elevación social y material de los representados, cuyo modelo puede ser el célebre autorretrato de Rubens. Pocos años más tarde (ya después de Nietzsche), la fuerza subjetiva se contaminaría con la teoría del inconsciente y comenzaría la era de las vanguardias. Podríamos reunir una selección de imágenes pictóricas de la violencia social y de la subjetivación romántica, de la emergencia del alma artística, correspondientes o analógicas de los procesos políticos y sociales de la primera mitad del xix. Por supuesto que junto con esas primeras erupciones románticas subsiste el viejo mundo del clasicismo, impregnado, por otra parte, del espíritu revolucionario de 1789 a través del magisterio de Jacques-Louis David y sus discípulos, pero el clasicismo se irá diluyendo progresivamente en las sucesivas generaciones románticas, consumido por una contradicción interna de gran interés: por una parte, sugiere un mundo antiguo (la pintura religiosa de Ingres, por ejemplo), pero, por otro, a ese estilo lineal y acabado se lo ve como hijo de la revolución. La crítica estaba desconcertada. También de esa pervivencia neoclásica existen algunos ejemplos que dan idea de la transformación y el contraste que se produjo en pocas décadas. Bien es verdad que el caso español es distinto del resto de las naciones europeas, debido al atraso que supuso el prolongado poder absoluto de Fernando VII, hasta su muerte en 1833. Durante su reinado se produjeron constantes asaltos contra el trono con sus correspondientes ahorcamientos, fusilamientos, exilios y venganzas. Hubo nueve relevantes pronunciamientos militares contra Fernando VII entre 1814 y 1820, más de uno por año. Ello da idea de la violencia que se vive en la España en esta época y lo convulso de su representación. No deja de ser consecuente que una de las mayores y más intensas personalidades artísticas en este proceso impetuoso, violento, que hemos esbozado para toda Europa, sea justamente un pintor español, Francisco de Goya. Paralelismo asombroso es que la aparición del Museo del Prado, uno de los primeros en el espacio cultural de Europa, coincida con uno de los primeros artistas que abren la aventura del arte moderno europeo. Pues CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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será Goya quien rebase el límite mismo del Romanticismo y del realismo para situarse en la modernidad. * Hemos comenzado mencionando el «Romanticismo» como si se tratara de una noción aceptada. Sin embargo, el uso de este término requiere una explicación, porque si bien este texto no es una monografía sobre el Romanticismo, sí ilustra casi todos los elementos que lo caracterizan, pues ellos son los que dominan en el periodo que va de la fundación del museo en 1819 a la aparición de la sociedad democrática e industrial, tras la revolución de 1833. No hay ninguna unidad conceptual bajo esa denominación. Nada comparten Constable, Runge, Goya y Blake, excepto la pura negación. Huir de todo encasillamiento, negar sucesivamente cualquier intento de calificación, ésa es la verdadera definición del Romanticismo, un movimiento perpetuo que desde su nacimiento no se ha detenido hasta llegar a las vanguardias del siglo xx en un último y extremo acto de negación semejante a un suicidio. Esta actitud negadora se acompaña de una novedad. Nunca en la historia del arte había sido necesaria una apoyatura teórica, si exceptuamos la tratadística del Renacimiento y del Barroco, principalmente, geométrica y matemática, es decir, científica. A partir del Romanticismo los artistas son teóricos y están tan impregnados por la filosofía de su época como enemistados con la ciencia. La teoría complementa la obra y sin ella piezas como La mañana, de Runge, carecen de sentido, la teoría completa la obra. Es otro de los puntos que nos sitúa en el origen de las vanguardias del siglo xx. La primera gran negación teórica, sin embargo, se dirigió contra el método analítico y taxonómico de la Ilustración, que disponía el mundo en forma de gigantescos ficheros, como describió famosamente Michel Foucault. El mundo no podía comprenderse como un conjunto de fragmentos museísticos a la manera de un espejo que fuera reflejando trozos del mundo. La metáfora, ahora, iba a ser la de una lámpara que ilumina el mundo desde el sujeto, desde la pura interioridad del artista. Esta subjetividad creadora sólo pudo aparecer cuando el mundo dejó de ser una creación externa, divina y perfecta, cuyas leyes podían ser descubiertas con la ayuda de Dios, y pasó a ser un mundo concebido como hogar del humano y regido por oscuras fuerzas 147

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que únicamente podían conocerse en la noche del espíritu. La desaparición del mundo ilustrado es el fundamento del genero romántico supremo, el paisaje. La ruptura profunda afectará a todos los órdenes del arte. Así, por ejemplo, destruye la división jerárquica de géneros, incólume desde Félibien (1668) y la Academia. Para Constable un paisaje será la nueva forma de la peinture d’histoire. Lo más bajo, el paisaje, pasa a convertirse en lo más alto. Lo que se hunde en esta transformación es la tradición milenaria según la cual hay un uso adecuado de la razón y múltiples usos incorrectos, es decir, que el orden del mundo es asequible a la razón, aunque sea de forma parcial. Pero ahora los románticos no sólo atacan el uso correcto de la razón, sino que niegan el conocimiento en su forma pura: «La ciencia es la muerte. El árbol de la vida es el arte», escribe Blake. Las causas de tan tremendo deslizamiento son múltiples, aunque una de las principales es el socavamiento del poder eclesiástico a partir de la Revolución francesa y su extensión, bajo el régimen bonapartista, por toda Europa. Perdido el viejo mundo mítico (o «encantado», como lo llamaba Max Weber), los humanos comienzan a inventar una nueva mitología. Será en estos mismos años cuando los antiguos templos y catedrales sean sustituidos por colosales espacios de culto, los museos, las universidades, las óperas, las bibliotecas. Por esta razón insistimos en que el así llamado Romanticismo no es sino el primer paso hacia las sociedades democráticas, laicas y nihilistas tal y como las conocemos ahora. En este proceso la actividad artística sufre una mutación completa. La obra de arte ya no representa el mundo (que es irrepresentable), la obra de arte ahora simplemente es. Su contenido ya no será la copia de algo que tenemos ante los ojos, la mímesis clásica, sino una reflexión sobre la misma obra de arte. El Romanticismo señala el fin de la separación entre arte y filosofía que se prolonga hasta las vanguardias. La forma romántica por antonomasia es el fragmento, justamente porque la negación no permite constructos sólidos. Sólo conocemos instantes, rincones, fracciones, y tan sólo durante un tiempo efímero. Por esta razón nos viene a las mientes algunos brillantes fragmentos del Romanticismo, los dibujos de Constable o Turner, los esbozos de Delacroix y Géricault. Toda la crítica contemporánea coincide en que en estos apuntes espontáneos, nerviosos, es donde brilla la mejor expresión de su arte, aunque es cierto que nuestra visión está ya determinada por una prefeCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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rencia por el fragmento, por el esbozo, porque somos nietos del Romanticismo. Pero también las pinturas mismas son fragmentos sin terminar: los paisajes de Constable, en sus propias palabras, son «breves momentos arrancados al tiempo huidizo». Son ese instante de luz, de sombra, de movimiento de las ramas, de altura de las nubes transitorio e irrepetible. Todos los fragmentos, no obstante, pertenecen a la misma unidad (trascendental, metafísica) que nunca llegaremos a ver completa. Sólo la muerte construye la unidad de una vida, de un artista y de su obra, porque la muerte (la negación suprema) es la fuente del sentido. De modo que toda actividad humana es siempre algo incompleto que la muerte cierra en forma de unidad fatal. Entiéndase ahora el resultado de esta dialéctica en el verso de Mallarmé: «Tel qu’en lui-même enfin l’éternité le change». La eternidad (la muerte) por fin nos hace ser nosotros mismos. Antes de eso somos proyecto, fragmento. La nueva concepción del tiempo, tan extraña a la idea clásica de los momentos eternos y ejemplares, recibirá un tremendo empujón cuando el desarrollo tecnológico de la Revolución Industrial acelere la vida cotidiana. Fue como si en aquellos años hubiera arrancado a rodar la rueda del tiempo que había estado detenida desde hacía siglos. En la época de Napoleón, todavía un francés se trasladaba exactamente a la misma velocidad que un palestino de tiempos de Jesucristo. En pocas décadas aparecerá la velocidad moderna. * Estos enormes cambios, sobre los que se ha construido nuestra sociedad actual, no llegaron de golpe. Comenzaron a finales del siglo xviii con escuelas como el picturesque inglés o el Sturm und Drang germano. El muy influyente artículo sobre la catedral de Estrasburgo, de Goethe, en el que ya hay un primer bautismo del arte gótico como arte germano, data de 1772. Goethe, modelo de artista sometido a la tensión ilustrada y científica y al sentimentalismo romántico, se interesará por estos último (sobre todo el grupo de Jena), pero romperá con ellos y regresará al clasicismo en 1810. En el ámbito francés domina la herencia de Rousseau, el más influyente de los escritores franceses en Europa, y la de Chateaubriand, quien escribe su profética Lettre sur l’art du dessin dans les paysages en 1795, aunque sólo se publicará en 1828. 149

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Ese mundo que suele llamarse prerromántico y que es, sin embargo, puro embrión del Romanticismo, es un mundo de ruinas, tumbas, claros de luna, ossianismo, melancolía, nocturnos, y se prolonga en el siglo xix. Aunque es muy arriesgado hablar de fechas, puede decirse que el clasicismo de influencia davidiana, incluso el más romántico, domina la escena europea de 1760 a 1820, pero el primer y más puro Romanticismo nace en Germania hacia 1800. Así, por ejemplo, el género esencial del Romanticismo, el paisaje, casi no existe en Francia o en Inglaterra cuando ya Friedrich ha dado a conocer sus mejores obras. Ahora bien, el propio Friedrich no puede decirse que sea alemán: era sueco. En 1800 no existía Alemania. La Germania estaba formada por hasta mil quinientas unidades autónomas, además del Imperio austrohúngaro. Su unificación nacional no se produce hasta 1870. De todos modos, la idea de una Alemania ideal unificada estaba ya en el famoso trabajo de madame de Staël, De l’Allemagne, editado en 1813. Esta peculiaridad es fundamental para entender cómo, desde el primer Romanticismo, los artistas germanos se dividirán en dos grupos, uno de los cuales, los nazarenos, representará, tras la Restauración, el orgullo y la reivindicación nacionalista más religiosa y monárquica. Por el otro lado, los románticos que forjaron el arte del siglo xx, se encuentran los inventores del paisaje en su sentido moderno. No es fácil, para nosotros, tan habituados a una cultura «paisajística», entender la novedad absoluta que traen Friedrich, Turner, Constable o Carus. Fue como si se abriera una puerta desconocida al estudio del mundo. Pero no al mundo como creación divina, sino al mundo como espacio vital de los humanos. Su aparición fue violenta y radical, como lo muestra la conocida anécdota de Goethe y Friedrich. Le pidió el primero al artista unos «estudios de nubes» que le ayudaran en su investigación científica sobre la meteorología de Luke Howard. Friedrich le contestó indignado que la ciencia es tan sólo «el sistema de la destrucción del paisaje». Decía el pintor que el sentido del mundo está en la interioridad del sujeto y no en el ojo, una convicción que comparte con Blake: «Para entender un paisaje no analizo una ventana, del mismo modo que no analizo mis ojos». La pintura y el arte en general unen lo que la ciencia separa. El arte es síntesis de lo separado y contradictorio. Acerca del mundo, los románticos creen que sólo alcanzamos a conocer instantes efímeros, ya que está en constante transformación y es, por tanto, incomprensible como totalidad. Ése CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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es el cambio profundo que se produce en el término «naturaleza», justamente que el mundo exterior pasa de ser una unidad, un objeto analizable, a un organismo vivo y en movimiento. Por eso Schelling, uno de los maestros de Jena, dirá que la naturaleza «habla» a los humanos a través de las obras de arte. Antes, el «ahí afuera» estaba garantizado por el Creador, pero ahora ya sólo conoceremos el «aquí adentro». La subjetividad absoluta figuraba ya en Kant, para quien tiempo y espacio se dan como «a priori de la sensibilidad», aunque será Hegel el primero en proponer una enciclopedia del mundo de orden orgánico, un saber en movimiento y eternamente cambiante. Tal es la causa de que, frente al sereno paisaje clásico, el de los Claudes o Poussins, el paisaje romántico nos parezca violento, excepcional, misterioso, convulso. Esta aparición del paisaje como visión de la subjetividad tendrá en Friedrich uno de los maestros, el otro será Constable. Si en el primero predomina la reflexión, doblada en esos personajes que contemplan el paisaje de espaldas al observador (Rückenfigur), los cuales nos obligan a entender el mundo a través del sujeto que pinta y del sujeto pintado (una doble reflexividad), en el segundo se produce una innovación espectacular. De pronto, tienen igual importancia para la unidad de la pintura el cielo que la tierra. Sobre todo, a partir de 1822 los cielos, hasta entonces casi tan sólo telones de fondo o decorados ornamentales como en Tiepolo, se funden en unidad con lo terrestre para crear entre los dos el alma del paisaje real. Ambos son subjetivos, ambos son organismos vivientes que pertenecen y dan sentido al mismo ser vivo. Los cielos comienzan a hablar. En consecuencia, tanto en Friedrich como en Constable se constata que, para la representación artística, la figura humana es prescindible. Si a eso se une la ruptura del marco pictórico que había iniciado y llevado a sus últimas consecuencias Turner (el cuadro, en la tela, es solamente un fragmento de la totalidad de un mundo ilimitado), se entenderá que el público lo rechazara y, lo que es más curioso, con los mismos argumentos con los que rechazará la Olympia de Manet: porque en esas pinturas, dicen los entendidos, «no pasa nada». Es decir, no hay figuras que compongan una anécdota, o bien, como en Friedrich, están de espaldas. Fueron especialmente duras las críticas a los paisajes que Constable expuso en el Salón de 1824, en París. Los críticos no le veían el sentido, sólo los «bonitos colores». Es un momento climático porque es posible (aunque nadie ha podido demostrarlo) que Goya asistiera a ese Salón. En todo caso, el 151

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paisaje ya no es el lugar donde se representa un hecho o suceso ejemplar, ahora el paisaje simplemente es. La sustitución, como género esencial, de la pintura de historia por el paisaje supone la posibilidad de transmitir sentimientos, juicios, momentos trágicos, delirios sublimes y todo tipo de contenidos sin necesidad de que esté presente la figura humana. Es la gran vía abierta hacia las vanguardias. * De un lado, por tanto, los pintores que expresan una interioridad nueva y un concepto del arte destinado a cubrir casi dos siglos. Y del otro lado, los románticos que regresan al pasado en busca de unas certezas que la modernidad les niega. De entre estos, los más característicos son los nazarenos, el grupo que surgirá como respuesta germánica a la invasión napoleónica. Porque el gatillo que provoca el disparo no es otro que el nacionalismo, una ideología propia de la sociedad burguesa posterior a la Restauración. De nuevo fue la Germania el lugar de origen del movimiento nacionalista, debido a esa alianza irracional entre el odio a Francia y el rechazo de la Ilustración. Uno de sus primeros (y mejores) ideólogos fue Herder, defensor de un localismo fanático frente al cosmopolitismo de la Ilustración. Para él, únicamente lo particular y castizo tiene sentido. El cosmopolitismo ilustrado es una insensatez y una quimera porque no hay verdades universales, sólo verdades nacionales, gracias a la función central de las lenguas particulares. Este nacionalismo no es exclusivamente filosófico y político, es también artístico. Hasta Napoleón, los clasicistas tenían a Roma por única capital del arte. Ahora van a aparecer decenas de ciudades, cada una de ellas caracterizada por una peculiaridad estilística. No es lo mismo el Romanticismo de Jena que el de Dresde, Düsseldorf o Berlín. Al mismo tiempo, París y Londres se convierten en capitales de la producción artística nacional. Los nazarenos, que empezarán fundando en Viena la Hermandad de San Lucas en 1808, se refugian en Roma tras la invasión napoleónica, pero acabarán en las diversas cortes posteriores a la Restauración como pintores oficiales de las aristocracias reinstauradas. Para ellos el arte es una forma de religión y sus asuntos vuelven al temario clásico de la escena moral, la alegoría y el repertorio histórico. Con una peculiaridad, y es que el tiempo antiguo favorito es el Medievo, o, mejor dicho, un sueño en forma más o menos CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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medieval, lo que da lugar a un «estilo trovadoresco» en el que caerá incluso Delacroix. Es el momento en que confluyen los primeros trabajos etnológicos, la recolección de leyendas, cuentos, músicas y canciones folclóricas, como el fascinante conjunto de cuentos titulado Das Knaben Wunderhorn, recogido por Brentano en 1808 y tantas veces ilustrado por los nazarenos. El nacionalismo puso en marcha el mito de la cultura popular y en todos los territorios restaurados comenzó la búsqueda de la voz ancestral de la raza. En la técnica, los nazarenos regresan a la pintura al fresco a secco usada por los pintores del Renacimiento tardío. Tienen un éxito esperable entre las jerarquías de la Germania restaurada, así como entre el público que puede regresar a una pintura de argumento, anécdota y moralina que «dice cosas». En España este proceso de invasión extranjera y reacción nacionalista tuvo una peculiaridad propia. De una parte, la invasión napoleónica puso en marcha, también aquí, una revuelta feroz de rechazo a lo francés y una guerra que tras mil vicisitudes acabaría con la Restauración de Fernando VII, cuyo reinado duraría hasta 1833. Pero esa convulsión no crearía una escuela romántica propia ni acabaría con el clasicismo tradicional. Lo que se produjo en España fue la emergencia de una figura descomunal, la de Francisco de Goya, cuyo desarrollo une la totalidad de los movimientos de la primera mitad de siglo xix: fue clasicista, fue romántico, fue realista y anunció con un inmenso talento el arte del futuro. Es un artista excepcional para explicar esta época convulsa y revolucionaria. En 1819, Goya se encuentra en una situación comprometida. Por una parte, ha colaborado con los afrancesados y con José Bonaparte, pero, por otra, Fernando VII, una vez restaurado, le ha respetado y conservado sus sueldos y privilegios, como si no hubiera sido el amigo de los más odiados antimonárquicos, Jovellanos, Moratín, Llorente. Esta inestabilidad se derrumbará en 1820 cuando, tras una revolución, comience el bienio liberal que será aplastado por una nueva invasión francesa. Los cien mil hijos de San Luis, con el apoyo de las potencias europeas, reponen en el poder despótico a Fernando VII. A partir de ese momento no le quedó a Goya otra salida que el exilio. Es imposible resumir una figura como la suya en un texto tan breve. Dejo en manos más expertas el intentarlo. Bástenos decir que, si hemos caracterizado este periodo como el de un Romanticismo convulso, violento, 153

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negador y rupturista, no cabe la menor duda de que Goya lo encarna a la perfección. * Me permito concluir con un resumen exagerado de los pasos que sigue el movimiento Romántico. El primero y fundacional se da en Germania de 1790 a 1814, es el Romanticismo puro y sumamente teórico. El segundo es el eclecticismo del periodo napoleónico en el que los clasicistas se funden con algunos aspectos del Romanticismo. El tercero es el Romanticismo revolucionario de 1814 a 1830 que desemboca en el realismo. En ese punto se sitúa el extraordinario anuncio del futuro, La Liberté guidant le peuple, de Delacroix, al que debe añadirse de inmediato un paisaje con locomotora, como el célebre Turner que muestra la impresionante máquina de Stephenson entrando a toda velocidad en Londres en medio de la tempestad. Hay un último momento, en puertas de la modernidad, que podríamos situar en 1871 con El nacimiento de la tragedia, de Nietzsche. Es un regreso al Romanticismo del origen y el inicio de las vanguardias europeas. Esas vanguardias que, como Friedrich, Constable o Runge, son fragmentarias, están fundadas en la teoría, son sentimentales, moralistas, formalistas y quieren que la historia de la pintura vuelva a empezar a partir de cero. Es probable que ese nuevo principio no fuese sino su final definitivo.

