Cuadernos Hispanoamericanos (Número 822, diciembre 2018)

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N.º 822

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punto de vista

2 Yannick

Llored – Juan Goytisolo: el intelectual crítico y la política de la ficción 18 Fernando Castillo – El Grand Tour de Eugenio Nadal. Literatura, paisaje, historia 34 Santos Sanz Villanueva – Mario Camus, narrador en secreto 54 Rafael Morales Barba – El epistolario entre Blas de Otero y Rafael Morales

entrevista

63 Carmen

mesa revuelta

72 Menchu

biblioteca

de Eusebio – Karla Suárez: «Siempre me gusta imaginar qué relación podría tener con mis personajes si fueran reales»

Gutiérrez – Jardín, esclavitud y fiebre. Dos viajes a México 78 Toni Montesinos – El inadaptado Giacomo Leopardi 86 Juan Fernando Valenzuela Magaña – El doble como sombra 102 Martín Rodríguez-Gaona – Internet y la crisis de la ciudad letrada 110 Carlos Barbáchano – Ingmar Bergman en su centenario 116 María de los Ángeles González Briz – Fernando DíazPlaja, últimas andanzas de un vividor 130 José

Lasaga – La reinvención de Venecia 135 Daniel B. Bro – El espejo de la revolución 139 Julio Serrano – Secuelas 144 Antonio José Ponte – Borges en Cuba: un aire de crimen en el ambiente 148 Juan Ángel Juristo – La nueva mirada gótica 152 Julio César Galán – La biblioteca ideal de Nuccio Ordine 155 Isabel de Armas – El espíritu del 68 pervive


© Elisa Cabot

Juan Goytisolo El intelectual crítico y la política de la ficción Por Yannick Llored


«[…] el desfase entre vida y escritura no se resolvió sino unos años más tarde, cuando el cuerpo a cuerpo con la segunda, exploración de nuevos espacios expresivos y conquista de una autenticidad subjetiva integraron paulatinamente a la primera en un vasto conjunto textual, el mundo concebido como un libro sin cesar escrito y reescrito, rebeldía, pugnacidad, exaltación fundidos en vida y grafía conforme me internaba en las delicias, incandescencia, torturas de la redacción de Don Julián». Juan Goytisolo, En los reinos de taifa (1986)

La obra de Juan Goytisolo (Barcelona, 1931-Marrakech, 2017) presenta una multiplicidad de actividades de escritura, a veces algo difíciles de circunscribir, desde el artículo de opinión –casi siempre publicado en El País– hasta la novela, ampliamente reconsiderada, en el plano poético y estético, pasando por el libro de ensayos, el relato de viajes, la autobiografía e incluso, de modo casi testimonial, la poesía al término de su trayectoria.1 Ante esta profusión, se tiene la tentación de deslindar líneas de continuidad y formas de diálogo de diferentes índoles cuyos vínculos, más o menos distantes entre sí y situados en diversos planos de reflexión, emergen de manera bastante clara. Proponemos desarrollar aquí la idea de que la primordial dimensión crítica del escritor en sus artículos de prensa (en particular, los textos de opinión y tribunas), así como en sus ensayos, lleva a cabo un desplazamiento bastante radical: un proceso de transferencia provisto de diversas repercusiones que concentran los elementos clave de lo que se puede llamar la política de la ficción propia de su creación literaria. Conviene recordar, además, que Juan Goytisolo sostuvo, a mediados de los años 1980, la pertinencia de la figura del «creador-crítico»,2 consciente de la vertiente teórica de su arte literario y, a la vez, atento como intelectual y escritor a las problemáticas socio-políticas que influyen, de un modo u otro, en su quehacer literario. El artículo de opinión –recogido con cierta frecuencia en los volúmenes de ensayo– formula las propuestas críticas y las nuevas perspectivas de orden histórico y cultural, en las cuales se adentra el trabajo de escritura de Juan Goytisolo, para favorecer las condiciones de lectura y de inteligibilidad de su creación literaria, considerada a veces como hermética. Al igual que en otros escritores de primer plano –los casos disímiles de grandes ensa

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yistas como Rafael Sánchez Ferlosio y José Jiménez Lozano constituyen un buen ejemplo y son coetáneos a Goytisolo–, el artículo de opinión y la obra ensayística resultan imprescindibles en un autor innovador como el de Don Julián, que siempre se enfrentó, a lo largo de su obra, a la prueba de metamorfosis creativa en su escritura. A través de este enfrentamiento, Goytisolo consolidó, al mismo tiempo, su singular posicionamiento en el campo literario, mediante, entre otros aspectos, una nueva aproximación a las prácticas de lectura y de interpretación de las tradiciones literarias y los legados culturales poco frecuentados o normalizados. Cabe señalar, desde luego, la manera en que Goytisolo no cesó de poner en tela de juicio el pretendido «didactismo» de ciertas obras clásicas de la literatura española, así como el supuesto predominio de las fuentes grecolatinas, sin cuestionar los motivos de su reelaboración y resemantización, en particular, en los escritores de origen judeoconverso, que profundizaban en su escritura con una nueva conciencia creadora mediante formas de dualidad y tensión, alentados por conflictos interiores capaces de redefinir la escala de los valores colectivos. En la producción literaria de Goytisolo, el artículo de opinión y el ensayo no sirven sólo para legitimar a contracorriente las «marcas de fábrica» de la ambición que una obra literaria se da a sí misma, habilitando su propia genealogía creadora,3 sino, sobre todo, para actualizar las repercusiones de los planteamientos socioculturales e ideológicos ligados a las prácticas de lectura y de transmisión de la diversidad de una tradición literaria. Algo bastante similar a lo que se puede constatar en el relato nacional historiográfico español, que no ha podido del todo integrar en él la pluralidad «incómoda» representada por el al-Ándalus, pues las vertientes de la disidencia más o menos silenciadas que recorren la diversidad de la tradición literaria española permanecen a menudo veladas por los supuestos valores identitarios nacionales. En este sentido, en el conjunto de la obra de Goytisolo, el objetivo de entroncar la escritura con ciertas características cruciales de los grandes textos clásicos –principalmente, el mudejarismo del Libro de buen amor, del arcipreste de Hita; el litigioso caos avasallador, omnipresente en La Celestina, de Fernando de Rojas; el erotismo y la sexualidad transgresores en La Lozana Andaluza, de Francisco Delicado, y la perturbadora poética de la ironía en el Quijote, de Miguel de Cervantes– permite cuestionar las problemáticas socioculturales, estéticas y morales a la luz de los procesos históricos indisociables, entre otros elementos, de la CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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temática candente de la alteridad interior (con los judíos, los musulmanes, los judeoconversos y los moriscos) y, de modo más amplio, las relaciones conflictivas entre culturas. Por eso, la estrecha relación de la escritura de Goytisolo con los legados culturales y las tradiciones literarias se enraíza en un compromiso intelectual, que intenta enfrentarse con los conflictos más acuciantes de una realidad mundial. La novela mudéjar La cuarentena (1991) profundiza, así, en un fenómeno de convergencia y de confrontación entre el teósofo místico andalusí Ibn Arabi y Dante Alighieri mediante una metafísica de la imaginación y la reflexión crítica sobre las relaciones entre diferentes culturas, después de la caída del muro de Berlín y de la aparición de un nuevo orden mundial discernible en la guerra del Golfo de 1991, así como en los comienzos del discurso acerca del supuesto «choque de civilizaciones». La obra de Goytisolo –tanto sus ensayos como sus novelas– no se contenta, por consiguiente, con cultivar una suerte de anticanon de la tradición institucionalizada ni formas, más o menos complacientes, de marginalidad. El quehacer literario y la labor intelectual del escritor se empeñaron, en cambio, en mostrar cómo ciertas figuras intelectuales insertas en el pensamiento político liberal, tales como José María Blanco White, Manuel Azaña, Américo Castro y Francisco Márquez Villanueva, pero también cómo los efectos e implicaciones de algunas problemáticas colectivas, como, por ejemplo, la cuestión judeoconversa y el problema morisco, abordado, asimismo, por Cervantes, dan la posibilidad, más allá de cualquier particularismo, de arrojar luz sobre las estructuras políticas e ideológicas constitutivas de los procesos históricos, adoptados por una identidad nacional que denegó lo que hubiera podido fomentar su fuerza crítica, su diversidad cultural y, en suma, su propia modernidad. De hecho, es en parte en este campo de lucha y de resistencia donde el intelectual crítico Goytisolo concibe y despliega, desde diferentes enfoques y estrategias, una política de la ficción en lo más hondo de la cual el descentramiento, la alteridad, el exilio, la radicalidad transgresora y, a veces, autocrítica consiguen a su manera redefinir lo que los «nosotros» han hecho al otro y, por lo tanto, a los otros a través de la dominación, la exclusión y la violencia. El lenguaje literario del escritor no deja de atravesar esas prácticas coercitivas y sus discursos de legitimación para trascenderlos. Al igual que el lingüista, traductor y poeta Henri Meschon4 nic hablaba, con acierto, de una política del ritmo y del sujeto,

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podemos denominar «política de la ficción» las transmutaciones, las formas de individuación que se abren sobre una vasta pluralidad, el arrancamiento supuestamente liberador y la concepción autocrítica del sujeto de escritura, en una creación literaria, como la de Goytisolo, que no cesó de explorar los límites de sus modos de subjetividad moral y crítica dialogando con la poética de los textos. Es la razón por la cual el sujeto de escritura5 que se encuentra como ensartado por oposiciones, desdoblamientos y constantes paradojas en las novelas goytisolianas deja transparentar y afronta, a través de la reverberación de sus facetas, las condiciones socioculturales, ideológicas e incluso políticas que componen indirectamente su(s) figura(s), sus autorrepresentaciones y, sobre todo, su manera de hacerse a sí mismo, integrando –a menudo mediante la ironía paródica y la reflexividad hiriente– las miradas y los discursos que los demás proyectan sobre él. El intelectual crítico que no tiene su sitio en ninguna parte y excava, así, sus propias diferencias, incluso en su inquebrantable voluntad de unirse a una tradición intelectual asimilada bajo la égida de una cierta heterodoxia, no resulta, pues, en modo alguno ajeno a la poética del sujeto, que es subyacente a la poética del texto en la obra novelística de Goytisolo; y ello cuestionando a la vez, en diversos planos, la función, el valor de verdad y las finalidades relativas del compromiso de la creación literaria frente a lo que la circunda, lo que trata de definirla y los puntos ciegos que intentan velar su naturaleza más inaceptable e impensable, así como la imposibilidad de situarla en coordenadas socioculturales y genéricas comunes. Desde esta perspectiva, la ironía casi generalizada, lo grotesco escenificado y el sarcasmo ligado al arte menor del fragmento en la escritura de Goytisolo alcanzan su dimensión crítica más subversiva al exponer, al mismo tiempo, cuanto las prácticas de dominación de orden mediático, social y cultural ofrecen como mirada condicionada y hacen creer sobre el objeto literario, sobre sus modos de indagar en una realidad socio-política y humana y sobre la figura del escritor. Cuando Goytisolo dice en su texto de abril de 2015, con motivo de la entrega del Premio Cervantes: «No se trata de poner la pluma al servicio de una causa, por justa que sea, sino de introducir el fermento contestatario de ésta en el ámbito de la escritura»,6 reafirma la inexpugnable inconformidad del intelectual crítico frente a las formas de poder, a sus normas de representación y sus discursos como recurso principal de la condición política de una escritura que no dejó de adentrarse en un fenómeno de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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desgajamiento y despojamiento intrínsecos, para sustraerse mejor –hasta la exuberancia, a veces, del delirio esquizofrénico– a todo tipo de determinación y forma de pensamiento que delimitan un sujeto, una identidad y una cultura; de ahí la especie de anarquismo purificado que se desprende, en algunas ocasiones, del lenguaje errático del escritor. El constante intento de alcanzar una lucidez de la complejidad permite a la voz del intelectual crítico Goytisolo y a su lenguaje literario franquear la prueba del tiempo al revivificar su potencia interpeladora y la manera en que resignifican su propia historicidad, que permanece abierta sobre la contemporaneidad de unas problemáticas clave. Al interrogar al autor en una carta, hace ya bastantes años, acerca de la profunda reflexión política que recorre su novela La saga de los Marx (1993), Goytisolo contestó lo siguiente: «Tienes razón: La saga es ante todo un libro político, incluso en sus aspectos lúdicos. Refleja la transformación de la política en espectáculo, y Marx no pudo escapar a Debord».7 Alejado del ángulo teórico y estético posmodernos, muy cultivados en los años 1990, el escritor expone preguntas decisivas sobre el futuro de las sociedades occidentales posindustriales, tras los discursos triunfalistas del pretendido «fin de la historia» y la implacable dominación del neoliberalismo económico, y afronta en lo más profundo de su arte literario los nuevos desafíos del mundo presente a través de la interrogación crucial: «¿Puede existir una verdadera política, hoy día, fuera del espectáculo y de las estrategias mediáticas?». En función de enfoques distintos, la reflexión política sigue siendo primordial en las novelas posteriores. En El sitio de los sitios (1995), la experiencia realmente vivida del sitio de Sarajevo, en 1993, es proyectada sobre un horizonte metafísico en la ficción literaria, concentrando los fenómenos múltiples de estallido, de dispersión y diseminación en la figura difractada del sujeto de escritura frente a la permanente manipulación y destrucción provocada por la guerra interétnica en la ex-Yugoslavia. Las semanas del jardín (1997) deconstruye la función y figura del autor y, por tanto, las de su autoridad –diseminada en las voces de los múltiples narradores– para, en realidad, reconstruirlas en filigrana a la luz de las huellas y los indicios que hacen resonar, de modo implícito, los ecos de la impregnación, en una parte de la sociedad y la cultura españolas, del discurso nacionalista y sus supuestos valores como fantasmas, todavía aptos para actuar, de una memoria histórica abocada al silencio o ideologizada. En Carajicomedia (2000), la homosexualidad plenamente asumida y amoral se

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adentra no sólo en las condiciones de vida y el retrato de ciertos medios marginalizados, en particular, el de los inmigrantes magrebíes en el París de los años 1960-1970, sino también en las formas de perversión y corrupción de los poderes instituidos, tanto políticos como religiosos –se puede recordar aquí la novela de Sade, Justine ou les malheurs de la vertu–. La anhelada subversión no consiste sólo en proclamar una pasión inadmisible por los márgenes bajo todas sus gamas de transgresión, sino que intenta, de manera más profunda, desmontar desde dentro los roles sociales, los valores simbólicos, así como, en otro plano, las paradojas de la situación del sujeto de escritura. Éste es entonces considerado en Carajicomedia8 como una figura ficcional del escritor apresada por un antagonismo interior, que se debe, entre otros motivos, a su imposibilidad para formular cualquier palabra de autoridad, la cual se encuentra deshecha a causa del pretendido ensimismamiento del autor implícito, a los ojos de los demás y de los criterios convenientes de la institución literaria, en la anomalía de sus obsesivas autorrepresentaciones, indisociables de una excentricidad insoportable. Retomando la cuestión sobre el intelectual crítico –que Goy­tisolo llamaba el «escritor sin mandato»–,9 sobre el sentido de su acción y tomas de posición, cabe subrayar que no se trata de encarnar una especie de conciencia moral, a fin de erigir su propia estatua bajo el signo de una disidencia autoproclamada, sino más bien de diseminar, en efecto, los gérmenes y el fermento de la contestación refutatoria, inscribiéndola en una historia intelectual para dar significación, por medio del apartamiento y la diferencia, a nuevas formas de pertenencia. La mirada crítica de Goytisolo penetra y saca a flote los puntos ciegos inherentes a las estrategias de rechazo y refoulement, así como a lo que permanece impensado, inconsiderado y apartado en la periferia de los márgenes, a menudo, invisibilizados, para arremeter contra dichas estrategias e invertir, así, una relación de dominación, cuestionando lo que provocaron y produjeron en la historia los discursos y valores del centro, o sea, los del poder y sus representaciones también como figuraciones de sus esquemas mentales. Es, pues, en los huecos, los desgarramientos, las formas de invisibilidad, los silencios y, en suma, los efectos de los intereses convergentes entre diferentes medios y sus discursos en donde resuena la voz discordante del escritor, para intentar hacer estallar lo que encubren, pero también sus engranajes y formas de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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legitimación, que apoyan un estado de cosas y los términos de un consenso exclusivo. No extraña, entonces, que sea la concepción del intelectual tal como fue explicitada por Edward W. Said –a quien Goytisolo rindió homenaje– la que ilustre mejor la trayectoria y las posiciones del autor en los debates públicos. El artículo de opinión de Goytisolo «Vamos a menos» (publicado en El País en enero de 2001), que desató amplias ondas de choque en España, al denunciar las colusiones entre el medio literario, las esferas políticas y ciertos imperativos mediáticos y comerciales de grandes grupos de comunicación; o el que se titulaba «Horizonte República» (publicado, asimismo, en El País en noviembre de 2004), que proponía una reflexión colectiva sobre un futuro cambio de régimen constitucional en España, para reanudar, mediante otras bases políticas, con una República –y ello, señalando las diferencias, en el plano histórico y social, entre las monarquías del norte de Europa y la española–, arrojan luz de modo diferente, en ambos casos, sobre las reglas de autonomía e independencia, aunque éstas son siempre relativas, pero también sobre las autorrepresentaciones del intelectual crítico según Goytisolo. Cuando publicó el artículo «Horizonte República» en El País –en el cual el escritor colaboró desde la fundación del periódico, en 1976, y con el que tuvo, asimismo, varias discrepancias, si bien aprovechó, a la vez, una posición bastante privilegiada para hacer conocer mejor sus ideas y su obra a un amplio público–, recordamos haberle dicho que ese tema podía ser considerado inoportuno y no estaba, al parecer, a la orden del día; Goytisolo nos contestó sin la menor vacilación: «Pues es precisamente por eso que se debe plantear».10 Esta respuesta traduce en sí misma las principales características de la vocación y las exigencias del intelectual crítico, tales como las entendía Edward W. Said cuando afirmaba: «[…] ser tan marginal e indomesticado como quien vive en un exilio real es para un intelectual mostrarse excepcionalmente sensible al viajante más bien que al potentado, a lo provisional y arriesgado más bien que a lo habitual, a la innovación y al experimento más bien que al status quo autoritativamente garantizado. El intelectual exílico [el que tiene la sensibilidad y los atributos del exiliado] no responde a lo lógica de lo convencional sino a la audacia aneja al riesgo, a lo que representa cambio, a la invitación a ponerse en movimiento y no quedarse parado».11 Así pues, por ejemplo, las observaciones a veces incisivas de Goytisolo sobre la situación en el mundo arabo-musulmán tienden a

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mostrar que sabía compaginar una cierta proximidad compartida con una distancia crítica y, de este modo, escribe en un artículo titulado «Voltaire y el islam», publicado en El País en mayo de 2006: «El mundo islámico de 2006 necesita muchos Voltaire para salir de su atraso, ignorancia y de las luchas sectarias que lo desgarran». Una constatación que refleja más que nunca, de modo trágico, la realidad cotidiana presente ante nuestros ojos. No se ha de eludir, sin embargo, la posición algo ambigua de Goytisolo frente al poder marroquí y, por tanto, a la situación socio-política en su país de adopción, donde la voz crítica del escritor se caracterizaba por cierta discreción y un distanciamiento respecto a su preocupación por las libertades y los derechos cívicos. Este escollo constituyó una especie de problemática pendiente que Goytisolo no pudo del todo resolver y que se puede explicar, en parte, por la actitud de equilibrio y moderación que debía sin duda aplicarse a sí mismo para ser tolerado por las autoridades. De ahí el gran contraste entre su virulento discurso crítico sobre España y su reserva bastante conciliadora sobre Marruecos, donde era un expatriado impregnado, de manera auténtica, por la cultura árabe, desde la posición privilegiada del que era reconocido y estimado y que creía, pese a todas las dificultas observadas de cerca, en la progresiva democratización del país. Esta posición ambigua y algo complaciente conduce a que algunos jóvenes intelectuales marroquíes le reprochen a Goytisolo cierto apego, más o menos inconsciente, a la visión orientalista –rechazada por el propio escritor, siguiendo los enfoques de Said–, así como la relativa ausencia de su voz crítica en la lucha de los marroquíes más progresistas por su emancipación y una mayor justicia social frente al poder autoritario.12 Estos aspectos explican indirectamente, en otro plano y ámbito, el que en la mayor parte de las novelas de Goytisolo la visión del árabe se encuentre sobre todo cimentada por el predominio de los fantasmas –incluso sexuales– y de las amenazas arquetípicas que las sociedades occidentales construyeron y proyectaron sobre el hombre árabe, aunque el lenguaje literario del autor rebatió las tesis y la ideología orientalistas, como se verifica en la novela mudéjar Makbara (1980) –que asocia la prosa y la poesía gracias a la oralidad– a través de la contrafigura monstruosa del emigrado magrebí sembrador del terror en las calles de París. Además, en el caso de Goytisolo, la condición del intelectual crítico se encarna en el modo en que se cuestionan y afrontan las experiencias vividas en relación íntima con la literatura, para CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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situarse a la altura de una confrontación real con la alteridad, a fin de poder, pese a las distancias insalvables, imaginarse en la piel del otro, sin dejar de sondear sus propias dudas personales. Si el sujeto histórico que es el autor intentó, en sus artículos de opinión y sus ensayos, aprehender concretamente los fenómenos culturales y sociales que surgen de las entrañas de la vida, en sus tragedias y sufrimientos (por ejemplo, la inmigración) –no abordamos aquí, por no extendernos demasiado, su lúcido compromiso personal en diferentes territorios en guerra, tales como Sarajevo, Argelia, Chechenia y Palestina–, el sujeto de escritura no cesó de interrogar toda certeza propia, adentrándose, a la vez, en los recovecos de ciertas oposiciones, tensiones y paradojas que se proyectan en lo más profundo del yo y del universo de la ficción, pero también en las propiedades relativas de la autoridad y el posible reconocimiento de la figura interiorizada del escritor en su labor creadora, para realizar en ésta su propio autoanálisis. No se puede destacar ninguna homogeneidad conciliadora en los vaivenes y las transferencias inherentes a las relaciones –a veces distanciadas– entre los artículos de prensa, los ensayos y la creación literaria de Goytisolo. Se discierne, en cambio, una actitud crítica y una reflexión política que concentran un gesto y un estilo propios de una óptica de desmontaje y deconstrucción de las condiciones y representaciones mentales, simbólicas, socioculturales y discursivas que moldean y reproducen una mirada y un pensamiento, determinados por factores ideológicos acerca del escritor, de su concepción de la escritura, del arte literario ante su poder de conocimiento y, por fin, de la supuesta figura pública del autor. Más allá de la «goytisolofobia», a veces puesta en escena por el escritor en sus novelas para replicar, mediante la ironía sarcástica, a los ataques denigrantes de ciertos críticos –algunos también fueron colaboradores en El País–, Goytisolo desarrolló en su lenguaje literario la figura múltiple de un narrador-protagonista generalmente escindido y situado en relación íntima con los otros «yos», como alter ego plural del sujeto de escritura en el seno de una búsqueda de reconocimiento recíproco y creativo. Si el narrador-protagonista escindido y objeto de desdoblamientos, algunas veces esquizofrénicos, se encarna en el «tú» reflexivo y dialoga con los componentes medulares de la poética del texto, puede revestir, asimismo, los atributos de un «él» que se sumerge en la experiencia desgarradora del olvido y del desprendimiento –como, por ejemplo, en la novela-poema Telón de boca– o que es 11

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ante todo autoirónico, a fin de poner al desnudo sus deseos, sus pulsiones y subversiones. Éstas podrán ser contempladas como indignantes y condenables, y se verán contextualizadas, en un plano histórico-cultural, y casi justificadas mediante el prisma de una objetivación que propone el intelectual ensayista, reconocido por sus luchas, a veces consideradas de retaguardia, y por su disensión crítica –Paisajes después de la batalla13 (1982) y su continuación, El exiliado de aquí y allá (2008), ofrecen excelentes retratos autoparódicos de las tomas de posición del intelectual mediático que el escritor se aplica a sí mismo y a un buen número de colegas–. En un plano superior, el indagatorio sujeto de escritura, que intenta encontrarse a sí mismo en el espejo-mosaico de sus otros «yos» creadores, penetra así en la materia fecunda del lenguaje, de la vida y de las formas de subjetividad presentes en lo más hondo de las obras de algunos de los escritores que son abordados en los artículos de opinión y, sobre todo, en los ensayos. Por consiguiente, en las novelas de Goytisolo, el examen casi arqueológico y la historicidad de la compleja figura del sujeto de escritura, a la luz de la genealogía de las maneras y significaciones inherentes al modo en que se expresa, se considera y transforma, conllevan la puesta en acto de la relectura de una tradición de la modernidad y, de manera indisociable, una relectura de la historia de la literatura, en estrecha relación con la de un país, España, resituado en el cruce hacia donde convergen y se confrontan todas sus alteridades interiores y las que son más exógenas. Mencionábamos al principio que la transferencia, en el caso de Goytisolo, de las temáticas, los planteamientos y las posiciones críticas identificables en los artículos de opinión y los ensayos manifiestan diferentes repercusiones de gran calado en su creación literaria. Una de estas últimas se centra, según nuestro punto de vista, en la noción de trascendencia, que ocupa un lugar significativo en las relaciones y trasvases entre una actividad de escritura y otra. Cuando preguntamos a Goytisolo, a finales de 2000, cómo se podía entender su afirmación, en La saga de los Marx, acerca de una forma de trascendencia necesaria al ser humano, el escritor nos respondió apoyándose, entre otros elementos, en su mirada crítica sobre la actualidad de la época: La frase a la que te refieres: la necesidad de trascendencia viene de que la vida es una pregunta sin respuesta. Las respuestas religiosas no pueden racionalizarse (por mucho que lo intenten sus «filósofos»). Y el puro raciocinio de las construcciones ideológicas CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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desemboca en la práctica en una total sinrazón. El reconocimiento de que somos irracionales con atisbos y elementos de racionalidad me parece más próximo a la verdad «humana», y así lo han comprendido los grandes poetas (pienso sobre todo en san Juan de la Cruz). Pues cuando se niega la irracionalidad y se la echa por la puerta se cuela inmediatamente por la ventana […]. Creo que la experiencia del siglo que acaba debería rebajar nuestras pretensiones. Sería tal vez mejor decir que somos una «especie inhumana» en la que una parte de sus miembros luchan por los «valores y derechos humanos» […]. Por lo demás, lo que ocurre ahora en Palestina, en el País Vasco o en El Ejido desmiente toda pretensión de adelanto en el terreno ético. ¡El treinta por ciento de los españoles piensan que la inmigración desmejora la «raza»!14 Estas aclaraciones indican que la razón no puede explicar del todo por sí misma el conjunto de los fenómenos humanos y sociales (por ejemplo, la xenofobia o el frecuente rechazo del inmigrado, ampliamente examinados por el escritor en sus artículos). La razón no puede tampoco «racionalizar» las experiencias espirituales ni, obviamente, la creencia en una forma de trascendencia; es inútil insistir, aquí, sobre la importancia de algunos grandes poetas místicos, de su imaginación religiosa, de la profunda dimensión poética de su espiritualidad y metafísica, tales como Ibn Arabi y san Juan de la Cruz, en la creación literaria de Juan Goytisolo, aunque él se decía, de hecho, agnóstico. Conviene observar que, en algunos ensayos-crónicas como testigo de conflictos bélicos, en particular, en Paisajes de guerra con Chechenia al fondo (1996) –posteriormente reeditado en el volumen Paisaje de guerra (2001)–,15 el autor describe una forma de experiencia espiritual cuando asiste a los ritos religiosos de una cofradía sufí del Cáucaso. Se había interesado, asimismo, por otras de los Balcanes durante la guerra interétnica en la ex-Yugoslavia. Se trata, pues, de otra actitud de descentramiento –se podría hablar de un ethos singular–, que se encuentra interiorizada en la mirada solidaria que el escritor proyecta sobre la espiritualidad de ciertos combatientes miembros de cofradías sufíes. Esta mirada posee su densidad y ramificaciones en las formas de subjetividad moral que explicitan sus principios mediante las posiciones críticas realzadas por Goytisolo en muchos de sus artículos de opinión y ensayos. Hay que nombrar, aquí, su defensa de un saber no rentable, la de la imaginación como fuente primordial de conocimiento, la importancia de sondear los afectos propios y ajenos como 13

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criterio esencial de humanidad y la facultad de comprender el sufrimiento del otro excluido y enmudecido. En los artículos de Goytisolo estos principios de orden moral –y que tienen necesariamente una dimensión ética– son inseparables de la figura pública y simbólica del intelectual, el cual deja claro de qué lado se sitúa, al habilitar y legitimar en filigrana su particular espacio de reconocimiento en el debate público, en contra de los discursos sociales dominantes, que permanecen subordinados a las estrategias de las influyentes esferas económicas, políticas y mediáticas. El intelectual crítico y, en gran medida, humanista Goytisolo –que podía defender con tesón la universalidad de los derechos humanos y las minorías– era consciente de su posición paradójica, a veces difícilmente llevadera, en la institución literaria y en la disposición del campo cultural, de los cuales el escritor vivía, pero con los que no compartía siempre –ni mucho menos– las mismas reglas ni conductas; y ello en función de una alentadora negatividad crítica propia de una soterrada óptica de sabotaje, capaz de poner al descubierto y resquebrajar todo estado de cosas determinado al sondear en profundidad la peculiar exigencia moral de su voz discordante –e integradora de ciertas exterioridades denegadas–, así como la de su escritura, en perpetuo movimiento y cuestionamiento. Así es como la política de la ficción da otro alcance y, en cierto modo, metamorfosea los principios y la razón crítica del intelectual ensayista para ponerlos a prueba no sólo mediante el enfoque de la ironía (auto)crítica –indagadora de los límites cognitivos y de la reflexividad del objeto de ficción–, sino, sobre todo, a la luz de una noción compleja de trascendencia, que no implica únicamente la experiencia espiritual en la obra de Goytisolo. En efecto, en la creación literaria esta trascendencia resulta, ante todo, ligada a las formas de espiritualidad que pueden definir a veces el estatuto ontológico del texto de ficción –tal como se destaca en la novela mudéjar La cuarentena mediante la metafísica de la imaginación–, pero también se proyecta en la propia escritura, a través de la renovada negatividad en la cual el lenguaje literario redispone y resignifica los módulos y fenómenos internos de la oposición, la paradoja, la inversión transgresora e, incluso, la búsqueda de una especie de nada inherente a los orígenes y apartada, en realidad, del nihilismo –remitimos a la novela reticular El sitio de los sitios y, de un modo distinto, a la anegadora poética del olvido en Telón de boca–.16 Por fin, esta CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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noción de trascendencia se despliega necesariamente en el «yo» inasible, en relación íntima con el sujeto de escritura y la reciprocidad ilimitada entre la vida y la escritura, para rehacer, una y otra vez, el horizonte de un posible reconocimiento de sí mismo en la densidad de la poética del universo de la creación literaria, unida a lo infinito del sentido –novelas tan diferentes, a primera vista, como son Las virtudes del pájaro solitario y La saga de los Marx lo ejemplifican–. Es, en parte, en esta trascendencia de la escritura respecto a sí misma en la cual los narradores de las novelas polifónicas de Goytisolo pueden manipular y transfigurar a sus dobles para, entre otros motivos, deconstruir y pervertir las formas y prácticas que pretenden instituir el objeto literario, sus supuestos criterios de legitimación y, en otro plano, los del reconocimiento público de la figura del escritor intelectual. Adentrándose en estos estratos reflexivos, la escritura de Goytisolo acentúa sus propios modos de individuación radical para –a partir de su posición contraria– instituirse a sí misma, de manera paradójica e irónica, al mostrarse capaz de integrar el conjunto de sus contradiscursos y, así, deshacerlos mejor desde dentro, a la luz de lo irreductible de la poética inherente a esta escritura –y, desde luego, del sujeto que crea– a toda identidad, así como a todo vínculo común y federativo. Por esta vía, que imposibilita cualquier marcha atrás, la radicalidad del «yo», como fuente de liberación, puede alcanzar las propiedades de una especie de universalidad plural, en la medida en que dicha radicalidad no deja de transformarse desde dentro, de cuestionar su mutabilidad, dar la palabra a sus exterioridades –como fuerzas antagónicas inscritas en ella– y acoplarse a los fenómenos de extrañeza para abrirse mejor sobre las singularidades múltiples de los «otros» descentrados y, por tanto, apartados del «nos-otros», o sea, en realidad, la diversa y compleja agregación de «otros» interiores y exteriores, que forman cualquier identidad colectiva y cuya presencia resulta difícil de aceptar. La política de la ficción de Goytisolo concibe, pues, la potencia de una receptividad interna y siempre redescubierta, propia de una visión que incluye y atrae hacia sí misma: todos los elementos de una espacialidad diseminadora de cualquier lugar, todas las figuras en movimiento de un más allá de la pretendida identidad y, por fin, todas las singularidades de la exterioridad de lo común. Son, de hecho, la activa dinámica de esa espacialidad fecundadora, las figuras de este más allá de la identidad y el 15

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desvelamiento continuo de la exterioridad de lo común los que desentrañan e interrogan sin cesar las pautas, las distancias y los límites de las formas de reconocimiento entre el yo y el otro, entre los nosotros y los otros –que están en el «nos-otros»– y, al fin y al cabo, entre el sujeto de escritura y sus modos de decir, sentir y afrontar el mundo. Se trata, en efecto, de una política, una ética y una poética de la alteridad que ofrecen y dan de lo común otro sentido, en lo más hondo del cual se despliega y se revivifica la amplitud de la universalidad plural que anida en la creación literaria de Juan Goytisolo, a partir de los márgenes y las periferias.17

Madrid/Álcala de Henares, Servicio de Publicaciones, 2015, pp. 158 y 159. 9 Juan Goytisolo, Cogitus interruptus, Barcelona, Seix Barral, 1999, pp. 70-78. 10 Conversación personal con Juan Goytisolo en noviembre de 2004. 11 Edward Said, Representaciones del intelectual, traducción al español de Isidro Arias, Barcelona, Paidós, 1996, p. 73. 12 Véase, por ejemplo, el extenso artículo del politólogo Hisham Aidi, «Juan Goytisolo était-il réellement antiorientaliste?», publicado en la web de Mediapart el 15 de enero de 2018 y disponible en línea (consultado el 18 de enero de 2018): <https://blogs.mediapart.fr/ hisham-aidi/blog/150118/juan-goytisolo-etait-il-reellement-anti-orientaliste>. 13 Paisajes después de la batalla, La saga de los Marx y El exiliado de aquí y allá constituyen tres novelas que se relacionan entre sí y que, al desplegar una amplia gama de recursos irónicos asociados al humor y la parodia, se sitúan en el centro de las sociedades occidentales. A propósito de las dos primeras, Goytisolo nos escribió lo siguiente: «Sí, Paisajes después de la batalla es el territorio de la duda: de su lectura no puede sacarse ninguna tesis ni esquema ideológico. Cualquier de sus discursos (político, ideológico, sexual, etcétera) lleva el germen del contradiscurso. Nada queda en pie. Y la profecía de 1982 se cumplió unos años más tarde: el desastre anunciado es ya una realidad en La saga de los Marx» (carta personal de Juan Goytisolo, fechada el 24 de junio de 1999). 14 Carta personal de Juan Goytisolo, fechada el 21 de octubre de 2000. 15 Juan Goytisolo, Paisajes de guerra, Madrid, Aguilar, 2001, p. 341: «Acabado el rito, los cofrades se acuclillan de nuevo en círculo, recitan a voz y coro “no hay más dios que Dios”. […] Han transcurrido unas dos horas desde que entré, pero el tiempo ha dejado de correr. El cielo ha escampado entre tanto, lucen las estrellas y, por primera vez desde mi llegada a Chechenia, oigo el canto de un pájaro. Lo digo sin pudor: levité en un océano de serenidad. No en un instante de

NOTAS 1 Véase Yannick Llored, «Juan Goytisolo: constelación poética de la migración interior», Cuadernos Hispa­ noamericanos, número 783, septiembre de 2015, pp. 42-60. 2 Juan Goytisolo, Contracorrientes, Barcelona, Montesinos, 1985, pp. 58-71. 3 Esta construcción genealógica es indisociable de lo que Juan Goytisolo llamaba el «árbol de la literatura» como metáfora que significa las relaciones de continuación, diálogo, fecundación y metamorfosis creadora entre su escritura y la de algunos de los autores clásicos más importantes, considerados a través de su dimensión disidente. 4 Henri Meschonnic, Politique du rythme, politique du sujet, Lagrasse, Verdier, 1995, pp. 110-205. También se puede consultar el interesante ensayo del mismo autor Pour sortir du postmoderne, París, Klincksieck, 2009. 5 En lo que concierne a la relación con la tradición literaria, importa precisar que, según Goytisolo, una de las características más descollantes del mudejarismo literario –incluso antes del Libro de buen amor– consiste en la integración de la figura del autor en el «cuerpo» de su obra, así como el que el protagonista se considere como objeto de una especie de biografía. A este propósito, conviene leer Juan Goytiolo, Cogitus interruptus, traducción francesa de Abdelatif Ben Salem, París, Fayard, 2001, pp. 286 y 287 (en el «Diálogo entre Günter Grass y Juan Goytisolo»). 6 Juan Goytisolo, «A la llana y sin rodeos», disponible en línea (consultado el 15 de noviembre de 2017): <https://www.elmundo.es/cultura/literatura/2017/06/0 4/5934327bca4741cd298b45b0.html >. 7 Carta personal de Goytisolo fechada el 21 de octubre de 2000. 8 Sobre la relación entre la tradición literaria española y Carajicomedia es esclarecedor leer la carta que José Jiménez Lozano le envió, en febrero de 2000, a Juan Goytisolo y que es reproducida en la obra colectiva de Jesús Cañete Ochoa (coord.), Juan Goytisolo: com­ promiso y disidencia. Homenaje al Premio Cervantes, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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exaltación ni eclipse fugaz de los sentidos: por la belleza y perfección del instante. La modulación del canto en medio del silencio nocturno, ¿no me compensaba, no fuere más que por unos segundos, de tanta acumulación de barbarie? El pájaro calló, volvió el orden del mundo: vivía, en un paisaje de guerra, la mugrienta y cruel reiteración de la historia». 16 Véase Yannick Llored, «De Barzakh à Et quand le ri­ deau tombe de Juan Goytisolo», Horizons Maghré­ bins-le droit à la mémoire, núm. 56, Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 2007, pp. 121-125. En lo que concierne a Telón de boca, Goytisolo nos escribió: «Los

acontecimientos posteriores al 11-S [los atentados en Nueva York en 2001] han originado una vuelta a la escritura similar a los de la guerra del Golfo y La cua­ rentena, pero ya sin socorro alguno de Ibn Arabi. Racionalismo puro y duro ante lo que hay detrás del telón de boca del teatro» (carta personal de Juan Goytisolo, fechada el 22 de diciembre de 2001). 17 Sobre algunos aspectos de la relación entre universalidad y marginalidad en la creación literaria de Goytisolo, se puede leer el breve texto del escritor Orhan Pamuk, «Airado, polifónico, histórico, ambicioso», El País, 5 de junio de 2017, p. 21.

