N.º 829-830 Julio-agosto 2019 MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES, UNIÓN EUROPEA Y COOPERACIÓN
CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
Precio: 5 €
N.º 829-830
Julio-agosto 2019
C UA DE R N O S HISPANOAMERICANOS
DOSIER
LITERATURA CUBANA HOY Coordina Walfrido Dorta ARQUITECTURA DE LA HABANA Coordina Joaquín Ibáñez Montoya
ENTREVISTA José María Merino
MESA REVUELTA José Balza, Juan Fernando Valenzuela Amelia Pérez Villar, Adolfo Sotelo Carlos Barbáchano, Pilar Martín Gila
Fotografía de portada © Miguel Lizana
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Avda. Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915838401
Director JUAN MALPARTIDA Redactora Verónica Delgado Mayordomo Administración Magdalena Sánchez magdalena.sanchez@aecid.es T. 915823361 Suscripciones María del Carmen Fernández Poyato suscripcion.cuadernoshispanoamericanos @aecid.es T. 915827945 Imprime Solana e Hijos, A. G., S. A. U. San Alfonso, 26 CP 28917-La Fortuna, Leganés, Madrid Depósito legal M.3375/1958 ISSN 0011-250 X Nipo digital 109-19-023-8 Nipo impreso 109-19-022-2
Edita MAEC, Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación AECID, Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo
Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Josep Borrell Fontelles Secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica Juan Pablo de Laiglesia y González de Peredo Directora de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ana María Calvo Sastre Director de Relaciones Culturales y Científicas Miguel Albero Suárez Jefe del Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Pablo Platas Casteleiro CUADERNOS HISPANOAMERICANOS, fundada en 1948, ha sido dirigida sucesivamente por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall, Félix Grande, Blas Matamoro y Benjamín Prado. Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLA Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca. La revista puede consultarse en: www.cervantesvirtual.com www.cuadernoshispanoamericanos.com
N.º 829-830
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dosier
dosier
LITERATURA CUBANA HOY Santana Fernández de Castro – La seducción del riesgo. Comentarios al ensayo cubano del siglo xxi 18 Nanne Timmer y Adriana López-Labourdette – La nación narrada. Propuestas para una cartografía de la novela cubana contemporánea 33 Yoandy Cabrera – La mula en el abismo: poesía cubana en el comienzo del siglo xxi
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ARQUITECTURA DE LA HABANA Ibáñez Montoya – 1519 64 María José Pizarro Juanas y Óscar Rueda Jiménez – La reinterpretación de «lo cubano» en La Habana del siglo xx 79 Ada Esther Portero Ricol, Mirelle Cristóbal Fariñas y José Antonio Yánez Balbuena – La Habana, ¿mi vieja Habana? 96 Fernando Vela Cossío – La Habana, 500 años. Un legado compartido
48 Joaquin
entrevista
110 Carmen
mesa revuelta
122 José
de Eusebio – José María Merino: «La identidad es el tema básico de la ficción»
Balza – Pérez Oramas: poesía y crítica Fernando Valenzuela Magaña – Matar al mandarín 170 Amelia Pérez Villar – La casa que nos habita 182 Adolfo Sotelo Vázquez – La Vanguardia (1881-1902) y las letras españolas 198 Carlos Barbáchano – Los artículos cinematográficos de un joven poeta 216 Pilar Martín Gila – Sobre la creación artística y el don 156 Juan
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biblioteca
228 Manuel
Arias Maldonado – Para una nueva historia de la Transición 233 Cristian Crusat – De migraciones y ansiedades 237 Walter Cassara – La revolución de a pie 241 Juan Carlos Méndez Guédez – El príncipe azul con ojos de sangre 245 Luis Beltrán Almería – Días de lluvia 248 Isabel de Armas – Treinta 252 Miguel Gomes – La peregrinación al centro 256 Juan Marqués – El lujo de estar solo
Literatura cubana hoy Coordina  Walfrido Dorta
Por Astrid Santana Fernández de Castro
LA SEDUCCIÓN DEL RIESGO. Comentarios al ensayo cubano del siglo xxi PRELIMINARES
El ensayo es un género indócil, que se desplaza de unos límites hasta otros por su variedad de propósitos, estilos y temas. Hace ya más de treinta años, en su texto «Quirón o del ensayo», Luisa Campuzano analizaba los comportamientos del género en Cuba y declaraba que muy poco se había escrito o dicho sobre el ensayo producido en la isla. Por otra parte, la definición del género partía de constantes actualizaciones, pues los propios ensayistas habían «contribuido de manera aplastante a hacer saltar en pedazos lo que podría quedarnos de prevención y cautela a la hora de establecer los límites» de este tipo de escritura.1 Más adelante, la autora define la madurez como una base para la exposición de criterios, rasgo constitutivo del texto ensayístico, que no puede «basarse en una mera apropiación de la información, sino en una formación decantada por la experiencia social e individual».2 Madurez, urgencia y vocación de servicio eran conceptos cardinales para comprender lo que se conceptualizaba entonces como «ensayo de la Revolución», a saber, el ensayo escrito e inscrito dentro del proceso político de cambio iniciado en 1959. En las dos primeras décadas del siglo xxi, los asuntos y perspectivas del género en Cuba se han desplazado; no sólo porque la circulación acelerada de la información ha generado una serie de redes y conexiones, o porque las obsesiones hayan cambiado de signo, sino porque la escritura y el pensamiento se mueven hacia zonas limítrofes, donde ensayo e investigación académica se tocan con frecuencia. La nómina de ensayistas cubanos hoy es muy amplia. Reúne a profesores universitarios, estudiosos de la CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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literatura y la cultura, periodistas, historiadores, sociólogos, especialistas en filosofía y derecho, así como a novelistas, poetas y dramaturgos que se dedican al género.3 Si bien se puede evaluar el panorama a partir de las generaciones de escritores, o de la línea que divide la producción insular de la generada por los autores de la diáspora, las voces son recolocadas por los dosieres, las antologías y los premios a manera de superposición, se entrecruzan en el tiempo y se conectan a partir de los temas frecuentados. Lo que aquí propongo es una aproximación cartográfica, siempre limitada y excluyente a lo que se puede concebir como el ensayo cubano del siglo xxi; esto es, textos escritos y/o antologados dentro y fuera del marco insular, por autores cubanos que dedican su ejercicio de criterio a temas literarios y culturales en torno a procesos acontecidos en Cuba. Una exploración de esta naturaleza requiere pensar no sólo en las generaciones que conforman a los grupos de escritores, sino en las tendencias del pensamiento, las conexiones entre voces, su lugar de enunciación y los marcos de producción del discurso. El ensayo se promueve en forma de tejido según va estableciendo diálogos, sea a través de polémicas explícitas o tácitas, de intertextualizaciones, herencias o traspasos de conceptos. La recepción de autores foráneos (principalmente Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Gilles Deleuze) mueve el pensamiento cubano hacia nuevas tramas conceptuales, que permiten repensar en términos simbólicos el acontecimiento estético o cultural y los dispositivos asociados, desde la maquinaria política de la revolución hasta los micropoderes, desde las políticas culturales hasta las redes de sociabilidad intelectual. Para la profesora e investigadora mexicana Liliana Weinberg, el texto ensayístico resalta la «configuración artística de un acto individual de intelección» que «reactualiza, pone sobre la mesa, hace explícitos, tematiza, problematiza, representa simbólicamente, los procesos interpretativos que maneja el complejo social y la comunidad hermenéutica a través de sus distintas órbitas».4 El texto ensayístico es, por lo general, indagador y propositivo e involucra al lector de manera cómplice. Se apoya en determinadas premisas teóricas, filosóficas, y su punto de partida, más allá de los problemas que lo ocupen, es el presente. El yo-autor se posiciona desde el aquí-ahora y su voz se vuelve interlocutora de otras voces y procesos, mientras cumple su misión intelectiva.
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ENSAYAR PARA DISCERNIR
Un tema que recoge la ensayística cultural cubana con particular insistencia dentro y fuera de Cuba es el del lugar del intelectual vinculado a las políticas culturales de la revolución. Desiderio Navarro publica en 2001, en la revista La Gaceta de Cuba, «In media res publica: Sobre los intelectuales y la crítica social en la esfera pública cubana». El texto resulta una exploración de la historia cultural cubana desde 1959, focalizada en el ejercicio crítico de los intelectuales y sus límites, emplazados «en nombre de la Raison d’État» para coartar la emergencia de ciertas verdades y prevenir la heterodoxia, nociva para la unidad ideológica de la nación.5 El autor llama la atención sobre el perfil temático de las publicaciones culturales en Cuba hasta ese momento, pues «salta a la vista el carácter estrictamente artístico-cultural de los temas abordados» y la ausencia de «temáticas sociales –como la ecología, la educación, la moral, el modo de vida y, hasta hace poco, pero todavía presentes en grado mínimo, la religión, la raza y el género–».6 Alerta además sobre la administración de la memoria y el olvido que se ejerce para borrar de la memoria colectiva la actividad crítica de los intelectuales y su represión, de manera que su propio texto resulta un contradiscurso restaurador y una obertura para el examen del pasado. En el mismo año 2001, Iván de la Nuez, desde fuera de Cuba, compila una serie de autores, todos reconocidos bajo el halo generacional de los «nacidos a partir de los sesenta». Cuba y el día después. Doce ensayistas nacidos con la revolución imaginan el futuro recoge textos, de muy diversa índole y estilos, de Antonio José Ponte, Víctor Fowler, Rafael Rojas, José Manuel Prieto, Emma Álvarez-Tabío, Ernesto Hernández Busto, Emilio Ichikawa, Jorge Ferrer, Omar Pérez, Ena Lucía Portela y Rolando Sánchez Mejías, además del ensayo visual que realiza Tonel con una serie de collages que le devuelven al espectador-voyeur la pregunta sobre el futuro. Nacidos con la revolución y al mismo tiempo «hijos de los libros», los nuevos ensayistas, según De la Nuez, se caracterizan por buscar «afuera y después»7 (en Maurice Blanchot, Deleuze, Theodor W. Adorno, Foucault, Giorgio Agamben, Peter Sloterdijk, como principales lecturas), aun cuando en ellos encontramos ecos de Jorge Mañach, Virgilio Piñera y José Lezama Lima, entre otros. Como resultado de la utopía están «fuera de lugar», o pueden ser considerados miembros de varias esferas de la margiCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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nalidad occidental cuya autoconsciencia los coloca en una certera distancia crítica. Destinados a ser los «hombres nuevos» de la revolución, su recolocación en el panorama poscomunista de Occidente, entre la modernidad y la posmodernidad, entre la cultura libresca y la eclosión tecnológica, los convierte en voces intermedias y promotoras de renovaciones temáticas para explicar la experiencia cultural cubana (textos de Antonio José Ponte, Emma ÁlvarezTabío y Víctor Fowler serán replicados en el tiempo con asiduidad, en atención a tópicos como las ruinas, la ciudad, el cuerpo, la racialidad). Asimismo, la antología como provocación resulta generadora de respuestas, polémicas y llamados a otros textos que nutren y activan el campo intelectual. (Como respuesta a esta antología se publica otra dentro de la Isla, Vivir y pensar en Cuba, editada por el Centro de Estudios Martianos en 2002 y coordinada por Enrique Ubieta. A partir de La isla del día después y de otros ensayos, se genera además, años más tarde, una polémica entre Arturo Arango y Rafael Rojas sobre la que volveré más adelante.) Por otra parte, dentro de la investigación y la ensayística cubana, siguen apareciendo textos que se dedican a la historia cultural cubana. Liliana Martínez Pérez en su libro Los hijos de Saturno (2006), a partir de la revista El Caimán Barbudo, analiza «formas de relaciones dominantes» entre los intelectuales y el poder político en Cuba. Su punto de partida es la puesta en diálogo de la macrohistoria con las microhistorias testimoniales de los gestores de la publicación periódica. Un recorrido que explora el proceso por el cual se demandaba el surgimiento de nuevos intelectuales que debían asegurar «una teoría y una estética» de la revolución. El año 2007 se inaugura con un evento que cataliza dentro de la isla la reflexión sobre las políticas culturales de la revolución.8 La aparición televisiva de quienes habían sido duros censores en la década de los años setenta promovió una serie de protestas de intelectuales cubanos a través del correo electrónico que fueron ampliamente difundidas. Si antes apenas aparecían los temas de la relación entre intelectuales y poder, la censura y el cariz punitivo de las medidas restrictivas contra todos aquellos sujetos que salían fuera de la «norma de comportamiento revolucionario», a partir de la «guerrita de los emails» comienzan a generarse testimonios, apostillas, análisis en torno al pasado reciente.
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Como resultado de ese evento de movilización de la opinión pública, Desiderio Navarro organiza un ciclo de conferencias en el marco del Centro Teórico-Cultural Criterios y en las sedes institucionales de Casa de las Américas y el Instituto Superior de Arte, que deriva en la compilación de ensayos La política cultural del periodo revolucionario: memoria y reflexión (2007). Participan en él, Ambrosio Fornet, Mario Coyula, Eduardo Heras León, Arturo Arango y Fernando Martínez Heredia. El objetivo del ciclo era ventilar, llevar a debate, el recuento de las políticas culturales de la revolución y sus derivaciones. En la introducción, Desiderio Navarro llama a «completar la anamnesis histórica de la intelectualidad cubana», que debía nutrirse con autobiografías, testimonios y memorias, para administrar mejor los vacíos y las contradicciones. En ese mismo año 2007, Alberto Abreu Arcia gana el Premio Casa de las Américas en la categoría de ensayo artístico-literario, bajo la mirada de un jurado constituido por Víctor Barrera de México, Claudia Gilman de Argentina y Víctor Fowler de Cuba. La propuesta de Abreu Arcia es realizar una indagación en el campo cultural cubano, a partir de las relaciones entre arte y política, lengua y poder. La exploración de autores, representaciones y prácticas artísticas, documentos que configuran la historia intelectual, según el escritor, le permitirían dar visibilidad a zonas tenidas como «no historizables» hasta el momento. Nuevamente, aparece la idea del ensayo como restauración de la memoria, una búsqueda de lo que «está por decirse», afiliada a la idea de «hacer justicia». Arturo Arango se posiciona frente al texto para oponer una serie de argumentos a las propuestas de Abreu Arcia, en su artículo de 2009 «Una mala escritura de la Historia». La crítica más sugerente es aquella que llama la atención sobre la evasión del autor frente al carácter político-ideológico-propositivo de autores como Rafael Rojas, Antonio José Ponte, Emilio Ichikawa e Iván de la Nuez. Luego, Arango se detiene sobre la omisión de la «importante ensayística escrita por aquellos que iniciaron sus carreras literarias fuera de Cuba como Roberto González Echevarría, Román de la Campa, Gustavo Pérez Firmat, Eliana Rivero, entre muchos otros excluidos de su teleología».9 La confrontación nos lleva a preguntarnos sobre el ejercicio discursivo del ensayo como género: ¿es un texto que opera desde la propia trampa del lenguaje o una indagación sociológica CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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que refrenda una verdad?; ¿no es todo ensayo una proposición discursiva y en ese sentido un ámbito de significaciones y vacíos? En el 2010, Arango publica en la revista Temas su artículo «Cuba: los intelectuales ante un futuro que ya es presente», que da inicio a la polémica con Rafael Rojas, profesor e investigador residente en México, sobre la interpretación del futuro como gestión de cambio y el lugar de los intelectuales frente al poder político. Más allá del cariz politológico que alcanza la discusión, en los textos emergen zonas de imantación que procuran hacer visibles autores y obras de un canon inconcluso. Mientras Arango se apoya en autores como Desiderio Navarro, Fernando Martínez Heredia, Julio César Guanche, Haydée Arango, Yohayna Hernández y Maylín Machado,10 Rojas propone la relectura e iluminación de la producción ensayística fuera de Cuba, a partir de escritores y textos que debían colocarse en el escenario de la controversia: Los límites del origenismo (2005) y Palabras del trasfondo (2009), de Duanel Díaz; Inventario de saldos (2005), de Ernesto Hernández Busto; Fantasía roja (2006), de Iván de la Nuez; La fiesta vigilada (2007) y Villa Marista en plata (2010), de Antonio José Ponte; Desde el légamo (2007), de Jorge Luis Arcos y Elogio de la levedad (2008), de Enrique del Risco.11 De los autores recogidos en Cuba y el día después , Rafael Rojas resulta un crítico del período revolucionario y un pensador sistemático sobre la situación y las contradicciones del intelectual cubano en la trama tupida del juego político y la historia. En libros como Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano (2006); Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia intelectual de Cuba (2008); El estante vacío. Literatura y política en Cuba (2009); La máquina del olvido. Mito, historia y poder en Cuba (2012), y La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio (2013),12 Rojas piensa la relación entre ese intelectual –entendido como el creador que participa en la esfera pública– y el ejercicio del poder. Los escritores y la literatura son objeto de interés para el discernimiento de la historia intelectual cubana, más allá de los tejidos significantes de su escritura, a partir de sus posiciones y desplazamientos en el ámbito ideológico. Rafael Rojas versa sobre problemas como la definición del intelectual plenamente crítico –sólo realizable en el exilio– y la gestación escrituraria de relatos instituyentes que han marcado la historia insular. 11
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A la par de estas escrituras, autores como Roberto Fernández Retamar, Ambrosio Fornet o Desiderio Navarro publican compendios de su obra ensayística que sugieren una lectura «en contexto». Todo Caliban (2000) de Fernández Retamar; A pe(n) sar de todo. Para leer en contexto (2007) de Navarro y Narrar la nación. Ensayos en blanco y negro (2009) de Fornet reúnen textos datados en fechas disímiles, que revisan y reviven sus visiones sobre temas literarios o de la vida cultural desde la década del sesenta en adelante.13 La edición de esos ensayos anteriores en el tiempo, en la primera década del nuevo siglo, viene a complementar y testimoniar el proceso de intervención intelectual en la historia cultural cubana: un actuar que se antojaba discontinuo, recogido en revistas como La Gaceta de Cuba, Unión, Casa de las Américas, entre otras, y que viene a reinscribirse en el presente a través de la recapitulación. A la altura de 2013, Jorge Fornet en El 71, anatomía de una crisis da continuidad al tema de los intelectuales frente a la revolución y a la historia cultural de la isla.14 El libro es un ensayo ampliamente documentado que recorre el año 1971 –sin dejar de establecer conexiones con el también mítico año 1968– y ventila una serie de asuntos que van desde la caracterización de la historia dada en la prensa, el Congreso de Educación y Cultura, las escenas traumáticas del caso Padilla, la representación del intelectual, el realismo socialista, el inicio de la novela policial «a la cubana» y la producción cinematográfica, hasta sucesos propios de la vida cotidiana. Jorge Fornet se apoya en un año, pero su ensayo nos sumerge en una impresión de totalidad. Es evidente la tendencia de los ensayistas cubanos de los últimos veinte años a revisar el devenir cultural vinculado a la política orientadora y cohesiva de la revolución, como comentaristas y críticos que se ocupan de cuestionar, reorganizar y revelar datos para una historia intelectual del periodo. Más allá de «Palabras a los intelectuales» (1961) de Fidel Castro y «El socialismo y el hombre en Cuba» (1965) de Ernesto Guevara –entendidos como puntos de partida cardinales para la conceptualización del «deber ser» del intelectual frente al cambio político y su implementación ideológica–, los autores buscan explicaciones para la producción de discursos históricos, políticos, y estéticos en los encadenamientos procesuales y los desplazamientos en las correlaciones de poder. Ensayar sobre la historia cultural cubana del cincuenta y nueve en adelante ha resultado una deuda a saldar y un campo fértil para la combinación de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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la investigación histórica, la conceptualización sociológica y la elaboración de hipótesis estéticas. VARIEDADES Y VARIACIONES
Rafael Hernández y Rafael Rojas conciben en el año 2002 una antología titulada Ensayo cubano del siglo xx.15 Autores recogidos en esa compilación siguen produciendo iniciado el siglo xxi y se convierten en autores entre siglos. Tal es el caso de Enrico Mario Santí y Víctor Fowler. El segundo aparece con el ensayo «Estrategias para cuerpos tensos: po(lí)(é)ticas del cruce interracial» y abre un espectro para el análisis literario y cultural, a partir de sus estudios sobre cuerpo, sexualidad y racialidad. Las antologías y los premios ofrecen una cartografía de aquello que queda señalado en el panorama de la escritura ensayística. Si bien son una muestra restringida de toda la producción, establecen un mapa atendible que ofrece información sobre las rutas del ensayo artístico-literario. Una revisión somera del Premio Alejo Carpentier de Ensayo,16 otorgado en Cuba a autores residentes en el país, nos permite identificar esas «zonas de confort» de la escritura validada: Eros baila. Danza y sexualidad (2000), Ramiro Guerra; La poesía de Virgilio Piñera: ensayo de aproximación (2001), Enrique Sainz; Paradiso: la aventura mítica (2002), Margarita Mateo Palmer; Mañach o la República (2003), Duanel Díaz; Los riesgos del equilibrista (2004), Mayerín Bello; Contra el silencio (2005), Zaida Capote; Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo xxi (2006), Jorge Fornet; Otra mirada a La Peregrina (2007), Roberto Méndez; El concierto de las fábulas (2008), Alberto Garrandés; Festín de los patíbulos. Poéticas teatrales y tensión social (2009), Abel González Melo; Virgilio Piñera o la libertad de lo grotesco (2010), David Leyva; Convivencias de El Viajero (2011), Mayra Beatriz Martínez; Diseminaciones de Calvert Casey (2012), Jamila Medina Ríos; Caminos nuevos: paseos corporales de escritura (2013), Víctor Fowler; Imagen y libertad vigiladas. Ejercicios de retórica sobre Severo Sarduy (2014), Pedro de Jesús; Las praderas sumergidas. Un recorrido a través de las rupturas (2015), Raydel Araoz; Plácido y el laberinto de la Ilustración (2017), Roberto Méndez; Alejo Carpentier y el Minotauro de Bayreuth (2018), Rafael Rodríguez Beltrán; y La acera del sol (2019), Hamlet Fernández. El Premio Alejo Carpentier es otorgado por la Editorial Letras Cubanas y se estructura como un espacio de legitimación y difusión de los ensayistas en la isla. Su perfil predominante es 13
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el de los estudios literarios, aunque incorpora otras zonas de la producción artística y del mundo cultural. Como tendencia, conviven en él escritores con una obra reconocida y otros, a los que el premio, incluso, les confiere su primer libro. Al convertirse en una parte jerarquizada dentro de la totalidad –no despreciable– de obras publicadas, el premio, con toda su carga de dispositivo editorial, resulta una forma de territorializar la escritura. Otros nombres a atender en la producción del ensayo del siglo xxi, asociados a problemáticas literarias y culturales de diversa índole, cuya obra se inicia en las últimas décadas del siglo pasado son: Nancy Morejón, Reynaldo González, Luisa Campuzano, Elina Miranda Cancela, Rogelio Rodríguez Coronel, Luis Álvarez Álvarez, Olga García Yero, Rogelio Martínez Furé, Lázara Menéndez y Ana Cairo. Asentados dentro de la vida intelectual cubana (los seis primeros son miembros de la Academia Cubana de la Lengua), sus voces circulan combinadas con las de los escritores más jóvenes, en espacios intersticiales de promoción. Un signo de vitalidad es la diversidad de asuntos que hoy ocupan al ensayo cubano. Desde la historia recobrada a partir de los estudios de imaginarios y las relaciones hegemónicas; los estudios de arte, literarios, de recepción y de literatura comparada, hasta estudios sobre racialidad, género, sexualidad; grupos intelectuales y proyectos como Paideia, Diáspora(s), Generación Cero; animalidad y materialidades residuales; estudios urbanos, ruinas, distopías; huellas soviéticas en la Cuba posnoventa; religiosidad; ciudadanía y estado de derecho, entre otros. Escritores que se mueven dentro de estas esferas (y otras no mencionadas aquí) son: Marial Iglesias Utset, Antonio Álvarez Pitaluga, Odette Casamayor-Cisneros, Walfrido Dorta, José Antonio Baujín, Leonardo Sarría, Zuleica Romay, Alejandro de la Fuente, José Quiroga, Mirta Suquet, Jesús Jambrina, Louis A. Pérez, Jr., Pedro Marqués, Zaida Capote, Abel Sierra Madero, Julio César González Pagés, Mabel Cuesta, Adriana López-Labourdette, Emilio Bejel, Jorge Camacho, Ariel Camejo, Damaris Puñales, Yoandy Cabrera, Román de la Campa, Raydel Araoz, y Julio César Guanche, entre otros.17 En el año 2015, con la conciencia de apuntar a una tradición que borra la frontera entre el «afuera» y el «adentro» insular, Reynaldo Lastre compila, en Ediciones La Luz de Holguín, textos de veintidós autores nacidos todos en la década de 1980, en el libro Anatomía de una isla. Jóvenes ensayistas cubanos.18 En el prólogo sitúa al libro, y desde luego a las líneas de pensamiento de sus auCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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tores, en la genealogía de Rafael Rojas, Iván de la Nuez, Ernesto Hernández Busto, Víctor Fowler, Pedro Márquez de Armas, Alberto Garrandés, Antonio José Ponte o Rolando Sánchez Mejías, al tiempo que sitúa a Paideia y Diáspora(s) como grupos reanimadores de la esfera intelectual del país entre finales de la década de los ochenta y los inicios del 2000. En nota al pie, Lastre amplía la nómina de ensayistas a Emilio Ichikawa, Alexis Jardines, Carlos A. Aguilera, Rufo Caballero, Juan Antonio García Borrero, Norge Espinosa, Roberto Zurbano, Jorge Fornet, Zaida Capote y Duanel Díaz, como autores incorporados «a esta tradición de ensayismo ilustrado en busca de ampliar los márgenes del saber y arrojar luces sobre los temas más variados de la cultura cubana».19 El título del volumen es un homenaje al texto de Fornet, El 71. Anatomía de una crisis, y las palabras de presentación están a cargo de Fowler, cuyo nombre se repite, sea por su propia obra, ubicada en contextos de visibilidad, o por su evidente influencia en el pensamiento de estos «ensayistas jóvenes». Hay un aliento inconfundible a «generación» en el libro y un afán de «tomar partido». Según Fowler en su introducción, «la antología es una pequeña máquina de guerra y, a su vez, un lugar privilegiado para entender los conflictos, las angustias, los sueños y la novedad de una época». Más adelante se pregunta: «¿qué ven o quieren ver los autores de estos ensayos? Es decir, en la totalidad de la producción cultural realizada en el país (o los territorios de la diáspora cubana, inclusión esta que apunta a ser una marca generacional), ¿a cuáles autores / textos / problemáticas destacan y consideran relevantes, y con cuáles consecuencias?».20 Estudios literarios, de artes plásticas, cine y videocreación, estudios de racialidad, género, sexualidad, tienen en común la apropiación de asuntos excéntricos, a saber, más allá del repertorio dominante. Artistas como Antonia Eiriz y Nicolás Guillén Landrián, la ciencia ficción cubana o los filmes presentados en la Muestra Joven del ICAIC son temas que hacen parte de una agenda en contra de la política institucional de décadas anteriores. En cuanto a sus intereses literarios, es innegable la separación entre los «autores consagrados» del ensayo y los «autores emergentes», influidos por esa generación intermedia activa y vivificante, que se va haciendo mítica, de los nacidos en los sesenta, divididos hoy entre la diáspora y la isla. De un lado, son atendidos José Martí, Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido), Gertrudis Gómez de Avellaneda, Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Nicolás Guillén, Eliseo Diego, Severo Sar 15
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duy, y del otro, Jorge Mañach, Calvert Casey, Guillermo Cabrera Infante, Esteban Luis Cárdenas, Roberto Friol, José Manuel Prieto, Waldo Pérez Cino y Gerardo Fernández Fe. Si los autores con una larga trayectoria se dedican a revisitar escritores establecidos en el canon a partir de nuevas perspectivas, los más jóvenes prefieren hurgar en las zonas de la literatura que han recibido menor atención o en «casos» reprobados por la censura. Concuerdo con Rafael Rojas al observar una apertura y «democratización» del canon que se opera en las esferas de intereses del ensayo cubano más reciente.21 En el caso de los más jóvenes, además de resultar de una voluntad de elección renovadora, lo anterior coincide con una actualización de temas y teorías en el campo académico, pues varios de los ensayos que se proponen en Anatomía de una isla… provienen de las investigaciones de los autores vinculadas a sus tesis de graduación. En los últimos veinte años, nociones como emigración, género, racialidad, identidad, nación o memoria son enfatizadas en el ensayo cubano como construcciones discursivas, impregnadas por relaciones de dominación. Es imprescindible anotar cómo los flujos de información que se producen a partir de internet y las publicaciones digitales fertilizan la industria de las ideas y auspician el giro en los modos de intelección. Hoy casi todo lo que se produce en el ámbito del ensayo pasa por una fase de «iluminación» e interlocución. Esa diversidad va dando respuesta al reclamo de Desiderio Navarro, al inicio del siglo, sobre los temas a los que debía dedicarle mayor atención la intelectualidad cubana.
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NOTAS 1 Quirón o del ensayo y otros eventos, Luisa Campuzano. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1988, p. 17. 2 Ibídem, p. 20. 3 Arriesgaré en estas páginas una nómina de ensayistas, reducida a su visibilidad a partir de referencias a temas, polémicas, premios, antologías, que me permita al menos una incipiente exploración de preocupaciones y tendencias del ensayo cubano en los últimos veinte años. De ahí –y tomo prestadas las palabras de Desiderio Navarro («In media res publica: Sobre los intelectuales y la crítica social en la esfera pública cubana”)– «el carácter abocetado y la ejemplificación mínima» de la presente exploración. 4 Situación del ensayo, Liliana Weinberg. México D. F.: Universidad Autónoma de México, 2006, p. 146. 5 «In media res publica: Sobre los intelectuales y la crítica social en la esfera pública cubana”, Desiderio Navarro. En Las causas de las cosas. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2006, p. 18. 6 Ibídem, p. 20. 7 Ese afuera que, cada vez más, deja de ser una metáfora sobre el conocimiento y su búsqueda y se convierte en reales desplazamientos físicos y geográficos de los jóvenes autores hacia Europa, Estados Unidos y América Latina. 8 El 5 de enero de 2007 apareció entrevistado y ponderado su trabajo en el programa Impronta de la televisión cubana Luis Pavón Tamayo, presidente del Consejo Nacional de Cultura entre 1971 y 1976, quien tuviera un rol dogmático y censor. La omisión de su desempeño durante ese quinquenio implicaba una limpieza de su biografía. La denominación de este periodo como «Quinquenio Gris” se debe a Ambrosio Fornet y alude a la política de represión operada en diversos ámbitos de la cultura artística. 9 «La mala escritura de la historia”, Arturo Arango. La Gaceta de Cuba, no.1, enero-febrero, 2009, p. 59. 10 «Cuba, los intelectuales ante un futuro que ya es presente», Arturo Arango. Temas, no. 64, octubre-diciembre, 2010, pp. 80-90. 11 «Diáspora, intelectuales y futuros de Cuba», Rafael Rojas. Temas, no. 66, abril-junio, 2011, pp. 144-151. 12 Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano (Barcelona: Anagrama, 2006); Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia intelectual de Cuba (Madrid: Colibrí, 2008); El estante vacío. Literatura y política en Cuba (Barcelona: Anagrama, 2009); La máquina del olvido. Mito, historia y poder en
Cuba (México D.F.: Taurus, 2012); La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio (México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2013). 13 Todo Caliban, Roberto Fernández Retamar. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2000; A pe(n)sar de todo. Para leer en contexto, Desiderio Navarro. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2007; Narrar la nación. Ensayos en blanco y negro, Ambrosio Fornet. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2009. 14 El 71. Anatomía de una crisis, Jorge Fornet. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2013. 15 Ensayo cubano del siglo xx. Eds. Rafael Hernández y Rafael Rojas. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2002. 16 A partir de la década de los noventa del siglo xx en Cuba se produce una diversificación de premios que cubren la categoría del ensayo: Premio Alejo Carpentier, Premio Temas, Premio Casa de las Américas, Premio UNEAC, Premio José Juan Arrom de La Gaceta de Cuba, Premio Calendario de la AHS, Premio Pinos Nuevos. Por razones de espacio es imposible bosquejar aquí todos los textos que forman parte de ese amplio universo de producción. He decidido, por tanto, limitarme al Premio Alejo Carpentier de Ensayo como botón de muestra. 17 A riesgo de cometer omisiones imperdonables, he querido al menos ofrecer una serie de temas y nombres de ensayistas y académicos residentes dentro y fuera de Cuba, a manera de muestra, que se dedican a estudios artísticos, literarios, culturales e históricos. Las ausencias no son deliberadas ni tienen un carácter peyorativo. 18 En orden de aparición: David Leyva, Reynaldo Lastre, Jamila Medina Ríos, Elizabeth Mirabal, Hamlet Fernández, Ariadna Ruiz, Amelia Duarte, Ibrahim Hernández, Carlos Velazco, Justo Planas, Roberto Rodríguez, Juan Manuel Tabío, María de Lourdes Mariño, Zaira Zarza, Marianela González, Anaeli Ibarra, Maikel Colón, Sandra del Valle, Ariel Camejo, Giselle Victoria Gómez, Yasmín S. Portales y Gilberto Padilla. 19 «Presentación», Reynaldo Lastre. En Anatomía de una isla. Jóvenes ensayistas cubanos. Ed. Reynaldo Lastre. Holguín: Ediciones La Luz, 2015, p.10. 20 «¡Prepárate pa’ lo que viene!», Víctor Fowler. En Anatomía de una isla. Jóvenes ensayistas cubanos. Ed. Reynaldo Lastre. Holguín: Ediciones La Luz, 2015, p. 8. 21 «Diáspora, intelectuales y futuros de Cuba», Rafael Rojas. Temas, no. 66, abril-junio, 2011, pp. 146.
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CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
Por Nanne Timmer y Adriana López-Labourdette
LA NACIÓN NARRADA. Propuestas para una cartografía de la novela cubana contemporánea A estas alturas del siglo xxi reflexionar sobre la novela puede resultar algo anacrónico tratándose de un género textual que ha estado íntimamente vinculado a la construcción de la nación en el siglo xix. Pensar este tipo de texto en el ámbito cubano de las últimas dos décadas nos permite, sin embargo, observar las nuevas formas de diálogo que establece con el proyecto de nación. Hacer un ejercicio de reflexión de esta índole, además, hace visibles los modos en que el género continúa transformándose, sujeto como está a lógicas transnacionales diferentes a las del siglo xix. Ahora bien, ¿cómo trazar las líneas de una nueva cartografía de la novela cubana, en la que aparecen un sinfín de novelas, estilos, temáticas, estructuras narrativas y espacios de publicación de dentro y fuera de la isla? Incluso más, la opción por la errancia de géneros, motivos y recursos novelescos, ¿no sería precisamente aquello que rompe las localizaciones y su fijación en dispositivos de mapeos? Para un primer bosquejo de este mapa literario habría que partir, por lo tanto, de su enorme diversidad. En estas últimas dos décadas conviven proyectos novelísticos de autores nacidos en los años cincuenta, sesenta, setenta y ochenta,1 aunque dicha distinción –como ya sabemos– dice muy poco sobre sus diversas tendencias. Éstas, como veremos, más bien piden ser organizadas transversalmente, en rutas, solapamientos y entrecruzamientos en las que las antiguas certezas y las normas de género –textual y sexual– quedan suspendidas, si no anuladas. Sin querer ser exhaustivas en nuestra cartografía, este ensayo se propone marcar algunas de estas rutas temáticas y narrativas, aportando un corpus posible de textos y lecturas. Las rutas temáticas nos llevarán del fracaso y el desencanto al mercado y a CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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los cuerpos extra/ordinarios para terminar con la desmitificación de los mitos. Nos interesa aquí no sólo marcar puntos de condensación e intercambios temáticos, sino igualmente las propuestas de escritura y de reflexión metaliterarias, así como la fragmentación e hibridización del género novela. Más allá del entrecruzamiento de generaciones y proyectos literarios, sería ingenuo desconocer la existencia de algunas miradas literarias hacia lo social y hacia el proyecto de nación marcadamente generacionales. Magdalena López propone que las novelas La novela de mi vida (2001), de Leonardo Padura, Muerte de nadie (2004), de Arturo Arango y Desde los blancos manicomios (2010), de Margarita Mateo, pueden leerse como reflexiones acerca del significado del fracaso de las aspiraciones utópicas tanto individuales como colectivas.2 No es por casualidad que éstas sean todas obras de autores nacidos en los años cincuenta. «Yoes» que se buscan en retrospectiva, en los restos de lo que nunca fue, en medio de un gran relato colectivo. A través de una subjetividad testimonial sin épica y las travesías del desarraigo se deconstruyen los relatos hegemónicos en torno al sueño de un futuro triunfante. Estas novelas cifran una resistencia ante aquel lema prometedor y tantas veces repetido: «El futuro pertenece por entero al socialismo». Éste también es el caso de una novela como La última playa (1998), de Atilio Caballero, donde el protagonista anciano dedica su vida a erguir árboles para frenar el proceso de la erosión de la isla y a construir un puente que una la isla a tierra firme. El relato del fracaso de la utopía ecológica, como metonimia de un desastre político-cultural, reflexiona en torno al lugar del individuo y a los proyectos personales en contraste con los nacionales-revolucionarios. La última playa además marca el giro de una mirada moderna hacia una postmoderna. En esa línea es imprescindible la crítica que habla de «la literatura del desencanto», que, según Jorge Fornet, llega tarde pero con fuerza a la isla caribeña.3 Habría que añadir, además, que dicha etiqueta no alcanza para nombrar aquellas obras en las que las ruinas, los restos y la basura constituyen el único paisaje urbano posible. Esta suerte de «neovanguardia de lo residual» no se plantea en términos de nueva doctrina redentora –de una rearticulación de la utopía a partir de lo que de ella queda–, lo que sería familiar a la lógica discursiva de la Revolución, frente a la que estas novelas se distancian. Contrabando de sombras (2002), por ejemplo, de Antonio José Ponte, se mueve en un cementerio, en el escenario de ruinas de vidas como me 19
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tonimia de una nación arruinada. En «Un arte de hacer ruinas» (1998) ya Ponte había entendido el Estado como constructor de ruinas. La mirada escatológica hace de la ruina, ese lugar residual pero a la vez sumamente estetizado, un vertedero, un cúmulo de cuerpos y materiales obsoletos. Este giro de una estética de la ruina hacia una estética del vertedero aparecerá aún con más fuerza en las generaciones posteriores. Éste sería el caso, por ejemplo, de La autopista. The movie (2014), de Jorge Enrique Lage o las distopías de la ciencia ficción de las últimas décadas. La latencia dolorosa del pasado y el desastre del presente han terminado no sólo con ese feliz tiempo por venir, sino incluso con las ruinas mismas de la utopía. A nuestros pies se despliegan, acumulados e indistinguidos, los restos de lo que no tuvo lugar. DINÁMICAS DE MERCADO
Quedarnos, sin embargo, sólo con el desencanto y el fracaso, como ejes estructuradores de la literatura cubana contemporánea, sería reducirla a mera copia de la realidad socioeconómica y política, y sería además neutralizar no sólo sus capacidades de reflexión y creación de un imaginario literario, sino también su potencial estético-político. El arte no pretende ser ilustración, al menos no el que opta por la apuesta literaria. El mercado, sin embargo, insiste precisamente en ello: la literatura como testimonio de una realidad supuestamente inmediata, armado sobre estereotipos y tópicos que se insertan como commodities para el consumo rápido y sin roces. No es de extrañar, pues, que a más de veinte años del período especial se haya consolidado también el «producto» novela cubana, algunas más bestsellers que otras, que suele vender la experiencia cubana para un lector extranjero, tal como Esther Whitfield definió «la novela del período especial» (aunque después ésta se diversifica).4 Las editoriales Planeta, Tusquets, Anagrama y Emecé podrían considerarse como las principales en promover este tipo de novelas. La reina del bestseller, Zoé Valdés, marcó con La nada cotidiana (1995) el inicio de esta inserción de la literatura cubana en el mercado internacional: una protagonista narra en primera persona su difícil experiencia diaria en una Cuba desmoronada. La narración consiste en un monólogo interior que en tono emocional y melancólico construye una trama de discursos, poderes y violencias del Estado, articulados a través de relaciones, intrigas y encuentros sexuales. Independientemente de la importancia de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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una voz nueva, de las reconfiguraciones de la subjetividad y de la desconstrucción del gran relato del «machismo leninismo», esta novela acuña una fórmula comercial de éxito que la propia autora empleará hasta el cansancio en las veinte novelas de su autoría, entre las cuales se encuentran Te di la vida entera (1996), La hija del embajador (1996) y Café nostalgia (1997). En todo caso y más allá del despegue comercial del «nuevo boom cubano» (Whitfield), a partir de fines de los años noventa el panorama novelesco será más diverso y tendrá consecuencias nada despreciables para el espacio literario. Las plataformas editoriales servirán, de este modo, como laboratorio para innovadores propuestas y posicionamientos de figuras de autores y de sus escrituras. La economía, antes repudiada como mecanismo capitalista y desechable para la revolución, empieza a jugar un papel importante en la cultura cubana justo antes de los 2000. No olvidemos que a estas alturas la literatura publicada en la isla participa apenas de esa esfera; más bien se halla bajo la égida de una esfera institucional en la que el mercado es un actor de mucha menos relevancia que lo político y lo ideológico imperantes. La opción de presentar una novela a una editorial extranjera comienza a ser una estrategia más común en el nuevo contexto socioeconómico de los 2000 en adelante. Si en los años setenta, en Cuba, la literatura testimonial estaba en función de las instituciones estatales en forma de redención del otro silenciado o del realismo socialista, en los noventa empieza a transformarse para servir como mercancía en un mercado transnacional que pide precisamente eso: la referencialidad. En ese dejar de escribir para un orbe cerrado, comenta Alberto Garrandés, ha habido de todo: caer en la trampa de escribir según la expectativa en torno a la idea de Cuba en Occidente o buscar una escritura de acuerdo con los sistemas de ficción literaria en el mundo de hoy. El crítico añade que «el mercado ha devuelto a la narrativa la importancia del argumento, de la seducción por medio del suceso, algo que la devuelve a su esencia misma».5 VUELTAS A LO TESTIMONIAL
Es en este contexto que ha de leerse la vuelta a la escritura testimonial y al tema urbano que cifran la experiencia cubana. Estos textos frecuentemente se acercan a la crónica periodística, a novelas de iniciación o novelas policiacas. Todas estas variantes coinciden en destacar la función referencial, como también la 21
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seducción más por medio de la trama que por el estilo. Hasta las editoriales internacionales más pequeñas persiguen estrategias comerciales con eslóganes parecidos a los folletos turísticos o a los titulares del periódico. «La novela sobre la Cuba del cambio», por ejemplo. En juego con cuños semejantes, estas novelas llegan a promocionarse como inscripción dentro de determinados subgéneros, tal como es el caso en otras literaturas; se enfatiza aquí una voluntad mimética frente a lo cubano o la preocupación política de las obras en torno al proyecto de nación. En esta voluntad realista se solapan propuestas distintas: desde el realismo sucio de Pedro Juan Gutiérrez en El Rey de La Habana (1999), Animal tropical (2000) y Trilogía sucia de La Habana (1998), a los diarios de Wendy Guerra como Todos se van (2006), Posar desnuda en La Habana (2012) y Domingo de Revolución (2016). Pero también novelas «semiautobiográficas» como La novela de mi vida (2001), o históricas con toque policial como El hombre que amaba a los perros (2009) y la serie policiaca (1991-1998) de Leonardo Padura, para no dejar de mencionar las principales obras promovidas por las grandes editoriales internacionales. En paralelo, vemos también múltiples variaciones de estas escrituras referenciales publicadas por editoriales menores. Tanto las neopoliciacas (Amir Valle), como las novelas históricas o de iniciación (Karla Suárez), hacen uso del testimonio como reflexión de una realidad imperante, anclada en la historia en sí y en las expectativas del lector con respecto al género del texto. La mirada subjetiva hacia el entorno se vuelve esencial y desde la ficción se construye una nueva historiografía, otra historiografía de lo no-contado. Silencios (1999) de Karla Suárez, por ejemplo, muestra esa visión personalizada del devenir cubano, narrando la infancia y evoluciones de sus protagonistas y acercándonos a micromundos como la casa, la relación familiar o la escuela, así como a las vías de acceso a lo social. La piel de Inesa (1999) de Ronaldo Menéndez funciona de modo parecido. Desde una multiplicidad de voces puede reconstruirse el testimonio de una época. Las estrategias de supervivencia narradas en El hombre, la hembra y el hambre (1999) de Daína Chaviano y en Paranoia con pachanga (2001) de Rafael López Ramos, que además narra todo el revuelo y las represalias en las artes plásticas a finales de los años ochenta, formarían también parte de este corpus. Prisionero del agua (Alexis Díaz Pimienta, 1998) retoma el tema de la migración, constante desde los primeros textos «revoCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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lucionarios», así como la figura recurrente de los balseros. Aquí la narración emana desde un balsero que, al estar luchando por su vida en medio del mar, ve pasar su vida personal. Todos se van (2006) de Wendy Guerra y Silencios (1999) de Karla Suárez cambian las perspectivas y cuentan el drama de la migración para aquellos que se quedan. Por otra parte, la vida urbana y marginal es tema en Perversiones en el Prado (1999) de Miguel Mejides, y también en Sentada sobre su verde limón (2004) de Marcial Gala. Es también la calle la protagonista en El Rey de La Habana (1999) de Pedro Juan Gutiérrez, que narra la vida sexual del joven Rey, quien vive en extrema suciedad y violencia en los márgenes de La Habana. Esta última ficcionaliza e incluso parodia el testimonio tradicional recurriendo a una visión escatológica y sirviéndose del estilo periodístico del realismo sucio para narrar aquellas cosas silenciadas y en la sombra. La aproximación a la crónica es también visible en una obra más reciente como Los caídos (2018) de Carlos Manuel Álvarez, en la que la vida en medio de la escasez cifra un relato de la precariedad. Pero no sólo la vida con lo que no hay, sino también el testimonio de la experiencia del exilio empieza a hacerse visible en una narrativa polifónica que se acerca a la crónica, como lo es Turcos en la niebla (2019), de Enrique del Risco. Novelas como El hijo del héroe (2017) de Karla Suárez o Rocanrol (2019) y Llámenme Casandra (2019) de Marcial Gala arremeten contra la homofobia y el machismo del ejército cubano e inscriben la traumática guerra de Angola en la memoria histórica del país. La imagen de la «terrible condición del agua por todas partes» se transforma en una imagen de naufragio, de pérdida de los muros de contención y de experiencias traumáticas. Ya a las puertas del siglo xxi Jorge Fornet señaló que los narradores contemporáneos que veían «una utopía agotada» estaban «abogando por otra de signo diferente. No ya la del hombre nuevo, sino la de ese no-lugar invisible en los periódicos del día, los libros de texto, los augurios de las cartománticas y las guías de turistas despistados».6 Es este el impulso que resume la urgencia testimonial en la novela cubana contemporánea. Yendo más allá de esa urgencia mimética, estas novelas cifran la tensión entre una preocupación profundamente ética y su atención a comportamientos «amorales», retornando así a la larga tradición de la novela psicológica. Es quizás ésta la razón del surgimiento y la sobreabundancia del tema de la violencia y lo monstruoso, que se hace más visible en un tipo de literatura menos referencial. 23
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LA VIOLENCIA Y LO MONSTRUOSO
En medio de la crisis social y moral de las últimas décadas, la narrativa cubana indaga sobre las dimensiones del desastre. A este respecto Rogelio Rodríguez Coronel destacaba «un desplazamiento hacia el individuo, no tanto hacia las áreas sociales marginales, sino fundamentalmente hacia estados límites»;7 se exploran los contornos de lo perverso o lo violento. Destaquemos algunos textos que articulan estas zonas liminares desde donde se piensa el cuerpo y los dispositivos biopolíticos que lo marcan: Animal tropical de Pedro Juan Gutiérrez y Las bestias (2010) de Ronaldo Menéndez. Ambos hacen irrumpir una animalidad desenfrenada, como signo de lo político, en el espacio privado. Igualmente, aunque de manera diferente, lo hace la figura de un gato en Discurso de la madre muerta (2012) de Carlos A. Aguilera (más cercano al teatro o la nouvelle), o las ratas y los cerdos en los textos experimentales de los integrantes del grupo Diáspora(s). Las obras de Gutiérrez, Menéndez y Aguilera reflexionan sobre la relación entre subjetividad, cuerpo y política como base del dispositivo pedagógico revolucionario. El animal entonces da cuerpo a una rebeldía y aparece como aquello que vuelve –ruidoso, abyecto, procaz, agresivo– para recordar la fragilidad sobre la que se arma todo aparato biopolítico. Las bestias de Ronaldo Menéndez construye una comunidad animalizada compuesta por seres hechos carne, que vendría no sólo a prefigurar una nación regida por la violencia y la depredación, sino que al mismo tiempo funcionaría como territorio de una resistencia. Al actuar más allá de la ley, más allá de la norma, más allá de la sanación y la reproducción del revolucionario, los monstruos postsocialistas y sus cuerpos extraordinarios arremeten contra ese cuerpo pretendidamente objetivable, mesurable y utilizable, que había sido ininterrumpidamente sometido a los proyectos biopolíticos de la Revolución, para convertirse en cuerpos deshechos, opacos y huidizos. Siguiendo esta línea, la novela La sombra del caminante (2001) de Ena Lucía Portela puede leerse como estrategia de resistencia. La trama en torno a una figura imposible y monstruosa (Gabriela / Lorenzo) se mueve entre dos muertes, dos grandes violencias: un homicidio (doble) de dos instructores de tiro al principio y un suicidio (doble: Gabriela / Lorenzo) al final. El primer asesinato está inscrito en, y lleva hasta sus últimas consecuencias, el aparato biopolítico encargado de promover cuerpos como concreción de un modelo normativo del hombre revolucioCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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nario y de eliminar aquellos que se resistan. La segunda muerte, por su parte, significa la liberación final y definitiva de ese sistema, da forma a una resistencia y cancela el proyecto biopolítico a través de una violencia otra. Lo que la novela de Portela propone –el sueño de la revolución produce monstruos– está en consonancia con El imperio Oblómov (2014), de Carlos A. Aguilera. A primera vista es un bildungsroman en el que Oblómov el Tuerto (un cómico cíclope monstruoso) inicia su narración explicando los motivos de su historia: su odio contra el este, la historia de su único ojo, y la construcción de una torre. Aparecen personajes de lo más variopintos: el mismo Dios bailando el foxtrot, el jorobado doctor Bertholdo con su olfato único, El gran Oblómov con las historias de sus viajes, la delirante Mamushka Oblómov, y una cantante de ópera. En este orden invertido se construye un nosotros versus un ellos –hombres-nada–, donde la «escoria» es aquella gente diferente que tiene dos ojos («a ésos no los queremos»). Como en un espejo deforme el relato deja ver los crueles mecanismos de exclusión de aquellos que no entran en el molde identitario y homogéneo de la construcción nacional. El hombre nuevo oblómoviano estaría atravesado «por el defecto, la ruina total, la redención, la obediencia» y «aunque le faltase un pedazo de cráneo, nariz, hígado o cuello», estaría contento «de presentarse sin miedo ante el otro».8 En línea con Portela, Aguilera construye un anti-modelo del sueño utópico. Además, aparte del interés en la violencia y lo monstruoso, esta novela condensa muchas de las tendencias de las novelas más recientes que comentaremos al final de este ensayo: la desterritorialización y la fuga del escenario nacional, la ruptura de los ejes temporales y espaciales que organizan el relato, la transformación del género novela así como la importancia de la escritura en sí misma, asociada a un gesto metaficcional. Aun jugando con la forma de la novela, la estructura paródica se revela como su anti-modelo. Más que la típica narración tradicional que correspondería al género novelístico y esa esencia narrativa de la que hablaba Garrandés, se trata aquí de su condición de «instalación» o performance. Tanto en la novela de Portela como en la de Aguilera la escenificación de lo real está basada en una instancia narrativa en crisis y en los monólogos de los personajes entrelazados en el delirio. LA ESCRITURA EN SÍ Y LA METAFICCIÓN
Con El imperio Oblómov (2014), Carlos A. Aguilera deja una novela como gesto autorreflexivo sobre la literatura y sobre la 25
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«literatura-nación».9 Hay otras novelas igual de preocupadas por la escritura en sí misma, con interés en la metaficción, las cuales están en contraste con las narrativas referenciales que encuentran espacio en el mercado. En la isla se publicaron algunas de estas obras de corte metaficcional, como, por ejemplo, El pájaro: pincel y tinta china (1998), de Ena Lucía Portela; Sibilas en Mercaderes (1999), de Pedro de Jesús López; El paseante Cándido (2001), de Jorge Ángel Pérez; o Ave y Nada (2002), de Ernesto Santana. El último juega con una superposición de tiempos y con la despersonalización en un paisaje urbano de La Habana. Jorge Ángel Pérez más bien crea una parodia de la picaresca –callejera en este caso–, y construye un entramado intertextual con otras novelas contemporáneas como las de Portela, la de Pedro de Jesús, y cuentos de Ronaldo Menéndez. A su vez, Portela establece un juego intertextual con otros textos suyos y su doble personajeautor Emilio U. El pájaro... es una reflexión sobre la literatura y el lugar de enunciación. Con saltos de nivel narrativo, propone borrar el lugar desde donde se habla para dejar al lector con una reflexión sobre la escritura en sí. Por su parte, acomete un proyecto similar. En su Sibilas en Mercaderes el centro se ubica en la digresión. Al romper la relación entre signo y referente, la novela invita a una lectura barroca que oscila entre escritura, imaginario literario cubano y contexto social. Con juegos que recuerdan a Severo Sarduy, el texto narra una historia sobre los/las dos escritores/as Cálida y Gélida, quienes se ganan la vida como profetisas leyendo las cartas, el I-Ching y las runas a los clientes de un bar, y quienes encuentran a otro personaje, el Tibio, quien más tarde resulta ser responsable de un asesinato. Intertextos y alegorías se alternan con bifurcaciones y fugas de todo tipo de anécdotas. Y lo más curioso es que la novela tiene lugar tanto en Kuala Lumpur, Cuba, Bambula, París o San Petersburgo, sin que haya desplazamiento. Con una referencia alegórica a la obra del artista Christo (Christo Vladimirov Javacheff), quien en Sibilas en Mercaderes cubre la nación con una tela de bambula en 1959, se hace evidente el juego con la borradura del nombre de la nación, invitando a una reflexión crítica sobre la situación sociopolítica nacional. Como anotábamos antes, muchas de estas novelas son menos visibles en el mercado de las grandes editoriales. Pero si bien las escrituras más autorreferenciales y digresivas se encuentran en los márgenes de la esfera comercial, a partir de 2010 este panorama se vuelve más inclusivo dado el surgimiento de alguCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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nas editoriales pequeñas fuera de la isla y con catálogo cubano. Siguiendo esa conocida lógica del mercado del arte, que abraza todo, incluso aquello que lo cuestiona, también estos textos que cuentan poco han entrado en las dinámicas editoriales occidentales. LA DESMITIFICACIÓN DE LOS SÍMBOLOS PATRIOS
Ahora bien, en la última década la novela ha cobrado más cuerpo en la literatura cubana, aunque sea de forma mucho más híbrida. En ella, una de las constantes es la desmitificación de los símbolos patrios, algo que había comenzado mucho antes. Ya las artes plásticas en los años ochenta, y los postnovísimos en los noventa, habían empezado a desacralizar los símbolos nacionales, por lo que muchos –a pesar del humor– terminaron construyendo el imaginario apocalíptico de lo postsoviético. La narrativa actual plantea un reciclaje de esos desechos y escombros. Algunos poetas y narradores que empezaron a publicar en el siglo xxi (más tarde agrupados bajo el nombre de «Generación Cero» por Orlando Luis Pardo Lazo) siguen trabajando en la metamorfosis de la «literatura-nación» y plantean un ataque a la monumentalidad nacional, usando la letra y la transgresión de la ley de modo lúdico. Jorge Enrique Lage, Ahmel Echevarría y Legna Rodríguez Iglesias serían tres ejemplos paradigmáticos. La novela Días de entrenamiento (2012), de Ahmel Echevarría, por ejemplo, se atreve a tocar la mismísima figura de Fidel Castro. La novela construye una narración onírica que tiene momentos sorprendentes con toques de humor, como cuando el autor-narrador se encuentra en la calle con un anciano en silla de ruedas, vestido de chándal, que se asemeja a la figura del expresidente. El anciano repetidamente aparece en escena interrumpiendo el camino del protagonista, a quien aconseja sobre la escritura. Como bien observa Walfrido Dorta, «las repeticiones y el carácter alucinado de todos los encuentros entre joven y anciano ponen en un paréntesis de extrañamiento el rol pedagógico y curatorial del Estado cubano, encarnado en la figura de Fidel Castro».10 El anciano duda si encarnarse como escritor o como continente en una futura vida. Y le dice al protagonista: «Dentro de la literatura, todo»,11 frase en la que resuena el dictado de las Palabras a los intelectuales (1961) del expresidente, la cual abre un espacio de indagación sobre el poder y la literatura. El lector entendido terminará mentalmente la frase con «contra la literatura, ningún derecho»... Así también la novela interroga, en concor 27
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dancia con la obra de Portela antes señalada, el «rol pedagógico y paternalista del Estado y lo institucional, encarnado en la figura del anciano».12 La novela de Echevarría, por lo tanto, desmitifica un símbolo sacro mediante lo onírico, lo absurdo y el humor y lo somete a una «gramática desestabilizadora» en la que «lo táctil permite comprobar además la fragilidad de un cuerpo y de una mente en su estadio final».13 Pero no es sólo la figura del expresidente, sino también los mambises y los héroes nacionales del siglo xix los que estarán sujetos a la desmitificación e incluso la ridiculización. En Las analfabetas (2015), de Legna Rodríguez, se pondrá en solfa el largo historial de héroes y salvadores. La novela arrasa con el tema de la heroicidad. Narrada por una asesina en serie, la obra cuenta el fusilamiento de las ocho estudiantes de medicina; el asesinato al profesor Petrovich y su respectivo banquete; la huida del deshollinador, la escritora y la asesina en un Fusca con un bonsái en la mano hasta colisionar contra un piano en medio de la carretera. En ese accidente, estos tres personajes, más los héroes de la historia nacional y las ocho estudiantes terminan todos sobre el piano. Esta imagen final de una catástrofe rocambolesca condensa la propuesta poética de Legna Rodríguez, recreada sobre la sonoridad del piano en medio de los restos del archivo y de la memoria histórica. La historia nacional como monumento se profana al escenificarse la misma versión de la historia repetida sin cesar por el discurso oficial, y el presente se fusiona, en su sinsentido, con el pasado. Al convertir a los padres de la patria no sólo en mujeres, sino además en iletradas, se hace más que desacralizar la historia oficial, se aniquilan igualmente los discursos modernos de prosperidad, para instalar un lenguaje que cuestiona todo y juega a ser una polifonía sin fin: «Tú te pareces a Antonio Maceo, me dice la escritora. / Alta. / Esbelta. / Hermosa. / Valiente / Negra. / Ojos penetrantes. / Sonrisa de porcelana. / Pezones muertos. / Cicatriz. / Boca, manos y pies grandes. / Vagina enorme. / Legañas al despertar. / Orejas suaves. / Cabello crespo. / Antonio Maceo en persona».14 LA FRAGMENTACIÓN E HIBRIDACIÓN DE LA NOVELA
No es sólo en la desmitificación de los símbolos patrios que coinciden las obras de la última década, sino también en la fragmentación de la forma. Si hemos visto la importancia de la parodia, el cuestionamiento, el despedazamiento del proyecto nación, no es de extrañar, pues, que ocurra lo mismo con la novela en sí, ya que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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históricamente es un género fuertemente ligado al proyecto de la nación del siglo xix como espacio geopolítico y discursivo fijo, unificado y sin grietas. La fiesta vigilada (2007), de Antonio José Ponte, ya mostraba una experimentación entre ensayo y novela, como también apareció en Livadia (1998), Enciclopedia de una vida en Rusia (2003) y Rex (2007), de José Manuel Prieto. Las «notas para una novela» del título El último día del estornino (notas para una novela) (2011), de Gerardo Fernández Fe, indican ya, como pauta de lectura, esa misma hibridación. En el marco de estas reflexiones quizás sería conveniente tomar en cuenta otras obras que, si bien híbridas, podrían leerse como novelas. En.trance (1997; 2010), de Daniel Díaz Mantilla; Historias de Olmo (2001) y Cuaderno de Feldafing (2003), de Rolando Sánchez Mejías; y Cuaderno de vías paralelas (2017), de Idalia Morejón. Discurso de la madre muerta (2012) y Matadero seis (2016), de Carlos A. Aguilera, van en esta dirección. La anti-novela o la forma de la no-novela, que tanto gustó a las vanguardias, vuelve en los textos de los escritores más contemporáneos. La ruptura con una tradición poético-literaria deviene aquí ruptura con un «escribir la nación». Boring Home (2009), de Orlando Luis Pardo Lazo, es un buen ejemplo de este fenómeno. La obra recibe un premio de «novela» cuando en realidad su clasificación genérica es bastante más confusa. Posiblemente, los lectores consideraran la obra como una novela en cuentos; como acumulación de relatos ficcionales situados en el año 2091 y otros en 1999, a veces con los mismos protagonistas y a veces diferentes entre sí. Leer la obra como novela implicaría una voluntad de lectura que refuerza una lógica que la novela desmiente. Todo esto resultaría irrelevante si no fuera por el hecho de que ese género precisamente es algo que el protagonista del primer cuento «Decálogo del año cero» «prefiere no escribir». El Bartleby/Orlando podría escribir la novela que preferiría nunca escribir; prefiere no hacerlo para no caer en la prescripción del poder o en el conflicto con sus mecanismos, aunque por la misma razón Orlando/Bartleby escribe. El texto, por lo tanto, es y no es novela al mismo tiempo. En diálogo con Boarding Home (1987), de Guillermo Rosales y en la estela de Guillermo Cabrera Infante, Boring Home de Pardo Lazo juega con la duplicidad del sentido que habita una ambigüedad liberadora, con los deslices y errores que casualmente se desplazan y duplican los significados de la palabra. 29
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También Las analfabetas (2015), de Legna Rodríguez, anteriormente mencionada, es en cuanto a su forma un texto inclasificable: poesía que dice ser novela, novela armada sobre poesía, narración poética o poesía narrada. Una suerte de fragmentación radical que podría tenerse hasta por pieza de teatro, desafiando así los límites de los soportes nacionales y de la memoria colectiva. Las novelas de Jorge Enrique Lage son quizá el summum de esta fragmentación como principio básico de la narración. El autor insiste en el trabajo con imágenes postapocalípticas, con la intermedialidad y con el universo pop de la música y del cine (al igual que Ahmel Echevarría, Raúl Flores, Dazra Novak y Legna Rodríguez). Con tres títulos ha hecho nombre como novelista. En la obra de Lage –citemos Archivo (2015) y Carbono 14. Una novela de culto (2010)–, sin embargo, se traspasan y se destruyen las fronteras genéricas. Con fragmentos textuales que pertenecen a diálogos entre freaks, fragmentos de biografías de personalidades históricas, citas –explícitas o no– de otros textos y relatos de aventuras, sus obras apuestan por dejar de ser novelas para convertirse en des-tejidos. A veces es etiquetado como escritor de ciencia ficción, como es el caso también de Erick Mota y su Habana Underguater (2010). Pero, a pesar del hecho de que Lage se sirva de ingredientes de tal género –al ubicarse en un futuro ambiguo, por ejemplo, y por la presencia de robots-transformers y huracanes convertidos en mujer–, sus relatos no respetan siquiera esas convenciones. La autopista. The movie (2014) funciona, por ejemplo, como road movie del absurdo en forma de texto fragmentado, como extraño cyberpunk que muestra más cercanía con el cine que con la literatura. Texto corroído que condensa en sí una reflexión sobre el futuro de Cuba y sobre su literatura. Lage confirma que «lo pop/psicodélico es también un modo de testimoniar cosas, una forma de narrar la realidad»,15 y que esta road movie, en cierto modo, se presenta como un paisaje urbano con sus tribus habaneras, como los rockeros, skaters, hombres lobos y demás criaturas fuera de la norma. Personajes de tiempos tan diversos como Bobby Fischer, Román Abramovich, Simón Bolívar, Fidel Castro, Candy Girl y otro del universo MTV comparten encuentros y diálogos en esa no-abarcación de tiempo y espacio. En los márgenes de la autopista, pasando por desguaces, lugares de fast food y sex shops, ocurren sólo cosas absurdas y delirantes. En ese «trans-tiempo» no se distinguen pasado y futuro, ni ficción y realidad, ni lo concluso y lo inconcluso. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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CONCLUSIONES
Nada como la ficción, hemos visto, para tener acceso a un imaginario de época y a una zona conflictiva de ella. La cartografía movediza e inacabada de la novela contemporánea cubana aquí propuesta ilumina las lógicas económicas, políticas y sociales en la que se mueve una producción cultural, poblada de seres monstruosos, vertederos, límites transgredidos y violencias cotidianas. Aquéllos con más confianza en la palabra optan por el testimonio. Otros, desde su desconfianza, optan por la parodia y la fragmentación y terminan escribiendo no-novelas que trazan líneas de fuga de la nación. La situación socioeconómica y política del país no es precisamente idónea para ser novelada y existe un extremo cansancio del peso de la nación y de la identidad en los discursos oficiales. Con las nuevas errancias e hibridaciones textuales los novelistas hoy afirman no estar escribiendo la nación, sino estarla sobreescribiendo con fragmentos e intertextos de tradiciones, con restos de discursos e imágenes alteradas de lo real.