· Décultot, Élisabeth, Peindre le Paysage, Du Lérot, 1996. · Duque, Félix, La estrella errante, Akal, 1997. · Fontana, Josep, La quiebra de la monarquía absoluta, Ariel, 1978. · Friedlaender, Walter, David to Delacroix, Harvard UP, 1952 (original alemán de 1930). · Lacoue-Labarthe, Philippe y J.-L. Nancy, L’Absolu Litteraire, Éditions du Seuil, 1978. · Lankheit, Klaus, Revolución y restauración, Seix Barral, 1967. · Mérot, Alain, Du Paysage en Peinture, Gallimard, 2009. · Recht, Roland, La Lettre de Humboldt, Christian Bourgois, 1989. · Vaughan, William, German Romantic Painting, Yale UP, 1994. · VV. AA., El arte de la era romántica, Galaxia Gutenberg, 2012. · Wat, Pierre, Naissance de l’Art Romantique, Flammarion, 1998.

BIBLIOGRAFÍA De la inabarcable bibliografía dedicada al Romanticismo o al periodo histórico de 1810-1830 europeo, elijo tan sólo aquellos títulos cuya lectura tiene una relación directa con esta presentación o han sido citados en la misma. · Abrams, M. H., The Mirror and the Lamp (original de 1953. Traducción española en Barral Editores, 1996). · Arnaldo, Javier, Estilo y naturaleza, Antonio Machado, 1990. –. Fragmentos para una teoría romántica del arte, Tecnos, 1994. · Berlin, Isaiah, The Roots of Romanticism, Chatto & Windus, 1999. · Blanchot, Maurice, L’Entretien infini, Gallimard, 1969. · Blanning, Tim, The Romantic Revolution, Phoenix, 2010. · Boime, Albert, Art in an Age of Counterrevolution, University of Chicago Press, 2004. · Bryson, Norman, Tradición y deseo de David a Delacroix, Akal, 2002.

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Por Malva Flores

Š Alberto Tovalín

Los rebeldes


Del seno de la terrible miseria física y moral de este tiempo, se espera sin desesperar aún que energías rebeldes a toda domesticación retomen desde la base la tarea de la emancipación humana. André Breton, La lámpara en el reloj (1948)

Este año se cumplen veinte de la muerte del poeta Octavio Paz, ocurrida el 19 de abril de 1998 en la Ciudad de México y treinta de la separación definitiva entre el poeta y su gran amigo, Carlos Fuentes. La historia de esa amistad, que de mil modos modificó la literatura mexicana, comenzó casi medio siglo atrás, en un París arrasado por la guerra. «I remember Paz in the so-called existentialist nightclubs of the time in Paris, in discussion with de very animated and handsome Albert Camus, who alternated philosophy and the boogie-woogie in La Rose Rouge».1 Así describió Fuentes algunos encuentros de aquella temporada de 1950, cuando conoció a Paz en París. No todo eran baile y risas en los bares existencialistas. Sí, exaltación y tal vez miedo. Reinaba una atmósfera de ruina y depresión que al mismo Fuentes asombró a su llegada a París, como también al poeta y a su familia. Helena Paz recordaría muchos años más tarde su arribo a esa ciudad derrotada donde no había «ni siquiera autos en las calles. París sin luz, sin animación, sin comida».2 Y con mucho frío, pues tampoco tenían calefacción en el hotel «de lujo», el Bristol, donde se alojaba su padre con el resto de los diplomáticos que no contaban con una casa propia. Allí, en el Bristol, Paz se había encontrado en 1946 con Gabriela Mistral. Pocos años después, el panorama intelectual y sensitivo se recrudeció. Así se lo comentaba a la chilena en carta del mes de septiembre de 1950 y sus preocupaciones lo llevaron a concluir que no se podía escribir realmente para el pueblo, pues se había creado una barrera de nuevas mentiras y nuevos engaños. «Todas las palabras nobles se nos han manchado, nos las han manchado»,3 le dice, en un lejano anticipo de su poema sobre el 68 («Mira ahora, / manchada / antes de haber dicho algo / que valga la pena, / la limpidez»), aunque el 10 de agosto de 1967, de visita en México, le escribió a Fuentes algo similar: «Chapultepec ya no es porque el cielo ya no es el cielo, hemos manchado toda transparencia».4 CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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En 1950 París se moría, continuaba su carta a Mistral: «Se repite, pero cambia y muere. Le confesaré que este acabamiento no carece de grandeza. Y de horror solitario, pues ¿en dónde nace el nuevo amanecer? No lo veo por ninguna parte. A veces pienso que en nuestros pueblos. La realidad me hace muecas en ese instante. En fin, no tengo fe, pero no estoy desesperado. Si no tengo esperanza, tengo la espera». No era el único en pensar así. Quizá debido a sus charlas frecuentes, o a la coincidencia de las ideas en el aire del tiempo, Camus escribía por esas mismas fechas en sus Carnets: «Los creadores. Primero tendrán que luchar, cuando se desencadene la catástrofe. Si se produce la derrota, los que hayan sobrevivido se irán a las tierras donde sea posible reunir los restos de la cultura: Chile, México, etcétera. Si obtienen la victoria, el peligro será mayor».5 Aun cuando había terminado la guerra, Europa seguía desan­grándose y los intelectuales fueron testigos, víctimas y jueces en ese periodo negro. El terror se apoderó, primero, de Europa del Este, según nos narra Tony Judt en su imprescindible Pasado imperfecto. Si los comunistas checos, por ejemplo, purgaron su partido limpiándolo de casi doscientos mil miembros entre 1950 y 1951 e iniciaron una ola de juicios injustos, Francia no se quedó atrás. El París que conocieron Paz y Fuentes, el París intelectual, se desangraba también. «En esa época no se podía ser “de izquierda” y criticar a la Unión Soviética. Era jugar el juego de los imperialismos. Y Louis Aragon no era el único que vigilaba a quien lo hacía»,6 recordó Monique Fong de aquellos años cuando el horror se traslucía en los ojos de Octavio Paz al narrarle las circunstancias vividas en los campos de concentración soviéticos. Algo guiaba a los franceses rusófilos y estalinistas, nos dice Judt: la fe. Una fe que nacía de un desencanto y, al mismo tiempo, de una esperanza en el futuro, gracias al comunismo. Una fe que se volvió ceguera: «He buscado, pero no puedo hallar ninguna prueba que demuestre la existencia de un impulso agresivo por parte de los rusos»,7 dijo Sartre al inicio de la década. Cuando aparecieron las denuncias de Víctor Kravchenko y, posteriormente, de David Rousset, los intelectuales franceses dieron un viraje moral, pues se negaban a aceptar lo inaceptable. Su actitud –sobre todo la expresada por los miembros de Les Temps Modernes– hizo evidente que la crítica a Rousset no nacía de su denuncia sobre los campos forzados en la Unión Soviética, sino porque anteponía esa denuncia a otras causas: la necesaria crítica al capitalismo y sus lacras. Finalmen157

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te, la postura de estos intelectuales justificaba el exterminio o la supresión sistemática de las libertades individuales. Judt lo ha expresado con claridad al distinguir la responsabilidad moral de los intelectuales franceses de la posguerra. «Una vergonzosa desviación de lo racional», señala, al comentar cómo los intelectuales que defendieron el comunismo como «la esperanza del futuro» o creyeron en Stalin «por ser la solución al acertijo de la historia» reconocían que entre 1944 y 1956 había florecido la alta cultura francesa, convirtiéndose en una cultura hegemónica mundial, pero, al mismo tiempo, sus intelectuales trataron «la aberración moral y el impacto cultural […] como fenómenos que no guardan ninguna relación entre sí». En ese París se angustiaba Paz. A ese París había llegado el joven Fuentes por un breve plazo y volvió a México, ya transcurridos bastantes meses de 1951, para inscribirse en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), después de haber tomado los cursos en el Instituto de Altos Estudios de la Universidad de Ginebra. No sólo había estado en Suiza o en Francia. Viajó también a otros países europeos y no es remoto que estuviera presente en la Bienal de Venecia, realizada en junio de 1950, pues Miguel Alemán Velasco –amigo suyo desde 1944, durante su estancia en el Colegio Francés Morelos– lo había invitado a participar en Voz. Expresión de América –la revista fundada ese mismo año por el hijo del entonces presidente de la república– con un artículo sobre aquella muestra, que Fuentes calificó de «antibienal». Paz no fue al festival en Venecia o, al menos, no consigna ese viaje en su correspondencia con distintas personas ni tampoco se registró su salida en los archivos de la Embajada de México en Francia, documentados por Froylán Enciso en Andar fronteras (2008). Pero la primavera de 1951 sí lo vería en Cannes, pues asistió al festival de cine como delegado oficial, para defender la película de Buñuel, Los olvidados. Después de su desastroso estreno en México, el derrotero del filme tendría un giro inesperado esa primavera. Buñuel había conocido a Paz en 1937, pues Neruda los presentó en el consulado de España en París, cuando los poetas deseaban obtener la visa para participar en el congreso de Valencia. A fines de 1950, Paz ya había visto Los olvidados en una exhibición privada, según le comentó a José Bianco en una carta del mes de diciembre en la que, además, le aseguraba que Sur debía interesarse por el asunto de Rousset, cuya presencia en la prensa francesa era constante.8 CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Junto con André Breton acudió al Studio 28, en el barrio de Montmartre: la misma sala donde en 1930 había ocurrido un escándalo a raíz de la exhibición de La edad de oro, cuando los ultraconservadores destrozaron el sitio.9 Ahora, la asistencia de algunos personajes presagiaba una nueva batalla campal, pues en el cine se encontraba también Louis Aragon, quien no se había cruzado con Breton desde su rompimiento casi veinte años atrás. Pero nada ocurrió y Paz observó conmovido esa cinta donde «Buñuel había encontrado una vía de salida de la estética surrealista al insertar, en la forma tradicional del relato, las imágenes irracionales que brotan de la mitad oscura del hombre».10 Ese mismo fin de año Buñuel estaba de visita en Francia y le solicitó a Paz que presentara la película en Cannes. A partir de entonces su amistad y colaboración continuaron, no exentas de algunos pequeños problemas que surgieron, en 1980, a raíz de la publicación del argumento Ilegible, hijo de flauta, realizado conjuntamente por Buñuel y el poeta Juan Larrea y que fue publicado en Vuelta, lo que suscitó la respuesta del español: «La novela corta que ustedes han publicado en los números 39 y 40 bajo el título de Ilegible, hijo de flauta es una versión ampliada del argumento cinematográfico que Larrea y yo hicimos en 1946. Debo aclarar –más allá del cariño y la admiración que siento por Juan Larrea– que esta nueva versión contiene interpolaciones que me son ajenas».11 Larrea y Buñuel habían trabajado juntos en varios filmes, entre ellos, Los olvidados, pero quizá su primera colaboración ocurrió en 1946, cuando realizaron el guión de Ilegible… Su origen era un breve relato de Larrea, perdido por el poeta durante la Guerra Civil y que más tarde recordaría para enviarle al cineasta un primer borrador. Entre los dos escribieron el argumento,12 sin embargo, ese proyecto se frustró, entre otras cosas, debido a la exclusión, por parte del cineasta, de un episodio importante para Larrea. Años más tarde, en 1963, Buñuel logró interesar al productor Barbachano Ponce en el asunto y volvió a comunicarse con Larrea para comentarle que en la película se incluirían, además, otros cuentos: «Tal vez uno sea “Gradiva”, otro “Aura” de Carlos Fuentes, un tercero “Las ménades” de Julio Cortázar y un posible cuarto con un asunto mío». Solicitó su autorización y Larrea aceptó. Este proyecto tampoco se llevó a cabo. Sin embargo, en 1980 y ante la insistencia de Paz, Larrea envió el texto que apareció en Vuelta con algunas ampliaciones, realizadas por 159

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el poeta y su hija Luciane. «Complementos circunstanciales»,13 fue el título de esa colaboración y motivó la carta de Buñuel a Paz. Pero en 1980 habían pasado ya casi treinta años desde que un Paz emocionado le escribiera al realizador desde Cannes, el 5 de abril de 1951, asegurándole que estaba dando la batalla por la cinta, orgulloso de pelear por ella. Como es sabido, Paz escribió la presentación, repartió folletos y propaganda afuera de la sala, peleó contra las autoridades mexicanas y es probable que su actividad en Cannes fuera uno de los motivos que llevaron a Jaime Torres Bodet –la bête noire de Paz en su tránsito diplomático– a sugerir su traslado pues, relata Buñuel en Mi último suspiro, el poeta-funcionario «estimaba que Los olvidados deshonraba a su país». El otro pretexto pudo haber sido también su asistencia a un homenaje para conmemorar el inicio de la Guerra Civil española, en compañía de Albert Camus, ese mismo 1951. Su defensa de Buñuel es bien conocida. Para el 16 de abril podía confirmarle al cineasta: «La película sigue siendo la mejor, aunque quizá el jurado decida darle el Gran Premio a Milagro en Milán, de Vittorio de Sicca (film que, en un género menor, es también admirable). De todos modos, es seguro (salvo alguna monstruosa intervención de última hora) que usted tendrá el Premio de la Crítica (que es el otro gran premio) o el de la mejor dirección. La película ha triunfado. ¿Qué se dice en México?».14 Aún estaba Fuentes en Ginebra cuando en Cannes celebraba Paz. En un cineclub de la ciudad suiza, el joven mexicano asistió a la proyección de La edad de oro y Las Hurdes, aunque los organizadores anunciaron las cintas como la obra de un surrealista muerto durante la Guerra Civil y, al escucharlos, Fuentes levantó la mano para corregir el error, pues «Buñuel acababa de ganar la Palma de Oro al mejor director en el Festival de Cannes, con Los olvidados».15 Su admiración por el cineasta había nacido desde el momento en que vio, antes de su viaje y en compañía de sus amigos, Un perro andaluz,16 pero esta devoción se convertiría en una amistad productiva, como lo prueban las variadas colaboraciones del escritor con el cineasta años después y las muchas páginas que dedicó a su obra y amistad. Fuentes conoció a Buñuel en la ciudad de Cuautla, México, durante la filmación de Nazarín (1958). Acababa de contraer nupcias con Rita Macedo, una de las protagonistas del filme y, seguramente, leyó el folleto que Paz había preparado para la presentación de esta nueva película en Cannes, durante el festival de 1959, y donde el poeta afirmaba que las películas de Buñuel poCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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dían ser juzgadas desde un punto de vista cinematográfico, pero también «como algo perteneciente al universo más ancho y libre de esas obras, preciosas entre todas, que tienen por objeto tanto revelarnos la realidad humana como mostrarnos una vía para sobrepasarla. A pesar de los obstáculos que opone a semejantes empresas el mundo actual, la tentativa de Buñuel se despliega bajo el doble arco de la belleza y de la rebeldía».17 Casi diez años después de ese encuentro en Morelos, Fuentes ligaba a Buñuel con Paz, aunque también con Cortázar, como representantes de la vanguardia hispanoamericana en ese momento. En la reseña sobre Rayuela, aparecida en La Quinzaine Littéraire, a principios de 1967, su idea era ya convicción: «Con Octavio Paz y Luis Buñuel, Julio Cortázar representa hoy la vanguardia de la contemporaneidad hispanoamericana. Con Paz comparte la tensión incandescente del instante como punto supremo de la marea temporal. Con Buñuel, comparte la visión de la libertad como el aura del deseo permanente, de la insatisfacción desautorizada y, por ello, revolucionaria».18 Un mes más tarde, en carta del 20 de febrero de 1967, Fuentes le explicaba al poeta las razones intelectuales y afectivas por las que había escrito esas palabras. No sólo lo había llevado la generosidad –como «débil respuesta» a la propia generosidad de Paz con él–, sino que había algo más profundo: «Cuando hablo de ti, de Cortázar, de Buñuel, trato de hablar de una nueva tradición en nuestro mundo. Hemos tenido demasiados rebeldes sin obra y demasiadas obras sin rebeldía». Después de asegurarle que coincidía con él en que la rebeldía no era el valor fundamental de una obra artística, sí pensaba que una obra «no rebelde» se convertía sólo en una pieza de museo y una «rebeldía sin obra», en pasto de la academia, pues era inocua y terminaba siendo «premiada y disfrazada con togas y birretes». En cambio, «Las obras con rebeldía, la rebeldía con obras –tú, Cortázar, Buñuel– tendrán el castigo que merecen: alimentar las llamas del infierno de la creación, despertar el deseo de lo prohibido, condenarnos a la tentación de la caída, soñar una realidad que es la pesadilla de irrealidad consagrada». Luis Buñuel había nacido al comenzar el siglo, en 1900. Cortázar y Paz en 1914. Los rebeldes, para Fuentes, eran mayores que él e intentaría convertirse también en uno de ellos. A Cortázar no lo conoció hasta 1961,19 aunque ya antes se habían escrito; el argentino había colaborado en la Revista Mexicana de Literatura, que dirigían Fuentes y Carballo, y donde publicó, 161