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El Grand Tour de Eugenio Nadal Literatura, paisaje, historia Por Fernando Castillo


Es habitual señalar a la generación del 98 como la introductora del paisaje en la literatura española, aunque el viaje, que aúna escritura y naturaleza, ya estuviera presente desde los comienzos de las letras hispánicas. Ambos elementos, desplazamiento y geografía, suelen estar con frecuencia en los orígenes de muchas narraciones, como en el Cantar de Mio Cid, el Libro de buen amor, en las muchas crónicas del otoño medieval que narran la itinerancia de una corte sin capital; en los recorridos a veces fantásticos de las novelas de caballerías, en el Lazarillo de Tormes y en muchas de las novelas picarescas –del Guzmán de Alfarache al Estebanillo González y su tour europeo por la Europa de la guerra de los Treinta Años, pasando por «Rinconete y Cortadillo» o El Buscón–, en las que el protagonista va de lugar en lugar y que son un verdadero ciclo de literatura de viajes; en el teresiano Libro de las fundaciones, en el propio Quijote, en obras de Tirso como los Cigarrales de Toledo y en la dieciochesca Vida del pícaro anacrónico que es Diego de Torres Villarroel, e incluso en las Cartas marruecas, de José Cadalso. Sin embargo, el paisaje que acompaña al viaje literario comienza a aparecer en los trabajos de los ilustrados, como Jovellanos o Antonio Ponz, y, sobre todo, en el romántico Enrique Gil y Carrasco, quien, según Azorín en El paisaje de España visto por los españoles, es el creador del paisaje literario, tanto en sus escritos viajeros como en la novela El señor de Bembibre. Unas referencias que después están en las obras ya realistas de Emilia Pardo Bazán, en las costumbristas de José María de Pereda y, aún más, en Benito Pérez Galdós, quizás quien inaugura la descripción del paisaje de manera moderna, incluido el norteafricano, tanto en sus novelas como en sus artículos y reportajes. En lo que se refiere a la literatura de viajes, en la segunda mitad del siglo xix también Juan de Valera y, en especial, Pedro Antonio de Alarcón escriben acerca de sus recorridos –este último ha contado sus viajes por España, Italia y el norte de África–, aunque quizás sea Ciro Bayo el escritor que, con Pérez Galdós, inaugura la moderna literatura de viajes. Este autor, un aventurero por el mundo, escribe antes de los del 98 una obra amplia y desigual en la que hay algunos títulos que sobresalen y en los que combina el viaje y la autobiografía: Lazarillo español (1911), Con Dorregaray. Una correría por el Maestrazgo (1912) o El peregrino entretenido. Viaje romancesco (1910). Al mismo tiempo, en las obras de Azorín, Pío Baroja, Antonio Machado y Miguel de Unamuno aparece por vez primera una idea del paisaje que 19

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procede de las descripciones de diferentes regiones españolas, incluidas en muchas de sus obras. Entre las zonas que llegan a la literatura con estos escritores se encuentra la levantina, de la que Azorín y Vicente Blasco Ibáñez recogen sus paisajes; el País Vasco, que desfila por las páginas de Pío Baroja; Galicia, contada por el primer Valle-Inclán; el paisaje manchego, que de cervantino pasa a ser azoriniano en este fin de siglo, sin desaparecer don Quijote; la misma capital y su entorno, como paisaje urbano, es la protagonista de la esencial trilogía barojiana de La lucha por la vida, pero también del Azorín de La voluntad o del Vicente Blasco Ibáñez de La horda, tan deudora de las anteriores. Sin embargo, como es sabido, será Castilla, más exactamente Castilla la Vieja –cantada, asimismo, por Miguel de Unamuno, Azorín y Antonio Machado y descrita por José Gutiérrez Solana, el artista y escritor que resume la generación–, la región que protagoniza el paisaje y su visión histórica en la literatura del 98, convirtiéndose en epítome de España, en la morada vital de los españoles, en términos de Unamuno. Esta mirada, que en unos es medio antropológica y medio castiza, en otros es estática y atemporal, que combina la preocupación por lo que se llamaría después la realidad de España con el historicismo en sentido amplio, se traduce en obras en las que las referencias culturales e históricas son determinantes al referirse al paisaje, sea rural o urbano, y a los lugares descritos. Todo ello sin disminuir la importancia de la naturaleza como escenario del sujeto, del pasado y de la realidad del escritor. De todos es conocido que hay en los escritores del 98 una invención del paisaje, especialmente, del paisaje castellano, convirtiéndolo en literatura. De hecho, Azorín afirmaba que «el paisaje somos nosotros» y que el «paisaje no existe hasta que no es literatura o pintura», es decir, hasta que el observador no decide que lo es, en un acto casi de arte conceptual. No resulta raro que en todos estos autores –Machado, Azorín y, sobre todo, en Baroja– haya notas pictóricas, impresionistas, dedicadas a las formas de la tierra, al color, a los contrastes y efectos de la luz en la naturaleza contemplada, que a veces se aproximan a la geología y a lo telúrico. Pero también existe un elemento entre la mirada y el paisaje, sea urbano o los campos castellanos, que no es otro que la historia o, mejor, la cultura en forma de literatura y arte, de componentes culturales, estén presentes o sean evocados como parte del acervo. Es de la mano de Azorín y Miguel de Unamuno con los que aparece el paisaje como sentimiento, como estado anímiCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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co, como alma, así como componente estético. Junto al espacio, a la geografía, la mirada del 98 busca en la cultura el elemento que le da sentido, de ahí la identificación de las nuevas referencias que proporciona Castilla con lo español. Una identificación que es paralela en otros ámbitos, como el del discurso político del agrarismo castellanista. En esta mirada acerca del paisaje surgida con la generación del 98, en la que predomina lo azoriniano, el pasado actúa como punto de referencia y estímulo literario junto con la naturaleza. El paisaje es un sujeto histórico y cultural –el propio Gonzalo Torrente Ballester en su Panorama de la literatura española contemporánea (1956) lo llamaba «un hecho de cultura»– al que Azorín y Unamuno añaden, además, al hombre, al sujeto que encarna y hace el propio espacio y la historia que se desarrolla en él. Es la idea de paisaje natural y cultural a la que alude Juan Goytisolo, citando a Juan Carlos Curutchet, en un libro de título muy noventayochista que, curiosamente, combina las dos categorías citadas, como es España y los españoles (1979), muy diferente de sus relatos dedicados a Almería, más próximos a la corriente social. Habría que decir que en los relatos de viajes de los escritores de la generación del 98 parece que hay también algo del utopismo que anidaba en el arbitrismo del Barroco, de reformismo ilustrado a lo Jovellanos, de tímido regeneracionismo costista, es decir, de reformismo hispano, a la hora de acercarse a la realidad española. Así, algunos de ellos, a pesar de la perspectiva geográfica y cultural de sus escritos, no dejan de señalar la necesidad de reformar la agricultura sin ir más allá, sin duda, conscientes del atraso secular del campo español. Sin embargo, todos ellos están lejos de lo se podría considerar alguna preocupación social o interés económico, pues tras las sugerencias globales, como las realizadas por Azorín en Los pueblos y La ruta de don Quijote, pronto vuelven a la meditación, a la contemplación histórica ajena a la realidad y a sus exigencias. El descubrimiento del paisaje realizado por la generación del 98, que tanto tiene del aliento de la Institución Libre de Enseñanza, que es la nueva forma de ver la naturaleza y las ciudades y los hombres que las habitan, tendrá una notable proyección entre escritores de generaciones posteriores. Habría que citar quizás a Eugenio Noel, Gabriel Miró y, sobre todo, a José Ortega y Gasset, en cuya amplia obra abundan las referencias al paisaje en las que el contenido cultural es más frecuente y más profundo que en los del 98, en los que también influyó, como es el caso de Azorín. 21

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Tanto que sus textos de la gran obra que es El Espectador, en sus artículos en El Sol, influyen en quienes en la década de los treinta escriben sobre este asunto. El sello orteguiano sobre el paisaje, que se encuentra escondido entre reflexiones de otro jaez en «La vida en torno», «Notas de andar y ver», «Notas del vago estío» o en «Temas de viaje», estará presente como modelo para escritores de las generaciones siguientes, sin olvidar la impronta de Azorín y Unamuno, sin duda, un referente constante. En ellos, las obras que mezclan viaje y paisaje, casi siempre dispersas, recogidas sobre todo en artículos, pero también en libros, llegarán, matizando el tono elegiaco y la nostalgia historicista, hasta los años setenta. En su mayoría, quienes practicaron este género de nostalgia historicista y viajera –«pasadismo», lo llaman los hermanos Carbajosa–1 que arranca del 98 fueron unos escritores de un estilo cultista y muy depurado que, en algunos casos, estuvieron muy próximos a las vanguardias y que con el tiempo acabaron en posiciones cercanas al falangismo, cuando no al fascismo de sus equivalentes europeos. Entre esos a los que Gonzalo Torrente Ballester llama «nietos del 98» se puede destacar a Eugenio Montes, antiguo poeta ultraísta cuyos trabajos dedicados a la Mitteleuropa e Italia2 son quizás el ejemplo más acabado del género, aunque su prosa brillante y cincelada, a veces abrumadora por una erudición que se desborda, tenga episodios más que afectados, directamente teatrales, y opiniones políticas más que arriesgadas, por no decir que plenamente fascistas. Un personaje, Montes, tan contradictorio como para escribir cosas tan tremendas como muchas de las que aparecen en La estrella y la estela o, junto con Gonzalo Torrente Ballester, el guión de la película de José Antonio Nieves Conde, Surcos, una dura denuncia en el más puro neorrealismo de la emigración rural y las condiciones de vida en el Madrid de posguerra que no tardaría en ser prohibida. Luego estarían, entre otros, Rafael Sánchez-Mazas con obras como Las aguas de Arbeloa, José María Alfaro, el no poco ramoniano Ernesto Giménez Caballero, autor de una obra viajera –Trabalenguas sobre España (1931)– que sólo podía ser suya por inclasificable, Álvaro Cunqueiro, autor de varias obras dedicadas a su Galicia natal, como su amigo José María Castroviejo. A todos ellos se les podría añadir de manera más matizada los posteriores textos de Gaspar Gómez de la Serna, autor, entre otros muchos y excelentes libros de viajes, de Cuaderno de Soria (1960), así como de guías y ensayos sobre literatura viajera o de unas Cartas a mi hijo, un recorrido histórico e imperial que fue libro de texto, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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y de Víctor de la Serna, otro falangista, cuyo proyecto Nuevo viaje de España, bastante orteguiano, iniciado en 1956 con «La ruta de los foramontanos» y seguido en 1958 con el segundo tomo, «La vía del calatraveño», prologado por Eugenio Montes, lo truncó la muerte. Se puede considerar un epígono de ese grupo y continuador por edad –pertenece a la generación siguiente– y proximidad ideológica a Pedro de Lorenzo, periodista y escritor, que ha dedicado numerosos trabajos a Italia y, sobre todo, a Extremadura, su tierra natal, de la que se ha convertido en cantor. Singular ejemplo de este género es César González-Ruano, autor de artículos como «Notas al margen de una guía parcial de España», en el que combina lo reporteril con el texto historicista, publicado en Mundo Hispánico (número 50-51, 1952), y de Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, obra en la que se entrecruza lo memorialístico, el periodismo y el ensayo. También se podría mencionar, aunque de manera matizada, al Dionisio Ridruejo de los extensos trabajos dedicados a Castilla la Vieja, ya en los años sesenta. Otra cosa muy distinta son los textos de Claudio de la Torre, el canario autor de un libro más tardío, a medio camino entre el viaje y la miscelánea cultural, como es Geografía y quimera (1964), de Josep Pla de estos años cuarenta, o los posteriores de Camilo José Cela, que se inician con Viaje a la Alcarria en 1948, tan próximo a los libros que recogen los viajes de Josep Pla por la Cataluña de posguerra, como Viaje en autobús (1942) y Viaje a pie (1949). Es éste un escritor en el que el viaje es esencial en su obra, pues el recorrido, a veces muy corto, en dirección a localidades ampurdanesas cercanas a Palafrugell y al Mas Llofriu, y a veces largo, como el recogido en su Viaje a América (1960), aparece con frecuencia en sus textos. La naturaleza en su variedad y el hombre de los lugares que atraviesa los contempla Pla de manera reflexiva, un poco como un Michel de Montaigne socarrón y algo descreído, extrayendo conclusiones y haciendo un relato de cada asunto con el que se tropezaba, por banal que resultase. En Pla el viaje es un viaje a sí mismo, algo existencial, más literario que geográfico y cultural, de ahí su interés y originalidad, su persistencia. A finales de los años cuarenta, poco a poco fue diluyéndose la voluntad y el estilo cultista, así como la melancolía del ubi sunt? entre noventayochista y falangista que reclamaba un pasado histórico añorado y un europeísmo a medio camino entre el imperio universal cristiano carolino y el nuevo orden fascista. De esta manera, los nuevos libros de viajes publicados desde 23

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mediados de los años cincuenta, herederos de este aliento medio noventayochista, medio falangista, estaban lejos de sus modelos, aunque conservasen ciertos rasgos originales, principalmente, su distancia de la realidad. No es de extrañar que la nueva literatura de compromiso crítica con el régimen, el realismo social, surgida a lo largo de los años cuarenta y, sobre todo, de los cincuenta, contemplara de manera muy crítica este género viajero, contraponiendo obras impulsadas por el interés y la preocupación por la realidad de sus habitantes. Son estos textos de denuncia, a veces cercanos a la sociología o la antropología y de un acentuado compromiso político, los que despliegan desde el género viajero la misma crítica social que luego harán desde la narrativa. Entre las principales, destacan las obras de Juan Goytisolo, en especial, la esencial Campos de Níjar, publicada en 1960, Armando López Salinas o Antonio Ferres, que escribieron en común también en este mismo año Caminando por las Hurdes, quienes se sitúan en las antípodas de los trabajos citados y del impulso noventayochista, pero que diríamos comparten idéntica preocupación por España. A modo de continuación tardía, se puede incluir la obra de un escritor de conocida vocación social y de denuncia como es Francisco Candel, autor de un libro de viaje a su tierra natal, titulado Viaje al Rincón de Ademuz (1968). Como una combinación de los autores citados –en los que se alternan de manera desigual las referencias culturales, la historia y el tono ensayístico con la narrativa–, hay una serie de escritores de la generación de los años sesenta en los que se detecta algo de la mirada social y del periodismo. Entre muchos, se puede citar a José Antonio Vizcaíno,3 a Rodrigo Rubio4 y muy especialmente a Ramón Carnicer5 y Álvaro Ruibal,6 autores, entre otros textos, de magníficos libros viajeros hoy día casi olvidados. Precisamente, el escritor objeto de estas páginas, Eugenio Nadal, cita en 1943 a «mi amigo y excelente escritor Álvaro Ruibal» al describir Salamanca. Si Carnicer ha sido rescatado con ocasión de su centenario (El País, 13 de octubre de 2012) ni más ni menos que por José-Carlos Mainer, en cambio, Ruibal aguarda un valedor que lo saque del olvido. Vayan estas líneas como anticipo, pues es un escritor que merece una recuperación. De todas formas, la literatura viajera fue un género al que se dedicaron otros muchos escritores debido tanto a encargos editoriales más o menos alimenticios como al interés por un tipo de narrativa que entonces gozaba de prestigio. Es el caso de Ignacio Aldecoa, Rafael Laffón, Néstor Luján, Camilo José Cela, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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José María Castroviejo, Gaspar Gómez de la Serna, Lorenzo Villalonga, Ramón Otero Pedrayo o César González-Ruano, quienes firmaron varios títulos de las guías, que no relatos, publicadas por la editorial Noguer desde los años cuarenta. Una colección que fue rápida y exitosamente imitada por la editorial Everest dos décadas más tarde y que incorporó al citado Álvaro Cunqueiro y Antonio Gamoneda. Más interesante y de mayor importancia fue la colección Guías de España, creada a iniciativa de la editorial Destino después de la guerra, que ha estudiado Fernando Arroyo Ilera.7 Forman un conjunto de diecisiete obras publicadas a lo largo de cuatro décadas, de manera que recogen en gran parte la evolución del libro de viajes y, en concreto, de ese subgénero que son las guías.8 Entre sus autores se encuentran muchos de los ya mencionados, como Josep Pla, Dionisio Ridruejo, Gaspar Gómez de la Serna, Álvaro Ruibal o Claudio de la Torre, y es muy probable que el protagonista de esta líneas, Eugenio Nadal, hubiera estado entre aquellos que redactaron sus volúmenes si no hubiera sido por su muerte temprana. Valga este paseo aproximativo y prácticamente al galope por la literatura de viajes española del siglo xx para presentar a un escritor y periodista hoy día olvidado, Eugenio Nadal, y un libro, el único que llegó a escribir, su Ciudades en España, no «de España», como insisten algunos autores,9 publicado en Barcelona en 1943 por la editorial Yunque. Una obra que, si comparte mucho de ese género que arranca con Miguel de Unamuno, Azorín y el 98, es menos intensa en su historicismo y, aunque participa de la inclinación erudita de muchos autores de la época, especialmente, de los falangistas como él mismo, es mucho más narrativa, lírica e intimista, dado el tono memorialístico que a veces tiene. Eugenio Nadal Gaya, nacido en 1917 en el seno de una familia leridana conservadora y relacionada con el periodismo –sus hermanos Santiago, quizás el más conocido, y Carlos estuvieron vinculados con La Vanguardia–, desde muy temprano siguió el mismo camino de su padre, pues ya antes de la guerra colaboró en la revista Guión –curiosamente, de mismo título que la creada por el Ministerio del Ejército franquista en 1942– con el seudónimo de Ennio. Era esta pequeña publicación, en palabras de su amigo el escritor Juan Ramón Masoliver, «una hoja de combate por la España que escamotearon los masones a Floridablanca», lo que da idea del tono de la más que efímera revista de cuatro números. La guerra llevó al joven Nadal –de delgadez monacal y mirada de iluminado– a las filas de Falange y del Ejército franquista, inclui 25

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da una estancia en el frente, en concreto, en el de Levante. Así, en Ciudades en España, en la única referencia que hace a la Guerra Civil, nos describe su experiencia por tierras del Maestrazgo en tan sólo unas líneas: «De lo alto de una peña, crujiendo bajo el pie la blanda nieve, la habíamos visto [Valencia] meses antes lejana, tendida sin perfil ante la huerta y asomada a la maqueta en curva de su golfo azul, parado, limpio. […] Ahí, bajo la pugna aérea, late la ciudad. Sus reflectores, que parecen asequibles, la aproximan a nosotros». Unas referencias que hablan de la presencia de Nadal en la batalla de la sierra de Espadán en abril de 1938, cuando la ofensiva de las fuerzas franquistas contra Valencia fue detenida por los republicanos. Más interesante que su actividad bélica es su cercanía al círcu­lo de Destino, la revista del catalanismo más que franquista diríamos mejor no republicana, aunque muchos de sus miembros estaban muy próximos a Falange, aparecida en Burgos en marzo de 1937 al calor de Dionisio Ridruejo. Entre todos los que estuvieron en la fase burgalesa de Destino, se pueden citar como los más destacados a Ignacio Agustí, Juan Ramón Masoliver, Josep Vergés, Martín de Riquer, Carlos Sentís y a sus fundadores, Josep Maria Fontana y Xavier de Salas. En 1939, tras la entrada de los franquistas en Barcelona, la redacción se traslada a la Ciudad Condal y comienza la fase principal de la revista, de la que se han ocupado, entre otros muchos, Carles Geli y José María Huertas Clavería en Las tres vidas de «Destino» (1991), en la que, junto al director Ignacio Agustí, estará como redactor jefe Eugenio Nadal. La revista, según Blanca Ripoll Sintes,10 otra de las especialistas en Destino, mantuvo una línea germanófila durante la Segunda Guerra Mundial que perduró hasta los primeros reveses del eje en el norte de África. Un compromiso que da idea del pensamiento de la redacción y que parece defendía con firmeza Eugenio Nadal, según el testimonio del también periodista Ángel Zúñiga, que recoge la citada Blanca Ripoll. Ni su germanofilia ni su severidad cristiana ni el vestir siempre la camisa azul, como hacía otro escritor falangista y catalán de adopción como Luys Santa Marina, impedían los juicios favorables a su persona, pues el propio Zúñiga, a quien rechazó un artículo aliadófilo, se refiere al escritor como «buena persona». Al margen de este asunto, Eugenio Nadal desplegó durante los primeros años de la posguerra una actividad cultural intensa, pues no sólo fue redactor jefe de Destino, sino que también realizó la edición de las obras de Gonzalo de Berceo, Juan Boscán y el marqués de Santillana, al tiempo que preparó con éxito CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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las oposiciones a profesor de Instituto de Bachillerato y obtuvo la plaza de catedrático de Lengua y Literatura en Manresa. La dedicación docente, periodística y literaria la llevó a cabo entre 1940-1944, mientras, disponía la edición de Ciudades en España y consideraba una posible ampliación que le permitiese convertir la obra en lo que no pudo ser, en Ciudades «de» España, al incluir todas aquellas que no pudo visitar en sus viajes durante la guerra, especialmente, las de Andalucía. Robando tiempo a las reseñas y a la redacción de sus artículos y a la selección y corrección de los trabajos ajenos a Destino, Nadal tomaba notas acerca de un ensayo sobre la generación del 98, que se hubiera adelantado al de Pedro Laín Entralgo, que habría de aparecer en 1945, y, entretanto, comenzaba la redacción de las primeras páginas de lo que debía ser una novela, según nos cuenta su amigo Juan Ramón Masoliver. La tuberculosis, una enfermedad que le cuadra perfectamente a un personaje de incuestionable perfil romántico, acabó con él antes de rematar los proyectos previstos. Sin embargo, y gracias al impulso de amigos como Masoliver, Eugenio Montes e Ignacio Agustí, que sabían de su gravedad, pudo rematar, renunciando a su ampliación, la edición de Ciudades en España a partir de lo escrito. La obra fue publicada a finales de 1943 por la editorial Yunque, la misma que había imprimido sus ediciones de los poemas de Berceo, Santillana y Boscán. Fue la única obra propia que pudo ver en vida, pues murió en abril de 1944. Pocos días después, Juan Ramón Masoliver le dedicó un texto que, más que una necrológica, es una sentida y sincera elegía en prosa, cuyo título, «Donde el mar fiel duerme sobre mis tumbas», es un verso de El cementerio marino, de Paul Valéry, el poema que tanto gustaba a Eugenio Nadal. Fue publicado en Destino el 15 de abril de 1944 e incluido a modo de prólogo en la edición de Ciudades en España, realizada en 1962 por la editorial Argos a iniciativa de Ignacio Agustí. La muerte de Eugenio Nadal, joven promesa del entorno de Destino, causó enorme consternación entre sus amistades y en el seno de la revista. No es de extrañar que quisieran perpetuar su memoria con la creación de un premio literario que llevase su nombre, el Premio Nadal, que pervive hoy día más allá del recuerdo de quien le dio su nombre. Queda decir, para recordatorio de desmemoriados, que sus hermanos fueron Santiago y Carlos Nadal, también periodistas y escritores en su día de prestigio, vinculados todos ellos a la revista Destino. Hoy, la familia, y en especial Eugenio, está en el olvido, pues, al tratar de todos ellos, a él ni si quiera se le alude. 27

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Resulta revelador de la consideración que tenía en la época el género viajero al estilo del 98, Ortega y los escritores de la órbita falangista que sea precisamente Ciudades en España la única obra publicada por Eugenio Nadal. Es éste un texto de marcado carácter ensayístico e histórico que se incluye en un género por el que el joven escritor, declarado admirador de los escritores del 98, no sólo mostró gran inclinación, sino también notables cualidades y erudición. Un texto que lo incluye entre los publicados por otros escritores de características personales y culturales parecidas, como Eugenio Montes. La obra única de Eugenio Nadal –por cierto, se diría que el nombre de Eugenio es una constante entre los escritores falangistas: Eugenio Montes o Eugenio Lostau, quien inspira la obra de Rafael García Serrano, Eugenio o Proclamación de la primavera, quizás una de las de mayor contenido fascista de la literatura española– es, en gran parte, una obra de guerra o, mejor, escrita en la guerra. La mayoría de los capítulos son fruto de las notas que el joven Nadal tomó durante sus estancias en Burgos, Segovia, Galicia, Asturias y el País Vasco a lo largo de sus viajes para incorporarse al frente o para disfrutar de algún permiso. Por supuesto, Madrid es otra cosa, pues el capítulo inaugural está dedicado a la capital de España, donde muestra su conocimiento de la ciudad, en la que es muy probable que estuviera antes de 1936 y a la que incluso también debió hacer alguna visita rápida después de 1939, antes de caer enfermo. Está presente, asimismo, Zaragoza, una urbe cercana que, sin duda, conocía con anterioridad al conflicto, al igual que las urbes que llama «ciudades del Ebro», de la cuenca del Ebro –Logroño, Castejón, Lérida, Pamplona, Monzón, Caspe, Barbastro…–, que ocupa Aragón, Navarra y La Rioja, unas zonas que el escritor conocía bien. Luego, en los días de la posguerra, la suma de las tareas literarias y periodísticas en Destino, la preparación de las oposiciones y, después, la docencia apenas le permitieron realizar algún viaje a lo largo del Mediterráneo, con el límite de la ciudad de Valencia. Todo ello explica que estén ausentes del libro regiones como la lejana Andalucía –lamenta expresamente no conocer Sevilla–, la algo apartada Extremadura y las zonas controladas por la República que Nadal aún no había visitado, como la Mancha –la gran ausente–, las tierras alcarreñas y parte de Castilla la Nueva. Y es que, aunque Toledo era franquista desde casi el comienzo de la guerra, su proximidad al frente complicaba su visita, algo semejante a lo que sucedía con Teruel y, aún más, con Huesca. Por su CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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parte, Soria era otra ciudad un tanto excéntrica, a medio camino entre dos teatros de operaciones, lo que no facilitaba su visita. Las circunstancias que acompañan la redacción de Ciudades en España explican el porqué de las presencias y las ausencias de los paisajes y ciudades del libro. Un libro que, según el autor, era el adelanto del mapa espiritual de España que aspiraba a hacer. En la obra de Eugenio Nadal hay varias constantes que destacan, esencialmente, la inclinación hacia la evocación histórica tan practicada en la época. Sin embargo, el tono nostálgico por un pasado que en estos autores siempre es dorado, decadente o imperial no aparece con la misma intensidad. Hay una erudición notable pero matizada, diluida en una prosa elegante y muy cuidada, inclinada al empleo de arcaísmos y cultismos en construcciones a veces complejas, como era habitual en las obras de este género, aunque sin exagerar. Por esta razón, la acumulación de datos no da lugar a un texto afectado e incluso teatral y pedantesco, como sucede en bastantes ocasiones en los trabajos de Eugenio Montes o Pedro Mourlane Michelena. No obstante, el estilo de Eugenio Nadal no logra esquivar del todo el escollo de lo rebuscado, pues en Ciudades en España no dejan de aparecer algunos párrafos rebuscados que contrastan con la elegancia del resto. Si bien, a modo de compensación, hay también un lirismo, un tono poético de fina sensibilidad y corte azoriniano, especialmente, a la hora de evocar las ciudades que recorre. En el texto de Eugenio Nadal el historicismo nostálgico cede ante el interés del escritor por la realidad, por el entorno que contempla, aunque no deje de lado la muy culta mirada evocadora, sobre todo, al detenerse en las ciudades. A la hora de hablar de cualquiera de ellas, despliega sus conocimientos históricos y literarios con un aire orteguiano un tanto matizado, con elegancia y lejos del incómodo tono de Baedeker. No hay pedantería erudita ni acumulación de datos. Por el contrario, en Ciudades en España todo está más que hilado, cosido con excelente literatura, combinando poesía, historia y reflexiones. Un estilo que no está lejos del magisterio que aún ejercía un Azorín que no desdeñaba su ascendencia sobre los escritores falangistas. A pesar de su calidad literaria y erudición, el libro tiene una propensión a las generalizaciones y los tópicos, en especial, los referidos a los caracteres de los distintos habitantes de España, que es muy de la época, pero que lo perjudica por su anacronismo. Nada raro si tenemos en cuenta que hay en Eugenio Nadal una influencia unamuniana, que se manifiesta en su preocupación por 29

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el espíritu, el ser, las virtudes y los defectos de los españoles o el estilo vital. De ahí que le guste descubrir los caracteres y las constantes de los habitantes de las distintas y muy diferentes regiones de España. Son habituales las alusiones a los valores, al destino, a la misión, a la cultura, a la fe y a la religión, a la idea del hombre como sujeto colectivo, no individual, en esa combinación del 98, Ortega y Falange que caracteriza a una generación de jóvenes que también había leído a los del 27, fascinada por la opción política y cultural que representaba el fascismo al hispánico modo. A veces, Ciudades en España tiene algo de romántico, pues aúna el viaje y la guerra como telón de fondo, sin que ésta apenas aparezca como realidad histórica o política, casi pasando de puntillas por un acontecimiento que adivina tremendo, lo que dice mucho del carácter del autor. Un escritor que ya en fechas tan tempranas como 1943 y con notable anticipación cita en sus páginas a personajes entonces tan incitables como Federico García Lorca, quien aparece expresamente aludido en la introducción, o que acude gustoso a la autoría de Ramón Gómez de la Serna al escribir sobre Madrid. Hay en sus páginas un tono memorialístico, aunque muy contenido, que en ocasiones más parece de diario, y que en otras deja entrever algo del que podemos llamar Grand Tour bélico de Nadal, si bien, en realidad, la mayor parte de las páginas son antes un relato escrito en la guerra que dedicado a ella, ya que la experiencia personal y el propio conflicto permanecen en un segundo plano y surgen sólo en alguna ocasión muy aislada. Diríamos que es la visión de Valencia desde las alturas de las nevadas trincheras del Maestrazgo o las sentidas referencias, con espíritu de reconciliación, dedicadas a las jotas que cantaban los combatientes de ambos bandos. Aún más apreciables son sus descripciones del paisaje, especialmente del castellano, como las referidas, por citar algunas, al entorno de Pancorbo, en las que combina el 98 machadiano y el 27 de Gerardo Diego: «Y los álamos –delgados, trémulos, señoriles– se asoman de nuevo a los regatillos». Un tono poético muy delicado que alcanza niveles notables en los párrafos dedicados al burgalés Paseo de la Isla, pero que aparece una y otra vez al describir los paisajes que cruza antes que en las páginas dedicadas a las ciudades, en las que la lírica cede ante la historia con mayor frecuencia. Tanto esta capacidad literaria como el despliegue ensayístico y erudito dan lugar a un libro de viajes que anticipa a los realizados con posterioridad por Dionisio Ridruejo, Álvaro Ruibal, Víctor de la Serna y Gaspar Gómez de la Serna, ya CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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citados, en los que se pueda detectar cierta presencia e influencia de Ciudades en España. Como tantos otros personajes de su época, la mentalidad de Eugenio Nadal no deja de ser contradictoria, pues, junto a su consideración del crecimiento experimentado por España en el reinado de Alfonso XIII y sus páginas dedicadas a la ciudad como espacio de convivencia, hallamos un tono antimoderno, agrarista, antiurbano y antiindustrial, principalmente, al escribir sobre Madrid, Castilla y las ciudades castellanas. Es ésta una constante en el pensamiento conservador español de la que ya nos hemos ocupado, que rebrota con fuerza en los días de la República y, sobre todo, de la Guerra Civil, impregnando las ideas y la literatura de los sublevados incluso más allá del fin del conflicto.11 En el imaginario conservador, la ciudad, y en concreto Madrid, aparece como el espacio del liberalismo y de las masas y la industria, de las transformaciones y de la técnica, que con el tiempo no tardaría en hacerse revolucionaria y extranjera. Una idea que culmina en el concepto de Madridgrado –la novela de Francisco Camba publicada en 1939–, que se acuña en la literatura de los sublevados tras el fracaso del levantamiento de julio de 1936 y del intento de conquista de la capital en noviembre. Una idea que, además del rechazo de la revolución y de la vida en las urbes modernas, en algunos casos tiene un intenso contenido ruralista de carácter reaccionario, como sucede con Nadal, quien señala que es la industria la que está en el origen de pensamiento revolucionario y de los conflictos subsiguientes. No obstante, y al contrario que en otros muchos escritores franquistas, no se encontrará en Nadal ningún rasgo de antimadrileñismo. En la noción de Castilla que tiene Eugenio Nadal, destaca la presencia de Burgos, la ciudad que, a su juicio, mejor resume la historia de España y que mejor combina historia, tradición y modernidad, aunque muestra su preferencia por Segovia –«serrana y campesina»–, en la que afirma están presentes los valores de Castilla: monarquía, religión, milicia y corte. Como se ve, Nadal se incluye en la muy conservadora tendencia castellanista que recupera el fascismo español durante los años de la República, con un contenido más político que estético, que estudió hace tiempo de manera magnífica Javier Jiménez Campo en su obra El fascismo en la crisis de la II República (Madrid, 1979). Una de las bestias negras de Eugenio Nadal, que hallamos especialmente al referirse a Madrid, a Burgos o al que se refiere como un «León modernizado», es la arquitectura racionalista 31

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o funcionalista, como la llama. Para el escritor, las construcciones de aire lecorburseriano son la expresión más negativa de la ciudad contemporánea, un estilo que considera ajeno al espíritu español y uniformizador «que está destrozando tantas ciudades de España», por lo que no es de extrañar que la Gran Vía madrileña le espante. Unos sentimientos de antimodernidad y antimadrileñismo, de crítica de la ciudad contemporánea que comparte, entre otros muchos, con Ernesto Giménez Caballero, que pasó del vanguardismo de La Gaceta Literaria al fascismo de El Robinson Literario, azotando, por ejemplo, a Le Corbusier, una de sus fobias más destacadas de la modernidad. Unas fobias que desde 1936 dejaron de ser inocentes, que revelaban el conservadurismo del fascismo español, que ni siquiera apreciaba el racionalismo mussoliniano que, en esos días, culminaba en los edificios de la Esposizione Universale Roma. Muy al contrario, pues, coincidiendo con los trabajos de la EUR, Nadal no desaprovecha ocasión para mostrar su rechazo hacia la arquitectura racionalista allá donde se la encuentre, sea en León, en Burgos, en La Coruña o en Madrid. Y es que a Nadal lo que le interesa, como declara de manera expresa, es lo medieval, sean los siglos del románico que encarnan León, Ávila o Burgos o el otoño medieval de Segovia. Fuera de eso, el entusiasmo se reduce incluso al tratar de la renacentista y barroca Salamanca. Naturalmente, y en plena coincidencia con Ortega, considera el siglo xviii un siglo extranjero, «de molde ajeno», mientras que identifica el xix con el de la aparición del odiado liberalismo, origen de todos los males de España. Como se ve, un personaje plural y paradójico como tantos otros, fiel a unos ideales de la época, que lo llevaban de Falange a la devoción cristiana, pasando por la monarquía y la germanofilia. Por si fuera poco, desde Cataluña despliega el españolismo que sitúa en Castilla el núcleo originario de la nación, de acuerdo con el impulso surgido con los del 98, seguido por Ortega y el fascismo español. Sin embargo, unos párrafos después, se declara partidario de las que llama peculiaridades de las regiones de España y llega a decir de manera expresa que «hay que rectificar la idea unitaria y parcial que se tiene de España». Una especie de anticipo, por tanto, del sistema territorial alumbrado por la Constitución de 1978 y que hoy está en el centro de todas las polémicas. Lo que no impide que Ciudades en España, con todo el lastre de la época, no muy pesado por otra parte, sea un magnífico libro de viajes que recoge mucho de lo mejor del género tal CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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y cómo se practicaba por los escritores jóvenes de la generación del 36, próximos al falangismo, que tanto miraron a sus maestros de finales del siglo xix y a la dominante figura de Ortega y Gasset.

NOTAS 1 Mónica Carbajosa y Pablo Carbajosa, La corte literaria de José Antonio. La primera generación cultural de la Falange, Madrid, 2003. 2 Entre todas destacan El viajero y su sombra (1940), Melodía italiana (1943) y Elegías europeas (1949). 3 De Roncesvalles a Compostela (1965) y Caminos de la Mancha (1966). 4 Crónicas de andar y ver (1973), Albacete, tierras y pue­ blos (1983). 5 Donde las Hurdes se llaman Cabrera (1964), Nueva York. Nivel de vida, nivel de muerte (1970), Gracia y desgracias de Castilla la Vieja (1976), Las Américas peninsulares. Viaje por Extremadura (1986). 6 Los pueblos y las sombras (1972), El tiempo retenido (1974), León (1982). 7 «Geografía, literatura e ideología en la segunda mitad del siglo xx: las “Guías de España” de Ediciones Destino», Estudios Geográficos, lxix, 265, pp. 417-452, julio-diciembre de 2008. 8 Josep Pla (Guía de la Costa Brava, 1941-1948, Mallor­ ca, Menorca e Ibiza, 1950); Carlos Soldevila (Barcelo­ na, 1951); Pío Baroja (El País Vasco, 1953); Juan Antonio Cabezas (Madrid, 1954); Carlos Martínez-Barbeito (Galicia, 1957); José María Pemán (Andalucía, 1958); Josep Pla (Cataluña, 1961); Joan Fuster (El País Va­ lenciano, 1962); Gaspar Gómez de la Serna (Castilla la Nueva, 1964); Claudio de la Torre (Gran Canaria,

Fuerteventura y Lanzarote, 1966); Alfredo Reyes Darias (Tenerife, La Palma, La Gomera, El Hierro, 1969); Dolores Medio (Asturias, 1971); José Vicente Mateo (Murcia, 1971); Dionisio Ridruejo (Castilla la Vieja, 1974); Santiago Lorén (Aragón, 1977) y Álvaro Ruibal (León, 1982). 9 Aunque la confusión es habitual, revela que muchos de los citadores de Nadal no han leído Ciudades en España o lo han hecho de forma apresurada, pues el propio escritor explica en sus primeras páginas el porqué de ese título. Es lo que sucede con la entrada que le dedica recientemente a Eugenio Nadal cierto Diccionario biográfico, por cierto, tomada en gran parte del artículo de Juan Ramón Masoliver, en la que ni siquiera se señala su participación en la guerra, a la que, por otro lado, alude el propio Nadal en su libro, ni su proximidad a Falange y a personajes tan significativos como Eugenio Montes. 10 «La retórica del poder en Destino. Entre el periodismo y la literatura (1939-1944)», ponencia presentada al Congreso Falange. Las Culturas Políticas del Fascismo en la España de Franco (1937-1982), 2011. 11 Capital aborrecida. La aversión hacia Madrid en la li­ teratura y la sociedad, del 98 a la posguerra, Madrid, 2010, y el volumen posterior, que recoge los capítulos dedicados a la República y la Guerra Civil, Los años de Madridgrado, Madrid, 2016.

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Mario Camus, narrador en secreto Por Santos Sanz Villanueva


Nuestros cineastas –y los de otros lugares, claro– se desdoblan con frecuencia en narradores. Muchos han ido más allá del estricto cometido profesional de realizar un film, en el sentido concreto con que la Real Academia Española define el término «realizador»: «En el cine y la televisión, responsable de la ejecución de una película o programa». Han cultivado la base de la narración fílmica al escribir guiones para cintas suyas o de otros cineastas. Por otra parte, cabe sostener, sin ánimo polémico, que toda película cuenta una historia, por leve o desvanecida que se presente, de modo que un director es un cuentista, o, para soslayar matices despectivos, un narrador. La pretensión de narrar está casi sin remedio en los objetivos del cineasta. Que la meta se ciña al cine o se extienda también a lo libresco depende en gran medida, me parece, de las circunstancias. Lo ilustran un par de casos dispares. Fernando FernánGómez sentía fascinación juvenil por los literatos y la literatura y acudía a las tertulias del madrileño café Gijón sintiéndose allí un tanto un bicho raro. Cuando le preguntaban qué era, no sabía cómo responder y se escudaba en una contestación evasiva. Era, decía, «gran lector». Así lo recuerda en sus memorias El tiempo amarillo. Pero el infatigable lector deseaba, asimismo, contar historias y lo hacía a su manera, en orden temporal, primero como cómico, dicho con el sustantivo con que se definía, y luego a la vez como director y narrador. Los tres planos de su actividad –actor, director y autor– convivieron, aunque de puertas afuera mantuvo postergada la escritura. En fecha temprana, únicamente dio a conocer un par de piezas teatrales (Pareja para la eternidad, de 1947, y Marido y medio, estrenada en 1950) y algún poema en la revista Poesía Española en 1954. En narrativa, no publicó algo hasta El vendedor de naranjas, en 1961. Después fue narrador abundante y procedió a rescatar textos antiguos. Sólo avanzado el tiempo, mediados los años ochenta, entró el literato en franca competencia con el cómico y el cineasta. Su imagen está más vinculada al hombre de teatro o cine que al escritor. Jesús Fernández Santos, en cambio, obtiene el título en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas y se dedica profesionalmente al cine. Este modus vivendi lo compagina, sin embargo, desde los años cincuenta con una continuada actividad literaria centrada en la narrativa, a la que aportó en 1954 un título de referencia de su tiempo, Los bravos. Aunque produjera numerosos documentales de calidad y muy apreciados, su nombre se asocia a la prosa de ficción más que a su labor de 35

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realizador cinematográfico. De cara al público, Fernández Santos tiene perfil de novelista y no de cineasta. La coyuntura vital decanta, pues, una vocación y marca una personalidad pública. La natural tendencia de los realizadores a cultivar el relato literario ha conocido, por otra parte, en tiempos recientes del cine español un curioso fenómeno. Varios destacados directores de los años sesenta han aguardado a ver culminada su carrera cinematográfica (no tanto por su voluntad cuanto por los condicionantes de la industria del cine) para presentarse como escritores. Y ello no por una sobrevenida afición que sustituya al trabajo profesional ya interrumpido, y con el que han obtenido reconocimiento, sino porque aprovechan esta ocasión para desarrollar un gusto de antiguas raíces. El irónico José Luis Borau amparaba su irrupción literaria con la modestia del título de su primer libro, Camisa de once varas. A pesar del refrán que la cobija, la exigencia de esta antología de relatos y el prólogo que la encabeza dejan claro que no consideraba el nuevo quehacer una intromisión en corral ajeno o un simple pasatiempo, y se nota que el ejercicio literario venía de antiguo en la destreza y variedad de las piezas. Cuando Manuel Gutiérrez Aragón se lanza como novelista en 2009 con La vida antes de marzo y emprende una actividad prolongada en este territorio que incluye hasta ahora cuatro títulos, de más que notable valor, también contaba con una prehistoria casi clandestina de narrador. Todavía veinteañero, había publicado, en 1970, una irreverente fábula histórica, auténtica rareza bibliográfica, «Expedición, extraño, extramontano», bajo la campechana rúbrica de Manolo Gutiérrez. «DOBLE MILITANCIA» DE MARIO CAMUS

Las anteriores indicaciones vienen a propósito de recordar antecedentes al caso no insólito de otro de nuestros más destacados y reconocidos hombres de cine, Mario Camus, «el más discreto, y sin embargo, uno de los más relevantes casos de la doble militancia» en el cine y la literatura, según la justa apreciación de Manuel Hidalgo. Carlos Saura ha observado que la vocación inicial de Camus fue más la literatura que el cine: «Era por entonces, por encima de todo, un escritor de gran talento». Saura «estaba convencido –añade en este testimonio debido a Agustín Sánchez Vidal– de que sería uno de los literatos más importantes de nuestra generación». El propio Camus reconoce a la periodista Laura García Pérez su madrugadora afición a contar historias, aunque no detalla si también a ponerlas por escrito: «El hecho de fabular CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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o relatar en mí es muy antiguo, se remonta a hace cuarenta o cincuenta años. Siempre me ha gustado inventar historias y contarle a quien solicitara mi trabajo cómo veo la historia y enhebrarla». Erró Saura su vaticinio y, escritor silencioso, se desveló como prosista a edad avanzada, en 2003, cuando figura en su haber una copiosa filmografía. La literatura, además, y como saben de sobra los cinéfilos, tiene un gran peso en la filmografía de Mario Camus. Con frecuencia sus películas parten de textos literarios. Recordar a cuáles afecta este origen daría una lista muy amplia de cintas basadas tanto en obras nacionales como extranjeras, lo mismo clásicas (Calderón y Lope de Vega, García Lorca) que recientes (La rusa, a partir de la novela homónima de Juan Luis Cebrián). A ese largo censo hay que añadir la escritura de guiones también basados en obras literarias para películas de otros directores, en solitario o en colaboración con ellos. Entre otros, con Juan Antonio Portos y con la propia directora, Pilar Miró, escribió el de la cinta Beltenebros a partir de la novela del mismo título de Antonio Muñoz Molina. La completa noticia de la actividad camusiana relacionada con la literatura ofrecida por José Manuel González Herrán, estudioso del santanderino en su vertiente de narrador, evidencia su importancia. Me interesa destacar aquí unas cuantas de las películas propias que el director santanderino ha hecho a partir de textos literarios. Cuatro se basan en obras de escritores de la generación del medio siglo, la misma a la que pertenece Camus y con varios de cuyos miembros sostuvo estrecha amistad (los narradores Ignacio Aldecoa, Luis Martín-Santos o Daniel Sueiro, el poeta Claudio Rodríguez). Me refiero a Los farsantes, realizada sobre el cuento de Sueiro «La carpa». Y a tres filmes que adaptan textos homónimos de Aldecoa, los cuentos «Young Sánchez» y «Los pájaros de BadenBaden» y la novela Con el viento solano. Otro par de cintas –ambas entre las mejores películas de nuestro director– llevan a la gran pantalla sendas obras de dos principales escritores de la primera posguerra, La colmena, de Cela, y Los santos inocentes, de Delibes. Una serie televisiva, Fortunata y Jacinta, se remonta a una novela emblemática del maestro de la narrativa decimonónica, Benito Pérez Galdós. Y otra serie también para la pantalla pequeña, La forja de un rebelde, adapta la obra autobiográfica del exilado Arturo Barea. He puesto aparte estos títulos no por capricho ni porque los considere entre sus realizaciones cinematográficas más valiosas. Sin detrimento de que Camus se haya interesado por otras cuestiones, y hecho buenas películas de dimensión intimista, todos ellos refle 37

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jan una constante de su filmografía: la recreación de situaciones colectivas, el testimonio de la realidad coral de nuestro país, el análisis crítico de la sociedad española y una observación de la vida común que en algún caso llega a la crítica social y a la denuncia. Aspectos particulares de las películas que he separado permiten englobarlas en la caracterización global que acabo de hacer. En este sentido, conviene añadir la puesta en imágenes de la obra del escritor sesentayochista Eduardo Mendoza La ciudad de los prodigios. El espíritu posmoderno del original literario la separa bastante de las mencionadas, pero me parece significativo señalar que la intención del director al convertirla en película la aproxima a las otras. Esta línea directriz destacada, si bien no única del cine de Camus, nos permite detectar un creador próximo a la tradición realista española, ámbito donde se ancla, asimismo, su actividad literaria. Su literatura, en contraste con una cinematografía prolífica, es, sin embargo, llamativamente sucinta. Se compone de sólo cuatro libros, ninguno de mucha extensión. El primero reúne un conjunto de narraciones, Un fuego oculto. Catorce historias cortas (2003). El siguiente contiene unas peculiares memorias, Apuntes del natural (2007). Ambas obras, aunque heterogéneas, las agrupó a continuación bajo el título Veintinueve relatos (2010), «un libro precioso, apenas conocido», al decir del quisquilloso Gregorio Morán. Remata, por ahora, la parca nómina una segunda colección de estampas vivenciales, Quedaron estas cosas (2015). Con propiedad, pues, la prosa narrativa de Mario Camus se reduce a dos obras, una, los relatos Un fuego oculto, y, otra, la suma memorialística formada por Apuntes del natural y Quedaron estas cosas. CATORCE NARRACIONES MADRILEÑAS

Un fuego oculto no se debió, en principio, a la voluntad del cineasta veterano y consagrado de convertirse, cercanos los setenta años, además en escritor. En el prólogo del libro explica el origen del texto con una inusual franqueza que, de algún modo, podría perjudicar su condición literaria. A mediados de los ochenta, explica, tuvo la idea de «hacer una película compuesta por catorce historias cortas que se desarrollaban en diversos lugares de Madrid, durante una noche de invierno». La titularía, aclara, Soneto «porque las pequeñas peripecias, aunque eran bien distintas, intentaba que tuvieran finales, intenciones y ecos parecidos». El productor de entonces la rechazó «sin pensárselo siquiera». Y creo que hizo bien, pues, a mi parecer, y aun a riesgo de meterme en corral ajeno, el plan no tenía ninguna posibilidad cinematográfica. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Escribió las historias que sostenían la «idea», pero no insistió en el proyecto ni volvió a ofrecérselo a nadie. No era, sin embargo, un plan secreto porque José Manuel González Herrán había dado varias veces noticias de su emergente dedicación al cuento y acerca del libro de cuentos que llevaría como rótulo el de la fallida película, Soneto, inédito todavía con tal nombre. La libreta donde escribió aquellas historias –desmenuza Camus en el mismo prólogo– permaneció en el fondo de un cajón hasta que cerca de cuatro lustros más tarde, en 2003, se le ocurrió revisar aquellos «cortos» (calificativo suyo) y darles un destino diferente, el de un libro y no una película. Se propuso al rescatar el viejo original borrar los vestigios que revelaran su origen cinematográfico «al objeto de publicarlos como cuentos». Hizo, no obstante, escasos «arreglos» porque le pareció –sigo parafraseando el prólogo– que tenían todo el derecho a proclamar su ascendencia. El comentario tiene mucho interés por partida doble. Por un lado, minimiza la influencia de lo cinematográfico y reconoce la condición de «cuentos» de los «cortos». Por otro lado, indica el afán literario de fondo del autor. No se trata de dar el salto oportunista, o vanidoso, o movido por las circunstancias, a las letras, sino que los textos tenían en sí mismos la raíz de lo literario en su modalidad de lo narrativo. O mejor, el poso de un estímulo creador y existencial no condicionado por las barreras de los géneros canónicos. Así lo confiesa en una apostilla muy valiosa. No retocó apenas los originales porque, «al fin y al cabo, el ansia de querer llegar a los demás y la vanidad que te lleva a querer ser escuchado no varían con la forma narrativa que se utilice». Tenemos, por tanto, un trabajo que está claramente abocado a la autonomía de lo literario, no subsidiario de otra forma narrativa, la cinematográfica. Esta huella no se borró, no obstante, del todo, pues el volumen apareció en una librería-editorial dedicada a publicar libros de cine, Ocho y Medio, y no en una colección de narrativa pura. Lo cual marcaba de alguna manera su recepción. Por querer llegar a los demás y por querer ser escuchado, o sea, por tener algo que decir al prójimo, desempolva Camus los originales de Soneto y los dispone como un libro de cuentos, suprimiendo, eso sí, el artificioso título inicial. El autor se apoya en una poética de la comunicabilidad. El libro posee, además, una directriz estilística y ética. En palabras del propio Camus: «En estos relatos busqué la sencillez. Intenté contar con personajes reales que en un tiempo se manifiestan sin efectismos, lejos de cualquier elaborado artificio. También, casi de una manera ins 39