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NOTAS 1 Están los nacidos en los años cincuenta (Margarita Mateo, Arturo Arango, Abilio Estévez, Zoé Valdés, Daína Chaviano, Pedro Juan Gutiérrez, Leonardo Padura Fuentes, Marilyn Bobes, Eliseo Alberto, Atilio Caballero, Ernesto Santana y Rolando Sánchez Mejías); los de los sesenta (Antonio José Ponte, José Manuel Prieto, Pedro Marqués de Armas, Marcial Gala, Alberto Garrandés, Karla Suárez, Amir Valle, Yanitzia Canetti, Raúl Aguiar, Idalia Morejón, Mylene Fernández Pintado, Ana Lidia Vega Serova, José Miguel Sánchez); los autores nacidos en los setenta que empezaron a publicar en los noventa (Ronaldo Menéndez, Carlos A. Aguilera, Ena Lucía Portela, Pedro de Jesús, Gerardo Fernández Fe, Waldo Pérez Cino, Wendy Guerra, Daniel Díaz Mantilla y Enrique del Risco) o que comenzaron a publicar en los 2000 (Jorge Enrique Lage, Ahmel Echevarría, Orlando Luis Pardo Lazo, Dazra Novak, Erick Mota, Raúl Flores), algunos de los cuales nacieron en los ochenta (Legna Rodríguez Iglesias). Esta lista por supuesto no es exhaustiva, pero sirve para trazar un bosquejo de mapa de voces diversas. Intenta incluir a aquellos narradores con una novela publicada, que nacieron y crecieron en Cuba, que publicaron sus primeros textos en la isla, y que todavía se encontraban allí al inicio del período especial. (No está incluyendo, por lo tanto, a los narradores nacidos en los cincuenta o después y que salieron antes de 1990, como es el caso de Juan Abreu o de otros narradores que crecieron ya fuera del país, considerados más bien como autores cubanoamericanos, Achy Obejas por ejemplo). 2 Desde el fracaso: narrativas del Caribe insular hispano en el siglo xxi, Magdalena López. Madrid: Editorial Verbum, 2015.
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«La narrativa cubana entre la utopía y el desencanto», Jorge Fornet. La Gaceta de Cuba, 5 (2001): 38-45. 4 Cuban Currency: The Dollar and the Special Period, Esther Whitfield. Minneapolis and London: Minnesota University Press, 2008. 5 «Presunciones», Alberto Garrandés. Revolución y Cultura 5/6 (2001): 82-83. 6 «La narrativa cubana entre la utopía y el desencanto», Jorge Fornet. La Gaceta de Cuba, 5 (2001): 45. 7 «Venturas y desventuras de la narrativa cubana actual», Rogelio Rodríguez Coronel. Temas 24-25 (2001): 166-92. 8 El imperio Oblómov, Carlos A. Aguilera. Sevilla: Ediciones Espuela de Plata, 2014, pp. 129; 128. 9 «El arte del desvío. Apuntes sobre Literatura y Nación», Carlos A. Aguilera. Revista Diáspora(s). documentos 7/8, 2002. En Revista Diáspora(s). Edición facsímil (1997-2002), Ed. Jorge Cabezas Miranda. Barcelona: Linkgua, 2013. 595-598. 10 «Fidel Castro como tabú: disrupciones de una prohibición», Walfrido Dorta. Hypermedia Magazine, 26 de noviembre, 2018. Online. 11 Días de entrenamiento, Ahmel Echevarría. Praga: Ediciones FRA, 2012, p. 139. 12 «Fidel Castro como tabú: disrupciones de una prohibición», Walfrido Dorta. 13 Ibidem. 14 Las analfabetas, Legna Rodríguez. Leiden: Bokeh, 2015, p. 185. 15 «Jorge Enrique Lage, la memoria portátil. Entrevista», Carlos A. Aguilera. El Nuevo Herald, 5 de enero de 2017. Online.
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Por Yoandy Cabrera
LA MULA EN EL ABISMO: poesía cubana en el comienzo del siglo xxi NUEVAS PLATAFORMAS Y GEOGRAFÍAS VIRTUALES DE LO CUBANO
Hay un canon de la poesía cubana que se mueve ya, sin dudas, en el terreno de lo digital y cibernético. Algo que hasta 2015, por ejemplo, parecía imposible a causa de las limitaciones de conectividad en la isla, hoy es una realidad más o menos extendida. La poesía cubana está en línea, cada vez con mayor fuerza, a pesar de las limitaciones que tiene internet en la isla incluso hoy. Ello hace que la «red de redes» dé la sensación de mayor movilidad geográfica y de una nueva forma de cercanía: leemos textos, noticias, poemas, crónicas sobre Cuba, escritos o no desde la isla a través de internet en todo momento, a veces, incluso en el tiempo real de los acontecimientos. Hay una Cuba en los medios digitales que desajusta, trasgrede, cuestiona y desafía al país de cartón y panfleto que se ha fabricado el gobierno por décadas. Como afirma Jamila Medina Ríos, está «puesta la mirada sobre lo político y lo real: de las ruinas (de la gloria) de un país a lo virtual» (Medina Ríos y Hernández Oramas). A la idea anquilosada y monolítica de «sociedad cubana» que promueve el oficialismo y a la ficción de pueblo uniforme y militante que el gobierno tiende a oponer a los que llama «de afuera», «apátridas», «disidentes» (vivan o no en la isla); a esas divisiones y definiciones manidas y facilistas de la política obsoleta insular se opone el hervidero y el intercambio cada vez más continuo y potente entre las Cubas virtuales, todas las Cubas posibles, incluida la de los fieles al régimen (vivan o no en la isla). Todo ello evidencia que la ruptura del concepto tradicional de «nación» –puesto en crisis a partir de la globalización, de las 33
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sucesivas oleadas migratorias y, por consiguiente, de la parte de la población que vive fuera del país– se ha visto reforzada por la aparición de los mass media y del incesante intercambio virtual. Cuba siempre está despierta en las redes: cuando es hora de dormir en Miami y La Habana, los cubanos de Madrid se levantan. Todo ello hace que el tema cubano esté moviéndose de continuo a través de las páginas webs y en las redes sociales. Si alguna vez se ha hablado con insistencia y razón del «Libro de Cuba», hoy puede hablarse sin miedo de una Cuba digital que rompe y desafía todo intento de domesticación, todo tipo de aparato clasificatorio o de captura, y que nos puede dar una idea de lo que llegaría a ser una futura Cuba democrática. Los cubanos en la red y gracias al espacio internáutico han roto con toda forma de nacionalismo nocivo, con la falta de libertad de expresión que aún vive el espacio geográfico y con las fronteras geopolíticas que lo limitan y acorralan. Esperemos que algún día esas libertades que comienzan a despertar con una fuerza ausente del ámbito cubano durante décadas y que se dan a través de debates y de la interacción continua en las redes sociales sean una realidad en la vida política cubana. Por lo pronto, a falta de un país geográfico, de libertad política, los cubanos de todas las ideologías y de todas las latitudes cuentan con una Cuba virtual en la que participan a través de los mass media. Dentro de esa pluralidad crítica se ubica la poesía cubana hoy más que nunca; al respecto, Víctor Rodríguez Núñez explica que la poesía de los últimos años, opuesta a la militancia generalizada en los setenta, trasciende todo extremismo ideológico, todo esquematismo, de un lado o de otro, lo cual «es posible porque tiene una comprensión de la función esencial de la poesía como contra-ideología» (28). A la negación de derechos, al control férreo de la entrada al país (se esté o no en las listas negras y de «desertores» según el criterio clasificatorio del régimen), a las altas tarifas telefónicas internacionales, a la limitación de estancia dentro de la isla según el estatus de cada cubano, a los abusivos precios del pasaporte y sus respectivas prórrogas, a los controlados canales televisivos y periódicos oficialistas, y, en general, a los diversos modos de administración del derecho a expresarse y el derecho a la información; a todo ello se opone cada vez con mayor resistencia la blogósfera de tema cubano, los canales de YouTube, el periodismo independiente, las editoriales del exilio y las revistas digitales de perfiles varios. Es decir, al país secuestrado se opone otro país CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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virtual que se parece más a la realidad polifónica y contradictoria de la sociedad cubana que los medios de comunicación principales dentro de la isla (secuestrados por el estado) niegan, matizan y manipulan. Esta apertura que hoy es cada vez más común en las redes, comenzó primero a tener visibilidad a través del arte y la literatura, pues, como asegura Pedro Marqués de Armas, «no es hasta la década de los ochenta que la poesía cubana comienza a recuperar su brío, liberándose del lastre de la ideología y de los lugares comunes de la poesía social-cotidiana, versión menor (por llamarla de algún modo) en que había derivado el kitsch revolucionario» (140). A esa apertura temática y formal, que se expande en los años noventa, hoy sin duda tributa el uso de internet y la aparición de muestras poéticas en la red. En su comparación acerca de la cerrazón estética y temática de los años setenta en Cuba en contraste con la apertura del presente, Rodríguez Núñez explica que «la poesía cubana tuvo que vérselas, sobre todo, en la década de 1970, con una estética normativa neoestalinista»; por el contrario, los jóvenes poetas cubanos «conocen, por experiencia histórica, el peligro de hacer concesiones estéticas en aras de la coherencia, de la trasparencia, y defienden la autonomía de la poesía» (28). Las redes sociales e internet les hacen mucho más difícil a los censores y oficialistas cubanos silenciar y manipular la realidad fuera del sistema y la oposición a este. Es así como, por primera vez en sesenta años, las principales figuras del régimen se han tenido que someter en plataformas como Facebook y Twitter al escrutinio, la opinión despiadada, el comentario directo y el cuestionamiento de los cibernautas, que reflejan y anuncian al ciudadano de una Cuba futura, una especie de ciberciudadano insular del presente, viva donde viva, pues su base identitaria está en el derecho a opinar por haber nacido en Cuba. Como explican Miguel Rodrigo Alsina y Pilar Medina Bravo, lo identitario se modifica con el continuo movimiento de los seres humanos y a ello, en el caso cubano, tributan tanto el fenómeno migratorio como la reciente (y definitoria, aunque limitada) apertura a internet. A partir de este panorama y en medio de la compleja y todavía excepcional situación que vive la isla dentro de uno de los regímenes totalitarios más largos de la historia, este artículo pretende plantearse y responder de qué modo lo poético se afecta, beneficia y participa del nuevo contexto cibercultural. Para ello, parto de los proyectos digitales y editoriales de la diáspora que 35
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en años más recientes se han propuesto abordar lo social y lo artístico-literario insular; me detengo en las formas y los temas generales de la poesía cubana de los últimos veinte años y en las diferencias y semejanzas de ésta con la escrita a finales del siglo xx a la luz del nuevo contexto internáutico, y también se presentan (de manera más cercana y focalizada) algunos de los ejemplos de las poéticas más peculiares y atendibles (según mi criterio y mis limitaciones) de los últimos años en el ámbito cultural cubano. LA MULA EN EL ABISMO: LA POESÍA CUBANA A TRAVÉS DE LOS NUEVOS ESCENARIOS EDITORIALES
La interacción virtual ha acelerado el proceso que, desde las primeras antologías que abordan las «dos orillas», evidencia la fusión de las Cubas diversas, dentro y fuera de la isla. A la tendencia sistemática del régimen de proponerse diferenciar a los que están dentro de la «revolución» y fuera de ella1 se oponen estas posturas críticas de poetas y antologadores, desde los años setenta hasta el presente. En 1973 Orlando Rodríguez Sardiñas explicaba que «las antologías y los estudios de poesía cubana, que desde 1960 al presente se han publicado, pecan de partidismos de uno u otro color, y amparados por políticas de estrechas miras tratan de ignorar la producción de “la otra orilla” en un afán de reducir al olvido lo imposible de olvidar» (38-39). De este modo, aparecen en su volumen Manuel Navarro Luna y Roberto Fernández Retamar junto a poetas censurados en ese mismo momento en Cuba (como Delfín Prats), o ya en el exilio (como José Mario, Heberto Padilla, José Kozer y Belkis Cuza Malé). Aquel «lector de poesía» y aquel «ojo crítico» (Rodríguez Sardiñas, 5) que antologa las páginas publicadas en 1973 y que escoge a los poetas dentro de un proceso de lectura que no discrimina por posturas políticas, ideologías o lugar de residencia, tiene continuidad en el propósito de León de la Hoz en Poesía de las dos orillas (1994) y en el de Francisco Morán al concebir la antología La Isla en su tinta (2000). Morán, haciendo previa referencia a la postura crítica de Rodríguez Sardiñas, explica que su selección «quiere contribuir a la superación de esa noción intrínsecamente perversa» (19). Esta postura se ha vuelto general en las antologías más recientes, preparadas tanto dentro como fuera de la isla; dicha convivencia se amplifica e intensifica a partir del uso de internet. Carlota Caulfield presenta, además, en 2002 la poesía de Juana Rosa Pita como ejemplo de una obra «opuesta a la visión del exilio como ruptura y alejamiento» pues CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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«en Pita está la visión del pensamiento poético como “rincón del mundo”» (11). En 2004 Norge Espinosa escribe un ensayo haciendo un repaso al panorama poético insular desde los años sesenta hasta entonces en el que reconoce y describe la dispersión a la que había llegado la lírica ¿nacional?, lo cual obligaba a un replanteamiento de una posible cartografía de la poesía cubana. Por ello, «el dibujo que compondrían esas líneas cruzadas sobre el mapamundi recordaría aquella pieza de Tonel en la cual la geografía del planeta es reconstruida a partir de una suma de Cubas: metáfora de la obsesión que consume o resume el afán de muchos» (Espinosa). ¿Por qué hablar, entonces, de la poesía como «mula en el abismo»? La frase viene de la feminización de un referente lezamiano en uno de sus más conocidos poemas, titulado «Rapsodia para el mulo». El autor de Paradiso parece representar en el mulo al intelectual en su lucha incesante con la pulsión de muerte. En una puesta memorable, por ejemplo, del grupo teatral cubano El Ciervo Encantado titulada Visiones de la cubanosofía (2005), aparece Lezama Lima «escenificado como un desposeído que arrastra bolsas de plástico» y que «para escribir tras las rejas, saca sus brazos y la máquina de escribir, fuera del espacio central de la escena» (Proaño Gómez 64; 62). El poeta en el escenario encarna «la metáfora del hombre [...] librado de su entorno mediante la poesía, creando su propia resurrección a la muerte en vida a que había sido condenado. Ante la realidad, presente en la escena de la ciudad harapienta, él escapa mediante la escritura» (62). Pero, en otra puesta del mismo grupo basada directamente en el poema «Rapsodia para el mulo», el mulo es representado por una mujer que aparece en el escenario, además, desnuda y con el cuerpo pintado. La escritura, el acto poético, se vuelve entonces la mula en el abismo. La poesía ante el desafío ustorio. Se trata, por tanto, desde la interpretación que aquí se brinda, de la poesía cubana ante el Aleph cibernáutico y mutante. La poesía también en constante movimiento, es decir, en viaje perpetuo, no solamente de forma virtual, sino también de manera física; de ahí que Magali Alabau, al reunir su lírica, la nombre Ir y venir (2017) y que Mabel Cuesta titule su último poemario In via, in patria (2016), recordándonos la patria sin reino ni frontera que es el exilio. Es la Perséfone de Alabau «perdida, seis meses allá en sangre viva, seiscientos siglos acá ya sin certeza» (36), y la Altazora de Maya Islas, «el poeta, la poeta» que llega «de las galaxias con nuevos dedos» (11). Es la expansión de la palabra en su estado poético 37
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natural, pues «toda palabra es un mendigo / un pozo que es un sol / una muchedumbre legendaria / […] un pueblo errante / una intemperie reservada / […] un mausoleo de voces / ya muertas ya nonatas» (Arcos 109). Ese mendigo que es la palabra, mula en el abismo, ha llegado a las redes. Pueblo errante también en la palabra virtual. Pobreza (ciber)radiante. Con todo ello quiero decir que el contraste de la vida diaria del cubano y su miseria se refleja también hoy en el ciberespacio. Se trata de una poesía en la cual, desde los años ochenta y noventa, las voces femeninas comenzaron a emerger con fuerza y han tenido continuidad en figuras como Reina María Rodríguez, Soleida Ríos, Aymara Aymerich, Gleyvis Coro Montanet, Gelsys M. García Lorenzo, Jamila Medina Ríos, Legna Rodríguez Iglesias, entre muchas otras. Una poesía, tanto en la morfología como en el contenido, marcada con frecuencia en femenino, que se ha abierto paso también a través de las diversas publicaciones digitales de los últimos años. Es el poema escrito por el sujeto lírico que Rodríguez Iglesias llama «verdadera escritor» en una búsqueda de desaprender el lenguaje, de hacer de la lengua materna extrañeza, de convertir el error típico del estudiante del español como segunda lengua en otra forma posible de lo poético, del reciclaje del lenguaje y la existencia: «Si lograr poema ahora / yo ser verdadera escritor» («Verdadera escritor»). Rodríguez Iglesias lleva a cabo de este modo un uso extremo de su estilo generalmente paratáctico, haciendo del disparate gramatical otra forma de trasgresión y de comunicación de sentidos. Por otra parte, Jamila Medina Ríos antologa diversas muestras de poesía cubana para varias revistas en internet y Reina María Rodríguez, Coro Montanet, García Lorenzo y Rodríguez Iglesias (junto a otras voces líricas como Magali Alabau y Damaris Calderón) son autoras frecuentemente publicadas en espacios como Diario de Cuba. En los últimos años, además, se han fundado diversos proyectos editoriales fuera de Cuba. Entre ellos, se pueden mencionar Guantanamera, Hypermedia Editorial, Bokeh / Almenara, La Mirada y Casa Vacía, los cuales amplían el panorama editorial cubano de la isla y de la diáspora, yendo más allá de las editoriales de mayor recorrido como Verbum (fundada en 1990), Betania (fundada en 1987) y Aduana Vieja (fundada en 2003). A las revistas tradicionales hechas desde la isla, como La Gaceta de Cuba, se suman otras digitales como La Jiribilla, Cubaliteraria, Hypermedia Magazine, Rialta, La Noria, Conexos, Árbol Invertido, Potemkin, además de publicaciones periódicas y CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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de actualidad como Diario de Cuba. En este último, por ejemplo, se ha publicado de forma continua poesía y literatura en general, de modo que con sus secciones de creación y crítica artísticoliteraria podría hacerse una antología del quehacer literario de los últimos años. En el sitio de Diario de Cuba aparecen con frecuencia poetas que comenzaron a publicar en los años ochenta, como Sigfredo Ariel; autores del grupo Diáspora(s), como Ricardo Alberto Pérez; otros comprendidos dentro de lo que la crítica ha llamado «generación del 90», como José Félix León; autores muchos más jóvenes nacidos después de 1990, como Katherine Bisquet. Jorge Luis Arcos ha dado a conocer algunos de sus poemas más recientes en Diario de Cuba y Betania tiene disponible en su blog la versión en PDF de su poemario El libro de las conversaciones imaginarias (2014), junto a ediciones digitales de la obra de Lina de Feria, Felipe Lázaro, Lilliam Moro, Margarita García Alonso, Félix Anesio, Guillermo Rodríguez Rivera, entre otros autores, todos descargables y de libre acceso. Con la edición digital de Lenguaje de mudos de Delfín Prats en 2013 por la editorial Betania, el libro electrónico permite burlar todo tipo de frontera política, de limitación espacial y nacional, hace más difícil que alguien pueda hacer pulpa un libro que no existe en papel (como hizo el gobierno cubano con la primera edición del cuaderno en 1969, merecedor del Premio David). Se trata de un libro que, como un fantasma cibernético, electrónico, se mueve por los blogs, los correos, los ordenadores de dentro y fuera de la isla. La invisibilidad, la transparencia, la sombra que se le impuso al verso de Prats en su momento es hoy ganancia, arma a su favor; desde la misma aparente inmaterialidad, o desde la transfiguración que permite el soporte digital, Delfín Prats y su lenguaje se multiplican, burlan todas las cárceles, los grilletes que les impusieron desde su nacimiento. Con el tiempo, parafraseando un verso de Norge Espinosa, su destrucción ha sido su fe. A todo ello deben sumarse páginas más o menos personales como La libélula vaga y Project Zu, que ayudan a promover la obra de muchísimos autores cubanos y de otras latitudes. Dentro de estas publicaciones más recientes hay un auge peculiar de la crítica literaria cada vez más alejada de su tono tradicional. Dos ejemplos fundamentales de ello son los artículos de Gilberto Padilla y de Javier L. Mora en Hypermedia Magazine. Otras posturas críticas de los últimos años que me parecen atendibles y atinadas por inclusivas y balanceadas son la de Jamila Medina Ríos y Yanelys Encinosa. 39
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Junto a las antologías impresas de poesía cubana que siguen el formato tradicional comienzan a proliferar muestras poéticas en diversos sitios webs. Es así como Víctor Rodríguez Núñez selecciona e introduce a «Once jóvenes poetas cubanos» en la web de Buenos Aires Poetry, además de que Medina Ríos e Ibrahim Hernández Oramas presentan en Rialta Magazine «Una Cuba de bolsillo. Mapa de la poesía en los años cero». Internet contribuye a la anulación de todo meridiano o centro poético, al caos como fundamento del panorama cultural cubano, a la polifonía y a la simultaneidad de voces, a la convivencia de diversas generaciones poéticas, lo cual también hace obsoleta e inoperante la clasificación generacional. Otros poetas cuyas obras despiertan no menos interés se resisten mucho más a lo mediático y exigen un mayor esfuerzo para acercarse a sus poéticas. Es el caso de Leonardo Sarría, por ejemplo, quien tiene dos breves y atendibles poemarios publicados. Algunos autores como Dolan Mor no participan en general de las redes sociales, pero publican frecuentemente en plataformas digitales como Diario de Cuba. Otros como René Rubí Cordoví, con una poesía existencial que va de lo cotidiano inmediato a lo divino y afrocubano, tienen una presencia casi nula en la red, aunque se han mantenido publicando con frecuencia en los últimos años. A la par de esta existencia poética en las redes sociales, blogs, periódicos, webs y revistas digitales, aparecen y se llevan a cabo eventos en la isla en los que se fusionan la escritura del haiku y la interacción directa con la naturaleza. Existe, además, un certamen lírico muy peculiar organizado por el poeta Osmel Almaguer en La Habana que se llama «El coliseo poético», el cual se define como un «espacio de socialización poética al estilo de un Slam Poetry, basado en lecturas de poesía mediante un sistema de competencia» («El coliseo poético»). Sin duda, un certamen como éste (aunque promocionado por las redes sociales, por el correo electrónico y otros medios) permite una interacción directa, performática, oral e interactiva físicamente que contrasta con (y enriquece) el panorama poético y literario virtual. Al mismo tiempo, resurgen editoriales cartoneras independientes dentro y fuera de la isla, y se crean y publican revistas impresas como Verbo(des)nudo. TEMAS Y VARIACIONES DE LA MULA EN EL ABISMO
Para hablar de una búsqueda identitaria en la poesía cubana de los últimos años hay que entender la identidad como «un acto CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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creativo y no una realidad objetiva» (Rodrigo Alsina y Medina Bravo, 127). El poeta, por tanto, muchas veces, se vuelve «el artista-artífice de sí mismo, recogiendo, adaptando, conociendo e incorporando modelos, facetas, posibilidades que la sociedad en la que vive le ofrece» (127), o incluso yendo en contra de las que la sociedad propone. Dentro de la poesía cubana más reciente todo ello es perceptible en la poesía de Legna Rodríguez Iglesias, donde hay, de un modo vital y espontáneo, una asunción del diario vivir sin prejuicios, de lo cotidiano y de lo biográfico como parte de lo que se va siendo, de ahí que las experiencias de la emigración y la maternidad aparecen en su obra como si siempre hubieran formado parte del mismo sujeto lírico que escribía desde la isla. Al mismo tiempo el paisaje es otro: en la poética de Rodríguez Iglesias han irrumpido la vida diaria de Miami, contratiempos laborales del yo poético, espacios propios de la ciudad estadounidense, el uso más frecuente de vocablos en inglés, así como vivencias personales, de modo tal que el sujeto lírico reconoce desde la primera persona: «Yo escribo la crónica sobre mí misma en forma de poema» («La cosa en perspectiva»). Rodríguez Iglesias viene a evidenciar que «dotarse de una identidad pasa a ser una tarea creativa que durará toda la vida; en el proceso, se perderán elementos de identidad importantes para un momento determinado, pero vacíos de contenido en momentos futuros; a la vez, se van incorporando nuevas facetas, nuevas posibilidades» (Rodrigo Alsina y Medina Bravo, 128). En oposición a la identidad nacional excluyente que fomenta el gobierno cubano y que es propia de los sistemas totalitarios y nacionalistas, la poesía cubana de los últimos años persigue romper el anquilosamiento y los divisionismos geopolíticos. Achy Obejas ubica la poética de Rodríguez Iglesias en esos lindes y explica que Miami Century Fox (2017) es un «libro de sonetos sobre los temas contemporáneos de inmigración, adaptación y asimilación, resistencia e identificación» (Obejas). A la autora cubanoamericana le parece perfecta esta liminalidad cronotópica de la poética de Rodríguez Iglesias, y ve oportuno «que Petrarca –quien sirvió de puente entre la época clásica y la moderna– prestara ahora su modelo poético a Legna, recién llegada, y todavía en algún lugar entre el aquí y allá, el ahora y el entonces, el ahora y el mañana, entre Cuba y Estados Unidos» (Obejas). Pero si Rodríguez Iglesias es un ejemplo de la emigración más reciente, sus conflictos (que los tiene) no son iguales a los de la emigración histórica, que puede estar representada, por ejem 41
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plo, por Magali Alabau, cuyos libros no han sido publicados en Cuba hasta hoy. Por tanto, uno de los ejemplos más emblemáticos de la agonía y el conflicto que ha significado para la emigración cubana esa identidad fluida (que muchas veces se relaciona con accidentes vitales y represiones políticas) lo tenemos en el sujeto lírico de Magali Alabau, a partir de sus poemarios Dos mujeres (2011), Hermana (1989), Volver (2012) y Hemos llegado a Ilión (1992). Libros en los que la autora refleja, por medio del doble y/o el mito, el trauma de la separación, de la pérdida de la tierra natal, de la oposición entre pasado y presente, pero también de la fusión de los tiempos y espacios en la memoria y de la división del sujeto lírico a causa de esas mismas vivencias. Al mismo tiempo que poetas como Sarría, Noël Castillo, Norge Espinosa, Mabel Cuesta y Julio Mitjáns tienen una breve pero enormemente atendible producción poética, los últimos años cuentan con poéticas oceánicas, entre las cuales me parecen fundamentales las de Magali Alabau, Néstor Díaz de Villegas, Dolan Mor y Félix Hangelini. Díaz de Villegas posee posiblemente la producción lírica más variada en tonos y temas de la actualidad poética insular. Enfrenta con desenfado el tema político, incursiona en la poesía de tono más íntimo, prolonga en su verso la carcajada amarga piñeriana y escribe también poesía del tipo culturalista. En sus textos se fusionan una enorme sensibilidad y un profundo sarcasmo. Félix Hangelini y Dolan Mor proponen con su poesía un desafío al vacío generacional. Las obras de ambos, por sí mismas, podrían suplir la producción de una generación completa, a la vez que juegan con el doble, la ambigüedad, el pseudónimo e intentan borrar toda ubicación geográfica o cultural que pueda encasillarlos dentro del panorama cubano. Un ejemplo de la importancia de los proyectos editoriales surgidos en los últimos años en el exilio es La Mirada, que dirige Jesús J. Barquet desde Nuevo México, donde se ha publicado la primera muestra de poesía cubana homoafectiva, titulada Todo parecía (2015). Por otra parte, Barquet ha editado en 2017 la compilación de la poesía de Mercedes Cortázar, escrita entre 1959 y 2016, bajo el título de Orbes. Dicho proyecto editorial tiene, además, el mérito de ubicar dentro del panorama literario cubano más reciente a dos voces femeninas muy atendibles: Om Ulloa y Mercedes de Acosta. Ulloa, residente en los Estados Unidos desde la adolescencia, conjuga en su poética lo sensorial, el equilibrismo sintáctico y lingüístico, la parodia, la denuncia, el deseo, de modo tal que consigue una de las poéticas más comCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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plejas e importantes a las que he podido acceder como lector. De Mercedes de Acosta, más conocida por sus amoríos con grandes figuras como Greta Garbo y Marlene Dietrich, La Mirada ha publicado la antología Imposeída (2016), que recoge poemas de varios de sus libros (originalmente escritos en inglés) y que por primera vez aparecen en español. En una edición que podría clasificarse como ejemplar,2 Carlota Caulfield y Barquet entregan un volumen que vale tanto por la revelación de la faceta lírica de De Acosta como por el aparato crítico que la acompaña. Por su parte Casa Vacía, que dirigen Pablo de Cuba Soria y Duanel Díaz Infante, publica, por ejemplo, la poesía de Rogelio Saunders (2017), el poemario Tundra (2018) de Dolores Labarcena y las antologías Long Playing Poetry (2017) (realizada por Javier L. Mora y Ángel Pérez) y Una literatura sin cualidades (2016) (cuyos prólogo y selección son de Díaz Infante). Víctor Rodríguez Núñez considera «que pocas veces en su historia la poesía cubana ha sido más variada, innovadora, crítica y atractiva que en nuestros días» (27). Evidencias de ello es el modo en que lo doméstico y lo femenino se vuelven formas de resistencia poética y vital en Milena Rodríguez; el desafío frontal desde la lírica y el cuestionamiento a los aparatos culturales y a la tradición literaria nacional en zonas de la poesía de Oscar Cruz y José Ramón Sánchez; la denuncia social en muchos de los autores mencionados, pero también en Sergio García Zamora y Leymen Pérez; el culturalismo visceral y a veces amargamente irónico de Gelsys M. García Lorenzo; la lucha y el juego incesantes con el lenguaje en Rito Ramón Aroche, Jamila Medina y Om Ulloa; la pervivencia de la memoria junto a la sensación de la pérdida en Odette Alonso; así como también una poesía del pensamiento, que busca en el logos (entendiéndolo como idea en el lenguaje y viceversa) un espacio autónomo, como sucede con la poesía de Pablo de Cuba y Pedro Marqués de Armas. La sexualidad y el erotismo en todas sus variantes (en Medina Ríos y Rodríguez Iglesias, por ejemplo) y el cuestionamiento de la historia y la tradición (en Leymen Pérez y Oscar Cruz) son algunos otros temas fundamentales en la actual poesía cubana. Por su parte, Ernesto Hernández Busto construye una poética de lo fragmentario, traduce a la norma cubana poemas latinos y se adentra en la cultura asiática en sus últimos libros. En todos estos casos se trata, según Rodríguez Núñez, de una poesía que «presupone un lector activo, que participe en la producción de sentido» (28). Con respecto a las formas estróficas, autores tan disímiles en temas y estilo como 43
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Jorge García de la Fe, Legna Rodríguez Iglesias, Néstor Díaz de Villegas y Dashiel Hernández revitalizan el uso del soneto en los últimos años. Y la décima es cultivada por autores como René Rubí y Rodríguez Iglesias, lo cual apunta a que la forma utilizada se adapta a los más diversos estilos y poéticas. De la tendencia a tener una figura poética tutelar (José Martí, Julián del Casal, Lezama Lima o Virgilio Piñera), el panorama lírico cubano ha pasado a la poética de la dispersión, de la anulación de todo meridiano o centro; a la polifonía y a la negación de todo núcleo generacional o grupal. Los intentos al respecto no han pasado de ser hasta hoy sólo eso, intentos. Los movimientos diaspóricos (diferentes entre ellos a lo largo de los últimos sesenta años, pero también continuos durante el mismo período), los viajes y las estancias alternadas cada vez más comunes entre la isla y otros países de residencia, y el continuo flujo de información de un lado a otro (a pesar de las limitaciones, bloqueos y censuras que todavía hoy existen): todo ello nos obliga a hablar de convivencia, más que de grupos o generaciones. El análisis que exige la poesía cubana de hoy, por todas las circunstancias explicadas, es de corte horizontal y sincrónico, no generacional. Esa sincronía, por supuesto, significa también que la obra de un autor de otros tiempos se vuelve contemporánea por el rescate y la lectura que de ella se hace hoy. De ese viaje (en que el nauta es también hoy ciber-nauta, en que la gente común de Cuba se visibiliza cada vez más en los escenarios virtuales) es del que este análisis ha querido dar cuenta. La poesía cubana habita cada vez más en el ciberespacio y existe más allá de cualquier límite geopolítico o aparato represivo de captura. Esperemos que la palabra del poeta, esa mula en el ciberabismo, se siga abriendo camino con seguro paso.
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NOTAS 1 Sobre la frase de Fidel Castro al respecto, puede consultarse el prólogo de León de la Hoz en su antología La poesía de las dos orillas... (1994). 2 Lo son también algunas de las ediciones prologadas y preparadas en Rialta, Hypermedia y Casa Vacía.
BIBLIOGRAFÍA · Alabau, Magali. Hemos llegado a Ilión. Madrid: Betania, 2013. · Arcos, Jorge Luis. De los ínferos. La Habana: Unión, 1999. · Caulfield, Carlota. Voces viajeras (poetisas cubanas de hoy). Madrid: Torremozas, 2002. · De la Hoz, León. La poesía de las dos orillas. Cuba (1959-1993). Antología. Madrid: Libertarias / Prodhufi, 1994. · «El coliseo poético». Facebook, 14 de mayo de 2019. Online. · Espinosa Mendoza, Norge. «Un asunto de fe: poesía cubana actual». La Habana Elegante 36 (2006). Online. · Islas, Maya. Altazora acompañando a Vicente. Madrid: Betania, 1989. · Lázaro, Felipe. Tiempo de exilio. Antología poética (1974-2014). Madrid: Betania, 2016.
· Marqués de Armas, Pedro. «Poesía cubana. Al lector portugués». Poesías de la nación. Ensayos de literatura cubana. Richmond: Casa Vacía, 2017. · Medina Ríos, Jamila e Ibrahim Hernández Oramas. «Una Cuba de bolsillo. Mapa de la poesía en los años cero». Rialta Magazine, julio de 2018. Online. · Morán, Francisco. La isla en su tinta. Madrid: Verbum, 2000. · Obejas, Achy. «Introducción». En Miami Century Fox, Legna Rodríguez Iglesias. Brooklyn: Akashic Books, 2017 (ebook). · Proaño Gómez, Lola. «La inasibilidad de lo real: el ciervo huidizo de la identidad». Aisthesis 44 (2008): 5366. · Rodríguez Iglesias, Legna. «La cosa en perspectiva». Diario de Cuba, 27 de septiembre de 2018. Online. –. «Lepidóptero». Diario de Cuba, 22 de agosto de 2018. Online. –. «Verdadera escritor». Letras libres, 14 de octubre de 2015. Online. · Rodríguez Núñez, Víctor. «Múltiplos de la Generación Cero». La Gaceta de Cuba 2 (2018): 26-28. · Rodríguez Sardiñas, Orlando. La última poesía cubana. Madrid: Hispanova, 1973. · Rodrigo Alsina, Miguel y Pilar Medina Bravo. «Posmodernidad y crisis de la identidad». IC. Revista científica de información y comunicación 3 (2006): 125-146.
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Arquitectura de La Habana Coordina Joaquín Ibáñez Montoya
Por Joaquin Ibáñez Montoya
1519
Para Bruno
INTRODUCCIÓN
Hace cinco siglos se fundó, de manera definitiva, la ciudad de La Habana. En un año escenario de grandes descubrimientos geográficos por los castellanos, con el objetivo de evaluar su relevancia actual, se plantean cuatro artículos, encabezados por éste como una introducción, para revisar su aportación cultural tras la independencia como patrimonio leído a través de las diferentes declaratorias, como un mecanismo de re-significación entre el final del siglo xix y la Revolución y como, por supuesto, parámetro de proyecto. Con el concurso de sus cuatro aniversarios previos, desde la arquitectura, desde su condición urbana y territorial describe un instrumento para la construcción de una identidad marcada por la uniformidad de la globalización que, hoy, se ve acompañada, paradójicamente, de una reclamación de diversidad. Esta conmemoración implica una oportunidad para convertir su experiencia vital, conocida, en un soporte para su capacidad de imaginación. Contextualizando metodológicamente con el apoyo de tres argumentos paradójicos y trasversales, su perfil de protagonista destacada, con la complicidad de los ODS de la Agenda 2030,1 pretende reforzar su condición metafórica de rótula. Comprender el proceso histórico de su urbanización como una memoria trasportada para viajar navegando sobre un mapa que es siempre desconocido. Construyendo de su pasado una «ventana» al futuro de capacidades éticas. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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En su adjetivación de modernidad, en La Habana, realidad y mito se entremezclan. Como el sueño de la utopía que fue siempre, expresa un objeto de deseo no consumado en sus vestigios presentes, en los restos que nos ofrecen un perfil paisajístico significativo fruto de una alianza constante entre el hombre y la naturaleza. La Habana es, esencialmente, una ciudad situada en medio de muchas rutas. Un centro logístico innato que enmarca una cultura de escaparate cosmopolita con diversas funciones y reflejos. Una cultura, latente, que permanece hoy atenta a la razón excelsa de un origen que se expresa como una mirada en tránsito desde una identidad ejemplar de mestizaje y diversidad. VIAJE «Se ve el recuerdo de otros tiempos más allá el mar. Tengo veinte años y no puedo responder. No se dé que materia esta hecho el aire». Le Corbusier, Viaje a Oriente
Dentro de unos meses se cumple medio milenio de que Diego Velázquez, un oriundo de la localidad segoviana de Cuéllar, fundara la ciudad de La Habana. Era la última de las «siete villas» de la isla de Cuba. Consolidaba el asentamiento, tras varias experiencias previas, de una de las ciudades más antiguas de América; quizá, también, de una de las más bellas. En todo caso, sin duda, era el fruto de una historia que siempre será atractiva. Evaluar su relevancia en este aniversario plantea, aquí, metodológicamente, cuatro artículos desde los cuales este texto de inicio propone establecer una reflexión sobre su significado contemporáneo. Hacerlo como soporte material de un inventario de hechos y evoluciones excepcionales; dar noticia de su condición cultural mediante una revisión reforzada por tres análisis específicos que describen la riqueza de las escalas y mecanismos que configuraron esta ciudad en su larga y ajetreada biografía. Hacerlo, por ejemplo, con el concurso de las fechas de sus aniversarios previos desde su condición urbana y territorial, en el seno del mar Caribe, como conexión continental atlántica entre Europa y América. Como el escenario privilegiado de algunas de las estructuras más destacadas de un proceso de colonización y de defensa muy singulares. Evaluar San Cristóbal de La Habana, en su condición presente, implica hablar de un recurso para la construcción de una identidad marcada por la uniformidad en la globalización que, hoy, se 49
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acompaña de inevitable diversidad. Determinar los perfiles de la aportación que La Habana ha hecho a la humanidad, como capital de la República, tras casi cuatrocientos años de memoria compartida. Analizarla como un patrimonio leído a través de las diferentes declaratorias en su proceso de resignificación entre el final del siglo xix y la Revolución como enunciado de proyecto. Nuestro objetivo aquí es detectar respuestas no evidentes; quizá, incluso, pendientes. Desvelar posibles argumentos para su conocimiento presente en sus materiales y documentos para aprovechar la excusa de esta celebración y armar su proyecto como ciudad cara al próximo medio milenio que aún tiene por delante. La clave debería de ser la perspectiva de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 de Naciones Unidas por supuesto. Indagar en la condición ejemplar que evidenció su existencia en muchos momentos de su historia para interpretarla ahora como garantía de un potencial colectivo en muchas escalas que, intuimos, atesora. Sus espacios y sus habitantes. Proponemos, pues, enfrentar el reto desde tres hipótesis necesariamente trasversales: el viaje, el vestigio y su visión. Estructurar esta reflexión introductoria para contextualizar su consistencia contemporánea, como patrimonio cultural, con estos tres instrumentos innovadores y, sobre todo, paradójicos. Arrancar con un viaje metafórico que estimule el acercamiento desde el momento presente hacia el valioso repositorio de memoria que, como primer agente, supone, en La Habana, el activador de sus vestigios de lo construido. Sobre su espacio antropizado, a la par de una visión no prevista, esta tesis primera nos va a permitir entender mejor no sólo una estrategia histórica singular, inestable, de apropiación del territorio, sino la peculiar consistencia de su biografía como ciudad viajera. «No es Ítaca, sino el viaje» nos indicaba Constantino Cavafis; «no es la posada sino el camino», adelantó Miguel de Cervantes. Como muestra de una «memoria trasportada» con la llegada a América de los castellanos en forma de normas legales a desarrollar La Habana enuncia una ciudad inquieta, que experimenta dubitativamente el lugar. Que lo hace desde la función y desde la persuasión ideológica pero también, ahora, desde la interpretación poética. El viaje aquí fue siempre una oportunidad. Una oportunidad que permitió, y permite, profundizar en su potencial como patrimonio educativo para aprender a «navegar» sobre las nuevas fronteras que se la ofrecieron y que hoy se nos presentan. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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En este aniversario como escenario privilegiado para la revisión, no obvia gobernar –no en vano etimológicamente proviene de un término griego que tiene que ver con navegar–. Supone, ante todo, un ejercicio de cooperación: el piloto de la nave no es nadie sin el apoyo de una tripulación solidaria. La metáfora nos permite descubrir una característica de la cultura habanera que tiene mucho que ver con ese principio kantiano del «aprender a saber». Como en los pasos reseñados al comienzo de este capitulo que le permitieron al joven arquitecto Le Corbusier, cuando visitaba la Acrópolis de Atenas, entender que la historia no suponía tanto un descubrimiento como una promesa, explorar que es La Habana requiere interpretar sus vestigios materiales; leerlos no en forma de un pasado, sino de un futuro. Inventariarlos para comprender como los entendiera Alexander von Humboldt en sus variadas visitas a la isla. El acercamiento presente a La Habana no queremos que sea neutral: será científico, naturalmente, pero sobre todo, será íntimo. Perseguimos que establezca una excusa actualizada para requerir el concurso de redes universitarias cooperativas como el Proyecto PHI.2 Diseñar aplicaciones adecuadas con su realidad social y tecnológica. Convertir en memoria propositiva los sonidos de aquella canción habanera que traía noticias, todas las noches, desde el otro lado del océano al protagonista de «Antaviana».3 Hacer visible lo que de manifestación plural tiene La Habana contemporánea, tan contradictoria en su condición de última capital española en América, a la par que ejercicio presente de resiliencia. Sus espacios contenidos responden a muchos tiempos. Por supuesto, a su momento de nacimiento. Al motivo del aniversario celebrado. La Habana es un eco destacado de la explosión urbana que se produjo en el Nuevo Mundo en aquel año lejano de 1519, un «archivo» de los cientos de fundaciones que sus viajeros produjeron y conocieron. Referente muy relevante, cuantitativo pero también cualitativo, del recorrido previo por las Antillas desde la llegada de Cristóbal Colon hasta su bahía, así como de la urbanización desarrollada hasta la publicación de las «Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación dadas en el Bosque de Segovia». Es meta en la sucesión de los asentamientos que tienen allí su cenit, a la par que inventario en el que estarán incluidas seguramente, en nuestros días, casi todas las capitales nacionales y regionales de la América hispánica. La Habana y el año 1519, son un verdadero «agujero negro» de energías. Una articulación de doble movimiento, de espacio y tiempo, para re 51
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cordar los hechos producidos en su lugar y en tal fecha; y para poder leerlos, ahora, de manera desconocida. Es, desde luego, el resultado de la mundialización que entonces se consolidaba y que haría, a sus fundadores, testigos de otro asentamiento crucial, coetáneo, sobre el nuevo océano recién descubierto: Panamá. Esta última es primera ciudad situada en el mar del Sur y se funda, también, en este año denso, significando la apertura a la expansión definitiva por la llamada «tierra firme», Sudamérica y Centroamérica, además del acceso al «Estrecho Dudoso» que versificara Ernesto Cardenal. Su descubrimiento competirá con la expedición que, Magallanes y Elcano, inician en estas fechas en la búsqueda del paso trasatlántico que circunvalara la Tierra por vez primera. La fundación de la Habana enmarca un principio de modernidad. Cuando en el año 1519, por mar, Magallanes y Elcano verifican un concepto fundamental de insularidad americana como continente autónomo. Describirán la ruta por el este al Maluco; sus especies se hacen accesibles a Castilla. El mundo real se ajusta al de los tratados papales; aunque las Islas Filipinas no los respeten exactamente. En estos mismos momentos, La Habana observará también el paso de las naves de Hernán Cortes hacia la costa caribeña que, con la fundación de Veracruz, dará un «paso de gigante» para el conocimiento de las grandes culturas americanas. Bartolomé de Las Casas defenderá en ese año su utopía frente a las predicas reformistas de Ulrico Zuinglio. Es un mundo en una profundas trasformaciones, aceleradas, que asiste al fallecimiento de Leonardo da Vinci y a su último dibujo, «La dama que señala», que describe perfectamente estos cambios; como, cuatro siglos, después lo hace Paul Klee y su famoso Angelus novus.4 O Marcel Duchamp, devoto del primero, a quien homenajeara en su aniversario con su irónico ready made «L.H.O.O.Q.» sobre la Mona Lisa. El presente año, 2019, es el escogido por Ridley Scott para situar a su ciudad futurista en Blade Runner; desde la arquitectura, cinco momentos diferentes, se unen otras tantas disciplinas. Generan un verdadero nodo desde el que viajar, según los supuestos señalados por el Diccionario de Lengua Española en su edición conocida como Diccionario de Autoridades: «componer, poner en orden a la narración de lo contemplado […]. Intentar ordenar los enigmas del camino».5 Un protocolo dual consolida en La Habana un itinerario innovador de ida y vuelta entre Europa y América a través de las flotas que surgirán regularmente de su puerto. Desde ella, entre la CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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Florida y Yucatán, se abrirá la exploración de las regiones vecinas. Y, desde allí, se cierra un ciclo de la conquista. Un capítulo urbanizador que, desde la poiesis, desde la acción, nos permite asumir el encargo desarrollado en estas palabras. Como iberoamericanos en esta herencia cultural en la que todos tenemos algo de habaneros, desde luego, somos, obviamente, históricos, ya que tenemos una amplia memoria compartida centrada aquí. Esta ciudad nos unió, y nos une particularmente, como ciudadanos de ambas orillas del «vacío atlántico», en un relato sin finalizar construido durante varios siglos y desde un repertorio múltiple de focos físicos y virtuales. Nos propone un compromiso ineludible a desentrañar como un portulano de rumbos originados en ella no del todo aclarados. La ciudad iberoamericana que La Habana protagoniza refleja un ejercicio de construcción como adaptación ante una naturaleza, no siempre muy colaboradora, como una condición peculiar de «hito en el camino»; no fue un viaje sino un «proyecto de viaje». Aunque quisiera permanecer, por tanto, discreta, nosotros no se lo permitiríamos; no podemos. Desvelar sus argumentos constructivos, deconstruirlos ahora para asumirlos de nuevo, nos compete. Y nos interesa para entender su viaje sistemático al «límite de lo conocido», al mítico limes, como el paisaje cultural que inauguró su fundación sobre una terra incógnita en sistemática interpelación. VESTIGIO «Mi homenaje a quien plantó cada árbol sin pensar, para siempre. O acaso imaginando al desunido que un día lo convoca, lo celebra». Ida Vitale, Cerca de cien. Antología poética
Sobre Las Habanas que la precedieron durante diez años hay mucho escrito; no es nuestro cometido ni seguramente disponemos de la capacidad de mejorarlo.6 Lo importante es destacar aquí su inicial protocolo de «prueba y error» como cartografía incierta. Mediante la palabra y el dibujo, interpretados como ciencia y arte, La Habana permitió, en su momento, despertar realidades ocultas sobre la memoria ambigua de los sitios; expresar un peculiar don de gentes que asumía el argumento de la poesía y de la filosofía. Como arquitectura construyó paulatinamente, con el dibujo y con la materia, que vestigios actuales que nos plantean una segunda tesis metodológica que tendrá que ver con el que fue mi primer encuentro con La Habana, iniciando mi 53
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carrera académica, como responsable de una exposición titulada «Urbanismo Español en América»;7 en el marco, precisamente, de otra conmemoración: el cuarto aniversario de las ordenanzas filipinas indicadas. No pude, entonces, verificar in situ sus noticias documentadas por el Archivo General de Indias de Sevilla; eso sería más tarde. Pero sí pude intuir lo atractivo de sus vestigios documentales. Los planos incorporados eran la portada de aquella muestra; y de su publicación. Eran varios y elocuentes de su desarrollo urbano; un primer «rasguño», fechado en el año 1567, que con toda imprecisión reconocía un territorio en donde llamaba la atención una bahía prudentemente encadenada; otro describía ya los inicios de la muralla; un tercero exponía la ciudad consolidada y el asentamiento de la nueva catedral; otro, de escala territorial, hacia posible apreciar la configuración de la península que justificaba a la ciudad; le seguía otra imagen urbana, coloreada, y otros dos documentos, muy singulares, uno focalizado en la bocana con la fortaleza de La Cabaña construida y otro que ampliaba su escala hasta los ríos Baculano y Luanjanao; y por último, un plano, de carácter científico, propio de su momento, en términos de sección batimétrica. Una década después, aquella experiencia iniciática, se resolvía físicamente. Como si de un acto teatral se tratara, de la mano de Roberto Segre, de Marta Arjona, de Isabel Rigol, de Eusebio Leal, conocí las calles de una ciudad entonces inmersa en un debate sobre su sentido patrimonial en términos de vestigio arquitectónico. Eran otros momentos: los años ochenta. La Habana, se adelantaba a los hechos con medios muy escasos, todo hay que decirlo, pero con claridad de ideas. Como una premonición, nos mostraba un valioso territorio cultural a gestionar paseando por el Malecón, ante la cúpula de la Catedral, desde su plaza, conociendo la iglesia de San Francisco entonces muy abandonada. Conversábamos, estimulados, sobre el papel de aquellas memorias frágiles y deterioradas en el contexto de la sociedad que se fraguaba entonces. Nos preguntábamos qué hacer con aquellos espacios tan espectaculares; sobre qué significaba «ser contemporáneo»; sobre cómo se podía actuar ante aquellas sombras del pasado proyectadas desde la distancia del tiempo. Cómo manejar aquella luz, nada banal, en su viaje permanente hacia nosotros para poder leerla para incorporar sus muros y sus vacíos al disfrute de todos. Cómo integrar aquella indudable calidad en su realidad contemporánea tras haber sorteado una tan larga existencia de bonanzas y crisis. Cómo interpretar su doble resultado CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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de «cicatriz» y palimpsesto, como persistencia de una última capa de sucesos, a la par que como estratigrafía dispuesta al análisis. La Habana expone un curioso vestigio documental y material desde la traza de su fundación radicada en los prolegómenos de la que fue la primera ciudad hispanoamericana, Santo Domingo. Creada está en el año 1502, Gonzalo Fernández de Oviedo la valorará señalando que «ninguna ciudad de España, la propia Barcelona que he visitado muchas veces, es mejor»; identifica en su configuración, sin impedimentos, ex novo, el «sueño de un Orden».8 El proyecto ideológico que Nicolás de Ovando había conocido en Santa Fe suponía un capítulo significativo en el proceso de la urbanización en el que La Habana se situará. Siempre en el «ojo del huracán», su perfil en tránsito entre factoría fortificada y villa se ubica en la orilla oriental para que «al salir el sol dé primero en el río no en el agua» en la bahía maravillosa que Vicente Yáñez Pinzón reconoció al dar la vuelta a la isla.9 En esa época primigenia de viajes secretos, o simplemente accidentales, la cuadrícula y la plaza que la caracterizara luego dialogan aun sin reglas todavía claras.10 Se funda así en el desembarcadero con una primera plaza asociada a la operación de una inicial fortificación; la defensa ocupará enseguida, significativamente, su lugar. Una rápida voluntad urbana es ayudada por la plaza de la Ciénaga que unirá los dos núcleos iniciales y que acabará siendo portada de la Catedral años más tarde. Plazas y defensas, sobre todo, de Armas, San Francisco, Nueva… ejecutadas sobre los precedentes municipales de la península ibérica permanecerán inmutables en sus argumentos durante los tres siglos siguientes. Desde la primera plaza, centro de la vida urbana, saldrán sus calles principales: de Mercaderes y Oficios, de Dragones y Cuarteles. A finales del siglo se la concede el título de ciudad; veintinueve años después de que el gobernador se haya trasladado a ella desde Santiago. La Habana articulará sus vacíos con un pragmatismo marcado por el mar cercano; la aplicación de la experiencia de la malla ortogonal tan denostada por Eduardo Subirats se someterá a su tensión. Las instrucciones de Pedrarias Dávila concretarán el orden geométrico con el rigor que, aquí, aún falta y que hoy se puede percibir en ciudades de la región como en Granada, en Nicaragua. Su abstracción se verá además enriquecida por el aporte inesperado, también en este mismo año, de la conquista de Tenochtitlan. En este «paisaje en extinción» de sueños medievales los primeros aventureros que han llegado a las costas de la isla en las primeras semanas del 1492,11 en otro noviembre, 55
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rememoraran al viajero Marco Polo y a su relato de Oriente; en Cuba, isla Juana o Fernandina, creen haber desembarcado en Cipango, en Japón. Realidad y mito se entremezclan en La Habana; su geografía física se confunde con la deseada. Se entrecruzan tiempos; un final tardo medieval asiste todavía a la búsqueda, frustrada, de las fuentes de la eterna juventud en la cercana Florida mientras, a la vez, en su puerto se fija un «punto cero» del cambio de sentido de la historia de Occidente. La Habana asume un conflicto desconocido entre una memoria importada de personalidad colectiva y otra de carácter individual que interpone distancia entre el hombre y el mundo exterior; se convierte en el sueño de su propia utopía marcado por descubrimientos como la aventura de Álvarez de Pineda en la desembocadura del gran río Mississippi cercano. Desde su fundación en el año 1519 se convertirá en «objeto de deseo» de cuanto aventurero, financiado o no por las potencias competidoras de Castilla, navegue por sus aguas. Los saqueos serán sus primeras noticias como hecho histórico; más aún, cuando, tras el descubrimiento del Canal Viejo de las Bahamas, la Corona disponga que sea el centro de la concentración anual de los galeones en su tornaviaje a Europa. Una importancia estratégica acelerada la colocará en situación de permanente alerta; la mantendrá hasta finales del siglo xviii. Su crucial carácter portuario se definirá como una «puerta de doble sentido», de origen y de reacción, que desarrollará una importancia progresiva deformando no sólo la morfología de su plano urbano, sino la de su territorio vinculado activando una codificación transversal con Cartagena de Indias y con Veracruz que hará, de sus carencias, oportunidades. En este año en que Castilla incorpora finalmente el reino de Navarra, un dominio pirenaico que aún era independiente a la Corona el rey se convertirá en emperador de Europa, al año siguiente. Los otomanos presionan ahora Viena, tras la caída de Constantinopla, y han cerrado la ruta clásica, por el este, hacia China. Un mundo multipolar se redefine hacia Oriente desde La Habana. Los españoles se convertirán, sin saberlo, en piezas anónimas del nuevo orden económico que se consolidara tres siglos más tarde con la industrialización mundial. Como la música, la ciudad en formación expresará sus desarrollos en «silencios interrumpidos»; en ocasiones, ensordecedores. A La Habana le llegan noticias de movimientos sociales, desconocidos hasta el momento, desencadenados en las ciudades de Aragón por las Germanías. A la sombra de la ceiba CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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donde, al parecer, estuvo su primitiva plaza, la tipología que los estudiosos denominaran «centros de conquista», concluye; en un paraje próximo, Casiguaguas, se intenta represar las aguas en una primera obra de ingeniería hidráulica de consolidación urbana, quizá la más antigua de este Caribe renacentista. Hernando de Soto construye una primera torre, de corte medieval, para defender el asentamiento que será destruida enseguida; como sus primeras referencias documentales. Documento y arquitectura se necesitan mutuamente, como vestigios, en este paisaje adjetivado por un «vivir alterado». Se levanta la Fuerza Nueva que, como en Puerto Rico, pasados unos años, acabará por ser la residencia del capitán general dejando paso a defensas más eficientes. Europa, en el primer aniversario de existencia de La Habana, conoce las grandes aportaciones de René Descartes, de Johannes Kepler o de Félix Lope de Vega. En este 1619 se estrena Fuenteovejuna. En Madrid se construye entonces la plaza Mayor. En Norteamérica, en el territorio de Virginia, desembarcan los treinta y ocho colonos que motivan el día de Acción de Gracias. El cultivo del azúcar y del tabaco toma vuelo en los alrededores de una Habana que se engrandece con numerosas construcciones civiles y religiosas; modestas estas últimas, de una nave, de estructura mudéjar, que se integrarán en los conventos camuflados en la trama. El de Santa Clara ocupará cuatro manzanas. A fines del siglo se divide la diócesis de Cuba y ello significa trasformar en catedral la iglesia Mayor; será objeto de múltiples proyectos que no llegan a culminarse, muy interesantes: un modelo jesuítico; otro, afín a la sede de Valladolid; otro, en la línea de Diego de Siloé en Jaén. Es la Civitas Dei del Barroco. El «óvalo» de la ciudad se va colmatando y, al final, lo desborda. La Habana se convierte en la capital de una isla prácticamente bloqueada; un plano del año 1603 nos la muestra con dos cercas. Se barrenan sus calles y se cavan trincheras. Cristóbal de Roda, discípulo del ingeniero Juan Bautista Antonelli, establecerá sus trazas; su construcción será un ejercicio de larga duración que tardara ciento ochenta y dos años. La ciudad negará su carácter costero durante un siglo. Cuando se la conceda el derecho a ostentar escudo su emblema será su imagen: la Real Fuerza, los Tres Reyes Magos del Morro y San Salvador de la Punta. Las dos últimas adelantan entonces su emplazamiento para defender la boca de la bahía; el Morro será la gran defensa. En el río Bacuranao, se construye, además, otro torreón así como en San Lázaro. La reflexión del cardenal francés de Richelieu sobre el «talón de 57
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Aquiles» del imperio español cobra todo el sentido: la Corona tiene los «pies de barro» ante el enorme recinto de una soberanía que no tiene capacidad demográfica para defenderlo. La «razón militar» se va a convertir en una opción inevitable; y costosa; y La Habana será una de las protagonistas fundamentales de tal política en el Caribe. Su paisaje urbano cambiara profundamente con la construcción de la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña que cancelara, por cierto, toda oportunidad de urbanizar la otra orilla de la bahía. Vencida la mitad del siglo, aún se levantan otras dos fortalezas: la del Príncipe y la de Santo Domingo de Atares, tierra dentro. Además del hornabeque de San Diego, las torres de Cojimar y de La Chorrera. Entre todas configuraran un perfil característico de asimilación paisajística de la cultura militar renacentista. El segundo centenario de la fundación se enmarca por dos invasiones: una, lejana, de apoyo castellano a los escoceses, en Gran Bretaña, y otra de los ingleses, unas décadas después, en La Habana. La recuperación de esta última supondrá la puesta en marcha de la primera experiencia de las intendencias; la Habana se convertirá en la ciudad mejor defendida de aquella América en permanente conflicto, «llave del Nuevo Mundo y el antemural de las Indias Occidentales». La Ilustración leerá un «territorio total» sobre la constelación de ciudades existentes ahora fortificadas. La Habana incorpora el astillero fundamental con la creación del Real Arsenal y con el traslado, desde Veracruz, del Apostadero. Del asalto inglés se derivan obviamente consecuencias en lo militar pero no sólo: su estructura comercial la hace parte del concierto mundial. Está en medio de todas las rutas: de los tráficos desde Sudamérica a la Península y de las mercancías de Filipinas que pasan por su puerto. Atenta a los movimientos de fronteras entre franceses, ingleses y españoles en la cercana Norteamérica, como una «nube en evolución», La Habana es testigo privilegiado de los cambios que acontecen en la vecina Carolina o con la independencia de las Trece Colonias. La Universidad de la Real y Pontificia de San Jerónimo en el Convento de San Juan de Letrán perpetúa una idea de continuidad que a fines de siglo mejora su higiene: se instalan la iniciales Casas de Baños; las plazas asumen la condición representativa en una ciudad que aún no dispone de una arquitectura adecuada. Lo resolverá la nueva plaza de Armas y sus edificios; Correos inaugura el servicio con La Coruña a finales del xviii. El Seminario de los Jesuitas será el conjunto religioso más importante en aquella Habana. Con su tercer centenario, año 1819, llegan además los restos de Cristóbal Colón procedentes de un Santo Domingo ahora indeCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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pendiente como República Dominicana. Se produce en esas fechas la definitiva batalla de Boyacá. La Habana refuerza como consecuencia su papel político en una Corona que ve reducida su presencia en América: es más «isla» que nunca. Poco antes, el rey ha jurado por vez primera una Constitución: la «liberal» de Cádiz, aquella que nos hizo iguales «a los españoles de ambos hemisferios». Su revisión más conocida también se produce en este año, en 1819. Se inaugura también el Museo de Prado en Madrid y aparece el primer periódico en La Habana. Se pone en marcha la Academia Cubana de Literatura. Humboldt, que la visita entonces, asegura que su categoría urbana es similar a México, Nueva York, Filadelfia, Río de Janeiro o Salvador; es la cuarta ciudad de Hispanoamérica. Son años, desde luego, muy convulsos que propician alicientes a su comercio con la nueva relación con las islas Canarias y con el tabaco. El cambio de siglo se inicia en todo caso con la trasformación de la plaza de Armas y del Palacio de los Capitanes Generales. La ciudad se trasforma con las primeras alamedas, al estilo de las que ha ejecutado Carlos III en Madrid; en intramuros y en extramuros, en este último caso denominada igualmente paseo de El Prado, como el Prater de Viena.12 Se vertebran dos viejas calles que perforan la muralla mientras no se decida su eliminación; en su glacis, el Vedado impedirá la saturación de una ciudad que ya está muy equilibrada entre ambas zonas; el caserío interior, aun de patios y tejas, levanta varias plantas presionado por el corsé de las limitaciones militares. Se inauguran los edificios de la Comandancia de la Marina y de la Aduana. Finalmente, se derribarán las murallas y se remodela el puerto. Se planta el Jardín Botánico como la primera «zona verde» de una inacabada ciudad colonial que consolida sus límites convertida en un centro logístico de primera magnitud. La isla, carente de recursos mineros y especias, cede el paso a la producción de cigarros, aunque la caída del mercado azucarero en Santo Domingo desplazará este mercado así como a la ganadería. Aumentará la exportación de café. La Habana se trasforma en un metafórico «patrimonio cultural del postre» como la definió, con agudeza, en su texto póstumo, Eliana Cárdenas. Al dotarse de alumbrado, empedrado y de servicios de limpieza La Habana adquiere un papel de intencional de escaparate cosmopolita; el objetivo son los virreinatos recién independizados. Energía y trasporte, emblemas de la industrialización emergente, inauguran el primer ferrocarril de Iberoamérica y de España; entre La Habana y Bejucal. España se convierte en el quinto país del mundo en disponer de este medio de trasporte. Décadas después llegarán también el tendido telegráfico y el tranvía; 59
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y los observatorios meteorológicos que permitirán, además, en un curioso efecto colateral, un primer intento de reestructurar las maltrechas relaciones hispanoamericanas con la antigua metrópoli en la línea que, luego, propondrá la misma Universidad de La Habana con el mítico viaje de Rafael Altamira. La ciudad que había resuelto, inicialmente, su abastecimiento de agua mediante la denominada Zanja Real, en el siglo xvi, desde el río Almendares, así como una provisión de energía para la sierra hidráulica, destruida en la invasión británica, ejecuta un nuevo acueducto que se amplía con el Canal de Vento. Es toda es una manifestación de nuevos materiales: de hierro y de vidrio. Una nueva escenografía comercial de grandes toldos en las plantas bajas que se asocia a la expectación por la apertura del Canal de Panamá. Y en este panorama reformista aún se construirá una tardía defensa: el Fuerte Uno. Supondrá el último capítulo de un final que acaba con el espectáculo de la explosión del acorazado estadounidense que da, a los Estados Unidos, el pretexto para declarar la guerra e invadir la isla. La Habana acumula, en su cuarto aniversario, el quince por ciento de la población de la isla; a mediados del siglo XVIII era ya equivalente a Sevilla. Fue siempre una ciudad de crecimientos exponenciales; pero también de destrucciones, antrópicas o naturales, equivalentes. Allí todo fue extremo. Su primer gran incendio, documentado a los cien años, la arrasa; una epidemia de peste, a los veinticinco años, mata a un tercio de sus habitantes; los huracanes producen fechorías de todo tipo. De las noventa defensas que tuvo, sólo diecisiete llegan a la actualidad. Como la consecuencia de una combinatoria característica de comienzos y primicias, La Habana expone un verdadero manifiesto que, siguiendo a Platón, no desdibuja en ningún momento su evolución sobre su origen excelso ahora celebrado.13 Un ámbito en el que la naturaleza no se deja subyugar; que jamás revelará el ingenio supremo que la mantiene activa. VISIÓN «Quedamos maravillados y decíamos que todo nos recordaba cosas de encantamiento» Bernardo Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España
Declarada, con justicia, Patrimonio Mundial por la UNESCO, La Habana es el resultado cultural de una existencia que nunca tuvo una vida fácil. Fue el producto de decisiones tomadas a CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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muchos kilómetros de distancia, fríamente, y, también, de las que ordenaba el corazón de sus habitantes. Su materialidad presente deja constancia de una realidad construida como suma de irregularidad e imitación, de reproducción y recreación, constitutiva de una fuerte personalidad. A hora de evaluarla desde la tercera hipótesis, desde su visión,14 La Habana «distingue hoy lo decisivo de lo aleatorio en sus arqueologías inventariadas advertidos, como estamos, de que tales vestigios son, en cierto modo, materia de una esencia soñadora».15 Los grabados de Theodore de Bry, en siglo xvi, adelantan la vitalidad que finalizará, siglos después, en las vitolas comerciales de sus cigarros puros. Son visiones que nos desvelan «indicios o señales por donde se infiere la verdad de la cosa o se infiere la averiguación de ella. Donde la mirada viajera contempla los vestigios de nuestro encuentro, o reencuentro y donde el recuerdo de lo ya acontecido se diluye mejor al divagar en el viajar viajero». Mediante una fe sin fisuras en la arquitectura, hace de su acción un acto de potencia como una «máquina del tiempo» tras cinco siglos de sucesos memorables. Un «viaje» que se abre ahora a la interpretación imaginativa, para el lector contemporáneo, convertida en cultura para relacionarnos con el pasado. Para enseñarnos a convivir con su conservación desde nuevos estímulos sobre su «Campo de Marzio» piranesiano. Es precisamente esta resistencia la que la mantiene joven. Ante la inevitable sensación de un «final de etapa que hay que controlar» y que cualquier aniversario conlleva, La Habana nos invita a realizar hoy su lectura como un «tiempo nuevo». A hacerlo más con la experiencia descrita que con la imaginación. Desde sus componentes percibidos como ready-mades en términos de una memoria paradójica; como apuntes en una «mirada en tránsito» cuya cadencia histórica semeja a la que proponía, en 1919, Federico García Lorca en su obra Comedia sin título: «El teatro no puede ni debe permanecer lejos de la realidad pero, a la vez, su única potencia y capacidad de supervivencia es la de cuestionarla desde lo poético, desde un apartarse de la literalidad de lo real». En La Habana se cumple, sin lugar a dudas, el dicho spinoziano de que «lo más hermoso es tan difícil como raro». Como «biblioteca de la memoria», nos permite recuperar un panorama de recuerdos como un museo de hechos vividos que se sumerge, ahora, en las aguas de los sueños; en las que su «yo escindido» exige atenerse a los hechos para habilitar su realidad presente de manera desprejuiciada. Revisar sus contenidos implica aflorar aspectos innovadores en su «paisaje urbano histórico». Recons 61
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truir su historia social y técnica como una memoria poética. Viaje, vestigio y visión nos proponen allí, al calor de sus espacios y tiempos «increíbles», nuevas alianzas para corregir inequidad y educación desde el mestizaje y la diversidad.16 Un discurso de futuro para generar una identidad de hispanidad incluyente sobre la que verter nuestras preguntas. «Yo vengo de todas partes y hacia todas partes voy» (José Martí. Versos sencillos).