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por ejemplo, «El perseguidor», entre otras colaboraciones. Dos años antes de que finalmente se encontraran en París, Cortázar le había enviado una carta, fechada el 7 de diciembre de 1958, sobre La región más transparente. Esa misiva –motivo de orgullo para el mexicano, según lo expresó en muchas ocasiones– fue una entusiasta recepción, pero también una crítica a ciertos pasajes en los que Cortázar encontraba «algo de estereotipado y caricaturesco a la vez». Sin embargo, al leer la novela era evidente para él su relación con Octavio Paz y su idea de México: «Una idea terrible, negra, espesa y perfumada. El miedo anda ahí rondando, el miedo de algunos relatos de Octavio Paz, que algunos recuerdos suyos me habían permitido ya entrever». Paz y Cortázar se habían conocido una década atrás, en París, aunque el argentino ya había escrito sobre Libertad bajo palabra en 1949 en Sur y mantenían una correspondencia frecuente. En marzo de 1950, Paz le entregó el libro dedicado, «Para Julio Cortázar, crítico generoso y lúcido, con viva simpatía», y ahí comenzó una correspondencia estética que al menos durante dos decenios sería constante, si atendemos a los múltiples guiños que en sus obras nos hablan de esa relación, según ha visto Anthony Stanton.20 Son conocidos los versos de Paz que aparecen en el número 149 de los «Capítulos prescindibles» de Rayuela (1963) –«Mis pasos en esta calle / resuenan / en otra calle […]»–. Son menos frecuentadas las palabras de Paz sobre la relación estética entre su obra y la de Cortázar, que fueron publicadas en una larga entrevista con Julián Ríos, Sólo a dos voces, realizada a principios de los setenta y publicada por primera vez en 1973. En ella, y a propósito de Blanco, Paz comenta la estructura y las posibles lecturas de su poema, cuyo centro, pensaba, era «también el blanco: el objeto deseado. Blanco es un poema erótico… Pero mi experiencia no ha sido la única en nuestra lengua».21 La otra experiencia similar era la de Cortázar, no sólo en Rayuela, sino también en 62/Modelo para armar, que Paz prefería llamar «Modelo para amar»: una «suerte de relojería cósmica» que permitía concebir un «orden erótico universal». En esos momentos, Cortázar era el escritor de su lengua que Paz sentía más próximo. Era el alba de los setenta y muy pronto esa relación se fracturaría, aunque su amistad y mutuo reconocimiento continuaron, pese a las diferencias ideológicas que surgieron entre ellos y que gradualmente se hicieron patentes a partir de 1968, el mismo año en que Cortázar y Aurora Bernárdez visitaron a los Paz en la India, en la primavera de ese año. En CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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una larga entrevista de Braulio Peralta al poeta sobre su relación con Cortázar, Paz confesó que «ahí, en Nueva Delhi, se iniciaron nuestras discusiones políticas […]. Creo que Julio descubrió la política tarde. Le pasó un poco lo que a Jean-Paul Sartre. Eso explica muchas de sus actitudes, ingenuas pero críticas».22 El mismo Cortázar asumiría ese candor como una enfermedad, según le confesó a Haydée Santamaría, directora de Casa de las Américas, el 4 de febrero de 1972: «A pesar de mi incurable ingenuidad política hay cosas que cada vez comprendo más, y una de ellas es que lo personal cuenta muy poco cuando lo que está en juego es el destino de nuestros pueblos». Cortázar había cambiado y su transformación política estaba relacionada también con una personal. Poco después de aquel viaje a la India, Cortázar le escribió a Paz anunciándole el fin de su matrimonio con Aurora Bernárdez. No sólo a él. Muchos de sus amigos recibieron una misiva similar y se asombraron por aquella ruptura jamás prevista y por el cambio del autor de Rayuela, que muchos vieron como una deriva de aquella separación. Mario Vargas Llosa recuerda esa metamorfosis, ligada a su divorcio de Aurora Bernárdez. Allí, frente a los ojos de un Vargas Llosa incrédulo por la ruptura sobre la que le preguntaba a Ugné Karvelis –encargada entonces de la sección de literatura latinoamericana de Gallimard–, estaba el cuerpo del delito: la propia Ugné. La siguiente ocasión que vio a Cortázar en Londres le pareció irreconocible: La suya es la más extraordinaria transformación de una persona que me haya tocado presenciar. («Un mutante», decía Chichita Calvino). Se había hecho un tratamiento para tener barba y, en efecto, lucía una enorme, de celajes rojizos. Me pidió que lo llevara a un lugar donde pudiera comprar revistas eróticas y hablaba de sexo y marihuana con un desparpajo infantil, algo que en el Cortázar de antes resultaba inconcebible. Todas las veces que lo vi, en los años siguientes, siguió sorprendiéndome con ese rejuvenecimiento empecinado. Él, que defendía tanto su intimidad, vivía ahora poco menos que en la calle, al alcance de todo el mundo, y se interesaba en la política, tema que antes le producía alergia. (Yo había intentado presentarle a Juan Goytisolo una vez y me dijo: «Mejor no, es demasiado político»). Incluso firmaba manifiestos, militaba a favor de Cuba y hablaba de la revolución de manera tan apasionada como ingenua. Su limpieza moral y su decencia eran las mismas, desde luego, pero en cierto modo se había tornado en la antípoda de sí mismo.23 163

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Si bien, antes de esta mutación, las búsquedas estéticas de Paz y Cortázar se habían cruzado. Existía una confluencia de ideas y recursos entre las prosas de Paz, escritas para «Arenas movedizas», y que comentó con Cortázar –según le reseñó a Bianco en 1950–, y los cuentos del argentino publicados por Arreola en la colección Los Presentes, en 1956, Final del juego. Una misma «poética semisurrealista», dice Stanton, y la intervención de la mitología prehispánica reunirían, entonces, «La noche boca arriba» y «Axolotl», de Cortázar, con los textos de «Arenas movedizas», y también con el primer libro de Fuentes, Los días enmascarados, aparecido en 1954. En la carta que Cortázar envió a Fuentes en 1958 no mencionó ese volumen de cuentos. Quizá no lo conocía y dedicó sus comentarios a La región más transparente. Un párrafo habrá retenido el mexicano de aquella generosa lectura crítica: «Compartir una realidad es siempre compartirla en la lucha, divididos en bandos, con enfoques rabiosamente opuestos. Pero desde ya quiero mostrarle nuestra verdadera y auténtica fraternidad: leyendo su novela, he subrayado centenares de pasajes, y he escrito al lado “Argentina”». Y fraternidad, esa palabra tan importante para Paz, era justamente lo que Fuentes halló en su relación con Cortázar, ese rebelde que antes de conocer al narrador mexicano ya lo extrañaba, según le confesó a Paz en una carta previa, de 1956: «De los amigos de México (a quienes sólo conozco por cartas y por hechos y por las excelentes cosas que escriben) tengo ya como una especie de nostalgia futura, es decir, que los extraño aún sin conocerlos personalmente. Aludo a Fuentes, a Arreola, a los Alatorre». Cortázar, Paz y Buñuel eran los rebeldes maestros de Fuentes y sobre ellos ya había redactado algunas páginas para 1967, fecha en que le escribía a su amigo poeta las razones de su admiración por los rebeldes. Las diferencias entre el revoltoso, el rebelde y el revolucionario son muy marcadas. El primero es un espíritu insatisfecho e intrigante, que siembra la confusión; el segundo es aquel que se levanta contra la autoridad, el desobediente e indócil; el revolucionario es el que procura el cambio violento de las instituciones. La rebeldía –esa palabra que definió a una generación– fue uno de los ejes reflexivos de Paz en Corriente alterna, publicado ese mismo año de 1967 y de donde proviene la cita anterior. Antes de su aparición en la editorial de Orfila, varios de sus capítulos se habían publicado en algunas revistas hispanoamericanas y, parCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ticularmente, en la Revista de la Universidad desde 1960. Sobre los ensayos que se reunieron en ese libro habían conversado los dos amigos en varias ocasiones antes de la carta donde Fuentes aseguró que tanto Paz como Cortázar y Buñuel hallarían su justo castigo por su actitud rebelde y que sus palabras de elogio para el poeta sólo eran una forma de corresponder a la generosidad de Paz con él. Quizá Fuentes recordaba las menciones que su amigo poeta había hecho sobre su obra en el ensayo que Les Lettres Nouvelles había publicado varios años atrás, en 1961, cuando la revista francesa dedicó un número a la joven literatura hispanoamericana. En su artículo, Paz estableció que el desarraigo propio de nuestra literatura no era accidental, sino una consecuencia de nuestra historia, concebida como una idea europea. Pero, al asumir el desarraigo, los hispanoamericanos lo superábamos. Entre los ejemplos más notables de esta condición estaban las novelas de Cortázar y de Fuentes: eran parte de una «literatura de fundación», nombre del artículo en el que Paz reiteraba su idea de que la literatura era «más amplia que las fronteras» y los nacionalismos.24 Esa certeza, expresada por Paz en 1961, llevaría a Fuentes, en 1966, a reflexionar sobre el desarraigo como una de las cualidades del escritor latinoamericano, un desarraigo que, en el caso de Cortázar y Paz, implicaba un arraigo espiritual y creador.25 Paz y Cortázar –le dijo en entrevista a Rodríguez Monegal, en ese primer número de Mundo Nuevo que tantos conflictos le acarrearía– eran los dos escritores latinoamericanos más importantes de ese momento, pues no sólo eran talentosos, sino que, además, tenían una perspectiva amplia tanto de sus países como del resto, y el escritor latinoamericano debía tener una aspiración cosmopolita, «sobre todo en este momento en que, como dice Paz, somos por primera vez contemporáneos de todos los hombres. El signo real de la verdadera cultura latinoamericana es esa idea de Paz». A Paz y a Cortázar les alegró esa mención, le contó el poeta a Fuentes en carta del 12 de julio de 1966: «Hace días recibí carta de Julio Cortázar, muy contento porque nos citas juntos. ¿Lo ves con frecuencia? Sabe guardar su libertad pero es un amigo abierto, seguro». Abundó también sobre los comentarios de Fuentes a un texto de la columna «Corriente alterna» y toda su correspondencia de ese año fue un conglomerado de elogios entre los dos sobre los tres. El 12 de febrero de 1966, Paz le decía: Tal vez la misión de la nueva literatura hispanoamericana, después de los Borges y los Nerudas –la nuestra, la de ustedes: tú, 165

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Cortázar y otros pocos más–, consiste en enseñar a bailar a las máquinas. (Coro de los nuevos hispanoamericanos: Las máquinas, las máquinas volantes, las máquinas pensantes, serán las máquinas danzantes). No había escuelas literarias, no había «estilos nacionales»: lo que existía eran «familias, estirpes, tradiciones espirituales o estéticas, universales», había dicho Paz en «Literatura de fundación». ¿Dónde, en esas estirpes, estaban los rebeldes? En «Revuelta, revolución, rebelión», incluido en Corriente alterna, Paz hacía algunas precisiones: exaltar al rebelde significaba domesticarlo. A diferencia del antiguo rebelde, que «era parte de un ciclo inmutable» donde la gloria y el castigo «eran el verso y el reverso de su destino: Prometeo y Luzbel, la filantropía y la conciencia», el rebelde moderno era un cohete brevemente luminoso y luego opaco que ignoraba «la mitad de su destino, el castigo; por eso difícilmente accede a la otra mitad: la conciencia». Al hacer de Paz un rebelde, Fuentes lo miraba desde la idea expresada por el poeta, en el sentido de que la rebelión era «la sublevación solitaria o minoritaria». La revuelta era ciega y espontánea, pero la revolución –planteaba Paz, en cambio– era «reflexión y espontaneidad: una ciencia y un arte». Ambos participaban de la fascinación moderna por la rebeldía, aunque Paz detestaba su canonización –su institucionalización–, según le escribió a José de la Colina, en carta muy posterior, a propósito de la develación de una estatua de León Felipe: «Otra cosa que me inquieta: la canonización oficial de la rebeldía. Por último, ¿por qué honrar al rebelde León Felipe y no al rebelde, más profundo y total, Luis Cernuda? ¿O al trágico Cuesta o al pesimista Gorostiza –o al olvidado Pardo–?».26 En el centro de la rebeldía, desde sus distintos puntos de vista, se encontraba la realidad. Buñuel –había escrito Paz en 1951– había construido un realismo peculiar: al abrazar la realidad, la desollaba. Sus descripciones no eran realistas, pues su obra entera provocaba la irrupción de «algo secreto y precioso, terrible y puro, escondido precisamente por nuestra realidad». Era un poeta que descendía «al fondo del hombre, a su intimidad más radical e inexpresada».27 Gracias al surrealismo, diría más tarde, Buñuel había afilado «sus armas».28 Era, a su modo, un poeta de la libertad: «El arte, cuando es libre, es testimonio, conCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ciencia. La obra de Buñuel es una prueba de lo que pueden hacer el talento creador y la conciencia artística cuando nada excepto su propia libertad los constriñe o coacciona».29 Con esas palabras terminó la presentación de Paz en Cannes. Muchos años más tarde, en el primer capítulo de Viendo visiones (2003), Fuentes inicia con el recuerdo de Buñuel, un poeta, para quien «el cine podía ser el vehículo privilegiado de la poesía: un ojo que estalla en llamas y nos revela paisajes insospechados de la libertad humana, más allá de las fronteras impuestas por la tradición, la moral de clase media y el dinero».30 Más adelante en ese mismo texto, Fuentes plantea las disyuntivas del realismo en el arte. En su argumentación aparecieron también Borges y el rebelde por excelencia: Jorge Luis Borges propuso una vez que, si el realismo algún día iba a ser real, necesitaríamos un solo mapamundi que sería un inmenso mapa de papel cubriendo al mundo en su totalidad física. […] Albert Camus imaginó esta misma locura realista en términos cinematográficos. El realismo consiste en verme a mí mismo viendo una película de mí mismo viendo una película, infinitamente, hasta que yo muera o la cinta cinematográfica se agote. En efecto, pocos días después de recibir el Nobel en 1957, Camus escribió que no había nada más real en el mundo que la vida de un ser humano y el mejor medio para describirla, probablemente, era una película realista, pero las condiciones de dicho filme serían sólo imaginarias: duraría lo que la vida de un hombre y sería observada por espectadores que, renunciando a su propia vida, tomaran la decisión de ocuparse exclusivamente de la vida del otro: Pero aun en tales condiciones esa película inimaginable no sería realista. Por la sencilla razón de que la realidad de la vida de un hombre no se encuentra únicamente allí donde esté. Se encuentra también en otras vidas que dan forma a la suya […]. Así pues, sólo hay una película realista posible; la que sin cesar es proyectada ante nosotros por un aparato invisible sobre la pantalla del mundo. El único artista realista, de existir, sería Dios. Los demás artistas son forzosamente infieles a lo real.31 En «Viendo visiones», Fuentes aludía a este ensayo y allí también recordó una noche de 1967, en Venecia, cuando participaba como jurado del festival de cine. Buñuel lo acompañaba, aunque se negó a vestir un esmoquin digno de la ocasión para seguirlo a 167

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la fiesta ofrecida en el palacio Ca’ Vendramin por Marina Cicogna en honor de Pasolini y su Edipo rey. Fuentes fue sin su amigo, pero al entrar al palacio observó un enorme cartel del cineasta que parecía observarlo, pues en todo el salón brillaban las pantallas de múltiples televisores que proyectaban esa fiesta en vivo. Estaban ahí «todas las estrellas del cielo y algunas más», narra Fuentes. Sin embargo, los invitados no se veían entre sí, directamente, pues preferían observarse a través de las pantallas. «La reproducción era más satisfactoria que la realidad. Yo pensé en Camus y el realismo, en la memoria literaria y visual, en las entradas y salidas de una obra de arte: en maneras de ver, viendo visiones». Es indudable que la belleza no hace las revoluciones. Pero llega un día en que las revoluciones la necesitan. Su regla, que niega lo real al mismo tiempo que le da su unidad, es también la de la rebelión. ¿Se puede rechazar eternamente la injusticia sin dejar de proclamar la naturaleza del hombre y la belleza del mundo? Nuestra respuesta es afirmativa. Esta moral, al mismo tiempo insumisa y fiel, es, en todo caso, la única que ilumina el camino de una revolución verdaderamente realista. Manteniendo la belleza preparamos ese día de renacimiento en el que la civilización pondrá en el centro de su reflexión, lejos de los principios formales y los valores degradados de la historia, esa virtud viva que fundamenta la común dignidad del mundo y del hombre y que tenemos que definir ahora frente a un mundo que la insulta. Las palabras de Camus en El hombre rebelde fueron reproducidas con frecuencia en las primeras semanas de 1960. Su trágica muerte, ocurrida el 4 de enero, habrá conmovido a Paz, de regreso en Francia desde junio del año anterior, como delegado de México ante la Unesco; pero guardó silencio, conjetura Domínguez Michael, distanciado del francés por su postura frente a la guerra de Argelia o la pelea del argelino con Breton, a raíz de sus declaraciones sobre El hombre rebelde. Probablemente, Paz leyó la noticia en Combat –el diario dirigido por el argelino años atrás–, que en su edición del martes 5 de enero dedicó la primera plana a la muerte del «mejor de nosotros», como lo calificó Maurice Clavel, en la reseña que acompañaba el texto de Alain Bosquet, «Une conscience contre le chaos». «Albert Camus est mort», habrá leído Paz y, al recorrer las páginas, quizá recordó el principio de su amistad cuando, al participar junto con Jean Cassou y María Casares en un homenaje a Machado en París, lo había visto por primera vez: CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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«A la salida, terminado el acto, un desconocido de gabardina se me acercó para manifestarme su aprobación por lo que yo había dicho. María Casares me dijo: “Es Albert Camus”. Eran los años de su celebridad y yo era un poeta mexicano anónimo perdido en el París de la posguerra. Su acogida fue muy generosa».32 Así como Fuentes en Myself with Others, en Les Armes Parlantes, Jean-Clarence Lambert recuerda a Camus en la casa de Paz junto con otros amigos que visitaban el famoso domicilio en la calle de Victor Hugo aquel 1951, cuando, al tiempo que gestionaba con Reyes la publicación de ¿Águila o sol? en Tezontle, el poeta revisaba y corregía la traducción que de ese libro preparaba un muy joven Lambert, entre quesos de trescientos kilos que se apilaban en los sótanos de Les Halles, en la empresa Beurre Oeuf et Fromage, donde Lambert trabajaba.33 1951 fue importante para Paz por muchas razones. Una de ellas, su adhesión pública al surrealismo beligerante, pues el 24 de mayo de ese año, a raíz del affaire Carrouges-Pastoureau –y las acusaciones a Breton y al surrealismo de haber traicionado la causa revolucionaria y condescender con algunos intelectuales católicos–, había firmado el manifiesto Haute Fréquence, donde podía leerse: […] Nous sostennos plus que jamais que les différentes manifestations de la révolte ne doivent pas être isolées les unes des autres ni soumises à une abritraire hiérachie, mais qu’elles constituent les facettes d’un seul et même prisme. Parce qu’il permet aujourd’hui à ces feux diversement colorés mais également intenses de reconnaître en luire leur foyer commun, le surréalisme, a meilleur escient encore que par le passé, se voue à la résolution des principaux conflits qui séparent l’homme de la liberté, c’est-à-dire du développement harmonieux de l’humanité dans son ensemble et ses innombrables manifestations, – de l’humanité enfin parvenue à un ses mois précaire de sa destinée, guérie de tout idée de transcendance, libérée de toute exploitation. […] C’est à ces forces que s’allie, dans son éternelle disponibilité, la jeunesse avide de tout ce qui combat un utilitarisme de jour en jour plus aveugle. Ce sont elles qui se conjuguent et s’exaltent dans l’amour, annonçant un âge d’or où l’or n’aurait pas d’âge, où la fleur de l’âge, pour vivre, se passerait d’or. Ce sont elles encore qui font de la poésie le principe et la source de toute connaissance, en opposition permanente à la sottise (métaphysique, politique, etc.) 169