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tintiva, incluí algunas sensaciones que trajo el cambio de la larga dictadura a una celebrada democracia». Estos mínimos criterios nos permiten ya avanzar la poética general de Mario Camus, que es la de un narrador neorrealista, y utilizo este término en un sentido bastante restringido y cercano a lo que significa cuando se refiere a la corriente literaria y cinematográfica de los años cincuenta en España e Italia. Las piezas de Un fuego oculto tienen como hilo conductor Madrid y la noche. De alguna manera, su propósito es presentar una imaginativa estampa urbana de época sin renunciar a un trazo verista. Algunos casos podrían ser corrientes, pero otros apelan a lo inventivo. Haber rodado La colmena me incita a pensar que Camus pudo encontrar una difusa idea seminal en la novela de Cela, no a la manera de calco, sino casi al modo de enriquecimiento temático de la vida cotidiana de los cuarenta plasmada por el escritor gallego. A la existencia corriente, Camus añade situaciones un punto excepcionales o inhabituales. En el fondo, creo, persigue levantar un retablo colectivo costumbrista nimbado por un aura mágica o extraña; o poética también. Los catorce cuentos presentan tramas anecdóticas fuertes y muy distintas, independientes unas de otras en su contenido argumental. En expeditiva síntesis, refieren las siguientes anécdotas. «Ella» (número 1) refleja la incomprensión, la falta de diálogo y el egoísmo que presiden las relaciones entre una madre y su hijo. «La noche está inventada para el sueño» (número 2) desenmascara la hipocresía de un ministro socialista (antiguo militante comunista) que ha sentido un ramalazo de mala conciencia al notar el tedio que su intervención en un debate televisivo le produce a un técnico. «El gigante» (número 4) trata de la rivalidad de dos viejos actores que aspiran a encarnar el papel de rey Basilio en una representación de La vida es sueño. «La mujer y el taxista» (número 5) cuenta la decisión de una mujer sola y angustiada de pedirle al joven taxista que la lleva a casa que suba con ella para hacerle compañía. «Para el olvido» (número 6) expone las razones éticas de un periodista para rechazar el premio que está a punto de recibir en un homenaje público. «Simón» (número 7) describe el encuentro de un hombre modesto, chatarrero, con el policía jubilado que lo torturó doce años antes. «En el viejo frontón» (número 8) detalla las durísimas exigencias de entrenamiento que un padre impone a su hijo por la obsesión de que el chico llegue a ser un gran jugador de baloncesto. «Abrazarte» (número 9) presenta la fascinación de un niño por la chica que los cuida a él y a su hermana mientras los CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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padres han ido a un espectáculo y anota las artimañas del chico para que la estudiante se aproxime a él. «Al lado del pasillo» (número 10) plasma el ensimismamiento de una anciana enferma: por propia voluntad se ha trasladado a un hospital, lejos de la familia, y en la habitación se refugia en su soledad mientras busca compañía y recuerda el pasado. En «El cine» (número 12), el proyectista Lucio y la taquillera Nunci descubren, a la hora de cerrar el local en el que trabajan, a un joven negro en el patio de butacas; el intruso sólo quiere dormir allí y Lucio decide no llamar a la policía. «Cosas que pasan» (número 14) relata la desaparición de la perra de un señor mayor a raíz de la visita de un vecino y su enajenada búsqueda del animal por las calles. Se ve en la anterior sinopsis anecdótica que once de las piezas de Un fuego oculto reflejan situaciones humanas comunes o no excepcionales, sólo aliñadas con las convenientes dosis de imaginación. El criterio cambia en las tres restantes, marcadas por un contenido muy inventivo y en cierto modo insólito, que pertenecen a una especie de grupo independiente, al presentar una relación anecdótica de continuidad. Dos de ellas incluso exteriorizan dicha relación en el título: «Aventura urbana» y «Final de la aventura». No aparecen, sin embargo, en orden sucesivo (ocupan los lugares 3, 11 y 13 del índice). Quizás el motivo de interpolarlas se deba al criterio clásico, cervantino, de proporcionar amenidad al conjunto mediante el imprevisto cambio de registro. Las tres piezas forman, en realidad, una novela corta fragmentada. En «Aventura urbana» (número 3), el protagonista, cuyo nombre se demora a propósito hasta el efectista final, entra en un centro comercial, sube a unas oficinas de la planta décima, sale al exterior de una ventana, coge unos botes de spray que llevaba preparados y pinta con grandes letras un mensaje: «Vuelve, por favor», rematado con su firma, «Manuel». Sale a la calle, contempla su obra y se siente satisfecho. En «Por ti» (número 11), el mismo sujeto, Manuel, trepa por el andamio exterior que cubre un edificio histórico (no lo menciona, pero se identifica enseguida con el madrileño palacio de Linares), sortea a un mendigo que se resguarda en el armazón metálico, llega a la parte superior de la lona y pinta su escrito, «como un grito», no especificado, pero que debe de corresponderse con el título del cuento, «Por ti». Vuelve a bajar a la calle. En el intermedio, evoca al hasta ahora anónimo destinatario de los mensajes, Celso, y esclarece las razones de su arriesgada proeza: «Celso había sido su compañero durante dos años largos. Hacía un mes escaso que, después de una discusión, 41

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la primera, había dejado la casa y desaparecido sin dejar rastro. Se acordaba demasiado de él». El grafitero Manuel remata su múltiple empeño en «Final de la aventura» (número 13) con un audaz desafío, «una locura», dejar su leyenda en la fachada del Palacio Real. En esta ocasión, sale maltrecho de su prueba de fe, se ve obligado a renunciar a ella («Abandonó el estuche, los ganchos, el cordel y todos sus sueños», el subrayado es mío). Además, mediada la insensata proeza, la cuestiona: «Por primera vez tuvo la duda de que [Celso] se mereciese tanto fervor y tanto esfuerzo». Se desprende de las síntesis anteriores que Un fuego oculto ofrece una notoria dispersión temática. En el nivel de la selección anecdótica, apenas se encuentran unas cuantas coincidencias: la presencia de gentes del espectáculo (actores en «El gigante» y alguien relacionado con el teatro en «Cosas que pasan»), de niños o adolescentes («Simón», «En el viejo frontón», «Abrazarte») o de personas mayores o ancianos («El gigante», «Simón», «Al lado del pasillo», «Cosas que pasan»). En todo caso, pocos elementos persistentes como para que puedan considerarse directriz del conjunto narrativo. Sin embargo, el libro sí propone una visión unitaria de la vida, que se desprende de la conjunción de dos criterios. El primero de los criterios consiste en una selección de situaciones representativas de la realidad. Camus separa un buen número de hechos o manifestaciones sintomáticos, aunque no exclusivos, de la actualidad: las relaciones familiares, los vínculos de pareja (con un ejemplo infrecuente en nuestras letras recientes de homosexualidad, si bien no explícita), el deseo de progreso para los descendientes, las inquinas profesionales, el trabajo extenuante, la emigración clandestina o la precariedad de algunos seres marginales. Tales situaciones aparecen como una pura notación verista, sin comentarios añadidos que supongan una explícita valoración. El tratamiento se atiene a la neutralidad técnica de la narrativa neorrealista, que evita la valoración ideológica. Si bien no ocurre así en todas las piezas, porque en algunas se manifiesta con claridad una carga crítica o de denuncia. La historia del ministro censura tanto la falsedad del político como la explotación laboral. El periodista digno delata indirectamente la moral pública engañosa. Y en la historia del chatarrero no se oculta una crítica incisiva de los abusos policiales. El anterior criterio se conjunta con una aproximación cordial, humanista y solidaria al mundo. El documento de época manifiesta una cercanía del autor, un modo de empatía, a las limitaciones y padecimientos que se reflejan en los retratos humanos de sus cuentos. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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La dispersión anecdótica señalada no es obstáculo para que Mario Camus ofrezca un orbe moral sólido y unitario. Un fuego oculto presenta un catálogo de pobres gentes (gentes pobres, además, en general), de fracasados, de derrotados por la vida. Si hubiera que señalar un leitmotiv del libro, sin duda habría que indicar la soledad: por él transita un censo apabullante de solitarios, muchos irredentos. La vivencia de la incomunicación anida en la madre después de la desagradable cena familiar. Incomunicado con sus colegas acomodaticios se siente el periodista galardonado en su quijotesco rechazo de un homenaje. Vacío queda ante el hijo el chatarrero torturado por la policía, al igual que el entrenador de baloncesto frente al suyo. Un sentimiento de orfandad aflige al proyeccionista de cine. El temor a la exclusión profesional funciona como hilo de unión de los dos enemistados actores que disputan por interpretar a Calderón. Se trata de soledades intensas, punzantes, graves, y aun así no llegan a la magnitud de vivencia vital máxima, casi trágica, que funciona como núcleo temático de otros cuentos. La señora ingresada en el hospital se siente tan desvalida que busca relaciones compensatorias en otros enfermos. Caso extremo de desamparo doliente encarna la mujer que invita al anónimo taxista a subir a su casa. La tristeza lleva a la cuidadora de niños a buscar el abrazo salvador de uno de los chicos. Con trazos patéticos se muestra la situación del señor mayor que, al perder la compañía de su perra –«no concebía la vida sin ella»–, se siente «el más desgraciado de los seres». En fin, el deseo de recuperar la camaradería perdida impulsa a Manuel a su descabellada actividad grafitera. Estas situaciones se presentan con un grado de dramatismo, pero también hay lugar para una mirada más a ras de tierra, un punto escéptica o burlona: está en la duda de Manuel, al final de su loca aventura de artista urbano, sobre si habrá merecido la pena arriesgarse tanto. La soledad se completa en más de un caso con el sentimiento de los personajes de ser perdedores, al que Camus traslada una creencia artística. Tiene al perdedor como el tipo literario por excelencia, al que avala la figuración clásica de don Quijote. Como le dice a Laura García Pérez, «La estética del perdedor es [la] más interesante». Sus cuentos asumen esta percepción. Las historias del chatarrero y del entrenador de baloncesto ilustran las ilusiones imposibles. Otras, el fracaso que desemboca en incomunicación. El retrato general de la condición humana en Un fuego oculto da cuenta, asimismo, de diversas enfermedades del alma: el egoísmo, la envidia, la hipocresía… El fresco global no 43

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resulta, sin embargo, de tintas negras excluyentes. El autor reserva un espacio, si bien pequeño, a rasgos positivos de nuestra especie: lo dice en la dignidad del periodista homenajeado o en la solidaridad caritativa del proyeccionista. La aparente simplicidad de las historias (salvo la más insólita de Manuel y sus pasquines sentimentales) se corresponde con una forma también sencilla. Estamos ante una literatura de observación que se circunscribe a mostrar la realidad con el menor artificio posible. La naturalidad inspira el credo tanto temático como formal de Camus. Su ideario artístico consiste en un realismo estilizado. Su prosa se basa en un estilo conciso, sencillo, en suma, antirretórico. Y la forma de los cuentos busca, asimismo, recrear una historia de calado humano sin artificios narrativos ni complejidades estructurales. Pero tal historia no se ofrece en su desarrollo completo, sino nada más en un pasaje o situación significativos de la misma. La estructura de los cuentos de Camus se inscribe en las formas de la modernidad narrativa del género instaurada en nuestras letras en el medio siglo de la pasada centuria. El cuento literario, todavía por aquellas fechas, era un género muy codificado que debía obedecer a un esquema rígido. Perduraba la estructura de planteamiento, nudo y desenlace. Al entender de sus cultivadores puristas, un buen cuento debía ser una historia breve y concentrada, con escasa exposición anecdótica, que se disparaba hacia un final revelador impensado. Sin la sorpresa que remataba el clímax, no había buen cuento. Los narradores de la generación del medio siglo, en particular Aldecoa, suprimieron el requisito del final inesperado y lo sustituyeron por un colofón en el que, por decirlo llanamente, no ocurría nada. El cuento, de este modo, pasa a ofrecer nada más un fragmento de vida o de historia. De este planteamiento es heredero Mario Camus, en cuyos relatos lo que importa es, como señala González Herrán, captar una tranche de vie, «un momento o una situación, en un proceso más largo, cuyo arranque o final podemos conocer o suponer». Algo curioso rectifica, sin embargo, este planteamiento. Me refiero al «Epílogo» que concluye Un fuego oculto. En este broche, Camus responde a la carta inventada (imagino, aunque la presente como cierta) de un amigo que se ha interesado por saber si conoció o trató a los personajes de los «relatos cortos». Le responde afirmativamente y en una nueva misiva concreta la información. «Los datos son, por lo general, bastante exactos». Y le precisa, con humorada cervantina, que «las fuentes informantes CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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han sido parientes cercanos, vecinos y personas que los tuvieron muy cerca…». A continuación, dedica varias páginas a detallar el futuro de los personajes en el orden en que aparecen en el libro. Los presenta a la manera de listado enciclopédico. Los trata, en consonancia con lo explicado, con gran familiaridad, como si fuesen personas reales de su entorno inmediato. Habla de ellos cual si se tratase de seres reales de la realidad madrileña de un cuarto de siglo antes. Por ello, ni siquiera menciona los cuentos en los aparecen. Las noticias que especifican los porvenires respectivos de sus seres reales-imaginarios se enuncian con laconismo. Proceden de un punto de vista neutral, de tono puramente informativo. De la señora refugiada en un hospital dice: Herminia murió unos meses después de contarme su vida. Su hijo la localizó y estuvo acompañada los últimos días. El futuro del chatarrero torturado y de su hijo lo resume así: Simón tiene treinta y dos años. Buen estudiante, se dedicó a la informática y es un gran experto en juegos informáticos y en actividades relacionadas con internet. Jacinto siguió durante años en la trata de ganado. Su hijo le ayudó a comprar una pequeña cuadra de caballos y montó un picadero en las afuera de la capital. Así vive, dando clases de montar y dirigiendo la empresa. No falta la pintoresca nota costumbrista en el resumen de las vidas del niño Candi, de sus padres y de la au pair: Lucía está casada y tiene cuatro hijos. Hizo cursos de maquillaje y entró en la televisión. A los padres de Candi les tocó la lotería y pusieron una tienda de electricidad en el barrio. Candi estudió con brillantes la carrera de Farmacia. Terminada ésta, puso un establecimiento en un pueblo de Guadalajara llamado Córcoles. Allí vivió y trabajó. Pero no era conocido por el trabajo en su botica sino por una actividad que llevaba realizando durante años y le hizo ser bastante nombrado. El cultivo de toda clase de rosas en invernadero y las cruces entre una variedad y otra logrando sorprendentes resultados. También se permite una pincelada humorista –una burla no cruenta– en el contraste entre la desesperación del grafitero Manuel y su apacible futuro: 45

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Manuel se retiró de sus actividades nocturnas. Trabajaba el latón y construía modelos diversos de lámparas y adornos. Junto con un socio puso una tienda de regalos. Todo moderno, de diseño especial. Con el tiempo montaron una cadena de tiendas. Ahora, a los cincuenta y ocho años, Manuel y un amigo de treinta escasos salen de la capital los sábados, hacen acampada y se dedican a escalar. Está en forma y disfruta de estas excursiones. El «Apéndice» no equivale exactamente a la resolución de los cuentos porque proporciona datos de los personajes que tienen que ver con sus orígenes y no con su destino. Y que, además, son innecesarios para el trozo de vida presentado. Sirven para otra cosa, para mostrar a los personajes como abejas de la colmena madrileña de los años ochenta, por insistir en la imagen celiana. Explicaba Aldecoa que lo movía, sobre todo, mostrar una realidad española «cruda y tierna a la vez, que está casi inédita en nuestra novela», pues veía «continuamente cómo es la pobre gente de España», y buscaba hacerlo sin adoptar «una actitud sentimental ni tendenciosa». Algo así, creo, había interiorizado Mario Camus como semilla de sus «cortos». Por otra parte, la libertad constructiva que evidencia con el «Epílogo» refleja la independencia y la personalidad de un narrador que no se atiene a ningún programa artístico ajeno a personales y un tanto caprichosas inclinaciones. MEMORIAS EN DOS TIEMPOS

Muy distinta es la otra obra de prosa de Mario Camus, una doble entrega de recuerdos, Apuntes del natural y Quedaron estas cosas. Las aproxima a Un fuego oculto, sin embargo, su compartido carácter narrativo, lo cual el propio autor reconoce al recoger la primera de ellas en Veintinueve relatos. En este libro misceláneo, se refiere a las piezas que integran los Apuntes… como «narraciones, cuentos, fábulas, historias mínimas». Aceptemos, pues, que, a pesar de la indefinición genérica que el propio Camus admite («o como queramos llamarlas», relativiza), se trata de relatos, sólo que la fuente ahora es autobiográfica y no ficcional. Ambas entregas memorialísticas tienen un origen circunstancial que conocemos bien por las informaciones tanto del cineasta como de su editor, Jesús Herrán. Apuntes del natural surgió de la propuesta de este modesto editor santanderino de escribir unas memorias («una especie de biografía»), algo a lo que el cineasta no se sintió animado. Se vio, en cambio, incitado «a pensar en una fórmula distinta y lejana de la placentera inmersión en uno mismo». CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Quedaron estas cosas nació de una nueva sugerencia de Herrán para celebrar el ochenta aniversario de Camus con la publicación de un libro. El título señala, con un guiño, su contenido: añade a los «apuntes» episodios que se le quedaron sin contar. Dispersos ambos conjuntos en volúmenes distintos, requieren una edición unitaria que englobe el total de veintiséis escenas, cuadros, estampas biográficas o «como queramos llamarlas». La base los dos libros está en los recuerdos del autor. Pero no pertenecen con claridad a ninguna de las formas convencionales de la hoy frecuente escritura del yo. Tienen más de autobiografía, con la presencia de la intimidad del propio escritor, que de las memorias, donde se esconde o desfigura la biografía para centrarse en el mundo. Aparte estos vínculos insoslayables con las escrituras que parten de las vivencias personales, Camus muestra una impronta de originalidad o, dicho de modo menos pretencioso, de un ir a su aire. En Apuntes del natural los sucesos referidos con tono informativo alternan con breves pasajes numerados en romanos de tono impresionista y más lírico. Además, el memorialista no se somete a la disciplina de dar cuenta cabal de la totalidad de los episodios que marcan una trayectoria vital. Apuntes del natural arranca con una evocación de infancia, «Los primeros amigos»: el niño de seis años vive con la familia en una aldea cántabra, Vernejo, cerca de Cabezón de la Sal, y se desplaza a la escuela de la próxima Ontoria. Polariza el recuerdo en la educación a cargo, primero, de un veterano maestro de intolerancia franquista y, enseguida, de otro más joven y abierto, don David. Episodio fundamental de aquel aprendizaje de la vida para el futuro director fue el descubrimiento del cine en un colegio de monjas adonde los lleva don David («Nos van a dar películas», dice con expresiva locución de época uno de los estudiantes mayores ante el misterio que rodea la imprevista excursión a Cabezón de la Sal). El recorrido por el pasado selecciona otros episodios que impactaron en el joven y el adolescente: el humorístico descubrimiento de la utilidad del latín, el encandilamiento con las historias que un boxeador retirado refiere al autor y a su padre en un bar del entorno portuario de Santander, los entrenamientos en el equipo escolar de baloncesto, la participación como figurante en una película de romanos en la época en que se ha trasladado a Madrid para estudiar sin convicción Derecho y un episodio de rebeldía en las Milicias Universitarias que cumplía en Madrid en 1957. Se interpolan en este anecdotario las dichas secuencias numeradas en romanos y en letra cursiva que son como fogonazos 47

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de intensidad emotiva: el recuerdo traumático de la conducción de un asesino por la pareja de la Guardia Civil, el ambiente popular en una esforzada carrera ciclista o la turbadora llegada del paquete que envía un emigrante a Venezuela. Parece que el libro sigue un orden cronológico progresivo en la recuperación del pasado, aunque esta disposición se rompe de forma bastante gratuita, tanto en la línea temporal como en la cualidad de los asuntos. Camus incrusta el prólogo, breve y de gracia fallida, a una edición popular de Con el viento solano, puro pretexto, pero insustancial, para homenajear a su admirado Aldecoa, «el gran ausente», de quien tantas cosas interesantes podría haber dicho. Salta a 1967 con el rescate de un episodio profesional: en Ávila, él y el cineasta Miguel Rubio resuelven el impasse en la escritura de un guión yendo al cine donde proyectan El tercer hombre; han pagado las entradas, son los únicos espectadores de aquella gélida noche y tienen que forzar a los empleados para que pasen la película. De fecha parecida debe de ser el recuerdo que motiva la escena iv: en un viaje al sur con motivo de un trabajo urgente, el narrador y su compañero Hansi se detienen en la carretera a descansar y comprar un melón, leve anécdota que quedó en su recuerdo como uno de los momentos más felices de sus vidas. Una pequeña y justificada vanidad ocupa la secuencia vi: la nota de admiración por Los santos inocentes que le envía Dirk Bogarde con ocasión de un fugaz encuentro. Hasta 2004 nos lleva el remate del libro con otro homenaje amistoso, la sentida etopeya del portadista y dibujante Daniel Gil. Explica Camus en el prólogo de Apuntes del natural que las narraciones del volumen «están referidas a mis orígenes en la profesión». Salta a la vista que el contenido desmiente la intención. Los recuerdos seleccionados nada tienen que ver con ello, salvo algo el primero de los apuntes. Mimbres bien diferentes forman la urdimbre del libro: la evocación emocionada del pasado, la estima de ciertos valores intemporales, la vivencia intensa de pequeñas historias, la reivindicación de la amistad o el amor por el cine. Todo ello cabría agruparlo bajo la percepción del paso del tiempo y la visión un tanto elegiaca del ayer. El narrador vibra, sin alharacas pero con hondura, al rescatar estos episodios menores pero no irrelevantes de su biografía. De ellos se desprende una celebración de la vida, de los modestos placeres de la existencia, de los motivos que dan sentido a los días. Aunque no parece que Camus planifique mucho la arquitectura global del libro, quizás no por casualidad ha reservado para CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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último lugar, con la importancia que le otorga el papel de broche o cierre, uno de los más íntimos y densos recuerdos, el de Daniel Gil. Camus visita algunas veces al dibujante durante su grave enfermedad, le hace compañía un rato, hablan de asuntos diversos, pero la conversación se hace difícil por la indiferencia del enfermo. Hasta que un día le toca un tema que le resucita el interés: «Nuestra ciudad, aquel territorio donde ambos habíamos nacido y vivido durante años». Con vivacidad comparten lugares, aficiones, salas de cine desaparecidas, el equipo local de fútbol, algún conocido de antaño… «No nos complacemos en la nostalgia. Es una visión superficial, vertiginosa», apostilla. La enfermedad que «golpea con tanta saña la atormentada salud» de Gil acentúa, sin embargo, sus devastadores efectos, vuelve a producirse la incomunicación y llega un momento de absoluto silencio. Se produce entonces el estremecimiento íntimo que Camus resuelve en un párrafo directo: «Es una despedida profunda y sentida que se instalará en mi mente durante horas, días enteros, semanas, hasta el final de todo, de los recuerdos, de las charlas, de los tranvías amarillos y del viento que bate los muelles». Otro rasgo marca la recuperación de los recuerdos, su enraizamiento firme en una realidad inmediata, reconocible, en un costumbrismo de buena ley. En la literatura española desde finales del franquismo el calificativo costumbrista se ha solido utilizar como un baldón. No le tiene miedo Camus a apuntar el detalle exacto de un episodio biográfico, su escenario, los datos urbanos reconocibles con nombres concretos del callejero, el rótulo preciso de colegios, cines o bares. También recurre a la recuperación sin ánimo de rescate arqueológico del léxico popular o de oficios que nombran la realidad con la voz apropiada, quizás aprendido en Delibes (en Apuntes del natural encontramos «han hispido los bardales», «marchamos por las camberas», «la guadañeta», «los estrobos y los toletes», «muy pindia», «el pulpe», «eres un babión»). La práctica narrativa general de Camus se atiene al minucioso reflejo neorrealista que comparte con Aldecoa. Esta preferencia supone una sólida reafirmación de lo propio. Preguntado por Laura García Pérez acerca de las últimas series televisivas, nuestro autor se despacha a gusto en su respuesta contra la moda de coches derrapando, del terror, de los zombis y de la violencia que acumula en un cuarto de hora cincuenta y cuatro muertes. Y cierra la invectiva con este significativo comentario: «Luego, hay series que te cuentan la vida de un abogado de Nueva Jersey y yo 49

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preferiría ver un abogado de Burgos». Algo tiene la narrativa de Camus de anticosmopolitismo adocenado. El mundo del cine cuenta con una presencia discreta en Apuntes del natural. Aparece tan sólo en el iniciático recuerdo escolar, en «La batalla más corta de la historia», en «Una historia helada» y en las secuencias iv, v y vi. La reiteración de este motivo fundamental en la biografía de nuestro autor constituye, en cambio, el rasgo diferenciador de Quedaron estas cosas. Nueve de las once piezas se relacionan con la dedicación profesional del autor. Las memorias ampliadas conceden generoso espacio a relatar la realización de varios documentales: sobre un convento de clausura, sobre una filmación de bandadas de aves en la Raya de Portugal, sobre «Ronda y su serranía», destinado a una serie de televisión, y sobre un par de reportajes acerca de la vida del toro bravo. También aparece el cine en otras modestas situaciones: la terminación de una película en Roma, la localización de exteriores en el coto de Doñana y la visión fugaz de Henry Fonda. Además, con el séptimo arte tiene que ver uno de los mejores pasajes del libro, el de más nítida proyección simbólica, la estampa de la decadencia del poderoso productor Benito Perojo. La abundancia de este asunto indica cuánta de esta interesante materia cinematográfica había quedado fuera de Apuntes del natural. Pero los recuerdos ahora revividos no significan cambio alguno respecto de la voluntad anterior de fijar por escrito pequeños hechos que revelan caracteres humanos, gente común (como la que observaba Aldecoa) en su variedad de emociones, más corrientes que excepcionales, más insinuadas que explícitas. Con compasiva solidaridad y ternura, evoca el aturdimiento del niño austriaco refugiado en Santander que acaba de ver en el no-do escenas de la guerra mundial en su país. El espíritu juvenil de transgresión aparece en un viaje en tren en los tiempos legendarios de posguerra cuando un modesto recorrido para disfrutar de las vacaciones estudiantiles suponía una aventura. El enfrentamiento estupefacto y doloroso con el paso del tiempo reflejado en la propia imagen desconocida hilvana la historia de una monja de clausura. La sabiduría del instinto natural marca la historia de un experto en aves. Los trampantojos de la felicidad se desvelan en el iluso empleado de un hotel. La mala conciencia por no responder a la oferta franca de amistad se manifiesta en el encuentro con unos alocados ornitólogos ingleses. El donjuanismo clasista aparece en la estampa hiperbólica de un matón andaluz. Una lección CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de dignidad resume la historia de una comida, a la que asisten unos todavía desconocidos «Riverita» y «Paquirri». Son retratos de interiores, viñetas de estados de ánimo, estampas de emociones punzantes mostrados con cordialidad y empatía, con seriedad pero sin envaramiento, a veces con la distancia de un suave humor y, en algún momento, con un justo punto de crítica, casi de denuncia social. A las estampas se añade una lección incluso con un barniz didáctico en un caso singular, el retrato de Benito Perojo. Una parábola del mundo se encierra en la alfombra roja que el productor cinematográfico conserva de sus tiempos opulentos en la época de su decadencia económica y profesional. Los recuerdos se cargan de propuestas morales. Algo queda siempre del pasado que redime de las ofensas de la vida. O algo mantiene vivo el fuego de la ilusión: la esperanza cifrada en la victoria de unos presuntos héroes deportivos que sostiene el ánimo al empleado de un hotel. Como ha escrito Manuel Hidalgo a propósito de Quedaron estas cosas, aunque aplicable al conjunto de la narrativa de su autor, el libro recoge «el espíritu melancólico de una mirada hacia el pasado para rescatar una docena de momentos (situaciones, personajes, sentimientos) que, lejos del ruido, la ostentación y la euforia, permiten atesorar una memoria suficiente de lo vivido. Mejor aún, permiten afirmar que vivir valió la pena sólo sea por el brillo modesto pero impagable de aquellas experiencias». Camus quiere trascender las anécdotas y trascender, sin presuntuosas pretensiones, la realidad para levantar una punta del lienzo que la oculta y calar en ella más hondo, en su dimensión secreta. A este propósito, me parece del todo ilustradora la cita de su otro gran amigo literario, Claudio Rodríguez, a quien acude con frecuencia para encabezar sus textos, que funciona como clave de «Una historia helada»: «Para mí la vida es algo legendario, no sólo historia, dato concreto. Todo me parece algo confuso, extraño, como si las experiencias no hubieran sucedido o hubieran sucedido de otra manera. La vida tiene aspecto de fábula». Los episodios reconstruidos en Quedaron estas cosas, al igual que los de Apuntes del natural, responden a una concepción narrativa que privilegia la comunicabilidad sobre el artificio. Factor fundamental de este enfoque reside también, como en los cuentos, en un estilo conciso. La prosa antirretórica, de oraciones simples y estricta selección de los adjetivos, de tono próximo a lo conversacional, no llama la atención sobre sí misma. Está concebida como un vehículo de intercambio comunicativo entre 51

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narrador y lector, sometido a una estricta depuración de ganga verbal. Valga como mero botón de muestra este breve pasaje de «Territorios desconocidos»: No hablábamos con ellas [las monjas] ni una palabra. La intermediaria, traductora y guía era sor Belén. Ella nos señalaba el camino por el regular y ordenado mundo del convento. Así iba avisándonos y marcando el programa diario. Sor Belén tendría alrededor de cuarenta años y su cara, enmarcada en el rostrillo, era guapa y transmitía seriedad y confianza. Parecía empeñada en que aquello que estábamos haciendo resultara interesante. Y no vacilaba en proporcionarnos pequeños detalles, movimientos y ceremonias que habrían pasado desapercibidos si no la hubiéramos tenido pendiente de nosotros. A veces, sonreía tenuemente y al hacerlo revelaba, sin proponérselo, un carácter alegre y despierto. Camus practica en la prosa narrativa una poética neorrealista de firme sencillez. Con terminología actual, se diría que es un narrador minimalista, de historias nada aparatosas, que encierran un espesor que su apariencia disimula. Esas anécdotas en extremo simples no se despeñan hacia la inanidad argumental ni rebajan la seducción del autor por el viejísimo gusto por contar. De ello tenemos un elocuente ejemplo en los escritos memorialísticos. El episodio «El hombre de hierro», repetido en ambos libros, obedece a este impulso básico, y su propia extensión, superior a la de las restantes piezas, da una señal en este sentido. El narrador hace una viñeta con un amigo de su padre, Marcelo, que ha sido boxeador, y con un pescador de Puerto Chico, el Chaparro. El presente del cuento refiere las comidas y cenas del narrador y de su progenitor, más el exboxeador y el pescador y algunos amigos habituales en el bar popular La Ferroviaria. Todo rezuma un costumbrismo decantado y plástico. Pero la sustancia del relato está en las peripecias vividas por Marcelo. El narrador (o sea, Mario Camus) le escucha con devoción, está pendiente de sus palabras, ensimismado. A Marcelo se le adorna con la cualidad de excepcional narrador oral, una especie de juglar ante un entregado auditorio: Llegado a este punto, Marcelo nos tiene ya encandilados. Ha habido momentos en que alguien lo ha querido interrumpir, pero los demás lo han evitado a tiempo. El relato de aquellas aventuras es fácil de entender, encierra momentos divertidos, se aproxima al desenlace y el relator se explica con gracia y con mucha sabiduría. No hay razón alguna para cortarlo. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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«El hombre de hierro», relato de ameno y jugoso contenido, excelente estampa animada de sabor local con sabrosas peripecias picarescas, conseguido por lo que cuenta y cómo lo hace, constituye, además, una auténtica celebración de la narratividad; una prueba de primera magnitud del apego de Camus a contar. Mario Camus ha dedicado la parte del león de su trabajo creativo al cine. Aunque la tentación de la literatura la sintió desde joven, la subordinó al séptimo arte. Por eso su obra narrativa resulta parca, incluso teniendo en cuenta que no se conoce todo lo que ha escrito, pues al parecer también ha cultivado la novela y tiene una narración extensa de temática santanderina inédita. Su tardía incorporación pública a las letras se ha producido de manera discreta, sin darse importancia. A su editor Jesús Herrán le confiesa que «la literatura es algo muy serio» y que en ella «siempre me he considerado un intruso». No se corresponde con un intruso ni con un mero aficionado el alto nivel de calidad de sus narraciones. Por ello es de lamentar que no haya cultivado las letras con mayor constancia. La desmedida afición de nuestra época por los eslóganes me sirve de coartada para sentenciar la escritura de Mario Camus con una apreciación que parece un anuncio publicitario: el cine español ha ganado uno de sus mejores directores al precio de que su literatura ha perdido un escritor muy valioso.

BIBLIOGRAFÍA · Aldecoa, Ignacio, cita en Gaspar Gómez de la Serna, «Un estudio sobre la literatura social de Ignacio Aldecoa», Ensayos sobre literatura social, Madrid, Guadarrama, 1971. · Camus, Mario, Un fuego oculto. 14 historias cortas, Madrid, Ocho y Medio, 2003. –, Apuntes del natural, Villanueva de Villaescusa, Ediciones Valnera, 2007. –, 29 relatos, Villanueva de Villaescusa, Ediciones Valnera, 2010. –, Quedaron estas cosas, Villanueva de Villaescusa, Ediciones Valnera, 2015. · Fernán-Gómez, Fernando, El tiempo amarillo. Memo­ rias ampliadas (1921-1997), Madrid, Debate, 1998. · García Pérez, Laura, «La estética del perdedor es más interesante», Eldiario.es norte (<eldiarioescantabria. es>), 12 de diciembre de 2015. · González Herrán, José Manuel, «Del cine a la literatura: los cuentos de Mario Camus», Carmen Becerra

y Susana Pérez Pico (eds.), Talentos múltiples, Vigo, Academia del Hispanismo, 2012. · Herrán, Jesús, «Entrevista a Mario Camus, Estela de oro de las letras de Cantabria 1917», web de la Sociedad Cántabra de Escritores (25/3/18). · Hidalgo, Manuel, «Las alfombras persas de Mario Camus», blog de El Cultural, 24 de diciembre de 2015. · Morán, Gregorio, El cura y los mandarines. (Historia no oficial del bosque de los letrados). Cultura y política en España, 1962-1966, Madrid, Akal, 2014. · Reviriego, Carlos, «No soporto los focos, las alfombras rojas y los púlpitos. Son pamplinas», El Cultural, 11 de febrero de 2011. · Sánchez Noriega, José Luis, «Mario Camus, goya de honor del cine español 2011», El Ojo que Piensa, en línea. · Sánchez Vidal, Agustín, El cine de Carlos Saura, Zaragoza, Caja de la Inmaculada, 1988. Cito por José Manuel González Herrán.

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El epistolario entre Blas de Otero y Rafael Morales Por Rafael Morales Barba

De derecha a izquierda, Rafael Morales, Blas de Otero, Pío Fernández Muriedas y Luis de Castresana CC 4.0 Manuel María Fernández Gochi


Blas de Otero y Rafael Morales Casas mantuvieron una gran camaradería desde mediados de 1940 hasta mediados de la década de los cincuenta, tal y como demuestra el epistolario conservado y algunos testimonios de la época. Fue una intensa amistad que comenzó hacia 1945, cuando Otero abandona el sanatorio de Usúrbil, alimentada por las estancias largas de verano en la marinera Plencia, pero también por las navideñas en Bilbao, donde había nacido mi madre, Concepción Barba. Los viajes de Otero a Madrid apuntalaron aquella fraternidad intelectual y de apoyo entre ellos en cuestiones más prácticas, como las de ganarse la vida desde la poesía, según demuestran las preguntas y preocupaciones sobre premios, conferencias, etcétera. Se constituyó así, por arte del amor a la poesía y a los toros (hay fotos de ambos en la barrera del Vista Alegre de la capital vasca), por las excursiones al Gorbea o al Serantes, un grupo de amigos formado por Javier de Bengoechea (premio Adonáis), el pintor José Barceló, Blas de Otero, en el cerrado grupo, además de Gabriel Celaya, Luis de Castresana, Jorge Oteiza cuando regresó de Hispanoamérica y el abogado José María Sotomayor. Coinciden aquellos años con la eclosión de la primera y más valiosa poesía del poeta vasco, a pesar de que durante el periodo siguiente, desde 1955 hasta el fallecimiento de Otero en 1979, por razones políticas, fuera reconocida la segunda etapa, la política y del compromiso, como la mejor. Ese cambio de dirección de Otero y su vinculación al grupo de los 50 marcó el comienzo del distanciamiento, en parte por el antiestalinismo de mi padre y también por razones laborales, viajes y distancias, que alguna vez los dos lamentaron en confesiones a amigos comunes. Lo cierto es que, salvo algún encuentro posterior en el café Gijón, frisando el 1960, ya no volverían a verse más, aunque hay testimonios de una mutua nostalgia. De hecho, en esos años Otero le dio a Morales los poemas mecanografiados de dos de los grandes libros de referencia de César Vallejo, Poemas humanos y Los heraldos negros. Lo hizo cuando consiguió a través del Partido Comunista Español (PCE) las ediciones de los títulos del gran poeta peruano, antes de 1964, cuando el bilbaíno viajó a Cuba para permanecer allí durante varios años. Con ellos pude saber exactamente qué había leído Otero de Vallejo en sus años de formación, es decir, entre 1947 y 1951, tal y como escribí en «Blas de Otero desde la influencia de Vicente Gaos y César Vallejo» (2009, pp. 135-154). Eran los años de fuerte amistad, de tertulias, ambiciones literarias… y tristezas cuando el verano acababa y Otero 55

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se quedaba solo en Bilbao, según demuestran las cartas. Los años de aprendizaje en que asimilaba la técnica del soneto en Lope de Vega, Luis de Góngora (que le dio el verso para su libro más célebre), Francisco de Quevedo, Miguel de Unamuno, Miguel Hernández, los Poemas del toro, de Rafael Morales, y, sobre todo, en Vicente Gaos. En efecto, escrito entre 1939 y 1943, Arcángel de mi noche fue publicado en 1944, seis años antes que Ángel fieramente humano (1950). La crisis religiosa de Gaos reflejada en los versos del libro fue leída por Otero durante la suya propia, tan personal como existencial, en el sanatorio de Usúrbil, muy cercano a San Sebastián. Unos años terribles y de dolorosas terapias que fueron la semilla del gran libro que es Ángel… Lo hizo con tanto empeño desde su propia crisis con el poeta valenciano que es a veces difícil averiguar en algunos casos a quién pertenecen los poemas, al menos alguno. De hecho, hice una pequeña broma con dos especialistas de la Universidad Autónoma de Madrid y de la Complutense, que no dudaron en reconocer el poema «En destierro», de Vicente Gaos, como un desconocido inédito de Blas de Otero. Para quien tenga interés, remito a aquel breve trabajo, donde se detalla con prolijidad todo aquello y las divertidas cuando no interesadas opiniones, por no citar lo evidente, en detrimento del inmenso mérito de Gaos. Ciertamente y siempre sin demérito del valenciano, creador de aquel ritmo y de los encabalgamientos que impresionaron a Blas de Otero, que, sin duda, superó a su maestro. Las cartas en mi posesión son cinco. En la primera de ellas, del 18 de mayo (de 1950 o 1951, pues no se da el dato), Blas de Otero se interesa por una conferencia que Rafael Morales le ofrece para dar en el Ateneo de Madrid. Los emolumentos ascenderían a mil o mil quinientas pesetas y están aún por fijar. Un dato interesante sobre cuál era el caché de los escritores de cierto prestigio, pero todavía no consagrados, en esas fechas. Sin embargo, lo más destacado de ella es la actitud de Leopoldo Panero. Así, el entonces director de Cultura Hispánica se preocupa de conseguirle otra. De hecho, ya está confirmada. A pesar de que Otero no ha sufrido su evolución hacia el PCE, sí había noticias de opiniones que, indudablemente, Panero conocería. Pese a todo aquel liberalón de fondo, demuestra en su labor cultural y de censor una gran generosidad frente a los sectores más clericales o nacionalsocialistas del régimen, según ha comprobado Javier Huerta Calvo. En la siguiente carta, «Bilbao, 10-12-1950», lo más relevante de ella es que se habla del Premio Adonáis y del CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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«P. N.», Premio Nacional, deduzco, para un libro por el que mi padre siempre sintió devoción. Pero lo más interesante es lo referido al Adonáis, pues es muy posible que Otero esté hablando de la decepción que le supuso ser excluido del mismo, cuando no ganó con Ángel fieramente humano el premio más prestigioso del momento. Debió de pedir explicaciones a José Luis Cano, dada la amistad de éste con mi padre, ya que corrían rumores sobre quién había sido la voz o voces que se opusieron a concederle el galardón. Opiniones que volví a escuchar en círculos próximos a Blas de Otero en los años ochenta. En ellas, se acusaba a Gerardo Diego de haber sido el miembro del jurado que cerró las puertas al galardón, por el asunto escabroso de la muerte de Dios. A mí me parece muy improbable, pues Diego admiraba y conocía el trabajo de Gaos, y porque era un buen apreciador de la buena poesía, como la de Otero, más angustiada que blasfema para un pensamiento tradicional. Nunca le escuché a mi padre decir nada en ese sentido y parece que fue Florentino Pérez Embid quien puso las dificultades reales desde su ortodoxia. Algo corroborado por José Luis Cano en Los cuadernos de Velintonia (1986, p. 40). De hecho, el libro no tuvo problemas en pasar la censura, salvo una pequeña corrección, muy al contrario de los decididamente políticos como En castellano (1959), según ha estudiado Lucía Montejo Gurruchaga en «Blas de Otero y la censura española desde 1949 hasta la Transición política. Primera parte: de Ángel fieramente humano a En castellano» (1998). En cualquier caso, en la correspondencia de vuelta a Otero previa a estas cartas podría estar alguna pista. Sobre todo, si se conservasen, ya que, como vemos por la enviada por el poeta vasco desde París, utiliza, por su escasez de dinero, el reverso de la carta de mi padre para contestar. Se habla, asimismo, de un libro antologado en Barcelona y que previsiblemente se editaría en febrero. No he logrado saber a qué libro se refiere, pues no existe una antología suya publicada en Barcelona por esas fechas. También se habla de un concurso poético en San Sebastián, al que hace referencia en varias cartas, y del montante del premio por un único poema al mar. En fin, cuestiones y avisos en quienes estaban malviviendo en aquella España de posguerra y racionamientos a base de clases, concursos, muy en precario. Alguna referencia al éxito del pintor José Barceló completa la carta. Las cartas con matasellos del 12 de enero de 1951, sin fechar por el autor, y la del 22 de septiembre de 1951 (con matasellos del 25) no dejan de ser unas breves misivas con cuestiones 57

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habituales entre ellos, como el mal de ausencia. «Cuánto te echo en falta», le dice a Morales tras su vuelta a Madrid después del verano en Plencia. Se queja de una inercia absoluta, si bien se interesa por una obra de teatro desconocida de Morales, agradece un giro postal o económico (aunque no se entiende bien la grafía) y comunica que Dámaso (Alonso) escribirá un ensayo sobre su poesía, que nunca hizo. El poeta se ríe de los versos de Canito y se queja de un tal Cueto, o habla de su poca tendencia a cotillear o contar cosas. En la carta del 12 de enero se interesa por el citado concurso de San Sebastián y le comenta a Morales que le ha preparado el terreno en la medida de lo posible. La carta enviada desde París tiene un mérito increíble, pues, a pesar del poco dinero que tiene, envía una postal. Será la última carta y, en ella, Otero agradece alguna reseña, seguramente, de su amigo Morales en el periódico El Correo Español. El Pueblo Vasco o alguna gestión en ese sentido. Muestra la consabida melancolía por no estar en Bilbao con los citados amigos de su cuadrilla intelectual y artística y pregunta por la falta de noticias de Javier de Bengoechea. Comenta que lo habitual es andar por las calles, dar algunas clases y, con sorna, esperar que le toque la lotería. Pero sobre todo da noticia de «Lo traigo andado», es posible que aquí, en esta carta, por primera vez, en respuesta a las preguntas de Morales. Con sus versos terminamos este breve testimonio de un momento, que ya empieza a ser lejano, de la historia de la poesía española. A continuación, los versos de Otero escritos en la carta: Pueblos de España acudid al papel, andad en voz baja, bajo la pluma. Álamos no os mováis de la orilla de mi mano… Monte Aragón, etc.