NOTAS 1 Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 de Naciones Unidas. 2 Patrimonio Histórico + Cultural Iberoamericano. Red universitaria constituida en la actualidad por dieciséis países con más setenta centros asociados. 3 Obra de teatro promovida por el grupo Els Joglars. 4 «Entonando un himno a Dios antes de disolverse en la nada», Walter Benjamín. 5 Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Edición de los años 1726-39. 6 Joaquin E. Weiss. Arquitectura colonial cubana. Instituto Cubano del Libro. La Habana, 1972. 7 Joaquin Ibáñez et alii. Urbanismo Español en América. Editora Nacional, Madrid , 1974,
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Fernando Terán. La ciudad hispanoamericana. El sueño de un orden. CEHOPU, Madrid, 1989. 9 Rafael Manzano. Op. cit. 10 Antonio Núñez. Colección de ciudades norteamericanas. ICI, Madrid, 1986. 11 Anotación del día 23 de octubre 1492 en Cristóbal Colon. Diario de abordo. Revista Historia 16, Madrid, 1991. 12 Este año se presenta la candidatura del Paseo de Prado y del Parque del Retiro de Madrid como Patrimonio Mundial como primer ejemplo urbano en tiempos de Felipe II de un espacio de alameda. 13 Georges Steiner. Gramáticas de la creación. Siruela, Madrid. 2001. 14 Op. cit. RAE 15 Op. cit. RAE 16 Año 2019, «Año de las lenguas indígenas».
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Por María José Pizarro Juanas y Óscar Rueda Jiménez
LA REINTERPRETACIÓN de «lo cubano» en La Habana del siglo xx A finales del siglo xix la ciudad de La Habana sufre profundos cambios políticos, económicos, sociales y, sobre todo, identitarios que influirán en la conformación de la urbe del siglo xx. La isla se independiza en 1898 y comienza su historia como país independiente, dejando atrás un pasado ligado a la historia de España como provincia de ultramar. Pero sus habitantes entonces ya eran diferentes, su cultura era diferente, porque el clima y el territorio también lo eran. Las herencias culturales recibidas eran fundamentalmente europeas, especialmente mediterráneas del sur de España, en donde existía una estrecha vinculación con la ciudad de Sevilla y con las islas Canarias, éstas últimas muy parecidas en su configuración geográfica, climática y de aislamiento. Pero su situación estratégica, en medio del mar del Caribe, la convirtió en un puerto comercial muy importante donde el trasiego de personas de distintas culturas y nacionalidades permitió, junto con un clima acogedor, la creación de una arquitectura colonial de gran valor que, aunque influenciada por los estilos que imperaban en el viejo mundo, desarrolló aspectos locales asociados a la morfología de la isla. El patio y el portal fueron los elementos arquitectónicos preferidos en las construcciones coloniales para mostrar su relación con la ciudad y el medioambiente. Cuando se produce la separación de la metrópoli, la isla empieza a construir su propia identidad, pero con una herencia marcada por casi cuatro siglos de dominio colonial español. Durante estos cuatrocientos años, la arquitectura de la isla se desarrolla adoptando modelos recibidos del continente europeo, fusionándose con las construcciones tradicionales de los indígenas y adaptándolas al medio. El clima y el territorio permiten a los CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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habitantes trabajar con una serie de invariantes arquitectónicos que combinados van creando una arquitectura llena de matices. A principios de siglo xx el panorama es complejo. Desde el punto de vista urbano, se produce una explosión demográfica que obliga a reestructurar la ciudad, produciendo una serie de actuaciones que cambian la fisonomía y morfología de la ciudad. La primera de ellas es la construcción del Malecón, frente marítimo y punto de encuentro social que se empieza a identificar como uno de los elementos vertebradores de la ciudad. En 1899 el ayuntamiento cede los terrenos a los propietarios de las edificaciones situados en el paseo de Prado, uno de los ejes emblemáticos de la ciudad, para construir unos corredores porticados en su parte delantera que homogeneizan la variedad estilística del paseo y a la vez crean zonas de tránsito y estancia que permiten la unión del centro con los barrios de nuevo desarrollo. Esta decisión potenciará un elemento arquitectónico, el corredor porticado, que adecúa la arquitectura a la climatología del lugar y a la vez se convierte en un invariante que ayuda a construir su identidad. Demográficamente, la ciudad recibe muchos inmigrantes y se expande sin control hacia el sur y el este. Por el oeste, traspasa el límite físico del río Almendares a través de tres repartos urbanísticos novedosos y de gran calidad: Miramar, Country Club Park y La Playa. Culturalmente, el país se abre al mundo, fundamentalmente a todo lo que llega de Europa y Estados Unidos. Como comenta el arquitecto Mario Coyula en el prólogo del libro Guía de arquitectura. La Habana colonial: Es precisamente a la vuelta del siglo cuando comenzó a cuajar una concepción del mundo donde el impresionante desarrollo de la ciencia y la técnica llevaron a creer en la posibilidad de un crecimiento indefinido y en el control total sobre una naturaleza supuestamente inagotable. Ese espejismo generado en las grandes potencias occidentales se trasladó miméticamente a los países en desarrollo, y el deslumbramiento por el progreso importado llevó a rechazar por anticuados modelos y tipos propios decantados por el tiempo y pulidos por el uso, que habían evolucionado en sutil equilibrio con el medio, la sociedad y el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas.1 Como consecuencia de esta apertura cultural, en la disciplina arquitectónica se produce una ruptura con lo existente, especialmente con el pasado colonial. Se buscan nuevos modelos arqui 65
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tectónicos y la primera década del siglo xx está caracterizada por una corriente ecléctica de marcada disparidad de estilos, pero con una clara combinación armónica regulada por la aplicación de una severa normativa urbanística. También origina el regreso de profesionales que se habían formado en el extranjero. En este momento se inicia un profundo debate cultural, que se extenderá hasta los años 60, entre los que defienden la apertura internacional y la llegada de la modernidad y los que abogan por construir una identidad propia a partir de la tradición reinterpretando la herencia colonial. LEONARDO MORALES
Durante el periodo comprendido entre la primera década del siglo xx y los años treinta, se construyen la mayoría de las grandes residencias de la zona de Vedado, de un marcado carácter clasicista. Entre los arquitectos más influyentes de esa época se encuentra Leonardo Morales y Pedroso (1887-1965), arquitecto que regresa a la isla tras un periodo de formación en los Estados Unidos en la Universidad de Columbia, Nueva York. Su pasado familiar, así como su prestigio internacional, hace que se convierta en un arquitecto de moda, construyendo las residencias más selectas de La Habana para una clientela exclusiva. Pero la labor fundamental de este arquitecto, como comenta el crítico cubano Eduardo Luis Rodríguez en su libro La Habana. Arquitectura del siglo xx, es la de adaptar las formas internacionales a las condiciones particulares de la climatología cubana, trabajando, sobre todo, con los portales y las terrazas, activando la relación social con el exterior. A esto se une la regulación urbanística de la zona que propicia la aparición de jardines y portales en la arquitectura residencial. Leonardo Morales reactiva la arquitectura colonial, mezclada con otros estilos renacentistas, barrocos, modernistas… buscando una integración con el lugar y el clima, investigando en la identidad nacional. La figura de Leonardo Morales introduce una nueva lectura de elementos arquitectónicos vinculados con el lugar. Junto con Emilio del Soto, Alberto Camacho, Joaquín E. Weiss o Pedro Martínez Inclán, Morales defiende la existencia de una tradición basada en la arquitectura colonial, representados particularmente a través de la casa cubana. Recupera elementos tradicionales para reinterpretarlos e incorporarlos con un lenguaje moderno trabajando con la climatología del lugar. Los elementos y soluciones arquitectónicas que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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debe incorporar la casa cubana, según Leonardo Morales, se pueden resumir en: ajustar climáticamente la vivienda a través de una protección solar en forma de aleros, una correcta orientación para capturar las brisas, la ventilación cruzada y, sobre todo, el uso del patio y del pórtico como los dos pilares fundamentales que han construido la arquitectura de Cuba durante cuatro siglos. El debate sobre incorporar la identidad cultural, que en Cuba acaba asociándose con el término «cubanidad», no sólo tiene lugar en el campo de la arquitectura, sino también desde mitad de los años veinte en ámbitos como los de la pintura, la música y la literatura. EUGENIO BATISTA GONZÁLEZ DE MENDOZA
A finales de los años veinte las variantes eclécticas están agotadas. Los principios estéticos del movimiento moderno empiezan a asentarse provenientes de Europa. El art decó surge con fuerza en los años treinta en La Habana. Las revistas especializadas juegan un papel fundamental en la difusión de la nueva estética racionalista. Estas mismas publicaciones inician un debate acerca de la búsqueda de la «cubanidad», en la que participan los arquitectos más influyentes del momento. A su vez, los críticos e historiadores internacionales empiezan a preguntarse por qué las obras arquitectónicas no pueden reflejar de alguna manera las diferencias de clima, las condiciones sociales y los procedimientos técnicos. Cuando el modernismo racionalista hizo su aparición en la década del veinte en el mundo hispanoamericano, lo hizo, en cierto modo, como producto de importación cultural Pero lo cierto es que las circunstancias socioeconómicas y culturales del momento distaban de ser idénticas a las que imperaban en el viejo continente, y ello convirtió los primeros ensayos racionalistas más en expresiones de una «intelligentzia» progresista pero aislada que en productos con sólidas raíces en suelo americano.2 La reacción frente a la postura abstracta del funcionalismo purista comienza a gestarse en el interior de los propios movimientos de la vanguardia europea. En Latinoamérica se materializa en el deseo de formular un vocabulario propio. William Curtis, en su libro La Arquitectura Moderna desde 1900, se hace estas preguntas cuando expone el problema de la identidad regional frente al racionalismo: Si una arquitectura había sido correcta para Manhattan, ¿podría ser adecuada en Malasia? [ ] ¿Qué debería mantenerse y qué debería transformase de los prototipos para afrontar los nue 67
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vos climas, culturas, creencias, tecnologías y tradiciones arquitectónicas?... si se debían aceptar las nuevas ideas del extranjero, ¿cuáles de las antiguas o autóctonas deberían desecharse? ¿Debía aceptarse la reconocida universalidad del diseño moderno y doblegarse ante ella?, ¿o tal vez se debía buscar una fusión entre lo mejor de lo viejo y de lo nuevo, de lo nativo y lo foráneo? 3 En la década de los años treinta los arquitectos cubanos se debaten entre los que se identifican con los principios del movimiento moderno y aquellos que defienden un lenguaje formal expresivo que representa la «identidad» cultural de la isla. En este contexto aparece la figura del arquitecto Eugenio Batista (1900-1992), que plantea un diálogo entre la vanguardia y la historia, fusionando lo nuevo con lo viejo y recuperando sus valores espirituales. Su arquitectura se basa en elementos tradicionales como el patio, el portal y las persianas4 mezclados con una estética moderna y logrando una espacialidad capaz de unificar los nuevos principios con los tradicionales. En un artículo titulado La casa Cubana, expone: [...] construyendo sus casas como defensa del fuerte sol de nuestro trópico, nuestros antepasados descubrieron tres respuestas espléndidas que nosotros no deberíamos perderlas: patios, pórticos y persianas, las cuales, las tres «P» son el ABC de nuestra arquitectura tropical [...] pero no debemos cometer el error de pensar que copiando las casas coloniales resolveremos los problemas actuales [...]. Aunque el contexto natural es el mismo, el contexto social, sin embargo, es diferente, clima y paisaje son lo mismo, pero no es el caso de las costumbres.5 Eugenio Batista, discípulo de Leonardo Morales, combina conceptos regionalistas a través de un entendimiento moderno de la arquitectura. La brecha entre defensores de la tradición local y de la identidad nacional y los partidarios de los postulados de movimiento moderno se amplia. MARIO ROMAÑACH PANIAGUA
En torno a 1945 se inicia un nuevo periodo muy brillante dentro de la arquitectura cubana. Se gradúan en estos años, en la Universidad de La Habana, los primeros arquitectos que abogan directamente por la modernidad y la búsqueda de la identidad cubana y no están lastrados por el eclecticismo o las corrientes previas.6 CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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Durante los años cincuenta, La Habana vive el momento de mayor esplendor de la arquitectura moderna. Se produce la visita de numerosos arquitectos extranjeros que, con sus conferencias y encargos, activan la vida cultural cubana. Las revistas especializadas Arquitectura y Espacio publican periódicamente las obras de los maestros modernos. Pero lo más destacable es el trabajo de un grupo de arquitectos cubanos que integran los valores universales del movimiento moderno con los valores locales de la tradición.7 Pretenden aunar dos categorías inicialmente opuestas: la modernidad y la tradición, lo universal y lo local, la vanguardia internacional con la identidad local. «Lo cubano» pasa a ser la base de esta arquitectura. Se trabaja con la eliminación de los límites. Los patios juegan un papel fundamental, así como la recuperación de la celosía que difumina los espacios, la incorporación de la ventilación como técnica tradicional que mejora el confort y la introducción de vidrios de colores como reinterpretación de un elemento típico colonial.8 De entre todos ellos, Mario Romañach (1917-1984) brilla con luz propia. Su investigación se centra en el campo de la vivienda, tanto individual como colectiva, realizando numerosas obras en apenas una década y media. Romañach se concentra en la búsqueda de la integración de la arquitectura con el medio local. En una primera etapa está influenciado por W. Gropius,9 a quien conoce personalmente. Posteriormente por Richard Neutra,10 Frank Lloyd Wright y J. Ll. Sert11 con quien establece una gran amistad y termina colaborando. Es este último quien le invita a dar clases en la universidad de Yale en el inicio de su etapa americana, después del triunfo de la Revolución, a principios de los años 60. Su etapa cubana se caracteriza por el empleo de volúmenes blancos y puros, rematados por grandes aleros. Manifiesta, desde el primer momento, su preocupación por la organización de los espacios para obtener el mayor beneficio de la orientación y las brisas tropicales. La planta libre le permite la circulación del aire fresco y el uso de vegetación y láminas de agua incorporan un alto grado de confort climático al interior de esos espacios. Los voladizos protegen la edificación de la lluvia y los patios y galerías tradicionales vuelven a ser un tema recurrente en la composición arquitectónica. 69
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Posteriormente, influenciado por Richard Neutra, comienza a manipular la sección utilizando desplazamientos de cubiertas y suelos para distribuir usos y mejorar la ventilación a través de celosías que permiten una ventilación cruzada. Introduce elementos de la arquitectura tradicional japonesa –influenciado por Frank Lloyd Wright–, que reinterpreta adaptándolos al clima caribeño. Aparecen en fachada unas construcciones arquitectónicas a modo de armarios empotrados que se convierten en balcones cubiertos cuyo origen, tal y como comenta el historiador cubano Eduardo Luis Rodríguez, es una relectura de la cultura japonesa.12 Sin embargo, otra teoría lo enraíza con las tradiciones y la arquitectura colonial de la ciudad de Trinidad donde los volúmenes construidos de los balcones, cuyas proporciones son muy parecidas a las utilizadas por Romañach, pueblan las calles principales de la ciudad cubana. Exteriormente los edificios en su mayoría dejan la estructura vista y los huecos delimitados por ella se revisten con ladrillos o celosías. La obra de Mario Romañach es extensa e interesante y su principal aportación a la arquitectura cubana es la integración de la arquitectura con el lugar y la búsqueda de la identidad nacional o «lo cubano». Esta búsqueda no sólo atañe a la arquitectura. Otras artes como la pintura, la escultura e incluso la literatura comparten en esta época la indagación en torno a la expresión genuina de lo cubano compatibilizada con la modernidad. El poeta e intelectual José Lezama Lima ejerce una decisiva influencia sobre artistas y arquitectos. Bajo este influjo, un grupo de artistas emprende un rescate de la memoria histórica de las raíces hispánicas en la cultura cubana. Entre los artistas destaca René Portocarrero, figura representativa de la definición de la plástica nacional, que contempla el pasado elaborando una propuesta en donde «lo cubano» se convierte en el eje vertebrador de toda su obra. Así mismo, Wifredo Lam al regresar a la isla en 1941 aporta a la plástica cubana una visión diferente, basándose en el acervo de las culturas negras de la isla. RICARDO PORRO HIDALGO, VITTORIO GARATTI Y ROBERTO GOTTARDI
A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta se produce el final de la influencia de la arquitectura del movimiento moderno. El triunfo de la Revolución y los cambios políticos que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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lleva asociada, se manifiestan en la arquitectura a través de la emigración masiva de arquitectos que habían trabajado de forma exitosa durante los años cuarenta y cincuenta y el regreso de otros que habían estado exiliados por motivos políticos. Los que se quedan cambian radicalmente su forma de trabajar, vinculándose más directamente a las necesidades del nuevo régimen político. Se intentan crear unas nuevas condiciones de vida que borren las imágenes formales de la sociedad anterior, marcada por una clara estratificación social, el bienestar de una burguesía asociada a la ciudad y la precariedad de los campesinos asociados al campo. Para ello, se llama a los arquitectos a colaborar en esta tarea cambiando los hábitos de trabajo, fijando los máximos esfuerzos en el ámbito rural. Las nuevas construcciones se centran fundamentalmente en la vivienda, la enseñanza, la salud, los centros turísticos y la producción industrial y agrícola. Todo el refinamiento alcanzado en los años previos se desvanece. Se trata de una labor social, donde el despilfarro y la arquitectura de autor no tienen cabida. La prefabricación es la respuesta proporcionada para conseguir rapidez de ejecución y ausencia de mano de obra especializada. En el campo se construyen unidades de una sola planta, repetidas, sin ninguna cualificación del espacio social entre ellas. En la ciudad, se multiplican los edificios típicos urbanos de cuatro plantas. La obra individual apenas tiene cabida en este momento y es sustituida por una arquitectura anónima basada en la estandarización y seriación. Surge el debate de si este tipo de arquitectura supone una renuncia de los valores estéticos o si se puede llegar a un equilibrio y producir una arquitectura estéticamente interesante. Los objetivos principales se centran en proporcionar al país servicios básicos. La función social de la arquitectura caracteriza esta etapa. Pero en este periodo inicial se producen tres grandes obras en la ciudad de La Habana, que intentan proporcionar visibilidad a la Revolución. Y no es de extrañar que las tres obras se ubiquen en La Habana, debido a la concentración de población y de servicios. Estos proyectos nacen como símbolos del nuevo régimen, que se contraponen a la burguesía dominante del periodo anterior. La arquitectura se convierte en el vehículo principal de difusión del mensaje social y político de los nuevos líderes. La capital 71
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es el lugar predilecto de este grupo social y es donde mayor visibilidad puede tener el mensaje que Fidel Castro quiere transmitir. La primera de estas tres grandes obras es la unidad vecinal de La Habana del Este (1959-1961), ubicada en los terrenos que la burguesía reservaba para la construcción de un lujoso centro residencial, proyectado por arquitectos de prestigio extranjeros.13 Con esta actuación se pretende sustituir las viviendas precarias de los barrios más desfavorecidos de la ciudad y emplear como mano de obra a trabajadores desempleados. El plan es muy ambicioso, pretende realojar a cien mil personas, con diversidad de funciones, compactando la ciudad de La Habana alrededor de la bahía con centros productivos. Sin embargo, sólo se llegan a realizar mil quinientas viviendas para ocho mil habitantes con sus equipamientos correspondientes –escuelas, centros comerciales, guarderías– en los terrenos situados al este de la ciudad, cruzando la bahía. A pesar de no completarse los planes iniciales, el conjunto supone una experiencia pionera donde más de una veintena de profesionales trabajan de forma conjunta, en equipo. La unidad vecinal sigue los preceptos del movimiento moderno. El segundo gran proyecto es la Ciudad Universitaria «José Antonio Echeverría» (CUJAE) que se desarrolla entre los años 1961 y 1964. Se ubica fuera del centro urbano de La Habana. Es un proyecto eminentemente pragmático donde prevalecen factores técnicos y funcionales sobre cualquier otro. Por motivos funcionales, el programa se divide en varios edificios según las especialidades. Desde el punto de vista estructural, los elementos se reducen al mínimo y se plantea la prefabricación de la estructura y de los elementos de cierre, utilizando un sistema flexible y sencillo que reduzca la mano de obra empleada y los costes en la construcción. Es una experiencia piloto donde se aplica la prefabricación a un conjunto de edificios de grandes dimensiones anulando la falta de flexibilidad achacada al sistema. La tercera obra emblemática de este periodo inicial de la Revolución son las Escuelas Nacionales de Arte. Al igual que en la unidad vecinal de La Habana del Este se ubica en un terreno que está dedicado exclusivamente a la burguesía más selecta, convirtiéndose en un lugar para que los hijos de los trabajadores estudien, enfatizando el carácter simbólico del conjunto. Una empresa de tal magnitud obliga, como en los otros dos proyectos, al trabajo en equipo de tres arquitectos: Ricardo Porro, Vittorio Garatti y Roberto Gottardi junto con otros profesionales, con la dirección del equipo a cargo de Ricardo Porro. Sin embargo, la CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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visibilidad de los arquitectos y sus ideas, les diferencia de los casos anteriores, mostrándose al público como una arquitectura de autor, frente al anonimato pretendido por los dirigentes. De las tres obras, las Escuelas Nacionales de Arte serán las que establecerán el punto final de este periodo de debate cultural a cerca de «lo cubano», fusionando y reuniendo en un conjunto de cinco edificios aspectos interesantes de la reinterpretación de la tradición cubana. Parte de este logro tiene su origen en la figura temperamental de Ricardo Porro que ejerció la labor de anfitrión y director, incentivando a todos los trabajadores para lograr un sueño, creando un ambiente de formación continua donde todo era posible. La arquitectura inicial de Ricardo Porro (1925-2014) está muy ligada a sus raíces u orígenes. Tras un periodo de formación en la Universidad de La Habana, después de realizar sus primeras obras domésticas en La Habana, Ricardo Porro en 1952 recibe una beca del gobierno francés y una ayuda económica del Colegio de Arquitectos para viajar a Francia. Allí entra en contacto con Le Corbusier, Wifredo Lam, Pablo Picasso y la élite artística parisina. Viaja a Estocolmo, Barcelona, Venecia y percibe de primera mano las obras de los arquitectos del momento. Participa en un curso organizado por el CIAM en Venecia, donde conoce a Ernesto Nathan Rogers, Carlo Scarpa, Bruno Zevi, Franco Albini… Si los maestros le influyen, la ciudad de Venecia le impacta positivamente: «[...] Estaba tan impresionado por los espacios urbanos, la estructura urbana, que toda mi concepción del urbanismo cambió y hay, probablemente, una pequeña Venecia en cada uno de mis edificios».14 A su regreso a La Habana combina su actividad profesional con una vida cultural intensa. Pronuncia conferencias en el colegio de arquitectos e invita a profesionales extranjeros a venir a la isla. Sus amigos son pintores, cineastas, músicos, escritores y se hacen oír en los círculos intelectuales de La Habana. En 1954, Porro viaja a México donde conoce personalmente la obra y figura de Luis Barragán, quien había iniciado una investigación personal acerca de los elementos tradicionales de la arquitectura de su país aplicados a su propia obra. Tres años después, Ricardo Porro escribe el artículo titulado «El sentido de la tradición» donde manifiesta su postura frente a la arquitectura heredada y el valor de lo local, uniéndose al debate que se está produciendo en esos momentos sobre «lo cubano» en el ámbito cultural. Casi una década después reafirma su postura 73
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en otro artículo publicado en la revista Arquitectura Cuba del año 1964 titulado «El espacio en la arquitectura tradicional cubana». En este artículo, Porro resalta dos elementos que forman parte de la tradición de Cuba y que incorpora en las Escuelas Nacionales de Arte: La luz en nuestro país es muy fuerte. Sólo es posible captar sutilezas de color temprano por la mañana o cuando se pone el sol. Pensando en esto, los arquitectos coloniales decidieron tamizarla a través de persianas finas y vidrios de colores. Los vitrales ocupaban la parte superior de los arcos o de las ventanas. La luz así tamizada cambiaba la atmósfera interior a las casas, dando una coloración al ambiente. [...] En urbanismo usaron un sistema de calles estrechas, con plazas como en la mayor parte de las ciudades europeas. En cambio, el espacio de la plaza se cerraba de tal modo que daba la sensación de un gran patio. En vez de entrar directamente al espacio de la plaza, las calles desembocaban a los portales delante de las casas.15 A principios de 1960 el debate en torno a la tradición y a la herencia cultural sigue vivo. «Lo cubano» invade muchas disciplinas artísticas y no artísticas del momento. Sin embargo, esta corriente regionalista queda frenada, en parte, por el triunfo de la Revolución. Las Escuelas Nacionales de Arte representarán el último ejemplo del intenso debate nacional en busca de las raíces y la construcción de una nueva identidad asociada a las tradiciones. El destino, su afiliación política y Selma Díaz –amiga personal de Ricardo Porro y mujer del ministro de Construcción– hicieron que Ricardo Porro recibiera el encargo soñado: la construcción de una Academia de las Artes para los hijos de los trabajadores en La Habana revolucionaria. La idea procedía directamente de ideólogos triunfantes de la revolución: Fidel Castro y Ernesto Che Guevara. Para la realización de este singular encargo, Ricardo Porro llamó a sus amigos italianos Vittorio Garatti (1927-) y Roberto Gottardi (1927-2017), con quienes había coincidido durante su exilio político en Caracas. Las Escuelas Nacionales de Arte debían representar el nuevo ideal político, el momento histórico que estaban viviendo: eran el nuevo icono de la revolución. Su ubicación y el programa respondía a un mensaje claro y directo: los terrenos exclusivos del campo de golf del Country Club, cuyo acceso estaba reserCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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vado a la burguesía más selecta de la capital habanera, se habían socializado. El Country Club se abría al pueblo. Allí se iba a crear la mayor Academia de las Artes construida en Cuba para la formación de los hijos de los trabajadores. El lugar era único. Tenía una carga social que lo convirtió en un elemento de divulgación política e ideológica. Era la primera vez que la arquitectura se utilizaba como elemento de representación de una parte de la historia reciente de Cuba. Para crear este conjunto de edificios, Ricardo Porro, como director del equipo, estableció una serie de principios para lograr una cierta coherencia. Inicialmente se pensó la escuela como un único edificio, pero la premura de tiempo y la diversidad programática, obligaron a separarlos en cinco edificios, aunque ello supusiera la repetición de algunos servicios comunes. Sin embargo, esta decisión provocó una libertad formal y estilística para los arquitectos implicados. Para lograr una lectura unitaria, se trabajó con un único material, la cerámica, y un sistema constructivo asociado a ese material que permitía una gran variedad formal: la bóveda tabicada. El emplazamiento elegido, el antiguo campo de golf del Country Club, también jugó un papel decisivo ya que las arquitecturas debían dialogar con los elementos existentes del campo de golf, con su topografía, arbolado y accidentes geográficos. Pero desde el punto de vista de la reinterpretación de la cultura del pasado, Ricardo Porro, con una vasta formación cultural, inició a sus compañeros de viaje en la cultura cubana, acompañándolos en un recorrido por las principales ciudades de la isla para que se empaparan de la arquitectura del pasado. En Sancti Spíritus, Vittorio Garatti se quedó admirado por las celosías de las casas coloniales, en La Habana por las galerías porticadas y los patios de la arquitectura colonial. Esta labor que realizó Ricardo Porro con Vittorio Garatti y Roberto Gottardi fue fructífera debido a la formación y sensibilidad que ambos arquitectos poseían. Los tres tenían pensamientos comunes, pero quizás la figura unificadora que permitió que los tres arquitectos construyeran un ambiente único en las escuelas fue Ernesto Nathan Rogers. Los tres conocían las doctrinas de este arquitecto que, con su corpus teórico, intentaba establecer un puente entre la tradición y la modernidad. Roberto Gottardi trabajó con su oficina de Milán entre 1956 y 1957. De Rogers aprendieron la integración de la arquitectura con las preexistencias ambientales del lugar. Pero este término no hace referencia exclusivamente a las existencias 75
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físicas del lugar donde se ubica la obra. En palabras de Rogers: «Considerar el ambiente significa considerar la historia».16 La relación entre lo nuevo y lo antiguo parte de repensar la arquitectura como fenómeno a partir de las «preexistencias ambientales», incorporando la asimilación de la tradición como parte del proceso creativo. Las preexistencias son esa parte del pasado que se rescata y donde están las claves de cómo afrontar las experiencias culturales e históricas en la obra de arquitectura moderna. Para incorporarlas, hay que descubrir las características particulares del contexto en el que se interviene. Lo nuevo debe quedar impregnado por lo preexistente, formando un todo, compuesto de múltiples variables. El edificio y el entorno se transforman conjuntamente, hay una continuidad, forman una nueva unidad, ya sea en ambiente urbano o en un entorno más natural. Dentro de este proceso se producen reinterpretaciones en clave moderna de elementos históricos o tradicionales como la recuperación de materiales y técnicas constructivas. Se incorpora una nueva visión de los materiales, no por su ornamentación como ocurría en el pasado, sino por su expresión y significado. Garatti, Gottardi y Porro proponen el ladrillo como un material ligado a la tierra, al paisaje, pero también como parte de técnica constructiva ligada a la tradición. El material tiene expresividad por sí mismo, manifiesta una sinceridad constructiva y a través de las bóvedas catalanas, refuerza sus cualidades. Es un material que recupera aspectos culturales olvidados. Conecta materialidad con tradición y cultura. Refuerza este argumento la interpretación que hacen los tres arquitectos de distintos arquetipos como el pórtico, la columna, los pasajes, la bóveda, la calle… Si el material y la técnica se establecen como principios comunes para lograr la unidad, los pórticos, los patios, las celosías, los corredores y el uso de la vegetación son elementos tradicionales que se reinterpretan adaptándolos a un nuevo lenguaje y forman la base compositiva de todas las escuelas. Las escuelas se estructuran en torno al pabellón, galería y patio, en una analogía urbana con la edificación, calle y plazuela. La galería es empleada como recuerdo del pórtico tradicional cubano. Cumple una función climática clara, la de proteger del fuerte sol caribeño pero, a la vez, transmite una escala humana al interior de una arquitectura concebida como suma de elementos pequeños. El pórtico articula los distintos usos y permite estableCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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cer una relación diferente con el paisaje. Es el espacio intermedio entre el paisaje y la arquitectura. Las celosías, en una reinterpretación de los elementos tradicionales, son tratadas como filtros en el paisaje, como fragmentos de muros, cuyo límite es indefinido y que permiten el paso de la brisa tropical. Los espacios de las escuelas se diluyen en el paisaje, los contornos se difuminan, hay una continuidad espacial que logra que el espacio sea ilimitado. No hay barreras, sino elementos permeables que como membranas dialogan con el exterior y que forman parte de los elementos de control climático de los edificios. El patio, en diversas e imaginativas composiciones, se convierte en la base de la arquitectura junto con el pabellón fragmentado. Podríamos concluir esta evolución arquitectónica a cerca de la reinterpretación de «Lo cubano» en el siglo xx con la reflexión que Mario Coyula hace en el epílogo del libro de Francisco Gómez Díaz, De Forestier a Sert: ciudad y arquitectura en La Habana (1925-1960): «Todos seguramente coincidirán en la necesidad de preservar la esencia del pasado sin congelarlo, incorporándole además con creatividad lo mejor de la cultura arquitectónica universal contemporánea, para dejar así un arquitectura propia auténtica; pero ¿cómo lograrlo?».17
NOTAS 1 Mario Coyula: Guía de arquitectura. La Habana colonial, pág. 13. 2 Francisco Bullrich: Arquitectura latinoamericana 19301960, págs. 16-17. 3 William Curtis: La Arquitectura Moderna desde 1900, pág. 331. 4 El propio arquitecto las llamaba «las tres P de la arquitectura cubana». Eduardo Luis Rodrìguez, La Habana. Arquitectura del Siglo xx, pág. 241. 5 Eugenio Batista: «La casa cubana», Artes Plásticas 2, La Habana 1960, págs. 4-7. 6 Mario Romañach se gradúa en 1945, Nicolás Arroyo en 1941, Ricardo Porro en 1949. 7 Entre ellos están: Mario Romañach, Frank Martínez, Nicolás Quintana, Emilio del Junco Rodríguez, la firma Cristofol y Hernández Dupuy, Max Borges Jr., Manuel Gutiérrez y Antonio Quintana. Eduardo Luis Rodrìguez, op. cit., pág. 244. 8 Eduardo Luis Rodríguez añade: «el patio interior relegado durante mucho tiempo, vuelve a ocupar un lugar
destacado en la organización de las plantas, y otros recursos compositivos como los vidrios en colores, los materiales a vista, las persianerías de madera y los aleros, que formaban parte de nuestra tradición constructiva en la etapa colonial, son introducidos en las obras de un grupo de arquitectos sobresalientes». Eduardo Luis Rodrìguez: La Habana. Guía de arquitectura, pág. 62. 9 Walter Gropius es invitado por Frank Martínez, Nicolás Quintana y Ricardo Porro a dar una conferencia a los estudiantes en La Habana en 1945. 10 Richard Neutra también es invitado ese mismo año a dar otra conferencia a los estudiantes de arquitectura. Neutra regresa en 1956 para diseñar la Casa Shulthess en el exclusivo reparto del Country Club. 11 José Luis Sert había visitado la isla brevemente en 1939 en su paso hacia Estados Unidos como refugiado. Junto con Paul Lester participa en el desarrollo de un nuevo plan regional para La Habana [1955-58] que no llega nunca a realizarse.
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tura Moderna desde 1900, Madrid: Hermann Blume, 1986. · Gómez Díaz, Francisco: Ciudad y arquitectura en La Habana (1925-1960). De Forestier a Sert. Colección Territorio y ciudad, Madrid: Abada editores, 2008. · Martín Zequeira, María Elena y Rodríguez Fernández, Eduardo Luis: Guía de arquitectura. La habana Colonial (1519-1898), con prólogo de Mario Coyula, Sevilla: Junta de Andalucía. Consejería de Obras públicas y Transportes. La Habana: Dirección Provincial de Planificación Física y Arquitectura. La Habana-Sevilla, 1995 –, La Habana. Guía de Arquitectura, La Habana: Ciudad de la Habana; Madrid: Agencia Española de Cooperación Internacional; Sevilla: Consejería de Obras Públicas y Transportes, Dirección General de Arquitectura y Vivienda, 1998. · Morales, Leonardo: La casa cubana ideal, Academia Nacional de Artes y Letras, La Habana: Imprenta Molina y Cía., 1934. · Nakamura, Toshio: Ricardo Porro. A+U, núm. 282, marzo 1994, 4-93. · Pizarro juanas, María José. Las Escuelas nacionales de Arte de La Habana. Paisaje, materialidad y proceso. Madrid: Editorial Rueda, 2017. · Porro, Ricardo: «El sentido de la tradición», Nuestro Tiempo, núm. 16, año IV,1957. –, «El Espacio en la Arquitectura Tradicional Cubana», Arquitectura Cuba, núm. 332, 1964, 27-36. · Rodríguez Fernández, Eduardo Luis: La Habana. Arquitectura del Siglo XX. Leopoldo Blume, con introducción de Andrés Duany, Barcelona: Blume, 1998. · Rogers, Ernesto Nathan: Esperienza della architettura. Milán: Einaudi, 1958. Edición castellana: Experiencia de la arquitectura, Buenos Aires: Nueva Visión, 1965. · Weiss, Joaquín: La arquitectura colonial cubana: siglos xvi al xix. La Habana: Instituto Cubano del Libro. Madrid: Agencia Española de Cooperación Internacional, Sevilla: Consejería de Obras Públicas y Transportes, 1996.
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Elementos tomados directamente de la tradición japonesa y en particular del estilo shoinzukuri, y recreados modernamente, son el tokoma, especie de armario empotrado abierto que se ubicaba en el lugar principal del interior de la casa y que Romañach traslada también a las fachadas; el fusuma, un tipo de pantalla deslizable usada como puerta o ventana; los paneles de madera conocidos como sugito; y el tsuki-age mado, o lucernario colocado en las cubiertas con posibilidad de abrirse al exterior. Otras soluciones que el arquitecto utiliza son las galerías, los pisos de tabloncillo, las celosías de delgados listones de madera formando una trama ortogonal y, sobre todo, el dimensionamiento de las obras según el módulo Ken, tratándose éste de una unidad de medida que responde al tamaño del cuerpo humano y que garantiza una adecuada escala. Eduardo Luis Rodrìguez: La Habana. Guía de arquitectura, pág. 278. 13 El equipo está formado entre otros por Skidmore Owings & Merril, Franco Albini, Wiener, Sert y Oscar Niemeyer. 14 Ricardo Porro: A+U núm.282, pág. 63. 15 Ricardo Porro: «El Espacio en la Arquitectura Tradicional Cubana», Arquitectura Cuba, núm. 332, págs. 3536. 16 Ernesto Nathan Rogers: Experiencia de la arquitectura, pág. 135. 17 Mario Coyula: «¿Y después de Sert?», epílogo al libro de Francisco Gómez Díaz Ciudad y arquitectura en La Habana (1925-1960). De Forestier a Sert, págs. 569570.
BIBLIOGRAFÍA · Batista, Eugenio: «La casa cubana», Artes Plásticas, núm. 2, La Habana, 1960, 4-7. · Bullrich, Francisco: Arquitectura latinoamericana 1930-1960, Barcelona: Gustavo Gili, 1969. · Curtis, William: Architecture since 1900, Phaidon Press Limited, 1982. Edición castellana: La Arquitec-
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Por Ada Esther Portero Ricol
LA HABANA, ¿mi vieja Habana?