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et à ses manifestations journalistiques, radiophoniques, cinématographiques, etc.34 Junto con Breton, Peret, Ray y otros más, el nombre de Paz aparecía en este escrito y no es remoto que hubiera colaborado en su redacción o que, al menos, sus palabras quedaran grabadas en él de manera indeleble y alentaran su alegría cuando en 1968 observó la revuelta de los jóvenes franceses. El manifiesto, firmado en mayo, no apareció sino hasta el 6 de julio en las páginas de Le Libertaire, justo cuando Paz se atareaba con la escritura del artículo sobre Muerte sin fin, de Gorostiza, pero también con el discurso que ofrecería el 19 de ese mismo mes, pues debía participar en el acto de conmemoración del décimo quinto aniversario del estallido de la Guerra Civil española. Organizado por la Casa de Cataluña en el teatro Récamier, Paz y Camus fueron los principales oradores en el acto. Su asistencia le provocó problemas en la embajada y quizá provocó su posterior traslado, pues a Torres Bodet no le parecían correctas esas intervenciones públicas, tratándose, sobre todo, de un miembro del cuerpo diplomático, según narró el propio Paz en Vislumbres de la India (Seix Barral, 1995). Aquel 19 de julio, Paz volvió a su casa exaltado, con el cabello revuelto, recuerda su hija, y, aunque es posible cuestionar la veracidad de muchos pasajes de las Memorias de Helena Paz, este párrafo parece arrojar luz sobre el asunto: […] A los pocos días, María Casares lo invitó a hablar en un mitin comunista (¡!) a favor de la República española. Mi padre, como en sus mejores épocas de «violinista húngaro», regresó a la casa con el pelo rizado, alborotado, y sin corbata. Pronunció un discurso incendiario con el puño cerrado en alto. No salió en los periódicos, pero la policía francesa le mandó un informe al embajador para prevenirlo de que uno de sus diplomáticos era un descarado agente soviético. Eso por poco le cuesta la carrera a mi padre. Durante esa época, Camus le había «contado» el argumento de El hombre rebelde y Paz lo avisó de los seguros ataques de Sartre, pero el argelino no le creyó, asegura el poeta, aunque Domínguez Michael apunta que era «improbable que Camus haya sido tan ingenuo como para esperar la no beligerancia de Sartre, quien le advirtió, habiendo circulado previamente fragmentos de El hombre rebelde, que la reacción, en Les Temps Modernes, sería enérgica».35 CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Paz dejó de ver a Camus cuando salió de Francia. A pesar del conflicto con Breton (que finalmente terminó con lágrimas del poeta surrealista cuando se enteró de que había sido el propio Camus quien lo había propuesto para participar en otro evento en apoyo de España ese mismo año), el mexicano y el argelino siguieron comunicándose. En 1953, cuando Paz se encontraba en Ginebra, Camus le envió su traducción de La devoción de la cruz, de Calderón de la Barca. Ya en México, el 17 de noviembre de 1953, Paz le escribe a Lambert desconcertado por la realidad del país al que volvió. No sabía qué hacer ni qué proyectos podrían realizarse, pero uno de ellos era llevar a cabo su vieja y permanente idea de editar una revista o dirigir un suplemento cultural. En ambos quería incluir a Lambert como corresponsal en Francia, de modo que enviara mensualmente «una suerte de carta» sobre los acontecimientos culturales importantes y «comentarios sobre lo que llamaríamos la “política de la inteligencia” (polémica Sartre-Camus, posición política del surrealismo, etcétera) en la que se sinteticen los acontecimientos más importantes».36 Poco después, en febrero de 1954, se quejaba con el mismo Lambert de la situación intelectual en México, donde la única revista que podría publicar un ensayo que Kostas Papaioannou le había enviado era Cuadernos Americanos; sin embargo, le parecía que esta revista cada día más se inclinaba por el estalinismo. «Además, las gentes están acobardadas, hay una especie de terror y todos tienen miedo de ser acusados de simpatizantes del imperialismo yanqui. La situación no es muy distinta a la de Europa, excepto que aquí no existe un grupo de intelectuales capaz de adoptar una posición realmente independiente. Imposible encontrar una posición semejante a la de Camus». En esa carta, Paz reiteraba la petición a Lambert de colaborar con futuras revistas que nunca se llevaron a cabo, salvo una, la Revista Mexicana de Literatura, dirigida por Fuentes y Emmanuel Carballo –y donde Paz fungía como «el director de directores», de acuerdo con la opinión de Carballo–.37 En ella, la presencia de Camus fue visible en los distintos números que publicaron. Como ya dije, en 1967 apareció Corriente alterna, y muchas de sus páginas fueron un evidente homenaje a Breton, pero también una discusión con Camus. Aunque no lo citó, como lo advierte Domínguez Michael, pocos autores podrán haber recibido una influencia tan notable como la que Paz obtuvo de su lejano amigo. «La rebelión va acompañada de la sensación de tener uno mismo, de alguna manera y en alguna parte, razón. En esto es en 171

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lo que el esclavo rebelado dice al mismo tiempo sí y no», leímos en El hombre rebelde.38 Casi cuarenta años después de haberlo conocido, Paz aún conversaría con él: «La libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos lleva […] a pronunciar dos monosílabos: sí o no».39 Lejos quedaban ya los días de La Rose Rouge, donde Paz, Camus y Fuentes se divertían bailando y discutiendo. En 1951 Paz salió de París hacia la India y Carlos Fuentes regresó a México.

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NOTAS 1 Carlos Fuentes, Myself with Others, New York, Farrar, Straus & Giroux, 1988, p. 22. 2 Helena Paz, Memorias, México D. F., Océano, 2003, p. 72. 3 Octavio Paz, «Carta a Gabriela Mistral», legado Gabriela Mistral. Biblioteca Nacional de Chile. 4 Carlos Fuentes Papers, Paz, Octavio; box 306, folders 1, 2, 3, 4; Manuscripts Division, Department of Rare Books and Special Collections, Princeton University Library. Agradezco a Ángel Gilberto Adame haberme proporcionado copia de esta y otra correspondencia del poeta. En adelante cito por la fecha de la carta. 5 Albert Camus, Carnets, 2, en Obras, 4, Madrid, Alianza Editorial, 1996, p. 352. 6 Monique Fong, «Entre Octavio Paz y Marcel Duchamp», Tierra Adentro, 189 (marzo-abril de 2014), p. 72. 7 Citado por Tony Judt, Pasado imperfecto, Madrid, Taurus, 2007, p. 181. 8 «Acaso sea oportuno también publicar algo en Sur de esta terrible acusación contra lo que todavía algunos llaman “la patria del proletariado”», le escribe Paz a Bianco en carta del mes de diciembre. [Sin fecha], José Bianco Papers. Paz, Octavio, 1943-1979; box 1, folder 5; Manuscripts Division, Department of Rare Books and Special Collections, Princeton University Library. En adelante se cita por la fecha de la carta. Sobre esta correspondencia puede leerse «Concordia, las cartas a José Bianco», de Guillermo Sheridan, Habitación con retratos (2015). 9 «L’age d’or (La edad de oro) se estrenó en el cine Studio 28, al igual que Un Chien Andalou y se proyectó durante seis días a sala llena. Después, mientras la prensa de derechas arremetía contra la película, los Camelots du Roi y les Jeunesses Patriotes atacaron el cine, los cuadros de la exposición surrealista que se había montado en el vestíbulo, lanzaron bombas a la pantalla y rompieron butacas. Fue el escándalo de La edad de oro». Luis Buñuel, Mi último suspiro, Barcelona, Plaza y Janés, 1982 (versión para lector digital).

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Octavio Paz, «Cannes, 1951: Los olvidados», en Fundación y disidencia, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1994, p. 231. 11 Luis Buñuel, «[Querido Octavio:]», Vuelta, 41 (abril de 1980), p. 50. 12 En Ilegible, hijo de flauta. Argumento cinematográfico original de Juan Larrea y Luis Buñuel (Sevilla, Renacimiento, 2008), de Gabriele Morelli, puede encontrarse la historia de este argumento y la correspondencia relativa, excepto la publicada en la revista Vuelta. 13 Juan Larrea, «Complementos circunstanciales», Vuelta, 40 (marzo de 1980), pp. 24 y 25. 14 Octavio Paz, «De Octavio Paz a Luis Buñuel», Vuelta, 201 (agosto de 1993), pp. 72 y 73. 15 Carlos Fuentes, «Luis Buñuel», en Personas, México D. F., Random House, 2012 (versión para lector digital). 16 En «Luis Buñuel. Cineasta de las dos orillas», Fuentes narra la misma escena del cineclub en Ginebra y modifica lo dicho anteriormente. Asegura que fue allí donde vio por primera vez no La edad de oro, sino Un perro andaluz, lo que desmentiría a sus antiguos amigos que años antes, justo en esa época, habían publicado que en su compañía vieron la cinta en México, origen del movimiento basfumista. El párrafo es el siguiente: «En 1950, estudiaba en la Universidad de Ginebra y frecuentaba un cineclub en la ciudad suiza. Allí vi por vez primera Un perro andaluz de Luis Buñuel. El presentador de la película explicó que se trataba de la obra de un cineasta maldito muerto en la guerra de España. Levanté la mano para corregirlo. Buñuel estaba vivito y, supongo, coleando, en la Ciudad de México y acababa de filmar una película, Los olvidados, que sería presentada ese mismo año, 1950, en el Festival de Cannes». Nexos, 277 (enero de 2001), p. 50. La película, por cierto, se presentó en 1951. 17 Octavio Paz, «El cine filosófico de Buñuel», en Corriente alterna, México D. F., Siglo XXI, 1967, p. 113. 18 «Avec Octavio Paz et Luis Buñuel, Julio Cortázar représente aujourd’hui l’avanta garde, l’Amérique du Sud. Avec Paz, 10

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il partage la tensión incandescente de l’instant en tant que poin suprême de la marée temporelle. Avec Buñuel, il partage la visión de la liberté en tant qu’aura du désir permanent, d’une insatisfaction aujourd’hui frappé d’interdit, et, partant, révolutionnaire». Carlos Fuentes, «Trouverai-je la Sibylle?», La Quinzaine Littéraire, 20 (15 de enero de 1967), p. 6. Esta reseña aparecería unos meses más tarde en Mundo Nuevo, la revista de Emir Rodríguez Monegal, con el título de «Rayuela: la novela como caja de Pandora», Mundo Nuevo, 9 (marzo de 1967), p. 69, y fue incluida en La nueva novela hispanoamericana (1969). 19 En Personas, Fuentes narra que conoció a Cortázar en 1960 en París, sin embargo, la fecha es errónea. Fue en 1961, según puede corroborarse en la correspondencia de Cortázar, en la carta a Susana Speratti del 27 de octubre de 1961, donde le comenta que acaba de conocer a Fuentes (Julio Cortázar, Cartas 1955-1964, Buenos Aires, Alfaguara, 2012, p. 256). En adelante se citan las cartas de Cortázar publicadas por Alfaguara por la fecha. 20 Anthony Stanton, «Paz y Cortázar: estéticas paralelas», Literatura Mexicana, 17.2 (2006), pp. 213-222. 21 Sobre las opiniones de Paz alrededor de Cortázar en Sólo a dos voces (México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1999), véanse las páginas 129-135. 22 Braulio Peralta, «Cortázar, la vida como juego metafísico: Paz», La Jornada (20 de febrero de 1994), p. 28. 23 Mario Vargas Llosa, «La muerte de Aurora», El País (16 de noviembre de 2014). Recuperado de <http://elpais.com/elpais/2014/11/13/opinion/1415893327_540070.html>. 24 Octavio Paz, «Literatura de fundación», en Fundación y disidencia, cit., p. 43. 25 Carlos Fuentes, «Situación del escritor en América Latina», Mundo Nuevo, 1 (julio de 1966), p. 9. 26 Octavio Paz, «Cartas de un editor», Letras Libres, 112 (abril de 2008), p. 14.

Octavio Paz, «El poeta Buñuel», en Fundación y disidencia, cit., pp. 222 y 223. 28 Paz, Octavio, «El cine filosófico de Buñuel», en Fundación y disidencia, cit., p. 44. 29 Octavio Paz, «El poeta Buñuel», en Fundación y disidencia, cit., p. 225. 30 Carlos Fuentes, «Viendo visiones», en Viendo visiones, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 20. 31 Albert Camus, «Discurso de Suecia», Obras, 5, Madrid, Alianza Editorial, 1996, p. 181. 32 Octavio Paz, «Inicuas simetrías», en Miscelánea, 3, Barcelona, Círculo de Lectores, 2002, p. 204. 33 Guadalupe Nettel, «Jean-Clarence Lambert, buscador de poesía», Nouvelles du Mexique, 1 (junio-agosto de 2001). Recuperado de <http://mexiqueculture.pagesperso-orange. fr/nouvelles1-lambert.htm>. 34 Una fotografía del original de esta publicación se encuentra en la página dedicada a Breton <http://www.andrebreton.fr/ work/56600100999904#>. Allí se muestran también varios documentos manuscritos del poeta francés donde se incluye a Paz como parte de las actividades de los surrealistas, en particular, las que se refieren a la participación del mexicano en L’Art magique, entre otras. 35 Christopher Domínguez Michael, Octavio Paz en su siglo, México D. F., Aguilar, 2014, pp. 150 y 151. 36 Octavio Paz, Jardines errantes, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2008, pp. 56 y 57. En adelante se cita por la fecha de la carta. 37 Iván Pérez Daniel, «Notas sobre los orígenes de la Revista Mexicana de Literatura». Tema y Variaciones de Literatura, 25 (segundo semestre de 2005), p. 153. 38 Albert Camus, El hombre rebelde, Buenos Aires, Losada, 1978, p. 17. 39 Octavio Paz, «Poesía, mito, revolución», Vuelta, 152 (julio de 1989), p. 8. 27

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Diatriba y panegírico de los premios literarios

© Daniela Abad

Por Héctor Abad Faciolince


Tuve la dudosa suerte de ganar un concurso nacional de cuento cuando era muy joven, a los veintiún años. El pequeño premio en metálico, el minúsculo renombre en los periódicos de provincia, más que estimularme, me paralizó. Aquel cuento, de denuncia social, adolecía de todos los horrores del realismo socialista y yo lo había escrito más como un ejercicio de estilo que como algo que me conmoviera auténticamente. Era, en cierto sentido, un cuento ajeno. No lo había copiado, no, pero era ajeno a mí. El peor riesgo de un éxito temprano es lograrlo cuando uno no tiene todavía una voz personal. Ganar con lo inauténtico es la mejor manera de hundirse en la duda y en la inseguridad. ¿Habrá que escribir con esa voz falsa e impostada, que no se parece a mí, aunque a otros les gusta? Pasaron más de diez años antes de que yo pudiera publicar mi primer libro de cuentos. El libro pasó inadvertido, justamente, porque no era bueno, pero al menos era mío, pues era lo que yo había querido escribir. No tuvo reseñas ni ganó ningún premio, por fortuna. De haber tenido éxito, pude haber pensado que lo escrito estaba bien así. Y no: tanta indiferencia me hizo darme cuenta de que tenía que escribir mucho mejor si quería tocar alguna fibra en mis colegas, en los críticos y en los lectores corrientes. De mi segundo libro, una novela, envié el manuscrito al más prestigioso y mejor dotado Premio Nacional de Novela inédita. El ganador fue otro libro, pero mi novela recibió una mención especial, la única. Creo que fue mucho mejor quedar de segundo que de primero, porque eso me obligó a leer la novela ganadora que, al no gustarme nada, lo único que me produjo fue unos deseos intensos de volver a corregir la novela para demostrar que mi libro era mucho mejor que el del ganador. Entonces recordé que ya antes había perdido un premio literario, en el colegio, en los últimos años de bachillerato. Mi cuento no había recibido ni siquiera una mención. En el cuento ganador, de otro estudiante de mi mismo curso, se usaban algunas palabras y expresiones que a mí me resultaban insufribles. Todavía las recuerdo: «sendos», «ora esto, ora aquello» y «alféizar». Nunca en mi vida yo había usado esas palabras en mi casa o en la calle. De ahí que me parecieran postizas y que me jurara que nunca usaría expresiones así. En la novela ganadora había un gato que hablaba; también me juré que en mis novelas los gatos no iban a hablar jamás. Por esa misma época leí, o mejor, registré conscientemente algo que antes debí haber leído por encima. Era una opinión de Cervantes sobre las justas literarias. A ellas se refiere el ingenioso 175

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hidalgo, en este caso seguramente un ventrílocuo del autor, con un apunte que conserva aún toda su validez de entonces. En la segunda parte, capítulo xviii, don Quijote aconseja que en los versos de justa literaria «procure vuesa merced llevar el segundo premio; que el primero siempre se lleva el favor o la gran calidad de la persona; el segundo se lo lleva la mera justicia; y el tercero viene a ser segundo, y el primero, a esta cuenta, será el tercero, al modo de las licencias que se dan en las universidades. Pero, con todo esto, gran personaje es el nombre de primero». Sí, ser segundo, o mención, o llegar tercero, casi nunca sirve de nada. Es como en la Vuelta o en el Tour de Francia: sólo el primero se recuerda, por mucho que los subcampeones no hayan sudado menos ni –tal vez– merecido menos el triunfo que el ganador. Muchas veces las etapas y las vueltas, así como los concursos literarios, se ganan por el favor del nombre, como dice Cervantes, o también por azar. Creo que siempre ha sido así. Incluso antes de los tiempos de Cervantes cuando las justas literarias recibían un nombre todavía más anticuado: «juegos florales». Antes los trovadores franceses y todavía hoy algunos ateneos de provincia llaman con ese nombre a los premios literarios; suena tan raro que dan ganas de pronunciarlo ladeando un poco la sonrisa en la boca. El nombre, sin embargo, tenía su sentido, ya que a los bardos ganadores se les entregaba una pequeña flor. Tal flor era artificial, pero de oro, por lo que no era imposible intercambiarla por un beso real con alguna doncella o doncel de esos que siempre andan detrás de aquilatados versos y alborozados vates. Ganar los juegos florales significa ganar prestigio, flores y alabanzas, quizás besos, y por eso siguen y seguirán existiendo. Para ganarse la vida escribiendo no bastan los mecenas ni las editoriales, casi nunca. Se necesitan flores. Con la edad mercantil, y hasta ahora, el apelativo de los juegos florales se volvió casi comercial, «concurso», y el premio (fuera de la gloria efímera que da el «nombre de primero»), por lo general, pasó a consistir en un cheque con pocos o muchos ceros, en ver el propio nombre al lado del nombre de algún escritor muerto y prestigioso y en la «edición de la obra ganadora por parte de los organizadores». No pocas veces el premio es el disfraz del anticipo editorial. Pero ¿vale o no la pena participar en los concursos literarios, es decir, en aquellos en que es necesario enviar la obra? Cuando uno es un joven con ilusiones, sin dinero y sin editorial, los CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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pequeños premios son una de las oportunidades de salir publicado. Los grandes suelen estar reservados para autores que ya no necesitan ganar premios. Sin embargo, para autores novatos o desconocidos, cuentos, poemas y novelas inéditas encuentran a veces un jurado atento, sin sesgos ni prejuicios, que es capaz de encontrar nuevos talentos. A veces las editoriales no pueden permitirse lectores con tanto empeño y de tanta paciencia. Cuando uno es mayor, y ha ganado y perdido suficientes concursos, el dilema es otro: ¿conviene o vale la pena ser jurado de los premios literarios? El oficio de jurado de concursos suele ser ingrato. Sin embargo, así como participé (y perdí y gané) en varios premios literarios, he aceptado ser jurado en premios grandes y pequeños. Es más, he organizado y buscado patrocinadores para nuevos premios, por creer, quizá de manera ingenua, que también el mérito literario debe ser reconocido. Pero esto no me vuelve ciego a los inconvenientes, a los absurdos, a los sinsabores y errores de que están llenos este tipo de eventos. Veamos algunos. Como irremediablemente en todo premio hay muchísimos más participantes que ganadores, habrá siempre muchos más concursantes humillados y ofendidos que concursantes contentos con el fallo. Eso acarrea odios, envidias, suspicacias. Genera, además, comentarios contradictorios: si el ganador resulta ser un escritor conocido, el comentario será: «¡Siempre ganan los mismos!». En cambio, si el ganador es un nombre nuevo, dirán: «¿Y a ése quién lo conoce?». La conclusión más común, sin embargo, es el desdén: los grandes escritores no necesitan premios. La gran obra se impone por encima de la inane vanidad de los concursos. Estoy en parte de acuerdo con todas estas opiniones, pues yo mismo las he tenido, sobre todo como un método de consolación cuando no gano nada, o cuando los que ganan (qué raro es compartir la alegría de los ganadores) parece que carecen de los méritos suficientes. Ser juez literario conlleva otros riesgos. Que algún amigo de uno de los jueces, por ejemplo, cometa la imprudencia de participar. Si llega a ganar, el premio quedará en entredicho, pues dirán que el jurado obedeció a la amistad; si llega a perder, lo que queda en entredicho es la amistad. Ojalá los amigos nunca participaran en premios de los que uno es jurado. Pero hay concursos abiertos a los que nadie se postula. Y ahí estarán también los amigos extrañados de que no les hayamos otorgado aquello que sin duda se merecen. Como el compromiso de los jurados suele 177