Querido Rafael: Por lo que se desprende de tu carta, parece que no tenías intención de venir por aquí en Navidades. Lo del Ateneo lo tendremos que aplazar, pues se encuentra ahora en trance de reorganización y, sobre todo, pendiente de subvención. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Lo del P. N. casi lo tengo olvidado. No sé nada en absoluto ni me he sentido con fuerza para ocuparme de ello. Lo que sea sonará. Pero figúrate cuánto me confortan tus palabras y tu interés. El libro de Barcelona al fin lo han antologado. Lo calculo en la calle a finales de febrero. Lo de San Sebastián resultó estupendamente, sobre todo con mar y sus buenos amigos. Javier y yo nos alegramos [de que] se aclarase lo del Adonáis. Pepe está exponiendo estos días, con éxito de crítica, venta y encargo. ¿Qué es de tu vida? ¿Qué tal estáis? Horas poéticas de San Sebastián ha convocado un concurso. 2  000 pts. para el mejor poema libre al mar [frase ininteligible]. Un fuerte abrazo, Blas Bilbao, 10-12-1950 [Matasellos de 12 de enero de 1951] Sr. D. Rafael Morales Madrid Querido Rafael: Cuánto me alegra [que] te hayas presentado al concurso de San Sebastián. Yo he preparado el terreno lo mejor posible, y aunque no tengo datos concretos de como está la cosa, parece [que] se han presentado bastantes, pero dudo mucho de que haya ningún poema de la calidad y ambición del tuyo. Espero con fe, sin olvidar que estas cosas, como tú sabes. ¿Qué tal andáis? ¡A ver si te vemos pronto por aquí y vamos a soltarle tus versos al mismo Cantábrico a la cara! Saludos a Conchita y a la peque (a ésta un saludo más pequeñito). Para ti, de todos tus amigos y un abrazo, Blas Bilbao, 11 de [s. m.] Querido Rafael: Lo de la conferencia ya me lo ha arreglado Panero, el día 1 en el instituto de C. H. Confírmame lo del Ateneo y dime con quienes actuaré y si son 1 000 o 1 500 como me han dicho, esto es lo lógico para los pobres provincianos. 59

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¿Qué tal salió el tuyo? Esperando me escribas pronto para poder ultimar (iré ahí seguramente hacia el 25), recibe el buen abrazo de siempre, con un sincero recuerdo a Conchita. Blas Bilbao, 18-5-[s. a.] [Matasellos de 1952 (París)] Fecha 13 [¿de junio?] Querido Rafael: Si no te escribo ahora a lo mejor se va. Estoy a la espalda de N. Dame. Gracias por tus cartas y por lo del Correo. Tú me echas en falta, dices, pero yo daría la mitad de mi mano derecha por estar ahí con vosotros. Debajo de este papel están las obras de Machado, tan lejos de ahí, también bajo tierra. En fin… «¡Valor, vuelve a la vida!». Nadie me dice nada de Javier. ¿No estás con él? Claro que debí también escribirle, pero él sabe que es de mis buenos amigos. Un abrazo muy fuerte muy fuerte para Pepe. Contarte cosas… Otro diría. Lo que más hago es andar por la calle, doy algunas clases y espero una lotería. Pero a fines de septiembre quisiera llegarme a casa. Vuelve, te ruego, a despedirte de mi madre y hermana, mímalos tú […] y a Conchita. ¡He escrito poco!: Pueblos, ríos de España, acudid al papel, andad en voz baja bajo la pluma. Álamos no os mováis de la orilla de mi mano. Monte Aragón, etc. Te abraza, Blas 13 de junio

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Bilbao, 22-10-[s. a.] [Matasellos de 25 de septiembre de 1951] Querido Rafael: Recibí tu carta y el giro [¿libro?]. Aquí seguimos, poco más o menos como nos dejasteis. Con la ventaja de que ya se marchó Cueto. Ya estaba bien. Yo ahora he terminado las clases de verano y estoy en la inercia absoluta. Qué malo es esto. Cuánto te echo en falta. Pero así son las cosas. Poco positivo tengo que contarte. Espero. Todo esto es ficticio y accidental, aunque no me quejo de los amigos de aquí, tan excelentes como sabes. No soy partidario de contar cosas, ya tú me conoces y por esto no te hablo de chismes y tal y cual. Nos vinimos Castresana, Barceló (a quien le ha entrado fiebre poética: ¡Canito recitó algo suyo en lo del Ateneo! Fue lamentable –y no por lo de Barceló, que estaba bien, en serio– y yo me largué), Panero, etc. Cariñosos saludos a todos. Y de Javier y Mila para vosotros dos. ¿Y qué tal tu teatro? Cuéntame. Gracias por el soneto. Se volvió a juntar, y lo guardo con todo cariño. ¿Hiciste lo del Correo? Dámaso me escribió, hará un ensayo sobre mi poesía.

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Karla Suárez: «Siempre me gusta imaginar qué relación podría tener con mis personajes si fueran reales» Por Carmen de Eusebio


◄ Fotografías de la entrevista: © Francesco Gattoni

Karla Suárez (La Habana, Cuba, 1969) es escritora e ingeniera electrónica. Es autora de las novelas Silencios (Lengua de Trapo, 1999; Premio Lengua de Trapo); La viajera (Roca Editorial, 2005); Habana, año cero (Premio Carbet del Caribe, 2011, y Gran Premio del Libro Insular, 2012) y El hijo del héroe (Comba, 2017). También ha escrito cuentos y libros de viajes: Espuma (Letras Cubanas, 1999, y Norma, 2012); Carroza para actores (Norma, 2001) y Grietas en las paredes (Husson, 2007). Su obra ha sido traducida a varios idiomas y en 2007 fue seleccionada por el Hay Festival entre los treinta y nueve mejores escritores de América Latina menores de cuarenta años. En la actualidad reside en Lisboa.

to. Ernesto crece con esta responsabilidad, cuyo peso se le hace cada vez mayor. Para construir el personaje, tenía a mi favor que somos contemporáneos. Lo más complicado era que se trataba de un hombre y narraba en primera persona. Pero, si bien Ernesto es mi primer protagonista de novela, tengo varios cuentos narrados por hombres. Tuve que meterme en su piel, tomar como modelos a conocidos, hablar con mis buenos amigos y así fui conformándolo. Creo que, durante la escritura de la novela, yo fui bastante Ernesto. Es una de las maravillas de este oficio, que podemos vestir otra piel.

Ernesto, protagonista de El hijo del héroe, pierde a su padre en la contienda bélica de Angola, donde Cuba tuvo una gran presencia. Tenía entonces doce años. Este accidente desencadenará una serie de responsabilidades que tendrá que asumir. Convertirse en cabeza de familia, al ser el único hombre en una casa de tres mujeres (abuela, madre y hermana), y la muerte de su padre son los acontecimientos que marcarán toda su vida. ¿Qué dificultades le ha planteado una voz de hombre con la carga machista propia del tiempo y el entorno? Desde el principio tenía claro que el protagonista sería un hombre porque me interesaba hablar de esa carga machista que existe en la sociedad cubana, que en aquellos tiempos era todavía mayor. Encima, el imaginario revolucionario ha exaltado siempre la figura masculina: el varón es fuerte, va a la guerra y se comporta como un «macho». Tras la muerte del padre, para la familia de Ernesto, él se convierte en «el hombre de la casa». Y los hombres no lloran, como le recuerda su abuela. Para el resto de las personas se convierte en «el hijo del héroe», que debe honrar a su padre en cada momenCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Entre el personaje central de la novela, Ernesto, y usted existen algunas concordancias. Comparten edad, lugar de nacimiento, familia que participó en la guerra de Angola, la necesidad de emigrar a otro lugar… ¿Cómo ha sido la relación que ha mantenido con Ernesto a lo largo de la escritura de la novela? A veces lo sentía muy cercano, como alguien a quien pude haber conocido en una fiesta o escuchando a trovadores en un parque cualquiera de La Habana. Otras veces me resultaba difícil, porque 64


somos distintos de carácter y, además, yo no he vivido una experiencia como la suya. A los doce años Ernesto se ve obligado a representar el papel que los otros casi le han impuesto. Y digo «casi» porque podría haberse revelado, pero no lo consigue, no le alcanzan las fuerzas para hacerlo. Entonces, se queda como viviendo la vida de otro, anclado en un pasado que no acaba de digerir. Él es, como lo llama su esposa, «el hombre detenido». Alguien que sufre, pero no es capaz de confesarlo. Y en eso no nos parecemos. Yo, como persona, podía comprenderlo a pesar de no pensar igual que él, aunque, como autora, tenía que meterme dentro de su cabeza y actuar como él lo haría. Muchas veces sentí pena mezclada con un poquito de rabia y me daban ganas de abordarlo: «Despierta, la vida está por delante». Pero, claro, un autor no es quien debe decirle algo así a su protagonista. Para eso están los otros en la novela. Siempre me gusta imaginar qué relación podría tener con mis personajes si fueran reales. Pues con Ernesto yo podría salir una noche, no llegaríamos a ser pareja, pero amigos quizá sí, creo que terminaría tomándole cariño a ese «cierto aire melancólico» que tiene.

que un capítulo, porque ese conflicto fue parte de la vida de los cubanos durante quince años. Pero yo no quería escribir una novela «de guerra». En literatura, me interesa el enfrentamiento entre la historia personal (el hijo) y la historia con mayúscula (el héroe). Tampoco quería referirme a un momento puntual del conflicto, quería verlo desde una perspectiva más amplia. El problema era que, entre el secreto oficial de aquellos años y el olvido del tiempo, un día me di cuenta de que, en realidad, yo sabía muy poco sobre el tema. Sin embargo, Ernesto tiene la obsesión de entender por qué su padre desapareció en Angola, así pues, tuve que acompañarlo. Tras esa guerra hay demasiados secretos, si bien no me interesaba centrarme en los hechos históricos. Yo quería escribir sobre las consecuencias que puede tener una guerra. Mostrar a mis personajes viviendo en Cuba, desde el principio hasta el fin, un conflicto que, en verdad, ocurría a miles de kilómetros de distancia. Pero situar a mi protagonista en la actualidad para darle perspectiva. Por eso, la novela tiene tres tiempos: un pasado remoto, uno reciente y el momento actual. Tres planos que se van mezclando como lo hacen las vivencias en nuestras memorias.

¿Qué la ha llevado a escribir sobre la guerra en Angola? Como Ernesto, crecí con la presencia de esa guerra. Varios amigos míos y, sobre todo, mi padre también estuvieron en Angola, aunque, a diferencia del suyo, el mío regresó. El tema empezó a aparecer en la literatura. Yo misma tengo una novela con un personaje que va allí y siempre pensé que debía dedicarle más

La operación Carlota, así fue como se denominó a la participación de Cuba en el conflicto, era una misión secreta que conocía todo el mundo, sin embargo, ni la prensa ni el Gobierno lo hacían oficial. ¿Cómo se enteraban de las noticias? ¿Sabían, realmente, el alcance que tenía? Esta operación empezó en noviembre de 1975, días antes de la declaración

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tienda que duró quince años? ¿Cómo afectó a la economía del país? ¿Es un conflicto del cual se habla o se estudia en las escuelas? Decía antes que una de las cosas que cuenta la novela es cómo se vivió en Cuba esa guerra. Angola es como una sombra presente en todo el libro, pero mi historia no ocurre allí. Pasa en La Habana, Berlín y Lisboa, donde vive Ernesto y desde donde reconstruye aquellos años que duró el conflicto. A Angola fueron más de trescientos mil cubanos, hombres y mujeres, entre combatientes y civiles. Cuando empezó, quienes iban eran los de la generación de mis padres o mayores. Cuando terminó, ya iban los de mi generación. A nuestra economía me imagino que la afectó muchísimo. De hecho, me encantaría saber cuánto, porque el país empleó muchos recursos en esa guerra, cuando la economía cubana estaba sostenida por la Unión Soviética. Y la guerra duró quince años. En casi todas las familias cubanas hay alguien que estuvo allí. Y en más de dos mil familias hay muertos y en otras hay historias gloriosas y en otras historias tristes. Las heridas de una guerra, que no son sólo las visibles físicamente, son difíciles de borrar. Sin embargo, cuando trabajaba en la novela, me sorprendió (y me produjo también tristeza) constatar que muchos jóvenes conocen poco sobre ella o no les interesa. Muchachos que nacieron después, ante mi pregunta sobre Angola, me dijeron que sabían que los cubanos habían participado en una guerra, pero en la escuela no se estudia mucho el tema, ellos lo veían como algo que había pasado hacía mucho tiempo.

de independencia de Angola. Y comenzó siendo secreta. Parece ser que ni siquiera otros implicados en el conflicto, como Estados Unidos, por ejemplo, supieron en un inicio que había cubanos allí. La gente en Cuba se enteró a finales de año, cuando Fidel Castro habló públicamente del envío de tropas y de la ayuda que el país le había estado dando a Angola. Primero fueron tropas regulares, pero, después, se extendió a la reserva y al servicio militar. La gente en Cuba seguía recibiendo «resúmenes de noticias oficiales», si bien ya existía un primo, un vecino, un conocido que había estado en la guerra. Hay dos detalles. De una parte, en ese tiempo las comunicaciones no tenían la velocidad de ahora, a veces sucedían cosas en el sur de Angola y en el norte se enteraban mucho después. De otra, en Cuba el Gobierno controla la prensa, por tanto, a nosotros sólo nos llegaba lo que el Gobierno decidía informar, que se repetía en todos los medios. Lo extraoficial venía por las historias que traían los que regresaban y, así, la gente se iba haciendo una idea un poco más completa de la situación real. Ese proceso yo quise reflejarlo en mi novela: cómo algo que empezó siendo un secreto luego fue un secreto a voces y, más tarde, una suerte de rompecabezas que la gente armaba con los retazos de información que le llegaba. De la participación de Cuba en Angola se sabe, en general, poco, aunque el número de soldados enviados fue muy elevado. También enviaron cuerpos técnicos, médicos, ingenieros, etcétera. ¿Cómo se vivió en Cuba esa conCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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CUANDO TRABAJABA EN LA NOVELA, ME SORPRENDIÓ (Y ME PRODUJO TAMBIÉN TRISTEZA) CONSTATAR QUE MUCHOS JÓVENES CONOCEN POCO SOBRE LA GUERRA DE ANGOLA O NO LES INTERESA

ca y Estados Unidos a la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA). Sudáfrica, donde aún existía el apartheid, invadió Angola. Cuba comenzó la operación Carlota. Siempre me ha parecido que esa guerra tenía dos planos: uno estaba en el terreno y otra la movían los Gobiernos desde el exterior.

¿Qué cree que pudo motivar a Cuba para intervenir en esa operación? El Gobierno de Cuba siempre colaboró con los movimientos de liberación nacional en África. Así, antes de irse a la guerrilla en el Congo, en 1965, el Che Guevara se había reunido con varios dirigentes de estos grupos para coordinar ayuda, ya fuera civil o militar. En Cuba, además del discurso de «la hermandad con los pueblos», existían lazos con África, por nuestras raíces, que son también africanas. En el caso de Angola, la diferencia está en la magnitud y en el tiempo que Cuba permaneció en el conflicto, porque la ayuda militar que antes brindaba a otros países consistía en entrenamientos, armas o instructores en el terreno, pero a Angola mandaron tropas regulares. Aquél se convirtió en un terreno de batalla de la Guerra Fría. Muchos países africanos habían alcanzado la independencia y los dos bloques luchaban por ganar terreno. En Angola no había un movimiento de liberación, había tres que estaban enfrentados entre sí y que tenían el apoyo de terceros países. Cuba y la Unión Soviética, por ejemplo, ayudaban al Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), Estados Unidos y Zaire al Frente Nacional para la Liberación de Angola (FNLA), Sudáfri-

Nos cuenta en El hijo del héroe como la figura del héroe era utilizada para justificar la participación en el conflicto y las bajas en la guerra. En su libro el intento de desarmar esa sublimación es claro. ¿Qué idea tenía la población civil sobre la guerra a la que se alistaban? Hubo de todo. En la novela intenté mostrar ese coro de opiniones y desacuerdos. En la familia de Ernesto, mencionar Angola es el preámbulo de una amarga discusión. Y tiempo después, ya fuera de Cuba, los amigos de Ernesto también discuten, nunca están de acuerdo, porque no existe una única idea. Para escribir el libro conversé con muchas personas. Con algunos que se negaron a ir porque estaban en contra de cualquier manifestación bélica, pero, sobre todo, con muchos que estuvieron en distintas etapas y condiciones: por el servicio militar o la reserva, militares, civiles del transporte o de la construcción, periodistas, un poco de todo. Mi primera pregunta era: ¿por qué fuiste? Una buena parte respondió que era necesario, de algún modo, los angolanos eran hermanos nuestros y había que ayudarlos, además, en aquellos tiempos el discurso ideológico era muy fuerte y mucha gente sí creía que estaba haciendo lo justo. Otros respondieron que temían las consecuencias que podrían sufrir en

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Desde un punto de vista emocional, más que la distancia física, para mí fue fundamental la temporal. Hay temas difíciles porque, aunque la novela es ficción, estoy hablando de una realidad que viví. Volver a ella me trae recuerdos, buenos y malos, y algunos que me revuelven las tripas. Desde un punto de vista práctico, sí me fue útil escribirla fuera, sobre todo, hacerlo en Lisboa. Cuando llegué, estaba apenas al inicio del trabajo. Aquí conocí portugueses que me contaron sobre Angola durante la guerra colonial, lo cual me sirvió para tener una continuidad histórica. Hablé, asimismo, con angolanos y fue muy interesante, porque yo sólo conocía la versión vista del lado cubano. Pero una guerra es una gue­ rra. Para muchos en Angola, Cuba era un país aliado, «el amigo», si bien para otros era un país invasor, «el enemigo». En Lisboa tuve acceso a libros, también en este caso, con testimonios de ambos bandos. Como ya dije, mi novela no explica la guerra, aunque el conflicto de Ernesto parte de ella, de ahí que todo me interesaba. Por otro lado, aquí tengo internet las veinticuatro horas (en La Habana no), por eso pude consultar blogs sobre el tema y ver, en YouTube, programas de televisión y vídeos musicales de aquellos años. Ernesto pasa la novela escuchando música y a veces, como sucede en la vida real, una canción le trae un recuerdo. Para terminar, en Lisboa me sucedió algo importante: el azar me llevó a conocer a alguien cuya historia me ayudó a resolver la intriga que plantea mi novela.

caso de negarse, por ejemplo, problemas en el trabajo o para encontrar trabajo, eso era algo que podía suceder. Otros dijeron que les entusiasmaba el hecho de viajar por primera vez, montarse en un avión e irse al extranjero. Esto puede parecer escalofriante, pero es real. Mucha gente no tenía una conciencia clara de a lo que iba, eran jóvenes, muy jóvenes. ¿Cuándo y por qué decidió marcharse de Cuba? Me fui en 1998, porque quería vivir otras cosas, encontrar una mejor salida a mi vida. Los años noventa en Cuba fueron durísimos, fue el llamado Período Especial que vino después de la desaparición de los aliados comerciales de Cuba: la Unión Soviética y los países del bloque del Este. Fueron años de completa crisis. De un día para otro desaparecieron casi todos los productos; cerraron las tiendas y, cuando volvieron a abrirlas, eran para los turistas; se establecieron dos monedas, o sea, dos economías, una en peso cubano y otra en una moneda equivalente al dólar (que todavía existen). Yo me había graduado de Ingeniería Electrónica a inicios de la década, pero muchos de los sueños que había tenido mientras estudiaba ya eran irrealizables, porque el futuro, nuestro futuro, no parecía querer mejorar. Fue un tiempo en el que muchos amigos comenzaron a irse del país. Y yo también me fui. Siempre había querido vivir en otros sitios y mi país era un desastre. Viví unos años en Roma, otros en París y llevo varios en Lisboa.

¿Significó algo inherente a la novela escribirla fuera de Cuba? ¿Hubiese La guerra de la Independencia de Anpodido escribir este libro en Cuba? gola fue una guerra muy larga y cruenCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ta que desencadenó en una guerra civil. Vivir en Portugal y escribir sobre la guerra de Angola abre una serie de interrogantes, como, por ejemplo, qué se encontraron las tropas enviadas por Cuba cuando llegaron allí. ¿Ha seguido documentándose? ¿Tiene pensado seguir escribiendo sobre los efectos de ese conflicto? La pregunta me ha asaltado por el final del libro, donde Ernesto está subido a un avión con destino a Angola. Estuve unos cuatro años documentándome. Pero llegó un momento en que paré, porque quería escribir una novela, no un libro de historia. Cuando empecé a soñar con los testimonios leídos y a sentir que las voces se mezclaban dentro de mi cabeza, me dije que era el momento de detenerse y dedicarme sólo a escribir. En efecto, durante la novela Ernesto está viajando rumbo a Luanda. Para él es fundamental ese viaje. Angola es un fantasma en su vida. Lo es tanto para él como para mí como para muchos cubanos que vivieron el conflicto sin haber estado. Si bien para Ernesto, además, tiene otra connotación: allí él perdió a su padre. Para salir de ese círculo obsesivo en el que vive, necesita cerrarlo y eso sólo podrá conseguirlo si Angola deja de ser un fantasma, viajando hacia ella. Yo regresé a mi fantasma mientras trabajaba en esta novela. No sé si voy a seguir escribiendo sobre el tema, aunque con los fantasmas nunca se sabe, a veces pueden reaparecer. Berto es un personaje esencial de la novela, Ernesto lo conoce en Lisboa, es un tanto misterioso, es cubano y formó parte de la operación Carlota, habla poco de la guerra. Recordaba las

veces que, al escritor Lobo Antunes, le han preguntado en entrevistas sobre la guerra y solía decir «De la guerra no hablo», aunque sí ha escrito sobre la guerra en Angola. ¿Se han escrito y publicado, en Cuba, testimonios sobre la contienda? Sí y no. En Cuba se han publicado libros sobre determinados momentos de la guerra y con testimonios, ya sea de combatientes o de civiles, médicos, maestros. Yo tengo muchos de esos libros. También varios autores cubanos han abordado el asunto, en cuentos o en novelas, que se han publicado algunos en Cuba y otros fuera. Por otra parte, en la televisión a veces pasan programas que hablan del tema. El problema es que sobre la guerra en Cuba se muestra siempre y únicamente la visión de la «gesta gloriosa». Hubo gloria, desde luego que la hubo (hablo desde el total y absoluto respeto por todos los que estuvieron y por sus familias), pero la versión oficial ya la gente la ha visto hasta el cansancio. Hay momentos que la historia oficial ha borrado. Y ése es un silencio que responde obviamente al hecho de querer mantener en exclusiva la versión oficial. Un caso totalmente distinto es el otro, el de las personas que no quieren hablar porque les duele, como le ocurre al personaje de Berto que, en efecto, es esencial en mi novela. Creo que, cuando una persona ha vivido un momento muy dramático, no quiere hablar de ello porque hablar lo hace regresar. Yo estuve frente a personas que se quedaban calladas de repente, no querían pronunciar ciertas palabras para no revivir ciertos momentos. La palabra tiene ese extraño don, por eso a veces puede ser terapéutica, aunque,

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otras, puede ser destructiva. Y, en ese literatura, pero, para seguir los pasos de caso, la opción del silencio es una tabla su padre, se hizo ingeniero porque creía de salvación. que era lo que los otros esperaban de él (que fuera El buen soldado, como la noveTodos los capítulos llevan títulos la de Ford Madox Ford). de grandes novelas («Otra vuelta de tuerca», «El buen soldado», «Berlín Alexanderplatz», «El tiro de gra- EL PROBLEMA ES QUE SOBRE cia»…), cada uno parece el preámbulo LA GUERRA EN CUBA de las distintas etapas vitales de Er- SE MUESTRA SIEMPRE nesto. ¿Qué significado real tiene esa Y ÚNICAMENTE LA VISIÓN DE LA «GESTA GLORIOSA» elección? Se trata de un gran juego. Por una parte, al padre de Ernesto le encantaba el cine y, como no era bueno con la poesía, Tengo entendido que la novela se pupara enamorar a su novia inventaba fra- blicó primero en Portugal y en Francia ses uniendo los títulos de las películas. antes que en España. ¿Qué sucedió Ernesto, que es un gran imitador de su para que fuese así? padre, hace algo parecido, pero con los En realidad, salió en los tres países en el libros, porque es un apasionado de la mismo año, 2017, aunque, por unos meliteratura. Ése es uno de los juegos. Por ses, la última edición fue la española. Suotra parte, las novelas que dan título tie- cede que, desde que empecé a publicar, nen alguna relación con lo que sucede hace casi veinte años, tengo los mismos en el capítulo. Puede tratarse de un libro editores en Francia y Portugal. A ellos les que Ernesto está leyendo, o que alguien debo muchísimo, me han acompañado le ha prestado, o que fue importante para en mi carrera desde mi primera novela, lo él y otra persona (como Los hermanos cual ha sido esencial para mí. Con EspaKarámazov, que está relacionado con su ña mi historia es distinta. Mi primera nohermana). También puede suceder que vela, Silencios, ganó el Premio Lengua de algún hecho vivido por Ernesto en el ca- Trapo en Madrid, en 1999, la editorial la pítulo le haga recordar el título de una publicó y luego hubo traducciones a vanovela (como en «Otra vuelta de tuerca»). rios idiomas y nuevas ediciones en EspaEn otros casos, se trata de sus amigos de ña. Pero a los editores no les interesó la infancia y sus héroes literarios. De niño, siguiente novela, así que hubo que busErnesto es el Conde de Montecristo, su car otra editorial. Conseguí publicarla gran amigo es Lagardère (personaje de El en España y, más tarde, en varias traducjorobado, de Paul Féval) y la niña que le ciones. Seguí escribiendo, por supuesto, gusta es el Capitán Tormenta (personaje tengo libros de cuentos, cuatro novelas, de Salgari). Éste es otro de los juegos. Por crónicas de viaje, que en estos años se último, los títulos de la novelas en mis han ido publicando en distintos países, capítulos recuerdan lo que Ernesto no pero no en España. La verdad es que yo pudo ser. A él le hubiera gustado estudiar no entiendo mucho el mundo editorial. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Lo cierto es que estuve más de diez años sin editor en España. Hasta que encontré a Comba o Comba me encontró a mí. Decía antes que para mí es fundamental el diálogo que tengo con mi editor y, en este caso, lo tengo. Hablamos del libro, de la edición, de la portada, de todo. De veras estoy muy contenta. Comba publicó El hijo del héroe y el año próximo va a publicar Habana, año cero, mi novela anterior. ¿Cuál es su relación con el mundo literario español? En cuanto a literatura, he leído a muchos autores españoles, desde luego, y algunos son parte de mi formación. Y, dentro del mundo literario actual, he podido conocer a varios, incluso personalmente. Tengo la suerte de viajar, invitada a festivales literarios. Debido a lo que contaba antes, al haber estado tantos años sin publicar en España, la verdad es que

no he sido invitada a muchos eventos allí, pero sí en otros países de Europa y América, sobre todo. Estos festivales son una buena oportunidad para conocer y conversar con autores. Para que te cuenten más o menos qué está sucediendo. Además de eso, soy la coordinadora del club de lectura del Instituto Cervantes de Lisboa, cada mes leemos a un escritor hispanoamericano y muchas veces el Instituto recibe autores españoles, así que por ahí tengo otra puerta abierta. También soy profesora en la Escuela de Escritores de Madrid, aunque no tengo que ir allí para impartir las clases. La escuela tiene un campus virtual donde se imparten cursos online. Yo doy varios de estos cursos y eso me mantiene en contacto permanente. Para terminar, algo personal: desde hace muchos años, vivo con un escritor español y, gracias a eso, he mantenido, asimismo, una conexión con el mundo literario español.

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Jardín, esclavitud y fiebre Dos viajes a México Por Menchu Gutiérrez

Pavo real en el jardín del Museo Dolores Olmedo


EL JARDÍN DE LA VIDA Y LA MUERTE A Susana González Aktories

Al sur de la ciudad de México, en Xochimilco, se encuentra el Museo Dolores Olmedo, una antigua hacienda del siglo xvi transformada en hogar de una ecléctica colección de arte, en la que cuadros de Diego Rivera, Frida Kahlo y Angelina Beloff conviven con exquisitas piezas de cerámica, vidrio, máscaras, lacas, catrinas y judas de cartón. Al igual que sucede en las salas en las que se celebra la ceremonia del té japonesa, donde un pequeño patio o jardín actúa como antesala y ayuda al recogimiento de quien va a participar en ella; es el jardín del museo el que parece preparar al visitante para un profundo encuentro con la cultura mexicana. Desde la entrada al recinto –un portón de madera aherrojada, enmarcado en piedra volcánica y coronado por una inmensa mata de buganvilla– hasta la casa principal, un camino parte en dos el inmenso parque. La primera impresión es la de haber penetrado en el jardín del paraíso. Sobre el césped bien cuidado, la belleza de las flores y la gran variedad de árboles nos dan la bienvenida, inyectando en el recién llegado el invisible suero de la felicidad. Avanzamos sin prisa por el camino, flanqueado por setos recortados, hacia la casa. Hasta que, de pronto, se produce una enorme tensión, como si hubiéramos caminado por el filo de una realidad mucho más compleja que de pronto se revelara ante nosotros. Uno de esos dos hemisferios en los que el camino divide el jardín, el hemisferio izquierdo, está poblado de pavos reales; en el otro, el hemisferio derecho, hacen su aparición los ejemplares de xoloitzcuintle, el perro prehispánico, hoy en peligro de extinción, que la gran coleccionista mexicana decidió criar y proteger. El xoloitzcuintle es un perro inquietante que se caracteriza por carecer de pelo. Parece un animal estigmatizado, un perro que estuviera expiando una culpa. Para muchos es la encarnación de la fealdad; por el contrario, para otros, su extrema diferencia, su singularidad, le otorga una extraña belleza. Sin duda, este perro no puede desligarse de toda la literatura que le precede, aunque su apariencia baste para comprender el nacimiento de las leyendas. La fuerza magnética de este animal detiene el paso de quien lo contempla por primera vez. Su sola presencia nos interroga, su desnudez nos desnuda. Cuando Hernán Cortés llegó a Tenochtitlán, en 1519, se refirió a unos «pequeños perrillos» que «se criaban como alimento» 73

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y que se vendían en los mercados callejeros junto a frutas y hortalizas. ¿Se comería este perro de connotaciones sagradas? El xoloitzcuintle acompañaba a las almas de los difuntos cuando descendían al inframundo, que en la mitología azteca recibía el nombre de Mictlán. Enterrado junto al muerto, el xoloitzcuintle lo guiaba en el largo y difícil viaje. En realidad, este perro parece haber nacido bajo tierra. «Izcuintle» en lengua náhuatl significa «pequeño»; Xólotl es el dios del ocaso. ¿Pequeño ocaso? ¿Pequeña muerte? ¿Es el xoloitzcuintle una representación viva de la muerte? Hijo o compañero de la muerte, más que un mamífero adulto al que un sufrimiento extremo hubiera desposeído de su pelaje, el xoloitzcuintle hace pensar en un eterno recién nacido, un animal en peligro permanente, expuesto a las inclemencias del tiempo, desprotegido ante la quemadura del sol o el frío que desciende de la luna. La pura piel del xoloitzcuintle remite al interior, a la desolladura, a la fragilidad de la vida. La falta de pelaje hace que el xoloitzcuintle pierda calor corporal y, para equilibrar esa balanza de la temperatura, el termómetro del animal marca los cuarenta grados centígrados. Al menos para nosotros, el xoloitzcuintle vive en estado de fiebre. Al otro lado del camino, en el hemisferio izquierdo del jardín, los pavos reales se pasean, majestuosos, con toda la calma del mundo. De vez en cuando, un macho despliega su espectacular abanico y parece producirse un cambio de estación, como si su extraordinario plumaje fuera capaz de convocar un solsticio. También la carne del pavo real fue un preciado alimento. Aunque, en su caso, lo vemos presidir las mesas de los banquetes, en la antigua Roma. Seguramente, era imposible disociar ese sabor del ideal de belleza que representaba y quizá por eso fuera alimento de los héroes o de los amantes. El pavo real ejerce una fascinación completamente distinta a la del xoloitzcuintle. Quizá el ojo humano sufra, asimismo, al contemplar esta ave, incapaz de fijarse en un punto, de anclarse en la marejada de verdes, oro y azules que se levanta en su plumaje: es el vértigo de la belleza, que la mitología india convierte en representación del firmamento. Los ocelos del plumaje del pavo real son demasiados ojos para nuestros ojos, ojos de una multitud fría que nos contempla y nos desnuda de una forma muy diferente a la del xoloitzcuintle. Junto al xoloitzcuintle, pura interioridad, el pavo real parece apelar al exterior, ser pura exterioridad. El ave desaparece bajo ese camuflaje iridiscente y nos cuesta encontrar la entrada a su ser más profundo. Sin embargo, hay algo que milagrosamente equilibra esta lucha entre contrarios. A fuerza de mostrarse, el xoloitzcuintle terCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mina por desaparecer; a fuerza de ocultarse, el pavo real aparece. Del mismo modo, fealdad y belleza resultan de pronto intercambiables y van de un lado al otro del jardín. Ahora nos encontramos ante un solo misterio compartido. Dicen los conocedores del cante jondo que el grito con el que se abre la seguiriya –quizá el palo flamenco más antiguo– parte el mundo en dos mitades. Sin duda, ese grito remite al grito que damos al nacer y que divide el paisaje de la vida en luces y sombras, calor y frío. El jardín del paraíso quedó también dividido en dos hemisferios con ese grito. A un lado los xoloitzcuintles; al otro, los pavos reales. Esperé largo tiempo para escuchar, a un lado, los ladridos del perro; al otro, los graznidos del ave. La cadena de ladridos cavaba en el aire, hincaba la pala, una y otra vez en un cielo de tierra; el graznido lanzaba una bengala de sonido, una llamada de auxilio al más allá. En mitad del camino, hasta entonces una muralla de silencio, se vio convertida en la profunda experiencia del escalofrío: calor entreverado de frío, también en el oído. ORGANILLOS, ORGANILLEROS A Margo Glantz y Myriam Moscona

A finales del siglo xix desembarcaron en México los primeros organillos. Impecablemente barnizados, con sus vientres preñados de música; los imagino, todavía en la bodega de un barco, en sus cajas de embalaje en las que se lee «Wagner & Leiven, Berlín», despertando en el puerto de Veracruz, junto a otras mercancías que llegaban de Europa; quizá ya afectados por la larga travesía y una enfermedad todavía inaudible. Durante mi primer viaje a México, en el año…, me vi sorprendida por la profusión de organillos y organilleros apostados en cada esquina del centro histórico de la ciudad. Casi siempre trabajando en parejas. Mientras el organillero, también conocido en México como el «cilindrero», tocaba incesantemente una tonada, su ayudante pedía dinero con la gorra de plato de lo que un día fue un uniforme, color café con leche, y que, según me dijeron, era un homenaje a Pancho Villa. Llamaba la atención hasta qué punto el organillo estaba desafinado. En realidad, todos los organillos lo estaban. Reconocías las melodías, muy populares, y sufrías con la extraña hibridación que se producía entre las notas desafinadas y el ruido del tráfico, casi hermanadas en el caos. 75

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Era imposible no sentir piedad por el oído del organillero, condenado a escuchar una y otra vez aquella melodía desafinada, aunque ¿hubiera sido distinto de haber sonado ésta con afinación? Lo cierto es que recordaba a los organilleros en las verbenas más populares de Madrid, como esclavos, atados a un instrumento; incluso con su uniforme alegre, tan distinto de éste –su gorra chulapa con visera, su clavel en la solapa y su pañuelo al cuello–, siempre asocié la mano en el manubrio con el animal que gira en círculos para recoger agua en los cangilones de una noria. Y la verdad es que el aire ausente con el que el organillero daba vueltas a su manivela parecía decir que, efectivamente, las notas afinadas hubieran constituido también una cárcel. Incluso llegué a pensar que tal vez la cárcel sonora que el instrumento tenía que representar para el organillero y su ayudante encontrara en las notas desafinadas una sucesión de puntos de fuga. Quizá aquellos pasajes donde la melodía se volvía menos reconocible actuaban como un espacio de la jaula en el que los barrotes estaban un poco más separados entre sí, el hueco para una posible evasión. Regresé a México ocho años más tarde. Quizá durante ese tiempo alguno de los cilindreros más viejos había pasado el testigo a un hijo o un pariente más joven. Pero ahí estaban, apostados en las mismas esquinas, aunque ahora, a pesar de que las melodías seguían reconociéndose, me pareció que el instrumento sonaba aún más desafinado. Y una vez más pensé en la cárcel sonora, en los barrotes de las notas, si bien, de nuevo, me sorprendió la ausencia de expresión en el rostro del organillero y de su compañero. Ningún rictus, nada que pudiera expresar malestar, como si el cilindro del interior del organillo fuera una barca en la que ambos estuvieran instalados y las notas –las afinadas y las desafinadas– fueran las crestas y los valles de un oleaje al que se hubieran acostumbrado ya hacía mucho tiempo. Sólo los transeúntes, quienes subíamos a esa barca durante un corto espacio de tiempo, podíamos marearnos y desear desembarcar en el primer puerto. Como los pescadores de altura, ellos estaban anestesiados ante ese vaivén. Cuatro años después, viajé a México por tercera vez. Mi encuentro con los organilleros en la maravillosa plaza de Coyoacán me deparó una enorme sorpresa. Durante un tiempo intenté reconocer la melodía que interpretaban a escasos metros de la mesa donde me encontraba sentada. Por primera vez, no pude discernir las ruinas de la melodía que estaba escuchando, ¿melodía? ¿Era posible que en ese plazo de tiempo las notas desafinadas hubieran superado en número a las afinadas y que se hubiera CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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creado una especie de antimelodía? ¿Y esa antimelodía sería producto del azar? Pensé en las más de veinte mil púas, de distintas formas y tamaños, que pueblan el rodillo interior del organillo, su cilindro. El vértigo combinatorio producido por el martilleo de unas notas enfermas, ahora agónicas. Durante años los físicos creyeron que el universo se expandía cada vez más lentamente; ahora se sabe que, a medida que nos alejamos del origen del Big Bang, la aceleración es mucho mayor, ¿quizá la desafinación del instrumento tenga algo que ver con esa paradójica aceleración? Las preguntas iban a un lado y a otro de la plaza, mezcladas con el sonido impertérrito del agua en la fuente y la charla animada de los comensales. Pienso ahora en la fe con la que, a comienzos del siglo xx, muchos compositores crearon una música contagiada por la imagen de eternidad que comunicaban las máquinas; esa máquina que no tiene que parar para comer o dormir: la Rotativa, de Scelsi; La fundición de acero, de Mosolov. Sin embargo, George Antheil, en su pieza La muerte de las máquinas vino a recordarnos que éstas también tienen un fin. Pensé que lo que estaba escuchando en la plaza de Coyoacán era el canto del cisne de un instrumento llamado organillo. ¿Y qué papel jugaba en este nuevo binomio el organillero? ¿Y su ayudante? Por más que su trabajo no requiera conocimientos musicales y escasa habilidad interpretativa –su habilidad es la del equilibrista, una especie de funambulista que avanza sobre una arena de sonidos atroces–, el organillero sostiene el instrumento, le da vida con el manubrio y ocupa, claramente, un estatus superior en la jerarquía de la pareja. Como el mago y el ayudante en el circo, como el cirujano y el enfermero en el quirófano. El canto del cisne se oía cada vez más nítidamente en la plaza, los estertores del instrumento no se dejaban registrar, como un grito no puede inscribirse en un pentagrama. El sonido agonizante y, sin embargo, nuevo contagiaba al oyente. Extraordinaria paradoja: en la muerte el sonido parecía haber encontrado una nueva vida. Volví a la idea de la cárcel sonora y pensé en el organillero, que ahora quizá se había salvado definitivamente, que ya no era esclavo de melodía alguna y encontraba la jaula abierta. Con la gorra de plato extendida, el ayudante no parecía entender la pieza dramática que allí se estaba llevando a cabo. Tras años de cautiverio, ¿alguno de los dos podría vivir fuera de la jaula? 77

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El inadaptado Giacomo Leopardi Por Toni Montesinos

Torre del Gorriรณn Solitario en Recanati (Italia). CC 4.0 Giorgio Galeotti


Encerrado desde niño en la biblioteca paterna; huyendo del noble ambiente familiar mediante visitas, harto decepcionantes, desde su natal Recanati a otras ciudades italianas; buscando en vano una mujer que le correspondiera o tras un empleo convencional que desarrollar; participando, torpemente, en la vida social de su entorno… De tantas formas Giacomo Leopardi (1798-1837) quiso evadirse de sus circunstancias, sin conseguirlo, para acabar consagrándose a las letras de tal modo que su dedicación feroz le costó una ceguera, una malformación en la espalda, una vida solitaria de perfecto inadaptado. A ella se consagró el florentino Pietro Citati en una biografía que nos era necesaria, pues Leopardi es un poeta muy traducido al español, pero cuya personalidad se nos esbozaba de forma demasiado breve. De modo que se agradeció una lectura –Leopardi (2014)– en que se investigara, por ejemplo, en el simbolismo grecolatino de la luna y el sol que lleva a su literatura Leopardi, u otros pasajes en que se explicara el contexto cultural para entender mejor sus versos. Citati, como nos tiene acostumbrados con otras biografías suyas sensacionales –la que dedicó a Kafka, muy especialmente–, mantenía un estilo homogéneo en el que sabía equilibrar la información y la interpretación, llegando a darnos un Leopardi poliédrico: el hijo, el hermano, el amigo, el hombre enamoradizo –véase, en este sentido, su breve texto en forma de diario escrito en 1817, a los diecinueve años, Recuerdos del primer amor–, el prosista, el poeta, el viajero. Todo con una indagación en su obra de forma paralela a sus experiencias, ahondando así en el sentir y el pensar del poeta que mejor ha cantado la luna, por medio de un libro en que, con gran finura y emotividad, aparecía el biografiado en «una inmensa cárcel»: el palacio donde leyó, en una biblioteca que para su padre «era el lugar sagrado», escribió cartas a sus autores predilectos y forjó un carácter sumiso y enfermó de gravedad, en cuerpo (tuberculosis ósea y dos jorobas, y, para colmo, impotencia) y espíritu (depresiones nerviosas). «Toda su existencia no era nada más que infelicidad e infortunio. […] La infelicidad no dejaba de crecer, sin pausas, como con ansia. No hay infelicidad humana, escribe en el Zibaldone, que no pueda ir a más», explica Citati en el capítulo «La mente de Leopardi». Pero lo peor de todo era el «hastío», que es «mucho más grave que el dolor, que la desesperación y que cualquier forma de vida trágica; oprime, extenúa, aferra, lacera, espanta, extingue, mata, anonada». Con todo, el poeta sacó aliento para transformar en belleza poética aquello que lo inundaba de me 79

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lancolía y el ensimismamiento devenía perseverancia y entrega: Leopardi, «tímido», «titubeante, siempre dispuesto a posponerlo todo», escribe, sin embargo, miles de páginas. Detesta el trato social, hasta el punto de preferir comer solo. «A pesar de su talento filosófico y de su inmensa inteligencia, siempre estuvo sumergido en ese beatífico líquido que es la infancia». Esa mirada aniñada, en perpetuo asombro frente a lo contradictorio, refleja un talante escéptico que aspira a la verdad desde la duda. De ahí que, según Citati, «la convicción más profunda de su vida» fuera «la importancia esencial de las ilusiones y de la irrealidad». Tanto es así que veremos por qué planea fugarse de casa, cómo su imaginación pone distancia entre su entorno y él haciendo de la cosmología lunar todo un tema literario. «En Leopardi, la naturaleza es humana o está humanizada», pues «en la fantasía de los niños todo el universo está humanizado», el viento, el sol, las estrellas, los animales. El poeta crece amparado en sus observaciones, creyendo que la naturaleza hará posible lo imposible, embelleciendo sus divagaciones sobre la desdicha en su descomunal (más de cuatro mil páginas) e inclasificable dietario Zibaldone, escrito entre 1817 y 1832 y que no fue editado hasta 1898, sesenta y un años más tarde de la muerte del escritor, después de un proceso judicial y la intervención del Estado italiano para conseguir que el conde Giacomo Leopardi, sobrino del poeta, cediera los derechos de aquellas cuartillas que entonces pasaban a ser de interés público. En esa busca de consuelos desde la observación y meditación, se consagrará el autor de «El infinito» (1819), sabiéndose ya un «poeta moderno, es decir, sentimental y melancólico»; con menos de treinta años, escribe sus Obras morales y, al fin, viaja por Italia. Siempre enfermo de mil cosas, pero siempre en un esfuerzo inaudito por escribir, por concentrar la contemplación de mirar hacia el cielo y mirarse por dentro en unos versos, en un párrafo, hasta que la muerte lo ronda y él, que no pudo disfrutar del amor correspondido –«Vuelve a mi mente el día en el que supe / de amor por vez primera y me dije: / “¡Ay, si esto es amor, cómo destruye!”», dice en el poema en tercetos encadenados «El primer amor»–, anhela, ya demasiado tarde, una «juventud ininterrumpida». Así las cosas, se ha dicho siempre y se volverá a repetir que en Leopardi confluyen los extremos del hombre de su tiempo: es antiguo y moderno a la vez, obedece a la inspiración romántica, pero luego es un escritor pausado, reflexivo, atendiendo a CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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su doble condición de poeta y pensador. No presenta en este sentido, sin embargo, contradicción alguna; Leopardi se muestra consecuente con su agudo pesimismo, fiel a sus tópicos literarios más constantes: el ubi sunt, la fugacidad temporal, el desamor. Giuseppe Ungaretti lo llamó «cristiano estoico»; Italo Calvino, «hedonista infeliz» y «poeta del dolor de vivir»; Josep Pla, deslumbrado por la facilidad para las lenguas del poeta –conocía los principales idiomas europeos, incluido el español, más latín, griego y hebreo–, «ejemplo de estudioso y de trabajador literalmente fabuloso», de forma especial en el Zibaldone, que a la vez podría considerarse un espejo en prosa de lo que serían sus poemas, como sugiere Elena Martínez en una reciente edición del libro, organizada en áreas temáticas en torno a la vida, la naturaleza o las artes, en que destaca «la impresión de que Leopardi tenía una riqueza de intereses espirituales verdaderamente sorprendente». Todos sus lectores destacan la dualidad inherente a su espíritu poético-filosófico; Rafael Argullol habla de dos Leopardis: el «melancólico, elegiaco, fuerte en la desesperanza, nostálgico de mundos perdidos y extrañamente sabio en un amor que apenas intuyó», y otro «duro y trágico, un hombre lanzado a una lucha sin cuartel con la verdad y que está dispuesto a dejar la piel en el campo de batalla». Y es que Leopardi personifica tanto el tedio como el tesón, el amor por la vitalidad de antaño y la resignada pasividad del presente: «Todo lo he perdido: soy un tronco que siente y pena», afirma en la «Carta a sus amigos de Toscana», fechada en 1830, que abre los Cantos (aparecidos en 1831 y en edición aumentada en 1837); «Mi inclinación no ha sido nunca la de odiar a los hombres, sino la de amarlos», dice en los póstumos Pensamientos (1845), una colección de reflexiones donde trata las relaciones y costumbres sociales con un ánimo crítico –por ejemplo, «la de que se imprima mucho y se lea nada»; ¡qué pensaría ahora!–, un tanto apesadumbrado, aunque también muy ameno. Ambos textos, en la que fue la traducción de Antonio Colinas (2006), cobraron un nuevo relieve al reunir las dos facetas del escritor, tradicionalmente apartadas por la crítica, la primera en claro beneficio de la segunda. Lo había denunciado Giorgio Colli en el prólogo a los Diálogos morales leopardinos: «La posteridad nunca ha sido avara de reconocimientos con Leopardi, pero sí injusta y miope, tal como él mismo había previsto. Su pretensión de ser al mismo tiempo filósofo y poeta fue considerada excesiva». Y, pese a todo, un poema tan célebre como «El infinito», 81