INTRODUCCIÓN
La Habana, Ciudad Maravilla, capital de todos los cubanos, cumple en el mes de noviembre de 2019 su quinientos aniversario. Ante esta realidad, muchas son las reflexiones y propósitos para mejorar su imagen y condiciones. Bajo la convocatoria de «¡Por La Habana, lo más grande!», el gobierno, las organizaciones políticas y de masa en la ciudad, así como la propia población, han marcado un conjunto de acciones importantes para recuperar sus barrios, calles y sus servicios mejorando así la calidad de vida de sus residentes. Independientemente de que para la ciudad hay políticas y estrategias con vistas a su mejora integral hacia el 2030-2050, el hito de llegar a medio siglo de existencia en medio de muchos problemas y carencias impuestas por un bloqueo exterminador que ejerce Estados Unidos de América desde el triunfo de la Revolución cubana en el 1959, hace que tenga particular encanto y, sobre todo, impacto positivo lo que se está haciendo en estos momentos para fortalecer su esplendor. En la comunicación que se brinda a continuación se pretende hacer un resumen apretado de algunas características de La Habana. Se intentará dar una imagen de cómo evolucionó y cuáles han sido algunas de las políticas y estrategias que se han tenido en cuenta en su desarrollo. Cómo se ve La Habana de hoy en medio de un mundo convulso y de cambios climáticos que ponen en riesgo no sólo la vida humana, sino todos los esfuerzos que se han volcado en aras de su desarrollo sostenido. Qué se está haciendo para favorecer su desarrollo futuro y, sobre todo, 79
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con qué mirada e intenciones se están planificando acciones en este sentido. DESARROLLO. ALGUNOS ASPECTOS GENERALES
En el mundo actual, las ciudades de países en desarrollo o de los más desarrollados, enfrentan diversas situaciones cada vez más complejas y siempre están relacionadas no sólo con problemas internos, sino también con acciones externas que inciden en su desenvolvimiento. En muchos momentos las problemáticas se relacionan con el avanzado deterioro del fondo edificado de las urbes y las condiciones de vida de la población residente que no siempre es la mejor. Además, en ocasiones la importancia de las capitales y sus centros históricos entran en contradicción con los valores culturales, urbanos arquitectónicos y la relevancia de la localidad. Una situación que dificulta la mejora de las precarias condiciones en que se encuentran estas zonas es justamente la magnitud de los recursos que son necesarios para lograr la rehabilitación de las mismas que, unida a la limitada capacidad de los gobiernos locales para solucionar los problemas, causan un impacto negativo en estas zonas y en determinados plazos son irreversibles sus consecuencias. La ciudad de la Habana nació como ciudad colonial, muy cosmopolita por la privilegiada ubicación geográfica que dio lugar a su auge económico en el periodo colonial. Como todas las ciudades coloniales, se desarrolló a partir de una cuadrícula casi perfecta con sistema de plazas de diversa vocación. Por la necesidad que tenía la metrópoli española de proteger los tesoros que mandaba a España desde las diferentes partes de América, fue que el puerto de La Habana adquirió una importancia vital. En la Bahía de Bolsa se reunían de forma estratégica los barcos de la flota española para, cuando conformaban grupos de más de cinco, partir considerándose de esta manera más protegidos. Es también por la razón antes mencionada, que se hizo necesario fortificar el litoral de la ciudad para protegerla de los ataques de corsarios y piratas. Surge así el sistema más complejo de fortificaciones de América. El Castillo de los Tres Reyes del Morro, El Castillo de San Salvador de la Punta, de la Real Fuerza y de la Cabaña son dignos representantes de este sistema, así como los diferentes fortines que se distribuyeron a todo lo largo de la costa habanera. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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Todo esto le dio a la ciudad un carácter de transculturación, mezcla, mestizaje, de riqueza de estilos y ambientes diferentes con el factor presente de la relación con el mar, lo que establece de forma particular su esencia e identidad, la que se mantiene hasta el presente. LA HABANA A PARTIR DEL 1 DE ENERO DE 1959
Con el triunfo de la Revolución en el 1959 se dieron importantes cambios. Se comenzó una nueva etapa. Se sustituyeron las formas de una vieja sociedad por una nueva. Uno de los objetivos fundamentales que se trazó el gobierno revolucionario fue sacar al país del subdesarrollo y la pobreza en que estaba sumido. Uno de los programas fundamentales de la Revolución fue el dar trabajo y casas a los necesitados, de modo que se hicieron leyes como la Reforma Urbana que permitió la construcción de viviendas para los obreros con planes de desarrollo en las zonas sin urbanizar. Se potenció la construcción de viviendas y escuelas. Se actualizaron las Ordenanzas de la Construcción, que existían desde el siglo xix y en 1963 se concibieron las nuevas con los requerimientos del momento que se estaba viviendo. Es válido aclarar que Cuba ha tenido un proceso de revolución social a partir del año 1959, por lo que muchos de los elementos asociados a los crecimientos urbanos espontáneos, la segregación social y la exclusión no han tenido cabida en este modelo, donde lo primero y más importante para el gobierno ha sido favorecer la calidad de vida de las personas y, sobre todo, defender al hombre como ser social. Desde el 3 de febrero de 1962, a pocos meses del triunfo de la Revolución en Cuba, Estados Unidos de América inició un bloqueo económico, comercial y financiero a partir de la orden ejecutiva presidencial 3447 que implantó formalmente John F. Kennedy. Este bloqueo fue diseñado para provocar carencias y desesperación en el pueblo cubano. Dicha situación ha sido el principal obstáculo que ha impedido el avance económico de Cuba. Por este concepto se han causado pérdidas al país por más de novecientos treinta y tres mil seiscientos setenta y ocho millones de dólares (también Estados Unidos pierde mil millones de dólares al año al no poder comerciar con Cuba productos que Cuba compra en otros países). Bajo estas condiciones, el gobierno y el pueblo cubanos han tenido que hacer ingentes esfuerzos para mantener estabilidad en todas 81
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las ramas para el desarrollo básico del país, pero, además, se han mantenido todos los sentidos en la permanencia de las doctrinas o ideales principales del proceso revolucionario, que, como ya se han mencionado antes, indican hacia la mejora de la calidad de vida de la población. Independientemente de este contexto se puede afirmar que fueron significativos los resultados de los treinta primeros años de la Revolución. Entre las décadas de los años sesenta y setenta se hicieron grandes cambios en las leyes que se relacionaron con el desarrollo agropecuario del país, con la educación, la vivienda, entre otros aspectos. Sobre todo, se comenzaron a modificar las formas de vida en las zonas no urbanas. De modo que en las ciudades principales específicamente en La Habana las intervenciones para el mejoramiento o crecimiento de las zonas centrales se detuvieron. En los años setenta, se indicó, como parte de las estrategias para el incremento de las viviendas, el crecimiento y construcción de las mismas en las zonas no compactas de la ciudad. En sitios, como el hoy llamado municipio Plaza de la Revolución, se experimentó con la introducción de los sistemas prefabricados para la construcción de edificios altos y en la periferia de la ciudad se trabajó en la edificación de viviendas con las microbrigadas (grupo de personas pertenecientes a una empresa o varias que se reunían para construir sus viviendas con el apoyo del gobierno y asesoría técnica). En estos casos los edificios de viviendas tenían básicamente entre cuatro y cinco plantas. Éstas fueron viviendas sociales construidas por el estado y entregadas a la población. En 1976 se realiza en el país una nueva división política administrativa, y en 1984 se introducen de manera organizada las regulaciones urbanas generales. Después de 1990 se revisaron estas regulaciones y se redactaron regulaciones específicas para cada municipio del país. En paralelo, se desarrolló un Plan para la revitalización del Centro Histórico de La Habana Vieja que, por sus méritos, el 14 de diciembre del 1982, el Comité Intergubernamental de Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural de la UNESCO, la declaró, y a su sistema de fortificaciones, Patrimonio de la Humanidad. A partir de la década de los años noventa, causado por la caída del campo socialista, se inició un proceso de franco deterioro de la economía cubana, al que se le ha dado en llamar «periodo especial». Este periodo trajo consigo un detenimiento CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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en el desarrollo del país y, por tanto, las construcciones que hasta el momento se habían intensificado decayeron grandemente. Entre muchas acciones a escala urbana que se comenzaron a desarrollar, se activó el desarrollo y proyección de parques urbanos a escala de ciudad. Se intentó, a partir de unir los cinco grandes parques existentes en La Habana, favorecer la reanimación de los mismos, uniéndolos para conformar el gran Parque Metropolitano. Una buena parte de este parque se bordea por el río Almendares. La flora que en él se desarrolla es un fuerte atractivo, por lo que se considera como zona de protección desde el punto de vista medioambiental por la importancia de la misma. Los parques activaron la atracción por el cuidado y el fomento del conocimiento sobre la flora y la fauna. En ellos se planificaron, y se mantienen hasta la actualidad, un grupo importante de actividades para el aumento del conocimiento y el intercambio con la comunidad. De este modo, se ha favorecido el principio de la Revolución de fortalecer el conocimiento y la preparación cultural de la sociedad. En la década de los noventa, como se mencionó anteriormente, se profundizaron los problemas económicos y, por tanto, se incrementó el déficit de viviendas existente, por esta razón en la ciudad se comenzó un movimiento por la construcción de edificaciones que se dedicaran a viviendas. Ante las carencias financieras se construyeron los asentamientos bajo el nombre de «movimiento de bajo consumo material y energético». Las urbanizaciones se realizaban fundamentalmente por parte del estado y se combinaron con la construcción de viviendas por esfuerzo propio. La calidad de la ejecución decayó grandemente debido al desconocimiento técnico, en ocasiones por parte de los individuos asociados a la ejecución de las obras así como la carencia de personal especializado para la supervisión de las obras y, en otros casos, por la baja calidad de los materiales usados para la construcción. Por múltiples razones pero, sobre todo, por la económica, a partir de 1990 y en pleno periodo especial, el gobierno central del país decidió dotar a la Oficina del Historiador de instrumentos, para poder desarrollar el proceso de rehabilitación y de recuperación del centro histórico de forma autofinanciada e integral. El principio desarrollado tenía como principal objetivo que el modelo fuera económicamente rentable y ambientalmente sostenible. 83
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La población siempre ha tenido y ha demostrado un gran arraigo por el lugar donde vive, es por ello que todas las acciones que se proyectaron por la oficina de proyectos de La Habana Vieja y del historiador de la ciudad fueron encaminadas como objeto fundamental a mantener la mayor parte de la población que fuera posible en el sitio territorial declarado como Centro Histórico, preferiblemente en el edificio y/o la manzana donde radicaban en su origen. Se conformaron planes de reubicación en zonas periféricas y dentro de la ciudad. Se recuperaron edificios para dar servicio al turismo y con las ganancias obtenidas se emplearon los fondos para la reparación de las viviendas existentes. También se organizaron formas de abastecer a la población local de manera que contara, y cuenta, con servicios especiales de atención priorizada dentro del territorio. Además, con la gran actividad de recuperación edilicia y de las obras de arte existentes, se incrementaron las posibilidades de puestos de trabajo así como de capacitación para la formación profesional. Se creó la primera escuela de oficios para dar servicio técnico especializado a la gran obra de rehabilitación que se estaba llevando a cabo. Se creó un importante movimiento comunitario con líderes de los barrios para apoyar el importante programa de recuperación del territorio. En el centro histórico, se desarrollaron varias políticas que fueron dirigidas a lograr de forma general un desarrollo integral autofinanciado, y las estrategias que se dedicaron a resolver los problemas de déficit y calidad de la vivienda, entre otros aspectos esenciales, para favorecer la calidad de vida de la población del sitio. De este modo se desenvolvieron diversos programas para el desarrollo de las siguientes iniciativas: – El sistema de las casas museos. Viviendas convertidas en museos y en salas de concierto donde tienen sede diferentes grupos artísticos importantes de la ciudad. – Hoteles. Existían, hasta la década de los noventa, catorce instalaciones que dan servicio con más de quinientas habitaciones para el hospedaje. – El sector extrahotelero. Sistema de restaurantes, bares y cafeterías, tanto para la atención al turista como para la atención a la población local en moneda nacional – El sector inmobiliario. Oficinas en edificios ubicados en zonas importantes como son el edificio Bacardí, edificios en la Plaza Vieja; algunos con rentas de apartamentos. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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– El sector de redes y reanimación urbana. Se trabajó en la mejora de la iluminación pública, red vial, adoquinado de las calles más antiguas, mejora de los espacios públicos y señalética. – El sector social. Se desarrollaron muchas fuentes de actividades para recuperar y mejorar la situación, formación y preparación de la población del lugar. Museos convertidos en escuelas, la biblioteca pública, la casa del estudiante, el hogar materno, los centros y viviendas protegidas para el adulto mayor y los planes de rehabilitación de escuelas, entre otros, fueron los más importantes. – El sector de la vivienda. Dentro de éste todavía se desarrollan varios subprogramas, como, por ejemplo, el de la construcción de viviendas de interés social y las viviendas de tránsito para la población que tiene su vivienda en proceso de recuperación constructiva. También se construyen viviendas fuera del territorio pues es muy difícil, a partir de las nuevas necesidades de expansión de los núcleos familiares de los inquilinos, brindar a toda la población un espacio en el propio centro histórico al término de la recuperación. Algunas personas prefieren que les den oportunidad de ampliar el tamaño de su vivienda, aunque se les dé en otro sitio de la ciudad, a seguir en el centro histórico en una vivienda de espacio reducido. Dentro de todo el empeño de las autoridades locales y centrales por favorecer el desarrollo y recuperación del centro histórico también se desarrollaron de forma diferenciada, de acuerdo a la atención especializada que tuvieron: el Programa del Barrio San Isidro, barrio interior, en la zona de formación más pobre de este territorio que colinda con el puerto, donde se actuó de forma integral para recuperar la vivienda de interés social, se crearon muchas instalaciones deportivas, culturales, de salud, escuelas, así como puestos de trabajo, dentro de los mismos oficios relacionados con la recuperación para insertar a la población local. El Programa del Plan Malecón: El Malecón se considera como el frente más importante de la ciudad por lo que tiene una categoría particular. Se propuso un amplio plan de recuperación que tuvo entre las acciones esenciales la rehabilitación de edificaciones con diversos usos, fundamentalmente manteniendo la función de vivienda que ha sido la principal en esa franja de la ciudad. Además se trabajó por la recuperación de la imagen urbana y de los espacios públicos. Dentro de los Programas socioculturales y socioeconómicos, se encontraron diferentes acciones que se han realizado para favo 85
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recer la calidad de vida de las personas del lugar pero, sobre todo, para fomentar la identidad del sitio hacia ellas, debido a que siempre el mayor incentivo del plan de recuperación ha sido mantener un centro histórico vivo para las personas que lo habitan. LA HABANA Y LA LLEGADA DE LOS AÑOS 2000. EL NUEVO SIGLO
El advenimiento del nuevo siglo trajo nuevos retos y, a su vez, oportunidades a partir de los logros obtenidos entre los años 1960 y 2000. Pero, también, el novedoso escenario mundial trajo consigo una serie de desafíos que hace claramente obligatorio planificar y orientar de manera organizada todos los eventos y acciones que tributan al desarrollo de la ciudad y su población. Se ha reconocido, por parte de organismos internacionales, el esfuerzo y la labor tan significativa que ha realizado el gobierno cubano para la recuperación del centro histórico, en particular la Oficina del Historiador de la Ciudad. Esto se demuestra con varios premios que se han sido otorgados por organismos mundiales como la UNESCO, y que son de gran prestigio. Por ejemplo, se pueden mencionar algunos como Ciudades por la Paz, 2001; o el Premio Metrópoli, 2001, entre otros. También la población local reconoce el sacrificio que hace el estado por recuperar la zona. Estos criterios han sido declarados en encuestas y en los censos de población y viviendas que se realizan de forma sistemática preferiblemente cada cinco años; en ellos se reconocen los cambios como positivos y se comprueba que aumenta el sentimiento de arraigo de los pobladores al sitio. Como Plan Perspectivo, de forma muy sintética, se puede mencionar que el Plan Maestro para el desarrollo, manejo y gestión del Centro Histórico ha proyectado, implementado y perfecciona una estrategia a escala territorial para establecer puntos dinamizadores y conexiones que mejoren los resultados obtenidos hasta el momento dentro de los servicios que se han insertado en el territorio. La Habana y su centro histórico –aunque también se ha dicho por varios especialistas que La Habana, por sus particularidades, es una ciudad poli-céntrica– son, en la actualidad, espacios de nuevas oportunidades dadas principalmente por los valores materiales e inmateriales que atesoran y las condiciones únicas que han tenido en su devenir histórico. La urbe recibió el siglo xxi con problemas internos sin resolver, como el de la vivienda, entre otros, pero con otros muchos CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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logros demostrados tanto a escala nacional como internacionalmente. También con muchas contradicciones externas que inciden directamente en la ralentización del desarrollo económico y por tanto incrementan las limitaciones de recursos para poder desarrollar una capital con todo el esplendor que merece La Habana y sus colindancias. Es importante destacar que el camino trazado desde el triunfo de la Revolución en varios campos del desarrollo del país y, sobre todo, los que han tenido incidencia directa en el cumplimiento del objetivo de mejorar las condiciones de vida de la población, han tenido un seguimiento y evolución continuas, de manera que, con el paso del tiempo se han visto logros. Estos logros no han podido ser mayores debido al bloqueo económico y financiero que Estados Unidos ha establecido sobre Cuba con varias leyes que prohíben a otros países colaborar o tener relaciones comerciales con dicho país, de lo cual ya se ha hecho mención al inicio del documento. Sin embargo, gracias a la continuidad del pensamiento revolucionario y de ir trazando retos y metas de manera planificada que se han ido perfeccionando en el tiempo, es que se ha llegado al momento actual con los resultados culturales, sociales y económicos que se muestran, aunque son limitados. De haber existido un sistema social diferente, pasando por periodos de gobiernos con indicaciones y vocaciones diversas, cada uno con la aspiración de disponer o satisfacer principalmente sus intereses, no se hubieran podido lograr. Con esto se quiere significar que, por ejemplo, el problema de la vivienda aunque no ha sido aún resuelto, ha tenido un seguimiento constante y en los periodos de mayores carencias económicas se han tomado medidas para continuar dando solución paulatina al problema de diversas maneras. Siendo ésta una de las estrategias que se enfocaron desde los años sesenta. Lo mismo se puede referir sobre la infraestructura que en la mayor parte de los sistemas tienen más de cien años de existencia, por tanto, no se encuentra en buen estado. Su rehabilitación se ha planificado, paso a paso, según los sitios de mayores limitaciones y problemas, ya que es un reto que necesita una inversión importante con la que no cuenta el país, que prioriza en la educación y la medicina libres de costo para el pueblo. Al decir del historiador de la ciudad, el doctor Eusebio Leal Spengler, en algunas de sus conferencias, para recuperar La Habana se necesita dinero, dinero y más dinero, y siendo Cuba una isla pequeña situada en medio del 87
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Caribe no ha sido posible por las razones que se han expuesto con anterioridad. En La Habana, por el escenario globalizado que se presenta en este siglo xxi, se predicen múltiples razones por las cuales deberá tener un futuro sustentable, planificado y apoyado, sobre todo, por los cambios actuales que están teniendo lugar en el territorio cubano, fundamentalmente, desde el punto de vista económico. ¿CÓMO SE PUDIERA DEFINIR LA HABANA EN LA ACTUALIDAD? ¿CUÁL HA SIDO EL ENFOQUE PARA DEFINIR SU FUTURO?
Es difícil responder algunas interrogantes cuando la situación global es tan cambiante y, sobre todo, enfática con las marcas que dejan en los países pequeños, los que imponen la superioridad marcada por las grandes potencias mundiales. Son muchos los retos que enfrenta La Habana, ubicada en un pequeño país del Caribe, sin riquezas notables, si se lanza una mirada al futuro más cercano. Quizás las ideas, planificación y estrategias realizadas al 2050 se van quedando demasiado cerca en el avance implacable del tiempo. Desde el gobierno y a partir de los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución que, después de una amplia consulta con el pueblo, fue enriquecida y aprobada por el Sexto Congreso del Partido Comunista de Cuba (en adelante PCC) en abril de 2011, se han realizado propuestas de diferentes estrategias y políticas a todos los niveles para contribuir con el desarrollo del país. Uno de los lanzamientos o estrategias de internacionalizar o promocionar la cultura y tradiciones, así como los valores de los sitios cubanos, tanto de su patrimonio material como inmaterial se verificó cuando desde el 2012 se comenzó la convocatoria y el desarrollo del tercer concurso organizado por la Fundación suiza New Seven Wonder. Concurso en el que participaron más de cien millones de internautas de todo el mundo. El martes 7 de junio de 2014, se realizó el acto oficial en la explanada del Castillo de San Salvador de la Punta, donde se dieron los resultados del concurso anteriormente mencionado. El señor Bernard Weber, presidente y fundador de dicha fundación, en dicho acto realizado en La Habana, expresó que Cuba representa la diversidad global de la sociedad urbana. Dejando declarada así La Habana como Ciudad Maravilla. En este acto CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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estuvieron presentes la primera secretaria del partido Mercedes López Acea, la presidenta del Gobierno Provincial, Marta Hernández, y el historiador de La Habana, Eusebio Leal Spengler, así como una representación de la población de la capital que se encontraba en el sitio. En el año 2016, tuvo lugar el séptimo Congreso del PCC, se analizó el estado de cumplimiento de los lineamientos trazados desde el 2011 y fueron actualizados, tomando en cuenta los resultados obtenidos del debate sobre la conceptualización y las bases del plan nacional de desarrollo económico y social hasta el 2030. En el documento oficial Conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista, editado en julio del 2017, se ponen de manifiesto los principios que sustentan el modelo y sus principales transformaciones, así como la dirección planificada del desarrollo económico y social y las características principales de la política social. Se hace mención de estos documentos porque obviamente rigen de forma consciente e intencionada las acciones que se planifican para la recuperación de la ciudad y sus espacios así como de sus valores y su cultura. No se puede negar que La Habana tiene un alto deterioro de su patrimonio material. Este deterioro aumenta de forma exponencial anualmente debido a múltiples factores. De forma general se puede decir que el estado técnico que prima asociado a sus edificaciones es el de regular, hay también un deterioro importante de la trama urbana así como importantes limitaciones de su infraestructura. Todo esto hace que en ocasiones parezca o se muestren como irreversibles los problemas asociados. Por otra parte, los cambios climáticos que cada vez afectan la mayor parte del mundo han incidido fuertemente en La Habana en los últimos tiempos. Desastres naturales como huracanes; y, recientemente, el tornado que azotó La Habana el domingo 27 de enero del 2019, dejando grandes pérdidas humanas y materiales en varios municipios de la ciudad, son ejemplos de fenómenos que se pueden o no prever y que, igualmente desatan e incrementan los datos asociados al deterioro arquitectónico y urbano así como impactan negativamente las limitaciones económicas ya existentes. Las proyecciones futuras dadas como datos resultantes de investigaciones realizadas por el Ministerio de Ciencia Tecnología y Medio Ambiente (en adelante CITMA) indican que la ele 89
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vación del nivel medio del mar puede alcanzar hasta veintisiete centímetros en el 2050, y ochenta y cinco en el 2100, provocando la pérdida paulatina de la superficie emergida del país en zonas costeras muy bajas, así como la salinización de los acuíferos subterráneos abiertos al mar por el avance de la «cuña salina». Tarea Vida es el Plan de Estado para el enfrentamiento al cambio climático sustentado sobre una base científica multidisciplinaria, que da prioridad a setenta y tres de los ciento sesenta y ocho municipios cubanos, sesenta y tres de ellos en zonas costeras y otros diez en el interior del territorio. Contempla cinco acciones estratégicas y once tareas dirigidas a contrarrestar las afectaciones en las zonas vulnerables, las mismas fueron aprobadas el 25 de abril de 2017 por el Consejo de Ministros y constituyen una prioridad para la política ambientalista del país. El CITMA es el encargado de implementar y controlar las tareas del Plan de Estado. Se han identificado a lo largo de todo el país una serie de sitios atendiendo a la preservación de la vida de las personas en los lugares más vulnerables, la seguridad alimentaria y el desarrollo del turismo. Hay investigaciones científico tecnológicas que priorizan análisis a partir del Macroproyecto sobre peligros y vulnerabilidad costeras para los años 2050-2100. En los últimos cinco años se han producido importantes cambios respecto a las misiones y estrategias así como acciones concretas que deben desarrollar el Instituto de Planificación Física (IPF) y el Ministerio de la Construcción (en adelante MICONS). Esto ha traído consigo un desbalance o restricción de acciones debido a que aún la preparación de los especialistas asociados, por ejemplo al IPF, es limitada. Muchos no están bien entrenados en las nuevas acciones que deben desarrollar. Los arquitectos de la comunidad, que en la década de los ochenta fueron una fuerza importante en el apoyo a la rehabilitación y otros aspectos relacionados con el proceso de la vivienda en los barrios, han sido fusionados en el Instituto y Direcciones de Planificación Física pasando a tramitar los procesos relacionados con la vivienda en todas sus variantes y eso hace que el sistema no este «engrasado» debidamente para resolver todos los problemas existentes con la celeridad necesaria en los momentos actuales. El Instituto Nacional de la Vivienda que fue un órgano importante existente en la década de los setenta, teniendo ciertos cambios hasta la década de los noventa, pero que legislaba lo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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referente a la vivienda y su entorno, ha pasado a ser apenas una dirección dentro del MICONS (Dirección de Vivienda). La vivienda es uno de los programas de la Revolución que no ha tenido solución hasta este momento. La demanda es mayor que la oferta. No existe una industria de materiales desarrollada que pueda dar frente a las necesidades cada vez más crecientes de la población. Por todo lo anteriormente dicho, es que hay la imperiosa necesidad de contar con un organismo central que dedique todo su esfuerzo a la planificación y gestión de la vivienda el cual no existe en la actualidad. La situación compleja que vive la ciudad es multifactorial y de esa manera se hacen los planes de desarrollo a las diferentes escalas desde las municipales hasta la nacional. El Plan Estratégico de Desarrollo Integral 2030 (PEDI) para La Habana Vieja Centro Histórico, fue creado por el Plan Maestro y la Oficina del Historiador de la ciudad desde el 2016 y tiene como esfera de realización el Centro Histórico de La Habana, Monumento Nacional desde 1978 y Patrimonio Mundial desde 1982. Este plan de acciones, al decir de su historiador, Eusebio Leal Spengler, pretende ser un justo homenaje a la celebración, en 2019, del medio milenio de la fundación de la Villa de San Cristóbal de La Habana. Se ha conformado un Plan Especial de Desarrollo Integral para el Centro Histórico de la ciudad como nuevo instrumento de planificación y gestión urbana que esta articulado con el Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social hasta el 2030. Este plan garantiza el vínculo entre las políticas de desarrollo local y las nacionales. Tiene en cuenta como su nombre lo indica todos los aspectos necesarios para favorecer el desarrollo de la ciudad y que interactúan como sistema. Estos planes regulan las acciones en el centro histórico, teniendo en cuenta nuevos cambios en la estructura y economía del país como las nuevas leyes sobre la inversión extranjera, la compra venta de viviendas además del aumento de la actividad inversionista por parte del sector no estatal. Todos estos cambios constituyen oportunidades aunque no están exentos de riesgos y pérdidas colaterales. Es importante destacar que el documento central PEDI 2030 se ha conciliado y conformado a partir de un ejercicio de consulta pública y conciliación institucional donde han participado los organismos del Estado. Se han abierto espacios de participación multiactoral. 91
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Se ha combinado el trabajo de los especialistas y profesionales con los funcionarios del gobierno municipal así como otros organismos. Es importante mencionar que ha tenido una participación interesante la academia, cumpliendo con su principal función que es la de formar profesionales a partir de la solución de problemas reales, uno de los principios de la educación revolucionaria. Además ha participado la población, responsables de proyectos socioculturales y organizaciones sociales, los consejos populares y los delegados de las circunscripciones, entre otros. Este PEDI 2030 es un instrumento de planificación de nuevo tipo que concilia un conjunto de herramientas fundamentales que permiten pautar el ordenamiento territorial y urbano así como el desarrollo integral del Centro Histórico, para hacerlo próspero y sostenible. Se mantienen los principios del desarrollo basado en la protección de la cultura y las tradiciones apoyando el beneficio al ser humano y, por tanto, a la población que habita el territorio. Tanto a escala del centro histórico de La Habana como de la propia ciudad capital, se capacitan e implican las diferentes poblaciones para consolidar las comunidades resilientes. Éste también es uno de los factores importantes dentro de la prevención de desastres en la ciudad, que demuestra la preparación que tiene la población a partir de la atención, en este sentido, que da la Defensa Civil a todos los ciudadanos. Y obviamente, los resultados que muestran se relacionan con la continuidad de trabajo por más de cincuenta años en la capacitación continua de los funcionarios y profesionales que se desenvuelven en estos organismos así como la atención directa que se le da a la población tanto en tiempos de los eventos naturales como en tiempos normales. De este modo, se puede significar que en los últimos veinte años han sido mínimas las pérdidas de vidas humanas ante el paso de los eventos hidrometeorológicos que han acusado directamente a la ciudad. ¡POR LA HABANA, LO MÁS GRANDE!
Ésta es una convocatoria que se ha hecho para, de forma intencionada, apoyar la transformación de La Habana. Las acciones para consolidar este proyecto han sido comenzadas desde el 2017. De este modo, se ha organizado la ciudad a diversas escalas, a partir de tareas concretas orientadas en cada territorio, para celebrar los quinientos años de la fundación de la ciudad a celebrarse en noviembre del 2019. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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Existe una Comisión Provincial, presidida por un vicepresidente del Consejo de la Administración Provincial y un amplio programa que incluye todos los sectores de desarrollo cultural y social de la capital. Además, hay varias comisiones debido a la amplia complejidad y variedad de las tareas entre las que se pueden mencionar por ejemplo la de divulgación dedicada al diseño y ejecución de la promoción del quinientos aniversario, implicando también a los medios nacionales de la radio y televisión. También está la Comisión de Cultura, la cual desarrolla múltiples actividades de manera sistemática en todos los territorios de la capital para enfatizar las tradiciones, costumbres, activar las tendencias de las diversas manifestaciones artísticas y facilitar el contacto directo de todos los artistas con la comunidad. También existe, por supuesto, una comisión dedicada a la rehabilitación de los sitios emblemáticos de la ciudad así como la construcción de nuevos lugares que potencien y resuelvan las necesidades locales diagnosticadas previamente. Las empresas y entidades, cuadras, barrios, circunscripciones, consejos populares, municipios, personas individuales optarán por la condición «¡Por mi Habana 500!». Es un concurso participativo y popular donde se va a seleccionar el mejor en cuanto al cumplimiento del plan económico, el cuidado de la imagen y el entorno, la participación directa en las obras más sobresalientes del programa para el 500, haciendo hincapié, además, en los territorios y empresas libres de delitos e indisciplinas sociales y laborales. Se han realizado múltiples propuestas de estrategias para la recuperación de La Habana. No sólo por parte de especialistas radicados en La Habana y en Cuba de modo general, sino también hay un marcado interés por la «capital de todos los cubanos», lo cual se demuestra en publicaciones de profesionales cubanos radicados en otros países o sencillamente de profesionales de otros países que, estando lejos, pretenden cambiar o hacer propuestas para «mejorar» o «cambiar» las condiciones del territorio. Todas esas propuestas tienen, al menos, un punto en común y ése es la claridad meridiana de que La Habana es una ciudad importante llena de historias contadas y no contadas, que estuvo en su momento entre las cinco ciudades más importantes del mundo, junto a París y Nueva York, que ha sido declarada recientemente como Ciudad Maravilla y su centro histórico es Patrimonio de la Humanidad. 93
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Es una ciudad donde cada piedra, cada detalle, por más que sea su deterioro, tienen leyendas y tradiciones que hay que mantener, su mirada al mar, su espíritu, sus colores, sus sentimientos, su litoral, sus barriadas, sus monumentos, la identidad de su comunidad que es tan particular, dado justamente por su ambiente marinero o costero y, sobre todo, por el mestizaje de sus costumbres y espacios. La Habana se lee, es un libro donde los citadinos y los extranjeros notan el paso del tiempo, es el libro de texto para arquitectos, artistas, urbanistas donde lo que aparece en imágenes se observa en la realidad impactante de sus portales, fachadas, detalles de todas las influencias estilísticas, exhibición pletórica de materiales muchos traídos de otros lugares lejanos expuestos en las zonas más antiguas. Ante los desafíos y las condiciones actuales que existen, los avances y resultados son los que se pueden lograr. Siempre toda obra humana es perfectible, se podrán hacer muchas valoraciones desde lejos, incluso desde dentro, pero hay que estar en el sitio, con los pies bien afincados en la tierra, para tener conciencia exacta de lo que se debe hacer y qué es lo más adecuado para cada momento. Todos los organismos del Estado, los institutos y ministerios asociados a la planificación de La Habana, con vistas al 2050, trabajan incesantemente por el perfeccionamiento de las acciones, la evolución y mejora paulatina de las propuestas. Se hacen planes flexibles para poder revisar y variar cualquier acción que se indique tomar. En estos momentos el país se encuentra enfrascado en cambios estructurales y económicos importantes que obviamente tienen una tendencia y van a influir en la estrategia de futuro de la ciudad y del país. Igualmente el cambio de la Constitución cubana representa inclusiones importantes y procesos que se definen que impactan de forma positiva en el desarrollo y evolución de los cambios que se han ido realizando, todo con un enfoque de sistema y de la sostenibilidad económica, social técnica y medioambiental necesarios. La Habana fue, es y será siempre La Habana, la Bella Habana. Muchos han escrito y cantado a la ciudad, a sus vitrales, sus barriadas. Dicen que es la ciudad más cantada, o así lo creemos los habaneros que la vivimos y sentimos. Por eso, una de las letras que expresan su esencia, su mestizaje, su olor marino y su esperanza, es la que ofrezco a continuación como colofón CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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de este comentario, que pudo ser otro, pero hoy es éste y así quedara marcando un camino de piedra, tierra y asfalto entre espinas y flores.
Colaboran en este trabajo, Mirelle Cristóbal Fariñas y José Antonio Yánez Balbuena 95
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Por Fernando Vela Cossío
LA HABANA, 500 años. Un legado compartido
En estas fechas en las que nos encontramos ante la inminente celebración, el próximo 16 de noviembre, de los cinco siglos de la fundación de San Cristóbal de La Habana, una de las ciudades más importantes de la América española, resulta inevitable acercarse a la extensa nómina de lo construido a lo largo de quinientos años sobrecogidos por la colosal dimensión cultural de este legado. Y es por eso que, al tiempo, conviene dejar también cumplida constancia de la labor extraordinaria de todos aquellos que han hecho posible, con su amplitud de miras, la conservación para el futuro de esta herencia verdaderamente universal. Casi cuatro décadas han transcurrido desde la declaración de La Habana Vieja y su sistema de fortificaciones como Patrimonio de la Humanidad –en un proceso que culminaría en la decimosexta reunión del Comité del Patrimonio Mundial, celebrado en París del 13 al 17 de diciembre de 1982– y resulta obligado recordar que la ciudad fue incorporada con el número 27 a una lista que en la actualidad tiene 1092 sitios declarados (845 culturales, 209 naturales y 38 mixtos) en 167 estados.1 Sólo nueve de estos más de mil sitios se encuentran en Cuba que, además de La Habana, cuenta en la lista con lugares declarados tan emblemáticos como Trinidad y el Valle de los Ingenios (d. 1988), el Castillo de San Pedro de la Roca de Santiago de Cuba (d. 1997), el Valle de Viñales (d. 1999), el paisaje arqueológico de las primeras plantaciones de café (d. 2000), el centro urbano histórico de Cienfuegos (d. 2005) y el centro histórico de Camagüey (d. 2008), y los sitios naturales del Parque Nacional del desembarco del Granma (d. 1999) y el Parque Nacional Alejandro de Humboldt (d. 2001). CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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La Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural había sido firmada en París el 23 de noviembre de 1972, pero hasta el año 1977 no se establecieron las reglas de procedimiento de los comités, fijándose entonces los criterios a seguir para las declaraciones, seis en el caso del patrimonio cultural y cuatro para el patrimonio natural. Las dos primeras declaraciones de elementos latinoamericanos tuvieron lugar en la segunda reunión del comité, celebrada en Washington entre el 5 y el 8 de septiembre de 1978, que incorporó a la lista las Islas Galápagos y la ciudad de Quito, en Ecuador. A estas dos primeras declaraciones habrían de seguir en los años siguientes otras tres: la de la Antigua Guatemala (d. 1979), la de las fortificaciones de la costa caribeña de Panamá, Portobelo y San Lorenzo el Real de El Chagre (d. 1980) y la de la ciudad histórica de Ouro Preto en Brasil (d. 1980). La Habana y el centro histórico de la ciudad de Olinda, Brasil fueron declarados Patrimonio Mundial el mismo año: 1982. Y en los años siguientes vendrían declaraciones importantísimas, como la de la ciudad del Cuzco, Perú (d. 1983) o la del Puerto, los fuertes y el conjunto monumental de Cartagena de Indias, Colombia (d. 1984), por mencionar sólo algunos de los primeros sitios culturales declarados por la UNESCO en América Latina. Las primeras declaraciones de sitios en españoles son precisamente de ese mismo año, en el que se declararon La Alhambra, el Generalife y el Albaicín de Granada, la Catedral de Burgos, el centro de histórico de Córdoba, el Monasterio y sitio de El Escorial y las obras de Antonio Gaudí en Barcelona. La declaración de La Habana Vieja se apoyaba en el cumplimiento de dos de los seis criterios culturales establecidos como requisitos: el criterio iv (ser un ejemplo sobresaliente de un tipo de edificio, o de conjunto arquitectónico o tecnológico, o de un paisaje que ilustre una etapa significativa o etapas significativas de la historia de la Humanidad) y el v (constituir un ejemplo sobresaliente de hábitat o establecimiento humano tradicional, o del uso de la tierra o del mar, que sea representativo de una cultura, o culturas, o de la interacción humana con el medio ambiente, especialmente cuando se ha vuelto vulnerable por los efectos de cambios irreversibles).2 Estos criterios, que se desarrollan a partir de las llamadas directrices operativas para la aplicación de la Convención del Patrimonio Mundial, constituyen la principal herramienta de trabajo que emplea el comité y se revisan de manera periódica, pues deben ajustarse a la propia dinámica del concepto de patrimonio cultural. Hasta finales del año 2004, los 97
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sitios del Patrimonio Mundial se seleccionaban de acuerdo a seis criterios culturales y cuatro naturales, pero con la adopción de las directrices operativas revisadas, se aplica en la actualidad un único conjunto de diez criterios. En el caso del criterio iv, el comité se hacía eco de la función excepcional de la bahía de La Habana «como una parada obligatoria en la ruta marítima hacia el Nuevo Mundo, que en consecuencia requería su protección militar. La extensa red de instalaciones defensivas creadas entre los siglos xvi y xix incluye algunas de las fortificaciones de piedra más antiguas y más grandes de América, entre ellas la fortaleza de La Cabaña en el lado este del estrecho canal de entrada a la bahía de La Habana, el castillo de la Real Fuerza en el lado oeste, y el castillo del Morro y el castillo de La Punta custodiando la entrada al canal». Y con relación al criterio v, se incidía en cómo el centro histórico de La Habana había mantenido «una notable unidad de carácter resultante de la superposición de diferentes períodos de su historia, que se ha logrado de manera armoniosa pero expresiva a través de la disposición urbana original y el patrón subyacente de la ciudad, como un todo. Dentro del centro histórico de la ciudad hay muchos edificios de mérito arquitectónico sobresaliente, especialmente alrededor de sus plazas, que están dispuestas por casas y edificios residenciales en un estilo más popular o tradicional que, cuando se considera en su conjunto, proporciona una sensación general de arquitectura, continuidad histórica y ambiental que convierte a la Habana Vieja en el centro histórico de la ciudad más impresionante del Caribe y uno de los más notables del continente americano en su conjunto».3 LOS ELEMENTOS DE UN CONJUNTO HISTÓRICO EXCEPCIONAL
La Habana Vieja comprende un área de más de dos kilómetros cuadrados de superficie en la que se levantan cerca de tres mil ochocientas edificaciones de las que unas setecientas cincuenta son monumentos de primera categoría,4 lo que la convierte en uno de los conjuntos históricos más importantes del mundo. El núcleo originario de la ciudad, fundada por el segoviano Diego Velázquez de Cuéllar, se encontraba ya conformado al cumplirse el primer tercio del siglo xvi. Estaba situado en las inmediaciones de la actual plaza de Armas, el lugar del que parten los ejes que determinaron inicialmente el crecimiento urbaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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no. Pero a diferencia de otras ciudades hispanoamericanas que se organizan a partir de un único núcleo generador central, con una estructura reticular dispuesta en torno a la plaza mayor, La Habana se desarrollará durante los siglos xvi al xviii en una estructura más compleja y rica, de naturaleza poli-céntrica, en la que destacan espacios excepcionales como la plaza de San Francisco, levantada junto al puerto hacia 1628 y en cuyo entorno se situaron el Cabildo y la Cárcel, la plaza Vieja, nuevo espacio público de uso alternativo a la plaza de Armas ya en la segunda mitad del siglo xvi, y convertida luego en el espacio civil más importante durante los siglos xvii y xviii, o la plaza de la Catedral, presidida por la iglesia metropolitana, que queda flanqueada por los espléndidos palacios del Conde de Casa Lombillo, la Casa del Marqués de Arcos (1746), la del Conde de Casa Bayona (1720) y la del Marqués de Aguas Claras (1751-1775), en unos de los conjuntos más importantes de la ciudad. Algunos de los más importantes edificios civiles que la ciudad conserva, como el Palacio de los Capitanes Generales (17761791) o la Real Casa de Correos (1770-1791), también conocida como Palacio del Segundo Cabo o de la Intendencia de Hacienda, constituyen magníficos ejemplos de la arquitectura cubana de la segunda mitad del siglo xviii, en la que destacaron notables ingenieros militares, como Antonio Fernández de Trevejos y Zaldívar. Y también el gusto Neoclásico ha dejado aquí testimonios de gran belleza, como el Templete (1828), una obra del también coronel de ingenieros Antonio María de la Torre y Cárdenas, que se levanta en la plaza de Armas para señalar el sitio en el que, según se acepta por tradición, se celebró la primera misa y se reunió el primer cabildo de la ciudad en el año 1519. Pero es, en realidad, la extraordinaria convivencia de estas obras monumentales con otras arquitecturas más modestas pero perfectamente integradas en la ciudad histórica, que acompañan a aquellas con sus soportales y sus portadas, con las características entreplantas habaneras o con esos fresquísimos patios que permiten combatir el calor del trópico, la que ha hecho de esta ciudad un conjunto irrepetible. Una ciudad en la que obras de la arquitectura religiosa como la iglesia del Espíritu Santo (1638) o el convento de Santa Clara (1638), en el siglo xvii, o como el convento de San Francisco (1719-1738), el de La Merced (1755), la iglesia de San Francisco de Paula (1745), la del Santo Cristo del Buen Viaje (1755) o el hospital, convento e iglesia de Belén (1712-1720), levantadas en el siglo xviii, dejaron testimonio del 99
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dinamismo de una ciudad que había sido llamada a ser la gran puerta de entrada a la América española. Sin embargo, ha resultado ser el sistema de fortificaciones el que le ha dado a La Habana esa personalidad tan especial y una singularidad de excepción en esa extensa constelación de ciudades que es Hispanoamérica. Como señalase hace casi un siglo Miguel Solá, «por la propia naturaleza de su construcción las obras de defensa levantan aún sus grandes moles, dominando la hermosa bahía».5 Y es que el imponente conjunto de fortificaciones de La Habana constituye un caso singularísimo en todo el continente americano: un sistema construido y transformado progresivamente durante los siglos xvi, xvii y xviii (en servicio, además, hasta finales del siglo xix) que está formado por un conjunto extraordinario y sumamente representativo de elementos defensivos que han sido estudiados por diferentes especialistas.6 El más antiguo de todos ellos es el llamado Castillo de la Real Fuerza, la primera fortificación abaluartada que se construyó en América, entre 1558 y 1577, sobre trazas atribuidas a Bartolomé Bustamante de Herrera (1501-1570). Está formada por un cuadrado perfecto de unos treinta metros de lado, con las dependencias situadas en torno a un patio central. En cada una de las cuatro esquinas del cuadrado se disponen sendos baluartes triangulares. La torre-campanario, levantada sobre uno de estos baluartes en 1632, está coronada por una veleta de bronce con forma de mujer, símbolo de la ciudad, denominada «La Giraldilla». El fuerte se encuentra protegido por un amplio foso que se salva con un puente de madera en la puerta de acceso. El castillo fue restaurado en 1963 por los arquitectos Francisco Prat Puig y Fernando López. Los castillos de San Salvador de la Punta y de los Tres Reyes Magos de El Morro constituyeron las dos obras de fortificación más importantes para la protección del acceso a la bahía. Son diseño de Bautista Antonelli (1547-1616) y Cristóbal de Roda (1560-1631). El primero, edificado en 1589, es de planta trapezoidal, con baluartes en sus cuatro vértices, y se dispone en la embocadura sur del canal de entrada. Frente a éste, en la embocadura norte y abierto al mar, se encuentra el Castillo de los Tres Reyes Magos del Morro, construido también desde 1589, pero terminado en 1630. Fue asediado durante dos meses y hubo de rendirse a los ingleses en 1762, durante la Guerra de los Siete Años (1754-1763), siendo reconstruido años más tarde –tras la recuperación de la ciudad, canjeada por una parte de La Florida– CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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bajo la dirección de Silvestre Abarca y Agustín Crame. Durante los trabajos de reconstrucción se añadieron dos nuevos baluartes (el de Tejeda y el de Austria), el foso, caminos cubiertos, aljibes, cuarteles, calabozos y almacenes, adaptándose a la propia morfología del terreno. En su lado meridional, abiertas a la bahía, se situaron las baterías llamadas de los Doce Apóstoles y La Divina Pastora. Con la recuperación de La Habana en 1763 dan también comienzo las obras de construcción de la fortaleza de San Carlos de la Cabaña, que se desarrollarían bajo la dirección del competente ingeniero Silvestre Abarca (1707-1784). El fuerte, concluido en 1774, es uno de los conjuntos abaluartados más importantes del continente americano, tanto por sus dimensiones como por la complejidad e interés de sus sistemas de defensa. Para algunos autores el proyecto se debe atribuir al francés M. de Valliere, quien se habría basado en los dibujos proporcionados por el ingeniero Baltasar Ricaud de Tirgale, uno de los militares al servicio de los ingleses durante el ataque a La Habana. Pero lo cierto es que Abarca demostró, en cualquier caso, un preciso manejo y conocimiento de las escuelas y sistemas de fortificación más avanzados que se estaban desarrollando en Europa en aquel momento. El fuerte ocupa unas diez hectáreas, con una cortina de setecientos metros articulada con el Morro, con el que se comunicaba mediante caminos cubiertos y refugios. Completaba este sistema el fuerte de San Diego (1770), que cubría a las fortalezas principales. Frente a los diseños de Atarés y del Príncipe, San Carlos de la Cabaña se adapta al terreno y rehúye los planteamientos geométricos propios de los tratados teóricos. El eje principal de la fortificación es un gran baluarte denominado de San Ambrosio. Flanqueando este revellín se disponen dos revellines avanzados más pequeños situados en el glacis, llamados de San Julián y San Leopoldo. Desde el exterior al interior se suceden las tenazas, semi-baluartes, caminos cubiertos y plazas de armas, todos adaptados a la orografía del cerro. Del acceso a la fortaleza destaca la portada de acceso al recinto, propia del estilo neoclásico, donde el escudo real preside una sobria composición clasicista. A estos grandes elementos se suman otros de naturaleza más modesta, como el Fuerte de Santa Dorotea de Luna de la Chorrera, situado en la desembocadura del río del mismo nombre, al oeste de la ciudad, que es una pieza de planta rectangular construida hacía 1645 por Juan Bautista Antonelli «El Mozo» (1585 101
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1649), quien es también el autor del Fuerte de Cojimar (1645), un cuadrado de dieciocho metros de lado. Hay que mencionar igualmente el Torreón de Bacuranao (1650), el de San Lázaro (1665), una modesta torre vigía en las inmediaciones de la antigua ensenada del mismo nombre, cuya construcción ha sido atribuida al ingeniero Marcos Lucio, y el Polvorín de San Antonio, levantado en el siglo xviii, y que constituye el único elemento de esta naturaleza que se conserva de cuantos se edificaron al fondo de la bahía como apoyo al sistema de fortificaciones. Finalmente, habría que referirse al llamado Fuerte número 1 (1897), el único ejemplo conservado del último sistema defensivo español edificado en la ciudad: el «frente marítimo». En este somero repaso de las fortificaciones de La Habana, nos resta, para concluir, hacer mención de las murallas de la ciudad. Fueron edificadas entre 1674 y 1797, y se construyeron como complemento de este complejo sistema de fortificaciones. Levantadas en una magnífica obra de fábrica, de la que únicamente se han conservado algunos restos –pues la cerca hubo de ser derribada a partir de 1863 para llevar a cabo el espléndido ensanche burgués de la ciudad– las murallas se extendían en un largo perímetro de cinco mil setecientas setenta varas. En cualquier caso, resulta obvio señalar que la suma de todos estos elementos de la arquitectura militar, religiosa y civil que acompañan a la propia historia urbana de la ciudad es la que ha hecho a La Habana merecedora del reconocimiento como sitio cultural Patrimonio de la Humanidad. Y este reconocimiento no ha venido sino a fortalecer, como tantas veces ha sucedido en estos procesos de patrimonialización, una mejor y más completa visibilidad de los propios valores de un legado que se extiende desde su fundación, y a través de los siglos xvi, xvii y xviii, hasta los siglos xix y el xx. En este sentido, en las últimas décadas se ha puesto el énfasis en el estudio de una serie de etapas decisivas para la configuración de los grandes espacios públicos de la ciudad. La historiografía se ha detenido, por ejemplo, en el estudio de periodos concretos, como el del Capitán General Miguel Tacón (1755-1855), gobernador de Cuba entre 1834 y 1838, o se ha propuesto el análisis pormenorizado de ámbitos espaciales bien definidos, como las nuevas barriadas periféricas que se desarrollan a lo largo del siglo xix en los barrios del Cerro, El Carmelo o El Vedado. Las transformaciones de esa ciudad en crecimiento a finales del siglo xix, en la que el reparto que se hace como resultado del derribo de las murallas permite la culminación de los CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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nuevos barrios burgueses, nos llevará a los años de la independencia y a la consecuente monumentalización de la nueva capital de la República, que durante el siglo xx irá viendo llegar de manera sucesiva el triunfo del eclecticismo, siempre de una fuerte raíz académica, del art déco y de la arquitectura moderna, que tendrá a partir de los años cincuenta un definitivo protagonismo en la ciudad de La Habana. Y es ahí precisamente donde ahora nos encontramos, prestando la merecida atención al importantísimo legado arquitectónico y urbano del pasado siglo xx, cuyo proceso de patrimonialización se ha acentuado con fuerza en todo el mundo durante los últimos años. LA CONSTRUCCIÓN Y LA GESTIÓN DEL LEGADO HISTÓRICO HABANERO
Para el conocimiento y la comprensión del alcance del patrimonio arquitectónico y urbano de La Habana Vieja han sido determinantes las aportaciones de los historiadores y, entre éstos, merecen una atención especial las del arquitecto Joaquín Emilio Weiss y Sánchez. Joaquín E. Weiss (La Habana, 1894-1968), formado en la Cornell University, en Nueva York, donde se tituló en 1916, trabajando por espacio de dos años en el despacho norteamericano de los arquitectos Alexander Stewart Walker y Leon Narcisse Gillette. A su regreso a Cuba, en 1918, revalidó sus estudios y comenzó su ejercicio profesional. Profesor auxiliar en la Escuela de Ingenieros y Arquitectos desde 1928, recibe en 1930 el nombramiento de profesor titular de Historia de la Arquitectura en la Universidad de La Habana, puesto que desempeñó hasta 1962. Fue Presidente del Colegio de Arquitectos y miembro de la Academia de Artes y Letras. Entre sus muchos trabajos hay que destacar necesariamente su libro La arquitectura colonial cubana (Letras Cubanas, 1972; segunda edición en dos volúmenes de 1979), reeditado muy oportunamente en 1996 por la Junta de Andalucía. Con anterioridad, Weiss ya había publicado Arquitectura colonial cubana. Colección de fotografías de los principales y más característicos edificios erigidos en Cuba durante la dominación española, precedida de una reseña histórico-arquitectónica (La Habana Cultural, 1936), a la que seguirían obras muy señaladas como La arquitectura cubana del siglo xix (Junta Nacional de Arqueología y Etnología, 1960) Portadas coloniales de La Habana (Comisión Nacional de Monumentos, 1963) o Techos coloniales cubanos (Arte y Literatura, 1978). 103
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Pero si tenemos que destacar una especial contribución a este proceso de patrimonialización de La Habana Vieja, resulta obligado que nos detengamos en el papel tan determinante que ha tenido la Oficina del Historiador de la Ciudad, creada en junio del año 1938 con la misión de proteger el patrimonio cultural de este importantísimo conjunto histórico. Desde la Oficina del Historiador se irán vertebrando los instrumentos para la protección del patrimonio cultural: la Comisión de Monumentos, Edificios y Lugares Históricos y Artísticos Habaneros (antecesora de la actual Comisión Nacional de Monumentos), el proyecto de Ley de los Monumentos Históricos, Arquitectónicos y Arqueológicos (que data de 1939 y es antesala de las Leyes (1 y 2) del Patrimonio Cultural y de los Monumentos Nacionales y Locales respectivamente, aprobadas en 1977) y también el trabajo conjunto realizado con la Junta Nacional de Etnología y Arqueología. En realidad, el primer «Historiador de la ciudad de La Habana» había sido nombrado por don Guillermo Belt Ramírez, alcalde de la ciudad, en julio de 1925. Se trataba de Emilio Roig de Leuchsenring (1889-1964), escritor y abogado nacido en la capital de Cuba. Formado en Derecho, había obtenido el título en el año 1916, fecha a partir de la cual desarrollará su carrera como abogado al tiempo que cultiva el periodismo y la literatura, ámbitos desde los que practicó un antiimperialismo militante durante toda su vida, como atestiguan obras muy señaladas como La ingerencia (sic) norteamericana en los asuntos interiores de Cuba (1913-1921) (1922), el discurso en la sexta reunión anual de la Sociedad Cubana de Derecho Internacional titulado Análisis y consecuencias de la intervención norteamericana en los asuntos interiores de Cuba (1923) o el libro Cuba no debe su independencia los Estados Unidos (1955), entre otros ensayos. Pero, como ha señalado Félix Julio Alfonso López, «sin duda fue a través de la Oficina del Historiador de la Ciudad que la labor de Roig alcanzó a un nivel cualitativamente superior en la difusión de los mejores valores de nuestra historia y de nuestra cultura, a través de la publicación de libros y revistas sobre historia habanera y de las luchas cubanas por su independencia, la realización de ferias del libro y la organización de bibliotecas, así como el homenaje permanente a cubanos y extranjeros ilustres».7 Emilio Roig mantuvo la vinculación con la Oficina hasta su muerte el 8 de agosto de 1964. Tras un difícil periodo de transición, la dirección de esta institución pasaría en 1967 a manos de Eusebio Leal Spengler (La Habana, 1942). Doctor en Ciencias Históricas por la UniCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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versidad de La Habana, especialista en estudios latinoamericanos y en Ciencias Arqueológicas y con formación de postgrado en Italia, Eusebio Leal constituye la personalidad más importante de este proceso de recuperación del centro histórico de La Habana Vieja que se ha desarrollado en las últimas cuatro décadas y encarna a la perfección el enorme esfuerzo que se ha realizado para la difusión de ese legado universal que la ciudad representa. Nombrado director del Museo de La Habana, cargo en el que sucedió al doctor Emilio Roig de Leuchsenring, durante la década de los setenta, Leal lideró las obras de restauración de la Casa de Gobierno (el antiguo Palacio de los Capitanes Generales) y de la Casa Capitular, que concluyeron en 1979. A partir del año 1981, se convertiría en el responsable de las inversiones para la restauración del patrimonio edificado en La Habana Vieja, asumiendo en 1986 la dirección de los trabajos de restauración de sus dos monumentos más emblemáticos: el castillo de los Tres Reyes del Morro y la fortaleza de San Carlos de la Cabaña. LOS INSTRUMENTOS Y LAS DIFICULTADES PARA LA RECUPERACIÓN DEL CENTRO HISTÓRICO
El estado cubano comenzó la rehabilitación del centro histórico de La Habana a comienzos de los años ochenta, después de su declaración en 1978 como Monumento Nacional y, como ya hemos señalado, el organismo elegido para la gestión y administración de este proceso resultó ser la Oficina del Historiador de la Ciudad. Como recuerda Patricia Rodríguez Alomá, el centro histórico de la ciudad ya había sido objeto de «múltiples estudios y propuestas de planificación; los primeros se iniciaron con el siglo xx. En los años sesenta se enunciaron planes directores para la ciudad que incluían la zona. Se hicieron luego otros estudios como parte del procesamiento de la documentación para reconocerlo como Monumento Nacional y Patrimonio Cultural de la Humanidad, y más tarde, a propósito de la redacción de los Lineamientos Generales para la Recuperación del Centro Histórico (1985), elaborado por especialistas del Centro Nacional de Conservación, Restauración y Museología y la Dirección Provincial de Planificación Física y Arquitectura, o ante la encomienda del Plan Director Municipal (1991) –a cargo de la Dirección de Arquitectura y Urbanismo del municipio–. Sin embargo, todos estos planes se interrumpieron durante una circunstancia de gran impacto en el país: la caída del bloque socialista».8 105
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El proceso de colapso y desaparición de la Unión Soviética (1990-1991) traerá como consecuencia para Cuba el inicio del llamado «Periodo Especial», una difícil etapa de crisis económica que se agravaría con el recrudecimiento del embargo norteamericano a partir de 1992 y que produciría en la isla una fortísima recesión económica, con graves restricciones de abastecimiento, especialmente de petróleo. Para paliar los efectos de esta severa crisis, que remitiría progresivamente a partir de 1995, el país se abrió con decisión a las oportunidades que ofrecía el turismo internacional. Y, desde esa perspectiva, La Habana Vieja venía a constituir uno de sus más valiosos activos. Así, en 1993 el centro histórico de la ciudad sería declarado «zona priorizada para la conservación», dotándose a la Oficina del Historiador de la capacidad de gestión necesaria para el más ágil desarrollo de iniciativas propias que contribuyan a la financiación de los proyectos de rehabilitación e intervención, entre las que cabe destacar la creación, en el año 1994, de la Compañía Turística Habaguanex S.A. para la explotación del potencial hotelero y comercial de La Habana Vieja. Este periodo está también señalado por algunas importantes contribuciones españolas, lideradas por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), entre las que cabe destacar la creación de la Escuela-Taller «Melchor Gaspar de Jovellanos», en la que se han formado cerca de seiscientos jóvenes en distintos oficios relacionados con la conservación y la restauración del Patrimonio Histórico (albañilería, carpintería, cerrajería y forja, etcétera), en una línea de trabajo que, desde la puesta en marcha del Programa de Escuelas Taller de la Cooperación Española en 1990, ha venido desarrollando una importante labor en la lucha con la pobreza a través de la mejora de las condiciones de vida de las personas en situación de vulnerabilidad social y económica, y sin acceso a una formación básica. Entre las aportaciones españolas hay que destacar, sobre todo, el decisivo respaldo en la redacción del Plan Maestro de revitalización integral de La Habana Vieja, promovido por la Oficina del Historiador en 1994, en el que intervino como asesor técnico el arquitecto español Fernando Pulín Moreno, que dirigió el plan entre 1995 y 1998, contando con el apoyo de la directora del Programa de Preservación del Patrimonio Cultural en Iberoamérica de la AECID, la arquitecta María Luisa Cerrillos, quien había coordinado, entre 1983 y 1988, el Programa de Estudios de Revitalización de Centros CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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Históricos de Iberoamérica del Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI). El Plan Maestro tenía como principal objetivo la recuperación del centro histórico, desarrollándose en tres etapas: una primera de recopilación de toda la información, una segunda etapa de diagnóstico, y una tercera y última etapa de diseño de los instrumentos jurídicos, económicos y de gestión para la puesta en marcha de aquellas acciones a emprender con el objetivo de revitalizar La Habana Vieja, siempre en un marco general que aspiraba a tener como principal prioridad a los propios habitantes de la ciudad histórica. Y lo cierto es que, a pesar de las muchas dificultades que esta empresa ha tenido, sus resultados han sido extraordinarios. Como recordaba el propio Fernando Pulín en una entrevista en el año 2012: «mi intervención en La Habana Vieja se centró en intentar defender la zona de las influencias negativas de una explotación turística. Fijar las áreas de vivienda con restricción de hoteles, pensiones y locales fuera de los de aprovisionamiento diario, marcar las áreas de oficina aprovechando los edificios propios para dicho uso, regular las zonas de aprovisionamiento, restringir las ventas de viviendas a extranjeros y, en síntesis, intentar un esqueleto en el que la habitación permanente tuviera prioridad sobre cualquier otro uso».9 Y esta ha venido a ser una de las aportaciones más importantes de la experiencia de recuperación de La Habana Vieja: dar prioridad a los aspectos sociales de la rehabilitación del tejido histórico, fijando población y contribuyendo al mantenimiento de una ciudad «vivida», no fingida, en la que la actividad cultural acompaña a las actividades comerciales y turísticas, haciendo posible el mantenimiento del centro histórico como un espacio habitado. Como tan acertadamente ha señalado Eusebio Leal: «el encuentro con la ciudad viva, histórica, llena de complejos problemas humanos, donde el elemento esencial es hábitat, las formas de la vida, nos llevó a concebir la idea de que no era posible actuar por separado en cada una de las materias, sino que debíamos, necesariamente, tener una concepción multidisciplinaria, una concepción integradora que abordase la cuestión monumental junto a la cuestión humana. ¿Para quién o para quiénes son los monumentos del pasado? ¿Para quiénes son las grandes obras de la arquitectura y el urbanismo que han llegado a nuestros días? ¿Qué lecciones podemos aprender de quienes nos precedieron?».10 Pues bien, si hacemos nuestras las palabras del arquitec 107
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to Mario Coyula Cowley (1935-2014), podemos respondernos que «La Habana ha pasado muchas duras pruebas, algunas aparentemente terminales; y ha salido de ellas golpeada pero airosa. Porque, en definitiva, la complicidad compartida que capa a capa impuso el tiempo fue tejiendo una malla tupida de relaciones y significados que trasciende el plano físico de las fachadas para extenderse a la gente que se afana por las calles sin tener que alzar la vista para saber que la vieja compañera de sueños sigue todavía en su lugar, despellejada, vacilante, deformada por la sal y el agua, maravillosa e increíblemente viva, útil todavía. Una ciudad que ya no es, pero que sigue siendo. La Habana siempre, siempre mi Habana».11
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NOTAS 1 Puede consultarse el listado completo en el enlace: <http://whc.unesco.org/en/list/> 2 Véase: <http://whc.unesco.org/en/criteria/> 3 Véase: <http://whc.unesco.org/en/list/204> 4 Sobre las características del conjunto monumental de La Habana puede consultarse la espléndida guía de arquitectura que publicó en su día la Junta de Andalucía, en una primera edición de 1993 que incluía La Habana colonial y, posteriormente, en una segunda edición de 1998 ampliada a la arquitectura y el urbanismo del siglo xx. Véase: Martín Zequeira, Elena y Eduardo Luis Rodríguez Fernández (1998): La Habana. Guía de Arquitectura. Havana, Cuba. An Architectural Guide. La Habana / Sevilla: Ciudad de la Habana / Junta de Andalucía / Agencia Española de Cooperación Internacional – ICI. 327 págs. 5 Solá, Miguel (1935): Historia del Arte Hispano-Americano. Barcelona: Labor, pág. 33. 6 Véanse, por ejemplo, las obras: Weiss, Joaquín E. (1972): La arquitectura colonial cubana. La Habana: Letras Cubanas, con reediciones en 1979, 1996 y 2002; Cámara, Alicia (1998): Fortificación y ciudad en los reinos de Felipe II. Madrid: Nerea; Cámara, Alicia (coord.) (2005): Los ingenieros militares de la Monar-
quía Hispánica. Madrid: Ministerio de Defensa; Gutiérrez, Ramón (2005): Fortificaciones en Iberoamérica. Madrid: Ediciones El Viso. 7 Alonso López, Félix Julio (2006): «La Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana y la defensa del Patrimonio Histórico de La Habana», en Curso sobre Manejo y Gestión de Centros Históricos, pág. 3. La Habana: Oficina del Historiador de La Habana / Plan Maestro de La Habana. 8 Rodríguez Alomá, Patricia (2008): «De un Plan Maestro al Plan Especial de Desarrollo Integral», en Regulaciones Urbanísticas. La Habana Vieja Centro Histórico, pág. 68. La Habana: Ediciones Boloña. 9 Rivera Blanco, Javier (2012): «Entrevista a D. Fernando Pulín», en Papeles del Partal núm. 5, pág. 55. 10 Leal Spengler, Eusebio (2002): «El desarrollo de la cultura, única certeza para un proyecto sostenible legítimo», en Pensar Iberoamérica. Revista de Cultura, núm. 1 (junio-septiembre 2002). 11 Coyula Cowley, Mario (1998): «La guía otra vez, La Habana siempre», en La Habana. Guía de arquitectura. Havana, Cuba. An architectural Guide. La Habana / Sevilla: Ciudad de la Habana / Junta de Andalucía / Agencia Española de Cooperación Internacional – ICI, pág. 23.