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ser que los intríngulis de la discusión no se revelen, uno puede perder amigos aun cuando haya votado por ellos. Hay peligros todavía más íntimos, de conciencia: después del durísimo oficio de leer cientos de originales, el jurado nunca está completamente seguro de haber sido del todo justo. Es poco común que entre las obras finalistas haya una que sea –de lejos– mucho mejor que las otras; todo en el arte tiende a la medianía y lo genial es escaso casi por definición. Así que siempre queda el resquemor de una duda, el posible remordimiento de no haber sido totalmente ecuánime, de haberse dejado influir por el juicio de los demás, por la personalidad dominante de otro jurado, por una distracción momentánea, por una preferencia o antipatía personal por el tema o el tono, inclinaciones siempre demasiado subjetivas. Un jurado sensible también sufre con su imaginación: piensa en todos aquellos talentos destruidos porque no los escogieron entre los finalistas; se imagina las vocaciones truncadas, los llantos, incluso los suicidios de los concursantes descartados. Ser jurado es durísimo, a no ser que se tenga el corazón de piedra. Y todo por el dudoso prestigio de poder juzgar, o por recibir unos pocos dólares (muchos menos que los que se ganan los ganadores), o por la ilusoria recompensa de imponer el propio gusto (el propio mal gusto) o los propios errores. La prudencia, el compromiso o el conformismo guían casi siempre el fallo final de un concurso. Pocas veces se corre el riesgo de premiar la obra más novedosa, más revolucionaria; se prefiere dar a ésta una mención y acogerse a alguna de mérito que genere menos polémica. Cervantes tenía razón y la sigue teniendo: un segundo puesto lleva siempre la sospecha de ser el primero. Nunca se es del todo anónimo. Si una firma conocida deja huellas o si su estilo se adivina de un modo transparente bajo el seudónimo, la mayoría de los jurados preferirán confirmar su prestigio que arriesgar el propio premiando a otros nombres más oscuros. Pasa también lo contrario: se le teme al nombre con renombre, para evitar la acusación de que siempre gana «la misma mafia», y a los escritores de mucha alcurnia o popularidad cuesta muchísimo más que el jurado se digne premiarlos, más que por arrogancia, por cobardía. Tomar la decisión de participar en un concurso literario tampoco es fácil, sobre todo a partir de cierta edad. Se corre el riesgo de perder (cosa grave para autoestimas siempre en dudoso equilibrio); y se corre el todavía más grave riesgo de ganar (cosa nefasta para autoestimas demasiado dispuestas a dispararse hacia CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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arriba con el menor signo de aprobación). Si uno no está dispuesto a acoger con un ánimo muy parejo la derrota o el triunfo, lo mejor es no exponerse a los juicios de los demás. Si uno es muy joven, y dado a la vanagloria, un premio puede terminar con su posible talento. Igual si es muy joven y dado a la autocrítica, un fracaso puede acabar con un talento real. Conviene siempre seguir el precepto socrático: conocerse bien, antes de proceder a concursar, y entender que siempre el horizonte más probable es el fracaso. Para participar es requisito mínimo confiar en los jurados desde antes (no magnificarlos cuando nos premian y denigrarlos cuando nos desechan); por eso es conveniente que los nombres de los jurados se conozcan de antemano, aunque este bien conlleve su mal: que al saberse sus nombres los jurados se vean sometidos a presiones externas. Un concursante novato debe, de todos modos, moderar las ilusiones. Debe tener en cuenta que su obra no siempre será leída con toda la atención que merece, que el azar influye mucho en cualquier decisión, que los talentos nuevos, diferentes, son más difíciles de reconocer y distinguir. Si va a participar que lo haga sin ilusiones, con frialdad y distancia, casi sin esperanzas. Y para participar con frialdad y distancia lo mejor es que sepa cómo suelen ser los jurados. Comparto mi experiencia personal: los jurados suelen ser de tres tipos y estos tres obedecen a un patrón constante. Hay un personaje acucioso y metódico que se ha leído uno por uno los ochocientos setenta y cuatro cuentos enviados, las veintiocho novelas, los mil quinientos veintiséis poemas y les ha hecho anotaciones al margen, reseña crítica a cada uno en un cuaderno aparte, les ha puesto calificación de uno a diez e incluso les ha corregido la gramática y la ortografía. Otro jurado, un poco menos prolijo y cuidadoso, ha leído con desgano la mayoría de las obras (algunas sólo hasta el tercer párrafo porque «uno no tiene que comerse todo el huevo para saber que está podrido») y ha escogido y separado un grupito de las que le gustan especialmente; su selección está en desorden, con las hojas trabadas, el papel salpicado de café, manchado de ceniza de cigarrillo y untado de yema de huevo, pero al menos hay dos o tres poemas, cuentos o novelas que defenderá hasta la sangre. El tercer tipo, casi siempre, no ha leído nada hasta tres días antes del fallo. Entre las brumas del alcohol de antier ha recordado con remordimiento su dura tarea, ha llamado a enterarse de los finalistas de los otros dos y, finalmente, ha leído algunos de ellos para saber qué pensar. Por 179

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una gripe repentina, una terrible calamidad doméstica, un orzuelo, se disculpa de presentarse el día del fallo (al menos su ignorancia no será demasiado evidente) y sólo pide que le consulten por teléfono el nombre de los ganadores a ver si está de acuerdo. La ventaja es que siempre está de acuerdo. El acucioso, el sucio, el perezoso. Ésos son los prototipos de cualquier jurado; que, además –no se olvide–, son tipos a los que les da sueño, se distraen, odian algunas palabras, algunos temas, no carecen de fobias estilísticas, tienen manías, hijos pequeños o hijas drogadictas, esposas sumisas, amantes opresivas… Y todo, todo influye en el momento de seleccionar las obras ganadoras. Hasta la hora en que el libro cae en sus manos; hasta la dieta; hasta la digestión. Otra confesión que tal vez les pueda servir a los escritores novatos que van a participar en concursos. Según mi experiencia, si hubo colegas jurados que escogieron y premiaron a sus amigos en los concursos en que fui inquisidor, no me percaté de ello, y más bien podría atestiguar lo contrario: casi siempre los jurados resultan enemigos cuando califican las obras de sus amigos. El riesgo más grave es otro: que los jurados bloqueen alguna obra que sospechan que es de un enemigo. Quiero decir que entre los jurados poco se da el amiguismo; mucho más el enemiguismo. Y esto es natural entre los miembros de una profesión que despierta más envidias que amores. Termino. Lo mejor que tiene ganarse algunos concursos literarios es que uno no tiene que volver a participar ya nunca más en concursos literarios. Pero, si existen otras opciones para publicar y alcanzar algún renombre (el renombre es lo que permite publicar sin tenerse que ganar ningún premio) que no sean los concursos, aconsejo esas otras opciones. Si hay otra opción para ganarse la vida que no sea siendo jurado de concursos, aconsejo esa otra opción. Es mejor permanecer alejados de las justas literarias como jurado y como concursante. Lo confiesa alguien que ha sido participante ganador (pocas veces) y perdedor (casi siempre); el mismo que ha sido jurado justo (casi siempre) e injusto (algunas tristes e irredimibles veces). El mismo que ha fundado un par de premios literarios y casi nunca está de acuerdo con los que ganan ni con los que pierden.

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Por Nélida Piñón

© CC BY Casa de América

Conócete a ti mismo


Hay frases que recorren el mundo revestidas de autoridad. Basta pronunciarlas para que todos se dejen convencer por sus aciertos. Consagradas por los siglos, forman parte de aquel repertorio cultural de procedencia noble, citado con frecuencia, y que nadie contesta. Son sentencias que refuerzan, por su carácter inmutable, equívocos históricos, prejuicios, creencias conservadoras. La frase «Conócete a ti mismo y conocerás el universo y a los dioses» se ajusta bien a esta categoría. Inscrita en la entrada del santuario de Delfos, en la Grecia antigua, y difundida por Sócrates, circula hasta el día de hoy por Occidente. En torno de ella se han tejido tantas interpretaciones que se volvió imposible rastrear sus efectos en la vida del ciudadano común. Y algunos de sus fundamentos, adaptados a la modernidad, desembocarán en estas líneas de autoconocimiento, formando parte de ciertos postulados inherentes al psicoanálisis. La sentencia nos convence de que el hombre tiene condiciones para visitar el templo del alma, de recorrer sus salas como si estuviese en un museo. Pudiendo así, al final de esta inspección, descifrar los propios misterios, el tumulto de sus emociones, los sentimientos que lleva encerrados en su pecho. Hablar las muchas lenguas que cada cual habla en el interior de su corazón. Enumerar los diversos seres que lo habitan simultáneamente. Mencionar las maravillas y los asombros que perturban la imaginación humana. Aclarar de qué combustión está hecha la pasión para que la vista se oscurezca de repente y las palabras tengan fiebre. La frase insinúa también que los dioses, astutos por excelencia, admiten la malicia del hombre. Este recurso que, al servicio de la humanidad, lo ayuda a evitar los desastres, a vigilar la bestia que duerme y despierta con él. Salida de la boca de los oráculos, las palabras olvidan, sin embargo, valorar el tiempo que necesita el hombre para expurgar sus demonios interiores. No menciona que le sea posible vislumbrar un día, en un santiamén, la existencia de un muro moral que lo aísle de los peligros del mundo. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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La frase es ingrata, semejante a la esperanza y a la discordia al mismo tiempo. Empuja al hombre con la vara de la vanidad. Le insinúa su condición de dios, que retire los velos del alma y asuma, al precio que sea, los propios actos. Le insta a comenzar un accidentado viaje, del cual no saldrá incólume. Ya que experimentará, a lo largo de su interminable curso, el dolor de privar con la carga de su sufrida condición. De resignarse a ser un mero cazador de sueños, imposibilitado de prever la ruta de su flecha voraz.

Traducción de Juan Malpartida.

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Por Carmen de Eusebio

© Andreu Dalmau

Diálogo con Andrés Barba


Andrés Barba (Madrid, 1975) es novelista, ensayista, traductor y colaborar habitual en prensa. Fue elegido por la prestigiosa revista Granta uno de los mejores narradores jóvenes en español. Su obra ha sido traducida a diecisiete idiomas. Ha publicado, entre otros títulos, La hermana de Katia (finalista del Premio Herralde, 2001), La recta intención (relatos; Anagrama, 2002), Ahora tocad música de baile (Anagrama, 2004), Versiones de Teresa (Premio Torrente Ballester, 2006), La ceremonia del porno (ensayo escrito junto con Javier Montes y ganador del Premio Anagrama, 2007), Las manos pequeñas (Anagrama, 2008), Agosto, octubre (Anagrama, 2010), Muerte de un caballo (Premio Juan March; Pre-Textos, 2011), Ha dejado de llover (Premio Nord-Sud; Anagrama, 2012), En presencia de un payaso (Anagrama, 2014), Caminar en un mundo de espejos (ensayo; Siruela, 2014), La risa caníbal (ensayo; Alpha Decay, 2016) y República luminosa (Premio Herralde de Novela, 2017).

República luminosa es su última novela y con la que ha ganado el Premio Herralde de Novela. No es el primer premio que recibe, también ha ganado el Nord-Sud, el Torrente Ballester, el Juan March, el Anagrama de Ensayo y es considerado por la revista Granta uno de los mejores narradores jóvenes en español. Este mismo reconocimiento lo ha recibido de la crítica literaria española e internacional y de grandes escritores como Vargas Llosa y Rafael Chirbes, entre otros. ¿Qué significa todo esto en su trayectoria como escritor, que no es muy larga en el tiempo? Bueno, corta tampoco es, son casi veinte años. Corta en términos geológicos, sí… Los reconocimientos y los premios son siempre agradables. Tienen la fuerza de la confirmación y dan energía para seguir trabajando, pero en no pocas ocasiones son lugares complicados, uno se acomoda, o peor, se le sube el pavo y tarda mucho en volver a hacer algo a derechas. Los premios tienen una importancia más social y económica que literaria, en realidad. Su desarrollo como escritor es prácticamente en todos los campos: narrador, ensayista, traductor, poeta. ¿Qué denominador común existe entre los distintos géneros, si es que lo hay? Cambio de género con frecuencia porque eso me ayuda a salir del lugar en el que he estado y empezar un proyecto nuevo sin la «música» de lo que he estado haciendo hasta ese momento. En muchas ocasiones, sobre todo cuando se ha trabajado mucho tiempo en algo, casi resulta más difícil abandonar lo anterior que empezar lo nuevo. Lo que busco, precisamente, es que no 185

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tenga un denominador común, que me saque por completo de lo anterior. ¿De dónde nace República luminosa? Y ¿por qué y qué significa el título? El tema de la infancia (de la ficción social de la infancia) siempre me ha interesado mucho y lo he tratado en otros libros como Las manos pequeñas. República luminosa nace de ese interés. Uno de los autores que más me ayudó a organizar mis ideas sobre lo que quería hacer fue Maeterlinck, especialmente su trilogía de «biología social» sobre la vida de las abejas, la de las hormigas y la de los termes. Entendí que podía hacer una utopía social infantil, una especie de república anarquista que negara por completo las ideas que se habían expuesto desde la Ilustración sobre la infancia, sobre todo en cuanto al mito de edad paradisiaca. La infancia y la adolescencia son temas que ya ha tratado en otros libros. ¿El desconocimiento e imposibilidad que tenemos los adultos para entender esta etapa evasiva podría ser una de las causas que nos lleva a seguir explorándola? La infancia y la adolescencia son edades literarias por antonomasia no sólo porque el mundo de los adultos tiene discursos cerrados y bastante discutibles sobre su función social y formativa, sino sobre todo porque son edades de la transformación, del cambio, edades en las que no se ha llegado a ser una cosa y tampoco se ha dejado de ser otra, esa zona de sombra es perfecta para desplegar en ella muchos posibles conflictos. Es una novela de ficción, pero, al mismo tiempo, ¿podríamos decir que es una novela realista? En algún momento dice: «La infancia es más poderosa que la ficción». Podríamos decir que es una «falsa crónica». No invento ningún género. Daniel Defoe lo utilizó mucho en dos clásicos indiscutibles: Robinson Crusoe y Diario del año de la peste. Especialmente esa última ha sido una gran influencia en República luminosa. Pero hay mil ejemplos. Otra referencia importante del libro y en el mismo sentido podría ser La peste, de Albert Camus. República luminosa es la historia, «falsa crónica», de los sucesos acaecidos en una ciudad tropical, San Cristóbal, tras la invasión de treinta y dos niños de la calle. Un funcionario de Asuntos Sociales nos cuenta cómo cambian todos los paráCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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metros de la convivencia en esa ciudad. La publicación, veinte años después de los sucesos, del diario de una niña, artículos de prensa, ensayos y su propio testimonio serán los documentos con los que irá creando el relato. De estos niños no se sabe nada, ni de dónde proceden ni cómo se han reunido, ni en qué idioma hablan. Esta novela es una alegoría, una metáfora. ¿Es también una reflexión sobre la indiferencia, sobre el mirar a otro lado mientras las cosas no nos afectan directamente? No, no es una ni una alegoría ni una metáfora. Si fuera una alegoría o metáfora de algo implicaría de manera inevitable una posición moral por mi parte (o por la del narrador) y aquí hay una voluntad muy clara de evitar ese posicionamiento sobre lo que hacen los niños y sobre cómo reacciona la ciudad. La crónica se desarrolla más bien como una voluntad de mostrar todas las perspectivas posibles sobre un acontecimiento en un contexto colectivo, o mejor: cómo la verdad es un consenso y una suma, la resultante de una multiplicidad de voces, en ocasiones, contrapuestas. Y, por supuesto, en esa coordenada la violencia y la reacción ante la violencia tienen un papel muy importante. El escenario en el que se desarrolla la historia, una ciudad acotada por la selva y el río Eré, con su clima tropical, ya nos sitúa en una atmósfera asfixiante. ¿Estos dos ejes por los que transita toda la acción serían la metáfora donde el tiempo, como pasa en San Cristóbal, se llevará y ocultará la negligencia, la falta de responsabilidad, la culpa de todos? Repito, no hay metáfora. La selva no oculta más significado que la propia selva, el río no es más que un río y los acontecimientos son sólo acontecimientos. Convertir las cosas en metáforas supondría dirigir la lectura hacia un lugar simbólico que este libro no tiene. Aquí las cosas no son signos de nada y la lectura simbólica sería un error. Sí se da la negligencia, la culpa, la falta de responsabilidad y la violencia, pero desde una aproximación completamente realista. Parece inevitable, cuando hablamos de la infancia, hablar de nuestra propia infancia. ¿A dónde mira usted cuando habla de la infancia? Lo que resulta interesante al hablar de la infancia (o al utilizarla como motivo narrativo, como sucede en República luminosa) es tratar de desarticular los clichés y los lugares comunes que hemos construido alrededor, el lugar común, por ejemplo, de que es la 187

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edad de la inocencia, el de que es la edad más feliz, etcétera. Todas esas nociones están incluidas en nuestra cultura dentro de la noción de paraíso perdido. Necesitamos creer que la infancia es el paraíso perdido y negamos todas las evidencias que ponen en compromiso esa creencia que, en este caso, actúa casi como una religión social. Tiene interés hablar de la infancia sólo si se ponen en compromiso esas cuestiones. El narrador nos va presentando a los distintos personajes y algunos de ellos no son protagonistas casi de ninguna escena importante, tienen instantáneas apariciones, sin embargo, poseen voz propia, como Maia y su hija (esposa e hijastra del narrador). La relación con ambas vuelve a presentar cierta ambigüedad en las formas. ¿Qué opina? República luminosa es una novela también, en buena medida, sobre la paternidad. El tema de en qué consiste la paternidad y sobre hasta qué punto la paternidad (a diferencia de la maternidad) es una ficción cultural que necesita ser reelaborada por cada individuo concreto está muy presente, supongo que es a eso a lo que te refieres. La ambigüedad de la relación con la hijastra proviene de ese lugar. Teresa Otaño, autora del diario que publica veinte años después de los desgraciados y terribles acontecimientos, es otro de los personajes por el que no podemos pasar de largo: «Era en cierto modo (sigue siéndolo hoy, aunque por motivos muy distintos de aquéllos) todo un espécimen de la ciudad»; «Era ya a sus doce años proclive a cierto clasismo muy larvario en aquella época». La única persona, por ser niña, que consiguió entender parte del lenguaje que hablaban los treinta y dos niños. ¿A qué tipo de niña representa Teresa para ser la piedra de Rosetta que facilitó la clave para entender los sucesos? Teresa Otaño es simultáneamente dos cosas que la convierten en un personaje importante: una niña con una gran conciencia de clase social y una niña muy perspicaz. República luminosa tiene una dimensión política que se formula de manera clara en la presencia y las apreciaciones de ese personaje. A través de la escritura de este libro ¿ha descubierto algo nuevo en el mundo paralelo en el que viven los niños? Todos los libros suponen grandes descubrimientos, no siempre comunicables. Para mí este libro ha supuesto muchos descubrimientos en torno a las estructuras sociales, a las jerarquías de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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poder, a la forma en la que una verdad se construye de forma colectiva… Conocía todos esos procesos, pero, al verme obligado a armar una estructura narrativa a su alrededor, se me han hecho más palpables y claros. Ése ha sido, quizá, el lugar más inesperado del libro. Para terminar esta entrevista y teniendo en cuenta el terreno en el que habitualmente se mueve, de aspecto psicológico, me gustaría saber algo sobre su visión del panorama literario actual español. ¿Cree que existe, por fin, otra generación nueva de escritores que han encontrado otras formas de hacer literatura? Creo que vivimos en un momento de extraordinaria buena salud. Hay muchos escritores reseñables de mi generación: Carlos Pardo, Sergio del Molino, Mercedes Cebrián, Lara Moreno, Marcos Giralt… Tenemos asegurada buena literatura para rato.