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escrito a los veintiún años, ha sido leído en una clave tan lírica –también autobiográfica– como metafísica. Al parecer de Calvino, «El problema que Leopardi aborda es especulativo y metafísico, un problema que domina la historia de la filosofía desde Parménides hasta Descartes y Kant: la relación entre la idea de infinito como espacio absoluto y tiempo absoluto y nuestro conocimiento empírico del espacio y del tiempo». Leopardi, además, era un experto astrónomo, así que siempre habrá que tener en cuenta su punto de vista científico, incluso en poemas tan profundamente líricos como «A la luna», en el que glosa la pérdida de la juventud –«[…] cuando aún es mucha / la esperanza y breve el curso / de la memoria»–, su tema constante y obsesivo. En efecto, los años que se fueron y que trae la memoria hace que el poeta valore aquel «dulce tiempo juvenil, más caro / que el laurel y la fama, que la pura / luz del día: te pierdo, sin un goce», como sucede en el poema «Los recuerdos», donde más adelante aparecen los días «que como relámpago se esfuman». La angustia por el paso del tiempo se convierte en un sentimiento que provoca la concepción del poema; más tarde vendrá su redacción. Sabemos de tal proceso creativo por una carta, del 5 de marzo de 1824, a un primo suyo: «Al escribir sólo he seguido una inspiración (o frenesí) que, al llegarme, en dos minutos ya formaba el diseño y la distribución de toda la composición. Hecho esto acostumbro siempre a esperar que me vuelva otro momento, y al volver (ordinariamente no ocurre sino después de algún mes), me pongo entonces a componer, pero con tal lentitud que no me es posible acabar una poesía, aunque sea brevísima, en menos de dos o tres semanas. Éste es el método, y si la inspiración no me brota por sí misma, más fácilmente saldría agua de un tronco que un solo verso de mi cerebro». Es decir, se escribe cuando ya no se sienten las cosas, tras haberlas sentido, según explica él mismo; llevará esto a la práctica, por ejemplo, en el elegiaco y hermosísimo «A Silvia» (en la realidad, Teresa, la hija del cochero de la casa Leopardi), que escribe en 1828, diez años después de la muerte de la joven. El tiempo, pues, es una losa implacable para Leopardi, y no hay más existencia que la vivida en soledad, lo que se explicita en títulos como «La vida solitaria», «El gorrión solitario» e, incluso, «La noche del día de fiesta», donde el protagonista de los «días horribles de la joven edad» contempla el silencio que sigue a la diversión ajena, mientras él continúa solo, estremecido y triste, hasta el hoy y desde la infancia. En estos poemas citados, se halla CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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el clímax emocional de Leopardi y verdaderamente sus rasgos estéticos son distintos de los textos escritos en otras etapas. De este modo lo ve Colinas, quien, por otra parte, ofreció una antología de más de un centenar y medio de fragmentos del Zibaldone con un título inspirado en el nombre que Leopardi usó en forma de índice para un proyecto, Tratado de las pasiones. De tal manera que el poeta leonés, a la hora de analizar la evolución poética leopardiana, distingue con claridad tres periodos: un primero de corte neoclásico, influido por sus lecturas y traducciones grecolatinas –diez largos poemas de tono ampuloso, como «A Italia», en el que se pregunta por la gloria pasada del país–; un segundo que da inicio con «El infinito», en el que estarían los poemas aludidos al inicio del párrafo; y un tercero, a partir de 1832, caracterizado por «un mayor tono de reflexión, desgarro y gravedad», como en «La retama», escrito en la ladera del volcán Vesubio. Dicha distinción será muy útil para el que quiera captar la vigencia artística de los Canti, pues, al tenerlos todos reunidos, asimismo se podrán valorar con detenimiento otras traducciones –caso de la selección de poemas que había ofrecido Eloy Sánchez Rosillo en 1998, con los que, a su juicio, constituyen los mejores veinte cantos; el resto (veintidós más), opinaba, «no son más que materia muerta, de esa que hace las delicias de eruditos y filólogos. Nada añadirían al Leopardi esencial»–. Al comparar los libros, vemos cómo ambas versiones se toman licencias distintas en busca de la fidelidad al heptasílabo y endecasílabo leopardianos, emplean léxicos y giros sintácticos diferentes, distribuyen los encabalgamientos y la puntuación de manera diversa, etcétera. Entonces, ¿con cuál quedarse? «En efecto, existe la dificultad de la versión castellana de la poesía de Leopardi, quizás a causa de su lenguaje refinado y musical, hasta el punto de que Alcalá Galiano, primer traductor del poeta italiano, se resiste, como él confiesa, a publicar el texto», explica Gabriele Morelli en la introducción de la más reciente antología poética leopardiana, si bien esa traducción –la del poema «Canto notturno di un pastore errante dell’Asia», cuya forma y rima está «casi despejada de consonantes», como apunta en una nota previa el propio traductor– acabaría viendo la luz en una revista, en 1877, y luego en la Antología de poetas líricos italianos traducidos en verso castellano (1200-1889), a cargo del mallorquín Juan Luis Estelrich. La lectura ideal, tal vez, sería una combinación de ambas, la literal –como la que practicó Carmen de Burgos en Giacomo Leopardi (su vida y sus obras), publicada 1911 en dos volúmenes, 83

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uno de poesía y otro de prosa, muy preocupada, por lo demás, por conocer el contexto del artista– y otra más libre, pero que demuestre una mayor sensibilidad lírica, como la prestigiosa versión de 1928 de Miguel Romero Martínez, que recibió palabras admirativas de Miguel de Unamuno (también traductor de Leopardi, en su vertiente bastante literal) y Jorge Guillén, entre otros; todo lo cual no deja de ser una señal de la grandeza del poeta antologado, que, interpretado de forma diversa –no en vano, Citati insiste en compararlo en varias ocasiones con Tolstói en lo artístico y con Rousseau en lo filosófico–, sigue siendo visto como un creador sublime, sigue estando plenamente vivo, adaptado a la posteridad, a nuestros tiempos. Ya lo dijo en 1855 Juan Valera, el gran reivindicador del poeta italiano en España, como recoge Morelli en el texto aludido, en que, por cierto, se acaba centrando en cómo los Cantos influyeron en Luis Cernuda: «Los versos de Leopardi no sólo son apasionados, amorosos y tristes, sino elegantísimos y perfectísimos de hermosura».

Me he ocupado del mismo autor en Experiencia y memoria. Ensayos sobre poesía (Sevilla, Renacimiento, 2006).

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BIBLIOGRAFÍA · Argullol, Rafael. Enciclopedia del crepúsculo. Acantilado, Barcelona, 2005. · Calvino, Italo. Seis propuestas para el próximo milenio. Traducción de Aurora Bernández y César Palma, Siruela, Madrid, 2014 (11.ª ed.). · Citati, Pietro. Leopardi. Traducción de Juan Díaz de Atauri, Acantilado, Barcelona, 2014. · Leopardi, Giacomo. Antología poética. Traducción de Eloy Sánchez Rosillo, Pre-Textos, Valencia, 1998. –. Obretes morals. Prólogo de Giorgio Colli y traducción de Rossend Arqués, Destino, 2001. –. Cantos. Pensamientos. Traducción de Antonio Colinas, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2006. –. Las pasiones. Traducción de Antonio Colinas, Siruela, Madrid, 2013.

–. Poesías. Introducción de Gabriele Morelli y traducción de Miguel Romero Martínez, Renacimiento, Sevilla, 2013. –. Zibaldone. Naturaleza, razón, pasión, placer, filoso­ fía práctica, artes y letras, belleza y amor. Traducción y selección de Elena Martínez, Madrid, Gadir, 2017. –. Recuerdos del primer amor. Traducción de Juan Antonio Méndez, Acantilado, Barcelona, 2018. · Pla, Josep. Diccionario Pla de literatura. Traducción de Jorge Rodríguez Hidalgo, Destino, Barcelona, 2001. · Ungaretti, Giuseppe. Ensayos literarios. Traducción de Guillermo Fernández, Universidad Nacional Autónoma de México, México D. F., 2000.

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El doble como sombra Por Juan Fernando Valenzuela MagaĂąa


UNA EXPERIENCIA PERSONAL

Como tantos asuntos que acompañan al hombre desde la noche de los tiempos, el del doble ha tenido significativas variaciones y yuxtaposiciones hasta llegar a la forma en que hoy día lo experimentamos. Me gustaría empezar, precisamente, con la descripción actual de esa experiencia, partiendo de la persona más cercana a la que puedo recurrir: yo mismo. A finales del siglo pasado, viajé a Alicante para presentarme por primera vez a unas oposiciones. Un matrimonio me alquiló una habitación en el piso donde vivían hasta la fecha de mi examen. Una cama, una mesita de noche, un armario, una mesa, una estantería con algunos libros y una marina en la pared. El hombre, panadero, se levantaba de madrugada. Apenas recuerdo haberlo visto. La mujer mostró al principio una amabilidad distante. Yo pasaba el tiempo en el cuarto o dando paseos en un cercano y pequeño acantilado junto al mar. Salía a comer a un bar cercano. Al tercer o cuarto día, la mujer insistió en que compartiera con ella la cena, sin gasto suplementario alguno. Poco a poco, fue contándome cosas. Me habló de la jubilación de su marido, próxima, del sacrificio de un trabajo que lo obligaba a salir de casa mientras todos dormían para que, al levantarse, tuvieran el mejor pan de la provincia, y de lo solos que se sentían. Yo había notado una indefinida atmósfera de contenida tristeza en la casa. Las únicas pistas sobre la vida familiar eran una foto de boda del matrimonio y otra de comunión de un niño. ¿Su hijo? ¿Un sobrino? Tardó en confesarlo. Una noche soltó el tenedor con un trozo de tortilla en el extremo y, evitando mirarme, me espetó: –El de la foto de comunión es mi hijo. Murió en un accidente de moto. No supe qué decir. Quizá balbuceé un «lo siento», quizá ni eso, escondiéndome tras un sorbo de agua. Ella continuó: –Hace cinco años. Hoy tendría veinticinco. Los que tienes tú. «Qué pena», debí de decir, pero ella pareció no oírme. –Era un chico muy bueno, muy agradable, tenía muchos amigos, era muy querido. La dejé hablar, dibujarme la silueta de un chico de veinte años como todos los chicos de veinte años: especial y prometedor. Lo último que añadió antes de sumirse en un largo silencio fue: –Su habitación era la que tú ocupas. Me recuerdas mucho a él. 87

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La impresión de inquietud que esta revelación me dejó intenté aclararla tiempo después en un cuento fallido. En él, mi doble literario acababa acomodándose en el hueco que había dejado su doble fallecido, ocupando el lugar del hijo, del amigo y hasta del novio perdido. ORÍGENES DEL DOBLE

¿Qué hay en estas y otras historias de dobles? Algo inquietante, sin duda. La categoría de lo inquietante (Unheimliche) es objeto de un conocido estudio de Freud de 1919. Lo inquietante mezcla terror y familiaridad. Schelling, en relación con esto y en el contexto romántico, había dicho que Unheimliche es lo que debería estar oculto, pero ha salido a la luz. Además del doble, Freud anota otros fenómenos que provocan la misma impresión: la repetición de algo en nuestras vidas (un número, un lugar), la locura, las figuras inertes que parecen vivas (muñecas, autómatas) o a la inversa. Lo inquietante se produce, a juicio de Freud, porque nos hallamos ante unas arcaicas ideas cuya superación es puesta en duda o porque lo que habíamos convenientemente reprimido de pronto aflora. Esta tesis de Freud, tan discutible y sugerente como todo el psicoanálisis, no se ve contradicha si atendemos a los orígenes del doble, es decir, a aquel momento en que esas ideas eran creencias vigentes. Por serlo, no debería haber nada inquietante en ellas. Y, en efecto, los dobles antiguos (sea o no porque Freud lleve razón en su interpretación) no producen esa impresión. La idea de un segundo yo, de una imagen invisible de cada uno que se independiza tras la muerte, ha sido estudiada por Erwin Rohde, amigo de Nietzsche, en su clásico libro Psique, donde vincula ese doble con el genius romano, el fravaschi persa o el Ka egipcio. La experiencia de la que procedería esta idea de un segundo yo, de un doble atenuado en el interior de uno mismo, sería la de los sueños (también el éxtasis o el desvanecimiento). El doble duerme cuando mi cuerpo está activo, pero despierta cuando mi cuerpo duerme. Homero considera reales las experiencias oníricas y, cuando en un sueño aparece la figura de alguien que acaba de morir, tal doble, pese a tener la consistencia del aire o del reflejo en el agua, no deja de ser real. Una vez en el Hades, las almas llevan una suerte de semiexistencia carente de conciencia, de amor y temor, entendimiento, ánimo o voluntad, lejos de los vivos y sin influir en ellos. Además de esta visión del doble como alma, propongo distinguir otras tres más. Conviene separarlas entre sí, porque sólo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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una de ellas, a mi juicio, origina el inquietante doble moderno, lo que no empece para que a veces aparezcan elementos de las otras tres. La segunda versión del doble la encontramos en la leyenda del origen de la pintura y la escultura. Una muchacha de Corinto, enamorada de un joven que iba dejar la ciudad, fijó con líneas los contornos de la sombra de su amante sobre la pared. A su vez, el padre, el alfarero Butades, aplicó arcilla sobre el dibujo, dotándolo de relieve, e hizo endurecer al fuego esta arcilla. La interpretación de la leyenda, versionada por Plinio, Quintiliano y Atenágoras, no es fácil (no está claro si silueteó el perfil de la cara o el cuerpo entero, si el amante estaba de pie o tumbado, si era de noche o de día), pero es evidente que la mujer intentó retener de algún modo al amado que se marchaba lejos, quizá a la guerra. La intervención del alfarero sugiere la creación de un simulacro, de un doble con carácter propiciatorio. Como intentaré argumentar más adelante, creo que es de esta visión del doble, a la que llamaré de la sombra, de donde hay que partir para llegar al de nuestra experiencia. El mito fundacional de la caverna de Platón incorpora, asimismo, la sombra, aunque su significado es diferente. Los prisioneros que, encadenados, toman por reales sus propias sombras y las de unos objetos que pasan a sus espaldas están atrapados en la ignorancia de sus prejuicios y su tradición, que les hacen ver una realidad simple y rígidamente pétrea (en dos dimensiones e inscrita en la roca), es decir, una realidad devaluada o tergiversada. También los reflejos (en el agua, en el espejo) obedecen a esta misma pérdida de realidad. En ese sentido, habría una correspondencia entre las psiques que pueblan el Hades, y que llevan una semiexistencia remota, y las sombras y reflejos en Platón, cuya realidad es también deficitaria. Pero es importante observar la diferencia: las almas del Hades serían dobles de los muertos, mientras que las sombras de los prisioneros representan el modo defectuoso en que éstos se ven a sí mismos. Llamaremos a esta versión el doble como reflejo. Según Stoichita, es este modelo el que ha marcado la historia del arte occidental, quedando así marginado el modelo de la sombra, cuyas apariciones, no obstante, pueden rastrearse (y es lo que intenta en Breve historia de la sombra). Vincular el doble a la sombra o al reflejo implica una diferencia. La sombra simboliza la otredad del yo, una especie de captación del modelo, vinculada a la magia. El reflejo remite a la 89

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mímesis, a la imitación, a la semejanza, a la copia (cuyo carácter deficitario puede llegar a perder si es capaz de desvelar, como en un buen autorretrato, al yo). La sombra es el otro de lo mismo, el reflejo es lo mismo de lo mismo. Ambos (sombra y reflejo, sombra y espejo) son símbolos y, como tales, tan flexibles que pueden impregnarse de connotaciones atribuidas al símbolo contrapuesto. No debemos, pues, buscar en ellos una rígida coherencia como si se tratara de conceptos, sino dejarnos llevar por sus sugerencias. Es así como pretendo seguirles la pista. Si interpretamos el mito de Narciso expuesto por Ovidio a partir de lo dicho, vemos que el poeta latino supone en el terreno poético lo que Platón en el filosófico. Y Ovidio no se distancia de la manera en que los griegos entendieron ese mito. El castigo de Narciso es consecuencia de su rechazo del otro, de su vanidad. Una consecuencia lógica, porque aun antes de verse reflejado ya estaba enamorado de sí mismo. El adivino Tiresias había predicho que viviría largo tiempo si no se conocía a sí mismo. En el momento en que se da cuenta de que amante y amado coinciden, en el momento en que descubre que a quien ve es a sí mismo y no a otro, la angustia lo lleva a la muerte. No se plantea aquí, pues, la cuestión del doble. Es ése precisamente el problema de Narciso, que no hay otro, sino una identidad que no puede salir de sí misma. Sin embargo, la Edad Media tuvo otra interpretación de este mito, que Agamben ha puesto de manifiesto en su análisis del Roman de la rose que nos regala en Estancias. La clave para el mundo medieval no estaba en el autoenamoramiento de Narciso, sino en que éste se ha enamorado de una imagen. Eso permite emparentarlo, como hace el poema, con el mito de Pigmalión, en el que el artista se enamora de su obra, es decir, otra vez de una imagen, de algo que está hecho para ser visto, no para ser tocado o poseído. Esa imposibilidad que tiene toda relación con una imagen desemboca en la melancolía, en la mirada insatisfecha hacia un mundo de fantasmas. Esta versión medieval del mito de Narciso abre una brecha en la identidad cerrada de la versión griega. En la medida en que lo entendemos a través del mito de Pigmalión, hemos de ver en la imagen de Narciso, en su reflejo, una suerte de simulacro, un otro que no soy yo, aunque demasiado parecido a mí. El doble como sombra. La cuarta modalidad del doble consiste en la extrema similitud entre dos personas distintas, que da lugar a confusiones busCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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cadas o involuntarias, a veces de carácter cómico. El Anfitrión, de Plauto, o el gusto del teatro renacentista español por el parecido de una persona cualquiera con un poderoso se enmarcan en esta variante que, si bien en algún momento ha podido cruzarse en el tratamiento del doble que nos interesa, queda alejada de nuestro interés actual. HACIA EL DOBLE ROMÁNTICO EL YO EN LA EDAD MODERNA

Pero la atmósfera inquietante no ha aparecido todavía. Lo hará en el Romanticismo, en el contexto de un yo que había nacido con la Edad Moderna y cuyo papel central en ella es un lugar común. Pero ¿de qué yo hablamos? No siempre del mismo. Tenemos, por un lado, el yo pensante de Descartes, el yo consciente de Locke o el yo que busca Hume. En estos y otros casos se trata de un yo universal, que no es diferente de un hombre a otro. En contraposición a esto, Montaigne entiende el yo como diferencia, como originalidad, vinculado a la particular experiencia de cada uno. Esta segunda línea lleva, a mi juicio, directamente al Romanticismo, y mi posición es que el doble, tal y como es vivido hoy, surge de ella. La filosofía se va a encargar de explorar preferentemente el yo universal, mientras que la literatura y el arte miran el yo diferente y original. Hemos hablado ya en esta revista, a propósito de Kundera, del yo en la historia de la novela. En cuanto a la pintura, detengámonos por un momento en una recreación de la leyenda de su origen que encontramos en Vasari (siglo xvi) y que, a la luz de lo visto en el apartado anterior, no dejará de sorprendernos. Según Plinio, cuenta Vasari, Giges de Lidia, estando cerca del fuego, miraba su sombra proyectada sobre la pared y, de repente, con un pedazo de carbón, fijó el contorno sobre ella. El dibujo del amante a partir de su sombra por parte de la muchacha corintia es ahora sustituido ¡por un autorretrato! Nos hallamos, pues, en la línea del yo original de Montaigne, pero, en los términos definidos anteriormente, tenemos un reflejo especular (vinculado a la frontalidad y a la identidad) y no una sombra (vinculada a un perfil y a la otredad). EL DOBLE COMO SÍMBOLO EN EL ROMANTICISMO

Berlin ha señalado la quiebra que en la historia del pensamiento supone el Romanticismo. Si hasta entonces se tiene la idea de que existe una estructura fija del universo a la que el yo debe, tras 91

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conocerla, someterse, ahora el mundo es un flujo permanente e inapresable en el que se mueve un yo que es también dinámico y que se crea a sí mismo. Esa autocreación tiene una connotación muy diferente al cultivo del alma que Patočka subrayaba en Platón como objetivo del hombre, esa búsqueda de una unidad y estabilidad basada en la razón. En esta nueva visión del yo, la voluntad, los sentimientos y el inconsciente ocupan un importante papel. Por otro lado, no hay un modelo exterior al que ajustarse, sino que el yo queda a merced de sí mismo. Debe crearse a partir de su propia llamada interior, y esa creación, como en la de una obra de arte, no es una mera traducción de algo previo, sino que se hace haciéndose, la forma y el fondo son indistinguibles. A esto lo llama Charles Taylor en su historia del yo «el giro expresivista». El yo universal de la filosofía es así interpretado en términos del yo original proveniente de Montaigne. Si nos fijamos en Fichte, cuya filosofía es, según la clásica formulación de Schlegel, una de las tres influencias en el Romanticismo (las otras dos son la Revolución francesa y el Wilhelm Meister, de Goethe), el yo, que es acción, es visto como único: «En el mismo tiempo no pueden darse dos individuos completamente iguales. Por eso es por lo que yo, yo, esta determinada persona, soy». Si el mundo es en verdad cambiante y fluido, complejo e inasible, ¿por qué no se me manifiesta así? Porque vivimos inmersos en la prosa de la vida, en una división burguesa del trabajo que nos ciega la mirada. La manera de romper esta rigidez es la sorpresa. Y no es necesario huir de nuestro entorno para alcanzarla. Si somos capaces de cambiar nuestra mirada, nos daremos cuenta de lo extraordinario que es nuestro mundo ordinario. «Deberíamos intentar por una vez hacer que lo ordinario nos resultara extraño, y entonces nos admiraríamos de lo cercano que nos queda algún dato, algún regocijo que nosotros buscamos en una lejana y fatigosa lejanía. Con frecuencia tenemos la utopía maravillosa a punto de pisarla con los propios pies, pero miramos por encima de ella con nuestro telescopio». Son palabras de Tieck, quien tradujo el Quijote al alemán. ¿No fue capaz nuestro hidalgo de ver en la anodina Mancha un espacio de maravillas y peligros? ¿Y no lo hizo en gran medida derramando en su insulso entorno los personajes y las aventuras de sus libros de caballerías? En un siglo «manchado de tinta» (Schiller), en el que la lectura ocupaba un importante papel social, lo insólito del mundo literario va a introducirse en la vida cotidiana. El afán romántico de fusión no se aplica sólo a los géneros literarios, acaba, asimismo, con la CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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separación entre literatura y vida. Goethe resumía de este modo la visión de Hamann, una figura oscura que ha iluminado Isaiah Berlin, al considerar que asestó el golpe más violento a la Ilustración y comenzó el proceso romántico: «Todo lo que se proponga el hombre […] debe surgir de sus poderes aunados, toda separación debe rechazarse». A esa fusión de instancias se refería Hegel al decir: «Un delirio báquico en el que no hay miembro que no esté ebrio». Ese mundo extraordinario e inapresable nunca podrá ser comprendido del todo. Debemos asumir que el no saber es una forma de conocimiento, precisamente, la propia de quien participa de un enigma. Modos adecuados de relacionarnos con un mundo así son la ironía (Schlegel), que permite abrirse a lo infinito a las frases finitas y reducidas, y el símbolo, tan esquivo como el universo y cuya plasticidad se compadece con el flujo cambiante de la realidad. También el yo participa de este misterio, es insondable como el mundo al que pertenece. Por tanto, si queremos acercarnos a él, si queremos no desvelar, porque desvelar es aniquilar, sino sumergirnos en su misterio, necesitamos símbolos. El doble es uno de esos símbolos y el término que lo identifica es Doppelgänger, acuñado por Jean Paul, un seguidor de Fichte. Como hemos visto, el yo del Romanticismo es el yo original y diferente y único proveniente de Montaigne, que se conoce expresándose a tenor de una llamada interna. Ese yo, en el marco del universo inabarcable romántico, tiene un lado siempre esquivo, un lado misterioso que rompe la frontera de la identidad. En este punto se retoma la tradición que hemos llamado de la sombra, que se fija en lo otro del yo. La unión de ambos aspectos (el yo original y esquivo y la sombra) configura el doble romántico, símbolo de la compleja impenetrabilidad de nuestra identidad. Mas ¿cómo explicar su carácter peculiarmente inquietante? SU CARÁCTER INQUIETANTE

Hemos hecho alusión al estudio de Freud sobre el concepto de Unheimliche (hemos vertido este vocablo, siguiendo el criterio del traductor Santiago Martín, como «inquietante»). En él elige dos obras de Hoffmann para ilustrarlo: el cuento El hombre de arena y la novela Los elixires del diablo. En esta última, aparece el motivo del doble con ese carácter inquietante que lo va a acompañar desde entonces. 93

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La pluma tan fina para lo biográfico de Zweig ha pintado magistralmente la dicotomía que vivió Hoffmann entre una vida ordinaria, prosaica y burguesa de funcionario y la vida artística y aventurera de la fantasía con la que soñaba. Sólo en un pequeño periodo de su vida pudo dedicarse completamente al arte. Apasionado de la música, el arte más inasible y, por tanto, el más cercano a la romántica concepción infinita de la realidad, Hoffmann es un maestro en la técnica del extrañamiento. Leyendo sus narraciones nos percatamos de que, para él, el misterio es real y lo real es misterioso. En esa preocupación por el «desencantamiento del mundo» que el cálculo y la razón instrumental empezaba a provocar, preservar el misterio es una lucha contra el nihilismo (esta palabra aparece justamente en el Romanticismo) moderno. El arte debe estar alerta a este respecto, porque la sociedad convencional lo usa en su concepción utilitaria del mundo: «El mayor reproche que se le puede hacer a un músico es que toca sin expresión, pues con ello […] destruye la música con la música», leemos en un texto de Hoffmann. Pero ese misterio que supone un mundo inapresable da lugar a dos visiones diferentes dentro del Romanticismo. Tenemos, por un lado, un Romanticismo optimista, vinculado a una lucha progresiva contra las fuerzas rígidas que obstaculizan el desarrollo de nuestra infinita naturaleza, y, por otro, un Romanticismo pesimista, que ve en el universo una fuerza hostil al hombre, quien, haga lo que haga, verá frustrados sus deseos. La idea de conspiración, a la que Safranski dedica unas páginas en su libro sobre el Romanticismo y que llega hasta nuestros días, se desarrolla en este segundo marco. Y, asimismo, la idea de una angustia ante un mundo que ya no es acogedor, que ya no es familiar, o, mejor, que es ambiguo, que detrás de su aparente familiaridad enseña unos dientes inesperados. Esa inquietud es la recogida en el término Unheimliche y podemos verla, muchos años después, en Kafka. La técnica romántica del extrañamiento, de formar la mirada para ver en lo ordinario lo extraordinario, abre, como vemos, al hombre a la maravilla y también al terror. Ambas fuerzas, lo maravilloso y lo horroroso, están en Hoffmann, pero sólo en la segunda se encuentra lo inquietante. Si aplicamos al yo esta concepción pesimista romántica, la familiaridad de nosotros mismos queda impregnada del miedo a lo ajeno a mí, a lo desconocido amenazante. El símbolo del doble adquiere así su color inquietante, que se mantiene en las distintas versiones con que ha sido conjugado. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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VERSIONES DEL DOBLE

No pretendo ser exhaustivo al recoger estas variaciones, aunque sí ceñirme al inquietante doble como sombra en el sentido explicado. Quedan, por tanto, excluidas historias como El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, pertenecientes a la categoría de la escisión del yo y no a su desdoblamiento. El lector curioso puede acudir a la antología de cuentos realizada por Juan Antonio Molina Foix titulada Álter ego. EL DOBLE (IN)AMISTOSO DE DOSTOYEVSKI

El doble, de Dostoyevski, sitúa el tema del doble en el contexto de una Rusia donde el puesto que uno ocupa en el escalafón burocrático coincide con el que ocupa en la propia sociedad. Apuntando ya hacia Kafka (el comienzo es, como en El proceso, un despertar del protagonista), Dostoyevski describe una sociedad donde la burocracia ha salido de sus límites y lo ha inundado todo. Un personaje insignificante pero ambicioso, mezcla de humillación y aspiraciones, se ve expulsado de la fiesta de cumpleaños de la hija única del consejero civil en la que se había colado, aunque sin reconocerse claramente a sí mismo que lo suyo había sido una intromisión: Él también, señoras y señores, se encontraba allí, es decir, no precisamente en el baile, sino casi en el baile. Se encontraba bien y seguía por su camino, aunque de momento ese camino no fuera exactamente recto. Estaba ahora –casi cuesta trabajo decirlo– en el descansillo de la escalera de servicio de Olsufi Ivanovich. Es justo tras esa expulsión cuando se le aparece un doble, que se llama como él y al que luego encuentra en el trabajo. En suma, nada, absolutamente nada, faltaba para una semejanza completa, de tal modo que, si los colocasen uno junto a otro, nadie, absolutamente nadie, se hubiese comprometido a decir cuál era el auténtico Goliadkin y cuál el falso, cuál el viejo y cuál el nuevo, cuál el original y cuál la copia… El doble parece en su comportamiento actuar de modo taimado, con la misma ambición que el original, pero con más éxito, lo que le hace sentirse al «héroe» (así es llamado por el narrador) de la historia víctima de su actuación (de la del doble y también de la suya propia: «¡Soy mi propio verdugo!»). El acierto de esta obra y su capacidad de sugerencia se hallan en la combinación de los temas del doble, la locura (recordemos 95

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su carácter inquietante, señalado por Freud) y la burocracia. Esta última es la organización de la utilidad burguesa contra la que el Romanticismo arremetió, que acaba convirtiendo los medios, farragosos y laberínticos, en un fin. Una sociedad burocratizada acaba siendo una «tiranía sin tirano» (Arendt) donde la propia realidad es suplantada por un entramado de pólizas y trámites y funcionarios en cuya laberíntica hostilidad el hombre se pierde. De ahí la sensación del héroe de nuestra historia de que hay una conspiración contra él, en la que acaso intervenga su propio doble. AUTOOBSERVACIÓN Y MORAL: NABOKOV Y WILLIAM WILSON

En personas propensas a la introspección, se produce una suerte de desdoblamiento entre observador y observado, de modo que al tiempo que actúan se ven actuando. La consecuencia es la pérdida de espontaneidad en la acción. El protagonista de la novela (cómicamente seria) de Nabokov El ojo dice: Yo estaba siempre expuesto, siempre con los ojos abiertos; incluso cuando dormía no dejaba de vigilarme, sin comprender nada de mi existencia, me enloquecía la idea de no poder dejar de ser consciente de mí mismo, y envidiaba a todas esas personas simples –oficinistas, revolucionarios, tenderos–, quienes, con confianza y concentración, realizan sus trabajos insignificantes. La autoobservación permanente lleva a concebir la propia acción como actuación y la vida, por tanto, como teatro. Si aplicamos la conocida parábola atribuida a Pitágoras, según la cual la vida es como un espectáculo donde unos compiten, otros comercian y otros contemplan, la doblez ocurre cuando el individuo es, al mismo tiempo, competidor y público, participante y juez. Sin embargo, las dos perspectivas son incompatibles en el mismo momento. El participante es parte y desempeña su papel. El espectador tiene una mirada amplia y puede juzgar y comprender el sentido del todo. El personaje de Nabokov fracasa como espectador («sin comprender nada de mi existencia») y como actor («Así que todo mi indefenso ser invitaba a la calamidad. Una noche, la invitación fue aceptada»), en parte, debido a esa simultaneidad. El abismo entre el ojo que ve y el hombre que es visto se abre tanto en la novela que la metáfora teatral pierde su carácter simbólico y el mundo se desrealiza. Pero, contra Descartes, la desrealización del mundo va pareja a la desrealización del yo. Un tal Smurov, que aparece en un momento de la novela como aquel CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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a quien el observador no quitará ojo y que sospechamos desde el principio que no es sino él mismo, se nos presenta como el que proyecta imágenes diferentes según las personas con las que entra en contacto («su imagen estaba influida por las condiciones climáticas imperantes en varias almas»). En un momento dado confiesa: «Estoy siempre escondido detrás de una máscara». La máscara es señal de doblez controlada, es la imagen con que uno quiere engañar al mundo, aunque a veces sea uno mismo el engañado. Lo significativo de este personaje es que, tras la máscara, no hay nada, que él es todo máscara, puesto que carece de realidad. Una máscara proyectada en multitud de imágenes en las conciencias de quienes topan con él. Y Smurov no es nadie porque ha decidido ser sólo ojo, abandonar a su suerte a su otro yo en el juego de la vida y ser un desinteresado espectador: «Me he dado cuenta de que la única felicidad en este mundo consiste en observar, espiar, acechar, escudriñarse a uno mismo y a los demás, no ser más que un gran ojo, ligeramente vítreo, algo inyectado en sangre, imperturbable». Esta capacidad de autoobservación introduce un doble que Freud había señalado en su estudio sobre lo inquietante, «una instancia particular que puede contraponerse al resto del yo, que sirve a la observación de sí y a la autocrítica, desempeña el trabajo de la censura psíquica y se vuelve notoria para nuestra conciencia como “conciencia moral”». Creo que esta instancia no es tan clara en esta novelita de Nabokov, donde el acento está puesto en la distante observación, como en «William Wilson», de Poe. El protagonista narra en primera persona la historia de una vida marcada, desde la escuela, por la presencia de otro William Wilson que nació el mismo día que él y que se esmera en imitarlo de un modo magistral, es decir, no tanto literal cuanto espiritualmente. La existencia depravada del protagonista se halla jalonada de las advertencias de ese misterioso personaje de cuya realidad, como ocurre en la novela de Dostoyevski, el lector llega a dudar. También en la conocida novela El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, juega un importante papel el elemento moral. El doble es aquí la imagen del cuadro, que va adquiriendo las máculas de la depravación del protagonista, el cual mantiene así un aspecto inocente y límpido. COINCIDENCIA DE DESTINO: CORTÁZAR

Propongo que entendamos el destino como esa figura que toda vida tiene más allá del carácter, las elecciones o el azar. Se trata 97

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de un perfil que se ve a cierta distancia, más sutil que oculto, y, veamos o no en él al yo, está, sin duda, ligado a él. Jünger escribía en su diario: Es preciso decirse […] que el número de las casualidades, de los azares, es ciertamente incontable e incalculable, pero que es probable que en todos los casos lleve a idéntico resultado. Medida en su resultado final, no en los diversos puntos de su recorrido, la suma de la vida da una magnitud fija, a saber: la efigie del destino que se nos ha asignado y que, visto temporalmente, aparece compuesto de innumerables puntos casuales. Vistos metafísicamente, tales puntos no existen en la carrera de nuestra vida, como tampoco existen en la trayectoria de una flecha. Una versión del doble lo considera la réplica de nuestro destino. Lo que la naturaleza ha duplicado no es tanto un cuerpo o unas circunstancias personales cuanto esa silueta vital que, como las de Lavater, daría la auténtica medida de uno mismo. En «Una flor amarilla», Cortázar propone la historia de un personaje que cuenta borracho cómo vio en un autobús a su doble en un niño: «Luc era yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo imagine como un calco. Más bien una figura análoga». Es esa analogía lo peculiar de esta versión: Todo era análogo y por eso, para ponerle un ejemplo al caso, bien podría suceder que el panadero de la esquina fuese un avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden no se ha alterado, […]; pero si de alguna manera llegara a darse cuenta de esa verdad, podría comprender que ha repetido y que está repitiendo a Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería en Montparnasse es la misma figura que saltar de Córcega al trono de Francia, y que escarbando despacio en la historia de su vida encontraría los momentos que corresponden a la campaña de Egipto, al consulado y a Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va a pasar con su panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a lo mejor es una piecita en un sexto piso, pero también vencido, también rodeado por el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue como un vuelo de águilas. Lo inquietante del doble se mezcla, en esta ocasión, con lo inquietante de la repetición. Es en este sentido en que Cortázar dice que Poe le parece el doble de Baudelaire. La intuición del poeta francés a la hora de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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traducir al norteamericano, el parecido físico, los mismos problemas sexuales son «pruebas» que el argentino aporta. EL DOBLE EN EL TIEMPO: PAPINI Y BORGES

Ante una fotografía en la que aparece de niño, el escéptico se pregunta: ¿qué tengo yo que ver con ése? Los cambios que a lo largo del tiempo van produciéndose en uno son un conocido argumento contra la idea de identidad. No es éste el lugar de ver su pertinencia, pero sí de destacar que en esta diferencia que abre el tiempo en nosotros está basada otra versión del doble. Se trata de aquella en la que el doble es mi yo en otro momento de mi vida. Del mismo modo que el psicoanalista Otto Rank, cuyo libro sobre el doble fue tenido en cuenta por Freud, fue atraído por este asunto a causa de la película El estudiante de Praga, la puerta por la que yo entré en él fue un lied de Schubert titulado Der Doppelgänger. El poema que le sirve de texto es de Heine y narra el encuentro del protagonista con su doble, al que ve sufriendo en la puerta de la casa de su antigua amada, que hace tiempo dejó la ciudad. Papini desarrolla la misma idea en su cuentecito «Dos imágenes en un estanque», en el que el protagonista visita la pequeña capital donde estudió y, al sentarse en el estanque del jardín frecuentado en otro tiempo y contemplar su reflejo, descubre a su lado el de un hombre sentado junto a él; se trata de su yo juvenil y romántico: «Sé que tú eres yo mismo, un yo que pasó hace mucho, un yo que creía muerto pero que vuelvo a ver aquí, tal como lo dejé, sin cambio visible». Ese yo le parece ridículo y el desprecio se convierte en odio. Finalmente, en la línea simbólica que marca este cuento, el yo antiguo perece ahogado en el estanque a manos del yo que cuenta la historia. «Cuando nuestros dos rostros aparecieron juntos sobre el espejo sombrío del agua, me volví rápidamente, aferré a mi yo pasado por los hombros y lo arrojé de cara al agua, en el sitio donde aparecía su imagen. Empujé su cabeza bajo la superficie y la sostuve quieta con toda la energía de mi odio exasperado». Conocidos son los dos cuentos de Borges con el mismo asunto. En «El otro», con el que se abre El libro de arena, un Borges septuagenario conversa en un banco frente al río Charles, en Estados Unidos, con un Borges joven, que dice estar sentado en un banco de Ginebra, a unos pasos del Ródano. En sus manos tiene un libro de Dostoyevski, de quien ha leído también El doble. En «Veinticinco de agosto, 1983», perteneciente a La memoria de 99

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Shakespeare, la conversación ocurre entre un Borges de sesenta y uno y un Borges de ochenta y cuatro a punto de morir y, del mismo modo que en el anterior cuento, en dos lugares diferentes. En estos cuentos la inquietud que el doble nos produce tiene como aliado otro elemento no menos inquietante: el tiempo. LA VIDA NO VIVIDA: HENRY JAMES

En contraste con lo anterior, está el doble como nuestra vida no vivida. En nosotros convive lo hecho y lo perdido. El carácter abierto del futuro nos recuerda constantemente que el pasado es el conjunto de las elecciones que en su momento hicimos. Esa «naturaleza vacilante de la vida» (El ojo) nos hace preguntarnos qué hubiera pasado si… El carácter narrativo de nuestra identidad nos proporciona tantas novelas vitales como podas hemos realizado. El maestro de la ambigüedad Henry James había tenido una experiencia que apuntaba al doble en un sueño acaecido en una galería del Louvre y su hermano el filósofo William James reconoció su otro yo en un epiléptico que lo agarró en el vestidor de su casa en Cambridge. Así que no resulta extraño que, al regresar a su Nueva York natal tras veintinueve años en Europa, Henry James ideara un relato («El rincón feliz») en el que el culto y sensible protagonista se encuentra con el yo que hubiera sido de no haber huido de la vida que su familia le había preparado en esa ciudad monstruosa y mercantil. El doble es aquí un magnate de gran éxito que ha explotado el impulso por los negocios que el protagonista lleva dentro de sí, pero no quiso desarrollar. En lo diferentes que son el protagonista y su doble, en la vida tan distinta que, partiendo de un mismo punto, han llevado a cabo, hay, como decía al principio de este apartado, un contraste (acaso oposición) con la idea de que los acontecimientos, por muy diferentes que sean, hacen que todas las ramificaciones de la vida pertenezcan a un mismo árbol, que la figura del destino pueda siempre dibujarse a contraluz. UNA MIRADA AL AUTÓMATA

Recordemos la leyenda del origen de la pintura y la escultura. En ella aparece el simulacro, el doble como sombra, como lo otro de uno mismo. Unido en el Romanticismo al yo original moderno y con una connotación inquietante, da lugar al Doppelgänger. Pero, si lo vinculamos a la otra línea del yo moderno, la del yo como CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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identidad universal, como aquello que todo ser humano tiene (la línea que jalonan Descartes, Locke y Hume), aparece el autómata o el maniquí, el doble del hombre como género. SOMBRA

YO UNIVERSAL

AUTÓMATA

YO ORIGINAL

DOPPELGÄNGER

REFLEJO

AUTORRETRATO

Este nuevo doble, de frecuente presencia en la pintura y la ciencia ficción del siglo xx y de nuestros días, surge también en el Romanticismo. Aunque eso es ya materia de otro artículo…

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Internet y la crisis de la ciudad letrada Por MartĂ­n RodrĂ­guez-Gaona


Se suele pensar que la poesía es un arte minoritario, con una repercusión, a lo largo del planeta, cada vez más reducida. Recientemente, sin embargo, en algunos lugares como España, ésta ha cobrado una presencia sorprendente y significativa, que la ha llevado a convertirse en un fenómeno social, con cientos de protagonistas y miles de ejemplares vendidos. Así, en las librerías se va consolidando lo que hemos denominado como «poesía pop tardoadolescente», entre cuyos autores, best sellers y amateurs, se encuentran Marwan, Defreds, Irene X y Brandon (este último ganador del concurso Got Talent de Telecinco). Pero, como resulta evidente, la escritura lírica que goza de una creciente e inesperada popularidad no es toda la que se produce o edita, ni siquiera dentro del propio sector juvenil (los protagonistas de esta última etapa tienen en común el respaldo de multinacionales de la edición). Incluso hay quienes dudan en calificar tal escritura como «auténticamente poética». No obstante, fuera de matices formales (y de la voluntad de posicionamiento de distintas comunidades en un futuro canon), es un hecho que la que ha logrado tal notoriedad es la poesía de autores jóvenes, los definidos como nativos digitales: aquellos que emplean, con naturalidad y eficiencia, los recursos que les brindan internet y la revolución tecnológica. Este punto, sorprendente para los lectores tradicionales (que viven al margen de la interactividad electrónica y se informan de las novedades poéticas por la prensa nacional y las librerías), ha sido alcanzado paulatinamente gracias al apoyo de las redes sociales (con la apabullante primacía de Facebook, YouTube e Instagram) y al inicial esfuerzo de unas cuantas editoriales artesanas o emergentes (El Gaviero Ediciones, La Bella Varsovia, El Cangrejo Pistolero, Ya lo Dijo Casimiro Parker, Canalla Ediciones, Origami, Harpo, La Isla de Siltolá, entre otras), hoy, en cierto sentido, desplazadas por el éxito corporativo de la poesía pop tardoadolescente. En efecto, desde hace ya más de una década, los poetas nativos digitales (en sus diversas manifestaciones, que van desde el experimentalismo y la militancia política hasta el feminismo y la poesía realista figurativa) han encontrado un contacto directo y exitoso con el público, superando las expectativas editoriales vertidas hacia otros autores, más consolidados y convencionalmente prestigiosos. Uno de los primeros puntos para comprender este fenómeno requiere aceptar que, para los poetas prosumidores, la actividad poética desde comienzos de siglo tiene aspectos importantes que complementan la escritura en papel (como lo visual, 103