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José María Merino:
«La identidad es el tema básico de la ficción» Por Carmen de Eusebio
◄ Fotografías de la entrevista: © Miguel Lizana
José María Merino (A Coruña, e hijo adoptivo de León, 1941) es poeta, novelista, cuentista y ensayista. Es miembro de la Real Academia Española y autor de una prolífica obra. Cumpleaños lejos de casa reúne su poesía en 2006. Como ensayista ha publicado Ficción continua (2004), Ficción perpetua (2014) y Fulgores de ficción (2017), entre otros. De su extensa narrativa destacan Novela de Andrés Choz (1976, Premio Novelas y Cuentos), La orilla oscura (1985, Premio Nacional de la Crítica 1986), Las visiones de Lucrecia (1996, Premio Miguel Delibes), El heredero (2003, Premio Ramón Gómez de la Serna de Narrativa 2004), El lugar sin culpa (2006, Premio de Narrativa Gonzalo Torrente Ballester), El río del Edén (2013, Premio Nacional de Narrativa y Premio de la Crítica de Castilla y León) y Musa Décima (2016). Sus relatos publicados hasta 1997 están reunidos en 50 cuentos y una fábula y en Historias del otro lugar (2010) los publicados hasta 2004. Además, ha publicado Las puertas de lo posible. Cuentos de pasado mañana (2008), El libro de las horas contadas (2011), La trama oculta. Cuentos de los dos lados con una silva mínima (2014) y Aventuras e invenciones del Profesor Souto (2017). La microficción completa hasta 2007 se engloba en La glorieta de los fugitivos (2007, Premio Salambó de Narrativa en castellano).
Recientemente ha publicado un nuevo libro, Cuentos de la naturaleza. La elaboración de esta cuidada edición ha estado a cargo de la profesora Natalia Álvarez Méndez de la Universidad de León, bajo el sello de Eolas. En el prólogo nos dice que ha optado por un nuevo enfoque en la lectura de sus cuentos: «el presente volumen integra exclusivamente diversas ficciones ya conocidas de lo insólito –fantásticas y distópicas– que, junto con otras inéditas, se reúnen por primera vez bajo el prisma de la observación de la naturaleza» ¿Cuál ha sido su participación en esta antología temática? A lo largo de la vida he tenido la suerte de que personas de calidad en materia de creación, estudio e investigación literaria, se hayan interesado por mis textos. Han hecho antologías de cuentos míos estupendos escritores y profesores, como José Luis Puerto, José Manuel del Pino o Juan Jacinto Muñoz Rengel... CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
En 2017, la profesora Ángeles Encinar, a quien siempre le han atraído mis ficciones, reunió los cuentos sobre uno de mis personajes en el libro Aventuras e invenciones del profesor Souto. En el caso de Cuentos de la naturaleza, la profesora Natalia Álvarez Méndez me propuso la idea cuando ya ella misma tenía prácticamente estructurado el libro, pues yo, que he escrito algunas novelas con el «espacio natural» como «otro» personaje –La orilla oscura, El lugar sin culpa, La sima, El río del Edén...– no era consciente de la cantidad de cuentos que he escrito, aquí y allá, a lo largo del tiempo, que tienen relación con ese «espacio natural», desde muy diferentes perspectivas... Me presentó el proyecto, me sorprendió y me interesó mucho, porque, como digo, hay en él muchas miradas recurrentes de las que yo no me había percatado...Y resulta que, en el caso de los Cuentos de la naturaleza, esos «espacios naturales» tienen un papel relevante. Por lo tanto, ella es
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la principal responsable del resultado: «realidad» nunca es directamente comme gusta decir que yo puse los ladrillos, prensible, siempre necesita un análisis, que se puede hacer desde distintos enfopero que ella construyó el edificio. ques. A mí también me gusta decir que la Esta edición recoge cuentos y micro- realidad no necesita ser verosímil... Y en rrelatos desde 1982 a 2017. En ellos lo que toca a nuestra complicada y pecurepresenta a una sociedad indeseable, liar relación con la naturaleza, cada vez alejada de la naturaleza y sólo preocu- más desastrosa, una de las formas intelipada por la explotación de los recursos gibles y claras para intentar exponerla es y la conquista de otros espacios, de precisamente la ficción, ya sea realista, ya otros planetas donde haya vida. Real- sea fantástica. La ficción, por su condimente no es una ficción tan alejada ción siempre simbólica, puede hacer rede la realidad presente. ¿Estaríamos saltar aspectos con una eficacia que otras más cerca de una correcta interpreta- aproximaciones no conseguirían. ción de su ficción si la considerásemos Uno de los puntos de vista que propone como metáfora? Según el Diccionario de la lengua espa- el estudio de este volumen es la forma en ñola, metáfora es «Traslación del sentido cómo el hombre siente a la naturaleza. recto de una voz a otro figurado». Yo creo Lo sintetiza en tres vertientes: la consque, en cierto modo, la ficción literaria, tatación de la otredad, las tentativas de realista o fantástica, siempre traslada la disolución de la otredad y la conciencia realidad aparente a un nivel de figura- ecológica. ¿Cómo nos explicaría usted ción, precisamente para intentar desci- ese punto de vista en su literatura? frarla, explicarla, darle un sentido... pues El libro presenta más de setenta relatos eso tan complejo y extraño que llamamos de diferente extensión. Visto el conjunto, 113
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yo mismo, como digo, he quedado sorprendido de los muchos cuentos que he escrito sobre la relación tan extraña que tenemos los humanos, en general, con la naturaleza, cada vez más olvidados de que pertenecemos a ella, de que formamos parte de ella... La profesora Natalia Álvarez, en efecto, agrupa los cuentos conforme a diferentes proyecciones. Esa constatación de la otredad estaría en la primera parte, que ella titula «La inmovilidad del bosque. La naturaleza como amenaza y otredad intemporal». En ese inicial conjunto de cuentos podemos encontrar lo que antes he señalado: el ser humano, el yo, enfrentado a una realidad natural –incluido su propio cuerpo– que considera extraña, imprevisible, incluso enemiga. Todos los cuentos de esta primera parte muestran mi profunda convicción de que el ser humano se ha ido alejando cada vez más de lo natural, como si no tuviese nada que ver con ello, salvo para aprovecharse sin medida de su sustancia... Las tentativas de disolución de la otredad estarían en la segunda parte, titulada por la antóloga «En la barandilla del balcón. Artificio frente a naturaleza», en cuyos cuentos he intentado suscitar o reproducir ciertas formas de respeto a lo natural; y, sobre todo, en la tercera, «Bajo la protección de la hiedra. Metamorfosis, paisajes con alma, integración en lo natural», en la que se trata lo natural como una fuente de misterioso equilibrio, proponiendo sin prejuicios diversas miradas, relaciones y metamorfosis. En la cuarta parte –«En el borde del estanque. Conciencia ecológica»– se reúnen cuentos que afrontan lo natural desde tal conciencia, aunque sin excluir la ironía e incluso el esperpento. Y luego hay una quinta parte, que la antóloga llama «Por el CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
camino de la braña. Apéndice distópico y realista», que reúne tres cuentos inéditos que van de la distopía al sarcasmo. YO PIENSO QUE LA IDENTIDAD ES EL TEMA BÁSICO DE LA FICCIÓN DESDE LOS PRIMEROS MITOS DE CREACIÓN El tiempo es un tema que siempre le ha interesado pero, frente a la naturaleza, el tiempo es diferente y la memoria es parte fundamental. ¿Cuáles son las diferencias entre tiempo de la naturaleza y tiempo humano? La naturaleza no tiene conciencia del tiempo ni de sus ciclos constantes de florecimiento y desaparición, de inmovilidad y agitación, de eclosión y extinción. Nosotros, aunque en la mayoría de su transcurso no queramos enterarnos, conocemos lo que es el tiempo, eso que Stephen Hawking calificó como «flecha irreversible». El tiempo determina nuestra condición efímera. Ese ir «a dar a la mar, que es el morir» de nuestras vidas, que señaló Jorge Manrique de modo genial, constituye lo sustantivo de nuestra condición. Mas nosotros, frente a esa «flecha irreversible» tenemos algo que contradice las leyes físicas: podemos «viajar en el tiempo» mediante la memoria. Regresar a las vacaciones pasadas, a aquel año en aquel lugar, a aquella tarde en la playa, a cierto momento doloroso o placentero. El precio del viaje es que la memoria mental nunca nos devuelve las cosas tal y como exactamente sucedieron. Pero tenemos la historia y la ficción para materializarla. La historia ha estado y está continuamente
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manipulada, falseada. La ficción, en sus elementos básicos –los mitos, los arquetipos–, marca una memoria verdadera, esa «memoria soñada» que yo tanto valoro. Pero, sin duda, deberíamos ser más conscientes de que somos tiempo y, por lo tanto, algo llamado a desaparecer para siempre, antes o después. La identidad es un tema protagonista en la literatura actual desde diferentes puntos de vista. En su narrativa la identidad está asociada a la desubicación, al desconcierto y a la pérdida del medio ¿Qué secuelas está produciendo la descomposición de la naturaleza en nuestra identidad? Yo pienso que la identidad es el tema básico de la ficción desde los primeros mitos de creación. Y qué somos los seres humanos, cómo nos comportamos, cómo somos capaces de las acciones más gloriosas y más abyectas es lo que constituye precisamente la sustancia de la literatura, hasta el punto de que todos los grandes estudiosos de la psicología humana lo han hecho tomando los ejemplos de la ficción, ya desde el mundo clásico. Pensemos, por ejemplo, que los llamados complejos de Edipo o de Clitemnestra vienen directamente de la literatura. Y Freud o Jung fueron grandes lectores. Pero durante muchos siglos, el ser humano ha afrontado el mundo natural desde cierta conciencia de pertenecer a él: los inicios de nuestra cultura, con la ganadería, el pastoreo, o el paso determinante, decisivo, que fue la agricultura, y que cubre tantos y tantos siglos de nuestra historia, acomodaban el tiempo humano al tiempo «natural». La industrialización cambió totalmente las cosas y, aunque la avaricia siempre ha sido
uno de los signos básicos de nuestra especie, el capitalismo acabó con esa concordia durante tantos siglos obligada por el propio sistema de producción que, como digo, era fundamentalmente agrícola. De pronto todo vale para producir beneficios, no hay control ni medida, y como señala un dicho popular «El que venga detrás, que arree». Claro que esta ruptura con lo natural, la destrucción masiva de ciertos hábitats, la multiplicación de megalópolis, los sistemas novísimos de transporte y comunicación, la contaminación planetaria, llevan consigo un tremendo incremento de la soledad. Cada uno de nosotros se puede ir convirtiendo en el «monstruoso insecto» kafkiano. En el caso de mi ficción, la identidad, con la extrañeza ante esa «realidad quebradiza» que nos rodea, es un tema sustantivo, porque además creo que todos estamos hechos de muchas cosas, somos por lo menos dobles. Las «identidades» me parecen señales lamentables de profunda estupidez. Si para nosotros y nuestra cultura, en Occidente, la naturaleza ha estado a nuestro servicio y supeditada a nuestro antojo, para Oriente la naturaleza ha estado y, sigue estando –como podemos ver en el ejercicio de la reproducción, cuidado, formación y representación de la naturaleza en miniatura, cuyo significado no es el mismo que para nosotros– muy relacionada con la religión y la filosofía. ¿Qué características han impedido esa comunión con la naturaleza en Occidente? Creo que algo fundamental fue la crisis y extinción del imperio romano –del que sin embargo hemos heredado muchas cosas buenas– con la irrupción del mo-
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noteísmo, con ese Dios único que nos creó «a su imagen y semejanza», como dice el Génesis, para que fuésemos los señores de todo. Y claro que lo hemos llegado a ser... en exceso, creo yo. En el medio y lejano Oriente, en efecto, hubo una cultura diferente. El hinduismo, el jainismo, respetan profundamente a la naturaleza. Y no digamos el budismo... Aunque ello no impide, por ejemplo, que en Indonesia esté el río más contaminado del planeta, el Citarum... o que China esté totalmente impregnada del «espíritu capitalista», pese a su aparente ideología socialista. A mi juicio, la agresión de lo humano a lo natural no humano ya está plenamente globalizada, sea cual sea la cultura de la que provengamos. LA AGRESIÓN DE LO HUMANO A LO NATURAL NO HUMANO YA ESTÁ PLENAMENTE GLOBALIZADA, SEA CUAL SEA LA CULTURA DE LA QUE PROVENGAMOS Desde los años setenta y ochenta del siglo xx han ido surgiendo varias organizaciones no gubernamentales, la mayoría locales que se han formado de un modo espontáneo y, algunas otras de mayor importancia por su carácter global, que proponen modificaciones o cambios radicales en las políticas ambientales de todos los estados. ¿Cree que seremos capaces de asumir ese reto? ¿O por el contrario todas esas expectativas de revolución se quedarán en un intento frustrado? CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
A mi edad no lo veré, pero lo cierto es que no soy demasiado optimista. Haría falta un estricto y riguroso acuerdo unánime, o un gobierno mundial no manejado por la avaricia capitalista. El problema de esos «Continentes de basura» que hay en el Pacífico, la contaminación ambiental creciente, los microplásticos y sus efectos, las toneladas de desperdicios espaciales que flotan sobre vosotros y que lloverán algún día, requieren una atención especial y universal desde la perspectiva y la conciencia política, y la capacidad de actuar. Pero el poder cotidiano está tan disperso, y el dominio de los poderosos intereses basados en el continuo y gigantesco beneficio económico es tan grande, que resulta imposible llegar a acuerdos de verdad serios y eficaces. Además, habiendo líderes importantísimos que niegan la influencia de la actividad humana en el cambio climático ¿qué podemos esperar? Sería precisa una verdadera toma de conciencia en la gente común y corriente, y eso tiene que ver con la educación, familiar y escolar, y con una resistencia combatiente en los medios de comunicación. No creo que asumamos seriamente el reto... El caso es que, como homo sapiens, no llevamos ni doscientos mil años en el planeta. Dentro del tiempo del universo, la historia humana apenas existe... Si los humanos conseguimos un eficaz apocalipsis, el planeta se sacudirá las alas y continuará girando, hasta que le toque también terminar a él. Al fin y al cabo, la especie humana estuvo cerca de desaparecer hace setenta y cinco mil años, cuando la erupción de Toba, en Indonesia. Dicen los estudiosos que apenas sobrevivieron quinientas hembras reproductoras... Entonces el fin estuvo
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cerca por razones naturales, ahora somos nosotros quienes estamos deteriorando cada vez más nuestro espacio vital. Ante este gran reto ¿qué puede decir o hacer la literatura? Intentar descifrarlo, como pienso que ha hecho siempre la ficción con la realidad, primero oralmente y luego mediante la escritura. Por ejemplo, yo ahora estoy escribiendo una serie de cuentos que tienen que ver con ciertos aspectos del asunto. Una de las cosas estupendas que tiene este pensamiento simbólico que lleva inserto el homo sapiens es que, salvo que haya una mutación y lo perdamos, nos seguirá ayudando a imaginar historias y, con ello, a entender mejor lo que somos y lo que nos pasa, y eso que llamamos realidad. Y acaso con ello a ayudar algo a cambiarla. Al fin y al cabo, en la literatura nacieron el amor cortés, o el espíritu romántico, o ese sentimiento kafkiano del que hablé antes. El realismo, sea lo que finalmente signifique esto, se ha impuesto en la literatura ¿a qué cree que se debe? ¿Existe la intención, como defienden algunos, de una rehumanización? ¿Qué lugar ocupa la ficción en estos momentos? ¿Los tiempos definen los géneros, es una cuestión de modas? Seguramente lo que más se lee en estos momentos es cierto realismo –que no sé si calificar de ramplón– cierta crónica mediocre, histórica o contemporánea, ciertos best sellers interminables, y eso es muy significativo sociológicamente, pero no estéticamente. Una gran forma de realismo se ejerció en el siglo xix, pero ni Galdós, ni Dickens, ni Tolstoi, ni Balzac, por citar a cuatro grandes maestros, ejer-
cían solamente el entretenimiento vulgar, sino que eran testigos eficaces de su época en su mirada de los sentimientos y de las acciones sociales. ¿Y es El Quijote, donde la voz de un peculiar narrador nos enreda desde el prólogo, y en la segunda parte resulta que los personajes conocen que sus aventuras están ya publicadas en una primera parte, una novela «realista»?... Por otra parte, llamar «rehumanización» a la aluvión de libros de puro consumo me parece, por lo menos, arriesgado. Yo creo que la ficción, con voluntad verdaderamente literaria, está a la baja en estos momentos. Para empezar, por la guerra declarada a las «humanidades» en el sistema educativo. En unos tiempos en que la lectura de textos mínimamente complejos se encuentra sitiada por el tuit y el wasap, no apoya reducativamente, por parte de las instituciones responsables, la lectura tradicional, la lectura en letra impresa, me parece una dejación de obligaciones culturalmente grave, por lo menos... En cuanto a si los tiempos definen los géneros, no cabe duda de que hay géneros que responden a modas, pero eso no me preocuparía si la lectura mínimamente «seria» siguiese teniendo su lugar. Pero ahora vas a la Feria del Libro, por ejemplo, y los nombres atractivos para la firma de ejemplares son los de conocidos televisivos, roqueros o gente relacionada con el master chef. Malos tiempos para la lírica... que diría el clásico. Y para la prosa. Asociamos la denuncia a la literatura realista, sin embargo, en sus cuentos se evidencia una sociedad capitalista ocupada sólo en la explotación, abocada al fracaso, y se vaticina un futuro de parajes desolados, destruidos y sin restos
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de vida. ¿La literatura no estrictamente realista exige al lector un mayor esfuerzo para su entendimiento? ¿Pero qué es la realidad? Yo creo que eso que llamamos realidad es impenetrable y que sólo el sueño o la ficción nos permiten reconciliarnos con ella: en un ensayo que estoy escribiendo me hago una pregunta similar a ésta: ¿cuántos miles de millones de aleatorias concurrencias genéticas, desde aquellos gusanos antecesores nuestros, esos cordados de hace más de quinientos millones de años, han sido necesarios para que usted y yo existamos, y además al mismo tiempo, que seamos humanos y no moscas o peces o conejos?, ¿y que nos encontremos ahora y estemos conversando en esta entrevista? Eso que llamamos realidad es el resultado de infinitas, inverosímiles, coincidencias azarosas. Yo soy devoto del mito de la vida como sueño, tan español. Considerar la realidad una especie de sueño nos permite justificar su inverosimilitud... Y en ese sueño –con lo que tendría mucho que ver eso que llamamos lo fantástico– las desdichas de la «realidad» pueden ser sugeridas incluso con más verosimilitud que desde el puro «realismo» ¿No fueron muy sugerentes de terribles verdades el expresionismo o el surrealismo? En este tiempo, en que tantas manipulaciones, manejos oscuros y puras y simples corrupciones nos escamotean cada día algo de nuestro patrimonio material, ¿no podemos entender el sentido profundo de Drácula? En cuanto al «esfuerzo para el entendimiento» depende de la cultura lectora. Gracias a mis padres, yo fui un avezado lector desde muy joven, me atrevería decir desde niño, y no tengo problemas para leer –y disfrutar de ello– cualCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
quier texto literario, sea del género que sea, si tiene calidad. Es un problema de formación lectora, insisto. Su trayectoria como escritor abarca: poesía, novela, cuento, microrrelato y ensayo. ¿Qué vio en el cuento para que haya sido el género más prolífico en su carrera? Al terminar mi segunda novela, me encontré tan atrapado todavía en ella, mental y emocionalmente –como me había pasado con la primera– que no sabía cómo salir de la obsesión. Entonces recordé aquellos versos de Lope de Vega: «Que no hay, para olvidar amor, remedio / como otro nuevo amor, o tierra en medio». Y ya muy lejos la poesía y con mucha atracción por el cuento, decidí escribir un libro de cuentos –Cuentos del reino secreto– que, por cierto, tiene mucho que ver con los «espacios naturales» de León, la tierra en que me crié. Y me sentí tan a gusto con ello que a partir de entonces, normalmente, siempre he ido alternando la escritura y publicación de novelas –o de ensayos literarios– con la de cuentos. El descubrimiento del microrrelato –o minicuento, como a mí me gusta llamarlo– fue fruto de un encargo del profesor Antonio Fernández Ferrer para un libro que se titularía La mano de la hormiga. Los cuentos más breves del mundo y de las literaturas hispánicas, que se publicó en 1990. El título recoge el de un minicuento de Juan Ramón Jiménez que entonces yo no conocía. Pero lo que descubrí escribiendo mis modestas aportaciones a aquel libro fue que muchos de los poemas que yo escribía antes de pasarme a la narrativa con armas y bagajes eran auténticos minicuentos. Seguro que la poesía me abandonó
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porque yo la engañaba con la prosa... El caso es que, desde entonces, he seguido esa alternancia entre novela y cuento. Lo que pasa es que una novela equivale a muchos cuentos, de manera que puede pensarse que he escrito sobre todo cuentos, pero yo no lo siento así... Repetimos incansablemente que España no tiene tradición del cuento ¿insistimos por ignorancia? No hace mucho que he publicado una edición en el español actual de Calila y Dimna, que, pasando del indio –Panchatantra– al persa, y de éste al árabe, fue traducido al castellano, a mediados del siglo xiii, por orden de Alfonso X el Sabio. Me sentí obligado a hacer tal trabajo porque creo que el castellano del siglo xiii resulta hoy bastante ininteligible, y porque pienso que Calila y Dimna es un libro bellísimo y modernísimo: en él, entre innumerables y divertidas fábulas y preciosos microrrelatos, se encuentran las primeras celestinas y los primeros pícaros de nuestra historia literaria, y me fastidia que por convencional respeto a la tradición lingüística se llegue al punto absurdo de que podamos leerlo en su traducción del inglés –a Inglaterra llegó en el siglo xvii– o del francés –a Francia llegó en el siglo xix– y no en una versión española contemporánea, por lo difícil, como dije, del lenguaje castellano de su época... habiendo sido la española la cultura europea a donde llegó primero. Toda la Edad Media hispánica está llena cuentos –Sendebar, Barlaam y Josafat...– y algunos han tenido su eco en la más estricta modernidad –pienso en El mago don Illán de Toledo y el deán de Santiago, del libro de Patronio y el conde
Lucanor, que Jorge Luis Borges puso en el español de hoy con el título «El brujo postergado», por ejemplo–. Y maestro del cuento –el que lo modernizó entre nosotros– fue Cervantes, con sus Novelas ejemplares. Y no hay que olvidar los cuentos de Los cigarrales de Toledo, de Tirso de Molina, ni El peregrino en su patria, de Lope de Vega…–. Y la estupenda narrativa corta que escribieron María de Zayas Sotomayor o Quevedo... Pero no voy a ponerme erudito. Lo cierto es que la tradición del cuento es sólida y antigua en España, a pesar de la Iglesia –por ejemplo, la obra de María de Zayas acabó prohibida por la Santa Inquisición– y se mantiene hasta ahora con bastante fortuna. Citaré nombres como los de Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio Ros de Olano, Leopoldo Alas Clarín, Emilia Pardo Bazán… Y pienso ahora en «La sombra» de Benito Pérez Galdós o en «La mujer alta» de Pedro Antonio de Alarcón, o en Azorín –su cuento El reverso del tapiz es un antecedente de Cortázar–, y recordaré a Rosa Chacel, Ramón Gómez de la Serna, Wenceslao Fernández Flórez o Max Aub. Llego a la Guerra Civil y no sigo citando nombres... Claro que hay una estupenda tradición cuentística en España. En un ensayo sobre el asunto, hace años, dije: «[...] En cualquier caso, lo que no parece ofrecer dudas es la permanencia del cuento literario en lengua castellana como género en la creación de los autores españoles desde hace siete centurias y media, lo que no está mal, incluso para quienes aborrecen hablar de tradición». Y en estos momentos hay entre nosotros un excelente nivel creador de cuento literario, pero, eso también, una ignorancia y un desinterés lector más que notables,
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al nivel de la poca cultura literaria de sus cuentos estaban en la prensa... Y que Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, fue nuestro país. muy leído en los sistemas escolares de ¿Qué comparte con la tradición del varios países de allá. Algo habrán tenido también que ver en la formación de cierta cuento latinoamericano? Descubrí el cuento latinoamericano en sensibilidad literaria, digo yo... Pero, en los años sesenta, cuando estaba estu- la actualidad, la literatura hispanoameridiando Derecho en Madrid. Yo era un cana es uno de los más firmes cimientos lector devoto, como dije antes, tanto de de la literatura en lengua española –o caspoesía, como de novela y cuento. En este tellana, que en la denominación no hay campo conocí bien a Bocaccio, Margari- unanimidad en el otro lado del océano–. ta de Navarra y otros clásicos, a Bécquer, Poe, Chéjov, Turguéniev, Chesterton, Muchas veces le han preguntado sobre Maupassant, Dinesen, Hemingway, Dos qué tiene que tener un cuento para que Passos, Pavese… y me encantaba el gé- sea perfecto, pero es imposible resisnero fantástico. También era lector fiel tirse a la pregunta siendo usted recode nuestra generación del 50 y aledaños, nocido como uno de los grandes fabuy admirador de peculiares cuentistas, ladores y representante del género del como Antonio Pereira, Medardo Fraile, cuento de la literatura contemporánea Álvaro Cunqueiro, Ignacio Aldecoa, Je- española. sús Fernández Santos, Ana María Matu- Gracias por esas palabras... Yo le he te o Carmen Laforet… Encontrarme con puesto al cuento muchos adjetivos para Borges, con Cortázar, con Bioy Casares señalar lo que es necesario en el género: –y más tarde con Juan Rulfo, o con Ju- brevedad, intensidad, condensación nalio Ramón Ribeyro, por ejemplo– fue rrativa, concentración dramática, concipara mí un verdadero descubrimiento. sión expresiva, depuración de lo superAdemás, en aquellos tiempos en los que fluo, capacidad de sugerencia, libertad en España se predicaba el «realismo so- formal... Como de estudiante se me dacial» –como si la censura tuviese mucha ban mal las matemáticas, hasta me invenmanga ancha para permitirlo– resultó té una fórmula: «Cuento: extensión inuna liberación, pues mi gusto invetera- versamente proporcional a intensidad». do de lo fantástico suscitaba en mí cierta Pero lo sustantivo del cuento –como de mala conciencia, y los hispanoamerica- toda la narrativa– es el movimiento. Por nos practicaban lo fantástico con toda poca que sea, en el cuento tiene que pronaturalidad. Yo creo que la literatura ducirse algún tipo de mudanza. Y, por latinoamericana ha sido profundamente supuesto, el cuento necesita una atenta renovadora de la literatura en español. colaboración lectora, que incluso puede Claro que esto había empezado con el dar lugar a variedad de interpretacioinolvidable Rubén Darío... Pero no hay nes… Yo siempre pongo como ejemplo que olvidar que, en el siglo xix, escrito- estupendo de un cuento, que aunque sares como Emilia Pardo Bazán, Galdós o tisface a quien lo lee deja abierta la puerta Clarín eran leídos en Hispanoamérica, a varias interpretaciones diferentes, «La CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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corista» de Anton Chéjov. El caso es que un buen cuento tiene que atraer la atención lectora desde el principio y mantenerla sin interrupción hasta el final. Y no defraudarla, aunque deje cosas abiertas. Le agradezco su tiempo, pero antes de finalizar esta entrevista me gustaría que nos diera su opinión sobre la falta de interés por los libros de cuentos y relatos. ¿Cuánto hay de insuficiente en la educación escolar y desinterés comercial en la industria del libro para que la difusión y venta de libros de cuentos y relatos sea menor que el de la novela? Ya lo apunté antes: es un problema de falta de cultura literaria, y ello tiene mucho que ver con la sociedad –empezando por la familia– y el sistema educativo. A mí, el cuento literario me parece fundamental para entrar en lo que es la literatura, porque presenta atmósferas –espacios, escenarios–, conductas –es decir, personajes–, tramas –por sencillas que sean–, transcurso del tiempo –decisivo en la narrativa–, utilizando muy pocos medios, de manera que se hace accesible rápidamente. ¿Quieren ustedes conocer lo que es el modernismo?: lean, por ejemplo, Beatriz, de Valle Inclán... Pero eso requeriría una especial formación lectora en los programas de capacitación del profesorado, que lamentablemente no existe. Se supone que el profesorado
viene leído de casa, quiero decir tiene su particular formación, lo que es falso... Por otra parte, en sus ambientes familiares el alumnado ya no oye ni un solo cuento oral, ni nadie le lee cuentos. Sólo imperan la televisión, los videojuegos y el móvil. Para mí, el cuento es una pieza sustantiva en la introducción a la literatura, pero no se utiliza por desconocimiento del género e ignorancia de sus posibilidades, sencillamente. Y esto repercute, como es lógico, en la preparación de los posibles lectores. Yo he dado talleres de cuento en los que la mayoría del alumnado –gente adulta– no había leído ni un solo cuento en su vida. En cuanto al desinterés comercial –salvo que se produzca uno de esos fenómenos inesperados, que no están bien estudiados por los sociólogos, como el de Los girasoles ciegos de Alberto Méndez o el de Manual para mujeres de la limpieza de Lucía Berlin–, creo que responde especularmente al desinterés lector. Yo recuerdo, ya lo he contado alguna vez, que en una feria del libro alguien se acercó a ver el que yo presentaba, y pensé que por fin firmaría alguno, pero al hojearlo y comprender que era de cuentos lo dejó, pretextando: «es que los cuentos se acaban enseguida...». Para la mayoría de la gente, poco formada en materia de lectura, los cuentos son algo prescindible; lo bueno son esos best sellers reiterativos e inacabables... Pero así son los signos de los tiempos.
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Pérez Oramas: poesía y crítica Por José Balza
A Patricia Velasco
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El poeta Luis Pérez Oramas (Caracas, 1960) parece haber nacido para un recorrido excepcional: desde esta América nuestra, de honda y arriesgada frescura intelectual, hacia la Europa de rancia radiación mental, hasta la otra América, receptiva y fértil, concisa. Hizo estudios de Letras en Caracas, el doctorado francés en Historia y Teoría del Arte y hasta hace poco trabajó como asesor de Arte Latinoamericano en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. En cada una de esas responsabilidades se inicia él o se continúa, como un atento y acucioso observador, que absorbe y nutre lo observado. Tal suma de experiencias geográficas, sociológicas, políticas, idiomáticas, económicas, literarias y estéticas fue sedimentando una percepción, una capacidad de comparación entre lo real y lo imaginario, una orientación dentro del mundo tan particular y profunda como quizá no la haya tenido un verdadero crítico en los últimos siglos. En estos breves párrafos buscaremos reflejar el pensamiento crítico de Pérez Oramas sobre artes y acompañarlo en su vital proceso de escribir poesía. También, de manera incidental, intentaremos observar la convergencia de ambos. A esta edad envidiable, la suya, Pérez Oramas se ha convertido en poeta de personalidad definida y en uno de nuestros críticos principales sobre lo visual y la plástica. Porque Luis ha devenido en un estudioso del mundo clásico –Platón, Aristóteles, Filóstrato y Plinio–; un analista del pensamiento –Giordano Bruno, Montaigne, Pascal, Goethe–; un receptor excitable de las ideas contemporáneas –Ernst Gombrich, Erwin Panofsky, José Lezama Lima, Karl Popper, Maurice Merleau Ponty, José Bergamín, Hans Georg Gadamer, Emmanuel Lévinas, Pierre Aubenque, Louis Marin, Jacques Derrida, Hubert Damisch, Giorgio Agamben, Jean-Francois Lyotard, Michael Fried, Georges Didi-Huberman, etcétera–; de las pedagogías excéntricas –Fernand Deligny–. Y, sobre eso, ha elaborado una capacidad de asociación, de oposiciones y reconsideraciones que, enlazadas a las de los movimientos estéticos actuales, le permiten actuar y percibir con fuerza personal, es decir, como un atento teorizador. 123
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2 SALMOS (Y BOLEROS) DE LA CASA
Como una sonata, este libro está compuesto por tres movimientos: Pre/salmos, Salmos del cerro y Salmos de la casa. Y en ellos, los ritmos cambian anímicamente, con una constante formal: el bolero, que también posee diversos matices emotivos (o sonoros). Y la unidad del conjunto reposa en imágenes que se alternan para volver a sí mismas, porque sus rupturas residen en la indicación de lugares: la isla, el ande, la ciudad, el valle, el cerro, la casa. Los epígrafes utilizados incluyen a poetas de sitios y siglos distintos y su resplandor lleva el conjunto hacia ámbitos de sensualidad metafísica (Blake, Montejo) y de sequedad, humor oscuro (Cavafy, Hölderlin). Por lo que el libro se levanta como un arco: «hemos iniciado el día; somos ofrecidos a la luz», que concluye así: «vuelvo a la casa; si el día ha terminado», arco cuyo transcurso recorremos con el deleite de una versificación natural y sorprendente pero que nos hinca con tonos emocionales diversos, sostenidos por el raro bajo continuo de la tristeza. Las tres partes o los tres movimientos pueden constituir, en verdad, las estancias de un poema complejo, cuyos acentos son reiterados a cada tantas páginas: cuerpos, frutas, escaleras, ventanas, grama, cerro, monte, domingos, fiestas, ciudad, familia, primos, casa. Con ellos y sobre ellos se despliegan hermosos versos: «Ya no creo en todo, he aprendido a dividirme. […] leo mi futuro en otros cuerpos […] viviré en la tierra para siempre / aún después de la tierra. […] la salvación que tiene forma de la tierra. […] la vida no es bella / ni será. […] yo tenía la boca llena cuando hablaba solo». Versos que eliminan la edad de quien los anota o canta, sacando a éste del tiempo, hasta que dentro de las líneas surjan los nombres cotidianos de las cosas y los lugares: trinitarias, Caracas, «nuca de alga», Altamira, chaguaramo, urbanizaciones nuevas, el Hatillo, Altoprado, Escuque. Porque el arco de desplazamiento, para la voz que nos convoca, puede haber partido desde una «isla de cabelleras quemadas» para detenerse en la Caracas de un raro tiempo actual, y (¿ya allí?) tocar o invocar un punto andino: Escuque, Ureña. Es tal errancia, sostenida en la insistencia de estar en una casa, lo que da espesor a sensaciones, deseos, secretos, intuiciones, vislumbres de seres, experiencias. Así el bolero total o la sonata nos conduce a presentir de otra manera «nuestra axiCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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la, los tiempos sin cuerpo, la razón ardiente, el sudor de mis primos, la dulce conciencia, la pequeña verdad, el tiempo del cerro, la vida como embuste». O dicho de otro modo: la vida de las casas, las llaves genitales, los salmos extraviados en la calle, los vientres planos. Todo lo cual bien podría ser condensado en esta cuarteta: Me he revelado débil a la carne y al espíritu. No sirvo para salvarme, no me hicieron de ese barro. He olvidado el primer verbo Y un dios se ha perdido en la palma de mis manos. Retrato espiritual del poeta que es franco al mostrarse, sobre todo, porque al percibir cuanto lo rodea –sus padres, amigos y otros familiares– decide ser responsable de los pasos de todos: «Escribiré por ellos / la misma historia, / la misma inteligencia solitaria»; así como al juntar su juventud con el cuenco del hogar, reconocerá que «En esta casa la vida ha sido larga como el cielo», y es, será, la casa el centro magnético del bolero y los salmos. Retrato que, sin embargo, carece de poseedor, puesto que la voz narrativa casi siempre vibra desde un indirecto nosotros, un plural que se atribuye gestos, acciones, sentimientos y que, por lo tanto, crea una rara tensión entre la intimidad de lo percibido y la participación de diversos, indefinibles sujetos actuantes en los hechos. Sin duda, este volumen de Luis Pérez Oramas ha partido del libro bíblico de los Salmos, pero el modelo queda lejos, entre otras causas, por su brevedad y por la reducción a tres partes. También me atrevería a decir que en lugar de haber tenido a David y a Salomón como compañeros de ruta, nuestro joven poeta parece estar más próximo a Hemán o a Asaf («En vano he limpiado mi corazón y lavado mis manos en inocencia»), salmistas que imitan y desconfían al creer. Los ciento cincuenta salmos bíblicos surgen, posiblemente, entre el 1450 y el 300 a. C. Sus temas recorren el temor, la ira, la tristeza, la confianza, el gozo, la compasión, la alabanza. Y los analistas han considerado que pueden tener carácter profético, didáctico, ritual, de gratitud, de lamentación y súplica. Como podemos notar en una lectura del poemario publicado por Pérez Oramas y mediante algunas frases aquí citadas, la salmodia del joven autor expande más su registro hacia la cotidianidad del espíritu y hacia la perplejidad de la carne («el pesado cuerpo que es mi alma»). 125
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Tal vez porque en estos salmos el salmo se contempla, se devora a sí mismo: «[…] quién recibirá mis excrecencias como salmos. […] Voy a renunciar a mi lengua signada por los salmos […]». Cuando en 1992 se publica en Caracas La gana breve, hace una década que Pérez Oramas vive en Francia. Creo que tres notables experiencias vitales y educativas moldean ahora la personalidad del autor: su tesis de grado en la universidad caraqueña sobre Muerte sin fin de José Gorostiza, los estudios clásicos acerca de la filosofía del lenguaje en el Instituto Maritain y, desde luego, la frotación cotidiana entre su español natal y el idioma francés. Encontraremos esto último en cierto extrañamiento con que la voz poética del libro parece añorar y comparar atmósferas o lugares («un idioma es el universo traducido a ese idioma», confirma Ramos Sucre). Lo segundo en el mecanismo de la dispositio lírica para el orden general del libro y finalmente, más que como novedad temática derivada del vital treno de Gorostiza, una acentuación del contacto con la muerte, que ya Pérez Oramas intuía en su anterior poemario. Otra vez estamos ante un libro de extensión mediana, cuyas diversas partes son designadas en latín (egressio, proemio, exordio, cantus), denominaciones en las que yacen usos del Aquino y los helenos, de origen retórico. Estos signos clásicos sólo encerrarían un simple deseo expresivo del poeta que en esos momentos es Pérez Oramas, si no fuese porque, en el inicio de muchos textos, la indicación formal es transferida a los significados, al tono de la carne textual. Y así recibiremos la captatio benevolentiae, la narratio, la descriptio, la confirmatio, la rogatio, el hortus conclusus, el locus amoenus y hasta una ekphrasis: tanto como maneras de colocar cada fragmento (cada poema) en el conjunto; y en tanto maneras de colocarse ante ellos como si fuesen objetos, según comenzará a hacer, dentro del poeta, el crítico futuro, el teórico de asuntos pictóricos. El título del libro –La gana breve– es un oxímoron: porque, en verdad, recoge una década de trabajo, porque conjuga mil deseos en un deseo, porque se prolonga en la escritura haciéndose, porque, naturalmente, no se trata de una gana sino de las ganas; porque el mundo no se interrumpe pero el deseo sí y aquí el mundo es su deseo; porque el libro rehúye ambos vocablos dentro de su transcurrir; porque desobedece al mandato de un título que generaliza para centrarse especialmente en dos poemas. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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La insinuatio del exordio es, cómo dudarlo, método y sentido del libro, puesto que allí se condensan sus propósitos y temas. Que escribiera como la luz ligero […] que pudiera allí la muerte respirar con brío. Pero la palabra «gana» que surge cuatro veces en la totalidad del texto, y puede ser una «gana tierna» o una «cartografía de mis ganas», asume la condición de «breve» en el cantus central. Tal intención de marcarlo no pretende, al parecer, destacar este poema ni darle calidad o intensidad diferentes. De nuevo, son numerosos los versos y pasajes con percepciones y aceptaciones notables, que ahora extraemos de diversas páginas: Si estuviera en mí volver a hacer el Paraíso; busco un inocente olvido, la comestible palidez del día; Yo me pregunto cómo era / a qué olía / nuestra pasión ingenua; Me gusta frecuentar / la ligera fuerza de las voces jóvenes: / nombres cortos, puntuales, deseables; Mi vida se hace con las cosas; Todo lo que aprendo se me olvida; La vida hueca / para que el aire pase; De las canciones queda una sombra; Se están perdiendo ahora / todos los suburbios de mi vida; la felicidad es un ruido vecino; cuerpo sin delta; Yo vengo del sur, de los bolsillos tibios / del planeta. Hay en este segundo libro de Pérez Oramas algo que lo distingue del primero: el encuadre o recorte, la concentración de cada poema en sí mismo, como si al fotografiar, la cámara o el video hubiesen adoptado un sereno punto de vista. No hay aquí los hilos o hilachas imaginísticos que recorren el primer volumen. Y aunque sitios, seres, emotividades parezcan continuidades expresivas, como antes, cada texto se cierra suavemente. Esto que es evidente en la sección Egressio (el chico impaciente; aquel o aquella –¿Tata: Céleste Albaret?– que trae el agua, las noticias hogareñas), se disuelve en el resto del libro, sin que el procedimiento sea abandonado. Y un detalle especial: la ekphrasis del libro ciñe una Arcadia (paraíso) que no corresponde a sentimientos y evocaciones personales: se trata de una mancha entre líneas, trazos de Cy Twombly, en los que «la gana tierna de canciones» perteneció a vísperas de muerte. 127
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No volveremos a tener un libro de poesía de Pérez Oramas hasta 1999. Pero desde 1986 comienza a publicar en revistas de crítica y arte y en suplementos literarios latinoamericanos y europeos frecuentes artículos o textos que han servido como presentación en catálogos de exposiciones. Esto arroja la aparición de tres libros suyos entre 1996 y 1998. El primero de aquellos libros, La década impensable y otros escritos fechados, es para el autor un «librillo» o «cuaderno de bitácora» que reúne los «fragmentos de un viaje», en el cual está «estrenándose» en el oficio de la escritura. Aunque la edición resultó poco cuidada, nos trae la honda metamorfosis de un espíritu, que habla con pensamiento bífido (americano y europeo), que se acoge a una prosa lábil y creativa, que convierte al mundo en su hogar, percibe arte, política y economía como una misma savia que se transfunde. Varias razones contribuyen a convertir este libro en un ensayo de primer orden. En principio porque está escrito por un hombre que acaba de alcanzar la edad de la plenitud y ese hombre es ya un venezolano de lo que hoy designamos como siglo xxi; también porque puede pensarse y pensar como habitante de dos continentes; asimismo porque puede hacerlo sin límites morales, con verdadera amplitud apasionada; porque lo hace simultáneamente desde la política y la cultura y, finalmente, porque con su texto da continuidad a una valiente tradición del ensayo venezolano y latinoamericano. «Impensable» es aquí todo aquello que nuestras culturas han dejado de pensar, los conflictos no resueltos, las diferencias; los residuos de un mundo medieval oculto, las debilidades de la modernidad, la aceptación –por aquéllas– del tiempo pero excluyendo lo que pasa en el tiempo. Organizado en efecto como ensayos y glosas –entre sus secciones: Cinco siglos después de la utopía, ¿Para qué sirve un intelectual?, (HIV-)– no podemos seguir aquí cada una de ellas, pero sí observar dos o tres de sus argumentaciones. Y adelantar que en muchos párrafos hallaremos relámpagos aforísticos urticantes o de inestimable valor: «pocas veces la historia es motivo de alegría», «la banalidad indiferente del arte pop», «la responsabilidad del artista, a menudo agónica, consiste en defender su especificidad, su diferencia», «el absolutismo político conlleva, tarde o temprano, a la absoluta ingobernabilidad, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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esto es, a la inutilidad del poder», «Yo no creo que la historia se repita. Pero a menudo, como un profeta ciego, se detiene, insoportablemente, a tartamudear», etcétera. En su comprensión de nuestra actualidad, Pérez Oramas desplaza el centro del poder hacia la economía, cualesquiera que sean las máscaras con las que esta se presente. Según él dos décadas antes de que termine el siglo xx en el mundo ya «toda la mitología belicista se ha puesto al servicio de la leyenda del empresario, nuevo héroe epocal». Con lo cual, la realidad se concentra en bolsas de valores, con sus códigos informáticos: un minimalismo, escenas a lo Bob Wilson o Pina Bausch. Por lo que, tras la aparente muerte de las ideologías, se fortalece la del racionalismo acumulativo, verdadero instrumento de injusticia. Social y estética, puesto que con la ilusión empresarial también se impone una fe en el arte como elemento de mercadotecnia. «La autorregulación económica puede llegar a ser, como todos sabemos, una disimulación de la violencia», con su consecuencia inmediata: «Para funcionar eficazmente, la ilusión empresarial ha debido asimilar para su lógica a la figura del intelectual, con el objeto de neutralizarlo». No dejará Pérez Oramas de envolver en este ensayo la situación política de Venezuela ocurrida en 1989, ni la irrupción del SIDA a partir de 1981, en la esfera universal, verdadera revelación de «la enfermedad de nuestros símbolos». Por lo que bien puede seguir diciéndonos Pérez Oramas, «el gran reto ideológico de este tiempo sería entonces conciliar la ausencia de sistema con la producción de sentido». Desde luego que el autor ha manejado sus visiones y proposiciones desde ciertas objetivaciones de la subjetividad: el mito, el historicismo, la utopía, la modernidad, el reinicio de todas nuestras búsquedas y realizaciones. Ejemplares son aquí las páginas dedicadas a la celebración en Sevilla de los quinientos años del descubrimiento de América: hecho que se inserta –como no puede ser de otra manera– en su análisis de lo que, nacional y universalmente, nos ocurre hoy. «Todas las formas del mimetismo irreflexivo, del injerto a contratiempo y en general del intelectualismo estético, político o económico se han ido filtrando a través de esta utopía modernista. La consecuencia fundamental de este modernismo a ultranza es un desconocimiento del tiempo, del específico tempo nuestro: el enunciado de una historia sin destinatario completo, de una historia sin sujetos; pura entelequia, ficción pura, realismo mágico». 129
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En 1997 aparece Mirar furtivo, título de ambigua riqueza porque hasta en la más prolongada y apasionada mirada de pasión somos furtivos: algo nuestro se esconde, queda incompleto. Aunque miremos tan cerca y hondamente zonas del cuerpo amado, no habremos mirado todo lo que el deseo impone; será imprescindible volver a mirar; y así interminablemente. Fenómeno que, a mi parecer, sólo ocurre también con las obras de arte. De allí la rara presión que nos envuelve en los museos y galerías o ante una pieza que reposa en nuestra propia casa: el gustoso deber de mirarla. (No hay nada más obsceno que mirar una obra predilecta, en público, dentro de un museo). Ese «mirar al sesgo», desde «donde no tenemos el hábito de mirar» es el acto que se practica en este libro: la consecuencia de haber mirado con todo el cuerpo, con toda nuestra historia personal. Mirando el arte como «una secreción de sentido», cambiante siempre, porque también las obras son furtivamente desconocidas. Y, como aclarará en el capítulo de La sombra detenida, estamos ante una práctica antiquísima y matricial que consiste en la «mirada lateral», en mirar al sesgo, aunque estemos de frente ante un cuadro o un cuerpo. Las breves e insuficientes ramificaciones que voy a realizar ahora, intentando apenas seguir el pensamiento de nuestro crítico y teórico, imitarán el mismo camino (u orden) que pudiera haber hecho brotar su estro, cuando se expresa en poesía. Me refiero a destacar esa intuición –más clara y explícita en sus ensayos– que le permitió ir reconociendo cómo el más reciente verso puede tener ecos milenarios, cómo una posición estética de hoy y la conciencia de ella casi siempre esconden resonancias remotas. Dentro de los adictos al mirar furtivo, Pérez Oramas no olvida a los griegos del preclásico que intentando indicar lo irrepresentable (abstracto) utilizaban para ello la expresión xoanon y cómo en el siglo i de nuestro tiempo Plinio el Viejo se adelantaba a atender pequeños hechos que, plásticamente, asombraban entonces y fascinan hoy. Citemos entonces estas líneas suyas para iniciar un plano de percepciones acerca de nuestro poeta y crítico: «El clasicismo francés inventó la noción de modernidad y, oponiéndola a la noción de Antigüedad le confirió una envergadura casi metafísica. De allí surge una idea de la historia como acumulación y apropiación “trascendental” del pasado que va a nutrir, por vías arcanas, algunas de las invenciones de la modernidad, por ejemplo y sobre todo, a la ideología revolucionaria que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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hace del cambio el motivo universal de la historia, y al esquema hegeliano de una trascendentalización espiritual del arte que va a servir para legitimar, como forma superior de la estética, todas las opciones del arte abstracto y no objetivo en nuestro siglo. La idea, pues, de vanguardia estética participa de esa parafernalia historicista que hoy, junto a los grandes imperios de acero, se desmorona ante nuestros ojos». Modernidad que atraviesa siglos (Neoclasicismo, Romanticismo, positivismo, impresionismo, existencialismo, abstraccionismo, vanguardias, nacionalismos, etcétera; historia, estética…) hasta desembocar en la «pretensión postmodernista»: razones que «no impiden el resplandor de las obras», puesto que, en verdad, las obras «van a enriquecerse de otras percepciones y de otros modos de recepción, transfigurándose en una suerte de metamorfosis hermenéutica que viene a ser, en el fondo, la vida misma del arte». Y con esto podríamos colocarnos en el centro fulgurante del método y la acción perceptiva (psíquica, analítica, crítica) del autor. En su divergencia sobre Steiner y la crisis del sentido, nos dirá: «La experiencia estética, como la experiencia moral, no es una experiencia de ideas sino de actos». No debemos ver una obra como si ella tuviera fijo su significado, como hace la historia del arte; hay que atender a su materialidad total, a su constitución visual, tan ajena a la «inteligibilidad verbal» con que perciben los estudiosos. Es decir: hay que abandonar la interpretación filosófica y adoptar la actitud de quien está ante documentos antropológicos o ante un diccionario de las significaciones icónicas. «Así, para nosotros –afirma Pérez Oramas– el sentido de la abnegación estética –y de su fruición insustituible– puede resumirse, al contrario de lo que propone Steiner, en ver (y leer) como si lo que vemos no tuviera significado». Con todo ello, sin embargo, nuestro autor no pretende imponer que nada puede decirse sobre el arte, sino, como apuntáramos antes, practicar la «frecuentación ingenua» (Merleau-Ponty). Motivo por el cual Pérez Oramas revisó los textos de Mirar furtivo, casi los reescribió, para «subrayar a través de la reflexión que vibra en la escritura algún problema subyacente, y resistente, a las manifestaciones de arte que intentaba comentar. Creo ser fiel con ello a un principio regulador de mi propia aproximación a las artes visuales, según el cual ningún médium artístico se agotaría a sí mismo y ninguna obra poseería en ella la clave de su propia conclusión. […] La unidad de la obra de arte visual sería pues 131
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una unidad relacional, incapaz de satisfacerse de su propia inmanencia». Flexibilidad vital del espectador, del crítico; transfiguración incesante de lo percibido. Porque para él, la actualidad de las obras es diferente de la fascinación que pueden ejercer o haber ejercido: «Nada nos permite afirmar que una vez que la obra ha cesado de producir una cierta fascinación colectiva haya cesado con ello de producir todo tipo de efecto. Creer que el tiempo de una obra es equivalente al tiempo de su fascinación, constituir así una estética desechable, y creer que el tiempo de nuestra asimilación estética es idéntico al tiempo tecnificado de la asimilación informática, insistir en ese determinismo entre información y estética supone caer en las redes de una nueva falacia ideológica». Aceptación así de que las obras de arte en su materialidad, permanecen idénticas y cambiantes, a medida que también sus espectadores se transformen: lo cual es una manera audaz de aceptar que antes en el templo o en el palacio y hoy en salas, prensa o pantallas, cada pieza se desafía y desafía al tiempo y a nosotros. «Problema, en fin, del pensamiento porque la obra plástica ya lo es sin ser verbo o voz». Frase que acerca, en el libro de Pérez Oramas, al Wittgenstein que nos condenaría «a la indecibilidad de todo aquello que concerniera a la estética, la moral o lo absoluto metafísico», pero que en nuestro autor todo ello sirve para establecer las bases de un «relativismo estructural» a partir del cual, al contrario, el discurso construye sus posibilidades. Porque (de nuevo Merleau-Ponty aludido por Pérez Oramas) ninguna pintura es capaz de concluir la pintura. O, como cierra en su capítulo sobre el pintor español: «Velázquez llegaba a demostrar que un cuadro no termina jamás en sus bordes. Que un cuadro es también todos los abismos interpretativos de su recepción, de su manipulación como objeto teórico, de su permanente e incesante lectura». De manera natural, Pérez Oramas dedica varios capítulos del libro a la arquitectura «arte superior», puesto que, en el taller del creador, en nuestras casas, en galerías y museos, las obras están siempre rodeadas por un espacio donde puedan desplegarse. Y éste va desde el rango de lo desapercibido hasta el de lo luciente, exigente o vociferente. Lo cual quizá se deba a que la arquitectura actúa bajo «la exigencia orgánica de mantener un estado potencial de atención –y de interiorización– permanentemente enfocada sobre el problema de la relación y del uso. Un arquitecCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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to no puede –al contrario de un poeta o de un pintor– olvidarse de los habitantes». Como no puedo extenderme tanto en las variaciones de mi passaglia verbal, indicaré ahora dos de las concepciones más atractivas en el libro: la diferenciación entre minimalismo, arte conceptual, instalación, hecha con acordes de Wittgenstein; y el desarrollo como sustrato de diversos capítulos, acerca del «binomio diferencia/indiferencia para reinterpretar la historia del arte (y quizá también para abrirle un camino más allá de sus versiones románticas e historicistas)». Ese binomio puede ser seguido por el lector ardiente en los capítulos El Guernica olvidado, El curador invisible, Velázquez, Reverón en Madrid. No quiero alejarme de sus páginas, sin destacar las veladas –y a veces no tanto– similitudes de imagen, textura y resplandor que Pérez Oramas sugiere entre las obras de Goya, Milton Avery, y más secretamente, de Pierre Bonnard, Matisse y Picasso (por sorprendentes canales) con el gran Armando Reverón. No menos sorprendente es el trabajo crítico América latina, 1911-1968, por las revelaciones que establece acerca del vínculo visual habido entre el arte de Norteamérica y Suramérica. Allí nos dice: «[…] hasta los años cuarenta, el arte de Latinoamérica posee una masiva analogía con el arte norteamericano. Formas similares de arte popular, de cierto naturalismo indigenista y similares asimilaciones de las vanguardias europeas se producen en ambos extremos del continente». Invita, por ejemplo, a cotejar «una especie de muralismo norteamericano, una suerte de realismo socialista capitalista» con el «muralismo mexicano y la pintura real social de Iberoamérica». Para concluir este recorrido, debemos recordar que Luis Pérez Oramas es un poeta siempre (una mancha de Twombly en sus versos). Y que la indiferencia de sus actitudes críticas opera bajo el tramado de una aguda percepción. Así que, aparte de las distancias cronológicas, profesionales y geográficas, nada nos cuesta hallarlo, no tan recóndito, en su comentario sobre Wittgenstein: «De suerte que podemos imaginarlo en un centro de confluencias contradictorias entre el pensamiento económico social, el pensamiento lógico positivista y los orígenes de la semiótica formalista moderna». En 1998 publica La cocina de Jurassic Park y otros ensayos visuales, donde el pensamiento sobre lo visual de Pérez Oramas alcanza una de sus cumbres. El título es bifronte: un enlace con lo pop del cine y la remota raíz clásica (tal como en el verso de 133