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â–º Biblioteca Municipal de Stuttgart, Alemania. Yi Architects, 2011


Zofia Nałkowska: Invierno en los Alpes. Novela internacional Traducción de Katarzyna Olszewska Sonnenberg Báltica, Madrid, 2017 205 páginas, 14.90 €

Una mirada polaca sobre la Europa de entreguerras Por FERNANDO CASTILLO La aparición de una nueva editorial suele ser siempre motivo de alegría, aunque a veces los títulos publicados maticen posteriormente o, incluso, desmientan ese sentimiento. Sin embargo, en esta ocasión, la recién creada Báltica Editorial, a iniciativa de la traductora polaca Katarzyna Olszewska Sonnemberg, proporciona razones para celebrar la llegada de una nueva firma con la aparición de su primer libro Invierno en los Alpes. Novela internacional, de la escritora polaca Zofia Nałkowska, traducido por la propia responsable de la editorial. Para empezar, hay que señalar que su nombre, Báltica, es una intencionada referencia al mar que baña las costas de Polonia, tan cercano a la editora, que sirve para señalar la procedencia de la responsable y paCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

ra subrayar la voluntad que la impulsa, que no es otra que la de dar a conocer la literatura polaca en España. Las letras polacas han atravesado en este siglo xx, en especial, en su segunda mitad, una edad dorada en la que destacan, primero, los Bruno Schulz, Tadeusz Peiper, Józef Wittlin o los más recientes Czesław Miłosz y Wisława Szymborska, que aún continúa con la figura señera de Adam Zagajewski. Una literatura que, a pesar de su aparentemente reducida proyección, limitada a los habitantes del país, que incluso ha ido menguando con los avatares de la dura historia de Polonia en este siglo, ha tenido una notable colección de premios Nobel. Invierno en los Alpes. Novela internacional es una novela en la que el subtí192


tulo es esencial por revelador, aporta varias razones para celebrar su aparición: es la primera vez que se traduce al español –si exceptuamos una versión recortada de la editorial Tartessos en 1943 con el título original en polaco, Choucas– y es una obra que enlaza con el interés existente en la actualidad por la Europa de entreguerras, tanto en la literatura, recuérdese el caso de Stefan Zweig o de Irène Némirovsky, como en la historia, según demuestra la difusión de las últimas obras de Philipp Blom, La fractura, o de Maurizio Serra, Une génération perdue. Además, la publicación de Invierno en los Alpes amplía el escaso elenco de obras en español de Zofia Nałkowska (1884-1954), una importante escritora y, sin duda, la figura femenina más destacada de la literatura polaca de la primera mitad del siglo xx. Nacida en Varsovia en los días en los que la ciudad formaba parte del Imperio ruso, la escritora fue una destacada animadora del mundo literario anterior a la Segunda Guerra Mundial: una de las descubridoras de Bruno Schulz o de Witold Gombrowicz, al tiempo que estuvo muy cercana a escritores y poetas como Józef Wittlin. Mujer de firmes convicciones políticas y muy preocupada por los acontecimientos de su tiempo, Zofia Nałkowska, precoz feminista y socialista, fue una opositora de izquierda durante la dictadura conservadora del mariscal Piłsudski, quien proclamó la República y la independencia de Polonia al finalizar la Primera Guerra Mundial. En estos extraños años de entreguerras, entre transformaciones, audacias vanguardistas y vaticinios apocalípticos que reflejan películas como El gabinete del doctor Caligari, las obras maestras de Fritz Lang –Doctor Mabuse, M., el vampiro de Düsseldorf y Metrópolis– o la premonitoria, como seña-

la el citado Maurizio Serra, Sin novedad en el frente, de Wilhelm Pabst, se consolida la figura de Zofia Nałkowska, quien llega a ser vicepresidenta del Pen Club mientras desarrollaba una actividad literaria y periodística notable, en la que defiende propuestas cercanas al socialismo y, sobre todo, al feminismo. Luego, en los años oscuros y terribles de la ocupación nazi, continuó trabajando en la clandestinidad y sobrevivió a la guerra y al levantamiento de Varsovia. En 1945 se integró en el régimen instaurado por los comunistas polacos del Gobierno de Lublin y los soviéticos en 1945, en el que fue una figura reconocida hasta su muerte. De larga carrera iniciada a principios de siglo, sus obras, especialmente sus novelas, transcurren del modernismo y el realismo a la novela psicológica o, incluso, a la narración de carácter documental y la literatura diarística, una importante obra que se extiende entre 1899 y 1954 y que cubre los años esenciales que le tocaron vivir a lo largo de seis volúmenes. Aunque Zofia Nałkowska inicia su carrera antes de 1914, fue una más de los muchos escritores y artistas a quienes la Primera Guerra Mundial transformó de forma radical, al intensificarse su compromiso político y, sobre todo, su vocación social y feminista, que trasladó a sus obras, sin abandonar nunca su interés esencial por la condición humana. Su obra Medallones –un conjunto de narraciones cortas y uno de sus trabajos más celebrados, tras su etapa como miembro de la Comisión para la Investigación de los Crímenes de Guerra Nazis–, publicada en 1946 y traducida al español en 2009 por Bozena Zaboklicka y Francesc Miravitlles, en la que recoge, por medio de un serie de narraciones, las atrocidades cometidas por los alemanes durante la guerra con la po193

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mostrar la realidad del continente a principios de los años veinte, todavía conmovido por el apocalipsis abierto con los cañones de agosto de 1914. La reunión de las nacionalidades escogidas ya expresa la voluntad de Zofia Nałkowska de tratar asuntos que entonces preocupaban, como las guerras coloniales, especialmente, la de Marruecos, con alusión a España, y el genocidio armenio, con las tristes figuras de la señorita Houvsepian, de la joven Sosse Papazin y del señor Peymirian. También están presentes los pogromos que tenían lugar en la Mitteleuropa y que encarna el patético personaje del joven judío rumano Est, así como el debate sobre el pacifismo, surgido con la Gran Guerra. A ello cabe añadir el antigermanismo latente entre los huéspedes del albergue, que se concentra en la figura del antipático Fuchs, la actitud racista y clasista del británico Vigil y la presencia de una refugiada rusa, que le permite completar el panorama del continente, del que, es curioso, la Italia fascista no forma parte. Sorprende la actitud que mantiene Zofia Nałkowska hacia la Revolución rusa por medio de la señorita Wogdeman, a quien convierte en esposa de un jerarca soviético. Según este personaje, la revolución bolchevique había sido derrotada moralmente, pues había caído en los mismos errores que la autocracia zarista al practicar una represión despiadada durante los años de la guerra civil y la posguerra. A pesar de ser una autora conocida, esta opinión crítica no le trajo a Nałkowska ningún problema durante los años del estalinismo en Polonia, en los que fue una figura destacada. La escritora polaca también anticipa la división de la Francia de la III República, que aparecerá a lo largo de los años treinta y que cul-

blación judía, la convirtió en autora de referencia en la nueva Polonia donde, según Adam Zagajewski, hacía frío y comunismo, si bien Nałkowska parecía no notarlo. La denuncia de los genocidios del siglo xx, la persecución y exterminio de las minorías, de la explotación del colonialismo y los ecos del conflicto europeo abierto en 1914 están también en el origen de Invierno en los Alpes, aunque lo esencial sea la visión que ofrece de la realidad de Europa por medio de una serie de personajes reunidos en una residencia de montaña en Suiza. La obra de Zofia Nałkowska se desarrolla en el entorno alpino que tanto atraía en el primer tercio del siglo xx y que servía tanto de escenario para los más atribulados convalecientes, como los personajes de La montaña mágica, como de desafío para los nuevos héroes capaces de someter a la naturaleza, esquiando o escalando –pienso en el mundo de Dino Buzzati, que a veces estaba muy cerca del nazismo, como sucedió con ese subgénero cinematográfico de películas de montaña que tanto éxito tuvo en los años veinte y del que incluso participó Leni Riefenstahl como actriz–. En este caso, el albergue suizo de Invierno en los Alpes, que se podría localizar en el cantón de Vaud, cerca de Villars-sur-Ollon, sirve a la autora de escenario para situar a unos personajes que serían el epítome de los países de los que proceden, mientras que el lugar es una metáfora del continente. El relato ofrece un largo elenco de tipos, a veces algo previsibles y convencionales, como el español Carrizales, presentado con todos los tópicos del caballero español, monárquico y galante, que le permiten a la autora recorrer la situación de Francia, Gran Bretaña, España, Rusia, Suiza, Turquía, la Europa balcánica, Alemania y, sobre todo, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Novela muy coral, narrada por la autora, Invierno en los Alpes también tiene mucho de relato psicológico por su interés por las relaciones humanas y por el retrato de carácter que lleva a cabo de los personajes, sobre todo, de los femeninos, y de novela-reportaje en la que la naturaleza, equívoca, dura y bella, tan atractiva como peligrosa e imprevisible, parece resumir la época de entreguerras. Precisamente, es en relación con el entorno alpino en el que brilla de manera especial la escritora con unas descripciones magníficas del paisaje, tan ajustadas como líricas, en las que evita tópicos y facilidades. A veces, incluso recuerda a Josep Pla, sin duda uno de los más destacados escritores a la hora de describir la naturaleza, por lo preciso de los adjetivos y de las sensaciones. Zofia Nałkowska muestra su interés y sus conocimientos de la actualidad, pues no sólo alude a Abd el-Krim al ocuparse de la guerra de Marruecos y de la realidad española de los años veinte, sino que también se detiene en una polémica muy conocida que tuvo lugar entre Vicente Blasco Ibáñez, escritor republicano y opositor al general Primo de Rivera, y el muy conservador periodista José María Carretero Novillo, conocido con el seudónimo del Caballero Audaz. Incluso la escritora alude, aunque sin citar el título, al libelo publicado por este último contra el escritor valenciano en 1924, titulado El novelista que vendió a su patria o Tartarín revolucionario, un panfleto muy popular en su época. Todo ello revela el conocimiento de la actualidad que tenía la escritora polaca y su interés por la vida política, que no le abandonaría nunca. Entre tantos personajes, y dado el carácter esencialmente literario de la novela, no puede faltar el drama humano, los

minará durante los años de la ocupación alemana, mediante la contraposición de la atractiva, a la par que muy conservadora y legitimista, señora de Carfort –a quien se puede considerar próxima a la maurrasiana Action Française– con el suizo Tocki, moderno, progresista y pacifista. Una relación que adelanta el conflicto que vivirá Francia y la división que existía en Europa entre lo nuevo y la tradición. A medida que transcurre la lectura, parece detectarse en la novela una desazón, un malestar en el ambiente, como si se intuyese una amenaza, un peligro que se cernía sobre todos ellos, es decir, sobre Europa. Es como un temor difuso al futuro, a la llegada de unos acontecimientos que se saben inevitables y que no tardarán en producirse, que dan lugar a una atmósfera de inquietud. Hay en todos los personajes poca o ninguna confianza en el porvenir; una desesperanza que se había instalado tras lo sucedido con la catástrofe abierta en 1914 y la confirmación de que había desaparecido ese mundo de ayer al que se refería Stefan Zweig. Los conflictos políticos y sociales de muchos países, la crisis económica aparecida al finalizar la guerra y la división de las sociedades ofrecían un estado de inestabilidad que ha permitido referirse al periodo, como ha hecho Enzo Traverso, como la «guerra civil europea». No es de extrañar que Nałkowska nos diga que, «sencillamente, el mundo se transformaba antes nuestros ojos», una apreciación realizada en 1924 que no sólo se refería a los cambios que traía la primavera en la estación alpina, o que exprese sus temores por la situación del continente dividido y confuso, cuando dice que ninguna gran causa se ha impuesto sin derramamiento de sangre, adelantando la aparición de un nuevo conflicto. 195

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grandes temas de la vida y del hombre como el amor y la muerte, pues en todos los convocados hay sueños y deseos, miedos y conflictos, sufrimientos y alegrías que conviven con la enfermedad y la realidad. Tras la cortesía todavía decimonónica que despliegan los personajes en la cotidianeidad que tiene lugar en el albergue alpino, late las tensiones de la vida, las pasiones, los conflictos y las afinidades de las relaciones humanas. Es lo que sucede con la atractiva señora de Carfort, con el joven Est, con los elegantes y enigmáticos Saint-Albert, con la joven rusa Alicia, con el señor De Flèche, tan misterioso y distante, con la triste adolescente armenia Sosse Papazin, sobre la que se cierne un destino trágico, por citar sólo algunos. Unos personajes entre los cuales destacan, por atractivos e interesantes, los femeninos, que son más importantes de lo que parecen y para los que ese invierno alpino resultará inolvidable, a pesar de que casi nada se resuelva al finalizar la estancia de los huéspedes. Todo parece volver a la normalidad, o casi, cuando se acaba el mundo aparecido durante el invierno y en Europa las nubes sigan oscureciendo el panorama que la mayoría de ellos no aprecia. El refugio alpino suizo en el que transcurre la acción de Invierno en los Alpes es un microcosmos que recuerda al hotel La Roseraie de Niza donde vivió la librera franco-polaca Françoise Frenkel durante la ocupación, en el que se escondían refugiados que huían de la Europa del nazismo,

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como describe en Una librería en Berlín. En este caso, la realidad descrita por Frenkel parece imitar a la novela de su compatriota Nałkowska. Es Invierno en los Alpes una novela que, además de su interés literario e histórico, tiene una cuidada y magnífica traducción de Katarzyna Olszewska Sonnemberg, quien ha acertado al cambiar el título original, que confirma la fortuna de la literatura polaca en español. Y es que éste es un trabajo que se añade a las numerosas versiones realizadas por la propia traductora, así como a las de Elzbieta Bortkiewicz, en este caso, de obras de Adam Zagajewski, Bruno Schulz, Czesław Miłosz, Adam Mickiewicz, Wisława Szymborska o Józef Wittlin, escritor leopolitano, que ha sido también traducido recientemente por Amelia Serraller Calvo. Una traductora esta última autora de una imprescindible introducción al poemario de Sofía Casanova, Fugaces, que acaba de aparecer con el sello de la editorial Torremozas. Como se ve, un panorama que habla de la buena acogida de la literatura polaca en España –a la que contribuye, asimismo, el impulso continuo de Liz Lipton-Wittlin, la gran dama de la cultura polaca en España– y de las estrechas relaciones entre las dos culturas, que desde ahora está más cerca gracias a la publicación de esta novedosa y epocal novela de Zofia Nałkowska y a la iniciativa de Báltica Editorial o, si se quiere, de Katarzyna Olszewska Sonnemberg.

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Pablo D’Ors: Entusiasmo Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017 440 páginas, 22.50 €

La vida en anagrama de Pedro Pablo Ros Por JUAN ÁNGEL JURISTO Pocos casos hay tan curiosos en la reciente narrativa española como el de Pablo D’Ors (Madrid, 1963) que, en pocos años, pasó de ser algo más que una joven promesa literaria a constituirse en un valor seguro, hasta que, a raíz de un ensayo que publicó, el celebrado Biografía del silencio, y que vendió más de cien mil ejemplares, un libro que trata de la armonía espiritual y del modo de alcanzarla y que muchos consideraron un manual de autoayuda hábilmente disfrazado, su obra ha sido cuestionada por muchos que hasta entonces la alababan, cuando no se ha convertido en abiertamente preterida. Tanto es así que el profesor Raúl Fernández Sánchez-Alarcos, de la Universidad Pablo de Olavide, y a quien se debe un prolijo estudio de la novela Lecciones de ilusión, de

Pablo D’Ors, comienza éste con las siguientes palabras: «El escritor Pablo D’Ors representa en la actualidad un caso sobresaliente de recepción literaria. Su breve ensayo Biografía del silencio se ha convertido en un best seller por el método de transmisión boca a boca. Su autor, sin embargo, corre el riesgo de que le suceda, salvando las distancias, lo que a Ángel Ganivet con su Idearium español: que su éxito lo fue en menoscabo de la publicidad de su obra narrativa». Según el autor, fue ese posible riesgo lo que lo movió a escribir Lecciones de ilusión, una acción preventiva que venía a advertir que este escritor se ajustaba como pocos a las corrientes más actuales de la novela moderna, con esa autoconciencia que, en los casos más mediocres, 197