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lo auditivo, lo gestual y lo relacional) y que, por lo tanto, desde el momento en que se consolida la hegemonía de lo digital, las horas de navegación (virtual e interactiva) equivalen a una alfabetización y una formación que antes brindaba la lectura tradicional (solitaria y silenciosa). Los poetas nativos digitales son, por consiguiente, aquellos jóvenes autores nacidos a partir de 1980, usuarios desde la infancia de las nuevas tecnologías (como videojuegos, teléfonos móviles y ordenadores) que, a pesar de ser prácticamente inéditos o tener circulación minoritaria en papel, publican de manera habitual en formato electrónico, sea en blogs, en redes sociales como Facebook y Twitter o dentro de comunidades virtuales de su propia creación. Aunque pueda sonar extraño, el libro como unidad estética no parece fundamental para ellos inicialmente, ni tampoco la aprobación crítica en medios tradicionales. Este tipo de valoración es sustituido por la receptividad interconectada: resultan imprescindibles la inmediatez, la popularidad, la interactividad y lo efímero. A diferencia de otros momentos, en los que el poeta era ante todo un escritor, los poetas nativos digitales son prosumidores: productores y consumidores de textos (e imágenes) que mezclan, sin ningún tipo de prejuicios, afanes publicitarios y artísticos, el discurso público y lo íntimo, la actualidad política y lo lúdico, la individualidad y la máscara. Por lo tanto, resulta imprescindible tener en cuenta que la producción simbólica en la red, de la que la poesía es apenas un indicio, no está concebida para la contemplación o la reflexión, sino como algo para experimentar y compartir. Pero debe evitarse interpretar estos importantes cambios como una pérdida: gracias a la interactividad de internet, la pasividad asociada al consumidor es transformada en una actividad no sólo lúdica, sino también creativa. La red es, entonces, el espacio que mejor acoge la producción simbólica de aquellos individuos que, fruto de la transición demográfica, de otro modo no alcanzarían a manifestarse: la masificación mundial de la lectoescritura es un hecho irrefutable (como se comprueba en la actualidad con los cincuenta millones de teléfonos móviles que circulan sólo en España). Esta inédita experiencia, vital y estética, de emisión y consumo simultáneos, es la que otorga a los nativos digitales, internacionalmente, un profundo sentido de pertenencia a un colectivo. En consecuencia, las obras de los poetas nativos digitales suponen mucho más que un relevo generacional o una variación de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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estilo. Constituyen un indicio irrefutable del paso de la sociedad industrial a la sociedad de la información y, por lo tanto, implican cambios de infraestructura, del marco hermenéutico-epistemológico y de sensibilidad que, necesariamente, traen consigo una alteración del gusto literario. Esto es producto de un escenario inédito como el que plantea el mundo digital, contrapuesto a los entornos que generaron la civilización y la cultura como tradicionalmente las concebimos. En resumen, la dimensión social, el número de contactos virtuales, «amigos» o «seguidores» que posibilita la red, constata el poder de la interactividad para el desarrollo de potenciales lectores. De este modo, el consumo de información virtual y la reacción frente al mismo llegan a constituirse en un medio de expresión (personal o artístico) insuperable por su alcance e inmediatez. Un fenómeno que, en su conjunto, cada vez es más valorado por las editoriales y los medios masivos, pues supone un claro indicio de aceptación en el mercado. Por consiguiente, la inesperada aceptación de los poetas nativos digitales en España no se puede comprender sin tener en cuenta el predominio de la autogestión para la producción simbólica posindustrial. Así, en la actualidad el más hábil gestor de comunidades puede llegar a ser reconocido como el mejor poeta (en el razonamiento que equipara «mejor» con «más vendido»). Algo que a su vez, para la mayoría de los autores emergentes, a un nivel colectivo, supone un consciente anhelo grupal de proyección y posicionamiento como generación dentro del circuito cultural. Esta radical mutación necesariamente conlleva, asimismo, un cambio de prácticas y paradigmas. En la actualidad, desde esta perspectiva, una figura clave del proceso como la poeta, editora, periodista, modelo y gestora de comunidades Luna Miguel (Madrid, 1990) representa, de forma simultánea, algo parecido a lo que en su momento fueron Pere Gimferrer (como emblema de renovación juvenil) y Rubén Darío (como cabecilla y aglutinador internacional de autores). Una opinión que, aunque pudiese parecer exagerada o polémica, es contrastable, considerando la plena aceptación de la escritora en el sistema cultural (el medio editorial, el periodístico y el institucional), pese a que su obra, en un sentido estrictamente literario, no deje de ser incipiente. Fuera de nombres propios, todo este fenómeno, como no podría ser de otra manera, está lleno de paradojas. Mas estas múltiples contradicciones son también indicios de un periodo transi 105

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cional. Así, entre los poetas nativos digitales, a la predominancia de la imagen virtual se opone el persistente anhelo de la publicación en papel; a la superficialidad y el apresuramiento, la ambición por consolidarse institucionalmente; a la precocidad y su elogio, la producción prolífica, efímera y desechable; a la autonomía de proyectos y la diversidad, el establecimiento de jerarquías mediáticas; al liderazgo femenino, la discriminación positiva y la instrumentalización patriarcal del cuerpo como objeto de deseo. Y, por último, en los rasgos que, probablemente, definan mejor cierto clima generacional común a estos autores, el ensimismamiento emocional, la frivolidad y la grandilocuencia contrastan con vivencias extendidas como la precariedad económica, el exilio y la angustia existencial (factores vinculados a la condición millennial). Los poetas nativos digitales no siguen estricta o mayoritariamente los retos formales de la modernidad (y su pretensión de originalidad y ruptura), sino, más bien, tácticas asociativas y de promoción de índole publicitaria (buscando un posicionamiento mercantil, sin descartar el escándalo). La simplificación y la banalidad, en ciertos casos, de las propuestas se deben, recordémoslo, a que están hechas para una sociedad definida por esas mismas características. En consecuencia, la brecha que la irrupción de los nativos digitales crea con respecto a la cultura tradicional supone una ruptura sin confrontación, una disrupción tecnológica, favorable al asedio viral y el pragmatismo de la ética hacker. Como se aprecia, los poetas nativos digitales dominan y son la vanguardia en la interacción con las nuevas tecnologías, que será imprescindible para la producción simbólica en la era posindustrial (al punto de ser pioneros y fundadores de una transtextualidad digital). No obstante, para comprender en su dimensión este importante corte epistemológico, se debe asimilar también que los nativos digitales poseen, frente a otras generaciones, la ventaja de ser capaces de leer con gran eficacia los mensajes y los entramados del entorno virtual. Dicha óptima alfabetización digital es la que les permite superar la pasividad del mero consumo y crear con solvencia sus propios contenidos. En otros términos, los prosumidores son autodidactas con conocimientos avanzados de una retórica digital, multidisciplinar, cada vez más compleja y en constante desarrollo. Si tal condición pionera no fuese suficiente para destacarlos como una generación privilegiada, su juventud como circunstanCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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cia concreta encaja, además, con valores que la sociedad reclama, como la vitalidad, la belleza, la renovación y la novedad (lo que les ha permitido, en algunos casos, instituirse como marca). Como resulta obvio, ninguno de estos factores está vinculado estricta o exclusivamente con lo literario. La brecha entre los poetas nativos digitales y los autores de promociones previas ha surgido no sólo por voluntad de quiebre (la estrategia es bien otra), sino, fundamentalmente, por ser formados por una educación y una socialización distintas, simultáneas a la asimilación cotidiana del mundo virtual desde su infancia. Por consiguiente, se ha roto la división tradicional –social y comercial– entre productores y consumidores, pero en esta transición a lo digital se resquebrajan también valores más profundos, como los antiguos criterios de calidad del paradigma ilustrado. Así, en muchos casos, los poetas nativos digitales, frente a su comunidad de lectores en línea, promueven un reality show, un espectáculo en tiempo real (en el que él o ella y su entorno se convierten en protagonistas), por lo que asumen y transforman en su propio beneficio las exigencias de la sociedad del espectáculo: el diseño y la emisión de personajes –auténticos o imaginarios– que aspiran a ser socialmente reconocidos. En consecuencia, la centralidad del texto va cediendo ante estrategias comunicativas en las que la fotografía, el vídeo y la presentación en vivo cobran preponderancia, pues son herramientas primordiales tanto para la creación de una subjetividad pública como para el desarrollo de lo local, lo comunitario y lo relacional. Lo efímero y, en ocasiones, lo intrascendente (la superación definitiva del afán de eternidad como temporalidad impuesta por el cristianismo) son una mera consecuencia del cambio en las condiciones de producción. En este sentido, fuera de una pluralidad de formas y propuestas (las lecturas públicas en los bares, el verso libre prosódico, el poema en prosa, etcétera), también resulta imprescindible reconocer el predominio en las redes de un tipo de lectura adolescente y/o sectaria, realizada no para interpretar asunto alguno, sino para la identificación con el yo (emisor o sujeto lírico) y el entretenimiento (el espectáculo). Es decir, la apropiación de textos e imágenes con el propósito de reafirmar tanto identidades como discursos preconcebidos, diseñados y avalados por los medios masivos (como en los casos de una identidad juvenil neorromántica o ciertas militancias). O sea, la representatividad estadística en función de características de generación o género. Y esto, 107

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como veremos, será decisivo para la transformación mercantil de la poesía y la llegada del branding corporativo. No puede sorprender, entonces, que la influencia de los medios masivos y la presión comercial de internet condicionen la autogestión de los prosumidores (en especial, la de los nativos digitales), incitándolos a la elaboración de imágenes para el consumo, que sostengan tanto el intercambio económico como el populismo virtual. De esta manera, en concordancia con un sistema cultural en el que se ha cambiado la valoración artística por el éxito mercantil (el auge de los rankings, las listas y los best sellers), el nuevo criterio de aceptación es la popularidad, ya normalizada para los nuevos territorios abiertos por la interactividad digital. Como resultado, las editoriales, cada vez con más frecuencia y más abiertamente, buscan en los autores el derecho a la explotación de una imagen antes que la calidad de un texto. Para el poeta nativo digital, como prosumidor, su deseo de convertirse en un autor se confunde con el de autorrepresentarse y consolidar una imagen corporativa de sí mismo, lo que en mercadotecnia se denomina branding. Es decir, la interactividad virtual, iniciada como un medio de expresión, se transformó, por la naturaleza competitiva y comercial de internet, en la exhibición de un producto (la obra), lo que pronto se haría indisociable de la proyección de una imagen personal, fomentando la creación de una marca (el personaje). El proyecto y la obra, en última instancia, ya no se limitan a la escritura, sino que suponen la creación de todo un sistema de representación simbólica alrededor del sujeto. Resulta imprescindible, por lo tanto, enfatizar que la autorrepresentación, por necesidad, busca un correlato en el mundo real para llegar a ser plenamente fructífera. Y esta exigencia es la que va obligando a los poetas prosumidores a desarrollar una retórica de la identidad y la representación digitales que, en muchos sentidos, opaca o subvierte los valores formales asociados previamente con lo literario. Es decir, la condición de celebridad sustituye al virtuosismo, la techné o lo sublime. Por consiguiente, determinados rasgos histriónicos de personalidad serán los predilectos también a la hora de crear, gestionar y reconocer una comunidad virtual. De este modo, características personales como el carisma, la fotogenia o cierto exhibicionismo narcisista son favorecidas por el circuito comercial (en detrimento de lo exclusivamente artístico o literario). Pero dicho cambio promueve de forma inevitable un simulacro, pues esto no implica sólo que la simpatía sea preferida frente a la agudeza o la erudición. En CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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muchos casos, las espectaculares personalidades virtuales apenas concuerdan con sus autores en la realidad, ni sus gestos se corresponden con las propuestas expuestas en los libros, una vez que éstos son publicados. Incluso, dentro de la diversidad de comunidades poéticas virtuales que ha generado internet (Tenían Veinte Años y Estaban Locos, La Tribu de Frida, Oculta Lit, etcétera), no todo puede ser beneficioso en el fomento de una promoción de emprendedores electrónico-literarios. Siguiendo incesante la lucha por un posicionamiento comercial (el darwinismo publicitario), y respondiendo a la saturación de propuestas derivada de un crecimiento demográfico, la producción simbólica virtual ha acabado, definitivamente, con el concepto de las grandes obras. Más allá de la masificación y sus riesgos, lo que ha dejado de ser posible es un consenso en torno a las mismas (por lo tanto, no se incentivan o fomentan). Para el mundo editorial, que apunta a conformar el mainstream, la representatividad, la sorpresa y hasta el escándalo son factibles y cuantificables, industrial y estadísticamente, antes que la unanimidad sobre la relevancia o la calidad de un libro. Ésta es una receta bastante repetida, desde hace décadas y, por ende, también supone el pilar sobre el que se sostiene la apuesta comercial del sistema. Así pues, la hiperactividad y la angustia de la autogestión de las propuestas de los nativos digitales, más allá de su pluralidad, se reduce a una sola pregunta: ¿cuántos poetas pueden asimilarse, comercial o institucionalmente, por década? Sostenemos que el contundente éxito de los poetas nativos digitales en España (su actual instrumentalización por lo corporativo, que deriva en el diseño de productos editoriales a partir de la poesía pop tardoadolescente) se debe, fundamentalmente, a cierto desfase que no ha permitido establecer criterios óptimos y claros de renovación dentro del circuito cultural. El siglo xx finalizó con una institucionalidad literaria sin criterios definidos, deficientemente modernizada (centrada en la cultura como espectáculo, como en las efemérides y las celebraciones regionales, sin mayor renovación de discursos ni protagonistas). Por lo tanto, el inicio de la brecha entre la cultura letrada y la cultura digital estuvo en las fallas del propio sistema literario.

A partir del ensayo inédito La lira de las masas. Internet y la crisis de la ciudad letrada.

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Ingmar Bergman en su centenario Por Carlos Barbรกchano

Ingmar Bergman y Victor Sjรถstrรถm, 1957


«El objetivo de cualquier arte que no quiera ser «consumido» como una mercancía consiste en explicar por sí mismo y a su entorno el sentido de la vida y de la existencia humana. Es decir: explicarle al hombre cuál es el motivo y el objetivo de su existencia en nuestro planeta. O quizá no explicárselo, sino tan sólo enfrentarle a este interrogante. »Al contrario de lo que se suele suponer, la determinación funcional del arte no se da en despertar pensamientos, transmitir ideas o servir de ejemplo. La finalidad del arte consiste más bien en preparar al hombre para la muerte, conmoverle en su interioridad más profunda». Andréi Tarkovski

Nos dejó dicho Bergman a lo largo de su colosal obra que lo que hace fascinante al cine es su probada capacidad de evitar el intelecto para dirigirse directamente al subconsciente del espectador. Coincide en ello con Buñuel, quien en su famosa conferencia «El cine, instrumento de poesía» nos describe de forma pormenorizada este mágico proceso. Ambos ligan el cine con el sueño y, en consecuencia, con el surrealismo. Ambos persiguen despertar al espectador, sacudirlo, penetrar en los rincones inexplorados de nuestra por lo general adormecida consciencia. Ambos, por último, adoran la música y encuentran en su infancia la fuente primordial de su inspiración. De niños, curiosa coincidencia, frecuentaban a veces la oscuridad de los armarios, por motivos muy distintos, y en su clausura ensoñaban imágenes que los redimían de la mediocridad cotidiana. El cine ya estaba allí. Si me permito compararlos es porque son artistas que hicieron de su propia vida el meollo creativo de sus obras. Vidas, ambas, bien marcadas por sendos traumas religiosos, luteranos o católicos. La obra que nos ha dejado Bergman, hijo de enfermera y de pastor protestante, es inmensa. Más de medio centenar de películas y diversas obras audiovisuales, junto con docenas de montajes teatrales. A lo largo de su dilatada vida (1918-2007), jamás abandonó el teatro; fue siempre un hombre de teatro fascinado por el cine, y esa fidelidad le proporcionó, entre otros activos, su indudable maestría en la dirección de actores. Strindberg, Ibsen y Molière fueron sus autores de cabecera y, con ellos, Shakespeare, Camus, Chéjov, Anouilh, Goethe, Pirandello, Tennessee Williams, Brecht, Sade, Büchner, él mismo y su admirado homónimo Hjälmar Bergman. En 1986 tuve el privilegio de poder ver y sentir en el teatro Español de Madrid su extraordinario montaje de La señorita Julia. Pocos artistas como él han explorado tan eficazmente el universo femenino. Teniendo muy presente desde su primera etapa como realizador las enseñanzas de Ibsen («Nuestra sociedad es masculina, y hasta que no entre en ella la mujer no será humana»), la mujer se constituye en el centro de su obra, de Crisis (1946) a 111

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Saraband (2003), y también de su propia vida, por sus numerosos matrimonios y relaciones íntimas con sus actrices principales: Harriet Andersson, Bibi Andersson y Liv Ullmann. Así, la película que creo más significativa de su primera etapa, Juegos de verano (1951), gira en torno a Marie, bailarina consagrada que renuncia al amor por su abnegada profesión. Su reconocimiento internacional le llega con Un verano con Mónica (1953), obra de una frescura y modernidad absolutas. Una jovencísima pareja rompe con todo tipo de ataduras sociales y se escapa a una isla del Báltico. Durante un apasionado verano, viven su amor en plena libertad. Pero el verano termina, llega el otoño y las carencias materiales y, con ellas, la necesidad de volver a la ciudad y retomar sus grises vidas. La película se cierra con ese primer plano de Mónica (Harriet Andersson) ante la cámara, que pronto sería homenajeado por buena parte de la nouvelle vague. Jean-Luc Godard, sin ir más lejos, proclamaría: «Es la película más original del director más original que existe». Merece la pena recordar otros dos títulos enmarcados en esta primera mitad de los años cincuenta. Sueños (1955) es una agradable y mundana tragicomedia, más lo segundo que lo primero, que reúne dos aventuras amorosas: un viejo y adinerado seductor queda desenmascarado por su propia hija y un marido infiel corrido ante su obsesiva amante y su tenaz esposa. Nuevo triunfo de las mujeres en la implacable disección que Bergman desarrolla incesantemente de la moral burguesa. Los sueños se convierten en pesadillas en Noche de circo. Un arranque desasosegante, con la vejación colectiva de la esposa del payaso por todo un regimiento, y un continuum terrible donde se arremete contra la precaria condición del artista, sea cual sea su jerarquía: el actor de teatro veja al cómico de circo y aquél, a su vez, no tiene mejor concepto de sí mismo. Infidelidades, burlas, desnudeces morales (masculinas), frente a las físicas (femeninas), desembocan en un final en el que prima la triste resignación de los cómicos ante la imposibilidad de cambiar de vida. Sonrisas de una noche de verano (1955), prologada por otra comedia, Una lección de amor, cierra este magnífico lustro y, esta vez, con el aplauso no sólo de la crítica y de otros notables cineastas, sino con el beneplácito del público. Inteligente juguete cómico que recuerda tanto a Shakespeare, Marivaux o Strindberg (de nuevo La señorita Julia) como a las óperas de Mozart, o a Jean Renoir y Arthur Schnitzler y sus memorables La regla del juego y La ronda. Inolvidable su divertidísimo final, en el que un fallido suicidio, el del desesperado joven Henrik, enamorado de la joven esposa de su padre, el mundano abogado Egerman, se convierte en una de las escenas de amor más hermosamente barrocas de la historia del cine. Una muestra más de la enorme versatilidad de Bergman, de su riqueza de registros. Capaz de pasar de las carCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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gas de profundidad psicológica al cosquilleo de las burbujas de champán. Tragedia, comedia, melodrama… Nada se le resiste y en todos los cometidos sale airoso. Una de las claves de su éxito –no me cansaré de repetirlo– es su extraordinario oficio como director de actores. Otra, el saber rodearse de magníficos técnicos, de su probada capacidad de hacer equipo con ellos: logra, de ese modo, crear ambientes de plena camaradería y solidaridad. Dieciséis películas en diez años dan paso a otra década creativa no menos fecunda que se inaugura con El séptimo sello y Fresas salvajes, ambas de 1957, títulos paradigmáticos de lo que pronto se conocerá por cine de arte y ensayo. Ambas nos llevan a uno de los temas más hondamente bergmanianos: la muerte. En la primera, la muerte alcanza al caballero (un Max von Sydow que parece salido de una talla medieval), quien, para sortearla, le propone jugar una partida de ajedrez. La prolongación del juego, interrumpido por la casual aparición de varios personajes y situaciones, supondrá la de su vida y la del propio film que, si bien termina con la inevitable cita, deja abierto un resquicio a la esperanza en la partida de la joven familia de comediantes hacia nuevos horizontes. En Fresas salvajes, además de rendir homenaje a uno de sus maestros cinematográficos, Victor Sjöström, encarnando al viejo profesor que recuerda su vida en lo que será su último viaje, combina con sabiduría vejez y juventud, en un ejercicio de nostalgia por el tiempo que ya no volverá, pero, nuevamente, de vitalidad e ilusión por el futuro, representado ahora en los jóvenes con los que el viejo profesor se encuentra. El rostro (1958) es una de las obras favoritas de Bergman. En ella asistimos a una representación teatral en la que un mago (de nuevo Von Sydow, su actor fetiche) trampea ficción y realidad en un trasfondo de humor negro. Pocos meses antes, realiza En el umbral de la vida, exaltación de la misma en un tono casi documental a través de la maternidad y la concepción. Con su descarnada evocación de la Edad Media, El manantial de la doncella (1960), que une violación y milagro, el mal y el bien, logra su definitiva consagración internacional. La década se cierra con la llamada trilogía del silencio, verdadera carga de profundidad en su filmografía, la conformada por Como en un espejo, Los comulgantes y El silencio, verdadero grito ante la ausencia de Dios. Como en un espejo (1961) nos lleva a otra de sus constantes, la locura, en este caso, encarnada en la esquizofrenia de Karin, el nombre, por cierto, de su madre y uno de los más repetidos entre sus heroínas. Los comulgantes (1963) recrea, en un ambiente que nos recuerda a Dreyer, un mundo sin Dios en el que la intercomunicación humana es prácticamente imposible. En El silencio (1963), Bergman, frente a la austeridad de sus dos anteriores títulos, abraza el camino de la abstracción y una estética 113

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desenfrenada en esa irreal estancia de dos hermanas antagónicas, incapaces de la menor empatía, y un niño desconcertado en el hotel de una ciudad inexistente, Timoka, tomada por un ejército y cuyos habitantes hablan una lengua desconocida. Frente a la inquietante y oscura dramaturgia de El silencio, su siguiente título, Esas mujeres (1964), es un ligero juguete cómico, impuesto en parte por su productora, del que se siente insatisfecho. Asume por estos años la dirección del Dramaten, el Teatro Real sueco, al que le da un nuevo impulso y, en apenas un verano, concibe, en medio de una paradójica crisis personal y creativa, Persona (1966), la que tal vez sea su obra cumbre. Elisabet Vogler (Liv Ullmann) es una actriz que se sume en una profunda crisis, perdiendo su fundamental instrumento artístico, la palabra. Se retira con su enfermera, Alma (Bibi Andersson), a una isla donde se anula el tiempo y las identidades de ambas se funden. El rodaje de esta película, en absoluta libertad, tiene un efecto catártico para Bergman: «Alguna vez –nos confiesa en Imágenes– he dicho que Persona me salvó la vida». La hora del lobo (1968) es, de hecho, una película gótica donde Bergman, en la figura del atormentado pintor protagonista, da rienda suelta a sus demonios. Éstos vuelven a la carga en La vergüenza (1968), en la que una pareja de músicos huye de la pesadilla de la guerra. Pasión (1969) y La carcoma (1971) ahondan en la complejidad de las relaciones amorosas, en tanto que en Gritos y susurros (1973), título tan inolvidable como Persona, vuelve a la obra de cámara en la que ahora tres hermanas y una criada, volcada en el cuidado de la hermana enferma, se nos muestran recluidas en una mansión donde el color rojo impera en los interiores, en pleno contraste con el blanco de los trajes de las actrices: «Todas mis películas se pueden pensar en blanco y negro –declara–, excepto Gritos y susurros». De nuevo, el tiempo se detiene mientras asistimos a la agonía de Agnes que, frente a la guerra soricida, sólo encuentra consuelo en la piedad y la ternura de Anna, la sirvienta. Salvo Gritos, El huevo de la serpiente y Sonata de otoño, estas dos últimas rodadas durante su duro exilio de Suecia por unas, finalmente, inexistentes deudas tributarias, lo que lo lleva a una profunda depresión, la década de los setenta es la de sus extraordinarias series televisivas, reducidas, asimismo, en filmes de duración estándar: Secretos de un matrimonio, La flauta mágica (Mozart festejado por Bergman) y Cara a cara… al desnudo. Sonata de otoño nos ofrece una nueva reflexión sobre el arte y la vida en la visita de una famosa pianista (Ingrid Bergman) a su hija (Liv Ullmann, la actriz y colaboradora por excelencia de su última etapa). Los ochenta se inauguran con De la vida de las marionetas, dura incursión en las simas matrimoniales. De inmediato, realiza CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Fanny y Alexander, serie y película, obra testamentaria de gran brillantez (su mayor éxito comercial), repleta de referencias autobiográficas, que marca su regreso a una Suecia que se vuelca ahora en su director más prestigioso. La siguen varios telefilmes, basados algunos en sus propios montajes teatrales. En 1987 se publican sus memorias bajo el acertado título de Linterna mágica, uno de los libros más despiadadamente autocríticos, más lacerantemente sinceros que he leído en mi vida. Imágenes, los testimonios escritos de sus títulos más significativos, inicia la siguiente década, en la que se inscriben tres películas claramente autobiográficas que no dirige, pero que escribe o inspira, puesto que están basadas en otros de sus libros, en una época en que la escritura centra su vida. Destaca, entre ellas, Las mejores intenciones, de Bille August, su discípulo danés, donde se recrea la vida de los padres de Bergman justo hasta el momento de su nacimiento: digamos que asistimos a la historia prenatal de Bergman, como señalaría María Zambrano. Saraband, ya en nuestro siglo (2003), es su emocionante y sobria despedida. Una historia de amor crepuscular en la que la antigua pareja conformada por Marianne (la imprescindible Liv Ullmann) y Johan (Erland Josephson, el actor fetiche de su vejez) se reencuentra al cabo de los años en una casa de campo. Paralelamente, asistimos a una relación de odio y desamor profundo, casi trágico –y digo «casi» porque el humor se filtra de vez en cuando en el relato–, entre Johan y su apesadumbrado hijo, Henrik (Börje Ahlstedt). Y la ausencia de la fallecida esposa de éste, Anna, omnipresente en el recuerdo. Queda, por fortuna, un rayo de esperanza en la bella y vital figura de la nieta, joven y talentosa violonchelista (Julia Dufvenius), que nos redime a través de la música del infierno de los sentimientos. Liv Ullmann abrirá y cerrará una especie de pieza de cámara, con el trasfondo de la zarabanda de Bach, plena de dramatismo, en diez momentos o secuencias protagonizadas de forma magistral por los cuatro personajes-actores, en diálogos que se convierten, por lo general, en vibrantes monólogos dirigidos directamente al espectador, en unos memorables planos cercanos. Una joya donde Bergman, como nos confiesa tras finalizarla con ochenta y cuatro años, llega a lo máximo, consciente de que es lo último que hará en la vida. Linterna mágica e Imágenes tienen traducción española en Tusquets. Las mejores intenciones, Niños del domingo y Conversaciones íntimas, o sea, el resto de los libros de Bergman, también pueden encontrarse en esa editorial. Sus diarios de rodaje, titulados Cuadernos de trabajo, acaban de ser publicados por Nórdica. 115

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Fernando Díaz-Plaja, últimas andanzas de un vividor Por María de los Ángeles González Briz


«¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol?». Eclesiastés, 1, 3

Un niño feo. Casi imposible imaginar, para alguien que haya conocido la persona o el personaje, que esa imagen fuera la elegida para la base sobre la cual trazar la posible biografía. Sin embargo, corresponde a la primera presentación que hace de sí mismo Fernando Díaz-Plaja (Barcelona, 1918-Montevideo, 2012) en El viaje de mi vida: Melilla, 1922. Un niño feo y bizco llamado Fernandito [cuyas lógicas, pero ingenuas ocurrencias de hermano menor] producen gran hilaridad en el resto de la familia y se repetirá[n] a lo largo de [la] infancia. […] Esas «gracias» que, en su mayoría, divierten tanto a los parientes como aburren a los extraños. Algo así como las fotos o películas hechas en las excursiones que sólo aprecian los que figuran en ellas, a pesar del empeño de sus creadores para mostrarlas a todas sus visitas (1999, pp. 13 y 14). La cita permite inferir, tal vez, uno de los propósitos implícitos en su obra: mantener la «gracia» y el protagonismo de niño mimado; poder hablar de sí mismo, de sus viajes y experiencias sin aburrir, transformando la mostración de lo propio en la producción de una curiosidad que la escritura a la vez satisface. El lector añoso y con memoria recordará, sin embargo, a Fernando Díaz-Plaja (Barcelona, 1918-Montevideo, 2012) por la estampa elegante, atractiva y en cierta forma desenfadada, su figura de actor de cine, muy difundida por los medios masivos a partir del éxito rutilante de El español y los siete pecados capitales (1966) y todo lo que siguió a éste por dos buenas décadas. El detalle anecdótico elegido, que concentra los únicos episodios de la infancia, construidos o seleccionados de entre los relatos familiares con los que quizás alguna vez se identificó, resulta irónico a la luz de esa imagen pública para la que trabajó con ahínco, pero tal vez sea el reverso que, en el fondo, la explica. Así culmina esa única evocación infantil, que corresponde a la radicación de la familia en Melilla, donde el padre había sido destinado como oficial del Ejército: La población, hispana en su mayoría entre las tropas y servicio administrativo, no tenía demasiado contacto con los indígenas, excepto en el servicio doméstico. Nuestra criada se llamaba Aixa y cuando la invitábamos a volver con nosotros a la Península se asustaba. «No, no, los españoles cortar cabeza». 117

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En vano intentaba Guillermo, mi hermano mayor, explicarle que tan españoles éramos nosotros como los que iba a encontrar en Madrid o Barcelona (1999, p. 14). Un niño feo, el pequeño de la familia, creciendo con la mirada puesta en Guillermo, el mayor y admirado. Sin embargo, la apostura, el aspecto físico, el cuidado por agradar y agradarse aparecen como marcas constantes en entrevistas y en las referencias de vida, siempre intercaladas en sus libros de divulgación, en los relatos de viajes, en los anecdotarios de costumbres. Además de éstos, considerando su vastísima producción, se percibe con claridad otra vertiente: a la par de sus libros más conocidos y muy populares (El español y los siete pecados capitales llegó al millón de ejemplares vendidos), trabajó empeñosa y metódicamente el historiador de la vida política y de las costumbres.1 Pero estaba advertido acerca del precio que suponía el doble juego, y que la figura deportiva y cuidada punteaba en contra del prestigio serio y aun de las posibilidades académicas, al menos dentro de España, en los años sesenta y setenta: «El erudito tiene que ser bajo, con gafas de concha, y tanto más insignificante como hombre cuanto más importante en la ciencia» (1975, p. 22). La cita también pone de relieve los ideales que estimaba y lo que hacía, en su opinión, a un hombre no «insignificante». Si bien declara que su altura y su voz sonora le granjearon a menudo la animadversión y la envidia, y contribuyeron a forjar el prejuicio de su pedantería, no deja de ser ambivalente la forma en que supone que los otros lo perciben a primera vista, según declara en Mis pecados capitales: «¿Quién es ése que viene avasallando?» (1975, p. 21). LOS DÍAZ-PLAJA

En un severo balance que hace José-Carlos Mainer de la trayectoria de Guillermo Díaz-Plaja (1909-1984), señala que «en 1941 había instado expediente de notoriedad para fundir en uno solo sus dos apellidos y configurar de esa manera su muy eufónico nom de plume» (2003, p. 17). Guillermo fue el mayor de una familia de cinco hermanos que dio tres escritores. En medio de los varones, crecieron Mercedes, Pilar y Aurora, esta última periodista, narradora y reconocida bibliotecóloga. No hay noticias de anteriores intelectuales en la genealogía. También afirma Mainer que «cuando acababa el decenio de los sesenta, Guillermo […] parecía estar en la cumbre de toda buena fortuna literaria»: poeta, miembro de la Real Academia, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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«autor de más de un centenar de libros, conferenciante reputadísimo, colaborador en la prensa de más tirada» (2003, p. 17). De modo que puede presumirse la conciencia y el propósito de Guillermo como fundador y cabeza de un linaje nuevo que el doble apellido consolidaría. En Latinoamérica y hasta aun bien pasada la fecha de su muerte, Guillermo fue, indudablemente, más conocido que Fernando: su obra crítica, publicada en editoriales españolas de mucha circulación o en sellos de Buenos Aires, era de inevitable consulta para los estudiantes de literatura, en especial, sus Historias, su Romanticismo, su Modernismo frente a Noventa y Ocho, su Azorín, su Valle-Inclán, su García Lorca. Sólo a la distancia y prestando atención a ciertas semejanzas, puede revelarse el paralelismo entre la obra de los dos hermanos varones que, si no compitieron, lograron, mediante la estrategia de la diferenciación pública, que pasaran inadvertidas las enormes coincidencias. En general, el mayor fue considerado el profesor serio, al que se adjudica erudición, y al menor se le atribuye la frivolidad, el afán económico o el oportunismo comercial, el narcisismo y el juego –cuestión esta última que él señala respecto a la muy frecuente categorización suya como playboy en los medios masivos (1975, p. 23)–. La estrategia de autopromoción de Fernando, muy apoyada en sus imágenes fotográficas para la prensa masiva, contribuyó a esto.2 Lo cierto es que, a fines de los sesenta, Fernando estaba, asimismo, en la «cumbre de toda buena fortuna»: gracias a un libro de éxito, había logrado la notoriedad y el dinero que le permitieron la elección de codearse con la nobleza y los artistas, llevar un tren de vida lujoso por un buen periodo –cruceros, viajes por el mundo, deportes exclusivos, autos descapotables, vivía en uno de los pisos más alto en el edificio más alto de Madrid–, además de publicar sin restricciones más de un título por año. Aunque eso no podía quitarle los antecedentes eruditos: once libros anteriores, varios de los cuales eran de historia duramente documental, así como otros de un género que llevó a su apogeo en España, la historia de las costumbres y las idiosincrasias, los anecdotarios, en los que conjugó la erudición con la afición a enterarse de las menudencias de la vida cotidiana,3 e incluso volúmenes de historia literaria organizada en base a sesgos temáticos y concebidos amenamente para un público amplio y no especializado. Antecedentes de los cuales resultan las más evidentes semejanzas entre los dos hermanos: la extraordinaria entrega al trabajo, la hiperproductividad, la capacidad para la escritura divulgativa, a la 119

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que en los dos casos se suma la abrumadora cantidad de lecturas rastreables en ficheros y clasificaciones, la inteligencia para la organización de mapas conceptuales y para extraer de esas lecturas conclusiones de una abstracción suficiente que permita superar la descripción de casos. Guillermo lo hace explícito cuando afirma que la principal virtud que ha de tener la crítica literaria –una de sus especialidades– es «la capacidad de síntesis;4 ya que ninguna labor podrá realizar aquel que, como el singular erudito que satirizó Anatole France, corre siempre el riesgo de morir asfixiado bajo el peso de sus propias fichas. Sólo el edificador de esquemas es capaz de transmitirlos a los demás» (1968). Esta cualidad es especialmente importante para el historiador de la literatura, quizás la más sobresaliente actividad a la que se dedicó Guillermo. Su archivo, en la Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona, tiene mucho en común con el conservado de Fernando en el Centro Cultural de España de Montevideo, y aun con el de Aurora en la Facultad de Bibloteconomía, también en Barcelona. Revelan el mismo método de trabajo arborescente que podría enloquecer a cualquiera que no tuviera sus capacidades: infinidad de recortes, fichas, anotaciones, fragmentos.5 Una común compulsión omnívora de registro llevaba a los hermanos a anotarlo y guardarlo todo, a la vez que eran capaces de procesarlo sin parálisis, transformándolo en escritura casi inmediata. Si Guillermo logró tempranamente el sillón en la Academia, Fernando alcanzó muy joven algo inaccesible al mayor, la regular docencia universitaria. Ambos viajaron mucho como invitados a conferencias, pero Fernando lo hizo, además, para dictar cursos y fue corresponsal de prensa. Ayudante en la Universidad de Barcelona entre 1943 y 1945, comenzó luego a moverse, primero, como lector de español en universidades europeas y, luego, como profesor invitado anualmente en varias de los Estados Unidos. Están aún por rastrearse los caminos de acceso a esos niveles y la medida en que jugó la importancia de sus dotes sociales, el éxito de sus hábiles gestiones y contactos con notables, el peso de su obra «seria», la eventual recomendación de Guillermo.6 Aceptemos, con Blas Matamoro –quien tan agudamente se ocupó de los escritores y la familia, así como de las familias de escritores, entre ellos, los hermanos–, que toda biografía es «la historia de un deseo cuyo objeto se configura al escribirse» (2010, p. 11). Bajo ese presupuesto, puede considerarse lo que cuenta Fernando que ocurre cuando publica su primer libro como hisCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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toriador, con el que cosechó varios elogios. Enseguida llega a sus oídos la maledicente opinión de que «de los Díaz-Plaja», él era «el bueno» (1975, p. 256). Por un lado, lleva el supuesto elogio a su terreno preferido (la idiosincrasia española), descontando que en España «la admiración suele dedicarse como máximo a uno de cada familia. […] Si dos hermanos se dedican a la misma profesión, siempre habrá uno malo y uno bueno; jamás dos buenos» (1975, p. 256). Por otra parte, sobreentendiendo la envidia, reconoce que el comentario «no le resultó jamás agradable de oír, porque era evidente que con ello no se trataba de subirme a mí, sino de rebajarlo a él», dado que Guillermo era muy exitoso y notable en ese entonces. Transcurrido el tiempo, y siguiendo paralel­os caminos de reconocimiento y destaque, los dos ya «situados en la fama» –él, según dice, gracias a su «suerte» con los libros, el hermano mediante su ingreso a la Academia y la admiración de «no pocos hispanistas del mundo»–, por fuerza pasó Fernando a ser él el Díaz-Plaja «malo» (1975, pp. 256 y 257). PARENTESCO Y OTRAS HISTORIAS

Es atrayente la hipótesis de que, contrastando la obra de los hermanos Díaz-Plaja, aparezcan superposiciones o que resulten, en algunos aspectos, complementarias. En los primeros movimientos editoriales de Fernando, se perfila pronto un ir tras los pasos del hermano, quien desde fines de los veinte venía publicando artículos de investigación filológica, que alternaba con estudios panorámicos y antologías, en los que se aprecia la capacidad para la selección por épocas y por núcleos temáticos, algo que resultaría conveniente, a juzgar por las reediciones, y que Fernando explotará luego al máximo. «Seleccionar es un modo de preferir», diría Guillermo (1968). Y será el caso de sus primeras antologías, Visiones contemporáneas de España. La patria vista por los escritores (1935, reeditado en 1936) y Antología temática de la literatura española (1940), una anterior y otra posterior a la guerra. No puede negarse que también él tuvo olfato y sentido de la oportunidad. Desde los años cuarenta hasta su muerte preparó ensayos en los que seguiría un tema o motivo en la historia o en la historia de la literatura (el amor, el mito de don Juan, el campo, la maternidad, la actitud hippy en la historia). En los dos primeros temas, coincidirá luego Fernando, quien igualmente se interesaría por historias más extravagantes, como la de la barba, la del juguete, y series temáticas como el «médico en la literatura española», el «árbol en la literatu 121

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ra española», o «el tango y los cuernos», pero escribió, asimismo, sobre el Corán, sobre los judíos españoles, sobre el humor. Las afinidades de los hermanos se cruzarán, además, en la atención a Goya, a Cervantes, al Romanticismo y, sobre todo, en la preparación de relatos de viajes, con predilección por los sitios exóticos. Aunque desconocemos el posible intercambio de lecturas o datos entre ellos, las portadas de los libros de viajes de la colección La Vuelta al Mundo en Ochenta Libros, de Plaza & Janés, de los años setenta, muestran similitudes que es difícil no sospechar producto de una estrategia publicitaria que aprovechó el parentesco. Suponemos que, al cabo, era mejor sumar. En otras ocasiones, Fernando (o sus editores) parecieron optar por sacar rendimiento a la celebridad del hermano, pero para marcar una diferencia. Historiador por formación inicial, desde los tomos de La historia de España en sus documentos, preparados desde fines de los cincuenta, hasta Otra historia de España (1975), había ganado prestigio como desmitificador de las versiones antagónicas y reduccionistas. Guillermo, a su vez, literato por formación inicial, se había especializado buenamente en las historias clásicas de la literatura. Cuando Fernando pasa a ganarse la vida como profesor de literatura española –ya consolidado su gran éxito editorial–, publica un libro de ensayos y lecturas que surgirían de la preparación de sus clases en los Estados Unidos, y al que no tiene mejor idea que llamar Nueva historia de la literatura española, título que sugiere una contestación o renovación respeto a las obras más conocidas de su hermano, perspectiva de la cual luego el volumen no da en realidad cuenta. Pero parece cierto que no hubo rivalidad, sino colaboración. En una de las pocas cartas que se conservan entre ellos, enviada por Fernando desde Estados Unidos, se permite aconsejar al mayor no sólo en asuntos de trabajo y dinero (de ganancia, en lo que él parecía el experto), sino incluso en cuestiones más delicadas. Querido Guillermo: Me encanta la noticia de tu nuevo cargo en ABC realmente importante pero realmente merecido. Eso sí son puestos que me alegra tengas, dentro de tu línea y sin ligazones de otro tipo. Te lo digo porque la última vez que había visto tu nombre en ABC fue al pie de un artículo tuyo en que ensalzabas por dos veces el nombre del director general sin ninguna necesidad y lo que es peor, desde el punto de vista práctico, abrías la puerta –¡parece que invitabas!– a una polémica sobre los libros de texto que no creo te convenga nada. Sí, señor; estoy muy contenCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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to. Mucho más que si te hubieran dado el puesto de director de La Vanguardia. Y ya ves a mí me convendrías más en este puesto que en aquél. Adiós crítica amable de ABC, adiós. Adiós Mil gracias por el anuncio del libro y la dedicatoria. Me has ganado por la mano, por pocas semanas… […] Catorce mil por trimestre está bien. Pide viajes sin cargar más la cuenta de sueldo. A veces están más libres de añadir extras que de subir salarios. Yo me quedo aquí otro año, como ya sabrás. […] [Antonio] Buero Vallejo viene invitado por el Departamento de Estado para una gira… ¿Te convendría algo así? Veo que has dejado paso a los demás pero ninguno escribe. Buero Vallejo vino y dio una conferencia y yo lo presenté (2009, pp. 158-160). Desde lejos, Fernando puede ver mejor el horizonte de la política española, quizás hasta advertir un lento declinar del régimen. Con unos años menos, probablemente menos rozado por las amarguras y riesgos de la inmediata posguerra, y con mayor conciencia y confianza de estimarse a ambos ya «situados en la fama», le reprocha suavemente la innecesaria obsecuencia. Por último, deben señalarse las coincidencias en la tentación autobiográfica que los hermanos desfogaron en esfuerzos varios. Los relatos de vida tienen en ambos casos dos apoyos fuertes: por un lado, las anécdotas y observaciones de los viajes y, por otro, la importancia concedida a la construcción pública de sí mismos en cuanto escritores. En cualquiera de las opciones, cumplen la tendencia a «decir de menos» (2004, p. 151), señalada por Anna Caballé como poética predominante en la autobiografía española hasta el siglo xx: la adscripción al modelo «visto y vivido», la sustracción pudorosa de la intimidad, la «elipsis de la interioridad», la falta de análisis de uno mismo (2004, p. 151). Las esferas en que los Díaz-Plaja despliegan la mostración del yo serán los anecdotarios de viajes que los tienen como protagonistas y, en especial, lo relativo a la vocación y desarrollo de su figura como escritores.7 Ése es el mayor alcance que dieron a lo personal en sus escrituras, lo que rozó a veces la autopromoción, y que irá acompañada de una paralela construcción fotográfica de la «figura»: profesoral, distante, autorizada, en un caso; deportiva y mundana en el otro; cosmopolita en ambos. Incluso Fernando ofrece, en Mis pecados capitales, menos de lo esperable acerca de 123

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lo que supuestamente más importa –la vida– y dedica la mayor parte de las páginas a hablar de las distintas recepciones a su obra y a su lugar en el mundo literario. PECADOS: LA VANAGLORIA