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Enrique Planchart, alguien cree ver en las aguas de nuestro mar Caribe las sirenas de Homero o de Virgilio). La primera parte, «Problemata», reúne siete piezas ensayísticas, pero en el fondo son variaciones estructurales de carácter epistemológico. Se aborda allí lo inductivo, a partir de un texto de Karl Popper sobre la lógica del descubrimiento científico y la crítica a la inducción, la cual, como base de generalizaciones resulta débil. Si se utiliza a ésta en la estética, cuando percibimos y juzgamos obras antiguas o actuales, estamos en riesgo de equivocar la valoración. Y aún más si comprendemos que «la estética es pues un conocimiento explicativo que es incapaz de predecir sus propios fenómenos u objetos»; puesto que «el arte no existe más allá de la suma empírica de las obras que lo encarnan». En esta elaboración sobre el arte y la inducción, el autor recorre una gama de posibilidades interpretativas: la intención, la producción, las condiciones para ello, los accidentes y funciones; y las preguntas que las suscitan y sus respuestas son inquietantes y hondas: «¿Cómo distinguir al arte de lo que todavía no es arte o de lo que ya ha dejado serlo?, ¿cómo reconocer la actualidad del sentido estético?». La amplitud y complejidad del tema exige que las páginas del autor sean revisadas atentamente. En su cierre, apunta: «Como quiera que ello sea, una definición del arte –así como una definición universal de la forma artística– es tan imposible como inútil, salvo si decimos que la forma artística es la incesante deformación de las formas del arte sucediéndose en el tiempo. Mucho más interesante pues que definir la forma artística sería entonces la función artística: no tanto lo que es el arte, sino cuándo, y cómo sucede lo que llamamos arte». No recuerdo un suspenso y una emoción parecidos a los que me produce la lectura del ensayo inmediato: Las hilanderas y el andamio. Es y seguirá siendo un salto mortal de Pérez Oramas como teórico y crítico, una profecía hacia el pasado y el futuro, un texto sin fin. Todo porque el autor compara y analiza el cuadro de Velázquez, Las hilanderas, desde la perspectiva de The Power Chord Cycle, una instalación del artista Christian Eckart. Y a la inversa. (A estas alturas de mis notas, no deja de ser curioso que esa función artística que Pérez Ormas nos incita a comprender parezca por momentos un pensamiento estable –Platón, Plinio, Alberti, Gombrich, Panofsky, Walter Benjamin, MerleauCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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Ponty– y, sin embargo, siempre rehaciéndose: Thierry de Duve, William Rubin, Louis Marin, Leo Steinberg, Michael Fried, John Searle, Clement Greenberg, Jean Pierre Vernant, Hubert Damisch, Jonathan Brown, Anthony Blunt y otros. Me digo que la explicación está en su propia concepción: «Una certeza fenomenológica de la pintura puede, entonces, definirse como sigue: hay (siempre) un posible espectador. Todo proyecto –o todo intento– por hacer la economía del espectador, por negarlo en fin y hacer como si no hubiese nadie delante del cuadro, no puede ser más que un recurso de la ilusión artística, una forma extrema de mimesis cuya eficacia confirmaría, en todo caso, la antecedencia lógica, la primacía fenomenológica de esa figura «espectatoria» en la que la pintura adviene a las formas disímiles, impredecibles y anacrónicas de su transformación y su porvenir». Igual a como somos espectadores del pensamiento de Pérez Oramas). Siete capítulos comprende «Problemata», hemos dicho, de marcada inclinación filosófica –aunque todo el libro posee esa tonalidad–. Y sus títulos nos orientan en tal dirección: el problema de la inducción, la epistemología analógica de la producción estética, un ensayo de genealogía inversa en historia del arte, teoría encarnativa de la representación, los orígenes de la pintura y el final de la pintura moderna. El último estudia «el sitio de las artes, artes del sitio» para mostrar cómo las creaciones visuales pueden moverse dentro de dos «linderos paradigmáticos»: la ubicuidad y su fidelidad a sitios específicos. Y arrostrar destinos como la ausencia de autoría, el traslado y la inexistencia. Este texto tendrá ecos y originales desarrollos en el magnífico de la Bienal de São Paulo. Y para el lector curioso no deja de ser interesante leer cómo Pérez Oramas narra la participación de Francisco de Miranda, a fines del siglo xviii, en la invención del «sitio» para las artes, absolutamente reconocible hoy, como lo es el museo (paradigma del traslado). Al final de este libro, el autor, maestro en reciprocidades conceptuales, recorre el tópico en relación con Venezuela («El museo nacional y la fractura de la idea de nación»). Convirtiendo estos párrafos en una sombra de la escritura de Pérez Oramas, intentemos ahora atravesar esos capítulos deteniéndonos brevísimamente en algunas de sus proposiciones. Por un lado, tendríamos la ensoñación sobre un origen de la pintura. Y allí –para Pérez Oramas– Alberti concibe graciosamente que ha surgido de la fábula de Narciso, quien se incli 135
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na sobre las aguas para abrazar(se) y hurtar la superficie de la fuente. También nuestro ensayista acude a Cennino Cennini, quien encuentra ese punto de partida en operaciones manuales realizadas por alguien para hallar lo que está tras lo natural, para fijarlo, y lograr que lo que no es, sea. «Que aquello que no es sea. He aquí probablemente el escandaloso origen de la pintura», acepta Pérez Oramas. Tópico que le servirá no sólo para explicar las audacias de lo minimalista y conceptualista posteriores, sino también un final de la modernidad y las alteraciones históricas derivadas de ese no ser que es: «El arte ha pasado así del esquematismo al naturalismo, del naturalismo al idealismo, del idealismo al naturalismo, del naturalismo al esquematismo, del esquematismo a la caricatura, de la caricatura al “trasracionalismo”, del “trasracionalismo” al nihilismo, del nihilismo al hiperrealismo, del hiperrealismo a la tira cómica, del dibujo animado al minimalismo, del minimalismo al historicismo y, poco importa la categoría, por lo general, en cada transformación, ficticia o real, la verdad (o su postulado) se metamorfoseó, acomodándose a las nuevas formas del arte”. Así, pensadores y artistas «se han empeñado en buscar un arte de la verdad, olvidando quizá la verdad intrínseca y discreta, es decir, fáctica y pragmática, del arte mismo». La otra posibilidad de un origen puede ser detectada en la larga pelea (de implacable, elemental, absurda y cerrada lógica) contra la pintura –y la poesía– del libro x en República de Platón. En el artista surge un impulso fatal: imitar la realidad, que es ya imitación. Su finalidad es el (auto)engaño, por lo cual merece ser excluido del gobierno para el Estado. Hubiese bastado con que Glaucón, el interlocutor de Platón, le respondiese, como hace Pérez Oramas, que la pintura es un plano. Y así como el plano, la línea y el punto existen aquí, también en el topus uranus deben poseer su idea, más la de los pigmentos: materias versátiles (la versatilidad es lo dialéctico) de lo que es pintura. ¡Oh Kandinsky! (Estoy seguro de que Platón hubiese enloquecido por momentos ante la idea de una idea variante: que debe ser una idea). Tal cosa, como también la imagen narcisística o el trazo de Cennini, ya nos aleja del carácter metafísico de la pintura y nos deja dentro de «regularidades estéticas», que traerán, a la modernidad, un cuestionamiento a la lógica de la representación y, desde luego, la crisis de la representación misma. De tal manera que, hoy, para frecuentar las obras de arte, Pérez Oramas propone algunos criterios objetivos, como éstos: CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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«He aquí, escuetas, las condiciones mínimas para llevar a cabo esa operación con cierta pertinencia: un conocimiento general de la historia y una frecuentación asidua de la historia del arte, una práctica suficiente de la especulación estética y un hábito cotidiano de las asociaciones estéticas, cierto conocimiento –y gusto– de la producción artística contemporánea. No se trata pues de un conocimiento científico o metafísico del arte, sino tan solo de la delimitación de un espacio en el que la percepción estimativa de las artes –con su consecuente deliberación crítica– sean posibles. La experiencia estética es pues una práctica estimativa, un conocimiento prudencial». Por «producción artística contemporánea», desde luego, Pérez Oramas concibe lo que ha seguido a la modernidad; pero no olvidemos (Velázquez, Eckart) que basta un desliz del ojo o de los siglos para que en ella se revelen mecanismos, omisiones, formas materiales de cualquier tiempo que, in/visibles, se asedian mutuamente. En el equipo argumental del autor, para complementar y sostener todo aquello, serán importantes las nociones de cierto imperativo moral que ha amenazado el arte, puesto que debe «enseñar más», y recibir, el arte, el asedio de lo invisible; junto a los extremos de opacidad y transparencia. En cuanto al final de la pintura moderna, Pérez Oramas – síntesis del poeta y el crítico– acude a Plinio y su descripción del «gesto de Apeles». Donde aquél hallará principio y fin (¡oh! Eliot) del arte. Estas son sus palabras: «ese gesto –habría que recordarlo– consiste en haber poseído, a diferencia de otros pintores de su época, la capacidad de “saber retirar la mano del cuadro”, precepto memorable según el cual un exceso de diligencia en la realización suele ser nocivo. El gesto de Apeles es pues un no gesto, o si se quiere, un gesto de no pintar, aquel gesto por medio del cual se deja de pintar. Y ese gesto de interrupción (o de autosuspensión) es, desde entonces, uno de los gestos primeros de la pintura». O, como quizá vemos hoy, de su final. Hasta aquí, truncados, algunos, poquísimos, de los tantos elementos pensados por Pérez Oramas. Y pudiéramos abandonar esta sección de «Problemata», pero, como he indicado, no quiero hacerlo sin dar un vistazo al momento en que el crítico, en su ensayo de arqueología, alude a dos alienaciones históricas de la práctica pictórica: una literaria y otra arquitectónica. Sobre esta última ya lo hemos escuchado. Pero no deja de ser interesante presentir al poeta hallando dentro de la estructura 137
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de la retórica literaria (inventio, dispositio, elocutio y –añadiría yo pensando en minimalismos, instalaciones, arte de videos, etcétera– pronunciatio; hallando para esas partes, según él, las correspondientes en el arte visual: disegno, compositio, colorito. Por lo cual afirma: «Hay que decir, en cambio, que si el modelo explícito de la creación pictórica es desde el humanismo aquella poética retórica, la historia de la práctica real de la pintura supuso, en un primer tiempo, la necesidad de encontrar una solución que permitiera llevar a cabo una invención pictórica similar a la de la poesía y, en un segundo tiempo, una afirmación de la especificidad espacial de la pintura en contra, justamente, de ese mismo paradigma poético literario». (Faltan casi veinte años para que estos motivos sean centro de su inminencia de las poéticas). No es el momento, no tendremos en estas páginas ese momento, pero, al advertir el incesante filo que delimita ambos territorios, acude la tentación de captar, en la prosa y en la poesía de Pérez Oramas, la unión y la separación de esos océanos. Hay párrafos suyos en que habla no sólo como crítico, sino como un pintor (detalle sobre la raspadura y el pentimento en el «gesto de Apeles», IV); hay versos suyos en que pintura y vibrante retórica antigua tocan la página, como si Apeles no hubiese levantado la mano (en La gana breve). «Politeia» se cierra, y también el libro, con un fascinante texto sobre cine: La cocina de Jurassic Park: ensayo de conclusión. Orientado y en homenaje al ductor universitario de Pérez Oramas, Louis Marin, el capítulo atiende al film como a una «imagen sintética» de la «experimentación informática», cuyas raíces se hunden en lo imaginístico y lo mítico: Medusa, Perseo, las Gorgonas, Plinio, Apeles, Protógenes, Montaigne. Película de paisajes, evidencia de manera paradójica, para Luis, la ausencia de la pintura, que aquí se convierte en un «relato». Asunto caro al autor, vuelve con esta película a su Arcadia incesante, revelada en su doble naturaleza: el esplendor de una isla y «el terrorífico horror de una alteridad radical». (Me pregunto: ¿cómo podrá volver a ver este film quien haya leído el ensayo de Luis?). Al relacionar el film con la excepcional novela La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, nos obliga a sentir a Venezuela dentro de uno de sus ciclos fatales, como ocurre en la actualidad. Porque el autor halla en el sentido moral de aquél, de su fábula, dos niveles: el del poder de la imagen y la fábula CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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del poder político. Para sólo tocar éste, repitamos sus palabras: «cualquier deseo excesivo de control y dominio» desemboca en la injusticia de «regímenes políticos basados en modelos utópicos trashistóricos». (En otro lugar, hemos dicho: A los veintitrés años, Bioy Casares comienza a escribir su novela La invención de Morel, que se publica en 1940, a los veintiséis del autor. Poco después, en El Universal de Caracas (19 de enero de 1941) se dice que «a los efectos de la narración, lo mismo habría podido ser la nacionalidad de nuestro héroe argentina o mexicana». Como se sabe, ese protagonista –«se me acusa de un crimen, he sido condenado a prisión perpetua y es posible que todavía mi captura sea la profesión de alguno, su esperanza de mejora burocrática»– huye desde Caracas y logra refugiarse en una isla desierta, donde, sin embargo, va descubriendo a gente que de manera rigurosa dice y hace las mismas cosas. Entre ellos está Faustine, una «inmensa mujer» que le fascina y de quien se enamora con delirio. En efecto, la isla no posee nacionalidad definida, aunque el mar de Venezuela está salpicado por islas, como la legendaria Cubagua y la muy modernizada Margarita, y el protagonista –venezolano– repita estrofas del himno nacional, mencione la pintura de Tito Salas, decorador de la Casa de Bolívar, se refiera a la Roca Tarpeya, a Los Teques, La Guaira, al Panteón, a los túneles y la autopista, a La Pastora, los frailejones andinos, al casabe, a la fábrica de papel Maracay, y hasta recuerde a El Cojo Ilustrado y al Nuevo Diario. Venezuela, como su patria, es mencionada tres veces; Caracas, cinco. Y la decisión del joven Bioy de concebirlo como un perseguido y hacerlo exilar desde esta ciudad, justo cuando en 1937 la reciente muerte del dictador venezolano debió ser noticia fresca en América, no puede ser ignorada: la cruel fama del tirano bien podía justificar un personaje que escapa para salvarse. Es cierto, entonces, para la Venezuela de aquel momento La invención de Morel en nada se relaciona con el criollismo de Gallegos, pero su vínculo es más profundo: es el de la injusticia, la persecución y la muerte, habituales procederes políticos de aquellas décadas y que, cíclicamente, parecen haber vuelto ahora a nuestro país). Pero debemos acudir ahora a la espléndida parte ii del libro: «Reveriana». 139
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REVERIANA
Ahora recorro la sección Reveriana del libro de Luis Pérez Oramas y compruebo que el nombre del artista ha ganado en popularidad, ya no está en un posible sótano, y en tergiversaciones. Su imagen transita Caracas con el metro, pero las autoridades actuales parecen querer destacar en ella únicamente su aspecto de pobreza, de descuido. No se lucen las obras de esplendor azul o dorado (más fáciles de percibir y para atraer a un público apresurado y desconocedor) o el rostro del joven aristócrata que se preparó para crearlas. ¿Reveriana?, me digo, ¿por qué ese sonido? Quizá por su resonancia francesa a la ensoñación, al delirio de Baudelaire; quizá porque el contenido constituye una alta meditación. También porque para entonces el muy joven Pérez Oramas estaba en París y porque la sección se despliega sinfónicamente en cuatro segmentos. Y porque sus escalas guardan una oración. No tengo las fechas exactas en que el autor redacta las partes de Reveriana, pero, desde luego, para entonces la bibliografía sobre el pintor, iniciada por Alfredo Boulton y seguida luego por Guillermo Meneses, Juan Liscano y Juan Calzadilla ya habrá encontrado una amplia multiplicación. Hemos escuchado la confesión de Pérez Oramas sobre sus creadores venezolanos predilectos (Reverón, Gego, Bárbaro Rivas) y comentado cómo el viaje a Francia y sus estudios estimularán en el joven escritor una ansiosa vinculación con lo que ya se popularizaba como globalización. Pero no encuentro términos para caracterizar la subterránea, arcaica y recientísima forma de enamoramiento que arrastrará al joven autor hacia una absoluta comunión con la obra del pintor, con el pintor y su obra. Comienzo por recordar que, según nuestro crítico, la obra del artista nunca derivó de un proyecto, sino que, haciéndola, se convirtió en un efecto, resultado de la «imponderable inteligencia plástica» de la gestualidad reveroniana o de su «potencia sobreperceptiva». Lo cual es destacar un hacer de singulares características: «De ello se infiere que el hombre vivió en la certeza pragmática, en el ejercicio ininterrumpido –salvo cuando la enfermedad lo aniquilaba– de una inteligencia como hacer, de una sabiduría del arte como conocimiento incisivo del mundo y de su materialidad, interviniendo para transformar en acto las potencias estéticas de la materia, del arte hasta su casi nada, en el orden de la instalación objetal […]». CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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Y, como ha sido reconocido, con su trabajo, Reverón convierte la materia en luz. Los periodos cromáticos señalados por Boulton giran alrededor de esta matriz, no hay duda. Sin embargo, (aunque después parecería oponerse, matizarse a sí mismo) Pérez Oramas encuentra en la elección del artista mucho más: «Reverón deja atrás la socialidad mundana de los suyos para convertirse, justamente, a la luz»; solo así puede descubrir «que la luz absoluta conlleva la desaparición de lo visible» y lograr la ilimitación de la pintura: «un paisajismo implícitamente abstracto»: despojamiento que conduce al «fin de la representación». O a ese «estadio crítico de la representación», tras cuyo «agotamiento sublime de la visibilidad, subsiste una materia visible, un cuerpo resistente, una objetalidad». No recuerdo que otro estudioso de Reverón se haya detenido en su aplicación u obtención atmosférica de los grises. Aparte de las ya mencionadas etapas cromáticas, se abunda en el elogio de los blancos y sepias. Pérez Oramas recorre los grises con cierta frecuencia y, aparte de su carácter concreto, anuda a ellos interesantes sentidos. Por ejemplo, para sintetizar, cuando considera los grises de Reverón como «de una melancolía absorta, de una mirada absorta, absorbida y obnubilada, llena de sí». Modulación cromática que nos conduce a otra inesperada percepción. La inicia su autor indicando que sobre la modernidad de figuras, ahora extenuadas, similares a las majas goyescas, a los autorretratos velazqueños, persisten las «sombras de cierta historia del arte». La apoya en la decisión vital del pintor al instalarse para siempre en «su castillo de sombras»: sorprendente paradoja para el hogar de la luz caribe. «¿Por qué Reverón, que fue como Tiziano el pintor de una luz que da vida, conduce su pintura, como Tiziano, hacia las sombras?» Quizá, se responde Luis, porque quería «mostrar que en pintura la luz sólo es posible a contraluz» o porque «Reverón es la mejor encarnación americana de una obra de luces aparentes […]», de «una obra de sombras que difieren la luz o que la significan y la muestran en su diferimiento». Y también y fundamentalmente, podríamos añadir, por otra razón que comentaremos pronto. No menos asombrosa es la otra contemporaneidad descrita por Pérez Oramas, a la cual podemos concebir, en un grado, como una coincidencia vital y, en otro, como una corrección del futuro. Así, nos invita a sentir en la obra reveroniana la circulación de acentos de Nicolás Poussin y Pierre Bonnard, de Malevich y Ma 141
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tisse, de Courbet, Marino Marini, Giacometti, Morandi, Balthus, De Pisis, Carrá, Capogrossi y Picasso. Y a reconocer (o a dudar) acerca de si una imagen pintada por Reverón no parece firmada por creadores que, entonces, en 1950, iban a ser los hacedores del futuro pictórico: Jackson Pollock, Richard Diebenkorn, Willem de Kooning, Rivers, Robert Ryman, Cy Twombly. Por lo tanto, no sólo extremar la sensorialidad impresionista o dejar atrás sus preceptos sino adelantarse a realizar una «pintura de acción», que lo hace bordear un «protominimalismo» y sugerir marcas informalistas así como practicar para él solo, o ante y con sus visitantes, ejercitaciones arquitectónicas, que abonan la inmediatez de la «instalación»: no sólo esto, sino vertientes que aún reposan en el futuro, que palpitan en la obra imprevisible (y ya conocida) de Reverón y en la «historia» que la visualidad nos reserva, parece sugerir Pérez Oramas. Y al notar todo esto ya estamos en la escena singular de sus objetos. Que también han atraído la atención de varios estudiosos. En 1979 la Galería de Arte Nacional me solicitó escribir un ensayo sobre ellos, ya que, al reunirlos en su colección, pude frecuentarlos con raras emociones. Entonces y ahora, al quedarme solo con esas piezas, involuntariamente recorro una gama de sensaciones: curiosidad, admiración, compasión, asco, envidia, temor. ¿Qué me dicen? Nunca he podido saberlo. Pero lo constante ha sido advertir la energía de su existencia. Son. Entre junio y septiembre de aquel año redacté el trabajo que titulé Análogo, simultáneo, en homenaje a otro autor amado, René Daumal, cuya montaña posible me hizo comprender de cierto modo el castillete, las cosas, las muñecas de Reverón. La hipótesis de esas líneas, hipótesis cierta para mí, es que los seres comunes debemos conformarnos y gozar con nuestra vida diaria. Al artista –cualquiera que sea– le es dado el talento, la inventiva, el ardor para dibujar o crear sus cuadros: produce un universo. Pero creo que únicamente un genio como Reverón necesitó sustituir estos dos niveles del mundo por un tercero: creando una realidad paralela y simultánea, donde vivir. Castillete, objetos, animales ficticios, teléfono, piano, mujeres. Un mundo tercero (o primigenio, desde otro punto de vista) y análogo que concede ininterrumpidamente la felicidad, el juego, la articulación deliberada del arte. Si antes hemos presentido el desconcierto de Platón, ahora lo confirmaríamos. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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Pero esto que en la vital e iluminadora interpretación de Pérez Oramas equivaldría a aceptar un rasgo mayor en el rango creador de Reverón, en su borgeana condición de precursor. Pareció. Los objetos, para Pérez Oramas, adquieren esta significación: «Esqueletos de alambre, pajareras, abanicos de hojalata y plumas, maniquíes de una acedia tropical: hay en estos objetos una radical opción de sentido, una forma espontánea de definir el arte en su propia esquematicidad lúdica e incesantemente reformulable. El movimiento de la obra reveroniana es coherente, desde la epifanía del soporte hasta esta manifestación del arte como objeto». En párrafos que perturban, Pérez Oramas habla de cómo Reverón sustituye los modelos vivientes por muñecas de trapo en sus cuadros. «Doble signo de la infimidad del arte», aduce, porque ese «artificio de pobreza extrema permite entonces a la pintura la operación de su reversión autorreflexiva: el arte se refiere al arte». Llevadas al cuadro, el crítico comprende así las figuras de esos muñecos: «Las imágenes arcádicas que han nutrido el cuerpo del arte moderno contienen, pues, de forma sistemática, algunos elementos comunes: todas evocan una escena de origen, todas representan –paradoja de un arte instalado en plena crisis histórica de la representación– un mito originario; todas interpelan al espectador de la pintura hasta el punto de ser, como en Las señoritas de Aviñón, a la vez escena sexual de origen y escenografía íntegramente habitada por figuras pictóricas cuya función consiste en mirar fijamente al espectador y hacer, como lo sugería Alberti en su célebre Tratado, señas para indicar lo que allí sucede, lo que ellos, personajes omniscientes, sabían desde siempre. La mirada de estos personajes suele, pues, ser inexpresiva: ninguna sorpresa puede acompañarla porque se trata de un saber sin fondo y sin medida. Desde Manet, como lo ha sugerido Bataille, la escena pictórica moderna se confunde con una mirada indiferente, con un rostro impávido, congelado, neutro, apático. La pintura, deshaciéndose o simplemente haciéndose plana, reduciéndose al estatuto de una pura escritura sobre el lienzo, desde su superficie, desde su superficie apática confronta sus propias figuras con la presencia virtual de un espectador hipnotizado». Reverón, desde el impresionismo tardío hasta la puesta en escena de un universo objetal, ejecuta las versiones plásticas de la modernidad, según Pérez Oramas, quien acepta: «fue a su manera 143
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frondosa un hermético y como tal dejó algunas verdades inscritas en la ultimidad solar de su pintura: manchas de paleta, pelos de mono, excrementos de animales que hacían densas sombras y jugos de frutas que daban un amarillo intenso […]». A lo cual añadiría yo, en objetos o pinturas, frotaciones de arcilla, semen, trazos con ramas y hojas. Nada extraño para un «hermético» o para la inmensa tradición que halla en el arte ciertas expresiones escatológicas, tanto en los secretos egipcios y latinos como en las rebeldías medievales y, desde luego, en el humor y la sátira (Rabelais, Swift). Y que alcanza su más brillante momento en la novela Domar a la divina garza del mexicano Sergio Pitol. Pero debemos cerrar este acompañamiento a las secciones sinfónicas de Reveriana. Y para hacerlo puede ser oportuno recordar que, sin duda, ya en el museo imaginario de la cultura venezolana hay obras de Reverón que son paradigmáticas: La cueva, Cinco figuras, El playón (con sus variaciones), Rancho, Luz tras mi enramada, entre otras. Pérez Oramas se asoma, sin embargo, a La maja criolla, en la cual, comprendida por él desde diversas resonancias detecta «una cúspide pictórica» y así lo explica. «La maja criolla es, pues, el retrato de la isla enunciativa reveroniana, “rancho” interior desde el cual se repite la diferencia de la pintura con la luz y al mismo tiempo “castillete” en el cual se escenifica la diferencia de Reverón, enmascarado, con el mundo exterior, que añora en las ventanas sobre una nube blanca, lejanísima, como un látigo de luz incontenible. En La maja criolla, Armando Reverón se dice a sí mismo como sombra contrastada de luces y como máscara. Y con haber logrado en esta obra una cima pictórica en la que todos los gestos son sombras y todas las sombras son rastros de la inscripción plástica, en la que todas las sombras son suplementos de la ausencia de luz y todos los rastros son recursos de una inscripción pictórica en la que nada resulta artificiosamente suplementario, no deja de ser este cuadro una escena preocupante, la inquietante escenografía de un sepulcro, de una tumba abierta con sus mujeres al borde, en la que yace el artista emblemáticamente figurado como un personaje irreconocible, impresentable». Finalmente, un acorde que ha estado resonando en el libro desde el texto dedicado a Velázquez y Las meninas. Una anunciación. Ya en otro comentario a La maja criolla, el autor destacaba «la figura de un yacente que posa sobre su sexo un ramo de flores». Como parece, ese yacente es Reverón mismo en un autorretrato con «forma de túmulo», suerte de «ferétro pictóriCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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co». Y la pintura toda de Reverón «el deseo de hacer una pintura prodigiosa –como un sudario–». Porque Pérez Oramas ha ido advirtiéndonos de cómo los últimos autorretratos del artista son sudarios en los que, al desnudar los soportes del arte, se abren «las cavernas vacías de la visión». Porque también su modernidad se nutre de una «autoconstitución traumática de sí mismo», en que las escenas –paisaje, origen de la pintura– contienen «la materia misma del arte como trauma». Y cuando el creador dejó atrás al Ávila y a la pintura habitual en su Caracas, asume para su conducta y su arte un «sentido apocalíptico». Estamos ya en pleno centro del acorde o de la oración que, como un diluido soporte, navega en la actitud crítica y en muchas de las percepciones plásticas de nuestro crítico: «Habría que leer entonces –le sugiere hacia Reverón la Arcadia, el «primer paisaje de la pintura occidental firmado por Giorgione de Castelfranco y titulado La tempestad– aquella página del Génesis en la que la voz lejana habla. La voz lejana de Dios que la pintura, como el trueno, es incapaz de figurar y que sus silencios significan como un rayo lejanísimo». Pero no son sólo los autorretratos últimos, también en el inicio, en la elección y construcción del castillete, para el crítico, Reverón elabora un modelo de aislamiento «en el sentido epifánico de espacio para la singularidad de un cuerpo». No pretende nuestro autor que Reverón fuese consciente de estos pasos, pero se ve obligado a mencionar el «rostro de profeta», al retratarse (máscaras, cuadros) en su dramatis persona, sobre todo en la Máscara (autorretrato): desolladura, despojo, piel vencida, muestra de lo «que queda de la escena de un martirio». Y, como las palabras de Pérez Oramas son insustituibles, veámoslo cerrar (y cerremos con él estas variaciones Reverianas citándolo: «¿Cómo no pensar que al hacer depender la presencia de Reverón entre nosotros de su propia y patológica impresentabilidad, sin pensar lo que ello significa como estructura de sentido y como estrategia de significación, no hacemos más que ver sin comprender la presencia de sus despojos desollados, la presencia mórbida de su sarcástica deformación? ¿Cómo no pensar que de esa forma se sustenta, entre nosotros, más allá de todo pensamiento crítico, una presencia del artista como sujeto deforme? ¿Cómo no ver en ello una condena irremediable, y dramática, de la enunciación a su aislamiento? 145
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Reveriana: tramado musical, oda y réquiem, texto poemático en el que Pérez Oramas, escritor puro, se sumerge hasta convertir su inteligencia en materia y pigmento reveronianos; ensayo crítico de primer nivel que conjuga la epistemología, la genealogía, la antigua retórica y las poéticas plásticas (una imagen sobre otra) para revelarse a sí mismo, a la vez que rehace con su estudio el arte de Reverón, para presentir sus metamorfosis en la percepción futura. 4
¿Cuáles son los contornos objetivos de una personalidad poética? Sin duda los que establece su existencia misma: familia, topografía, educación, su biografía toda. Y, dentro de esto y sobre ello, la voz de los poetas en que el individuo va reconociéndose. Y ¿cómo acercarnos a esa atmósfera intangible? El modo más sencillo, que seguiremos aquí, estaría en releer los epígrafes marcados por un autor dentro de su obra. Así, podemos distinguir, en el libro de Luis Pérez Oramas Salmos (y boleros) de la casa a clásicos como Arquíloco, Petrarca, Cavalcanti; a Góngora, Blake, Hölderlin; a Cavafy, Villaurrutia, Montejo. Y al trágico, irónico, Salustio González Rincones, cuya obra, rescatada por Jesús Sanoja Hernández, insufla desenfado, humor y versatilidad a la oleada de poetas que nos llega con «Tráfico» y «Guaire». En La gana breve los elegidos son contemporáneos: Celan, Valente, Mario Luzi. Para Gacelas y otros poemas (1999), el título nos acerca a Goethe y a Lorca. Pero en Luis este cántico de remoto origen persa, árabe, turco, que en esas culturas podía integrar la casida y alojar un elogio, piropos, separaciones, es manejado, como resulta habitual al autor, en versificaciones cuidadosas, pero de ritmos libres y con proximidad oral. Por momentos, en oblicuas alusiones a personas y lugares, sus textos parecen extraídos de nuestro tarén milenario. El conjunto, dividido en tres partes (Las cosas, Los paisajes, Las gacelas) se vincula abiertamente con dos «figuras» del libro anterior: una breve mención a Tatá y la ekphrasis sobre Twombly, que ahora se extiende hacia una cita mayor y múltiple con pintores de 1500 y 1600: Hans Leu, Joachim Patinir, Claude Lorrain, Nicolas Poussin. También hacia Waltercio Caldas. Poemas de compleja gran belleza y nítida exposición se turnan con versos de perturbadoras verdades («Perder palabras; CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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¿Quién glosará nuestros pequeños tiempos?; Tú buscabas un cuerpo / para encontrar tu cuerpo; la lengua de la entrega en el olvido; Desconocíamos algo que no es / lo que no conocemos; el cubo perfecto del amor y la memoria; el silencio / sigiloso instrumento de altos filos») y el libro entero vuelve a dos soportes: la imagen de brazos amados y el ritornello de ascenso y caída, subida y bajada, lo lleno, lo vacío. Será en un exquisito libro-miniatura: Gego. Anudamientos (2004), concebido por Álvaro Sotillo y con fotografías de Gabriela Fontanillas, donde Pérez Oramas nos colocará en el dulce dilema de creerle: «¿No consiste la poesía en colocar el centro de nuestros ojos en el ruido de la voz, en la música del canto, en la soledad sonora del sentido, en la palabra que es su propio centro y su destino y no, ya, un puente que se olvida cuando se ha llegado a otro sitio, cuando se ha tocado con ella la cosa que ella nombra?». Treinta y tres poemas contiene Prisionero del aire (2008), cuya disposición y cuyo motivo central, al comparar el conjunto con los libros anteriores, desprende la impresión de la espontaneidad de aquellos (aunque no es así) ante esta elaborada sucesión. Se inicia y contiene algunas «gacelas», volvemos a encontrar otro poema «de las cosas», no hay pintores pero sí más formas pictóricas. El libro gira de manera central sobre tres de los sentidos: tacto, visión, gusto. También asoman temas con mayor énfasis que en los anteriores poemarios (los toros, los cuerpos); y una novedad: la sensibilidad hacia la vejez. Pero el poeta ahora se reconoce como «prisionero de la voz / que escuchas cuando duermes / como el eco de tu lengua / en otra lengua» y, sobre todo, «prisionero del aire […] en la urdimbre callada de los tiempos». Con lo cual, como hemos dicho, estamos ante el núcleo del libro. Y cuyo azogue no debemos inmovilizar ni definir porque corresponde a una mezcla de emotividad y semen (inteligencia), de lo nunca posible y su entrega, de tiempo anulado, de vivir en otro, de nostalgia, deseo de repetición y milagro escrito. Tonalidades difíciles de hallar en algún otro poeta. Por lo menos la mitad de la obra contiene invocaciones, retrospecciones como estas: […] buscamos fútiles la escena en la que no estuvimos nunca… (La familia) 147
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Y escuchas que te llaman con la misma voz de siempre desde una exacta distancia inalcanzable. (Repetición y duelo) ¿Cómo los días de tu vida que otros transitaron por ti…? (Prisionero del aire) Brillará tu voz cuando me hables en el sueño de los otros que te velan (Brillará tu voz) Tras todo lo cual «como quien entra al cine», acude la seca vigilia de la muerte. En la «Didascalia» de La dulce astilla (2015), el autor añade al final –¿cómo hubiese gustado a Marcus Cornelius Fronto?– algunas referencias a lugares, autores y momentos en relación a los cuales fueron escritos los poemas. Seguirlas conlleva una recompensa y un peligro –vislumbrar tras las puertas de la Arcadia un tanque de guerra pintado por Ian Hamilton Finlay; sal en los pies de Ulises, al rememorar a Svetlana Boym o fugaces partituras de Max Richter, y poetas (Padeletti, Cabral de Melo Neto, Gragera, etcétera) tras de poemas–, no hay duda, seguir las referencias proporciona la riqueza de una escalinata de resonancias físicas y psíquicas que el lector, si las atiende, no puede menos que agradecer. El peligro, no para el autor, estribaría en que al obedecer tal proposición el lector cree que para tocar la riqueza y autonomía de los textos necesita de otro impulso que lo centre solo en la realidad matérica de los mismos, en su concentrada economía. Y no es así. Prefiero, entonces, leerlos mucho antes de acudir a las sugerencias que nos ofrece el autor fuera del cuerpo total de aquéllos. Esta vez el libro no presenta subdivisiones señaladas, pero en verdad se modula en seis tonos, distintos y complementarios, aludidos con epígrafes. Los rasgos de la versificación son similares a los de obras anteriores y el conjunto bien puede ser concebido como un trabajo de síntesis. En principio por la plenitud de la edad en el poeta; manera de decirnos que debido a su exCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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ploración, absorción y reflección vital puede colocar sentimientos, pasiones y concepciones mentales en capas sucesivas de su reflexión; y ubicarlas o extraerlas de su propio pasado individual y colectivo porque intuye, calibra el presente de su arte y porque sabe presentir las proyecciones que todo aquello puede originar. El «vidente» rimbaudiano usurpa al hombre cotidiano cuya piel natural es frotada o convertida en transparencia por la desnudez esencial de carne y huesos. Y así nos entrega, por lo menos, seis poemas extremos de imantadas y diversas resonancias: Solo tiembla la verdad, Stamboul, La dulce astilla, El lugar del ángel, Pastor de pampas invisibles, Little Sparta. No de otro modo puede sentirse cómo una angulación de sus otros libros, adquiere aquí presencia natural e insistente: la imagen de la sangre, próxima al pan o al caldo modesto del arroz (los cuerpos); la del lugar en la casa (casas erguidas, vuelta a la casa, las tres oscuras casas), el momentáneo «país de la alegría / el diálogo, el rumor, la luz, las horas» donde desemboca el mundo: «cuando el tejido artificioso de las alas / del mundo te traía / comercio de incesantes despedidas / comercio de llegadas y salidas». Un todo nuevo que acude a ecos de poemarios precedentes. Porque si algo posee la poesía de Luis, quizá más allá de su fidelidad a los clásicos y a Gorostiza, es concreción. Su riqueza afirma en ello una clave mayor; todo en estos versos es táctil, practicable, próximo. No importa que se convierta en pensamiento, el contacto con la realidad salta desde cada línea y reclama o impone su consistencia. Y quizá en esto resida uno de los vínculos para la fluida vía que une, dentro de él, al crítico con el poeta. Tal cosa sería tema para un estudio especial. Aquí solo queremos indicar que, al leer su poesía, somos conducidos a una rara frontera entre lo visual y la abstracto, entre la percepción del artista crítico y del poeta puro. Él mismo se dice: ¿Qué parte del mundo Puedes reconstruir Con esta poca línea Entre las pocas Que no dicen? ¿La línea de Apeles y Protógenes (pictórica) o la del escritor Pérez Oramas (escrita)? Pero sin duda: una línea fugaz / su caricia de carbón (la línea): líneas donde otra línea es sombra (el lugar del ángel). Línea visible o invisible que origina el poeta mismo o que adviene a él desde imprecisables entornos. 149
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En el último poema del libro anuncia o reconoce: «Te quedarás […] expuesto en las palabras que cubren tus palabras». Es su verdadera herencia «como la línea recta e invisible / incorpórea, inanimada / que yace en los meandros de la vida / hasta la muerte». Porque lo que han cubierto sus palabras (su escritura) es este libro, y los otros. Y en ellas encontramos al vidente, atravesando tiempos, lugares e imágenes y trayéndonos su percepción, vívida, corporal de amantes, manchas, formas, espinas de los cánones, del padre, del almuerzo desnudo, de una sierva –¿Tatá?–, de la noche de la radio / materna, de ciudades, de los dioses griegos, de ninfas y sátiros, de olivos y uvas, de la eucaristía. El repertorio acústico y silencioso de una poesía aislada, personal. 5
Habíamos mencionado antes, respecto de la poesía de Luis Pérez Oramas, que La dulce astilla parecía envolver y renovar su trabajo anterior y traerlo hacia nuevos cauces. Esto se vuelve radical con su excepcional ensayo La inminencia de las poéticas (ensayo polifónico a tres y más voces, publicado en Caracas en el 2014, aunque tuvo ediciones en portugués e inglés en 2012 (Bienal es Babel), para la Bienal de São Paulo de ese año. Aquí todo es futuro, incluido el pasado mental del autor. Una trans-formación de la coherencia, si esto es posible. Tal vez el autor no había escrito antes algo tan audaz, severo y, no obstante, pleno de temblor como estas páginas. Nociones intuidas, inventadas por él o recogidas de su frecuentación a sólidos pensadores, teóricos y críticos aparecen aquí lavadas, concisas, personalizadas y, sobre todo, presentadas como prospecciones. Estamos ante un manifiesto crítico sobre la sociedad actual, el comercio del arte, la impostura de bienales y premios, festivales y ferias, de curadores y falsos exégetas; manifiesto basado en una cultura filosófica de la visión, en la plenitud de un ojo que sabe ser analítico y sensible a las obras artísticas consagradas por la humanidad a través de los siglos y al trabajo oculto, de los márgenes, tapado por la parafernalia mediática. Un manifiesto que invita a desconfiar de la fama transitoria, de los acomodos financieros sobre las obras, de la conversión del mundo y los seres en una estricta igualdad, en una geografía estética idéntica para todos. Y a considerar que ese tópico, tan citado por el autor desde 1995, el sitio, el lugar del arte, adquiere condición material ineludible no sólo, como sabemos, en las CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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obras de arte, sino también entre nosotros, en cada región del planeta. En nuestra América. No podemos abarcar la extensión de sus conceptos y las implicaciones y argumentaciones de los mismos. Pero sí, como haremos en seguida, asomarnos a algunas de sus direcciones. Su desarrollo parte de la concepción misma de bienal, que podemos generalizar como museo, concurso, edición electrónica, premio, grupo, colección virtual, academia o fiesta: situación cualquiera en que se celebre o exponga el trabajo estético. Por ello el autor transforma el vocablo en babel: porque sucede «hoy que el mundo se resiste, cada vez más, a ser objeto de reducciones» y se manifiesta «como una cacofonía indescifrable en su totalidad, a veces maravillosa; otras desesperante». «Es imposible ser global», por lo tanto, ya que aunque estemos interconectados, somos también «más impensables», menos aptos para ser reducidos, controlados. En América, «nuestra última tragedia» sería, justo ahora, continuar imitando, cuando lo importante está en «aprender a ser locales, a estar situados: a reivindicar un lugar en el mundo, a pensar desde un lugar». Aunque «ser locales» no es «ser localistas. Al contrario: es la única posibilidad de construir una verdadera perspectiva internacional». Reconocer que estamos en nuestro lugar es ya saber que somos «diferentes». En este «desafío babélico» el crítico, el curador y, desde luego, el artista deben comprender que entre las obras hay una voz vinculante. «No hay vínculo sin diferencia». Y, como hipótesis curatorial de sentido, en este terreno, «se trataría de recordar que no existe percepción significativa de una obra de arte sin que detrás resuene de alguna manera un texto, una voz, un discurso». U otra obra. No me detengo aquí en las «dos enfermedades principales» de la cultura occidental –según Pérez Oramas en su discurso crítico–. Una de ellas es la edénica, infantil, que hace accesible y fija toda realidad, siempre. Y que permite la fe en el tabú; otra, «la simulación del foro global», con su banalización, su infinito y estéril parloteo. El «abuso de las artes del comentario» (en artistas, críticos, curadores) imposibilitan el diálogo, cuando «se trata de reconocer que la objetividad discursiva, el comentario, la alegoría –más que el símbolo– han vuelto a formar parte central de las prácticas artísticas». Y así el autor nos coloca frente a la más antigua tradición del discurso en su comprensión de todas las artes: la vieja retórica y 151
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la antigua poética, aplicadas «en un espacio que ni las banalice ni las explote para ancilares beneficios mercadotécnicos». No en vano su incesante atención a los clásicos (de la pintura, de la teoría) y a los contemporáneos (críticos, pensadores) imantó su adhesión a los centros y suburbios de la poética. Ahora nos hablará desde ella o, mejor dicho, desde ellas, porque en Pérez Oramas el poeta y ensayista, los ecos de la retórica acuden para dar vitalidad a sus argumentaciones y para «hacer con palabras» el universo de las artes. Pero, sin duda, su poesía y su pintura (entrar al cuadro no es sólo comprenderlo; comprender la obra es hacerla, rehacerla), cuando las crea Luis mediante su acción crítica, se vuelven trabajo realizado con algo que va más allá de las palabras o que originan una poética con la palabra y todo lo demás. «El retorno de la poética al centro de nuestras discusiones serviría, entre otras cosas, para detener la diseminación de un rol, que se propaga»: el del experto en nada, ese crítico, periodista, profesor o curador que, como un fantasma anacrónico, habla en nombre del arte, llegando al extremo de no decir nada. Por eso el artista local debe ser atendido desde su silencio o su distancia, desde el «espesor archipielágico de la vida: su lugar y su no-lugar: su entre-dos». Para la bienal (para la crítica y el estudio), Pérez Oramas propone enunciar una relación analógica (y por lo tanto también disímil) entre las obras. De tal modo que al presenciar (al conocer, reconocer) cada obra, no olvidemos que estamos frente a «una sumatoria» –en presencia, en ausencia– de individualidades: «como si cada obra fuese potencia de otras obras, fruto de vínculos aún impensados que sólo se hacen manifiestos en el encuentro, en la experiencia» (física o mental). Porque no debemos abandonar el lugar de la semejanza y la desemejanza: vínculo concreto, invisible o posible entre todas las obras de arte: «el universo de las poéticas es también, necesariamente, analógico y la inminencia de las poéticas implica cada vez dar lugar a una posibilidad, a un nuevo vínculo». Las obras de arte, así, no serían objetos portátiles de una argumentación curatorial sino sus «objetos apropiados», para nuestras «necesidades de sentido» y para las hipótesis de sentido entre las obras. En síntesis, obras que se comprenden o se relacionan con la palabra clave: la analogía. Todo esto: el artista y su lugar, las obras como encarnaciones de sentido –para nosotros, entre ellas, su analogía con arte, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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vida y tiempo– constituiría un campo para las poéticas, en este mundo saturado por la «plusvalía» de la imagen, el abuso de ella. Pérez Oramas rememora en los bordes de la inminencia de las poéticas dos textos antiguos, pacientes de olvido: Los iconos de Filóstrato, donde se describen sesenta y cinco cuadros reales o ficticios y el Tratado de los vínculos del desafiante, trágico, sabio, celeste e infernal Giordano Bruno. «La inminencia de las poéticas quiere hacer explícitos los vínculos entre (las) obras y (los) artistas, sin imponerlos como necesarios y sin disimular sus diferencias»: filosofía y método: novedosa mirada al pasado (es lo que ha hecho Pèrez Oramas durante años), reconsideración del presente (giros en la propia percepción del autor), vislumbre de vínculos por venir: una totalidad para abordar lo inesperado, para extender la percepción, para reanudar la historia. No hay duda: este ensayo, polifónico e implacable, redefine muchas características de lo que ha sido considerado arte y, sobre todo, de lo que las historias del arte nos han dicho. No para consagrar la actualidad de las audacias y las improvisaciones, sino, sorprendentemente, para hallar en lo recóndito, en las lejanías del tiempo y del cuerpo sus más enigmáticas constantes porque, al fin y al cabo, el arte no es más que uno de nuestros cuerpos, tal vez el más inconstante y duradero. Como puede verse, aparentemente la excusa para escribir este ensayo fue la Trigésima Bienal de São Paulo. Pero en su contenido desemboca no únicamente toda una existencia arraigada en la estética y una súper cultura visual –popular, clásica, recientísima–, sino también interrogantes, dudas, persuasiones y riesgos sobre el lugar, las características, la ambigüedad, lo transitorio y permanente de aquello que es o ha sido concebido y considerado como arte. No debo abusar tratando de interpretar este ensayo. Y tampoco soy capaz (me falta cultura artística) de hacerlo. Pero insisto en algunos de sus detalles o surcos analíticos: «cansado de ver como los agentes del “mundo del arte” imitan la práctica colonial de estar cinco minutos en los rincones lejanos de la tierra y sacar de allí artistas exóticos, para su uso público, intelectual y económico», Pérez Oramas comienza por excluir esa acción y dar prioridad al lugar desde donde nace la percepción del arte, nuestro lugar, visto con la experiencia propia y lo limitado del conocimiento local. 153
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Desde donde estemos, debemos buscar obras significativas y a veces olvidadas, porque «no ignoramos que ignoramos». Eso es parte del aprendizaje de ser locales no localistas, porque, como citamos ya «es la única posibilidad de construir una verdadera perspectiva internacional, más allá del constreñimiento nacional». No es la autoridad de las escrituras curatoriales, sino la perspicacia despertada por el vínculo entre ellas (por el vínculo entre las obras) lo que puede reivindicarse y reivindicar el espacio indefinido –cada vez más indefinido del arte–. Sólo así se podría saber de qué se habla, qué es y cuándo y dónde está lo decible en el arte. Lo otro sería la banalización de los discursos o aceptar el bazar enunciativo. Ante lo cual, a lo Wittgenstein, lo mejor sería callar. Permítanme dos detalles más para terminar este escaso acercamiento a tan espléndida publicación: la manera como, llevado por Aby Warburg, Luis Pérez Oramas va encontrando en la imagen (de pintura, dibujo, etcétera; de la selva o la ciudad) el raro vínculo, la diferencia o la igualdad extremas, entre el animal y nosotros. ¿Acaso no pertenece la imagen al reino animal? ¿Habla la imagen, qué nos dice? Nos une a ella una espera, una inminencia. «La inminencia es nuestro destino, lo que no sabemos» escribe el autor. Y allí entra la poética, el hacer con los sentidos, con los ojos o las palabras, la realidad inmediata o la realidad del arte. Ha aludido Luis a la antigua retórica, sin duda marco apropiado para que surgieran las remotas poéticas. Y ellas figuran bajo los nombres de Aristóteles u Horacio, con sus exigentes reglas –y sus licencias–. Pero, siglos más tarde, Boileau comenzaría a tratarlas con desenfado e irrespeto. Y el Romanticismo las convertiría en fragmentos, en delirios, hasta desembocar en su factura personalísima, como son practicadas en el siglo xx y el xxi. También Pérez Oramas, en el texto suyo, sabe que exposiciones, crítica de arte, curatorías, salas, poéticas, sobre todo hoy, ante el régimen digital de la cultura, deben pertenecernos como un bien democrático: porque, dice él, «la ciudadanía reposa en la decisión comunitaria, en el tomar lugar consciente y en el ser parte intencional de una comunidad o ciudad». Hoy estamos en presencia de un superior documento mental y manual (¡Oh, Gracián!) sobre el arte –en cualquier lugar del mundo–.
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BIBLIOGRAFÍA · Luis Pérez Oramas: Salmos (y boleros) de la casa. Monte Ávila Editores, Caracas, 1986. –. La gana breve: Pequeña Venecia, Caracas, s/f. –. La década impensable, Cuadernos del Museo Jacobo Borges, Caracas, 1996. –. Mirar furtivo, CONAC, Caracas, 1997. –. La cocina de Jurassic Park y otros ensayos visuales, Fundación Polar, Caracas, 1998. –. Gacelas y otros poemas, Editorial Goliardos, Caracas, 1999. –. Gego. Anudamientos, Sala Mendoza, Caracaas, 2004.
–. La resistencia de las sombras: Alejandro Otero y Gego, Colección Cisneros, Cuaderno 8, Caracas, 2005. –. Prisionero del aire, Pre-Textos, Valencia, España, 2008. –. La inminencia de las poéticas (ensayo polifónico a tres y más voces), Sala Mendoza, Caracas, 2014. –. La dulce astilla, Pre-Textos, Madrid, Valencia, España, 2015. · Enrique Planchart: La pintura en Venezuela, Edit. Equinoccio, Universidad Simón Bolívar, Caracas, 1979.