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con profunda lucidez Nietzsche. D’Ors, y en esto no le falta razón al profesor Fernández Sánchez-Alarcos, rechaza esta tradición afecta a la nada y quiere ofrecer respuestas positivas a ello en su obra partiendo de ciertos recursos propios de la tradición romántica… y cristiana, claro. El que lo haga desde posiciones radicalmente posmodernas es lo que hace de su obra algo especialmente fascinante para muchos. Casi en broma, diríamos que John Kennedy Toole estaría encantado con un Pablo D’Ors: no olvidemos que, en La conjura de los necios, su protagonista, Ignatius Reilly, explica la falta de espíritu del mundo moderno por su ausencia de teología y geometría. Pablo D’Ors, nieto de Eugenio D’Ors, se formó intelectualmente en la tradición cultural alemana. Sacerdote, recibió una sólida arquitectura espiritual de manos del teólogo Erman Salmann, quien le dirigió una tesis de teopoética que trataba sobre la sensibilidad teológica en la experiencia literaria. Quien estudie la obra de Pablo D’Ors no puede dar de lado aquella temprana etapa de doctorado, pues fue en ella de donde parte el impulso que desarrolló con posterioridad en obras como Andanzas del inspector Zollinger y, desde luego, ésta que nos ocupa, Entusiasmo, y, ya fuera de la experiencia literaria, en obras como la ya citada Biografía del silencio o Sendino se muere, que trata de su experiencia como capellán hospitalario en el Ramón y Cajal, donde atendió a enfermos y moribundos, ya que, debido a su formación cristiana y filosófica, en la más acendrada tradición germánica, la coherencia en todos los órdenes de la vida es algo buscado con ánimo salvífico, producto de una concepción unitaria del mundo. Concepción que llevó a algunos escritores centroeuropeos del siglo

no pasa de ser un remedo narrativo de la teoría literaria. Para Raúl Fernández, Lecciones de ilusión es una novela iniciática de altos vuelos y llega a considerar que, en gran parte, la obra narrativa de Pablo D’Ors es, en realidad, una bildungsroman, aderezada, además, porque, salvo un libro, los demás del autor tienen como paisaje Centroeuropa. Pero lo que más resalta el profesor Fernández Sánchez-Alarcos es que la obra de D’Ors ofrece una respuesta positiva a la crisis axiológica que refleja la novela moderna, algo que es sujeto de debate, habida cuenta de que son multitud, y esto sólo por referirnos al campo de la narrativa del siglo xix y del xx, los que han querido ofrecer una alternativa positiva a la desvalorización del nihilismo moderno, empezando por el gran creador de estas cuestiones, Fiódor Dostoyevski, cuya obra se centra en ellas con obsesiva persistencia, y acabando en autores como Julien Green, François Mauriac o Georges Bernanos, por no hablar de un Thomas Mann, el de Doctor Fausto, o un Ernst Jünger, el de Heliópolis, el creador de la figura del anarca y del emboscado, y la obra de un Albert Camus, desde El extranjero a El malentendido, toda ella volcada al problema de la desvalorización; o, en tiempos un poco más pretéritos, el Joseph Conrad de El agente secreto o Bajo la mirada de Occidente, por referirnos a obras menos citadas que El corazón de las tinieblas, y donde el escritor británico de origen polaco, escandalizado de los terroristas rusos de ideología anarquista que asolaban la Europa de entonces con sus atentados, se muestra más político que en otras obras suyas en que la metáfora sustituye al noticiario del momento. Y, en cierta manera, puede decirse que gran parte de la literatura moderna surge de esa crisis que ya entrevió CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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El autor, entonces, pensó en llevar a cabo la creación de otra trilogía, dedicada esta vez al fracaso, de la que ha publicado El estreno, que es una colección de relatos, y Contra la juventud. Luego ha venido Entusiasmo, libro primero de otra trilogía dedicada al entusiasmo, que resume buena parte de su obra anterior y que considero su novela más lograda. Ni que decir tiene que el autor recurre en ella a la bildungsroman, género hoy día extraño, sobre todo en nuestra tradición, y que borda con renovada concepción. D’Ors es autor inscrito en la tradición centroeuropea y ha recibido las influencias benéficas de escritores como Kafka, Milan Kundera o Thomas Mann, principalmente, en el modo de abordar la realidad de nuestra época, ya dijimos, el nihilismo, la fragmentación, la ansiedad vasta e intensa y el miedo inherente a este encontrarse sin límites. Pero, a diferencia de ellos, D’Ors intenta, mediante el artificio posmoderno, otorgar un sentido positivo a esa crisis. De ahí que el recurrir a la juventud, etapa de formación, y, por consiguiente, a la bildungsroman o novela de iniciación, sea condición esencial de su narrativa. Yo, que soy partidario del diablo, como el John Milton de El paraíso perdido –poema que de haber seguido la intensidad en todo el libro de los versos dedicados al Pandemónium hubiese igualado la Divina comedia del Dante–, es decir, sé que la libertad de criterio es la condición ineludible del ángel caído, por tanto, la soledad y la áspera lucidez, y que buscar personajes positivos en las novelas conlleva un enorme coraje porque la dicha, sencillamente, no se puede transmitir, sólo experimentar, considero que lo que D’Ors lleva a cabo es labor tremenda y que buscar, parafraseando a su abuelo, vidas angé-

pasado a nostalgias curiosas, como la fascinación de Hermann Broch por la época de Tomás de Aquino. La fragmentación, condición inherente a la modernidad, es estado incómodo y en la literatura de nuestros días la posmodernidad, en su afán integrador, ha servido de paliativo a ciertas ansiedades inevitables en épocas anteriores. Al fin y al cabo, nosotros ya estamos instalados en esa fragmentación y la vivimos como condición ineludible. De esta condición parte Pablo D’Ors para expresar su sentido de la armonía espiritual. Así, obra narrativa y ensayos sobre espiritualidad se explican mutuamente y complementan. De la misma manera hay que entender la red de meditación Amigos del Desierto, cuya misión es difundir la parte contemplativa del cristianismo, que se había quedado rezagado en cuanto a presencia social respecto a otras religiones como el budismo. D’Ors fundó la red en 2014, poco después de conocer al jesuita Franz Jalics y, más tarde, el papa Francisco lo ha nombrado por designación expresa suya consejero del Consejo de Cultura del Vaticano. De aquella primera Las ideas puras, publicada en 2000, a Entusiasmo, se hallan obras de rara belleza, porque el autor combina de manera excelente la visión extremadamente lírica con el humor más terrenal, como si en una misma persona se uniera el paroxismo cósmico de un Novalis con la socarronería del soldado Schwejk, en obras como las ya mencionadas Andanzas del inspector Zollinger, Lecciones de ilusión o El estupor y la maravilla. Fue con la publicación de la Trilogía del silencio, formada por El amigo del desierto, Biografía del silencio y El olvido de sí, cuando la obra de Pablo D’Ors pasó de ser objeto de culto de los happy few al éxito de público. 199

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licas tiene mucho de fascinante por lo que conlleva de ir a contrapelo. Entusiasmo es, pues, novela de juventud y, por ende, de aprendizaje. Pero dicho aprendizaje, como bien enseñó Friedrich Schiller y secundó el Novalis de Enrique de Ofterdingen, quiere que ese camino cumpla el dicho latino, per aspera ad astra, es decir, cumpla una labor de escala, como la que llevó a cabo Jacob con innúmeras pruebas. Entusiasmo es la juventud contada del autor mismo, de Pedro Pablo Ros a Pablo D’Ors apenas hay el atisbo de un juego anagramático que no cumple plenamente porque el autor dosifica de manera sabia, siempre lo hizo, la diferencia entre ficción y el relato de lo vivido realmente. Pedro Pablo Ros experimenta vías muy distintas a las del Törless de Musil, personaje que transita por Entusiasmo, como no podía ser menos, y la profusión de dramatis personae del libro sirve de trasunto del mundo mismo al protagonista: son, en cierta medida, su coro angélico, y se extiende desde su bisabuela, su padre y su madre a Bill Clinton, a Oscar Wilde, maestro de novicios, la ironía aquí está cumplida, a Pizarro, seminarista homosexual, a Gandhi, a los minusválidos Bruno y Germán, a Hélder Câmara, a Lutero, san Agustín, Platón, Aristóteles, Faulkner, Zubiri, Goethe, Thomas Mann, Gorki, Klee, el Magister Ludi y Magister Musicae de El juego de los abalorios, de Hermann Hesse, y, así, un centenar de personajes más, reales o pertenecientes a la ficción, y que son parte de la vida de Ros.

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Éste lleva a cabo su particular camino de Damasco, al modo paulino. Ros descubre la seriedad del cristianismo en una escena curiosa: le dice a Salmerón, compañero, que el armario de los De Cartes –cualquier similitud con el filósofo francés no es mera coincidencia– está lleno de revistas con mujeres preciosas en sugerentes poses. Salmerón le responde entonces muy serio que ese armario no existe. Ante la cara de duda de Ros le espeta, gritando y fuera de sí, lo mismo. Ros comprende, ahora, que la fe cristiana no se limitaba a la práctica del culto y la oración, sino que era una manera de vivir, que no admitía medias tintas. Es el tema central de la novela en lo que tiene de descubrimiento esencial y no se extiende más allá de media página en un libro que se acerca a las quinientas. Como grandes novelas posmodernas, Entusiasmo tiene vocación de totalidad, en eso recuerda a Los reconocimientos, de William Gaddis, y, por lo mismo, quiere aunar las contradicciones propias de la modernidad y, así, paliar esos efectos enfrentados. Como Los reconocimientos, posee la virtud de que se refiere a una vocación y formación personales y, sin embargo, quiere interferir en los asuntos del mundo, pero de manera sensata, realista, sin mucho apego a las cosas, aunque sin despreciarlas. En realidad, es libro sabio, si bien lo importante es la calidad literaria de sus páginas. Su mejor novela.

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Simon Leys: Breviario de saberes inútiles. Ensayos sobre sabiduría en China y literatura occidental Traducción de José Manuel Álvarez-Flórez y José Ramón Monreal Acantilado, Barcelona, 2016 592 páginas, 36.00 €

A contracorriente Por JULIO SERRANO Adoptar un seudónimo le otorgó la libertad de hablar alto y claro sobre asuntos delicados. Con la publicación de su obra Los trajes nuevos del emperador Mao (publicado en 1971 por la editorial parisina Champ Libre y en español en 1976 por Tusquets) se convirtió en uno de los primeros intelectuales europeos en denunciar la barbarie de la Revolución cultural con la que Mao Zedong azotó China a mediados de los años sesenta. Ya nadie pone en duda que el comunismo maoísta fue un régimen genocida, pero no puede dejar de asombrarnos la bendición de la que gozó por parte de la intelectualidad en Occidente. Por cinismo, desinformación, ciego idealismo tal vez o por cobardía, la denuncia de Leys a comienzos de los años setenta supuso una agria revela-

Ezra Pound decía que es extremadamente importante que se escriba, pero que quién lo haga es una cuestión indiferente. El sinólogo y escritor belga Simon Leys (Bruselas, 1935-Canberra, 2014) se llamaba en realidad Pierre Ryckmans, sólo que se sintió más cómodo enmascarado tras un seudónimo que significó para él una protección, como veremos, y un guiño al protagonista de la novela René Leys (1915), del poeta, novelista, arqueólogo, doctor naval y orientalista Victor Segalen. René Leys fue un ficticio profesor de chino que trazó puentes entre dos mundos, Oriente y Occidente. Simon Leys fue un crítico literario, novelista, amante de la navegación en velero, riguroso traductor de textos clásicos chinos y un agudo ensayista que merece ser revisitado. 201

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de amigos de la revista Tel Quel, cuya visita a China en 1974 evidenció una anestesiada capacidad de indignación–, Leys hablaba chino a la perfección, leía la prensa china y vivía a finales de la década de los sesenta en Hong Kong. No obstante, no tuvo acceso a una realidad sumamente intrincada e invisible. Estaba al alcance de cualquier mirada que no se esforzase por protegerse de la verdad, por ingrata y desagradable que ésta fuera. Atento siempre a los silencios –su ensayo «El arte de interpretar inscripciones inexistentes escritas con tinta invisible en una página en blanco» es buena muestra de ello–, de Barthes nos dice que, «en lo que calla, pone de manifiesto una indecencia extraordinaria». Con respecto a las Analectas de Confucio (que tradujo), pone el acento en lo que no se dice, «lo cual es un recurso característico de la mentalidad china», como ya hiciera por otra parte Elias Canetti en el ensayo que escribió sobre el pensador chino. Podemos aplicar a Leys una frase del calígrafo Liu Xizai, citada por el autor, en la que decía que, «en caligrafía, lo difícil es no complacer. El deseo de complacer hace la escritura trillada, y su ausencia la vuelve inocente y veraz». Esa autenticidad impregna la obra de Leys. Baste para ello el libro que hoy nos ocupa, Breviario de saberes inútiles. Ensayos sobre sabiduría en China y literatura occidental, en el que podemos ver una muestra del crítico literario sumamente chispeante e ingenioso que fue, del sinólogo que analiza aspectos de la realidad cultural china, del agudo observador de su tiempo y del lector de temas vinculados con el mar y la navegación, de donde podemos extraer algunas buenas recomendaciones. Cuando uno lee las palabras «saberes inútiles» en un título funciona como un

ción que pocos tuvieron intención de considerar. Situarse a contracorriente tiene sus ventajas, aunque, normalmente, no a corto plazo. Quizá sea por eso que, con seudónimo o sin él, nos resulta, a una gran mayoría, un completo desconocido y que, al leerlo, supone una revelación. Tras la agresividad inicial con la que fueron sus obras recibidas, pasó con rapidez a un segundo plano polvoriento y amnésico. El ser católico y liberal le añadió un barniz poco sugerente y pronto fue simplificado con unas etiquetas que le ciñeron un traje demasiado estrecho o, más bien, que le colocaron un traje que no le corresponde. Un año después de la muerte de Franco, Tusquets editaba en España Los trajes nuevos del emperador. Ignoro si es mucho pedir que hubiésemos digerido bien en ese momento de nuestra historia una obra como ésta. Antonio Muñoz Molina, en un artículo periodístico recientemente publicado, se lamentaba de no haber leído en su juventud a Leys, pues señala que le habría sido de gran utilidad, ya que lo considera «uno de los espíritus de verdad libres del siglo pasado, de la estirpe de Orwell, de Camus, de Cioran, de Miłosz». No sabemos qué lectura habríamos hecho del libro en aquel momento, si lo habríamos ninguneado por reaccionario. La autoridad que nos da la confirmación de la historia, el que podamos asegurar que Leys tenía razón, es una «lucidez inútil por retrospectiva», afirma Muñoz Molina. Cuando le decían a Leys que había tenido razón desde el principio con respecto a la china comunista, invitaba a no engañarnos: «Los hechos que he estado describiendo durante estos últimos veinte años […] eran del dominio público». Es cierto que, a diferencia de muchos intelectuales europeos –como Roland Barthes y su grupo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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imán: ya sabemos que hay trampa. Para un amante de los reversos, la inutilidad puede ser un don. Nos cuenta Leys dónde se hizo doctor en este talento de lo inservible: acudió a la Escuela de la Inutilidad, que no era sino una chabola en una empobrecida zona de refugiados de Hong Kong donde, durante dos años, convivió con un calígrafo, dos estudiantes de posgrado, un filólogo y un historiador. El calígrafo había colgado un bello letrero a la entrada que ponía Wu Yong Tang, «Escuela de la Inutilidad». Esos años intensos y autodidactas hicieron nacer el germen de una actitud vital en la que «aprender y vivir eran lo mismo». De esa fuente beben estos ensayos sobre literatura, sobre China y sobre el mar, tres de sus pasiones. Sus denuncias maoístas no le facilitaron la vida un ápice, por lo que podemos reconocer cierta inutilidad práctica en el asunto de ver lo que uno tiene delante de las narices. La famosa afirmación inicial de Tristes trópicos, «Odio los viajes y a los exploradores», del antropólogo Lévi-Strauss, es una paradoja que hace más interesante cualquier afición, la dota de autocrítica y señala un camino: el que no queremos transitar. El Leys ensayista desdeñaba la crítica literaria académica. Su ensayo acerca del Quijote no es el propio de un experto, cierto, pero es fresco y ocurrente en un tema en el que resultaría muy fácil que lo dicho fueran ecos de ecos de otros estudios. Lo que le incordia del academicismo es la percepción de «que en realidad a estos críticos no les gusta la literatura; no disfrutan leyendo». Leys es un escritor que recurre abundantemente a las citas, no por pedantería, sino porque convive con los personajes de sus autores frecuentados, y, sobre todo, tiene la prosa del que disfruta escribiendo. Se po-

dría trazar un pequeño perfil por el tipo de citas que escoge y se podría ver cuánto hay de lector gozoso en ellas. Baste el ejemplo del inicio una obra de Chesterton, al que admiraba de manera intensa, que comienza así: «La especie humana a la que tantos lectores pertenecen…». Lo puedo imaginar fácilmente persiguiendo una idea en estado de gozosa concentración, disfrutando al aportar un brillo malicioso a su ensayo o buscando juegos de ingenio que hicieran su texto seductor. Su crítica se saborea como un bocado apetitoso (no sé bien si para el erudito, que lo es como sinólogo, aunque no en literatura occidental), pero la precisión del experto es una excelencia que no siempre juega con la forma del texto, con la arquitectura de un ensayo en verdad creativo. Leys hace distinción entre los que saben y los que entienden. Por ejemplo, nos dice que «algunos sinólogos que saben mucho y entienden poco se han reído de las traducciones que Pound hizo del chino clásico». Si bien reconoce que Pound sabía poco chino y «que sus traducciones están llenas de errores absurdos», matiza que «las traducciones de Pound pueden ser filológicamente disparatadas, pero logran a menudo una estructura y un ritmo mucho más próximos al original chino que otros intentos mucho más eruditos». No desdeña el conocimiento, aunque tiene en más alta estima la intuición profunda. Sus ensayos literarios son una suerte de perfiles o reflexiones en torno a un punto de partida singular. Destacan los de Balzac, Victor Hugo, André Gide, Simenon o Chesterton. En el ámbito chino, su introducción a Confucio amplía los tópicos incrustados en el conocimiento medio del personaje y su dura crítica disfrazada de 203

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elogio a Zhou Enlai, uno de los más destacados políticos del Partido Comunista Chino, tiene una construcción de espejo deformante esclarecedora tanto por lo que dice como por el cómo lo dice. Eso sí, no endiosa a nadie. Pueden ser sus maestros en muchos aspectos, pero a Leys le gusta, o más bien le divierte, ver las luces y las sombras. Y, normalmente, empieza por las sombras. De Balzac comienza diciendo que «[su] prosa […] está plagada de ocurrencias absurdas, metáforas heterogéneas, lugares comunes y diversas muestras de ingenuidad y mal gusto»; de Malraux tiene una opinión bastante nefasta, que puede resumirse en la sentencia «era esencialmente un farsante». También disfruta informándonos del duelo de estocadas entre unos escritores y otros, como las que propinó Henry James a Victor Hugo, o del sutil antisemitismo del voluble André Gide, o lanza duras críticas, ya en su ámbito, a algunos supuestos expertos en el mundo chino. Parece tener presente la frase de Montherlant, que él mismo señala, de que «todos los escritores son unos monstruos». Como un perfil de varias capas, ve lo execrable y lo excelso, lo que supone un ejercicio razonable, teniendo en cuenta que rara vez somos uno. Y, re-

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conozcámoslo, como lectores, es bastante jugoso entregarnos a una lectura humana, demasiado humana, juguetonamente malévola con el descubrimiento de ciertos delitos y faltas. Su crítica literaria oscila como una balanza en la que, por una parte, analiza la patología de la creación literaria y, por otra, saborea la literatura como el más delicioso de los manjares a su alcance. Ahora bien, ya que no todo es excelso, ni en los más grandes pensadores, rescatemos este juego del que disfrutaba Leys y aireemos una estupidez suya pescada en estos textos, vinculada, quizá, con lo más rancio de su catolicismo. Nos dice en su ensayo sobre André Gide en el que reflexiona con respecto a lo natural de la homosexualidad: «Es evidente que se pueden acreditar científicamente ejemplos de vacas homosexuales y de ballenas homosexuales o mariquitas homosexuales; al fin y al cabo, ¿no es la naturaleza el mayor espectáculo de monstruos del mundo?». Señalar lo obtuso no debería empañar su figura. Pero esa visión del monstruo que nos subyace la podemos compartir también con él mismo. Al fin y a la postre, ¿no pertenece también a la estirpe de los escritores?