En el caso de Fernando, la mencionada ausencia de intimidad e introspección en los relatos autobiográficos se complementa con un señalado culto a sí mismo que mantuvo a raya, al parecer de sus conocidos, acotándolo a un álbum de uso doméstico, que exhibía a las visitas y que, posiblemente, le haya servido de consuelo para sostener los vaivenes y el declinar de la fama. En este que llamó, con una distanciada y poco común ironía, «Álbum de mi vanidad», guardó enorme cantidad de fotografías personales, familiares y sociales, en todo tipo de poses y situaciones, en las que, en cuanto de él pudo depender, supo equilibrar con aparente naturalidad la pose estudiada y la espontaneidad (véase Morera, 2017). Pegó en las enormes páginas recortes de prensa con reseñas, noticias y entrevistas, toda referencia pública o importante a su nombre, cartas de notables, invitaciones a cenas y recepciones. Los diecisiete abultados tomos del álbum, que conservan registros desde los orígenes (la genealogía, el nacimiento, la promisoria juventud) hasta 2001, se encuentran en el Centro Cultural de España de Montevideo, que alberga su voluminoso y desconcertante legado –por lo variado, por lo inclasificable–, ofreciendo un precioso ángulo para interpretar el siglo xx español, cuando se cumplen cien años de su nacimiento.8 El álbum conserva, aun después de su muerte, el estatuto indiscernible entre lo público y lo privado, que es parte de su atractivo; impacta como selección impúdica y tendenciosa de instantáneas brillantes menudamente clasificadas por décadas, como colección premeditada que aspiró a preservar de manera documental la parte más frágil y efímera del individuo: la juventud, la belleza, la fuerza física, la conquista o la pose amorosa, los datos del reconocimiento social y los contactos, en épocas previas a la web. Es, precisamente, el soporte físico del álbum el que confiere el anacronismo y le otorga un espesor (un aura privada y única, un prestigio) del que carecen los resultados de una búsqueda en internet. HABLAR, ESCRIBIR, PUBLICAR

Considerada en conjunto la obra, se confirmaría que Fernando concibió la escritura en, al menos, dos niveles. En uno de ellos, buscaría el resultado inmediato: dinero, celebridad, invitaciones, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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contactos que sostuvieran el buen vivir. Corresponde, además, a este nivel, el estilo ameno y aun divertido, la variedad y agilidad de temas y acontecimientos, en que despuntaba el gran conversador que fue, incapaz de renunciar a la atención de los otros, de no provocarla. Pero también conocía el alcance y las limitaciones de los gestos destinados al suceso inmediato, que podrían equipararse a las de las colecciones (de fotos, de anécdotas) que atesoran las familias, esas mencionadas «“gracias” que, en su mayoría, divierten tanto a los parientes como aburren a los extraños», y que, con mucha suerte, sobreviven a la memoria de una generación. Aunque el propósito más evidente del álbum fuera esa vanagloria pasajera frente a sus invitados, pudo ser el organizador de sus propios recuerdos privilegiados y, a pesar de la frivolidad que declara, sigue ofreciendo contenidos nuevos y sirviendo a la producción de conocimientos.9 Como curioso de la vida privada, el autor debió ser consciente de su posible valor. Los títulos de sus libros dicen mucho. Subtituló la biografía de Cervantes La amarga vida de un triunfador, distinguiendo, precisamente, éxito de triunfo. Fue también consciente de que la mayoría de sus libros estaban sostenidos en esa inmediatez efímera, que procuró fortalecer, asimismo, desde otros puntales y dejar constancia de su conocimiento de la diferencia: Quizá porque sea algo escéptico respecto a lo duradero de la fama, especialmente de la literaria. Imagino que mis nietos juzgarán de los libros del abuelo un poco como se mira ese retrato del señor con bigotes que está situado en el salón de la familia, y luego, poco a poco –si la firma no es famosa y cotizable–, va trasladándose cada vez a un lugar menos visible, porque resulta anticuado. Igualmente surgirán en los autores nuevas modas y modos de escribir, y aquel nombre famoso empezará a ser considerado con crítica primero y con burla después. Quizá sea ésta la razón de que algunos de mis libros sean asépticos y precisos; quizá los que sobrevivan a ese expurgo del cura y del barbero que da el tiempo sean los que menos éxito tienen hoy, es decir, los poco apasionantes como la colección La historia de España en sus documentos (1975, p. 29). Aun así, luchó hasta el final por sostener la figura y la admiración mundana desde la amistad con escritores, periodistas, intelectuales del circuito puntaesteño, incluso cuando menguó el ingreso de dinero por libros y el dispendio de la buena vida, siempre un poco por encima de sus posibilidades, le comenzó a pasar factura. El librero Roberto Cataldo recuerda las refinadas recepciones y 125

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tertulias semanales en el piso que Díaz-Plaja habitó con su esposa uruguaya Haydeé Carro, en Punta del Este, balneario elegante en verano y residencia permanente de jubilados adinerados. Los últimos años Díaz-Plaja se apoyó en los vínculos con la Embajada de España en Uruguay y prolongó la actuación del personaje anotado en todos los eventos y en algunas crónicas sociales, en una versión modesta y periférica de los viejos tiempos, en que era invitado frecuente del Palacio Real. No dejó por eso de publicar libros, hasta que la avanzada vejez le jugó una mala pasada: pasados los noventa y dos años, una caída al salir de la piscina en que nadaba a diario le impidió la movilidad y, en los últimos días, debió ser acogido en el Hogar Español de Montevideo. Los testimonios coinciden en su agradable trato social y sus dotes de conversador agudo y humorista, memorioso exacto, irónico sin ser cruel, y, posiblemente, ésas fueron las condiciones que podía pasar de la oralidad al libro de divulgación con fluidez y naturalidad. Se jactó de ser un buen titulador de libros, llamó a uno Arte y oficio de hablar (1996) y a otro Cómo escribir y publicar (1988), los que tienden otro arco posible para interpretar su carrera de escritor. Escribió mucho, vivió mucho (intenso y largo) y murió en un país que desconocía sus mejores épocas. Su menguado entierro en un cementerio de espectacular vista sobre el estuario del Plata fue el epígono de una época y el cierre paradójico de una pose exhibicionista que ya no dependía de él, sino, definitivamente, de los otros. Hubiera interesado la escena a Valle-Inclán tanto como a él mismo, emblema de un donjunanismo cortés ya en decadencia. Así comenta su final el diplomático Eduardo de Quesada, a la sazón cónsul de España en Montevideo: Pocos españoles de mi generación –al menos los de nivel universitario– dejaron de leer las obras más relevantes de su copiosa producción. […] No tuve el privilegio de conocerlo personalmente. Al verlo por primera y última vez en la despojada y desolada soledad de su capilla ardiente, con tan sólo dos personas presentes en la contigua antesala velatoria –pocas más acompañaron el exiguo cortejo fúnebre en el panteón de La Española, cementerio del Buceo– no pude evitar caer en una melancólica reflexión sobre el final tan solitario que la fatalidad le reservó a un hombre que había gozado de éxito, fortuna y popularidad hasta un grado que pocos de sus colegas compatriotas y coetáneos lograron alcanzar (2012, p. 12). Universidad de la República Montevideo, Uruguay CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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NOTAS 1 No disponemos aún de una bibliografía preparada con pretensiones de ser completa. En la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos se registran ciento cuarenta y cuatro libros de su autoría. Véase <https://catalog. loc.gov/vwebv/search?searchArg=fernando+d%C3%A Daz-plaja&searchCode=GKEY%5E*&searchType=0& recCount=25&sk=en_US>. Consultado el 11 de junio de 2018. La base de datos Dialnet registra nueve artículos de revista, una colaboración en obra colectiva y ciento veinticinco títulos de libros. 2 Hay pocas imágenes suyas disponibles en la web. Su época (la edad que ya tenía cuando apareció internet, la fecha de su muerte) no favoreció esa forma de la posteridad. A pesar de su acertada estrategia de apostar a la imagen visual para el reconocimiento del escritor en la sociedad contemporánea, no llegó a incorporar el cambio tecnológico. 3 Puede reconocerse en esta predilección de enfoque el magisterio de Deleito y Piñuela en la Universidad de Valencia. 4 Vilanou y De la Arada atribuyen la obsesión por la síntesis al magisterio de D’Ors (2017, pp. 105-120). 5 Sólo en Montevideo, el cotejo de textos editados e inéditos de Fernando Díaz-Plaja podría dar trabajo a generaciones de estudiantes o estudiosos interesados. 6 Algo de esto he planteado (2017) y Florencia Morera indaga más en profundidad estos aspectos, en el marco de un proyecto común de investigación. 7 Fernando Díaz-Plaja, Mis pecados capitales (1975); Guillermo Díaz-Plaja, Retrato de un escritor (Barcelona, Pomaire, 1978), y Fernando Díaz-Plaja, El viaje de mi vida (1999). 8 En octubre y noviembre de 2018 se ofreció una exposición documental en homenaje a los cien años de Fernando Díaz-Plaja, «El ruido y la furia. El siglo de Fernando Díaz-Plaja (1918-2018)», comisariada por María de los Ángeles González y Florencia Morera en el Centro Cultural de España en Montevideo. 9 A propósito de la importancia de los archivos personales para el estudio de la historia y la literatura, así como el valor de los «cajones» de recuerdos como «organizadores de la interioridad», véase Caballé, 2017. BIBLIOGRAFÍA · Caballé, Anna. «La autobiografía contemporánea o la superación del memorialismo decimonónico», en Au­ tobiografía en España: un balance. Celia Fernández y María Ángeles Hermosilla (eds.). Visor, Madrid, 2004, 145 y 155. –. «La vida literaria en directo: el epistolario de Guillermo Díaz-Plaja», en El Fondo Guillermo Díaz-Plaja: perspectivas de un legado. Octaedro, Barcelona, 2017, 53-71. · De Quesada, Eduardo. «Obituario de Fernando DíazPlaja». Suplemento cultural de El País. Montevideo, 7 de diciembre de 2012, 12. · Díaz-Plaja, Fernando. Cervantes. La amarga vida de un triunfador. Plaza & Janés, Barcelona, 1974. –. Nueva historia de la literatura española. Plaza & Janés, Barcelona, 1974. –. Mis pecados capitales. Plaza & Janés, Barcelona, 1975.

–. Otra historia de España. Círculo de Lectores, Barcelona, 1975. –. Cómo escribir y publicar. Temas de Hoy, Madrid, 1988. –. Arte y oficio de hablar (una pasión española). Nobel, Oviedo, 1996. –. El viaje de mi vida. Planeta, Barcelona, 1999. –. El don Juan español. Encuentro, Madrid, 2000. –. El tango y los cuernos. El Galeón, Montevideo, 2006. · Díaz-Plaja, Guillermo. Visiones contemporáneas de España. La patria vista por los escritores. La Espiga, Barcelona, 1935 (reed. 1936). Selección, vocabulario y prólogo. –. Antología temática de la literatura española. Siglos xviii a xx. Imprenta Castellana, Valladolid, 1940. –. El sentimiento del amor a través de la literatura es­ pañola. Olimpo, Barcelona, 1942. –. Geografía e historia del mito de don Juan. Instituto del Teatro, Barcelona, 1944. –. Nuevo asedio a don Juan. Sudamericana, Buenos Aires, 1947. –. Don Quijote en el país de Martín Fierro. Cultura Hispánica, Madrid, 1952. –. Federico García Lorca. Su obra e influencia en la literatura española. Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1954. –. Cuestión de límites. Cuatro ejemplos de estéticas fronterizas (Cervantes, Velázquez, Goya, el cine). Revista de Occidente, Madrid, 1963. –. Las estéticas de Valle-Inclán. Gredos, Madrid, 1965. –. Memoria de una generación destruida: 1930-1936. Delos-Aymá, Barcelona, 1966. (Dedicado a su hermano Fernando, «mi hermano en la sangre y en el quehacer»). –. África por la cintura: Etiopía, Kenia, Tanzania, Ugan­ da. Notas a un safari fotográfico. Juventud, Barcelona, 1967. –. La creación literaria en España. Primera bienal de crítica: 1966-1967. Aguilar, Madrid, 1968. –. El oficio de escribir. Alianza Editorial, Madrid, 1969. –. Los paraísos perdidos: la actitud «hippy» en la histo­ ria. Seix Barral, Barcelona, 1970 (reed. 1971). –. Goya en sus cartas y otros escritos. El Heraldo de Aragón, Zaragoza, 1980. · González Briz, María de los Ángeles. «El siglo xx en primera fila: el archivo de Fernando Díaz-Plaja», Tenso Diagonal, núm. 3, mayo de 2017, 122-146. Disponible en línea: <http://www.tensodiagonal.org/TD03/TensoDiagonal03-EX-Gonzalez.pdf>. · Mainer, José-Carlos. «El ensayista bajo la tormenta: Guillermo Díaz-Plaja (1928-1941)», en La filología en el purgatorio. Los estudios literarios en torno a 1950. Crítica, Barcelona, 2003, 17-38. · Matamoro, Blas. Novela familiar. El universo privado del escritor. Páginas de Espuma, Madrid, 2010. · Morera, Florencia. «Figuras del desplazamiento en Ál­ bum de mi vanidad. (Orígenes a 1976), de Fernando Díaz-Plaja». Ponencia en VII Jornadas de Investigación; VI Jornadas de Extensión y V Encuentro de Egresados y Estudiantes de Posgrado, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Montevideo, Uruguay, 2017. · Vilanou Torrano, Conrad y Raquel de la Arada Acebes. «Guillermo Díaz-Plaja y Eugenio D’Ors, el combate por la luz», en El Fondo Guillermo Díaz-Plaja: perspectivas de un legado. Octaedro, Barcelona, 2017, 105-120.

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► Biblioteca General Histórica, fundada en 1254 y situada en las Escuelas Mayores de la Universidad de Salamanca © Archivo de la Universidad de Salamanca


José María Herrera Los archivos de Alvise Contarini Los Libros de Fronterad, Madrid, 2018 292 páginas, 18.00 €

La reinvención de Venecia Por JOSÉ LASAGA Éste es un libro escrito por un amante discreto. O por dos. En rigor, dos son los autores, como indican los títulos, pero, al ser sucesivas sus intervenciones, terminan siendo uno, pues uno e idéntico es el libro. Mientras que el amor de Contarini a su ciudad resplandece en cada una de sus páginas, no así el de José María Herrera, que queda disimulado bajo una montaña de erudición. En efecto, la erudición disimula la nostalgia. Como tantos otros, el autor nació en un siglo que no encaja en su carácter. Peor para el siglo, que no ha sabido reconocer un carácter. Le habría aportado inteligencia, sabiduría y buen gusto. Por el contrario, ha tenido que endurecerse y adoptar máscaras. Y, claro, trabajar infatigablemente, sin esperanza, sin recompensa. El resultado, una fracción, está a la vista en este libro CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

que ha llegado al lector hace unas semanas (quizá meses). Los archivos de Contarini son una doble ficción. O no. Es posible que ni haya archivos ni haya Contarini. ¿O sí? Aparentemente, Herrera, por discreción y elegancia, se inventa un autor al que endosa toda la erudición que su malestar con el siglo lo ha obligado a acumular. Ésta es la interpretación que, por plausible, voy a adoptar en lo que sigue. Aunque no es la única y hay pistas en el texto acerca de otras lecturas posibles que harían de Contarini una realidad humana, de modo que iríamos de nuevo a la hipótesis de dos autores, lo que conllevaría hablar de la «parte» de Herrera y la «parte» de Contarini. Pero sin certitudo adoptamos, por comodidad, la versión más probable. Bien. Habla Herrera con la máscara de Contarini.

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¡Qué osadía! Otro libro sobre Venecia. ¿Cuántos se han escrito desde que surgiera como una moda el mal del siglo? Y por los más grandes. No obstante, quizá, al final tengamos que reconocer que está justificado. Sigamos la estrategia del sabio Contarini. Dejaremos casi de lado el «continente», la ciudad encantada y estancada doblemente, en un lago y en un pasado, que sólo se hace presente en oblicuo y a través de los «contenidos». Todas las historias que se relatan tienen como condición de posibilidad que existiera una sociedad como la veneciana y un Estado como el de la Serenísima, tan sabiamente administrada en lo material y en lo espiritual que, en ningún momento de su fulgurante trayectoria histórica, toleró ni utopías ni estancamientos innecesarios. La República de Venecia sólo murió porque Europa había elegido un desvío hacia la modernidad demasiado acelerado y confiado en unas luces a las que se les negaba hacer sombra. Fue otra víctima, la segunda, después de la monarquía francesa, de la revolución. Pero dejemos el continente, la ciudad que tanto ha amado Herrera, como Alvise, y vayamos al contenido. El obligado prefacio (cuando hay juego de espejos entre voces) nos informa de las circunstancias en que tuvo lugar el encuentro entre el narrador y el erudito. El primero ha viajado a Venecia para llevar a cabo una investigación sobre la última conferencia que dictó José Ortega y Gasset en la Fundación Cini de Venecia poco antes de morir. No me entretengo en ofrecer más datos, pues el lector será informado con detalle. Aunque aprovecho la ocasión para señalar otra característica de este libro de género inclasificable: su vocación secreta de novela, su deslizamiento hacia la ficción. Me limito a ofrecer un apunte. La Fundación Or-

tega (hoy Ortega-Marañón) jamás ha dado una beca para investigar sobre su titular. La erudición no tiene buena prensa entre los pensadores y los críticos, es decir, entre los universitarios, tan denostados por Contarini. Pero tiene una justificación: detiene o al menos retrasa el olvido que cimenta el tiempo. En la perspectiva de Venecia, queda claro que la erudición lucha contra la weberiana profecía del ineluctable «desencantamiento» del mundo. La fuente de estos relatos, Alvise Contarini, cobra humanidad en el prefacio novelado y realista –perdón por la paradoja–, en el que la marca del espíritu galante veneciano deja su impronta. Un par de encuentros con él y con una evanescente mujer, a la que le es dedicado el libro, detalle que el lector está obligado a encajar, forman la urdimbre que explica la devoción de Herrera hacia la obra dispersa, fragmentaria y única del viejo veneciano. Mencionamos ya algunos de los motivos que inspiran los papeles de ContariniHerrera, que tienen como hilo conductor el esplendor artístico de la Serenísima: la música ante todo, el arte de sus palacios, iglesias y conventos, los grandes lienzos de las escuelas venecianas de pintura, comenzando por el pintor más admirado en este libro, Vittore Carpaccio, a cuyo cuadro, La visión de san Agustín, está dedicado el ensayo que abre el libro; pero también Veronese, Tintoretto o Tiziano. Venecia es piedra, color, formas y música. También el agua que algún día derrotará incluso su memoria. El escritor más presente en estos relatos es Casanova. Y, aunque a lo largo del texto se menciona a poetas y libretistas, tengo la impresión de que la literatura no alcanzó el mismo rango que el resto de las artes, especialmente, las musicales y pictóricas. Parece que el espíritu evitó dar a Venecia el ge-

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nio de la palabra. Quizás porque le había concedido todos los demás. Eso explica la ironía que Herrera recoge de labios de Contarini. Que los filósofos nunca hablaron bien de ella. Y menciona a Montaigne, Rousseau y Heidegger. Me pregunto qué podrían tener en común, y contra Venecia, estos tres pensadores de tan diferente factura. Desgraciadamente, ni Herrena ni su guía se detienen en el asunto. Y, sin embargo, Venecia o, mejor, su espectro, como tantas veces precisa Contarini, terminó por tener un alcalde filósofo y un filósofo de éxito internacional. Los conocimientos de Contarini son tan extensos como los tesoros artísticos de Venecia y parece abarcarlos todos, pero tienen su centro en la música. La música veneciana es el hilo unificador de los diez artículos, trece, si tenemos en cuenta que «Políptico barroco» contiene cuatro textos sobre otros tantos músicos venecianos, sólo tres tienen un motivo diferente: el primero, dedicado al cuadro de Carpaccio, conservado en la Scuola degli Schiavoni, le permite al autor mostrar sus sólidos conocimientos en materia de pintura veneciana de los siglos xv-xvi, así como sobre la teología agustiniana. El segundo y el último tratan temas históricos, unidos por un hilo común: ambos son reflexiones sobre la muerte, más bien, sobre su escenificación, pues se trata exactamente de funerales. ¿No es acaso el motivo profundo que unifica el libro, el recuerdo de una plenitud, la presencia de un espectro? En «Requiem aeternam. El funeral de Carlos V», relata el inverosímil episodio de las exequias que el emperador decidió organizarse en vida, a pesar de estar prohibido expresamente por la Iglesia de Roma. Aunque es también la reconstrucción de un momento fundamental en la historia de Europa, marcado por la abdicación de Carlos en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Bruselas y su lenta retirada a un apartado rincón de la Alta Extremadura. El otro funeral, aunque sólo aparece en escorzo, es el del propio Contarini, a través de una carta sin destinatario. La extensa misiva, además de informar al lector sobre las últimas jornadas de su larga vida y darnos la ocasión de asistir por un momento a su intimidad, comunica a su anónimo corresponsal su última investigación que, azar o necesidad, se ocupa de la caída de Venecia frente a Napoleón. Pero lo hace oblicuamente. Nos refiere la historia del último dogo, que decidió rendir la ciudad sin lucha. La mirada del narrador se detiene en la vergüenza de un hombre que, después de disolver la Serenísima, tuvo que convivir con sus paisanos. Si bien Contarini es generoso con el último dogo. Hizo lo único que cabía: salvar las piedras de la ciudad y parte de sus tesoros, ya que su espíritu estaba perdido. La república había comenzado a decaer mucho antes por causas complejas. Insiste en dos: el desplazamiento de las rutas comerciales hacia el Atlántico y la desafección que las familias patricias comenzaron a mostrar hacia su propia forma de vida. Como ya hemos adelantado, el resto de los ensayos están dedicados a la música. En «Un concierto en San Rocco», una de las más impresionantes scuole de la ciudad, se reconstruye uno de los momentos de mayor esplendor artístico de la historia veneciana a través de la crónica de un viajero, Thomas Coryat, que asiste asombrado al concierto en el que se tocaron composiciones de los músicos más destacados del momento, como Giovanni Gabrieli. Pero, en esta ocasión, técnica que repetirá en otros ensayos, la música servirá como excusa o punto de partida para recorrer la historia de las scuole o para acoger una disertación, ciertamen-

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te oportuna, sobre los frescos que Tintoretto había pintado para San Rocco. Y aun se permite el lujo de ofrecer una interpretación del genio del pintor, corrigiendo, de paso –cosa, sospecho, que le resultó divertida–, a Sartre, que había dedicado un opúsculo al pintor. Leemos en la página 102: «En vez de consagrar la existencia a la realización de un destino individual, prefería volcar sus energías en la obra colectiva que era la ciudad. Tintoretto, lejos de lo que creía Sartre, no dudó en sumergir su talento en las aguas primordiales de la comunidad, esa laguna real y simbólica, remedo de la mítica Estigia, de la que fue recibiendo fuerza inagotable». No es difícil caer en la cuenta de cómo Contarini aprovecha la ocasión para subrayar la incompatibilidad del estilo veneciano con la modernidad, contraponiendo, a la moderna individualidad, la subjetividad múltiple que pudo ser Venecia en los momentos de esplendor. Claudio Monteverdi, Barbara Strozzi, Antonio Caldara, Benedetto Marcello, Tomaso Albinoni, Antonio Vivaldi son los músicos sobre los que se escribe en el libro, aunque no son ni mucho menos los únicos mencionados o atendidos. Hay que añadir a la lista el único músico no veneciano que aparece por estas páginas, Mozart, si bien, en realidad, comparece en calidad de acompañante, pues el asunto afecta a un veneciano. En «La ópera del seductor», Contarini reconstruye con datos nuevos la relación de Casanova con Da Ponte y las aportaciones del primero al libreto de la ópera Don Giovanni. Y nos ofrece una interpretación del seductor que merece la pena ser citada: «Don Giovanni, y aquí llegamos a la idea crucial de la historia, no es un hombre de carne y hueso, sino un mito, un poder elemental, una fuerza de la natu-

raleza. La sociedad vive amenazada por la aparición inesperada de esas fuerzas irresistibles, demoniacas, capaces de desatar las mayores pasiones» (p. 256). El propio Casanova sirve de hilo conductor en «Adagio para violoncelo». Se nos cuenta aquí la historia de amor entre Casanova y Henriette, la gran pasión del seductor veneciano. A diferencia del resto de las historias, en ésta no hay papeles, palabras que transcribir. Herrera reconstruye una conferencia que la misteriosa Giulia le oyó a Contarini en la no menos misteriosa Accademia degli Incogniti, donde se conocieron, por cierto, enmascarados y que, posteriormente, le refirió. Los recuerdos de la disertación, refrescados por las Memorias de Casanova y alguna erudición añadida, permiten a Herrera rehacer la historia, que atribuye al testigo. Es Giulia quien habla. No es azar que en este relato detectemos una cierta perturbación erótica, contenida, como una borrasca que no llegara a formarse, y que atraviesa la mayoría de sus páginas. Al principio de la reseña mencioné que este libro carece de género, es inclasificable. No hay en él dos textos que pertenezcan a la misma categoría: una conferencia para estudiantes, algún ensayo de juventud, una carta que se olvida de enviar, notas manuscritas del archivo personal, una conversación grabada en una emisora de radio, reseñas en revistas de provincia. Pero, inadvertidamente, lejos de resultar un centón, el libro adquiere una extraña armonía. Regreso a mis perplejidades del principio. Es sabido que la literatura trata de lo verosímil. Y tan verosímil es la ficción, la novela, como las memorias, y como eso que los posmodernos, ignorantes de la lógica clásica y, por tanto, de la incapacidad de los

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juicios indefinidos para delimitar su objeto, llaman «no ficción». Aunque la última moda nos proporciona otro género en el que este libro podría ingresar: autoficción. El lector no debe ignorar, si se siente afectado por la duda, que Herrera termina la nota de presentación del último ensayo con algo parecido a un desafío. La carta que contiene el relato del último dogo es copia de un original que se puede consultar

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en los archivos del muy real monasterio armenio de San Lázaro, situado en una islita cerca del Lido. Y tampoco debe ignorar el lector implicado que el tema de la tesis doctoral del doctor Herrera fue «La dialéctica de lo real en la razón histórica orteguiana», lo que significa que conoce bien los rigores de la negación y los rendimientos del hecho de que «somos novelistas de nosotros mismos».

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Dany Cohn-Bendit La revolución y nosotros, que la quisimos tanto Traducción de Joaquín Jordá Anagrama, Barcelona, 1987, 2018 256 páginas, 9.90 €

El espejo de la revolución Por DANIEL B. BRO Cohn-Bendit, cuando llevó a cabo este libro de entrevistas en 1985, del que se hizo un programa televisivo muy atractivo, era ya un escéptico de los presupuestos del 68, pero no un apolítico, ni mucho menos, y, entre otras actividades, pertenecía al Partido Verde alemán. Nacido en 1945, en Montauban, y de nacionalidad alemana y francesa, fue expulsado de Francia en 1968 por perturbar el orden público, condena que no le fue levantada hasta 1978. La frase tan vistosilla como peligrosa que proclamaba entonces, «¡Lo queremos todo e inmediatamente!» (usada en los primeros días del movimiento político español del que surgió Podemos), además de su espíritu adolescente, es lo más parecido a un atraco que uno pueda escuchar. Si algo persigue CohnBendit en los diálogos con los protagonis-

tas, es desechar el contenido de esta frase. En la década de los sesenta, la democracia no estaba muy bien vista. El marxismo teórico, que se hizo cargo a su manera de la crítica de las desigualdades, de la alienación laboral, de la lucha de clases, había encontrado en el partido único (representante del proletariado) la encarnación del destino revolucionario de la historia. El capitalismo y su lógica interna era el mal, padre de las diferencias de clase, y el comunismo se presentaba como la solución de las contradicciones en una igualdad proletaria (todos habrían de serlo en una sociedad comunista). La democracia que se conocía era «burguesa» y, por lo tanto, irreal, debido a que perpetuaba las clases, la propiedad privada, la libertad de comercio y, por consiguiente, la gula económica. Al fin

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y al cabo, el comunismo, tal como lo entendió Lenin, suponía el fin de la historia y para eso debía ser en un sólo país, es decir: en todos. Pero para los jóvenes sesentayochistas también estaban Mao y Che Guevara, inclinado este último hacia el maoísmo y la revolución universal, un mito enorme, un icono social-religioso, que había muerto en octubre de 1967 en la selva boliviana tratando de llevar la «revolución» a ese país. Todavía vemos su rostro, de cristo-guerrillero, en camisetas y otros modos de publicidad por muchos lugares de Hispanoamérica y en bazares de Europa. En Argentina todavía es un mito, lo es en Venezuela, en Bolivia, y lo hemos visto en España enarbolado en el movimiento del 15-M. Sin embargo, Guevara fue un criminal, sin compasión, deudor de muchas muertes, y no precisamente en combate. Pero es nada (nunca será nada un crimen, y menos multiplicado en sus ignominias) si se piensa en los millones y millones de muertos debidos a Stalin y Mao. Sus horrores sólo son comparables a los de Hitler, en un siglo que no está exento de dirigentes políticos criminales en grado excelso. Y, junto con el fondo marxista, el anarcoide, porque el 68 supuso una crítica del poder en sí mismo y a favor del empoderamiento de la imaginación: al tiempo que levantaba los adoquines parisinos, los jóvenes de entonces descubrían el mar. No estaban solos esos universitarios y obreros, del otro lado del charco, los poetas beatniks dieron imágenes y canciones a esa rebelión, y ahí estaban Joan Baez y Bob Dylan, y, en Alemania, filósofos como Herbert Marcuse, el más imaginativo. Hay que recordar que por entonces Estados Unidos estaba literalmente empantanado en Vietnam. Otros signos: Kennedy y Luther King son asesinados. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

El primer diálogo que abre el libro, y que enlaza con Estados Unidos, es con Abbie Hoffman. Su contexto de juventud era el movimiento hippy (pacifismo, vuelta a la naturaleza, drogas, rock, libertad sexual…). Hoffman crea con sus amigos el movimiento Yippie (del que Jerry Rubin fue su fundador), que era un intento de politizar, de darle forma al movimiento contestatario, sobre todo con el Youth International Party (YIP). Sin duda, tuvieron fuerza y sus grandes manifestaciones incidieron en el desmoronamiento de los presidentes Johnson y Nixon. Hoffman fue perseguido por la ley por su relación con las drogas, así que cambió de nombre, se sumergió en la clandestinidad y, luego, cambió de vida. En 1980 negoció su rendimiento y fue encarcelado. A su salida, continuó haciendo política y es un defensor de la democracia. Hubo debates públicos entre Rubin y Hoffman en los años ochenta, en los que lo más evidente, dentro de algunas diferencias de actitudes e ideas, era que ambos creían en la democracia y la crítica, de la que ellos mismos no estaban exentos. En el diálogo con Cohn-Bendit, Rubin se muestra como un yuppie, un joven profesional que vive en la urbe y cuida su cuerpo. Claro, lo hace «revolucionariamente», como confiesa, y lo parece, pues añade: «Como para alimentarme, no por placer». Rubin, que en los sesenta quemó billetes de banco como protesta, tras su crisis se fue a Wall Street y se dedicó a las finanzas, entre otras cosas, porque cree que los americanos ya saben que el dinero no es todo. Lo mejor es lo que, de manera indirecta, le dice a «Dany»: «Nosotros ganamos en los sesenta. América está desactivada. América es antimilitarista». Detengamos esta imagen, que son palabras, y, si se puede, un poco la respiración.

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Jean-Pierre Duteuil formó parte de la misma red anarquista que Cohn-Bendit, así que odiaba el capitalismo y el comunismo. En 1985, Duteuil era fiel a las mismas ideas y afirma no ver en qué son democráticas las sociedades occidentales. Duda del voto, ya que en el fondo y en la superficie sigue pensando lo de lo queremos todo y ahora. Duda de la democracia, porque la gente vota para suprimir el paro y el paro continúa… El término que empleó es «suprimir», un eco de «lo queremos todo y ahora». Afirma que la democracia, y está pensando en la Alemania, Francia e Inglaterra de entonces, es una palabra ridícula y que nadie cree en ella. Si se quiere redondear esto, sólo hay que escucharle diciéndole a CohnBendit que, «cuando se dice que España es democrática, pregunta a los vascos lo que piensan», como si los vascos no votaban en esos años y fueran todos de ETA. Ahora diría «los catalanes». Michel Chemin sostiene, desde su experiencia, que el 68 fue «una exasperación más que una revolución». ¿Y Gaby Ceroni? Tuvo una infancia realmente difícil. Estuvo en el Partido Comunista y luego se sintió atraído por el maoísmo. «Ahora –concluye– estoy por el cuidado físico, el bronceado, la ropa, la comida». Porque la estética también es importante. Sin embargo, sigue creyendo, aunque no se entiende cómo, que «sólo los obreros podrían hacer la revolución, pero no disponen de los medios». Alfredo Sirkis, que, al igual que Fernando Gabeira, se enroló en la lucha armada en Brasil, señala con lucidez que «si nuestra revolución hubiera triunfado en los años sesenta, también nosotros nos habríamos convertido en dictadores». No tiene sentido seguir con los ejemplos, y ni siquiera sería importante, desde un punto de vista de

las ideas, saber qué piensan estos mismos protagonistas de antaño hoy, aquellos que viven aún. Las actitudes eran diversas entonces y las derivas biográficas fueron, asimismo, distintas. En París, Berlín, Brasil, Estados Unidos, México…, los resortes estaban informados por ideas maoístas, anarquistas, antisistema, más un revoltillo de todo, y sus actitudes iban desde la manifestación y la provocación a la violencia terrorista. Se trataba, en cualquier caso, de una rebelión fundada en el izquierdismo, a veces ilustrado, a veces plagado de tópicos sin lecturas; en todos los casos, fueron síntoma de un malestar y de una búsqueda, así fuera confusa y, en ocasiones, injusta o terrible. Quisieron la revolución, en la que depositaron la abstracción de la justicia en sentido absoluto. Quisieron también el bien, cambiar la sociedad y al hombre, aunque no quisieron conocer la verdad, vale decir: las verdades de todos los días, el saber que mira la historia, que conoce a su vecino. Hicieron del obrero una abstracción, sin preguntarse por qué los obreros van a ser revolucionarios… Quisieron cambiarlo todo, hacer una gran fiesta sin pagar los costes. Debajo de las aceras estaba el mar, sí, pero siempre que podamos verlo sin levantarlas. Creyeron en muchas cosas, o en un puñado de ellas como si fueran el todo, y todo para todos. No creyeron en la democracia. Durante la Transición española, que yo observé desde mi sufrido país escasamente democrático, los españoles no estaban muy dispuestos a creer en la democracia, sobre todo, los intelectuales. Quizás sí la gente más de a pie, pero recuerdo aquello, que fue inmediato, del «desencanto». Claro, había llegado la historia, las discusiones parlamentarias, los acuerdos (y desacuerdos), los aplazamientos. No había llegado la revo-

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lución, la parusía, sino la democracia, que no hace que la gente encuentre el sentido, el fin de nada, sino el espacio para poder conseguir que la justicia, el trabajo, la sanidad, la educación y el medioambiente sean cada día mejores; la democracia, donde los políticos delinquen, los empresarios son, en ocasiones, insaciables (y delinquen), donde los ciudadanos delinquen y trampean, pero donde se puede lograr llevar a la Justicia a empresarios y políticos, y donde se puede ver a un vicepresidente del Gobierno en la cárcel, y al cuñado del rey, y a políticos que quieren saltarse la Constitución y, apoyados en un cuarenta y ocho por ciento mal contado, querer romper la unidad territorial del país, que no es poca cosa. Leyendo este viejo libro ahora reeditado, pienso en este nuevo descrédito de la democracia instalado en Europa, pero también en Estados Unidos y, ahora, en Brasil. Son nuevos los tiempos y los poderes financieros muy altos escapan al control de los Estados e influyen en ellos de manera perversa. No son poderes anónimos, sino que nos ven como anónimos y, por lo tanto, como números sin rostro. Debemos reinventar la democracia, aunque desde su propia interioridad. No es la panacea, pero

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no conocemos nada más digno ni mejor. Debemos reinventar la moral y, sobre todo, explicar en los colegios la importancia de los derechos y obligaciones, de la radical importancia de la acción de cada individuo. La democracia no está fuera y no es sólo un voto, es una conciencia y una acción ciudadana. La imaginación al poder, proclamaron aquellos muchachos del 68. Hoy necesitamos imaginarnos como ciudadanos responsables, sabedores de que tenemos un poder, así sea, individuo a individuo, poco, si bien, en la red que formamos todos, es inmenso. Para bien, para mal. En parte, depende de que no sólo queramos el bien, sino de que lo queramos lo bastante, es decir, de que imaginemos que en democracia todos actuamos. Debemos saber. No cambiar al hombre, comprendernos. Ése es el cambio. ¿Cambiar la sociedad? Sin duda lo hacemos todos los días generalmente mal. Lo importante es introducir en el cambio cordura, imaginación política y corazón. Los jóvenes del 68, que hoy somos ya viejos, reivindicamos el cuerpo liberado de los signos reprimidos, las pasiones. Faltó lucidez, el reconocimiento de la voz de los otros. No es la panacea, pero ayuda a vivir mejor.

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Laurence Debray Hija de revolucionarios Traducción de Cristina Zelich Anagrama, Barcelona, 2018 224 páginas, 18.90 € (ebook 9.99 €)

Secuelas Por JULIO SERRANO Hija de revolucionarios es una narración política, de ritmo trepidante a la manera de las novelas de espías –con un toque hollywoodense, levemente woodyallenesca–, en la que Laurence Debray (París, 1976) intenta reconstruir la vida –apenas la familiar, pero sí la otra, la secreta– de sus padres. Hija del filósofo Régis Debray, un padre cuya religión es el talento, la inteligencia y la política, aunque como padre nos lo muestra ausente, y de la antropóloga Elizabeth Burgos, una madre independiente, brillante y enigmática. Juntos, abrazaron la causa revolucionaria de Fidel Castro y del Che Guevara en los años sesenta y setenta e hicieron de sus vidas un incesante compromiso político. La narración tiene dos tiempos: una investigación histórica acerca de la juventud de sus padres, principalmente enfocada en

la década de 1963 a 1973, una época determinante en la vida de sus progenitores, y una narración autobiográfica que empieza en 1976, fecha del nacimiento de Laurence Debray. Ambas partes son interesantes, por razones distintas. La primera, por ser un documento exhaustivo de dos personas extraordinarias; la segunda, por narrar una vida que se construye contra los modelos paternos, que vive la utopía revolucionaria desde las carencias que como hija supuso ser, no centro de una idealizada felicidad conyugal, sino testigo del reverso de los ideales de una época. Si bien para la niña que fue Laurence la familia era su centro referencial, Régis y Elizabeth, por proximidad cultural e ideológica, se sentían más cómodos en la emulación de la pareja sartreana que en la vida circular de las familias. De

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su padre dice en un momento dado: «Sus costumbres eran tan disolutas como intransigente su compromiso político». La segunda parte de la novela es la construcción de Laurence en base a lo que sus padres «no eran», una construcción desde el rechazo. El secreto de esta atípica familia, que continúa en parte incluso hoy, fue el pasado revolucionario de sus padres, quienes envolvieron de silencio su subversiva juventud. Quizá rasgo de carácter heredado de la clandestinidad o reserva fruto de la distancia ideológica con una hija que, desde muy niña, manifestaba no encajar en un mundo que Laurence define como polarizado, sin matices: el de una izquierda radical, comprometida a la par que dogmática. A esta reserva se suma el que la propia hija durante mucho tiempo no quiso saber, se sentía protegida ignorando un peso intuido. Así que «eso» quedó a un lado. Pero «hay cosas que nos alcanzan cuando menos lo esperamos». En junio de 2014, mientras presentaba su biografía del rey de España, Juan Carlos de España, un periodista le hizo una pregunta inquietante. Abro un breve paréntesis para observar la forma monárquica que adquiere la rebeldía de esta hija de revolucionarios. Laurence es profundamente juancarlista. También es anticastrista y antichavista. Además, ha trabajado diez años en el mundo de las finanzas, tres en Wall Street, en los mercados bursátiles latinoamericanos, y siete en Francia. Pero se le está pasando, algo de la intensa carrera en dirección opuesta a sus padres se relaja en esta memoria familiar, que hay quien ha visto como un ajuste de cuentas. Hija de revolucionarios es, desde la oposición ideológica, un puente. Pese a que a la misma edad en la que sus padres hacían la revolución a ella le interesaba la CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

implacabilidad de las cifras y la dureza de las relaciones profesionales de Wall Street, en donde no se sentía bajo la mirada inquisidora de sus padres, algunos avatares personales, la conmoción del 11-S, la maternidad y la experiencia de la vulnerabilidad han llevado a Laurence Debray a la escritura, que, en ella, parece ser territorio de cierta reconciliación y de construcción de su propia identidad. La pregunta que quedó suspendida en este relato, y en la mente de Laurence Debray tras aquella presentación, fue si era hija de quien entregó al Che Guevara en Bolivia. No supo qué responder. De ese desconcierto surge este libro. ¿Era la hija de un idealista –por disconforme que ella estuviera con sus ideales no deja de haber una soterrada admiración– o de un delator? Efectivamente, según algunas versiones, Régis Debray habría «entregado» a Ernesto «Che» Guevara al informarle a la CIA de su paradero en Bolivia. Laurence, en esta suerte de autobiografía familiar, lo desmiente en base a sus investigaciones, pero no dice que su padre lo desmienta, simplemente que, ante la pregunta, se abstiene de dar una respuesta. En una entrevista, ante la posibilidad de la delación, contestó: «¿Quiénes somos para juzgar a alguien que se derrumba bajo tortura? ¿Qué haría yo? No lo sé. Nadie puede contestar esa pregunta. Entonces, mejor callarse». Hay una incomprensión que subyace en el libro y que plantea una brecha generacional: «¿Cómo un superburgués parisino, alguien que sólo había estudiado filosofía, se mete en una guerrilla en América Latina?». La incomprensión de esta incógnita deriva en una desaprobación a «aquella generación de universitarios, que no habían hecho la guerra y que rechazaban el ideal de coche

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y nevera» y que «se aferraron al proyecto revolucionario para dar sentido a su vida. No tenían que afrontar el paro, el desamparo de los barrios periféricos, la carrera por sumar años de cotización, ni la miseria de los finales de mes». El poder del lirismo político del marxismo es inescrutable para ella: sus padres dedicaron su vida por una fe que le resulta opaca. Y es que, como ella, sus padres también son hijos de una cultura que desdeñaron. Si en algo se parecen, es en que se construyeron, asimismo, contra sus progenitores, algo tan antiguo como la vida misma. Régis venía de la burguesía parisina, era un estudiante de la Escuela Normal Superior que a los veintitrés años llegó a Caracas para rodar un documental sobre la guerrilla, dirigida por Douglas Bravo y los hermanos Petkoff en la selva del Falcón. Quería hallar su lugar en la historia. Huía de un entorno burgués y de una familia que, en su opinión, no estaba a la altura de la gran historia. Una familia que vivía un distinguido barrio próximo al Boulevard Haussmann y veraneaba en una suntuosa casa normanda cerca del mar, con un bello jardín y habitaciones tapizadas. Tenían chófer, jugaban al golf, se leía y se escuchaba música clásica. Elizabeth Burgos, su madre, es una caribeña venezolana procedente de un entorno también acomodado, aunque más rígido. Una Venezuela «anterior al petróleo. Un mundo tradicional que vivía de las haciendas, al ritmo de las estaciones del año y de las cosechas de café y cacao, un mundo culto y refinado». En rebeldía al colegio represivo de las monjas, a la vigilancia ideológica de su entorno familiar y, en especial, de su madre, con apenas quince años se afilió a las Juventudes Comunistas. El Partido Comunista le brindó la oportunidad de

viajar a Europa gracias a su título de enfermera. Allí conoció a Man Ray y a su mujer Juliet, conversó repetidas veces con Tristan Tzara. Se sintió libre. A su regreso a Venezuela, se reincorporó a las redes comunistas que, por orden de Fidel Castro, habían iniciado la lucha armada contra el socialdemócrata Rómulo Betancourt. Uno y otro se encuentran cuando el único contacto que tenía Régis en Venezuela, Oswaldo Barreto, pensó en la más francófila de su círculo, Elizabeth Burgos, para hacer de cicerone de la clandestinidad y del compromiso político. No tardaron en comenzar a montar redes, organizar entregas de armas y cambiar de domicilio para no dejar rastro. Cuando Oswaldo fue violentamente interrogado y detenido, la pareja no se sintió segura en Caracas y se refugiaron en Colombia, hasta llegar a Bogotá, donde otra guerrilla causaba estragos. La hija los llama con cierta sorna en esta época «nuestros aprendices de revolucionario». También fueron a Perú, de donde fueron expulsados y llevados a la frontera chilena y, de ahí, a Santiago. Su padre comenzó a redactar un polémico ensayo sobre la aplicación del castrismo en el resto de América Latina. Eran radicales, con una convicción sin fisuras. Para ellos Allende era «un burgués demócrata, por tanto un hombre poco recomendable, que no quería someterse al dictado de la Revolución cubana». No tardaría Régis en convertirse en uno de los guerrilleros de máxima confianza del líder máximo. Son interesantes las narraciones en las que Laurence habla de la nocturnidad de Castro, de sus conversaciones con sus padres hasta el amanecer, de su vigor al día siguiente tras unas escasas horas de sueño, del respeto intelectual que sentían unos por otros. O de la admiración hacia el Che,

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al que habría acompañado en su última incursión en la selva boliviana, en donde había intentado crear junto a él un foco para la revolución mundial. Allí es donde Régis sería apresado, torturado y condenado a treinta años de prisión que no cumplió, puesto que fue liberado en 1970 tras una campaña internacional liderada por su madre, en la que participaron Jean-Paul Sartre, André Malraux, Charles de Gaulle o el papa Pablo VI. Seis años después de su liberación nacería Laurence, quien creció la mayor parte del tiempo con sus abuelos, sus verdaderos referentes, en la más alta burguesía parisina. Su padre, a partir de mayo de 1981, sería asesor del presidente socialista François Mitterrand, encargado de asesorar en las relaciones internacionales. La madurez le hizo abandonar la guerrilla para amoldarse en el Elíseo no sin cierta incomodidad. Su madre fue nombrada directora de la Maison de l’Amérique Latine. Siguieron –y siguen aún– comprometidos con la defensa de los derechos humanos en los países del tercer mundo. Intentaban sacar a los opositores de las cárceles, conseguirles visados. Estaban instalados en el poder, pero Laurence afirma que los beneficios que lleva aparejados tenían poco atractivo para ellos. La despreocupación económica no les convirtió en personas menos austeras, comprometidas o consecuentes. A diferencia de otros a los que el poder acomoda, su hija, tan crítica en ocasiones, nos los describe sin la satisfacción por la prepotencia que el poder autoriza, el glamur o las comodidades de lo superfluo. Ella, en cambio, se presenta a sí misma materialista, tentada por la estética y los placeres corrientes hasta rozar lo frívolo, lo que no deja de aportar una suave comicidad a la narración, fruto del contraste. Un Sancho Panza refinado muy lejos de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

idealismos, aunque progresivamente permeable al respeto por el compromiso y coherencia paternos, nunca, no obstante, por la dirección que tomó en ellos. La infancia que tuvo con sus padres fue austera, con sus abuelos, confortable y protegida. Pero, en ambos casos, una infancia vinculada a personas distinguidas en el campo de las artes y la política. Su nombre lo sugirió Yves Montand, fue agasajada por Jane Fonda con algún regalo infantil, conoció a Simone Signoret, Julio Cortázar frecuentaba su casa, aprendió a cultivar flores en el jardín de su casa de campo con el teórico marxista Louis Althusser, dio sus primeros pasos de la mano del pensador Jorge Semprún, quien ya de adulta la animó a escribir su primer libro como historiadora, la biografía que antes mencionábamos de Juan Carlos I. Viajó de niña a París, La Habana, Caracas, Londres o Sevilla. En Sevilla estableció vínculos profundos con la cultura y la política españolas. Un joven Alfonso Guerra desempeñaría el papel de cariñoso padre adoptivo en el tiempo que permaneció allí. De él dice que es «una de las pocas personas que he conocido que no ha cambiado de actitud antes, durante y después del poder». Este libro es un camino que busca desencriptarse. Es una observación triple, la de la historiadora que trata de reconstruir los hechos a partir de archivos y testimonios, la de la hija cuyos reproches y discrepancias coexisten con la exposición rigurosa del relato y una tercera parte –escrita de manera más apresurada, menos rigurosa, como si aún estuviese por descifrar– que supone la construcción de Laurence Debray. Es una crítica a una época, a la ingenuidad de los intentos de cambiar el mundo y los peligros y consecuencias de los dogmatismos. Debray se define como una persona cuyos

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padres han hecho de sí «una persona hermética a las utopías», pero no deja de presentárnoslos como individuos en las que resalta «la dignidad de su pasado y la implacable pureza de sus compromisos». Es un intento de entender a sus padres y, con ello, entenderse mejor, desde una posición invulnerable a la épica heroica o trágica. Ella es, como dice de sí misma, «un producto de lo institucional», ve a Juan Carlos como un «héroe pacífico de la democracia», y no deja de tener una rara autenticidad presentarse sin envoltorio alguno de cierta épica personal. Deconstruye el mito de sus padres –héroes en un tiempo para el comunismo cubano– y no forja ninguno sobre sí. Dice, con humor, y admiración, que sus hijas pequeñas son capaces de hacer una

fila extensa bajo la lluvia en una pastelería para luego darle el preciado pastel a un mendigo en la calle, que la solidaridad se ha saltado una generación. Se pregunta si, como parece ocurrir en su familia, la trasmisión de los valores es más eficaz entre la primera y la tercera generación. Bajo este testimonio político, subyace una narración de las secuelas de los padres sobre los hijos, de las construcciones identitarias y de los valores propios de dos generaciones, la de los hijos de 1968 y la de los hijos de los hijos de 1968, así como de la fatalidad de la incomunicación entre aquellos que están demasiado próximos, encadenados por las secuelas de sus acciones y, por tanto, incapaces de caminar juntos sin tropezar veinte veces en el camino.