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Matar al mandarĂn Por Juan Fernando Valenzuela MagaĂąa
SERPIENTE DE VERANO
Una sensación de nostalgia imposible nos recorre al leer un periódico más viejo, mucho más viejo que nosotros. Es verdad que en nuestro mundo la obra afortunada tiene por destino un brillo efímero, un rápido consumo y un pronto olvido, pero también es verdad algo, en cierto modo, opuesto: de ése y de más antiguos olvidos podemos extraer cada vez con mayor facilidad lo que en él cayó y calló. Tenemos a la mano textos rescatados otrora reservados al pequeño grupo de los investigadores especializados. Una voluntad de totalidad alienta tanto en la digitalización del presente como en la reconstrucción del pasado con medios tecnológicos inimaginables para quienes lo vivieron. Así que nada cuesta tener en la pantalla, por ejemplo, L’Intermédiaire de chercheurs et de curieux, un periódico francés al que la gente hacía preguntas que eran respondidas por otros lectores o por algún redactor. Una extraña impresión de cercanía y de paso del tiempo aparece al imaginar las cuestiones y las dudas de esos hombres que habitaron la segunda mitad del siglo xix. El 10 de mayo de 1866, un tal P.L. se pregunta en qué obra de Rousseau aparece la expresión tuer le mandarin. Cuatro respuestas aparecen en dos periódicos posteriores. Una dice que hacía años se había representado en París una pieza titulada As-tu tué le mandarin? Otra, muy certera, indica el pasaje de Balzac donde aparece, en efecto atribuido a Rousseau, la cuestión del mandarín. ¿En qué consiste esta cuestión? Se trata de una interrogación moral. Usted, lector de Cuadernos Hispanoamericanos, tiene la posibilidad de heredar una gran fortuna con la condición de aceptar que un viejo mandarín en la lejanía de la China muera. Tal crimen quedará impune. Pongamos que todo lo que tiene que hacer es un gesto con la cabeza. ¿Usted lo haría? ¿Mataría usted al mandarín? De manera que tuer le mandarin vendría a significar, en la literatura y en la conversación, beneficiarse de una acción que perjudica a un desconocido teniendo garantizado que permanecerá sin saberse y sin castigo. Cuatro son, pues, los ingredientes de este cuento moral: el beneficio, la lejanía respecto de aquel a quien se daña, la facilidad de la acción y la impunidad. Seguimos familiarizándonos con la cotidianeidad de hombres nacidos hace dos siglos y nos topamos con alguien que, no siendo francés, lee en el periódico Le Figaro esa expresión: «No hay nadie que no haya matado al mandarín por lo menos cinco o seis veces en su vida». Como no sabe lo que quiere decir, pregunta por ello y por su origen a Le courrier de Vaugelas, una publicación que aparecía dos veces al mes dedicada a la promo 157
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ción del francés. El 1 de diciembre de 1871 se le responde que, según Balzac, fue Rousseau el autor de esta expresión. El texto de la novela del primero (Papá Goriot) donde aparece es transcrito para ilustración del curioso extranjero. Dada la importancia que tiene en este asunto de atribuciones y ética, lo traigo a colación en la traducción de Javier Albiñana (Planeta, 1985): –[…] ¿Has leído a Rousseau? –Sí. –¿Recuerdas ese pasaje en que pregunta al lector lo que haría en caso de que pudiera enriquecerse matando en China únicamente con su voluntad a un viejo mandarín sin moverse de París? –Sí. –¿Y qué me dices? –¡Bah! Yo ya llevo treinta y siete mandarines. –Déjate de bromas. Anda dime, si te demostraran que la cosa es posible y que te basta una señal con la cabeza, ¿la harías? –¿Es muy viejo el mandarín? Pero ¡bah!, joven o viejo, paralítico o sano, la verdad… ¡Qué diantre! Pues no. Pero Le Courrier de Vaugelas añade algo más. En el último momento («à la dernière heure»), la suerte ha hecho que el redactor encuentre las palabras de Rousseau, usadas como lema en una canción de Louis Protat. Esas palabras son transcritas también, y yo hago lo propio: Si bastara para convertirse en el rico heredero de un hombre que nunca se hubiese visto, del que nunca se hubiera oído hablar y que viviese en los últimos confines de la China apretar un botón con lo cual se moriría… ¿quién de nosotros no apretaría ese botón, no mataría al mandarín? Cuestión, pues, resuelta… a falta de un pequeño detalle: ¿en qué lugar exacto de la obra de Rousseau se halla la historia del mandarín? El 25 de septiembre de 1876 aparece una carta en el nombrado L’Intermédiaire. En ella, M. B. se pregunta si ha de atribuirse la paternidad del cuento del mandarín a Rousseau o a Voltaire. Aunque confiesa no saberlo, aporta un texto de El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas padre, en apoyo de la paternidad del filósofo de Ginebra: «Como usted sabe, el lado perverso del pensamiento humano se resumirá siempre en esta paradoja de Jean-Jacques Rousseau: el mandarín que se asesina a cinco mil leguas de distancia con sólo mover un dedo». ¿Mover un dedo? ¿No decía Rousseau apretar un botón? Como si fuera un vecino de París de la segunda mitad del xix, sigo intrigado el hilo de la cuestión esperando encontrar un CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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lector o un redactor que aporte las páginas de Rousseau donde se encuentra el mandarín que, según Balzac y Protat, se halla entre ellas. Y entonces, Le Courrier de Vaugelas del 1 de octubre de 1876 trae la carta de un lector que aporta el siguiente texto de El genio del cristianismo de Chateaubriand: Yo me pregunto, me planteo a mí mismo esta cuestión: si pudieras con sólo desearlo matar a un hombre en la China y heredar en Europa su fortuna, estando sobrenaturalmente convencido de que nadie iba a saberlo nunca, ¿te decidirías a formular en tu interior ese deseo? Aunque la carta corta ahí el texto, nos interesa, por su importancia para este artículo, añadir la continuación: Por más que yo trate de exagerar mi extrema pobreza, que quiera atenuar el homicidio imaginando que, de ese modo, el chino se morirá de repente sin ningún sufrimiento, que no tiene herederos y hasta que el Estado va a dispersar sus bienes; por más que intente figurarme a ese extranjero lleno de enfermedades y de achaques, abrumado de problemas, deseando la muerte; por más que me esfuerce en creer que la muerte representa para él una liberación o que le queda apenas un instante de vida… a pesar de mis vanos subterfugios, oigo en el fondo de mi corazón una voz que grita con tanta fuerza a la sola idea de que yo sea capaz de formular el deseo asesino que no puedo ni por un momento dudar de la realidad de la conciencia. ¿Se trata de una reminiscencia de un texto anterior de Rousseau, en la que el mandarín se convierte en un chino corriente? ¿O es este el texto que estábamos buscando y no se halla, como se creía, en Rousseau? Modestamente, el remitente cree que no hay en la obra del ginebrino tal mandarín. El redactor, sin embargo, sigue sosteniendo, pese a sus infructuosas pesquisas, que Balzac es digno de confianza, y aporta dos argumentos: la cita que ya hemos transcrito de Protat y la impresión que tiene de que el texto de Chauteabriand parece un resumen de tal cita, de la que se han suprimido las expresiones familiares que no se ajustarían al estilo «pomposo» del autor de las Memorias de Ultratumba. Ahora estoy en agosto de 1879. La política y la cultura están de vacaciones, y hay que recurrir a la imaginación para completar los periódicos. En el xxi, desgraciadamente, ya no se necesitarán esas serpientes de verano, pero entonces a un redactor de Le Figaro que firma como Masque de Fer se le ocurre usar el tema del mandarín. Dice que un lector le ha escrito preguntándole por el 159
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origen de la expresión tuer le mandarin y él no se ve capaz de responder, habida cuenta de que la especializada L’Intemédiaire des chercheurs et des curieux renunció a averiguarlo. Le Voltaire, un periódico enemigo, entra al trapo, formándose una batalla de papel en la que intervienen los tres mencionados periódicos más Le Télégraphe, La République Française, L’Événement, Le Dix-neuvième siècle y Le Globe. Tras tres meses, la cosa queda sin aclarar. Nada me cuesta continuar imaginándome como curioso lector de esa época y seguir la pista de una contribución que pareció quedar en el olvido: la respuesta que, al principio de toda esta polémica, hablaba de una obra de teatro representada en París. Hago mis averiguaciones y descubro que en esa pieza, escrita por Albert Monnier y Edouard Marin y representada por primera vez en el teatro del Palais Royal el 20 de noviembre de 1855, aparece justamente el texto que Protat pone al frente de su canción como perteneciente a Rousseau. La única diferencia es el añadido «¿no mataría al mandarín?», que se debe a la mano del propio Protat. Eso hace que uno dude de esa prueba de los que abogaban por Rousseau, como el redactor de Le Courrier. Vuelvo a mi tiempo y confirmo mi sospecha. Hoy sabemos que la memoria de Balzac se equivocó y atribuyó a Rousseau lo que había leído en Chateaubriand, dando lugar a una expresión francesa (tuer le mandarin) y a una polémica periodística que se prolongó durante años y que hoy leemos con esa curiosidad que, educada en Walter Benjamin, va más allá de sí misma. Resuelto el punto de la atribución, reparemos ahora en lo siguiente. Por un lado, tenemos una especie de apólogo que, como tal, va a tener algunas versiones. Por otro, nos hallamos ante una cuestión con facetas de gran interés para la ética. VARIACIONES
Independientemente de a quién atribuyera cada cual la propuesta original, hubo escritores que intentaron darle un desarrollo narrativo o dramático y forjar a partir de ella una historia con personajes y moraleja. La que más fama ha tenido y probablemente la más lograda ha sido la novela de Eça de Queiroz El mandarín. Pero antes hubo al menos un cuento de Vitu, la obra de teatro de Monnier y Marin, una novelita de Henri Vrignault y otra de A. de Pontmartin. Después habrá una notable comedia de Alejandro Casona y una película sin mucha altura basada a su vez en un cuento. Avancemos brevemente por este repertorio. En 1848 aparece en la Semaine littéraire du Courrier des États-Unis el cuento de Vitu titulado Un mandarin, recogido luego en el libro Contes à dormir debout (1860). El autor comienCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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za la historia un sábado de carnaval por la noche, concretamente el 12 de enero de 1840. Georges d´Aubremel, huérfano de un marqués derrochador casado con una heredera inglesa para salvarse de la ruina, a la que abandonó tras dilapidar la dote, no participa del jolgorio general. Hundido en su sillón, con un libro abierto cerca de él, medita sombríamente. Está arruinado y, pese a su misantropía, enamorado. Pero el padre de la amada, un rico fabricante de tejidos de lana, jamás entregaría su hija a un hombre pobre y sin futuro como él. Entonces retoma el libro. Este aspecto es interesante tras lo que hemos visto en el primer apartado, pues cita unas líneas: Suponga un mandarín de China, un hombre que vive a tres mil leguas de usted, en un país fabuloso, un hombre que nunca verá; suponga además que la muerte de este mandarín, de este hombre quimérico debe volverle millonario, y que le basta levantar el dedo, en su casa, en Francia, para que muera, sin que nunca nadie pueda inquietaros, diga, ¿qué haría? Este texto es atribuido, sin decirlo, a Rousseau, pues el autor del volumen es «gran filósofo al que los ignorantes llaman un sofista» y además menciona la respuesta del personaje de Balzac cuando dice que va por el trigésimo tercer mandarín, y sabemos que Balzac atribuye a Rousseau el planteamiento de la cuestión. Notemos, por otra parte, para ir siguiendo las variantes, que Vitu habla de «levantar el dedo», mientras que Balzac habla de «un gesto de la cabeza», aunque sin atribuir este detalle a Rousseau. Georges mira una figura de porcelana que tiene sobre la chimenea y que le recuerda a un mandarín. Se obsesiona con el problema de Rousseau, busca en un periódico y, como en ese momento se halla candente la disputa chino-inglesa, encuentra fácilmente cuatro nombres de comisarios imperiales. Escoge uno (Li), pronuncia la sentencia de muerte ante su espejo y levanta el dedo. La figura se rompe a los pies de Georges. Tras un escalofrío, se dice que su dedo habrá tocado la estatuilla del mandarín y se acuesta. Meses después, lee una noticia en un periódico fechada el 12 de enero, por la que se entera de la muerte inexplicable del mandarín Li, quien contrarrestaba en el Consejo la influencia de Lin, partidario de la guerra. En el primer ataque, los chinos en su huida cobarde acaban con negociantes ingleses, entre los cuales se haya un viejo del que Georges heredará la fortuna. Con ella podrá casarse con su amada. Sin embargo, el mandarín muerto se le aparece acusándolo, incluso en plena boda, lo que le hace huir de ella sin llegar a casarse. ¿El final? Una última aparición lo perdona y Georges dedica su fortuna a obras caritativas. 161
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En esta versión, pues, la cuestión del mandarín es leída en un volumen de Rousseau, la tentación se produce por la necesidad de dinero para casarse con su amada, la facilidad de su crimen se manifiesta mediante el levantamiento de un dedo y los remordimientos impiden el disfrute del beneficio. La obra de teatro de donde salió la cita de Protat atribuida a Rousseau se titula, como dijimos, As-tu tué le mandarin?, fue escrita por Albert Monnier y Edouard Marin y representada por primera vez en el teatro del Palais Royal el 20 de noviembre de 1855. La escena transcurre, como en el caso anterior, en París, en la calle de Richelieu. En tono jocoso se cuenta una historia de enredo. Procope, que ha perdido su dinero en la lotería y que está enamorado de Clemence, utiliza la expresión tuer le mandarin e, interrogado al respecto por su amigo, se la explica y lee de un libro de bolsillo de «Jean-Jacques» el texto que ya hemos transcrito arriba y que introduce, que yo sepa, el botón como el medio de matar al mandarín. Así mismo, se pregunta: «¿quién de nosotros no apretaría ese botón?» Procope acabará tirando del asidero de una puerta (bouton, en una acepción distinta a la de la cita) y quedándose con él en la mano. Inmediatamente se encuentra una carpeta con billetes de banco. En esta divertida pieza faltan las apariciones del cuento de Vitu e incluso referencias a un mandarín concreto muerto. El final, como corresponde, es feliz. Aquí nos aparece la expresión incorporada en la conversación y un libro de Rousseau para explicarla. Como en el cuento de Vitu, el dinero que necesita el protagonista es deseado para poder obtener la mano de la amada. En este caso, la facilidad del crimen se representa mediante un botón. La novelita de Henri Vrignault (seudónimo de Urbain Didier) se titula L’héritier du mandarin, y fue publicada en 1864. Se trata de una versión cristiana y social de la cuestión que estamos persiguiendo. Charles, un funcionario del ministerio de finanzas, es un hombre de buen fondo pero sin iniciativa, criado por una madre sobreprotectora que le allanó mientras vivió su existencia dulce y monótona. A raíz de un contratiempo (un pantalón que se le rompe justo cuando había de acudir a un baile al que había sido invitado y en el que se encontraría a la muchacha de la que está enamorado), el mundo se le cae encima. Tras leer el pasaje del mandarín en Rousseau (el error en la atribución se mantiene, como vemos), y reflexionar largamente sobre él, admite mentalmente que mataría en pensamiento al mandarín. La decisión le afecta porque tiene un sueño en el que aparecen chica, mandarín y pantalón y del que despierta cubierto de un sudor frío. Pasa el tiempo y recibe una carta de su primo misionero en Oriente, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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informándole de que el mandarín Tien-Fu, que ha conocido el pesar y la soledad en París de Charles a través de otra carta que este escribiera a su pariente, ha decidido hacerle un legado importante. El mandarín, convertido al cristianismo y queriendo devolver algo a los europeos que tanto se han preocupado por las almas de los chinos mandando allí misioneros, ha decidido ayudar al primo de uno de ellos. Charles tiene una entrevista con su amada y ésta lo espolea para que haga algo por sí mismo, para que tome la iniciativa en su vida. La caridad con una familia pobre y el cambio de carácter del protagonista, que saca a primer plano la nobleza que llevaba oculta, acaban felizmente en boda y poniendo al niño el nombre con que Tien-Fu fue bautizado, según el deseo de éste. En esta versión, pues, vuelve a aparecer un volumen de Rousseau. El dinero y el amor constituyen también aquí los motivos de que la tentación penetre en el protagonista. En este caso el gesto, como en el original de Chateaubriand, es el solo pensamiento. Éste, sin embargo y pese al fallecimiento de Tien-Fu, parece no ser realmente la causa de la muerte del oriental, sino el modo de abrir la puerta a una transformación vital del protagonista que será rescatado precisamente por aquello que obtiene con su decisión: el dinero recibido y el amor. Si en todas las versiones reseñadas la acción transcurre en París, la versión de Armand de Pontmartin, titulada La mandarine, ocurre en provincias, en el sur de Francia. Se trata de una historia entretenida, en la que sólo al final se nos descubre el motivo del título, puesto que no aparece ninguna referencia a Oriente a lo largo de ella. El protagonista es un propietario que vive más en el mundo de su imaginación que en el de la realidad. Tras casarse con una metodista cuyo rigor y sequedad no la hacen simpática en su entorno, vuelve a su mundo soñado en el que tan a gusto se encuentra. Al nacer su hijo, deposita en él las esperanzas de un futuro que él imagina como un hogar perfecto donde una sensible y cariñosa mujer (su nuera) le hará sentirse mimado y feliz. El hijo crece y, cuando por fin aparece en sus vidas la mujer oportuna, la familia de ésta se muestra reticente debido a la personalidad tan distante y poco simpática de la madre. Un día, ésta muere de un modo espantoso envuelta por las llamas por una distracción junto al fuego. Sólo al final, cuando se alude a la novela de Balzac y cuando se sabe que el protagonista pudo haber evitado ese accidente (libraba continuamente a su mujer del peligro que corría al quedarse durmiendo junto al fuego y esa vez no lo hizo), entendemos el título de esta obra: el mandarín es aquí mandarina y quien la mata lo hace por omisión en aras de la felicidad de su hijo y de 163
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sí mismo. Esa felicidad llega, aunque luego los remordimientos acaban con la huida de la casa del protagonista. En esta novela se ha recogido lo esencial de la cuestión del mandarín. La facilidad con que uno puede beneficiarse de la muerte de otro es aquí la sencilla omisión de la atención con que cotidianamente el protagonista evitaba a su mujer el peligro del fuego doméstico. Aunque se le concede un periodo de felicidad, los remordimientos aparecen haciéndosela imposible. Y pasamos a la novela de Eça de Queiroz titulada El mandarín y editada por Pilar Vázquez Cuesta en Cátedra. El escritor portugués cambia París por Lisboa. El protagonista no está enamorado ni arruinado. Es un empleado del Ministerio de la Gobernación que vive en una casa de huéspedes. Su vida es tranquila y equilibrada. Sin embargo, tiene un deseo: «poder cenar en el Hotel Central con champán, estrechar la delicada mano de vizcondesas, y, por lo menos dos veces por semana, quedarme dormido, en un éxtasis mudo, sobre el seno fresco de Venus». Lujo, sociedad y sexo son su sueño, aunque no su obsesión, porque reconoce que «la vida humilde tiene sus dulzuras». Tampoco esa anhelada riqueza es desproporcionada. A diferencia del personaje de la novela de A. de Pontmartin, él es un positivista carente de imaginación: lo que pide lo han conseguido otros en su barrio y él confía en que le llegará. En uno de los libros que compra en el rastro lisboeta lee una noche la cuestión del mandarín: En lo más remoto de la China existe un mandarín más rico que todos los reyes de que hablan las fábulas o la historia. Nada conoces de él, ni el nombre, ni el semblante, ni la seda de que se viste. Para que heredes su infinita fortuna, basta con que toques esa campanilla, puesta a tu lado sobre un libro. Él dará tan sólo un suspiro en los confines de Mongolia. Será entonces un cadáver; y tú verás a tus pies más oro del que puede soñar la ambición de un avaro. Tú, que me lees y eres hombre mortal: ¿tocarás tú la campanilla? Teodoro, impresionado (el libro es un sombrío infolio), mira inmóvil la campanilla colocada sobre un diccionario de francés cuando alguien le habla: se trata de un hombre corriente, vestido de negro. Piensa que es el diablo, pero su razón desecha esa idea. El hombre le tienta: buenos vinos, coches de delicadas tapicerías, casas confortables, teatro, mujeres, frente a un mandarín decrépito e inútil. Por lo demás, la cosa es tan sencilla: como quien llama a un criado. Teodoro hace repicar la campanilla. Ti Chin-Fu, le dice el otro, ha muerto, y se va. Cuando sale al pasillo oye a la señora de la casa hablar con alguien, pero se trataba de uno de los CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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inquilinos. Al volver a su habitación, Teodoro relee el texto que ahora le parece «la prosa anticuada de un moralista ridículo». Se acuesta y sigue su vida normal, pensando que se había quedado dormido sobre el libro y había soñado la tentación: «Y por el monótono desierto de la vida allá fue siguiendo, allá fue marchando la lenta caravana de mis melancolías…». Una mañana, sin embargo, en una escena kafkiana avant la lettre, Teodoro, tumbado, entreabre los párpados al oír la puerta y ve inclinarse a su lado «una calva respetuosa»: Tratándolo de «Su Excelencia», le habla de un montón de dinero librado a su favor, de la herencia del mandarín Ti Chin-Fu. Ahí comienza una vida de millonario a lo largo de la cual se le aparece el mandarín y el remordimiento le hace viajar a una China muy detallada (basada en la de Julio Verne) donde le ocurrirán una serie de peripecias que no le devolverán la paz que desea. De nuevo en Lisboa, hastiado y sombrío, se encuentra en la calle al hombre de negro que dio comienzo a la historia y le pide que le devuelva «la paz de la miseria». «No es posible», le responde, y Teodoro continúa una vida ruinosa y triste pese al dinero. El protagonista, que se siente morir, ofrece al lector la moraleja en el penúltimo párrafo: «Únicamente sabe bien el pan que día a día ganan nuestras manos: nunca mates al Mandarín» La contraposición entre una honradez modesta y el lujo criminal se nos revela así como uno de los motivos de la novela. En el último párrafo, no obstante, manifiesta un consuelo inquietante para el lector: «no quedaría un solo mandarín vivo si tú pudieses, tan fácilmente como yo, eliminarle y heredar sus millones». Así pues, Eça de Queiroz introduce la campanilla como medio de matar al mandarín y un personaje que encarna la tentación. El libro es ahora un infolio vetusto del que no se nombra el autor. Las apariciones recuerdan la novela de Vitu y el oficio del protagonista la de Henri Vrignault. Todas estas versiones parecen haber nacido de las líneas del Papá Goriot de Balzac. Esta novela puede a su vez considerarse una versión donde, como en la de A. de Pontmartin, el problema está desarrollado de un modo real y no siguiendo sus símbolos (es decir, no hay literalmente un mandarín asesinado fácilmente y de cuya muerte se beneficie el asesino). Es difícil dilucidar quién protagoniza este libro, si el personaje que le da título o el estudiante Rastignac. Ambos viven en una pensión deprimente, el primero para que sus hijas tengan una vida de lujo en el París selecto y el segundo como estudiante de derecho provinciano al que se le despierta la ambición de triunfo en ese París rico y aristocrático. Es a este estudiante a quien se le plantea la pregunta moral del mandarín, que en él empieza ya a convertirse en di 165
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lema. ¿Hasta dónde podría uno llegar en la persecución de sus objetivos en un mundo corrupto? Si uno ama el amor y el dinero, si uno desea una vida en el círculo de los privilegiados, ¿qué hacer? Rastignac tiene buen corazón, pero también ambición. A través de su tía, que había sido presentada antaño en la corte, conoce a una vizcondesa que le abre las puertas de la élite parisina. Pero es mucho el dinero que necesita para llevar esa vida donde la apariencia es más importante que la realidad. Un compañero de pensión, Vautrin (cuyo eco se escucha en el Raskolnikov de Dostoievski), le propone ocuparse de la muerte de un hombre vil que permitirá que el estudiante pueda indirectamente beneficiarse de una fortuna. Esta tentación es la que lleva a Rastignac a plantearle a su amigo Bianchon la cuestión del mandarín en las líneas que hemos trascrito. No sólo en el asunto de esta muerte, sino en otros que le van surgiendo, en Rastignac se produce una lucha entre su virtud y honradez y las concesiones que ha de hacer para conseguir sus objetivos. En 1945, casi un siglo después del primer desarrollo literario que he podido encontrar de la cuestión del mandarín, se estrenó en el teatro Liceo de Buenos Aires, por la compañía Josefina Díaz-Manuel Collado, la comedia en tres actos de Alejandro Casona titulada La barca sin pescador. Se trata de una revisión de nuestra historia, abierta con dos citas que, según indicación, han de aparecer en los programas como lemas de la comedia. La primera se atribuye erróneamente a Rousseau o a Chateaubriand (según la versión que se maneje) y en realidad se parece, por su terminación («¿quién de nosotros no apretaría ese botón, no mataría al mandarín?») a la de Protat. La otra, centrada en el remordimiento, es de la novelita de Eça de Queiroz, que parece haber sido tomada como base para esta obra de teatro. Un rico empresario está al borde de la ruina debido a una jugada de su competidor, con el que parece querer irse la amiga del primero. El diablo, parando el tiempo, se le presenta y le hace la propuesta. La aceptación supone firmar un documento. El mandarín es sustituido por un pescador del norte de Europa, que muere por un golpe de viento. La culpabilidad, como en El mandarín, le lleva a viajar al lejano pueblo, donde conoce a la viuda y se relaciona gustoso con la gente. Cuando va a confesar antes de marcharse descubre que en realidad no fue él quien lo mató, sino un vecino del pueblo. Como en la novela del portugués, el diablo vuelve a aparecérsele y le dice que realmente él quiso matarlo y además firmó un contrato: se comprometió a matar a un hombre. El protagonista, mediante una argucia que apela al terreno de la voluntad (el mismo al que apela el diablo) y no al de los hechos brutos, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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responde que cumplirá el contrato: matará al antiguo yo, del que no quedará ni rastro. El amor por la viuda le ha dado esa fuerza. «El amor… Siempre se me olvida ese pequeño detalle, y siempre es el que me hace perder», dice el diablo. Y terminemos con un cuento de Richard Matheson titulado Button, Button (1970), que ha dado lugar a un capítulo de la serie La dimensión desconocida y a la película de 2009 The box (La caja), dirigida por Richard Kelly y protagonizada por Cameron Díaz. La aportación del cuento a nuestra cuestión es que el desconocido que muere puede ser la persona más cercana a nosotros, a la que no conocemos en el fondo. La película, por su parte, involuntariamente pone de manifiesto un aspecto que distorsionaría el experimento ético tal y como a veces se plantea: en la medida en que se sospeche que se trata de una broma, el acto de apretar el botón pierde significado moral. IMPUNIDAD Y DISTANCIA
Quizá la originalidad de la propuesta tal y como la plantea Chateaubriand estriba en la conjunción de dos elementos que, por separado, ya se encontraban en las reflexiones de los griegos: la impunidad y la distancia. La sospecha de que nuestro comportamiento se ajusta a las normas morales debido a que éstas son también normas sociales o jurídicas, es decir, temiendo las sanciones que acarrearía su transgresión, se encuentra expresada en el segundo libro de la República de Platón mediante la leyenda del anillo de Giges. En una conversación sobre la justicia, Glaucón cuenta la historia de este anillo, que permite hacerse invisible a quien lo tiene con solo girarlo. Según él, si se le da un anillo así a un hombre justo y a otro injusto, ambos actuarían mal, pues sólo el miedo al castigo retiene al justo de hacerlo. En la misma línea se sitúa la opinión atribuida a Critias de que la divinidad fue un instrumento de los legisladores para que los hombres siguieran comportándose correctamente en ausencia de testigos, algo que recuerda estas palabras del narrador de Papá Goriot: «Quizá únicamente los que creen en Dios practican el bien en secreto». Estas consideraciones parecen pertinentes en nuestra sociedad, donde la sensación de impunidad ha jugado un papel determinante en los casos de corrupción. Sin embargo, no es propiamente éste un problema para la ética, pues cuando el hombre justo actúa bien únicamente por miedo a la condena, social o jurídica, es que no es propiamente un hombre justo, como Sócrates y, siglos después, Kant, hicieron explícito. Curiosamente, la cuestión del mandarín es usada por Manuel García Morente para explicar en qué consiste 167
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la voluntad libre o autónoma (independiente de toda pasión y cálculo interesado), aludiendo a esta historieta como una «ficción célebre» y hablando de un «botoncito que comunica, por medio de fantásticos aparatos, con el cuarto de un mandarín riquísimo de China». La apelación a la conciencia que hace Chateaubriand en el pasaje citado tiene más relación con este punto de la impunidad que con el de la distancia, pues si basta la primera para cometer el crimen, la conciencia desaparece, mientras que la segunda es una variable gradual que no la extingue, sino que la atenúa hasta su posible desaparición. La distancia había sido tenida en cuenta en el segundo libro de la Retórica de Aristóteles, al decir que compadecemos a quienes son semejantes a nosotros en «edad, costumbres, modo de ser, categoría o linaje», así como los padecimientos cercanos en el tiempo, no los de «hace diez mil años» o los del futuro, al menos no del mismo modo. La distancia, espacial y temporal, está relacionada con la compasión, que aquí es tratada como una emoción y no como una virtud. Diderot alude a estos dos aspectos de la distancia en un texto que está en la base de la cuestión del mandarín planteada por Chateaubriand. Como puede verse, hay una transición del sentimiento a la conciencia, de la psicología a la moral: Estamos de acuerdo en el hecho de que probablemente la distancia en el tiempo o en el espacio debilita todo tipo de sentimientos, toda forma de conciencia, incluso la del delito. El asesino, que acaba en las costas de China, ya no está en condiciones de percibir el cadáver que ha dejado desangrándose a orillas del Sena. Quizás el remordimiento surge no tanto del horror por uno mismo como del temor a los demás, no tanto de la vergüenza por lo cometido como por el rechazo y el castigo que se seguirían si se descubriera lo cometido. Señalemos, además de la alusión a China, la mezcla, un tanto confusa, del argumento de la distancia y el argumento de la impunidad. Puede llegar a pensarse que Diderot acaba diciendo que el primero se diluye en el segundo, el único a tener en cuenta. En esta misma línea y época, Adam Smith, desarrollando unas observaciones de Hume sobre la preocupación de los hombres por lo cercano en el espacio y en el tiempo, imagina un terremoto devastador en China y cómo un europeo decente se entristecería por la noticia para pasar después a sus propias cuitas, alguna de las cuales podría quitarle el sueño que no enturbiarían CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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los cadáveres de «cien millones de hermanos» desconocidos. Smith propone corregir ese egoísmo natural y psicológico con «el sentido de la equidad y de la justicia». Tanto individual como colectivamente, el progreso moral ha consistido en una aplicación de nuestros principios a un campo cada vez más amplio. La clásica descripción de Köhlberg de las etapas morales de la persona la sitúan al principio en un estadio egoísta y dependiente de recompensas y castigos hasta llegar al respeto a unos principios universales, pasando antes, entre otros estadios, por el de camaradería y proximidad. De la impunidad a la máxima distancia, diríamos en los términos de la cuestión del mandarín. También ésta es pertinente si hablamos colectivamente. ¿No inquieta nuestra conciencia la sospecha de si nuestra vida confortable no estará siendo comprada al precio de la miseria de otros, de si no estamos matando al mandarín continua y comunitariamente? La interrelación entre todo lo humano no es ya un ideal, sino un hecho. De ahí que la justicia tenga que ser global. Sin embargo la política, expone Bauman, es local, estatal e incapaz de controlar el verdadero poder, que se ha situado fuera de todo territorio y que no conoce fronteras. Es esa la zona oscura de la globalización, que ha generado distópicas pesadillas. El ciudadano de las «sociedades abiertas» que Popper mirara con optimismo siente hoy que el rumbo de las cosas no depende ya de él. La apertura se ha vuelto liquidez, rápida descomposición de las formas sociales, que, junto con la impotencia de la política, le impide acciones a largo plazo y lo deja a merced de golpes que no puede prever. ¿No se sienten éstos a veces como el castigo por la muerte de los mandarines? Y del mismo modo que ya nada humano, por lejano que sea espacialmente, puede resultarnos ajeno, el pasado y el futuro imponen deberes al hombre de hoy. Las posibilidades ambivalentes de nuestra capacidad tecnológica ponen de manifiesto la necesidad de preservar restos pretéritos y, sobre todo, las obligaciones con las generaciones venideras. Como la distancia, también el tiempo parece haberse acortado. Por eso, al leer los periódicos decimonónicos, uno tiene la sensación de hallarse entre contemporáneos.
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La casa que nos habita Por Amelia PĂŠrez Villar
La casa, esa palabra que encierra tanto con tan pocas letras: hogar, edificio, refugio, propiedad familiar y de ahí, familia en sí misma, estirpe. Lo afirma así el gran Edgar Allan Poe en su famoso relato «La caída de la Casa de Usher» cuando habla de «la transmisión constante de padre a hijo del patrimonio junto con el nombre» y la identificación de ambos, que se funden en el título originario del dominio en esa denominación «que parecía incluir la familia y la mansión familiar». Muchas veces, al concepto de casa como realidad concreta, como ente físico o arquitectónico, con presencia objetiva y mensurable, se añade otra idea que la complementa y la llena, que sustenta la casa no de manera vertical, como los cimientos, uniéndola a la tierra, sino de manera transversal, que hace que perdure a lo largo del tiempo: la estirpe, la familia. La casa familiar ya estaba cuando llegamos, y seguirá ahí cuando nos marchemos de este mundo. Nos sobrevive y nos trasciende. Y de ahí procede y bebe la literatura gótica inglesa, pero también gran parte de la literatura en general. Y de ahí, también, que los conceptos de casa y familia vayan muchas veces acompañados de otro, no tan sencillo de comprender ni de abarcar: la fatalidad, el destino. El destino que fue maldición o profecía en el castillo de Otranto y que en historias contemporáneas habla de incluso del hijo descarriado que hace peligrar la hacienda y hasta el apellido, porque queda en entredicho su capacidad para transmitir la propiedad y evitar que salga de la familia, y hasta la posibilidad de aportar un heredero como Dios manda. El castillo de Otranto es la novela fundacional del género gótico. Su nombre viene de la segunda edición de la obra: la primera nos la ofreció Horace Walpole como la traducción, de la pluma de un tal William Marshall, de un manuscrito en italiano de Onuphrio Muralto, pero en la segunda decide desenmascararse y se revela como autor de la novela que subtitulará «Un relato gótico». Había hecho falta que la obra se asentara, se diera a conocer como una historia que sucede fuera, en otro país, uno de los conceptos clave del gótico además de los castillos. El libro comienza el día de la boda del Conrad, hijo del señor del castillo –un joven enfermizo y débil– con la princesa Isabella. Poco antes del enlace, Conrad muere aplastado por un pesado casco que inexplicablemente le cae encima. Su padre, Manfred, el dueño del castillo, teme que se haga realidad una antigua profecía: «El castillo y el señorío de Otranto pasarán a otra familia cuando el auténtico propietario se haya hecho demasiado grande para habitarlo». Quizás la muerte de Conrad marca el principio del fin de su línea de sucesión: ha de tomar medidas, rápidas y expeditivas. 171
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Se casará él mismo con Isabella aunque para ello tenga que divorciarse de su esposa Hippolita, que se ha revelado incapaz de cumplir su obligación dándole un heredero adecuado. El castillo como propiedad familiar, como morada, como refugio, como prisión, y en épocas posteriores transmutado en mansión o casona solariega, es símbolo y esencia de la literatura gótica desde sus orígenes. Es el elemento imprescindible en cualquier escenario gótico que se precie: se recorta sobre las montañas fantasmagóricas o en medio de un páramo desolado, acompañado por la luna llena y aderezado con truenos y relámpagos, con resplandores amarillos sobre el negro, el azul o el cárdeno y salpicado con gotas de lluvia o barrido por una ventisca infernal: las puertas se cierran de golpe, las ventanas crujen, no encajan bien y se abren impulsadas por el empuje incontrolable de la naturaleza, que intenta invadir ese reducto de protección –dudosa, a veces– que es, o debería ser, algo que a veces se designa también con el nombre de «fortaleza». Así, tras la estela de Otranto, castillo y familia con profecía de destrucción incluida, llegan The Old English Baron, de Clara Reeve (1777-8), que influiría en Mary Shelley y su Frankenstein, y que recurre también al manuscrito encontrado como justificación para su historia y donde se introduce otro elemento interesante en el paso del concepto de casa a estirpe y en la trascendencia del castillo a la morada: introduce el concepto de «el otro» con la figura del hijo del campesino que va a vivir al castillo junto a los hijos de los nobles, algo que veremos medio siglo después en Cumbres Borrascosas y que elevará quizá a su cota máxima Sophia Lee en The Recess, or A Tale of Other Times (1783-5) y novela inaugural de la corriente del «gótico femenino», en el que también se engloba a Emily Brontë: gran paradoja, si pensamos que tuvo que publicar su novela con el pseudónimo de Ellis Bell para que no se notara que era una mujer. La obra de Lee critica los códigos masculinos de representación histórica que rigen la historiografía de las Luces de Hume y, aunque preserva todos elementos góticos plásticos y cosméticos que decoran cualquier novela del género (la acción de desarrolla, en parte, en los subterráneos de una abadía abandonada), también introduce una figura nueva: la de la mujer que participa en intrigas políticas, viajes trasatlánticos o guerras, nos traslada a las colonias y nos pone en contacto con el antagonista: el hombre del sur junto al que crece la protagonista como si fuera su hermana, el escenario cálido, los códigos laxos de comportamiento y la cercanía de ese hermano que no lo es, con la posibilidad de ese incesto que en realidad no CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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lo sería. Otra vez Cumbres Borrascosas. Pero introduce un elemento sorprendentemente moderno: la abducción, que retomará Sarah Waters en 1999 en su novela Afinidad, cuyo escenario es una prisión victoriana para mujeres. Una década después, en 1794, Ann Radcliffe publicará Los misterios de Udolpho, inserta también en la corriente del «gótico femenino» y con profusa dotación de castillos que se caen, paisajes exóticos y escenario extranjero (Francia y norte de Italia) donde nos muestra el castillo como prisión y algo fundamental para la evolución del género: «lo sobrenatural explicado», porque la novela mezcla elementos de terror físico y psicológico, y trata de dar una explicación lógica a cualquier incidente aterrador y aparentemente sobrenatural. Más allá de castillos, criptas y relámpagos, el trasfondo es la historia de un hombre que intenta apoderarse de la fortuna de su mujer, y éste sí que es un auténtico relato de terror: con un tono más amable nos contará hasta la saciedad Jane Austen cómo el pánico a no tener un heredero –varón, siempre varón– condujo a la imposición de leyes por las que las mujeres no podían ser propietarias de las casas y tierras familiares, que tenían que desalojar en favor de algún primo desconocido pero muy varonil al que nadie de la familia conocía, en ocasiones, y que vivía en la otra punta de Inglaterra mientras buscaban acomodo, matrimonio mediante, en cualquier otro lugar. Por desgracia, leyes así han imperado en muchos países civilizados hasta muy, muy entrado el siglo xx, con ligeras variantes. En El monje («gótico masculino», a la sazón 1796), Matthew Lewis nos introduce en un mundo delirante del que beben muchas de las historias de terror modernas. Curiosa historia que tiene lugar en Madrid y en la que aparece la Inquisición (ahí no tuvo que recurrir a la fantasía) y por la que desfilan todo tipo de elementos desestabilizadores: incesto, necrofilia, canibalismo, matricidio, voyerismo, pacto satánico y hasta un final gore, fue sin embargo muy criticada por su censura de la Biblia. Introduce la figura del exiliado, el forajido, que tendrá también gran peso en la literatura gótica –y no sólo– materializándose años después en «el monstruo» (Frankenstein y Drácula). Con estas obras se han puesto las bases de la literatura no realista del xix, de la literatura de ciencia ficción y terror del xix y el xx y del cine moderno, como veremos, aunque muchos de sus rasgos salpicarán la creación literaria posterior de un modo u otro. Con la llegada de Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley (1816) se abre la corriente de la ciencia ficción: el interés por los avances médicos y científicos de la época introdu 173
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ce nuevos elementos en la literatura, más filosóficos y reflexivos. ¿Hasta dónde podemos llegar con la ciencia? ¿Es lícito jugar a ser Dios? ¿Es posible crear un ser humano empleando trozos de cadáveres, que cobre vida gracias a una serie de manipulaciones puramente científicas y mecánicas, y dejarlo suelto por ahí, sin responsabilizarnos de él? ¿Qué pasa con el libre albedrío? ¿Él no lo tiene? Si lo tiene, ¿por qué no iba a poder utilizarlo? Aunque la génesis de este relato está precisamente en una casa, Villa Diodati –una mansión a orillas del Lago Leman–, y en una noche en que la tormenta obligaba a quedarse al resguardo, y pesar de las imágenes fantasmagóricas que nos ha dejado el cine (desde El doctor Frankenstein de James Whale en 1931 con Boris Karloff, hasta la parodia de Mel Brooks en 1974, El jovencito Frankenstein, sin olvidar tantas otras que exploran los distintos aspectos del monstruo y de la novela, como La novia de Frankenstein, también de Whale, La maldición de Frankenstein de Terence Fisher, en 1957 y La venganza de Frankenstein un año después, La maldad de Frankenstein de Freddie Francis en 1964, y quizá una de las más fieles a la novela, Frankenstein de Kenneth Branagh en 1994, protagonizada por Robert de Niro) Frankenstein trasciende la casa o, dicho de otro modo, ocupa el mundo, lo que entendemos por mundo, «nuestro» mundo, lo conocido, lo estable, lo acogedor, la casa y la familia. La criatura sale y huye, se libera y con su liberación esclaviza al otro, cambia los papeles, impone el miedo, otra vez el miedo a la venganza, a la profecía, al infortunio, a lo que no podemos controlar ni explicar aunque lo hayamos construido nosotros mismos. En esta línea continuará Drácula, de Bram Stoker (1897) que aunque sea obra maestra de la literatura universal por otros tantos motivos, como obra que bebe del gótico también hace uso de estos dos elementos inevitables, la casa y la estirpe: hasta tal punto que el vampiro (un ser que por su naturaleza no puede alejarse de su entorno inmediato) ha de viajar, cuando lo hace, cargado con la tierra, la tierra física de la que sale y a la que vuelve, la tierra que lo posee y de la que forma parte. Hay, por cierto, dos elementos de la novela que resultan curiosos: que a Bram Stoker se le ocurrió la idea cuando buscaba una casa para pasar las vacaciones familiares y que uno de los personajes sea un administrador de propiedades... en el mundo actual, un agente inmobiliario. Como broma macabra no tiene precio. Ese mismo año en que ve la luz Frankenstein lo hace también Northanger Abbey, de Jane Austen, aunque llevaba tres lustros escrita. Se publicó tras la muerte de su autora, que tantas novelas nos hizo llegar contando la situación de la mujer inglesa CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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y su indefensión ante una ley que la abocaba al matrimonio como único medio para optar a un lugar donde vivir. Eso sí, sólo tenía que dar a cambio su persona, y no un heredero, aunque sabía que si tenía hijas en lugar de varones ellas tendrían probablemente que enfrentarse al mismo calvario que ella. Aunque su abadía no es la primera que traslada a literatura la visión satírica del género (ya lo hicieron El monje y, en 1813, The heroine, de Eaton Stannard Barrett), nos muestra a una joven obsesionada por los relatos góticos con referencias a Los misterios de Udolpho y El monje en un escenario gótico perfecto. Tras Frankenstein, y a medida que nos adentramos en el siglo xix, el castillo y el trasfondo tormentoso y fantasmagórico se van refinando, convirtiéndose en elementos adyacentes o decorativos, y los relatos empiezan a explorar otros aspectos de las historias o a profundizar en ellos. Para el tema que aquí nos ocupa, que es la casa, una obra bisagra puede ser «La caída de la Casa de Usher», de Poe, incluida en una colección de relatos que con gran acierto se tituló Historias de lo grotesco y lo arabesco: lo raro y lo exótico. Aunque es difícil ir mucho más allá en una docena de páginas Poe logra incluir, magistralmente, todo lo que ha definido al estilo gótico hasta el momento y parte de lo que será después. Introduce el terror psicológico, o «del alma», hilo que retomará a finales del siglo xx otro de los maestros del terror, Stephen King. Por lo demás, en este cuento está todo: una casa familiar en ruinas, un heredero aquejado de una dolencia inespecífica, una joven (su hermana) también doliente, metáfora de la incapacidad como él lo es del deterioro, la amenaza de la extinción, que se cierne sobre la estirpe, la muerte prematura, el entierro prematuro también (al que Poe volverá en otros relatos), la enfermedad que pareció maldición pero no, no lo era, era algo científico y explicable... y más metáforas: la casa que se hunde, literalmente, en el estanque oscuro; se rompe, se hace pedazos y se desmorona tras abrirse por aquella grieta de la que se nos habla en los primeros párrafos y a la que algún lector despistado no habrá prestado la atención debida, pero es una pincelada magistral que ha de contener cualquier relato que se precie, desde el propio Poe hasta Cortázar pasando por el sacrosanto Carver: uno de esos detalles cuyo peso es inversamente proporcional a la longitud del relato. Llegamos inevitablemente a Cumbres borrascosas, la primera novela en la que la casa, la casa familiar, es un personaje más junto a los personajes humanos que desfilan por la historia. Un paso más allá que «La caída de la Casa de Usher», donde el título, además del nombre familiar, nos da una pista del tema y desenla 175
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ce del relato. La única novela de Emily Brontë, que se ha englobado tradicionalmente dentro del género gótico, lleva por título el nombre de la casa, en una declaración de principios no sólo del tema, sino de su alcance y de su trascendencia: una vez más, la existencia transversal de esa casa que no sólo nos trasciende a nosotros, los protagonistas, los que vivimos en ella: también seguirá en pie como notario de nuestros humanos devaneos, conociendo y registrando los tiempos buenos y los mejores, la salud y la enfermedad, la cordura y la locura. En Cumbres borrascosas no hay montañas impresionantes como los Alpes o los Cárpatos, sino páramos extensos, llanos, abiertos, con un aspecto infinito que puede llegar a ser tan terrorífico y desolador como el pico más escarpado, porque a veces una extensión abierta e ilimitada nos lleva a echar de menos la cota, la referencia, el límite, y acaba siendo tan amenazadora y opresiva como el pico más escarpado. Hay tormentas, sí, de esas que impiden que el viajero se marche y le obligan a quedarse a hacer noche y experimentar la convivencia con seres que no están pero están, que no existen pero se sienten. Hay lluvia y ventanas que golpean y velas con llama titilante. En Cumbres borrascosas se llama «la casa» al piso de abajo, ese lugar abierto, familiar e indeterminado que está a un paso de la cocina y en el que se reúnen todos a la mesa, al que llegan los viajeros, donde crepita el fuego y dormitan los perros. Así explica Brontë ese espacio de convivencia al que ella denomina «the house» (aunque igual podría denominar «home», el hogar) separado del piso superior, el del salón de visitas y los dormitorios de los señores, lo que a finales del xix y principios del xx se denominaría «la zona noble». Los elementos góticos son pocos y están al servicio de un afán mucho mayor, más amplio y ambicioso: aunque también cayó bajo la etiqueta del «gótico femenino» y también nos habla de ese mundo de hombres que hacen y deshacen leyes y matrimonios, casi siempre en detrimento de la mujer, introduce de forma magistral otro factor al que ya hemos tenido ocasión de conocer: el otro, el extranjero, el ajeno, el personaje que desestabilizará una situación que no debería tener resquicios para desestabilizarse. Y Emily Brontë creó a Heathcliff. El muchacho recogido por un hombre bondadoso para salvarlo de la mendicidad y la perdición acabará llevando la perdición a su casa y a su familia. Vuelve Frankenstein: la criatura se vuelve contra su creador. El dominado se convierte en dominador. El extranjero acaba siendo amo y señor de lo propio. El feo, sucio y de piel oscura acaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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ba convertido en un caballero refinado y con dinero. Pero no es todo tan simple ni tan lineal: la transformación ha sido dolorosa y ha conllevado una serie de renuncias. La degeneración del verdadero amo (y su incapacidad, una vez más, para producir un heredero digno para la hacienda y la estirpe) será su baza para tomar el mando. La maldad a la que le han abocado el rechazo y el maltrato (otra vez Mary Shelley) justifican sus manejos para hacerse no sólo con la casa, emblema del poder y de la permanencia, sino con la potestad de hacer y deshacer matrimonios hasta dejarnos una novela que no se puede leer sin el árbol genealógico al lado y donde los nombres y los apellidos, cruzados y repetidos, son una broma macabra como el agente inmobiliario de Drácula. Queríais apellidos, necesitabais estirpe... ahí la tenéis. ¿Y de qué ha servido? La casa se ha conservado, sí, y ha trascendido. Pero a sus habitantes ya no les importa eso: son felices como no lo han sido sus antepasados, con un matrimonio modesto que no buscó trascender. Detrás, el amor tormentoso de Catherine y Heathcliff, que trasciende la tierra y la tumba: ambos parecen hacer el tránsito en un sentido y otro pagando como único peaje su propio dolor, que no es poco: el dolor de la no consumación. Y alrededor, la ruina, el declive, el desamparo y también la fatalidad. Hay dos obras en el siglo xx que beben directamente del concepto de casa que nos deja Cumbres borrascosas: una es Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell (1936), llevada al cine en 1939 por Victor Fleming; y la otra, Retorno a Brideshead (1945), de Evelyn Waugh. En la primera, con Tara en papel destacado: la hacienda familiar que se ha llamado así en honor a su dueño irlandés, llegado a la tierra prometida en busca de una fortuna con la que acabará la guerra y lo que acarrea: la pobreza, el declive, la destrucción. Scarlett O’Hara, sin embargo, no se resigna a la pérdida y, tomando un puñado de tierra de la finca jura, poniendo a Dios por testigo, que nunca más volverá a pasar hambre: se pone a cavar ella misma, ayudada por los pocos esclavos que le quedan, y recurre a la seducción para conseguir lo que una mujer, aún en aquellos tiempos, sólo podía conseguir por el matrimonio: estabilidad económica y reputación. Cierto que se le va un poco la mano: en un momento dado su propia hermana se queja de que ha tenido tres maridos cuando ella misma no ha conseguido ninguno todavía, pero la tenacidad irlandesa de Scarlett y su capacidad emprendedora americana (salpimentada con cierta falta de escrúpulos) harán no sólo que no vuelva a pasar hambre: acabará poseyendo una mansión mucho más grande que Tara, excesiva y hortera, de nueva rica, aunque tocada por una maldi 177
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ción: infeliz junto a Rhett Butler (como Heathcliff y Catherine) y privada de herederos que la perpetúen. En el siglo xx, como en el Imperio Romano, la decadencia será el exceso, no la enfermedad de la sangre. Eso es lo que sucede en Retorno a Brideshead, donde la mansión familiar también será pasto de la decadencia de la moral y las costumbres (aquí se introduce el tinte matiz religioso, la dicotomía entre católicos y protestantes que veta la historia y la literatura inglesa), y de nuevo la guerra, en esta ocasión la Segunda Guerra Mundial. Y también, cómo no, el infortunio amoroso y la incapacidad de aportar herederos capaces de procrear y perpetuar la estirpe. Temas, por cierto, que latirán en obras posteriores tan dispares como La gata sobre el tejado de cinc caliente (ninguno de los que la hemos visto podemos olvidar esa confesión velada de una Liz Taylor maravillosa, anunciando –quizá– la llegada de un heredero que ha de abrirse camino a pesar del alcoholismo y la degeneración de su padre) y Dallas, famosa serie de los ochenta donde toda la familia vivía en la mansión del gran terrateniente tejano con sus maridos, sus mujeres, sus borracheras, sus infidelidades y sus ansiados embarazos, heraldos una vez más del necesario heredero. Después de Cumbres borrascosas (incluso de la Tara de Lo que el viento se llevó) ha habido otras casas en la literatura y, sobre todo, en el cine, que no deja de ser la forma narrativa por excelencia del siglo xx. Algunas fueron tinta primero y celuloide después, como Grandes esperanzas, de Charles Dickens (1860) y Satis House, la mansión de la pobre Miss Havisham que logró conservar la residencia (si bien en estado lamentable) pero no al futurible marido; Rebeca, de Daphne du Maurier (1938) y Manderley, o El misterio de Salem’s Lot, de Stephen King (1975), que nos abre las puertas de la casa Marsten y recupera otro de los elementos fundamentales del gótico: es un relato de los miedos humanos sobre un escenario realista. King seguirá en nuestra era el hilo quizá más puro y directo que surgió del gótico original y que pasó por Poe, aunque nunca se ceñirá ni a un entorno ni a un tema estanco: en El resplandor trata la cuestión de lo sobrenatural desde la óptica de un hombre (escritor, por más señas, como el protagonista de Salem’s Lot y como él mismo) que enloquece quizá, sólo quizá, por estar encerrado y aislado, en esta ocasión en un hotel que se compromete a guardar y mantener cuando está cerrado, fuera de temporada. El Hotel Overlook es probablemente el equivalente del castillo de Otranto en nuestros días y en nuestro imaginario terrorífico actual, junto al de Norman Bates CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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en Psicosis (donde Alfred Hitchcock recupera sin fisuras la silueta aterradora recortada sobre el cielo del crepúsculo, un lugar donde necesariamente tiene que haber crímenes y seres desdichados escondidos o prisioneros de sus propias pasiones, de sus propias maldiciones) y el cementerio indio de Cementerio de animales es el escenario perfecto para que una familia estadounidense, suburbana, moderna y de clase media, entre en contacto, mediante los modernos miedos y peligros, con la superstición, la maldición y el mito de Frankenstein, con jugar a ser Dios y con el resurreccionismo, con la transgresión que separa la vida y la muerte y con la posibilidad de pasar al más allá y regresar después, utilizando la tierra, como Drácula. Con Anne Rice y su Entrevista con el vampiro regresa Drácula, aquel ente que inventó Polidori la misma noche que Mary Shelley concibió a Frankenstein (mujer Shelley que, por cierto, arrastraba también la frustración de no haber logrado dar un hijo a su amante, algo sí había hecho la legítima esposa de Percy Bysshe pocos meses antes) y cuya historia también conocimos a través del cine en Remando al viento, de Gonzalo Suárez (1988). El vampiro –ser torturado más parecido a otro producto muy bien aprovechado en el cine actual, el zombi o muerto viviente– que también es víctima de una maldición que le condena a la tierra, a la vida en un territorio intermedio, una especie de limbo, y a una existencia monstruosa y antinatural, evolucionó después adquiriendo tintes y matices diversos con el paso de los años, con los cambios de mentalidad y de las formas de expresión que los humanos tenemos a nuestro alcance. Se dice que ya Polidori se inspiró en Byron, en su porte aristocrático y en su carácter manipulador y algo chupóptero, si se me permite la expresión, pero ha sido un símbolo rico y flexible que el paso del tiempo ha ido transformando y la contracultura de los sesenta acabó convirtiendo en otra cosa: de monstruo marginal que vive en la oscuridad a personaje que escapa al aburrimiento y la grisura de lo cotidiano, de extranjero exótico a outsider irresistible, de ser que lucha contra sus instintos atroces a miembro de la sociedad atractivo y aceptado. Y Angela Carter, lectora de las novelas de vampiros de Anne Rice, nos regaló en 1997 su compendio de relatos La cámara sangrienta. No podía titularse de otra manera. En el año 2000, como un intento macabro de cerrar siglo y milenio cual ataúd de Drácula, salió a la luz La casa de hojas de Mark Z. Danielewski (publicada en España mucho después, en 2013, por Alpha Decay con traducción de Javier Calvo), una novela de más de setecientas páginas con formato de texto expe 179
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rimental (distintas tipografías, párrafos codificados, escritura en espejo, notaciones musicales e incluso braille) que es parte historia de amor e historia de terror (¿no estamos viendo, a lo largo de este recorrido, que ambos son una misma cosa en más de una ocasión?). La casa es una auténtica criatura maligna que, según descubre su inquilino, mide tres cuartos de pulgada más por fuera que por dentro. Casas espantosas, terroríficas, fantasmagóricas, han seguido poblando el cine a partir de Stephen King. Hay una anterior, La semilla del diablo, donde al tratarse de un bloque de pisos urbano (el neogótico edificio Dakota de Nueva York, junto a Central Park, donde vivía John Lennon cuando fue asesinado en la misma puerta) entra en juego otro elemento monstruoso del terror actual: la comunidad, en general, o la de vecinos en particular, que en la novela de Ira Levin y después en la película se llamará «Edificio Bramford». Pero la estela de King dejó en los setenta horrores –y aquí utilizo el término en su sentido amplio– como Terror en Amityville, que también había sido novela (de Jay Anson, 1977) y que llevaba el subtítulo de «una historia real». De ahí beberán luego películas como las de Expediente Warren, donde la casa lleva hasta tal punto el papel protagonista que sus habitantes acarrean la maldición aunque cambien de residencia, lo que demuestra que las maldiciones adosadas a casas y mansiones tienen los tentáculos largos y terroríficos. Curiosa una historia posterior de animación, Monster House (2006) con todos los elementos de lo gótico: mansión medio derruida con habitante que asusta, paradigma del malhumor y de lo asocial, cuyo jardín, como una prolongación de sí mismo, se traga los juguetes de los niños molestosos que deambulan por allí. Los acontecimientos suceden la noche de Halloween, con todos esos elementos –molestosos también– que hemos llegado a aceptar los europeos como parte de nuestros otoños: niños pelmazos disfrazados de draculines, esqueletos o zombies que piden caramelos –ahora ya sin azúcar– y amenazan con una venganza si no se los proporcionas, ventanas a las que el jabón frotado ha vuelto translúcidas y calabazas con velas dentro, muy fantasmagóricas. A pesar de todo, una historia aparentemente entretenida e infantil encierra mucha miga, y muy interesante: la casa, de la que el mal encarado Nebbercracker no quiere separarse y a la que no permite que nadie se acerque, es su esposa, que murió accidentalmente cuando se estaba construyendo y quedó sepultada viva por el hormigón. Perdonen el spoiler... pero pocas historias de casas superan esto: el hombre que amaba a Constance, mujer monstruosa a la que sacó del circo, a la que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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construyó una casa para vivir juntos su historia de amor, y a la que la muerte le arrebató antes de tiempo, emparedada como un personaje de Poe con un entierro prematuro y convertida en la casa, confundida con ella, en plena comunión. Insuperable. Se aleja esta historia del género cinematográfico de otras más ligeras como La mansión encantada (2003), protagonizada por Eddie Murphy, y que después parece haber seguido los pasos de Expediente Warren con su garantía de historia real o haber evolucionado hacia otra morada amenazante: el instituto o el campus universitario. El público adolescente es un target excelente para este tipo de relatos, y el cine y la literatura han encontrado ahí un filón (que también exploró King en Carrie, por cierto). A partir de ese momento, tanto la producción como la demanda parecen haber tomado otra ruta, la de la distopía, con obras como Divergente de Veronica Roth, Los juegos del hambre de Suzanne Collins o El corredor del laberinto, de James Dashner. Pero ha explorado también el vampirismo (Vampire Academy, de Richelle Mead, Crepúsculo, de Stephenie Meyer, o Cazadores de Sombras, de Cassandra Clare, con una discoteca que se llama Pandemonium), el ángel caído (Hush, de Becca Fitzpatrick) y, en un retorno al siglo xix, Oscuros, de Lauren Kate, cuya acción da comienzo en Helstone, Inglaterra, en 1854, y en cuya trama interviene también el amor, la atracción inevitable entre dos jóvenes que se conocen en una casa de campo. Quizá la novela gótica sea el origen de todo, quizá lo es sólo de la novela, en su sentido más puro: el entretenimiento, la ficción, el afán del autor por crear un mundo que parece que podemos tocar con la mano pero no es más que un espejismo, y del lector por traspasar la página, o del espectador por atravesar la pantalla y entrar en un reducto lleno de sombras tenebrosas donde una luz que brilla promete otra cosa, quién sabe si más fantasmagórica y más aterradora aún, o el descanso al fin, y la tranquilidad. El castillo, la casa, conserva su aura porque trasciende y sobrevive a sus habitantes. Pero no sabemos si es peor quedarse fuera, o encerrado dentro. No sé si decirles que apaguen la luz al salir, y que cierren la puerta...