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Edgardo Dobry: Historia universal de don Juan Creación y vigencia de un mito moderno Arpa Editores, Barcelona, 2017 240 páginas, 19.90 €

Don Juan, un mito moderno Por VALENTINA LITVAN La apuesta radical de Edgardo Dobry consiste en hacer de don Juan, figura nacida en el siglo xvii español, el mito del individuo contemporáneo en Occidente. Afirmar que esta figura, surgida en una sociedad cuyo sistema de valores es caduco, revela algunos signos fundamentales del individuo contemporáneo es un gesto original. De hecho, este libro dialoga con una idea de Ian Watt, según la cual son cuatro los mitos principales de la modernidad que encarnan la cultura occidental desde el Renacimiento (Fausto, don Quijote, don Juan, Robinson Crusoe). Ahora bien, si Dobry considera necesario dedicar un ensayo íntegramente a don Juan, es porque en él reconoce una diferencia capital: al contrario de los demás mitos de la

modernidad, éste se caracteriza por carecer de una forma canónica que lo identifique con su autor. Así, mientras don Quijote es indisociable de Cervantes, Fausto de Goethe y Robinson Crusoe de Defoe, la figura de don Juan no se limita al personaje de Tirso de Molina; evoca tanto a su presunto inventor como a Molière, Da Ponte, Mozart, De Laclos, Mérimée, Byron, Zorrilla o Madariaga, entre otros muchos autores, gracias a quienes el personaje viaja en la cronología y las geografías, superando los límites de la España católica del siglo xvii y liberándose de la identificación con un único autor. Según Dobry, don Juan invertiría en este sentido el proceso, pues, si en el caso de los demás mitos modernos, el principio coincide con el origen, aquí ocurre al 205

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de la ubicuidad de la figura de don Juan, que reaparece a lo largo de las épocas y a través de los distintos géneros artísticos. Así, en su rastreo, el autor se interesa tanto por las clásicas representaciones del personaje como por alusiones menos conocidas y menos obvias que resultan, por inesperadas, tanto más sugerentes al lector de hoy. Junto a las recurrencias artísticas de la figura, el estudio se basa igualmente en la rica literatura teórica que la envuelve y aborda, desde teorías literarias, filológicas y lingüísticas (como Leo Spitzer, Martín de Riquer o Francisco Rico, entre otros) hasta la filosóficas (Friedrich Nietzsche, Sören Kierkegaard o Jean Starobinski), pasando por el psicoanálisis (Sigmund Freud, Jacques Lacan, pero también Alexandre Kojève, Julia Kristeva o Jean-Pierre Winter). El ensayo ofrece, así, un abanico de figuraciones de don Juan en un recorrido a través de distintas tradiciones y escuelas occidentales. Esta erudición no responde, sin embargo, a la voluntad de establecer un catálogo exhaustivo de las distintas apariciones de don Juan, sino a la necesidad de dar cuenta de la riqueza y productividad del mito a lo largo de la historia universal (retomando el subtítulo del libro) para poder comprender su modo de funcionar; la perspectiva comparatista que ofrece este ensayo se impone, justifica el autor, para acercarse a esta figura. Si la perspectiva comparatista parece ser una exigencia debido a la proliferación y ubicuidad del personaje en la tradición cultural, estas mismas características imposibilitan también toda categorización reductora del mismo. El reto de este ensayo consiste, por ello, en aportar rasgos que, si bien son esenciales para la comprensión de don Juan, no delimitan su sentido. Dobry se de-

revés: a partir de la noción benjaminiana de «posthistoria» el autor explica que, en lugar de cristalizar algo esencial del ser humano desde su primera aparición, don Juan se caracteriza por la versatilidad de la que dan cuenta las diferentes versiones que se lo apropian, enriqueciendo y resignificando el mito cada vez. Es más, sería precisamente en la reelaboración a lo largo de siglos por distintos autores, en diferentes lenguas, épocas y géneros, como se contribuye a construir el carácter huidizo que singulariza a esta figura. Ahora bien, justo porque se trata de una figura incompleta, don Juan puede hablar a través de los diversos autores y adoptar, según Dobry, su condición especular. Don Juan da cuenta, así, de los cambios de la sociedad moderna y contemporánea en sus transmutaciones adaptándose a todas ellas y, a la vez, excediéndolas. En este modo de funcionar a lo largo de la tradición, mediante su imposibilidad de cristalización y su incompletud, que impide fijarlo como figura cerrada, Dobry reconoce el reflejo de la condición del individuo contemporáneo, «sujetos movidos por la insatisfacción», en un permanente estado de búsqueda y deseo que no puede completarse o satisfacerse enteramente. En el ensayo se evocan desde representaciones pictóricas de don Juan, como el famoso cuadro La Barque de don Juan, de Eugène Delacroix, hasta alusiones cinematográficas de distinta índole, como Broken Flowers, de Jim Jarmusch, o Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrick, pasando por referencias musicales que van desde el clásico Don Giovanni, de Mozart, hasta la alusión a la insatisfacción del hombre de hoy con el «I can’t get no satisfaction» de Rolling Stones, de modo que, a través de las distintas menciones, Dobry da cuenta CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ja seducir en su propia escritura por el carácter irreductible de la figura y, en lugar de organizar los distintos capítulos o apartados que componen el libro, de manera progresiva en el desarrollo de un pensamiento, consigue algo como un estallido de ideas, a cuál más sugerente y estimulante, del que resulta una estructura a modo de círculos concéntricos. Así, en sus distintos análisis de las versiones de don Juan, Dobry realiza asociaciones, donde redundan los ecos y las correspondencias entre los distintos capítulos del libro, por lo demás, con títulos tan sugerentes como «La caza sin trofeo» o «Violar la palabra dada». Sólo mediante la resonancia generada por la evocación, la reaparición y la repetición parece poderse formular algo esencial de esta figura huidiza. Imposible e innecesario, entonces, pretender sistematizar sobre un personaje que escapa a toda categorización: «Silueta vacía y cíclica, que se llena cada vez de su propio ímpetu pero que nunca encuentra, siquiera momentáneamente, una forma de satisfacción», «personificación de un impulso», escribe el autor. Un mismo impulso creativo que, en definitiva, reverbera en el texto del propio Dobry, donde, a pesar del rigor teórico que lo sustenta, logra desprenderse del corsé académico para que surja la figura de don Juan en toda su potencialidad. Es cierto que, desde el principio, una serie de preguntas marcan el hilo conductor del ensayo: «¿Cómo puede un mito nacido en lo más severo de la era tridentina española, cuando el honor lo era todo para el hombre y la castidad para la mujer […], seguir vigente en una cultura donde casi nada de eso sobrevive?», «¿por qué poetas tan diversos […] y estudiosos de escuelas se dejaron seducir por él?», […] «¿qué dice don Juan acerca de nosotros […] en un tiem-

po tan distinto, incluso opuesto, del que vio nacer su figura?», «¿por qué, de los denominados “mitos de la modernidad” es el más versátil, el mejor dispuesto a la apropiación de las tradiciones, formatos, lenguajes y ropajes más diversos?»… Pero, en lugar de tratar de responderlas una por una, el autor se detiene arbitrariamente en distintos momentos de la construcción (artística y teórica) de don Juan que analiza, actualizándolo en cada lectura. Dobry asocia, por ejemplo, a don Juan con el individualismo del mundo moderno y ve en la acumulación insatisfecha representada por la cantidad de mujeres engañadas el signo de la circulación de mercancía que caracteriza nuestra época; también se refiere a la inmediatez de la satisfacción como un perpetuo estado infantil o a la usurpación de identidades y el engaño como dinámica de un «hombre sin nombre». La transgresión de las normas sociales y, ante todo, la transgresión de una ley trascendente es tal vez el tema fundamental de don Juan que atraviesa el ensayo y que Dobry relaciona con la oposición entre ética y moral. Así, evoca la idea del «don Juan del conocimiento» con la que Nietzsche arremete contra Kant, buscando destruir la falsedad de una tradición del saber metafísico fundado en la moral. Otros son los aspectos de nuestra época que el autor percibe a través de las figuraciones de don Juan, entre las que cabe destacar las páginas dedicadas a Lord Byron, a quien el autor califica de haber sido el primero en advertir que la posibilidad de subsistencia de la poesía consiste en la renuncia voluntaria al registro sublime. «Don Juan de Byron debe ser considerado el primer gran poema del deseo sin objeto, deseo carnal y deseo de escritura», escribe. Es precisamente al analizar el poema Don 207

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Juan del poeta romántico cuando Dobry desarrolla la idea capital de este ensayo: asignar ese mismo carácter inconcluso de don Juan a la creación literaria moderna y contemporánea. Las distintas referencias teóricas desembocan así, finalmente, en la propuesta más original y sólida del ensayo al reconocer ese mismo estado en constante construcción, «inacabado», de don Juan, en la escritura de nuestros días. Comprendemos ahora que el propósito del libro no es ni filosófico, ni metafísico ni sociológico; su objetivo, como no podía ser de otra manera tratándose de un autor que es teórico y ensayista, pero también poeta y traductor, es ahondar en el estudio de la literatura moderna y contemporánea. No sorprende entonces que, tras los once capítulos que componen el ensayo, Dobry cierre el libro con un últi-

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mo apartado en el que nos ofrece dos traducciones inéditas al español que él mismo realiza, la de dos escritores franceses fundamentales para la evolución de la poesía y la prosa contemporánea: Charles Baudelaire y Gustave Flaubert. Ambos escribieron dos textos sobre la figura de don Juan que, curiosamente, quedaron inacabados, dejándolos para siempre en la fase de proyecto. En suma, si don Juan funciona como espejo del individuo moderno y contemporáneo, este ensayo demuestra sobre todo que se trata de un perfecto ejemplo del proceso de la creación literaria de nuestra época, en la que Dobry resalta esa misma ausencia de forma cerrada y definitiva. Es así que, desprovisto de un sentido último, la figura de don Juan se erige con fuerza como representante del mismo impulso creador.

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Vicente Valero: Experiencia y pobreza. Walter Benjamin en Ibiza Periférica, Cáceres, 2017 240 páginas, 18.00 €

Walter Benjamin y España Por DANIEL B. BRO ¿Qué tendrán las islas? Me refiero a aquellas que son visibles como tales, no a islas, digamos, como Australia, sino aquellas que, cuando estamos en ellas, no tardamos en percibir su totalidad. No es un barco inmenso, es tierra, pero rodeada, sí, de mar, esculpida por el mar y mostrada como un conjunto en cierto modo abarcable. Si la isla es pequeña, como cualquiera de las baleares, incluyendo Mallorca, esa percepción de microcosmos es evidente. En una isla, así podamos echar en falta esto o lo otro, no falta nada: es un mundo, incluso se diría que es el mundo. La isla se presta a ser pensada como una obra, también como una vida completa, como si (y siempre es un como si) principio y fin se nos mostraran a nuestra contemplación, en los mejo-

res casos, pero también a nuestro padecimiento. La isla tiene la forma del paraíso, de lo prístino, de la infancia y, tal vez, de la vejez. Robinson Crusoe no hubiera sido concebido en otro lugar que no fuera una isla, tampoco Calibán, ni Lezama Lima, ni, yéndonos al origen, Ulises, el del «verde paraíso» de Ítaca, colmo la denominó Borges. Para el poeta, narrador y ensayista ibicenco Vicente Valero (1963) esa realidad a un tiempo geográfica y diría que mítica es evidente e insoslayable, forma parte de su poesía, de sus preocupaciones y supongo que de alguna pesadilla. Para los interesados en Ibiza y en Valero como explorador, historiador y hermeneuta de la isla balear, hay que recordar su Viajeros contemporáneos. Ibiza, siglo xx, editado muy bellamente por la edi209

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Corbusier. No era ya una mirada romántica, o la que había tenido el archiduque Luis Salvador de Austria sobre las Baleares, personaje también estudiado en Viajeros contemporáneos. Algunos son estudiosos, otros huyen de los nazis, otros son nazis ocultos que hacen trabajo para la Gestapo y otros tratan de vivir en otra parte, al menos un rato. En el libro de Valero hay, además de la exhaustiva investigación sobre Benjamin, una excelente recreación de la isla en aquellos años, dibujando a veces con una línea a otros personajes que convivieron o estuvieron cerca de nuestro filósofo: pintores, fotógrafos, escritores, arquitectos, como Médard Verburgh, Esteban Vicente, Otho Lloyd, Josep Gausachs, Mary Hoover Aiken, Erwin Broner, Drieu de La Rochelle, Gisèle Freund, Paul René Gauguin (hijo del pintor), Raoul Alexandre Villain, sí, el asesino de Jean Jaurés… La situación del filósofo berlinés es la siguiente, según Valero: «Angustiado y deprimido, intentaba rehacerse, en primer lugar, del turbulento proceso de casi un año de duración en el que había desembocado su divorcio en 1930 de Dora Keller, con quien hacía quince años que se había casado –aunque ya llevaban separados más de diez– y con la que había tenido en 1918 a su único hijo, Stefan Rafael». Por entonces ya contemplaba la idea, tal vez por primera vez, de quitarse la vida. Tenía treinta y nueve años. Había publicado alguna obra, como El origen del drama barroco, pero hay que recordar que las publicaciones de Benjamin en vida no fueron muchas, aunque algunas eran notorias, y que el grueso de sus escritos, como los Pasajes, inacabados, fueron editados tras su muerte, incluso muy tardíamente. En Ibiza, donde llegó el 19 de abril de 1932, escribió gran parte de dos obras, «Crónica de Berlín», recogido en Escritos autobiográfi-

torial Pre-Textos. Ahí encontraremos no sólo al filósofo y ensayista Walter Benjamin, sino a personajes como el marino y escultor alemán Jockisch (además de admirador de Hitler y posible espía) y Walter Spelbrink, que tienen que ver con el libro que comentaré, Experiencia y pobreza. Walter Benjamin en Ibiza, editado por primera vez en 2001 y que ahora reedita en Periférica con algunas correcciones y ampliaciones. Dos viajes hizo Walter Benjamin (Berlín, 1892-Portbou, 1940) a Ibiza, en 1932 y 1933, pasando una buena temporada en ella, donde escribió, reflexionó y dejó en su correspondencia muchos testimonios de este paso por España. Antes había estado en este país, en 1925, siguiendo, en un viaje en barco hacia Nápoles, la costa española y adentrándose en una excursión en Sevilla. Sabido es que, cuando intentara entrar de nuevo en España, huyendo de los suyos (alemanes, sí, aunque estaban viviendo buena parte de ellos la neurosis de nosotros y ellos), que habían invadido buena parte de Francia y sobre todo París, donde residía, al no tener visado de salida, optó por una salida personal, el suicidio. Todo comienza antes, como siempre, como todo. El joven alemán Walter Spelbrink, que había estudiado lenguas románicas en Hamburgo, y que hablaba catalán, llegó a Ibiza en junio de 1931. Isla pobre, era también muy barata. Spelbrink iba a hacer un estudio lexicográfico de la vivienda tradicional ibicenca, pero el viajero principal de esta historia, Benjamin, busca un lugar donde poder trabajar y vivir con el menor gasto posible. La vivienda tradicional atrajo a algunos estudiosos durante muchos años, especialmente a los arquitectos de la GATCPAC, que buscaban en la tradición mediterránea una respuesta a la frialdad de las propuestas alemanas o las francesas de Le CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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cos, e Infancia en Berlín hacia 1900. A diferencia de los arquitectos jóvenes catalanes, Benjamín se interesó por el interior de las casas tradicionales ibicencas más que por su exterior. Le atraía la tensión del lugar entre modernidad y primitivismo. Por esa época, Benjamin pensaba que el arte de contar historias había llegado a su fin, tema de un ensayo suyo, «El narrador». Eso fue lo que le dijo a Hugo von Hofmannsthal, precisamente al autor de la Carta de Lord Chandos, donde expresaba su crisis con el lenguaje. Considera nuestro autor que quien no se aburre no sabe narrar. Y viajar era una forma de reunir historias, que es una forma de contarla. ¿Viajar es aburrirse? Puede ser. No hay viajero que no viva muchas horas muertas. Resumo: Benjamin anotó y contó, con su letrita minúscula, todo lo que vio y oyó en la isla. Y se sumió, lugar aparentemente fuera de la historia, en su utopía personal. También pensó en la relación entre contar historias y sanación. Es una idea antigua y, de hecho, ya se encuentra en los griegos: la cura por la palabra, viejo como la poesía. En su estancia en la isla lee o relee alguna obra de Stendhal, Fontane, Thornton Wilder, Green, Trotski, Gide, Proust, Simenon, Madame de La Fayette, Brecht, Céline, Thibaudet, Gracián… Benjamin vivió en varias casas y lugares, pero, sobre todo, en la de Noeggerath, quien le hacía, además, de traductor, porque Benjamin desconocía el catalán y el castellano. Allí conoció a Jean Selz, joven erudito en temas de arte, con quien experimentó tomando opio, al artista y escritor Raoul Hausmann, vinculado al dadaísmo berlinés, que viajaba con su mujer y su amante, y a Olga Parem, de quien se enamoró. Selz dejó, asimismo, un testimonio valioso, publicado en 1954, sobre su encuentro con el pensa-

dor alemán. Muchos son los pequeños encuentros, enredos y situaciones interesantes que el autor, con un estilo depurado y eficaz, va desenvolviendo en Experiencia y pobreza, como el posible encuentro o, más bien, presencia de ambos en el mismo lugar, del general Franco y Benjamin, cuando el futuro dictador visitó la isla el 6 de mayo de 1932. Reflejos de la historia o, mejor dicho, de lo fantasmal de la intrahistoria. Benjamin escribió en Ibiza un relato sobre su generación que tituló «Experiencia y pobreza», de ahí el subtítulo de este libro de Valero. Valero resume muy bien lo que pudo significar esta estancia de Benjamin en Ibiza: «Mientras el mundo corría hacía una guerra segura, aquel otro mundo de Ibiza, también “bajo el gobierno de la luna”, con sus costumbres arcaicas, su paisaje desnudo e intacto, y la presencia en él de individuos solitarios e independientes, reveló a Benjamin con una intensidad extraordinaria, lo sometió a la prueba de la nostalgia y lo llevó al terreno siempre libre e imaginativo de la utopía». El autor de los Pasajes salió de Ibiza el 26 de septiembre de 1932, primero a Barcelona y luego a París, enfermo de malaria. Curado, se instaló unos meses en Dinamarca con su amigo Bertolt Brecht, para volver a París, ya como exiliado (Hitler en la Cancillería alemana). Su último momento lo vivió en una ciudad de frontera, símbolo tal vez de su pensamiento y sensibilidad: fronteras que reúnen y separan. Este libro cuenta muchas historias apasionantes y cabos sueltos de historias no menos atractivos. Es fácil adivinar una magnífica novela en todo lo que cuenta. Finalmente, contar es algo que no ha acabado ni terminará nunca. Siempre hay viajeros, y estaciones, y gente que necesita tomar la palabra ante el espacio que se abre. 211

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Septiembre 2013

N.º 388

Revista de Occidente Fundada en 1923 por José Ortega y Gasset

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