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Alfredo Alonso Estenoz Borges en Cuba. Estudio de su recepción Pittsburgh, Borges Center, University of Pittsburgh, 2017 166 páginas, 20.00 $

Borges en Cuba: un aire de crimen en el ambiente Por ANTONIO JOSÉ PONTE Hace unas décadas, a inicios de los ochenta del siglo pasado, el único modo en que alcanzaba a leerse a Jorge Luis Borges en Cuba era robándose alguno de sus libros. Al menos ése fue mi caso. No se encontraba título suyo en librerías, ni siquiera en las de segunda mano. El correo postal no dejaba pasar ninguno si un amigo solícito lo enviaba desde el extranjero y el nombre de ese autor no aparecía en los catálogos de las bibliotecas públicas. ¿Quién era Borges en Cuba? Nadie. Ni artículo o reseña o ensayo publicados en revistas podían citarlo. La damnatio memoriae dictada por las autoridades revolucionarias era contundente. Había en la Biblioteca Nacional un piso o unas cámaras dedicadas a almacenar la literatura prohibida. Allí estaban también los libros de exiliados cubanos. Nadie que yo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

conociera tenía acceso a aquella zona y, lo mismo que en la cartografía antigua, podría decirse de ella: Hic sunt dracones. Era tierra ignota, podrían existir allí dragones sueltos. Sin embargo, quedaba la oportunidad de una biblioteca de literatura latinoamericana donde tenían a Borges, previa presentación de una credencial de especialista. ¿Qué era ser especialista? Yo era estudiante apenas, pero un buen amigo mío contaba con la credencial pertinente y en aquella sala de lectura había conocido la obra de unos cuantos censurados. Le permitían consultar los libros, tenía copiados en una libreta los primeros poemas de Borges que tuve la suerte de leer y me habló de cuentos y ensayos suyos maravillosos que no había alcanzado a transcribir. De manera que el único modo de acceder a aquellos

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textos era mediante el robo, él planeaba un golpe, necesitaba un cómplice, y ahí entraba yo. Me dejaría a Borges porque estaba convencido de que yo tendría que leerlo a conciencia. Incluso me sugirió otro prohibido: Octavio Paz. Lo que por esos años podría considerarse como un buen lector formado en Cuba habría oído hablar de ambos sólo muy vagamente o ni siquiera eso. Y lo mismo podía ocurrirle con ciertos autores nacionales, José Lezama Lima, por ejemplo, quien había muerto poco tiempo antes en aquella misma Habana. Luego la falta de Borges y Paz y Lezama Lima ramificaba la ignorancia hacia literaturas más lejanas, pues cualquiera que frecuentara a estos tres escritores iba a acceder a sus bibliotecas. Paz conduciría a Basho; Borges, a El coloquio de los pájaros; Lezama Lima, al Libro de los muertos… Cada uno de ellos a tantos otros autores y obras. No vale la pena mencionar aquí la clase de literatura con que las librerías habaneras sustituían ausencias como las suyas. Plan de robo: cronometrada la salida a almorzar de las bibliotecarias, a partir de ahí acordamos nuestra coreografía. Mi amigo pediría con anterioridad un grupo de libros para devolverlos en el preciso instante en que las bibliotecarias se fueran a almorzar y quedara una sola de ellas a cargo. En ese montón de libros postergados sobre el mostrador, estarían los suyos y los míos y me correspondía a mí arrasar con todos. Así lo hicimos, así fue cómo conseguí dos tomos de poemas de Paz –Ladera Este y Salamandra– y la Nueva antología personal de Borges. De los que eligiera el cerebro de la operación, recuerdo algo de Rodolfo Walsh, inencontrable, aunque su autor no estuviese prohibido.

Por supuesto que era reprochable dejar a los especialistas sin aquellas lecturas, si bien no sentí remordimiento alguno. Yo extendía la miseria implantada por las autoridades: ellos prohibían libros y, al robarme algunos, yo se los negaba a los pocos lectores autorizados. Pero robaba contra la censura, contra unos privilegios, y de poco les servía leer a aquellos especialistas, incapacitados como estaban para citar uno solo de los nombres prohibidos. Seis o siete años después, cuando tenía leído y releído el volumen de Borges e incluso había dado con otros de sus títulos, en La Habana publicaron una antología suya. La seleccionaba y prologaba Roberto Fernández Retamar, el mismo que veinte años antes descargara el más rotundo ataque contra Borges desde el oficialismo. En este punto es preciso aclarar que la censura revolucionaria cubana gasta maneras sigilosas. Pocas veces se hallará prueba de su actuación, pocas veces una de sus sentencias será publicada. Casi nunca, a la abierta manera soviética, un artículo en Pravda indica el final para un artista, y nuestro Stalin no se rebajaría nunca a calificar de monja y de ramera a ninguna Ajmátova. No citaría el nombre de la tal Ajmátova, no sabría quién era ésa. Por lo tanto, no cabe mejor documentación respecto a la censura cubana de Borges que el Calibán publicado en 1971 por Roberto Fernández Retamar, aunque técnicamente no se trate de un dictamen de comisario. En cualquier caso, para 1988 habían cambiado muchas cosas y Fernández Retamar podía aparecer como el campeón de la divulgación de Borges dentro de Cuba. Lo había visitado en Buenos Aires (eso cuenta en el prólogo de su antología) y buscó hacerse perdonar cualquier yerro que hubiera co-

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metido él apelando a los yerros del Borges joven. «Debo añadirle que he escrito algunas cosas duras sobre usted, Borges –cuenta que le dijo–, pero probablemente no más duras que las que usted escribió sobre Darío y Lugones». Disculpándose, Fernández Retamar procuraba colocarse en un puesto inmerecido, en una cadena de transmisión que incluía a tres grandes maestros de la lengua. Una estrategia semejante (aunque su cadena de transmisión fuera menos agonística) había seguido Severo Sarduy en Buenos Aires, cuando afirmó que Néstor Perlongher era a él, Sarduy, lo que Sarduy era a Lezama Lima, lo que Lezama Lima era a Góngora, lo que Góngora era a Dios… Existía, no obstante, una gran diferencia entre lo duro que fuera Borges con Lugones y Darío y la dureza contra Borges de Fernández Retamar. Pues, para apoyar sus desdenes críticos, Borges no había recurrido a la fuerza de un Estado, no había contribuido a la censura política de aquellos a los que se opuso. No criticaba a Darío y a Lugones en nombre de una ideología política. En un momento de su diálogo bonaerense con Jorge Luis Borges, Fernández Retamar menciona el barrio de La Víbora, su interlocutor pregunta en dónde existe un barrio con tal nombre, y él se explica: «Ese barrio está en la ciudad de La Habana, capital de un país llamado Cuba, cuyo régimen político yo sé que usted no aprecia demasiado. Pero ni siquiera eso puede impedir que usted tenga allí millares de lectores, millares de admiradores. Y por eso he insistido en verlo. Porque preparo una antología suya y necesito su consentimiento». El tono para hablar de La Víbora es semejante al del Marco Polo que cuenta a Kublai Kan una de las ciudades invisibles imagiCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

nadas por Italo Calvino. E, igual que ocurre tantas veces con la repentina entonación poética, no es más que una añagaza, un señuelo para hacer pasar la falsedad más gorda. En los labios del comisario político cubano, la descripción de la censura resulta todavía más fantástica que el fantástico barrio de La Víbora: Borges cuenta con millares de lectores en Cuba a pesar no del silenciamiento impuesto por las autoridades sobre sus libros, sino del poco aprecio que él sienta por el régimen cubano. De modo que, si lo que Borges se propuso como sanción política a una dictadura consistió en no ser leído en Cuba, tal empresa había resultado un fracaso. El prólogo de Fernández Retamar a su antología borgesiana, más que una introducción a la obra de tan relevante autor desconocido para los cubanos, es una operación de blanqueamiento de su expediente propio. No es un prólogo, sino una fe de erratas. Pura sofística exculpatoria. En su libro sobre Borges y Cuba, Alfredo Alonso Estenoz estudia detenidamente este y otros episodios bibliográficos y políticos. Ocuparse de Borges en Cuba no es referir visita alguna del escritor a la isla, porque no la hubo: invitado de forma oficial en 1960 y 1985, declinó ambas invitaciones. Tampoco es detenerse en el conocimiento que pudiera tener Borges de la literatura cubana y sus autores, que no fue apreciable. Es, principalmente, estudiar la particularidad que representa Cuba en la historia de la difusión del escritor argentino. Pues, si en todo el continente lo acompañó durante décadas la aversión de intelectuales y militantes de izquierda, únicamente en Cuba esa aversión llegó a su expresión policial más acabada, a la recogida de sus libros y el silenciamiento.

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Alfredo Alonso Estenoz recorre la historia cubana de Jorge Luis Borges desde unos poemas reproducidos a fines de los años veinte en el habanero Diario de la Marina hasta su expresa colaboración en la revista Ciclón en los cincuenta, el número que Lunes de Revolución le dedicara en agosto de 1959, la censura de varias décadas y, luego, el levantamiento de dicha censura. Dos de los cinco capítulos de este libro se centran en Virgilio Piñera y Roberto Fernández Retamar, los dos escritores cubanos más implicados en la crítica a Borges. De la relación de Piñera con Borges afirma Alonso Estenoz: «Comenzó con una dosis de respeto mutuo y de perspectiva crítica por parte de Piñera, quien no tardó en censurar directamente la literatura argentina del momento y en particular a Borges». Borges en Cuba sigue todas las pistas que ayudarían a responder por qué la obra

de Jorge Luis Borges cayó dentro del Index Librorum Prohibitorum Castrorum. No obstante, sopesadas esas pistas, no parece que haya una contestación puntual. La cuestión no se resuelve en una anécdota o en un documento de época, y este libro de Alfredo Alonso Estenoz se lee como una de esas narraciones policiales que no arriban definitivamente al criminal, no esclarecen el motivo del crimen y pueden llegar incluso hasta a difuminar la víctima. Todo ello sin escamotear el aire de crimen en el ambiente. En sus páginas finales, Alonso Estenoz cuenta un reciente recorrido suyo por las librerías de La Habana, donde no encontró ningún título de Borges. La antología que Fernández Retamar preparara no ha vuelto a imprimirse, apunta. Borges en Cuba ha pasado de ser censurado a ser descuidado por las editoriales estatales, las únicas allí existentes.

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Samanta Schweblin Kentukis Literatura Random House, Barcelona, 2018 224 páginas, 17.90 € (ebook 7.99 €)

La nueva mirada gótica Por JUAN ÁNGEL JURISTO La carrera literaria de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) es una de las más fulgurantes en la literatura en español de los últimos años y, en cierta manera, aunque las circunstancias son otras, parece a punto de convertirse en una autora de culto, como le sucedió a Roberto Bolaño. Además, se da la circunstancia de que, si bien sus literaturas pertenecen y se mueven en espacios muy distintos, ambos manejan el relato y la novela corta con extrema maestría y ello hasta el punto de que muchos críticos les han reprochado, como les sucedió en su tiempo a los norteamericanos Scott Fitzgerald, con Suave es la noche y El gran Gatsby, y John Cheever cuando publicó las dos novelas de la saga de los Wapshot, que éstas eran meras extensiones de relatos o, en el mejor de los casos, una serie de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

cuentos hilados en una trama común que se muestra endeble en su estructura. Tengo para mí que lo que sucede en este tipo de tempranos reproches, luego desmentidos con el paso del tiempo, es que tendemos a juzgar las novelas de los autores que comienzan sus carreras con relatos de cierta excelencia con las anteojeras propias de aquello que nos ha hecho gozar y sus novelas, entonces, nos dejan al comienzo una sensación de secuencias de relatos, porque solemos fijarnos más de lo conveniente en corresponder cada capítulo de esas novelas a cuentos apenas disfrazados. Se da también el caso curioso de que autores como Vladimir Nabokov sean preteridos en sus relatos con respecto a su obra novelística, cuando en el autor de Pálido fuego sucede de modo casi obvio que sus novelas son muy

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secuenciales, realizadas con combinaciones muy inteligentes de fragmentos narrativos, que suelen corresponder a las extensiones de las fichas en las que escribe a mano y con lápiz, para poder borrar aquello que se quiere eliminar sin dejar rastro. Aquí sucede lo contrario, pero las anteojeras con las que se juzga son las mismas: quieren borrar cualquier atisbo de novedad que les suponga algo diferente de lo que les ha otorgado su goce como lector. La obra de Samanta Schweblin, una de las autoras más premiadas y reconocidas de la literatura latinoamericana, comenzó no hace muchos años cuando en 2001 ganó el Premio del Fondo Nacional de las Artes en su país con el libro de cuentos El núcleo del disturbio y el Premio Haroldo Conti por un relato, «Hacia la alegre civilización de la capital», de título sugerente y altamente irónico, amén de retener un aire de literatura centroeuropea que le viene al dedo a esta autora que vive desde hace años en Berlín. Pero fue su segundo libro de relatos, Pájaros en la boca, publicado en 2009, lo que le otorgó cierta leyenda de autora rutilante y poseedora de elementos casi taumatúrgicos, por la capacidad que poseían sus relatos de fascinar a un público cautivo; así, el cuento que da título al libro, trata de una niña que come pájaros. Con ese libro obtuvo el Premio Casa de las Américas en 2008. Su carrera, con apenas dos libros de cuentos, se consolidó cuando la revista británica Granta la eligió como uno de los mejores veintidós autores que escribían en español menores de treinta y cinco años. No era para menos: en Pájaros en la boca hay relatos de alto nivel, «Bajo tierra», «Papá Noel duerme en casa», «La medida de las cosas», la ya citada «Hacia la alegre civilización» y otros que parecen anunciar su última no-

vela, Kentukis, «La verdad acerca del futuro», por ejemplo, incidencias en mundos que parecen de ciencia ficción y distópicos, pero que para la autora son más reales y actuales que ciertas cosas a las que damos valor de cotidianidad pura y dura. Ni que decir tiene que Samanta Schweblin es escritora dotada para arrancar de la apariencia sosa de lo cotidiano aspectos inquietantes, casi mórbidos, en cualquier caso, desveladores de mundos que se ocultan tras las miradas de acostumbrada comodidad con que tendemos a enfrentarnos a las cosas. Con su primera novela, Distancia de rescate, publicada en 2014, a la autora se le otorgó el Premio Tigre Juan de Narrativa. Esta obra es, en realidad, una nouvelle, no pasa de las ciento veinticuatro páginas, pero la densidad de la prosa de la autora hace que en nuestro imaginario el libro parezca convertirse en algo de mucha mayor extensión. La historia, además, es rara en la narrativa argentina, porque tiene el campo como paisaje recurrente, bien cierto es que ya un agro un tanto tóxico, muy alejado de las arcadias gauchescas, casi se diría una pesadilla, donde se da cuenta de los avatares de cuatro personajes, Amanda, Clara, Nina y David, mediante el recurso de dotar a la narración de dos voces, la de David, que conduce los recuerdos de Amanda, exigiendo a ésta que los cuente; y la de Amanda, que tiene que recomponer su historia, ordenar las secuencias para que el relato funcione, tenga una coherencia y responda, en cierta manera, al carácter truculento y casi siniestro de David y la hija de la propia Amanda, Nina, que se presenta en su más adorable e inquietante inocencia. Schweblin, en la presentación de esta novela en una librería de Buenos Aires, comentó que «El campo, en mi cabeza, comenzó a cam-

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biar sus colores. Pasó a ser un espacio terrorífico». Nada resume mejor la sensación que produce Distancia de rescate como esta frase pronunciada por su autora. Algo que en Schweblin es cotidiano: no olvidemos, por ejemplo, la historia que se nos cuenta en el relato «Conserva», la de una embarazada que no quiere parir a su hija y hace con su marido una operación consistente en revertir el curso del embarazo, con lo que la gestación termina en el principio y ella vomita el óvulo fecundado. ¿Recuerdan el relato de Scott Fitzgerald, «El curioso caso de Benjamin Button», que forma parte del libro Relatos de la era del jazz, donde el protagonista recorre una trayectoria vital al revés, rejuveneciendo sin reparación alguna? Esa inquietud recorre sin remisión posible a los personajes de la narrativa de Schweblin, salvo que, además, esos personajes tienden a lo siniestro y truculento. Y pongamos como ejemplo a la protagonista de La respiración cavernaria, cuento largo, novela corta, no llega a las cien páginas, publicado en volumen aparte en 2017, si bien, originariamente, formaba parte del libro de relatos Siete casas vacías (2015), donde Lola, una anciana que desea la muerte, termina por obsesionarse porque, lúcida, vive con inquietud su creciente decrepitud, pero la muerte, tremenda, siempre se las arregla para esquivar esos deseos. Samanta Schweblin es, en cierta manera, la mejor escritora gótica de nuestros días en español. Sus cuentos poseen ese aire de perversidad de los de Karen Blixen, aunque los de la baronesa danesa son más fantasmagóricos, sutiles…, no pertenecen aún a ese afán de espectáculo presente en nuestros días y que nos define de una u otra manera. Kentukis es su segunda novela y, desde luego, la narración más larga en su haber, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

aunque su extensión no pase de las habituales doscientas y poco páginas. Se presenta como una distopía, algo que hace de ella una obra que sigue ciertas corrientes de moda y, además, su lectura recuerda mucho a Black Mirror, creada por Charlie Brooker para Endemol y que se ha hecho muy popular desde que la ha distribuido Netflix, una serie británica de tres capítulos donde se muestra el lado más siniestro de las nuevas tecnologías, el culmen de lo paranoico: la vigilancia constante a través de herramientas cotidianas. Pero con ser tan evidente esa correspondencia creo que deberíamos desconfiar de ella por demasiado evidente: Samanta Schweblin utiliza esas tendencias de moda, como hace pocos años lo fueron las series de zombis y vampiros, para devolvernos un espejo donde nos reflejamos de manera un tanto fantasmagórica pero muy real. De ahí que Schweblin, en algunas entrevistas realizadas a raíz de la publicación de Kentukis, insista en que no es una novela de ciencia ficción, sino que las tecnologías a las que se refiere en la obra están ya presentes en nuestros días. Vayamos por partes: ¿qué es un «kentuki»? Schweblin nos lo muestra desde el principio mismo de la novela, esa mezcla de osito de peluche inocente que esconde un potencial Chucky, o, si lo preferimos, un Tamagotchi, aquella mascota japonesa cuyo valor estribaba en que teníamos que cuidarla. En cualquier caso, algo exterior a nosotros y que manejamos hasta la esclavitud por nuestro afán de voyerismo: «Lo primero que hicieron fue mostrar las tetas. Se sentaron las tres en el borde de la cama, frente a la cámara, se sacaron las remeras y, una a una, fueron quitándose los corpiños. Robin no tenía casi qué mostrar, pero lo hizo igual, más atentas a las miradas de Katia y de Amy que al

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propio juego. Si querés sobrevivir en South Bend, le habían dicho ellas una vez, mejor hacerse amigas de las fuertes. »La cámara estaba instalada en los ojos del peluche, y a veces el peluche giraba sobre las tres ruedas escondidas bajo su base, avanzaba o retrocedía. Alguien lo manejaba desde algún otro lugar, no sabían quién era. Se veía como un osito panda simple y tosco, aunque en realidad se pareciera más a una pelota de rugby con una de las puntas rebanadas, lo que le permitía mantenerse en pie». El peluche, inocente, sirve al voyeur, al narcisista contemporáneo, pero muestra una autonomía inquietante: «Amy regresó el peluche al piso, tomó el balde que ella misma había traído de la cocina y se lo colocó encima, tapándolo completamente. El balde se movió, nervioso y a ciegas por el cuarto…». Schweblin pone a prueba en cada una de sus narraciones nuestra tendencia a mecernos en el convencionalismo. Así, cuando nos referimos a alguien que nos vigila, nos imaginamos una especie de Spectra que controla el mundo, un Gran Hermano de gran capacidad tecnológica y que lo emplea al modo de una pirámide social donde en la cúspide estuviera él solo, convención que nos viene de las películas que han tratado de los métodos del totalitarismo del siglo xx. Samanta Schweblin nos propone otro juego, dándole la vuelta al guante: ¿y si los que vigilan a los otros fuéramos nosotros mismos, inmersos en una red que abarca el mundo y no lo supiéramos? Si entramos en este universo, podríamos decir que, como en la entrada del infierno en la Divina

comedia, dejamos allí toda esperanza. Es un mundo terrible y donde estamos unidos unos a otros por nuestras propias perversiones, a veces inocentes, como nuestro voyerismo, agravado por un narcisismo sin límites. La novela, y aquí sí se nota la tendencia de la autora al relato, está estructurada siguiendo a distintos personajes a lo largo del mundo: el padre que asiste al extraño fenómeno de ver de qué modo la entrada de un peluche en casa trastoca la vida cotidiana de su familia; una mujer que después de apropiarse del peluche comienza a ver a su novio con otros ojos; un hacker que ofrece a través del peluche experiencias a la carta…, es decir, un kentuki representa el acceso a la intimidad de un individuo por otro a través de una tecnología tan sofisticada como para presentarse bajo las rasgos de un peluche que esconde un robot que esconde… La impudicia, el deseo más recóndito de dominio que se muestra a lo largo del mundo y en todas las clases sociales (los kentukis tienen que estar al alcance de cualquiera), también el amor, el abandono de sí mismo, la confianza en la bondad de los demás… Estos ingredientes tan variados y contradictorios en principio se mezcla en una suerte de vidas cruzadas para ofrecernos una de las narraciones más lúcidas e inquietantes sobre nuestra condición y nuestros deseos más ancestrales, disfrazados mediante una tecnología que nos puede mejorar la vida, aunque también hacerla más terrible. Pero ¿quién se resiste a ello? Al fin y al cabo, gozamos con la vista que nos ofrece un dron porque siempre soñamos con ver el mundo como lo vería un pájaro…

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Nuccio Ordine Clásicos para la vida. Una pequeña biblioteca ideal Traducción de Jordi Bayod Acantilado, Barcelona, 2017 192 páginas, 12.00 €

La biblioteca ideal de Nuccio Ordine Por JULIO CÉSAR GALÁN Un buen ensayo debe ser la biografía del pensamiento; debe crear dudas, interrogantes y ganas de responderlos (aún más en un país como España, en el que se entiende, en gran parte, este género como estudio académico o una balda divulgativa). En las manos tenemos Clásicos para la vida. Una pequeña biblioteca ideal, de Nuccio Ordine, y, al pasar las páginas, algunas palabras ensogan un par de reflexiones: ¿qué diferencia hallamos entre un clásico y un epígono?, ¿por qué se confunden en ocasiones? Trazos de hermenéutica y subrayados en nuestro campo de acción. En realidad, todo surge de las siguientes preguntas que autores, críticos y lectores se han hecho durante siglos: ¿por qué un texto literario resulta mejor que otro?, ¿cómo se forja el mérito de residir en el canon académico, educativo, social, etcéCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

tera? Y seguimos: ¿se puede demostrar que una obra sobresale de entre las demás? Y, si estamos en lo afirmativo, ¿cuáles son los mecanismos y los elementos que debemos delimitar para encontrar ese valor? El texto y el oráculo (¿diremos que la aportación mora en el límite perfilado entre el sentido literal y el oculto?). ¿Qué idea tenemos de un texto de calidad? ¿Cómo se hace bello, universal, clásico? Repetimos: ¿se puede determinar quién llega a la meta el primero, el segundo, el tercero? Alzamos algunas trallas contextuales: ¿cuáles son los discursos críticos basados en argumentos falsos e interesados?, ¿cómo hemos llegado a sustituir criterios de demostración por el de opinión y oportunidad? El fin perseguido y el sujeto opinador, ¿aquí está la crítica actual? La mera falacia, la broma infinita, jugar a ser crítico, el pasa-

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manos arbitrario… ¿Debemos seguir soportando lo residual en cuanto a editores, instituciones, críticos, lectores y escritores?… Todas estas preguntas, que ya habían surgido en algún momento de la vida literaria de uno, vuelven con la lectura de Clásicos para la vida. Una pequeña biblioteca ideal. Más allá de estas cuestiones, Nuccio Ordine nos lleva a la patria de los libros, a la pasión de cultivarse (tan poco de moda en estos momentos), al poder de la literatura en la vida. Y, para ejemplificar este propósito, nos enseña su anaquel de clásicos. Antes de entrar de lleno en este ámbito, se establece un pórtico con título significativo: «Si no salvamos los clásicos y la escuela, los clásicos y la escuela no podrán salvarnos». Desde el primer instante, se establece el gran problema actual: la rebaja de la importancia de la literatura en la educación y, por lo tanto, de la clasicidad como medio de enseñanza y aprendizaje; así como las causas y las soluciones de y para ese conflicto: «Garantizar que todo el escenario esté ocupado por los textos citados y no por los breves comentarios que los acompañan». Si añadimos a esa vía educativa del fragmento descontextualizado en los libros de texto, el yugo del examen sobre algo que apenas se ha tocado, asimilado o leído, tenemos el cóctel perfecto para que casi todo el alumnado mire con recelo, con desprecio o aburrimiento un hecho que debe ser placentero; y más allá, que un gran número de ciudadanos con pensamiento cerril piense en la inutilidad de la literatura. Así hemos visto como la materia literaria se convertía en un apéndice de la de lengua castellana y casi nadie protestaba. Así hemos visto como la figura del intelectual se reducía a la inexistencia o a un papel de figurón. Así, hemos llegado a este punto y, cuando uno se

encuentra con libros como este de Ordine, que rezuma sencillez, amor y certezas, no queda otra senda que la de la resistencia. Y poco a poco vamos hacia el lado contrario, hacia las negaciones de aquello que nos intentan imponer: no hay que leer a los clásicos para aprobar los exámenes, nos dicen por ahí; mirad el mercado y así alcanzaréis el éxito, nos dicen por allí. Y, contra estos anzuelos para papamoscas, Ordine sabe dibujar un país de vida para sí mismo y para los demás. A través de su experiencia en el campo docente y de una compilación de columnas que va desde septiembre de 2014 a agosto de 2015, se nos traslada hacia un escribir la lectura, hacia una relación texto-evocación, hacia el homenaje a los clásicos. En la citada introducción, comprobamos ese arte de vivir por medio de estos referentes, además de algunas cuestiones esenciales, como la figura del crítico en conexión con su quehacer y su posición, la cual se sitúa en la de George Steiner, para quien el intérprete textual debe asemejarse a la figura del cartero, un mensajero que escucha, que atiende a la obra no como pretexto para sus elucubraciones o sus intereses (o los de otros). ¿Y en los estantes de esta biblioteca ideal quiénes brillan? Pues se comienza con Antoine de Saint-Exupéry y Ciudadela, y, como todos los demás elegidos, se procede del mismo modo, mediante la glosa. Esta primera elección nos da la temperatura de aquello que se quiere transmitir: unos asideros para la existencia, una compañía que nunca defraudará, un código ético para no llenarse de negrura. A través de ese inicio con el autor francés, se pasa por diversas temáticas; en este primer punto, la del amor como sentido de vida y no como propiedad. Pero, antes de proseguir, hay que hacer un

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aviso, no se trata de un manual de ética, no se dan lecciones moralizantes, simplemente, se enseña a vivir o, al menos, a preparar un poco el camino. Y con ello se proponen modelos de calidad y de originalidad. Estas cuestiones no servirán como meros patrones de copia o de imitación, sino que se lleva al lector a ejercer la libertad de imaginación y de entendimiento con respecto a una ejemplaridad existencial. Aunque para lograr esa meta se sugiere que debemos disentir de lo habitual, de lo impuesto, de la inercia; y, en ese conflicto resultante, aparecerá el hallazgo personal, el alejamiento deliberado de los gravámenes sociales; en suma, una serie de invitaciones para llegar a sí mismo. Como en todos los clásicos, las diferentes aportaciones están en consonancias con los diversos niveles lingüísticos, en cuanto a su progresión y su revalorización. Ese alejamiento, ese dar el salto, ese definir el propio rostro hacen que se sacuda lo gastado y pase a tomar brillo. Del tópico al motivo y del motivo a la atribución. Los tópicos se van quedando atrás porque se amplía el horizonte del mundo. Desde ese primer escalón de Antoine de Saint-Exupéry se prosigue con William Shakespeare y El mercader de Venecia, en este caso, se escoge el tema de la música para llevarnos hacia la exaltación del arte y el despojamiento de lo accesorio; para enseñarnos las esencias de la vida y completar, con sus destilaciones, aquello que nos hace humanos. El recorrido por esta galería de la clasicidad resulta amplia y coherente con la intro-

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ducción que acabamos de comentar. A partir de esos dos referentes iniciales, vamos pasando por Ariosto, Gracián, Rilke, Homero, Cervantes, Pessoa… sin seguir la cronología de la historia de la literatura y sin darse al comentario de texto. Quizás por esto resulte tan atractivo este libro. Si tomamos como referencia nuestros subrayados, anotaciones y dobleces de página, vemos aquí y allá diversos intereses temáticos unidos por un eje central: «Lo que importa es el viaje, no la meta». Cada clásico nos indica el despojamiento y el desapego para con aquellos lastres que consideramos compromisos, obediencias y préstamos. Asimilar a los clásicos es una de las veredas para ser lucidamente felices o, al menos, para llegar satisfechos y completos al final. Volvemos al principio para finalizar: «Un conocimiento de mera antología no basta; como tampoco basta el estudio de la didáctica, que, en las últimas décadas, ha asumido una centralidad desproporcionada […]. Si no se domina esa literatura específica, ningún manual que enseñe a enseñar ayudará a preparar una buena clase». Y aquí está la clave de todo el retroceso que venimos sufriendo desde hace varias décadas. Ahora que parece que va a volver, con la fuerza de antaño, la materia de Filosofía a las aulas, convendría reclamar el espacio independiente que tuvo la literatura en el ámbito educativo. Parece una obviedad, pero hay recordarlo y demandarlo ya con contundencia: la lectura necesita tiempo para ser disfrutada y asimilada; y estos Clásicos para la vida nos recuerdan que debe ser así.

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André y Raphaël Glucksmann Mayo del 68. Por la subversión permanente Traducción de María José Hernández y Alicia Martorell Taurus, Madrid, 2018 248 páginas, 18.90 € (ebook 9.99 €)

El espíritu del 68 pervive Por ISABEL DE ARMAS El punto de partida de este libro es abril de 2007, cuando en Bercy, Nicolas Sarkozy exhorta a sus seguidores a «liquidar la herencia de Mayo del 68». Éstos eran los términos exactos de la acusación sarkozysta: «Mayo del 68 nos impuso el relativismo intelectual y moral. Sus herederos impusieron la idea de que todo valía, de que no había ninguna diferencia entre el bien y el mal […]. Proclamaron que todo estaba permitido, que se había acabado la autoridad […]. La herencia de Mayo del 68 ha liquidado la de Jules Ferry». También Sarkozy acusa al 68 de haber «introducido el cinismo en la sociedad y en la política», de haber permitido «el culto al dinero, la deriva del capitalismo financiero» e incluso de ser el origen «de los contratos blindados y los empresarios sinvergüenzas».

Habían pasado cuarenta años desde los sucesos de Mayo del 68 y Francia y el mundo habían cambiado mucho en ese largo periodo de tiempo. Ante este panorama, André y Raphaël Glucksmann reflexionan: el gaullismo y el comunismo ya no dominaban el pensamiento ni la escena política, habían caído el muro de Berlín y las Torres Gemelas de Manhattan, se acabó la Guerra Fría y las guerras calientes del poscomunismo tomaron el relevo, un terrorismo nihilista amenaza por todas partes, el sida golpea el planeta, la Europa democrática se ha reunificado en parte, dos genocidios –en Camboya y Ruanda– nos muestran de nuevo una humanidad incorregible «El siglo xx ha muerto –concluyen–, un nuevo milenio ha comenzado. ¿Qué actualidad tiene –se preguntan– el 68 en 2007? ¿Qué par-

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te del 68 se estremece, actúa, pervive en 2008?». Padre e hijo, André y Raphaël Glucksmann, deciden entonces entablar un sustancioso diálogo sobre el famoso Mayo parisino, ya que, cuatro décadas después, parece que el caso se reabre. El padre, nacido en 1937 y fallecido en 2015, representa la voz del filósofo y ensayista francés de origen judío austriaco que, en los años setenta, formó parte del grupo de los nuevos filósofos (una generación de filósofos franceses que rompió con el marxismo); en el Mayo del 68 tenía treinta años y participó a fondo de todos los acontecimientos. El hijo es la voz del periodista y realizador de cine que nació diez años después del tan emblemático Mayo parisino. Uno y otro vienen a decirnos que el espíritu del 68 pervive; que una parte importante todavía hierve, actúa y vibra en 2008. Diez años después, en 2018, Raphaël retoma aquella importante conversación de entonces al sentir una profunda necesidad de «defender los derechos y las libertades que nos legó el 68»; necesita cuestionar lo que considera un rico legado. También siente que su padre fallecido ya no esté presente para seguir dialogando con él. Pero, a pesar de su pesar, no por eso va a tirar la toalla y decide seguir discutiendo en solitario de lo que nos une y de lo que nos diferencia. Para Raphaël Glucksmann, la generación de su padre tuvo razón, su labor histórica consistió en destruir los viejos mitos nacionalistas o comunistas que encerraban las conciencias y los pensamientos, en romper las antiguas reglas que obstaculizaban los cuerpos y los deseos. Aunque, de inmediato, se pregunta: «Cuando deconstruimos un mito, ¿no debemos después escribir un relato común? Cuando pulverizamos un yugo, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

¿no debemos a continuación refundar estructuras colectivas en las que inscribir de nuevo nuestras individualidades emancipadas?». Su respuesta es rotunda: «No lo hicieron». En consecuencia, los hijos del 68 nacieron en una especie de vacío. «Sentimos una carencia –escribe–, y esa carencia es lo que no dejo de analizar para que no nos engulla. Para que no nos lleve a rechazar nuestras libertades por miedo a la soledad». Glucksmann hijo constata que la generación de sus padres nació en un mundo saturado de sentido, de dogmas, de memoria y de historia. Por lo tanto –deduce–, para poder respirar tenían que trabajar sin descanso en la emancipación de los individuos, en afirmar los derechos del presente. Su papel fue romper cadenas. «Pero nosotros vivimos –observa– en un universo sin ideología, casi sin sentido y sin sustancia, sumido en la inmediatez». Al estar privados de horizonte común en el que recolocar las libertades actuales, ve imprescindible trabajar para volver a inscribir a los individuos en perspectivas colectivas. «Ya no sólo romper cadenas –sintetiza–, sino volver a enlazarlas». Es un convencido de que el Mayo del 68 permitió enormes progresos a cada uno de nosotros, en cuanto individuos, pero que los progresos de mañana serán más colectivos que individuales. «Recibimos el legado de la libertad –afirma–. Nos corresponde a nosotros hacer de ella algo más que la búsqueda frenética del bienestar personal». Y los intereses de sus respectivas generaciones. Cuando hace diez años, padre e hijo, decidieron hacer este libro a dos voces, lo que ellos consideraban «la gran ofensiva reaccionaria» pretendía convertir el Mayo del 68 en el conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno. Parecía que todo lo que

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no funcionaba en nuestras sociedades occidentales tuviera su origen en él: la crisis de la autoridad, el desmoronamiento de las estructuras colectivas tradicionales, la pérdida de los puntos de referencia identitarios, la afirmación del individualismo, el poco respeto de los alumnos por sus profesores y de los hijos por sus padres, los errores de la democracia representativa… Para ellos, el 68 se había convertido en el coco al que apelaba la nueva derecha europea para desacreditar toda forma de progresismo y asentar su supremacía en un ámbito metapolítico que la izquierda intelectual, áfona y átona, había abandonado hacía mucho tiempo. «Para nosotros –afirma rotundo Glucksmann hijo– se trataba de responder a esa ofensiva». Lo que pretendían llevar a cabo padre e hijo no era salvar un icono ni enderezar un tótem, sino entender lo que los seguía interpelando de aquel famoso «espíritu de Mayo». Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido y los intereses de sus respectivas generaciones, el Glucksmann joven no duda al manifestar que «negar el patriarcado, rechazar la mentalidad pueblerina, transgredir polvorientos tabús morales y emanciparnos de dogmas marxistas-leninistas o conservadores son rupturas que nos hicieron infinitamente más libres». Y la cantinela del «Antes era mejor» le parece, como también se lo parecía a su padre, tan tonta como peligrosa. Hoy, en 2018, en solitario, siente una vez más la necesidad de repetir hasta la saciedad que es preferible vivir en una sociedad en la que los homosexuales pueden casarse que en un mundo que los condenaba a esconderse, en un país en el que las mujeres ocupan el espacio público que en una nación que las relegaba a las tareas domésticas, en ciudades en las que

conviven colores y culturas que en espacios encerrados en sí mismos y en sus fantasías monocromas… Aunque no por eso deja de hacerse preguntas y sigue sintiendo la necesidad de cuestionar todo ese rico legado. Para los autores de este libro, «Mayo del 68 fue un acto demasiado grande para quienes lo llevaron a cabo». Supuso una corriente de aire o borrasca que abrió debates y no cerró ninguno. El acontecimiento trajo consigo tanto energía e impulso como mezquindad y abandono. Mayo del 68 rompió con la imagen de la revolución que la izquierda y la derecha se habían transmitido desde la toma de la Bastilla. «Ni fracaso ni success story –escriben a dúo–, ni victoria ni derrota; no fue un Gran Día, pero tampoco nada». Entonces, revolución, ¿sí o no? Su respuesta es que la pregunta no tiene sentido si la revolución de los espíritus transforma el espíritu de las revoluciones. Una pared de la rebelde Nanterre anunciaba premonitoria: «No es una revolución, señor mío, es una mutación». Ambos autores nos recuerdan que «la protesta es universal y contagiosa». Sesenta ciudades de Estados Unidos (poco después hasta ciento veinticinco) entran en ebullición, violenta y no violenta, por los «derechos civiles». Revueltas estudiantiles en Berkeley o Chicago contra la guerra de Vietnam. Manifestaciones en Berlín Oeste. Huelgas y ocupaciones de universidades en Tokio y Seúl. Disturbios en Belgrado. Revueltas obreras y estudiantiles en Polonia. La Primavera de Praga aglutina a la población checa. La exigencia de democratización reúne en México a cuatrocientas mil personas, estudiantes mezclados con gente humilde, lo que acaba en un baño de sangre en la plaza de las Tres Culturas… «La insurrección moral es mundial –escriben los

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Glucksmann–, se lanza en todas partes contra los corsés políticos y culturales de la sociedad anquilosada». Los protagonistas del 68, «en su rebelión delirante a veces –puntualizan los mismos autores– pero nunca sangrienta, desempolvaron las ideas, suavizaron las normas, trastocaron las formas de vida hasta tal punto que derecha e izquierda acabaron haciéndose a ello». Píldora anticonceptiva, aborto libre y gratuito, emancipación del segundo sexo, escuelas y residencias universitarias mixtas, mayoría a los dieciocho años, abolición de la censura, movilidad social, flexibilización del trabajo, liberalización de las radios y televisiones… «Estas mutaciones –observan– preceden, siguen, enmarcan la primavera del 68» y aceleran un movimiento de larga duración, del que no se libra ningún país desarrollado y que se extiende por toda la Tierra. Padre e hijo Glucksmann nos muestran que los interrogantes planteados en aquel mayo no quedarían resueltos o enterrados, sino que iban a dominar el espacio y el tiempo. A menudo desfigurados o congelados, pero siempre presentes, «aunque fuera como coartada –dicen–, durante cua-

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renta años, en los desgarros y las fracturas de la sociedad francesa». Otra nota dominante que en estas páginas se apunta al referirse a los «conductores» del Mayo del 68 es el rechazo a todos los marxismos. «Ya estaban hartos de vigilar a Stalin con los ojos de Lenin –escriben–. Y a Lenin con los ojos de Marx, escrutando a Trotski visto por Mao, desmenuzando a Mao con los anteojos de Trotski, o también, con los situacionistas, pescando entre los preceptos del joven Marx las invectivas adecuadas para devolver al viejo y a sus epígonos al vertedero de la teoría»… Se trataba de decir no a los dogmas, de resucitar pulsiones menos rígidas y limitadas, aunque no menos revolucionarias. Cincuenta años después del Mayo del 68, Raphaël Glucksmann quiere demostrar y mostrarnos que su espíritu pervive y lo hace retomando la honda reflexión que mantuvo con su padre hace diez años; una reflexión muy sólida de dos personalidades consistentes y firmes, pertenecientes a distintas generaciones, pero ambos conscientes de que todo lo que explosionó en Mayo del 68 todavía actúa y vive hoy.

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