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La Vanguardia (1881-1902) y las letras espaĂąolas Por Adolfo Sotelo VĂĄzquez
Hemos formado importante colaboración de nuestros escritores conocidos y respetados que enviarán a nuestro periódico trabajos originales e inéditos. La Vanguardia, 1-I-1888 Proclamo la falsedad de los postulados postestructuralistas y deconstruccionistas de que no hay nada fuera del texto, de que el discurso es un juego autónomo que borra y vacía constantemente de validación referencial su posible intención y significado. Georges Steiner, 1988
I
Quiero empezar el presente relato recordando una benemérita publicación de 1995, 200 anys de premsa diària a Catalunya (1779-1992), que coordinó Josep María Huertas, a quien tanto deben los estudios sobre la prensa en Cataluña. En el prólogo Huertas escribía: «Les facultats universitàries no esperonen massa, ara per ara, que els seus alumnes investiguin mitjans concrets. Hi ha diaris importants dels quals no hi tan sols un article, com es queixava amargament Adolfo Sotelo en estudiar els escrits de Miguel de Unamuno al diari Las Noticias».1 En efecto, gran parte de mi tesis doctoral, Investigaciones sobre el regeneracionismo liberal en las letras españolas (18601905) se articuló sobre las continuas sorpresas que me deparaba la prensa en relación con los intelectuales y escritores españoles que nacieron al aire de la revolución del 68 o de los que alborearon en los procelosos aires del fin del siglo xix. ¿Cómo se podía investigar una determinada temática, tan pautada por el proceso histórico, prescindiendo de la prensa? ¿Cómo me podía circunscribir tan solo a una serie de libros editados, desde don Francisco Giner de los Ríos a José Martínez Ruiz o Ramiro de Maeztu, si dichos libros se nutrían en muchas ocasiones de materiales que habían visto la luz en la prensa, en la escritura que un teórico francés ha llamado «l’écriture du jour»? En este punto me asiste la fidelidad relativa de la memoria para referirles el entusiasmo con el que cada semana relataba a mi maestro, Antonio Vilanova, los sucesivos descubrimientos, que tenían, además un denominador común: la mayor parte de los textos olvidados de las grandes figuras de la literatura española que rescataba o desempolvaba procedían de la prensa barcelonesa. Yacían, olvidados, pese a los esforzados trabajos de Beser, Bonet y Lissorgues, artículos de Leopoldo Alas, Rafael Altami 183
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ra, Alfredo Calderón, Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Martínez Ruiz, Ramiro de Maeztu, una legión inacabable. En efecto, en el prólogo de mi libro (nacido de mi tesis doctoral), Miguel de Unamuno. Artículos en «Las Noticias» de Barcelona (1889-1902) (Barcelona, Lumen, 1993), me quejaba amargamente de la ninguna atención de los historiadores de la literatura española a la prensa barcelonesa, tras indicar que entre 1899 y 1902 habían publicado en las páginas de Las Noticias, propiedad de la familia Roldós, colaboraciones Leopoldo Alas, Unamuno (casi un centenar, olvidado por las Obras Completas), Baroja, Martínez Ruiz o Ramiro de Maeztu. Los prolongados trabajos que había llevado a cabo durante más de una década me indicaron la necesidad de revisar la prensa barcelonesa, especialmente para agavillar textos de crítica literaria y cultural. La crítica literaria es una disciplina ancilar de la historia de la literatura, pero para los que creemos en la historicidad en la que se engendran y se inscriben las obras de arte, las obras literarias, su conocimiento y estudio son inexcusables, a la par que filológicamente ayudan a la precisión y discriminación de la intentio auctoris y de la intentio operis de cualquier obra literaria. En este sentido, la profesora Marisa Sotelo ha atendido con rigor a las labores de Emilia Pardo Bazán en la órbita de la prensa catalana, mientras las tesis doctorales de mis discípulos han acometido estas tareas (saltando las bardas de mi cronología inicial y atendiendo también a la prensa de Madrid). Quiero citar las tesis de Virginia Trueba, Marcelino Jiménez, Juan José Sotelo (dirigida ésta por mi compañera Rosa Navarro), Noemí Montetes, Andreu Navarra, Diana Sanz, Raquel Velázquez, Blanca Ripoll, Alba Guimerà e Isabel Rovira. Yo mismo he proseguido con devoción inventariando y analizando los textos de producción y de recepción de las letras españolas en la prensa barcelonesa hasta la guerra civil. En el primer apartado, justipreciamos los quehaceres de Azorín o de Benjamín Jarnés. En el segundo, el lugar axial que ocupa Alexandre Plana en los años de la Gran Guerra. Queda por señalar que el diario de referencia en mis investigaciones ha sido a menudo La Vanguardia. Complementariamente a lo que les he relatado, quiero aprovechar de nuevo esta ocasión para volver a insistir en que, en el arco temporal en que transcurre este relato, falsearíamos la realidad, la historia y la vida de las letras españolas si prescindíesemos de la prensa y el mundo editorial barcelonés. Tanto La Publicidad como La Vanguardia son veneros de la práctica intelectual CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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y artística, de la teoría y de la crítica literaria que atañe a la literatura española. En los años de transición del XIX al XX debemos añadir dos diarios más (El Diluvio y Las Noticias), sin dejar en el olvido revistas barcelonesas como La Ilustración Ibérica, La España Regional o La Ilustración Artística, que en el escenario de nuestro relato son muy importantes. La otra cara de la medalla, el mundo editorial, tiene similar o mayor importancia. De la mano de Josep Yxart la Biblioteca «Arte y letras» publicó en 1882 El sabor de la tierruca. Copias del natural de Pereda, con ilustración de Apeles Mestres; en 1883, Marta y María. Novela de costumbres de Palacio Valdés, con ilustración de Pellicer y en 1884-85 la obra maestra de la novela española moderna, La Regenta, con ilustración de Juan Llimona y grabados de Gómez Polo. Seamos rigurosos: sin dicha editorial la historia del naturalismo en España debería escribirse de otra manera, una manera insuficiente. Heredera de estas tareas fue la editorial de Daniel Cortezo que publicó Los pazos de Ulloa en dos volúmenes en 1886 y La madre naturaleza (segunda parte de Los pazos de Ulloa) también en dos volúmenes, el año siguiente 1887. Con la figura fundamental para las letras españolas de este período de Josep Yxart al fondo, la editorial de Sucesores de Ramírez publica en 1889 las novelas de Pardo Bazán, Insolación y Morriña, con ilustraciones de Cuchy y Cabrinety, respectivamente. Prolongación de esos quehaceres editoriales fueron, gracias al oficio de director literario de Yxart, los que inició Henrich, prensas en las que vieron la luz en 1890, en dos volúmenes, La espuma. Novela de costumbres contemporáneas de Palacio Valdés (la ilustraron Alcazar y Cuchy) y en 1891, Al primer vuelo. Idilio vulgar de Pereda, que por lo demás nació a instancias de Yxart. Para cerrar esta lacónica enumeración conviene dejar consignado que fallecido Josep Yxart en 1895, gradualmente su figura de editor barcelonés de las letras españolas la fue asumiendo Santiago Valentí Camp, nacido en 1875, discípulo de Giner y de Leopoldo Alas, quien en el alba del siglo pasado puso en marcha –siempre bajo el sello editorial de Henrich– la «Biblioteca de Ciencias Sociales», en la que vio la luz un libro clave para la historia del ensayismo español, En torno al casticismo de Miguel de Unamuno, y poco después, la «Biblioteca de Novelistas del siglo xx». En dicha biblioteca vieron la luz en 1902, Amor y pedagogía de Unamuno, que la inaugura, y La voluntad de José Martínez Ruiz, mientras que en 1903 se publican El mayorazgo de Labraz de Baroja y Reposo de Rafael Al 185
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tamira. Otros títulos acabaron de conformar una colección que habría de desaparecer cinco años después. La importancia de la empresa la supieron calibrar extraordinariamente bien tanto Perés como Maragall. Desde su sección «Hojeando libros» de La Vanguardia (27-XII-1902), Perés se felicitaba por la biblioteca de Henrich, subrayando el deseo de romper los moldes decimonónicos que las novelas publicadas atesoraban, con especial mención para Unamuno y Martínez Ruiz. Maragall le dedicaba el artículo del Diario de Barcelona del día primero del año 1903 a la biblioteca y a sus novelas. También se congratulaba de la idea editorial, pero era más severo en el juicio de las novelas, salvo Amor y pedagogía, a la que ya había dedicado un espléndido artículo en el verano de 1902. II
En la apasionada y velada autobiografía que Gaziel escribió bajo el marbete de Història de «La Vanguardia» (1881-1936), inicialmente publicada en 1971, quien había sido uno de los mejores periodistas españoles del siglo xx sostiene, primero, que en sus inicios el periódico fue «un diari originariamente caciquista» y «òrgan del partit monarquic liberal a Barcelona», y, a renglón seguido, argumenta «quan més en perill estava La Vanguardia i més desorientats els germans Godó […] la fortuna li sonriagué per primera vegada».2 La fortuna era el periodista andaluz Modesto Sánchez Ortiz, verdadero creador del espacio cultural y literario que nos ocupa de La Vanguardia. En el «Homenot» de la cuarta serie que Josep Pla escribió en 1961 sobre Ramón Godó, «El senyor Godó i La Vanguardia», describe sintéticamente la etapa que empieza en el 1888 al aire de Sánchez Ortiz: Aquesta etapa, deguda aboslutament al director despert i excepcional que fou Sánchez Oritz, l’andalús que sabé llibar «La Vanguadia» amb l’élite aspcendent d’aquest país, culminà en la instal·lació del diari ja transformat en allò que l’época en digué un «Diari independent». La instal·lació es produí en plena Rambla dels Estudis, en els baixos d’una casa veïna de l’Acadèmia de Ciències.3 Por su parte, Gaziel, quien habría de dirigir el periódico en su período más brillante antes de la Guerra Civil, sostiene en su Història y bajo el epígrafe «Els veritables creadors de La Vanguardia»: CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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Un periodista andalús, que es deia don Modesto Sánchez Ortiz, vingué a parar a Barcelona, no se sap pas ben bé com ni per què, i el cas fou que els amos del diari el conegueren i se’l ficaren a casa. No podien haver fet res de millor. Sota el guiatge d’aquell foraster obscur La Vanguardia experimentà una transformació completa: d’òrgan ensopit d’un partidisme polític que ja es feia estantís, anà convertint-se en un tipus nou de diari, ben informat, escrit amb vivesa, ple d’amenitat i d’interès i que a més presumia de ser independent, és a dir, de no dependre de ningú més que del seu amo capitalista. El fet es produïa, justament, pels volts de l’Exposició Universal del 1888, la primera a Espanya, que donà a Barcelona i a tot Catalunya una sacsejada formidable.4 Con la dirección de Sánchez Ortiz se inicia la colaboración de Santiago Rusiñol, Josep Yxart, Joan Sardà, Narcís Oller, Ramón D. Perés y Miquel Utrillo, según constata Gaziel. Josep Maria Huertas en su interesante Una història de «La Vanguardia» (2006) precisa con mayor atención los colaboradores: No cal dir que l’estol de col·laboradors era nombrós: José Zulueta, Josep Coroleu, Josep Yxart –que excel·liria com a crític–, Joan Sardà, el famós novel·lista Narcís Oller, Melitón González, Ramon D. Perés, Emili Blanchet, Josefa Pujol de Collado, Rafael Puig Valls, l’astrònom Josep Comas i Solà, el músic Felip Pedrell... Amb el pas del temps s’incorporarien altres firmes importants, com ara Víctor Balaguer i Josep Roca i Roca el 1892. Aquest publicaria un cop a la setmana una secció titulada «La Setmana en Barcelona», fins que tingué problemes al diari i va haver de plegar, l’any 1903.5 La fuente que utiliza es el ejemplar de La Vanguardia del 21 de febrero de 1890 donde se relaciona la lista de colaboradores. Sin embargo, omite los nombres de Santiago Rusiñol, Ramon Casas, Raimon Casellas y el corresponsal en Paris del periódico, Miquel Utrillo, además de un nombre que en el ámbito de la crítica literaria de las letras españolas tendría un relieve excepcional en los años 1895 y 1896, Josep Soler i Miquel. Los verdaderos creadores de La Vanguardia consiguieron –tomo las palabras prestadas del maestro Jordi Castellanos– que el diario se convirtiera «en la publicació de la nova burguesía de mentalitat mès oberta i avançada que la que llegía el vell Brusi».6 Por ello es conveniente conocer, aunque sea a vuela pluma, los textos programáticos de la transformación del periódico. 187
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El editorial del primero de enero del 1888, «A nuestros lectores», gestionado por Sánchez Ortiz, subraya el papel decisivo que se asigna a la prensa en el son de una sociedad cualquiera: no sólo ser fiel traslado de su vida moral y material presente, sino a través de las palpitaciones del hoy posibilitar al «lector perspicaz» (excelente sintagma) la capacidad de advertir hacia dónde se encamina esa sociedad: Uno de los signos más seguros de la cultura y de la vida de un pueblo se ofrece en su prensa periódica. En ella puede estudiar el observador la vida material y la vida moral en su doble fase de idea y de sentimiento; en ella puede encontrar revelaciones del presente y del porvenir del pueblo que estudia: del presente, en la noticia del suceso diario, en la noticia del estado de la industria, de la ciencia y de las artes, en las transacciones del comercio; del porvenir de ese mismo pueblo puede juzgar el lector perspicaz reflexionando sobre tales elementos, y estudiando con cuidado las palpitaciones de las distintas clases sociales que el periódico refleja (LV, 1-I-1888). Con voluntad moderada en lo político y con una decisiva apuesta por la modernidad en el terreno cultural y literario, La Vanguardia dibuja el presente y el porvenir desde las siguientes coordenadas: «nuestro periódico debe reflejar «en primer término y con la mayor exactitud posible la vida de Barcelona, luego la de Cataluña, y por último la de España entera, que constituyen las tres relaciones primordiales de nuestra existencia social» (LV, 1-I-1888). Sánchez Ortiz pone en marcha las reformas para conseguir los objetivos que ha anunciado. Dos años más tarde, cuando ya colaboran en el periódico Perés, Yxart y Sardà como críticos literarios habituales, un artículo editorial, que sin duda responde a la pluma del propio Sánchez Ortiz, hace una serie de consideraciones muy precisas y elaboradas. Son particularmente interesantes las afirmaciones que se contienen en el epígrafe «Doctrina profesional» del citado artículo. En él se alude, inicialmente, al afán de contribuir al progreso de la profesión que ha guiado el quehacer de los dos primeros años: Sentimos por el periodismo verdadero amor [...] El afán de progreso, no para nosotros sino para la profesión que ejercemos, tiene en nosotros la intensidad de una idea fija, de aquí nace esta fe, esta perseverancia en lo que nos parece bueno y progresivo, que raya en la terquedad, y que hemos demostrado en nuestra humilde historia (LV, 22-II-1980). CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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E identifica la auténtica práctica del periodismo con el ejercicio de dar a conocer la información con la máxima objetividad y rigro crítico expresada en el acertado lema de «dar a la opinión el dato para su juicio». En la citada objetividad e imparcialidad informativa cifra la redacción de La Vanguardia una de las claves del sistema periodístico moderno. El diario de los Godó –aunque sea de un modo peculiar y propio– manifiesta explícitamente su deseo de hacer suyas tales coordenadas: En esa fórmula «dar a la opinión el dato para su juicio», sencilla en apariencia, pero muy compleja cuando se desentraña, se encierra todo el sistema periodístico moderno, que sirve al público, no al partido ni a la camarilla. Pero en la manera de desarrollar la fórmula, es decir en el modo de afrontar el dato, en la extensión que abarque, en la escrupulosidad con que se depure, en la imparcialidad con que se exponga, en los elementos artísticos con que se ayude y en la actividad oportuna con que se dé al público, buscamos y encontramos nuestra diferenciación, nuestra propia fisonomia (LV, 22-II-1890). Tal visión de la crítica y del periodismo en general coincide con los presupuestos defendidos dos años atrás, presupuestos que se plasman en los sustantivos «imparcialidad y severidad». Si, a la altura de 1888, se presentaba como un objetivo a conseguir el que los periódicos deban inspirarse «en altos ideales y en los principios de una crítica severa. Éstos serán, pues, nuestros principios de conducta. Imparcialidad y severidad» (LV, 1-I-1888). Ahora en 1890, cabe reconocer que se ha tratado de ponerlo en práctica: Dos años, poco más, hace que desarrollábamos en estas mismas columnas y con ocasión semejante, análoga doctirna, los que nos han seguido en nuestro camino ¡así ellos estén satisfechos como nosotros se lo agradecemos! saben con cuánta perseverancia y escrupulosidad hemos cumplido nuestros compromisos y nos hemos mantenido fieles a nuestras teorías (LV, 22-II-1890). Otra de las ideas medulares o de los principios rectores que, a juicio de la redacción, debe caracterizar el periodismo moderno es que tome como objeto primordial de su análisis el ser «reflejo de la civilización», de la sociedad y de ésta en su totalidad y complejidad. De ahí que se considere que «todo entra en la jurisdicción del periodismo»: 189
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El periódico moderno no puede ser hoy, como tantos años, un conjunto de trabajos en los cuales era principal cuando no único elemento, la fantasía y el ingenio del escritor; como tampoco puede ser un conjunto de noticias sin trabazón y sin arte. La hoja diaria hoy, como reflejo de la civilización, ha de confeccionarse con el procedimiento que pide dato, dato y dato; pero ha de ser tan compleja como la civilización misma, y desde el relato del suceso chico o grande hasta el examen del fenómeno científico más complicado abarcando con la palabra ciencia cuanto es objeto de inteligencia, todo entra en la jurisdicción del periodismo conforme hoy se practica, todo tiene en el periódico su retrato o su remedo (LV, 22-II1890). La actualidad social, política, económica pero asismismo literaria y científica es materia pertinente en la prensa. Esta declaración tiene su importancia pues ya no es la revista específicamente literaria, artística, científica o cultural el ámbito en el que de modo particular –y para minorías– se analizan estas materias, sino que asimismo la prensa diaria se erige en plataforma oportuna y óptima para la difusión, crítica y valoración de obras literarias o artísticas. En este sentido, debe reconocerse el destacado lugar que ocupa La Vanguardia en el conjunto de la prensa diaria publicada en Cataluña en la última década del siglo xix. En sus páginas, desde el arranque de su nueva etapa en 1888, cabe advertirse la presencia constante de una sección literaria firmada por importantes escritores que, como colaboradores habituales, contribuyen con sus juicios críticos a la educación estética del público lector o bien a dar amplia resonancia a acontecimientos de la vida cultural y literaria del momento. Así, en una de las notas informativas que abren la edición del 1-I-1888 –al iniciarse la segunda etapa del periódico– se daba a conocer la intención de que colaboraran importantes firmas en su confección: «Hemos reorganizado nuestra redacción; hemos formado importante colaboración de escritores conocidos y reputados que enviarán a nuestro periódico trabajos originales e inéditos». Nota que se sitúa en la misma línea que la «Advertencia» publicada unos días después en la que se daba a conocer el propósito de iniciar una sección dedicada a cuestiones literarias; sección que van a ocupar en primera instancia las plumas de Perés, Yxart y Sardá, a lo largo de varios años: «La Vanguardia ha abierto en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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sus columnas, en obsequio del lector y con objeto de darle lectura variada y amena, una sección exclusivamente literaria, en la cual se propone publicar trabajos de las firmas reputadas entre los literatos y estimadas del público dentro del género que cultivan» (LV, 10-I-1888). En el balance realizado dos años después se advierte la importancia cada vez mayor que ha ido cobrando esta sección gracias a la colaboración de prestigiosos críticos y a la publicación de trabajos de carácter monográfico en ella: Convertido de ese modo en ancha antesala del libro, el periódico es tanto mejor cuanto más especializados tenga sus trabajos, y cuantos más elementos de la moderna civilización ponga a contribución en sus páginas. A esta necesidad ha respondido y responde la multiplicidad de nuestros redactores y colaboradores diarios, entre los cuales hay, como saben nuestros lectores, literatos y hombres de ciencia políticos y artístas de todas las artes (LV, 21-II-1890). III
Los críticos más importantes de La Vanguardia en los años que median entre 1888 y 1902 fueron, para las letras españolas, Yxart (1852-1895), Ramón D. Perés (1863-1956), Joan Sardà (18511898) y Josep Soler i Miquel (1861-1897), aunque bueno es advertir que otras plumas se ocuparon de la literatura española en alguna serie de artículos. Tal es el caso de Antonio Cortón y Ramón Pomés. La Vanguardia ofrece el primer texto de Yxart el 17 de febrero de 1888. Se trata de la conferencia «La crítica y el arte», dictada en el Círculo Artístico el día anterior. Dicha conferencia motivaría una polémica de Yxart con el crítico Luis Alfonso (un crítico segundón que años antes había polemizado con Clarín y con Pardo Bazán) usando el primero la tribuna de La Vanguardia y Alfonso las páginas de La Dinastía, diario barcelonés conservador y antirepublicano. A partir de este momento su colaboración en La Vanguardia será habitual hasta su prematuro fallecimiento. El primer texto crítico de Perés data del 21 de marzo del 1888 y es la primera entrega de su análisis de El cuarto poder de Palacio Valdés. La colaboración de Perés se abre con una «advertencia» (ya citada) del periódico, que volverá a encabezar al día siguiente la propiamente primera participación de Yxart como crítico de novedades bibliográficas: Se trata del análisis de La Montálvez de Pereda. Perés colaboró en La Vanguardia de modo regular, aunque no siempre en el dominio de la crítica literaria, 191
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hasta 1903. En consecuencia, es el crítico que ocupa de modo más prolongado las páginas del diario en sus primeros veinte años de vida. La frecuencia de sus trabajos disminuyó en los primeros meses del siglo xx, tal vez por su dedicación a la revista La lectura, nacida en 1901. Su sección de crítica literaria mantuvo siempre el marbete «Hojeando libros». La primera entrega coincide con su tercer artículo en La Vanguardia. Perés la presentaba así: El director de La Vanguardia me ha honrado con una sección de su periódico en que habla de libros nuevos. Al ser este sitio adecuado, diérale yo las gracias por ello haciendo notar de paso, humildemente y según la piadosa costumbre, mi impericia y harta blandura de corazón para un oficio que según algunos no ha de menester entrañas. Pero, contra añejos usos, no voy a hacer lo uno ni lo otro. Porque es natural, señores, a mi entender, que las gracias debo de haberlas dado ya a fuer de persona medianamente ducada, y, en cuanto a las demás razones o excusas no habrán de valerme para el perdón de mis pecados aunque más verdaderas fueran que la verdad misma. Entro, pues, de golpe en nuestra sección sin darle por prólogo más que las breves líneas que llevo escritas (LV, 13-XI1888). Por su parte, Joan Sardà inició sus quehaceres críticos trufados de artículos de materia heterogénea, pero muy apasionante, el primero de junio del 1888. Se trataba de unas «Impresiones sueltas» sobre la Exposición Universal. Su primera colaboración como crítico data de días después (23 de junio) alrededor de la novela galdosiana Miau. Su temprana muerte en 1898 cerró una trayectoria que Joan Maragall honró con un estudio necrológico leído en el Ateneu barcelonés el 15 de diciembre del 1899, destacando su faceta de periodista político y social. Finalmente, Soler i Miquel, quien había colaborado en La Vanguardia durante el año 1891 con dos artículos (que prometían ser más) de una serie que una nota «Al lector» refería como la realización del propósito de «que las columnas de La Vanguardia se nutran en la vida total de Barcelona y Cataluña» (LV 22-IV-1891). Los artículos de Soler trataban de la Universidad de Barcelona «madre y nodriza de todas las ciencias, por su importancia capitalísima en el movimiento intelectual de Cataluña». Tras un paréntesis que alcanza diciembre del 1894, Soler colaboró con relativa frecuencia, alternando la creación y la crítica, hasta su suicidio en la primavera del 1897. Pese a su papel subsidiario de Perés, que se pone de manifiesto en los análisis críticos que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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realiza en paralelo a sus trabajos de La Vanguardia en el diario La Publicidad durante el año 1895, su labor crítica ante las letras españolas es sobresaliente, en especial la valoración del último Clarín y del primer Unamuno. Precisamente en un artículo que apareció en La Publicidad (15-6-1895), bajo el marbete «Clarín» y que precede en unos días a su análisis de Teresa, también en La Publicidad (23-VI-1895), Soler descubría sus anhelos y sus dudas: Este artículo forma parte, es como el tronco, de un estudio sobre «Los cuentos de Clarín», que no me atrevo a publicar en folleto por temor de que no haya quien lo lea. En ese estudio, el presente fragmento viene a continuación del que publiqué con aquel título hace unos cuatro meses. Ahora, con ocasión del estreno de Teresa en Barcelona, ofrezco éste a La Publicidad, por lo que quizás ayude a mostrar los «antecedentes” de aquel ensayo dramático en el espíritu de su autor. Me complazco en poder manifestar que todo esto lo escribí tal como ahora se publica, un mes antes de representarse Teresa por primera vez.7 Recordemos que Teresa se estrenó en Barcelona el 15 de junio del 1895 en el teatro Novedades. Y, al mismo tiempo, anotemos que Soler se ocupó de los cuentos de Clarín en dos espléndidos artículos del mes de febrero del 1895 en La Vanguardia. Ambos fueron recogidos por Joan Maragall en la selección de la obra de Soler que preparó y prologó en 1898 para L’Avenç. Soler y Miquel había entrado en el diario de los Godó gracias a Yxart y Sardá. La Vanguardia en una nota editorial del 22 de marzo del 1897, que seguramente redactó Sánchez Ortiz, daba cuenta de su pérdida y afirmaba que «en las filas de la juventud brillantísima que cultiva en Barcelona las ciencias y las letras, dejó un vacío difícil de llenar». La labor de estos críticos justipreciando las letras españolas del otoño del siglo xix y de los primeros compases del siglo xx –es el caso de Perés– no le pasó inadvertida al mejor crítico español del horizonte de expectativas de esos años. Creador y crítico tan vinculado, por otra parte, a la prensa barcelonesa, en la que colaboraba regularmente desde su tribuna de La Publicidad (1880-1901). Al margen de sus relaciones con Perés, que aparentemente tienen un cierto tinte anfibio pese al común proyecto editorial que no cuajó a comienzos de los noventa, debemos certificar que al reseñar el opúsculo en el que Joan Maragall convirtió su estudio necrológico sobre Sardà en el Ateneu (diciembre del 193
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1899), Clarín sostiene en su habitual «Revista literaria» de Los lunes de El Imparcial (23-VII-1900): «Críticos como Yxart, como Soler, como Sardà y tantos otros aventajan a muchos escritores de por acá en sinceridad, en fe, en ideal, en cultura moderna y en otras varias cualidades».8 Juicio que hay que aquilatar en todo su valor dado que Leopoldo Alas fue siempre reticente al «patriotismo estrecho» de algunos escritores catalanes y no comprendió ni compartió las señas de identidad del catalanismo. Desde las columnas de La Vanguardia, Yxart trazó una rigurosa valoración del teatro español de fines del siglo xix, con una relevancia especial para Galdós. La admiración de Galdós, Clarín y Pardo Bazán por sus artículos reunidos en El arte escénico en España excusa de más justificación en estas jornadas. Los quehaceres de Perés en La Vanguardia tuvieron cinco episodios destacados. En primer lugar, su interés por Palacio Valdés en su doble faceta de creador y crítico, asimilando sus trabajos –con una cierta exageración– con los de los Goncourt, Bourget, Matthew Arnold y Henry James. Al agavillar sus trabajos críticos en el tomo A dos vientos. Críticas y semblanzas (Barcelona, 1892) una nota al pie restringía sus anteriores opiniones: «desgraciadamente Palacio Valdés no escribe ya críticas más que en muy raras ocasiones. Todo su talento se reconcentra hoy en la novela».9 El valor de Marcelino Menéndez Pelayo como crítico e historiador de la literatura, aquilantado con sorprendente penetración la Historia de las ideas estéticas en España, obra que pronosticaba que andando el tiempo «ha de parecer un prodigio de vitalidad al lado de tanto engendro anémico como habrán producido sus contemporáneos» (LV, 9-III-1892), constituye el segundo capítulo. El tercer episodio tiene que ver con Clarín, crítico y creador. Perés se ocupó en múltiples ocasiones del autor de La Regenta. Sus observaciones ofrecen material para un largo discurso que obligadamente tenemos que cercenar. Leopoldo Alas, a tenor de lo que escribe Perés, es el escritor más importante de la etapa que analizamos. En realidad, al agrupar los juicios de Perés sobre Alas desde el 1889 hasta 1901 se justifica el lacónico, penetrante y ejemplar juicio de Alfredo Opisso –que estaba a punto de ser codirector de La Vanguardia– al fallecer Clarín. La nota informativa firmada por Opisso se cerraba así: «Leopoldo Alas deja un ejemplo de probidad literaria a prueba de amarguras y disgustos; de un amor al estudio como pocos habían llevado tan lejos, y de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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una existencia consagrada al progreso de la cultura nacional» (LV 14-VI-19). Si esta era la valoración editorial de La Vanguardia, Perés el el último trabajo que dedicó a Alas en el diario barcelones, sentenciaba el 18 de setiembre de 1901: «En el novelista hay o debe haber algo de poeta y de crítico mezclados; un hombre que crea, y otro que discierne, discute, escoge materiales, filosofa a su manera sobre lo que el contexto con el mundo le va enseñando». Sintesis admirable, que pone sobre el tapete una cuestión que no quiero dejar de enunciar y que algún día argumentaré con pausa y rigor: La Vanguardia es el diario que más inteligentemente valoró la obra del maestro asturiano desde 1885 hasta su muerte en 1901. El cuarto episodio tiene como protagonista a Juan Valera, de quien Perés subraya su escepticismo y su humorismo en el escenario de un saber y unos conocimientos tan modernos y europeos como los de Alas o Menéndez Pelayo. Del quinto episodio no nos podemos ocupar por su largo y denso recorrido: Perés advirtió en las obras del primer Unamuno toda la fuerza, el vigor y la novedad que ofrecían. Su atención para con los trabajos y los días del maestro vasco nacen con su estudio de Paz en la guerra (LV, 22-II-1897) y van hasta el 27 de marzo de 1903, donde «Hojeando libros» valora los ensayos En torno al casticismo, publicados por vez primera en libro en las prensas barcelonesas de Henrich en 1902. Las ocupaciones críticas de Joan Sardà en torno de las letras españolas en La Vanguardia son recoletas, intensas y de extraordinaria modernidad y lucidez. Sus lecturas estrictamente literarias tienen en los medios de prensa en la que colabora una referencia central: la novela y especialmente las obras de Pérez Galdós. No en balde le confesaba a Oller en carta del verano del 1886 que Galdós tenía una gran intuición de la naturaleza humana, una originalidad absoluta y «un sello de virilitat que excita». Acababa de leer –con sabia agudeza– Lo prohibido. Meses después los lectores de La Vanguardia conocían sus espléndidas críticas de Miau y Realidad, con alusiones continuadas a las inflexiones del realismo y del naturalismo. Críticas galdosianas que culminan en un formidable artículo del 15 de agosto del 1991 donde sintetiza: «En filosofía, en economía, en moral, en política, en ciencia, burla burlando dice y piensa más hondo Pérez Galdós en las extravagancias de sus libros que muchos especialistas del oficio». Era Galdós el mejor ejemplo del canon crítico de Sardà, quien a finales del 1888 había sentenciado desde La Vanguardia 195
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en carta abierta al marqués de Figueroa: «Hago de la lectura de novelas cuestión patriótica, y por otro lado cuestión de conveniencia, pues me ha visto usted sostener que sin ella no hay buenos abogados, ni médicos, ni aun comerciantes. Vivan, pues, las novelas». Jaume Brossa en una carta de febrero del 1896 a Miguel de Unamuno le advierte de que alguno de sus amigos le escribirá. Uno de ellos es Soler i Miquel, «un joven –así le describe Brossa– cuya característica es el entusiasmo. Ha escrito varios artículos sobre literatura moderna». En efecto, además de los mencionados sobre Clarín, Soler –que se había doctorado en Derecho con don Francisco Giner– daría a la luz en La Vanguardia un excepcional trabajo sobre Miguel de Unamuno el 14 de marzo de 1896, que como bien juzgó el profesor Valentí Fiol en un libro que para quien les habla fue y sigue siendo libro de cabecera en estos escenarios, El primer modernismo literario catalán y sus fundamentos ideológicos (1973), es «el primer ensayo serio de captar su pensamiento y sus tendencias».10 Su análisis de los ensayos En torno al casticismo es el más penetrante del momento. Termino con una brevísima síntesis en dos entregas. La primera tiene que ver con lo que los críticos de La Vanguardia apuntaron en esa época crucial en las letras españolas. El denominador común tiene tres direcciones. La primera consiste en reivindicar una literatura que de cuenta de la vida moral y social contemporánea: el escritor de referencia es Galdós. La segunda apunta a la dimensión europea de las letras españolas: aquí la personalidad de Clarín se considera ejemplar. Y la tercera tiene que ver con la regeneración política y cultural de la polifonía española: en los años de entre siglos, Miguel de Unamuno es el intelectual invocado continuamente, desde Soler a Perés. La segunda entrega no conviene echarla en saco roto. Corre el verano del 1893 y La Vanguardia está en el período central de la dirección de Sánchez Ortiz. Una carta de uno de sus más brillantes colaboradores literarios nos pone en guardia sobre la querencia de los historiadores a un cierto narcisismo. Le escribe Yxart a Sardà desde Eaux Bonnes: Avuy he escrit a n’en Sánchez y li dich que tot està molt bé: ¡pobre, treballa! Però és dir-t’ho a tu: fora del article teu, el d’en Casellas sobre reatules, el meu de Las Vengadoras, potser massa pesat per periòdich, articles en què al menos s’hi veu serietat y gramàtica, lo demés vist en l’aislament d’aquí y tenint per tot dia «Figaros» y «Debats» y «Temps», lo demés resulta tan pobre, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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tan ridícol!... ¡Fins el paper! Yo, francament, «La Vanguardia» l’amago... (M’olvidava d’en Boixet, que nosols s’aguanta, sinó que sembla d’aquí, traduhit) ¡Quina pobresa la nostra!11 Al historiador que firma este artículo se le ocurre pensar que en estas palabras de Yxart hay alguna premonición de lo que Edward Said percibía en la figura del intelectual: «se parece a un náufrago que en cierta manera aprende a vivir con el país y no en el país».12
NOTAS 1 200 anys de prensa diària a Catalunya (1779-1992) (dirección Josep M. Huertas), Barcelona, Fundació Caixa de Catalunya, 2005, p. 16. 2 Gaziel, Història de «La Vanguardia» (1881-1936) i nou articles sobre periodisme (ed, Manuel Llanas), Barcelona, Empùrias, 1994, pp. 31-22. 3 Josep Pla, Homenots. Quarta Serie. Obra Completa, xxix, Barcelona, Destino, 1991, pp. 288-289. 4 Gaziel, Història de «La Vanguardia» (1881-1936), p. 33. 5 Josep M. Huertas, Una història de «La Vanguardia», Barcelona, Angle Editorial, 2006, pp. 34-35. 6 Jordi Castellanos, Raimon Casellas i el modernisme, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1983, t. I, p. 108.
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Cito por María José Tintoré, «La Regenta» de Clarín y la crítica de su tiempo, Barcelona, Lumen, 1987, p. 242. 8 Clarín, «Revista literaria», Los lunes de El Imparcial (23-VII-1900), Obras Completas, x. Artículos (18981891) (ed. Y. Lissorgues / J.F. Botrel), Oviedo, Nobel, 2006, p. 825. 9 Ramón D. Perés, A dos vientos. Críticas y semblanzas, Barcelona, L’Avenç, 1892, p. 29 10 Eduard Valentí Fiol, El primer modernismo literario catalán y sus fundamentos ideológicos, Barcelona, Ariel, 1973, p. 322. 11 Rosa Cabré, «Cartas de Josep Yxart a Joan Sardà», Els Marges, 24 (1982), pp. 71-72. 12 Edward Said, Des intellectuels et du pouvoir, París, Seuil, 1996, p. 69.
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Los artículos cinematográficos de un joven poeta Por Carlos Barbáchano
Recogidos por vez primera por José Francisco Aranda en su imprescindible Luis Buñuel. Biografía crítica (Barcelona, 1970), los reúne y comenta Agustín Sánchez Vidal en la edición de la obra literaria del realizador (Zaragoza, 1982), señalándonos que no es su intención «calibrar el lugar que estos escritos reclaman en la historia del cine, labor que corresponde a los buenos conocedores de la misma, limitándome a tomarlos como punto de partida para complementar la trayectoria literaria que se trata de caracterizar» (p. 274). Aprovechamos dicha invitación e intentamos analizarlos ahora pues en ellos podemos hallar muchos de los fundamentos de lo que va a ser su poética cinematográfica. Posteriormente Manuel Villegas López vuelve a editarlos bajo el título Escritos de Luis Buñuel (Madrid, 2000), sin comentario alguno y añadiendo tres textos (dos sobre Viridiana y una carta a la revista Nuestro cine) que poco tienen que ver con la época ni con el carácter testimonial y crítico de sus artículos juveniles. La mayor parte de estos artículos fueron publicados en La Gaceta literaria hispanoamericana, el resto en la parisina Cahiers d’art. Siguiendo los pasos de Revista de Occidente, donde ya habían aparecido algunos escritos cinematográficos, La Gaceta quiere sumarse al tren de la modernidad. Así presentaba, su director, Giménez Caballero a comienzos de 1927 al joven Buñuel, a quien encomienda la sección cinematográfica de la revista: Mientras los «locos del cine» corren a Hollywood a estrellarse contra el chorro de luz sirenaico –mariposas contra faros de auto–, este sólido y valiente espíritu se instala frente al cine como frente a un laboratorio […]. Con previos estudios de ingeniería, este muchacho, de gran sensibilidad nueva, marchó a París en pos del cinema, con la misma fe que otrora marchara un Ortega a Marburgo en busca de la filosofía. Y ahí está ahora. Preparando Preparando ¿el qué? Ésta es la interrogación sobre Buñuel (Aranda, p. 70). Interrogante que pronto obtendrá respuesta: el intento fallido de un film con Gómez de la Serna, El mundo por diez céntimos, y finalmente, Un perro andaluz, la única gran película –para Alejo Carpertier– que nos haya dado el surrealismo. En la decena de artículos (hay uno, Variaciones sobre el bigote de Menjou, que aparece primero en Cahiers y luego amplía en La Gaceta) publicados con su firma en la revista de Giménez Caballero, el cineasta insiste, como veremos a continuación, en los valores poéticos, creativos, del cine norteamericano al que con 199
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trapone los rasgos culturalistas del cine europeo, muchas veces incapaz de renovar por medio del nuevo lenguaje. Buñuel considera el cine que se hace en Europa lastrado, sin apenas percibirlo, por los resabios cultos de una herencia milenaria. El cine cómico silente norteamericano es, para el joven crítico, el claro equivalente cinematográfico del surrealismo, la poesía pura encarnada en los admirados Buster Keaton, Harold Lloyd o Ben Turpin, objetos de veneración generacional por buena parte del 27 como bien testimoniarán, entre otros, García Lorca (El paseo de Buster Keaton), Carmen Conde (Oda al gato Félix) y, sobre todo, Rafael Alberti (Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos). Su artículo Lo cómico en el cinema es puntual demostración de ello. Estos primeros escritos cinematográficos de Buñuel huyen, sin embargo, del simplismo: mientras infravalora a Gance (el ensalzado director de Napoleón Bonaparte), admira al Dreyer de Pasión y muerte de Juana de Arco. La autoría de una película, como trabajo que es colectivo, de equipo, debería ser anónima; tal como sucede con las catedrales, nos dice al analizar Metrópolis, de Fritz Lang. Pero dejemos este pequeño avance y pasemos a ocuparnos pormenorizadamente de este ramillete de textos, los ya indicados de La Gaceta más tres de Cahiers d’art (Napoleón Bonaparte, Cuando la carne sucumbe y Deportista por amor), donde vamos a encontrar, como se acaba de señalar, muchos de los rasgos constituyentes de lo que podríamos considerar ya como la poética del cineasta. Pero detengámonos antes en la terminología, que nos va a aclarar aún más su pensamiento como creador. Observemos que cineasta es el término que elige Buñuel para designar su oficio, ahora y en lo sucesivo. No director, ni realizador, ni «mise en scène», sino cineasta. En el texto teórico fundamental de esta pequeña pero intensa colección de artículos, «Découpage» o segmentación cinegráfica, señala que «conviene reservar ese nombre», el de cineasta, «para el creador del film». En ese mismo trabajo, escrito con «la autoridad y seguridad que le da su excepcional conocimiento de la materia» (Sánchez Vidal, p. 278), desecha igualmente el término de actor: «en cine no existe el actor», constata, puesto que, como explica en la crítica dedicada a La dama de las camelias, los intérpretes –ése es el término que considera adecuado– «no representan, sino viven» sus papeles. El actor, por el contrario, actúa; no integra en su ser al personaje hasta el punto de vivirlo. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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UNA NOCHE EN EL «STUDIO DES URSULINES»
Se publicó el 15 de enero de 1927 en el número 2 de La Gaceta literaria. Justamente en esa sala se estrenaría un año después Un perro andaluz. Este artículo, que Buckley y Crispin reproducen en su antología Los vanguardistas españoles (Madrid, 1973), recoge sus reflexiones sobre Rien que les heures, la vanguardista película de Alberto Cavalcanti, y Greed, de Erich Von Stroheim, a la que dedica menos espacio. Comienza lamentando la rápida caducidad del cine frente a la perennidad de la mayor parte de las bellas artes. La simplicidad de las primeras películas, cuando el cine no tenía un lenguaje propio, hoy nos haría sonreír (volverá al tema en Los poetas y el cine). Refleja después su admiración por Rien que les heures, «expresión purísima de nuestra época», donde se refleja el mero transcurrir de las horas en la gran ciudad a través del objetivo de la cámara cinematográfica. El único personaje omnipresente en el film es el reloj que marca el paso del tiempo a lo largo de un día en una suerte de «música visual». Experiencia no apta para el gran público, nos dice, sino para un espectador que «ha de poner de su parte la sensibilidad y educación cinematográfica adquirida», interesante reflexión que nos lleva a ese espectador activo, tan ponderado por Tomás Gutiérrez Alea en su ensayo Dialéctica del espectador (La Habana, 1982). Admiración al tiempo que repugnancia le produce el naturalismo descarnado de Von Stroheim, que liga con la novelística de Zola. «Ni en literatura ni en cine nos interesa el naturalismo», precisa al hablar de Greed, como de inmediato demostrará poco después en su primera experiencia cinematográfica. DEL PLANO FOTOGÉNICO
Publicado el 1 de abril del 27 en La Gaceta, es, con Découpage, otro de los artículos clave de esta pequeña colección. Tras una pertinente cita que nos subraya la importancia de la idea, del pensamiento, en el cine, proclama que Griffith ha sido el pilar fundamental del lenguaje cinematográfico. El primero que utiliza artísticamente, en Lirios rotos (1919), lo que denomina gran plano. Así lo define Buñuel: «Llamamos gran plano –a falta de vocablo más específico– a todo aquel que resulta de la proyección de una serie de imágenes que comentan o explican una parte de la vista total, sea paisaje u hombre». Es decir, lo que entenderíamos ahora por el uso del inserto, o primer plano cercano como parte de un conjunto que persigue una finalidad específicamente artís 201
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tica. Pone, para ilustrar esa definición, el ejemplo de un hombre corriendo. No es lo mismo que lo filmemos en un plano general, en el que vemos la figura humana y su contexto, a que insertemos primeros planos de «unos veloces pies, el desfile vertiginoso del paisaje, la cara angustiada del corredor». De ese modo, nos ilustra: No se nos describe únicamente un movimiento ni una sensación –nos hemos visto en el hombre que corre–, sino que, además, en la armonía de luces y sombras, una serie de imágenes, por su desigual duración en el tiempo y distintos valores en el espacio, producirán el mismo puro goce que las frases de una sinfonía o las abstractas formas y volúmenes de una moderna naturaleza muerta. (SV, pp. 154.155). Muy atinada comparación que constata su consideración del cine, al que sitúa en plano de igualdad con otras bellas artes. Rechaza a continuación las primeras experiencias del sincronismo verbal así como de la primitiva incorporación del color, acogiéndose, con el crítico de Cahiers d’art, Bernard Brunius, a la cofradía del claroscuro y a la musa del silencio. Si la utilización del gran plano supone para Buñuel la primera conquista de la fotogenia, la segunda será la de la inteligencia y la sensibilidad aplicadas a un medio que habla a todos los seres humanos a través de una misma lengua, la del cine silente, accesible a cualquier cultura o espacio geográfico. Aparece entonces el poeta: «silencioso como un paraíso, animista y vital como una religión, la mirada taumatúrgica del objetivo humaniza los seres y las cosas» apunta y reafirma su punto de vista con la proclama de Jean Epstein: «À l’écran il n’y a pas de nature morte. Les objets ont des attitudes». Como bien demostraría otro de sus maestros, Ramón Gómez de la Serna, en sus ingeniosas greguerías, que Buñuel considera como el equivalente literario del gran plano cinematográfico. No hay que abusar, sin embargo, del uso del gran plano. Hay que tener en cuenta, señala, que cada uno de los planos se ha de montar o ritmar pues «cada plano del film es el nudo –necesario y suficiente– por el que pasa el hilo tembloroso de la emoción». De nuevo aparece el poeta, por medio de esta bella y clara metáfora, para resaltar la necesaria continuidad del film. Termina este interesante artículo apuntando la influencia del cine en la literatura y en las artes actuales precisamente por el uso del gran plano y reconoce que Ramón Gómez de la SerCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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na es «el creador del gran plano en literatura». Se pregunta, con cierta ingenuidad, por la fecha en la que se publican las primeras greguerías de modo que, si Griffith las hubiera llegado a conocer, Ramón podría haberle servido al cineasta de modelo. Como nos explica con detalle Eisenstein en Teoría y técnica cinematográficas (Madrid, 1989) fue Dickens quien en sus novelas inspiró algunas de las innovaciones más notables de Griffith. LA DAMA DE LAS CAMELIAS
Su reseña de La dama de las camelias aparece en La Gaceta el 15 de diciembre de 1927 y no deja de ser curioso que nos hallemos ante uno de sus textos más significativos. Curioso porque La dama es una película de género, un melodrama, y sin embargo ello no constituye el menor impedimento para que el joven crítico pondere los valores cinematográficos del film, anteponiéndolos, contrastadamente, con las experiencias vanguardistas, «artísticas», de Germaine Dulac, intento que considera algo más fácil que alcanzar la excelencia a través del molde prejuicioso del «melo». Apunta que su director, Fred Niblo, famoso por su Ben Hur, paradigma del montaje cinematográfico en la inolvidable carrera de cuadrigas, logra superar el difícil reto de llevar a la pantalla «la periclitada novela de Dumas» al haberle añadido, «con una gracia de prestidigitador o de poeta», una emoción y un vigor de los que la novela carecía. Aprovecha esta referencia a las emociones para reprochar a Chaplin sus «achaques», «tan romanticones y sensibleros», en alusión, tal vez ahora no muy acertada, a la cena de La quimera del oro, y muestra, una vez más, su admiración por el siempre contenido, gestualmente hablando, Buster Keaton. Alude seguidamente al poder casi hipnótico de la imagen cinematográfica, «de sus ritmos acelerados o retardados, de su facultad de sorpresa», merced al montaje. Resalta los avances del cine, que ya cuenta con un lenguaje de signos cercano a la perfección. «Mañana tendrá ideas propias», señala aludiendo a un esperado Mesías: Por el momento, se dedica a narrar lo ya contado o recontado –adaptaciones– pero no se le puede negar, ni originalidad, ni personalidad, ni belleza. Las bellas artes son viejas, como el hombre. La bella industria, que es el cinema, no tiene por qué ajustarse a leyes que se fraguaron en muchos siglos. Se formará su historia y su estética. Por el momento, no pide más que aumentar la media docena de obras con que cuenta (SV, p. 162). 203
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Ese esperado Mesías ya habría llegado (pienso en Griffith, en Eisenstein) o bien pudiera ser él mismo con su revolucionaria trilogía surrealista inicial (Un perro andaluz, La edad de oro y Las Hurdes), germen de toda su obra posterior. Tras recordarnos, como señalábamos hace unas líneas, que los intérpretes no representan sino que viven sus papeles, aconseja al espectador que intente prescindir de los rótulos y de los subrayados musicales (pasodoble, La Traviata) poniéndose «algodones en los oídos» para disfrutar de la pureza visual de la película. Nuevo testimonio de la repulsa inicial que le causan al cineasta los añadidos explicativos o musicales que acompañaban al cine silente. NAPOLEÓN BONAPARTE
Su reseña, negativa, al Napoleón, de Abel Gance, se publica en el número 3 de Cahiers d’art en 1927. La superproducción de Gance es considerada como la cumbre del cine francés y el joven Buñuel nos dice, valientemente, que la película, más que cine, es retórica grandilocuente. La compara incluso con el más humilde de los films norteamericanos, en el que podemos encontrar «una ingenuidad primitiva, un encanto fotogénico integral, un ritmo absolutamente cinematográfico». Llega a negar, en clara apuesta por un radical determinismo geográfico, que la cultura mediterránea, «cargada de tradición» sea idónea para el cine; al contrario que los pueblos del norte, y piensa sobre todo en el cine norteamericano, para los que el cine («ligero, fresco, lleno de imágenes ritmadas, talladas a golpe de intuición») es consustancial a unos modos de expresión que no soportan la carga de una cultura milenaria. Por último, señala que mucha gente cultivada desconfía del «séptimo arte [ ] pero estaría dispuesta a abrir los brazos cordialmente a toda noble tentativa. Para ello habría que crear el film propio para iniciarlos en las numerosas posibilidades del cine». Pronto responderá, con sus propias películas, a esas expectativas. CUANDO LA CARNE SUCUMBE Y DEPORTISTA POR AMOR
Cuando la carne sucumbe, de Victor Fleming, y Deportista por amor, de Buster Keaton, aparecen en el número 10 de Cahiers d’art, también en 1927. Dos films opuestos pues mientras el primero está enfermo de sensiblería, que no de emoción, el segundo, ejemplo de asepsia y desinfección, nos muestra «el mundo juvenil y temperado de Buster, gran especialista contra toda infección CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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sentimental». En la línea del futurismo, compara la película de Keaton con la belleza de un moderno cuarto de baño, con la vitalidad de un automóvil hispano. La lágrima fácil de Fleming se hace ahora sonrisa inteligente. Vuelve a enfrentar al cine europeo («sentimentalismos, prejuicios de arte y literatura, tradición») con el norteamericano («vitalidad, fotogenia, ausencia de cultura y tradición novicia»), en este caso los tics actorales del cine europeo, representado en el actor expresionista Emil Jannings, con la tantas veces aludida sobriedad gestual de Buster Keaton, tan ponderada por Buñuel y varios de sus compañeros de generación, como antes se ha señalado. La técnica por la técnica, nos dice a propósito de Cuando la carne sucumbe, no es nada. Desmedidamente loada en películas como Metrópolis o Napoleón, no se repara en el ejemplar uso de la misma en los films de Keaton y nos explica la razón de ese silencio al señalar que la técnica en estas películas «se encuentra tan indisolublemente mezclada con los otros elementos que no llega uno ni a darse cuenta de ella, lo mismo que cuando vivimos en una casa no nos damos cuenta del cálculo de resistencia de los materiales que la componen». Perfecta comparación que serviría para definir el gran cine clásico norteamericano, el que va de Keaton a Ford, Hawks o Wilder. «El engranaje fílmico y arquitectónico del film», lo conforma, señala unas líneas antes, el montaje, «llave de oro […] que combina, comenta y unifica todos estos elementos»: precisa definición, metáfora incluida, del montaje, fase definitiva de la producción cinematográfica que dominaría como pocos a lo largo de su dilatada carrera. Buñuel tenía siempre presente el montaje en el rodaje, de modo que su trabajo delante de la moviola, junto al montador, se reducía al mínimo; rodaba al tiempo que montaba. Nueva comparación finalmente entre Keaton y Chaplin, en la que resalta la maestría con la que aquél se desenvuelve en el mundo de los utensilios, de los objetos. «Keaton –concluye– está cargado de humanidad: pero de una reciente e increada humanidad, de una humanidad a la moda, si se quiere». Es decir, asepsia y desinfección, según los cánones vanguardistas: pura inteligencia alejada del fácil sentimentalismo y de la sensiblería. «VARIACIONES SOBRE EL BIGOTE DE MENJOU»
En su versión definitiva, aparece en el número 35 de La Gaceta el 1 de junio de 1928. Previamente, como se dijo, había publicado en el 27 una versión reducida en las Feuilles volantes de 205
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Cahiers d’Art. El bigote del actor se convierte en una obsesión para Dalí y Buñuel, entre otros admiradores de la misma generación, Huidobro incluido, que firma otro artículo sobre los grandes del cine silente en el mismo suplemento francés. «Los hemos visto –señala el joven poeta y cineasta– en el gran plano del beso, posarse como un raro insecto del verano en labios sensibles como mimosas y devorarlos íntegros, coleópteros del amor». Para reafirmar esta brillante greguería, invoca el testimonio de las estrellas de Hollywood que declaran en una reciente encuesta: «Su bigote es el único que no pica al besarnos. Por el contrario, produce un cosquilleo delicioso e inconfesable, muy apreciado por nosotras». Nos comenta después el nacimiento de la carrera cinematográfica del que era un modesto autor teatral al que un día se le ocurrió dejarse el bigote y otro día encendió casualmente un cigarrillo delante de Chaplin. «Acto tan trivial, tan insignificante, pero de tan difícil realización, adquiere en la pantalla proporciones asombrosas, y esto es lo que Chaplin no podía ignorar», apostilla Buñuel, quien pone otros sencillos ejemplos de la vida cotidiana (abrir un paraguas, parar un taxi) a través de los que podemos adivinar quién sirve o no para actuar en una película. Y concluye: «El intérprete de cine nace, no se hace». Ese elogio de la naturalidad le lleva una vez más a defender de nuevo el cine norteamericano ante quienes lo acusan de superficialidad sin darse cuenta de que fue el primero que se liberó de los atavismos literarios y teatrales. Del simbolismo también, tan presente en el cine retórico de Abel Gance. De nuevo, el poeta cierra esta reseña haciéndonos ver, en la misma línea de la interpretación cinematográfica, como «el hecho de abrir una puerta o ver una mano –gran monstruo– apoderarse de un objeto puede encerrar una auténtica e inédita belleza». Acto en apariencia tan sencillo se puede convertir, símil incluido, en pura poesía. DÉCOUPAGE
Comienza este texto esencial, publicado el 1 de octubre de 1928 en el número 43 de La Gaceta literaria, monográfico dedicado precisamente al cine, y recogido después por Rozas en La generación del 27 desde dentro, excusándose por utilizar dicho extranjerismo al no tener nuestra lengua palabra que exprese con precisión «esa previa operación fundamental en cinema consistente CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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en la simultánea separación y ordenación de fragmentos visuales contenidos informemente en un scénario cinematográfico». Segmentación, propone en el título de este significativo texto. Tal vez secuenciación o división del film en escenas para dar paso al posterior desglose sea el término más aceptado posteriormente en el mundo del cine. Desarrolla luego una interesante argumentación acerca del nuevo léxico, del que se interesa desde hace años una minoría cultivada, preocupada por la creación de un vocabulario específico que seleccione las nuevas voces técnicas y destierre la vieja terminología, basada casi en su totalidad en el teatro. Identificado con esa minoría, Buñuel opta por el préstamo y pone como modelo la lengua inglesa (sin olvidar, en ocasiones puntuales, el léxico cinematográfico francés). Deberíamos acudir al inglés, asegura, «donde la terminología es tan adecuada y útil como su propia técnica», para concluir poco después: «Todo menos aceptar los castizos términos de nuestra cineastia militante, como «guión», «rodar», «copión, o peor aún, «actor» –en cine no existe el actor– y «decoración» –ni la decoración–». Curiosamente en ese mismo párrafo Buñuel usa un término ya obsoleto, cineastia, propio del casticismo que denuncia. Vuelve de inmediato, pedagógicamente, al término découpage y añade: Segmentación. Creación. Escisión de una cosa para convertirse en otra. Lo que antes no era, ahora es. Manera, la más simple, la más complicada de reproducirse, de crear. Desde la ameba a la sinfonía. Momento auténtico en el film de creación por segmentación. Ese paisaje, para ser creado por el cinema, necesitará segmentarse en cincuenta, en cien y más trozos. Todos ellos se sucederán después vermicularmente, ordenándose en colonia, para componer así la entidad film, gran tenia del silencio, compuesta de fragmentos materiales (montaje) y de fragmentos ideales (découpage). Segmentación de segmentación (SV, p. 171). Su clarividencia teórica no le aleja de la sensibilidad del poeta (el film, «gran tenia del silencio», hermosa greguería, digna de Ramón) que nunca le va a abandonar. El film, prosigue, es conformado por un conjunto de planos mientras que una agrupación de imágenes constituye el plano; ahora bien, «una imagen aislada representa muy poco». La imagen, cuidadosamente seleccionada, ha de ser incorporada al plano y éste, a su vez, se integrará al conjunto general del film. El objetivo 207
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de la cámara cinematográfica se resume en que «ve el mundo; el cineasta, después, lo ordena», en busca de una «emoción [que] se desliza serpentinamente como una cinta métrica». Y constantemente la impronta del poeta-cineasta, que mide y calibra todo: «un adjetivo vulgar puede romper la emoción de un verso; así dos metros de más pueden destruir la emoción de una imagen». El scénario o guión es el «conjunto de ideas visuales escritas» que, por la segmentación, «deja de ser literatura para convertirse en cinema». Sin embargo, «todo el film, hasta en sus menores detalles, quedará contenido en las cuartillas: interpretación, ángulos tomavistas, metraje de cada segmento; aquí, un fondu enchainé o una sobreimpresión para un plano americano, italiano o long-shot; y éstos, ya fijos, en panorámica o travelling. Fluencia milagrosa en imágenes que espontanea e ininterrumpidamente van clarificándose, ordenándose, en las celdillas de los planos». No basta, por otra parte, el mayor o menor conocimiento de la técnica cinematográfica, el cineasta ha de pensar, sentir en imágenes. Así alguna película vanguardista, «de mediana técnica fotográfica», puede ser considerada como un buen film puesto que ha sido concebida como una sucesión de imágenes sentidas. La elaboración de un buen guión, su perfecto desglose, no impide que, «en el momento de la realización, por exigirlo así las circunstancias», sea necesario «improvisar, corregir o suprimir cosas que antes se habían tenidos por buenas». Ya en sus comienzos deja constancia de su flexibilidad. Pese a su enorme exigencia como guionista, pues era capaz de reescribir junto a sus colaboradores una y otra vez sus textos hasta lograr una versión convincente, abre siempre la puerta en el rodaje a la intuición, incluso al azar, adecuando la partitura a las imprevisibles circunstancias del día a día. Proverbial va a ser asimismo la precisión y rapidez exhibidas por Buñuel en sus rodajes, de manera que sus productores quedaban maravillados de la eficiencia de un cineasta que economizaba al máximo el material y el tiempo. Ello se debía, como se puede suponer, a un buen trabajo previo, a un buen découpage. De hecho, cuando Buñuel rodaba ya estaba montando mentalmente la película, como antes se ha constatado. «En cuanto al montaje –nos dice al final de este importante artículo–, no es otra cosa que el “manos a la obra”, la materialidad de acoplar unos trozos a continuación de otros, concordando los diferentes plaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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nos entre sí, librándose con ayuda de las tijeras de unas imágenes inoportunas». Cierra estas reflexiones, reprochando a los directores neófitos que se desatiendan del «découpage» limitándose a numerar ordenadamente cada párrafo del guión. Procedimiento que sólo está al alcance de cineastas muy experimentados como sucederá con él mismo en la última etapa de su obra. NOTICIAS DE HOLLYWOOD, NUESTROS POETAS Y EL CINE, JUANA DE ARCO
Estos tres textos se publican asimismo en ese monográfico de La Gaceta dedicado al cine. El primero de estos artículos está formado por seis sueltos en los que, salvo en el último, Buñuel, haciendo gala de una notable riqueza de registros, se burla, parodiándolos, del desenfadado estilo de los gacetilleros de Hollywood. El último, sin embargo, es un ataque a la censura gubernamental española, que protagoniza una especie de cruzada contra la prensa cinematográfica, tildándola de embrutecedora, pornográfica, banal, etcétera; habiéndose llegado incluso a detener al periodista Baltasar Fernández. Frente a esas «disposiciones draconianas» invita a «los no iniciados» a conocer las páginas cinematográficas de los periódicos o las revistas para valorar las «injustas disposiciones ministeriales». Antonio Machado centra Nuestros poetas y el cine. Sabida es la aversión del gran poeta andaluz por el cine, común a algunos miembros de su generación, hecha la excepción de Baroja, el Azorín tardío y, en cierto sentido, de Valle-Inclán quien, a la hora de definir sus esperpentos por medio de angulaciones, utiliza un enfoque puramente cinematográfico. Baroja llegó incluso a asistir al rodaje de alguna película basada en su obra. Machado en uno de sus artículos, «Sobre el porvenir del teatro», se despacha a gusto en frases como éstas: «El cine nos enseña cómo el hombre que entra por una chimenea, sale por un balcón y se zambulle después en un estanque no tiene para nosotros mayor interés que una bola de billar rebotando en las bandas de una mesa». Parece ser, comenta Buñuel, que Machado se quedó con las películas que iniciaron el siglo, con esos ingenuos films que nos hacían sonreír, como nos recordaba en Una noche en el «Studio des Ursulines», y desconoce el cine que se hace hoy. «Vaya ahora al cine y denos luego su parecer», le aconseja. Y le recomienda, «calurosamente», La moneda rota y, «mejor aún», El beso fatal, con Francesca Bertini. 209
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En enero de 1928 Buñuel había pronunciado en la Sociedad de Cursos y Conferencias la charla Cinematógrafo: algunos ejemplos de sus modernas tendencias, título muy adecuado para poner al día a poetas como Machado. Ortega, que había asistido a la misma, confesó al cineasta que de tener veinte años menos se hubiera dedicado al cine. La generación del 14, salvo Gregorio Marañón, será mucho más receptiva con respecto al cine. La del 27, en la que priva el cultivo de la imagen, es, como hemos visto, decididamente cinematográfica. Contrasta, sin embargo, el amable tono con el que replica a Antonio Machado frente a la virulencia mostrada con Juan Ramón Jiménez a raíz de la aparición de Platero y yo. La incendiaria e injusta carta que ese mismo 1928 Buñuel y Dalí enviaron al poeta de Moguer, donde tildaban su obra de «inmoral, histérica y arbitraria» y definían a Platero como «el burro menos burro, el burro más odioso con que nos hemos tropezado», parece ser que postró al apesadumbrado Juan Ramón varios días en cama. Admiración absoluta hacia la Juana de Arco de Dreyer. Matiza el gran cuidado con el que se ha logrado una planificación, repleta de atrevidos escorzos, en la que cada plano muchas veces llega a ser un cuadro sin dejar de ser un plano. Enorme mérito del cineasta danés. Destaca asimismo la autenticidad lograda en el trabajo con los intérpretes, quienes, sin ningún tipo de maquillaje, nos muestran «la geografía dolorosa de sus rostros». Definición sintéticamente poética que completa, en esa misma línea, al señalar que: «Pueden preverse sus tempestades con exactitud meteorológica. Narices, ojos, labios que explotan como bombas, tonsuras, índices arrojadizos sobre el pecho inocente de la doncella». Esa autenticidad, el logro de esa suerte de geografía del alma, esa sabiduría en la dirección de los intérpretes (declara a continuación que nada parecido nos ha dado el cine), consigue que «la humanidad de los gestos» desborde «la pantalla» y llene «la sala», de manera que llegamos a sentir «aquella verdad en la garganta y en la médula de los huesos». Nuevo ataque seguidamente, por puro contraste, a los actores histriónicos y teatrales, modelo Emil Jannings. Empatía absoluta con un film que desemboca en el dolor y la piedad que nos embarga cuando asistimos a la muerte en la hoguera de la doncella, de esa pobre niña rapada que poco antes de morir «cesa un momento de llorar para ver unas palomas posarse en la cúpula de la iglesia». El final de este emocionado y justificado canto a la película de Dreyer está, viva paradoja, en el límite de la sensiblería, si CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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no lo sobrepasa. Curiosa paradoja si recordamos el despiadado ataque a Juan Ramón Jiménez que acabamos de reproducir en el artículo anterior. Cierra así su elogio el, otras tantas veces, rudo Buñuel: «Hemos guardado una de sus lagrimitas, que rodó hasta nosotros, en una cajita de celuloide. Lágrima inodora, insípida, transparente, gota del más acendrado manantial». De nuevo el poeta, en cualquier caso. LO CÓMICO EN EL CINEMA
La brevedad de Lo cómico en el cinema, artículo publicado en La Gaceta el 15 de abril de 1929, que es en realidad la presentación de una de sus sesiones de cineclub, no empaña su trascendencia. El programa, que recoge una antología de los grandes cómicos del cine mudo norteamericano y cuya primera parte reúne a los pioneros (Robinet, Tancredo, Lucas, Ben Turpin, Harold Lloyd, Snub Pollard y Bebe Daniels), dedicándose una segunda a Charlot, Keaton, Tyron y Langdon, constituye una verdadera declaración de principios: «Ese sería el programa de cine más representativo del cine mismo y más puro que todas las tentativas vanguardistas que se han hecho. Para la minoría y para la mayoría, para los no podridos de trascendencia y de arte. Los mejores poemas que ha hecho el cine». La labor cineclubística de Buñuel fue de enorme importancia en el contexto intelectual de la época. Se convirtió en el principal programador del Cineclub Español, fundado en 1928 y patrocinado por La Gaceta literaria. Realizó veintiuna sesiones en las que se puso al día a las élites intelectuales y artísticas españolas de lo mejor del cine internacional (varias sesiones tuvieron lugar en el hotel Ritz de Madrid), especialmente del que no se proyectaba en las salas comerciales. Su programa del cine revolucionario ruso mereció el seguimiento de la Dirección General de Seguridad. Anteriormente, Buñuel también había presentado algunas películas en la Residencia de Estudiantes. Una vez más Buñuel relega el papel oficialista de las vanguardias frente al cine que él considera la auténtica vanguardia y cuya innata pureza va más allá de lo pretendidamente artístico. Un cine hecho para todos, comprendido por todos, disfrutado por todos y que, sin pretender serlo, es pura poesía. Su selección incluye a Charlot, que no a Chaplin; es decir, al iconoclasta Charlot de los cortos, el que «podía proporcionarnos una gran alegría poética». Al entonces actual, el lacrimógeno Chaplin («ahora intenta hacernos llorar con los más vivos lugares comunes del sentimiento») lo 211
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han estropeado –afirma una vez más– los intelectuales de todo el mundo. Asimismo esa antología ideal no incluye ni un solo título europeo, pese al reciente canto a Dreyer. Lo que argumenta de inmediato: «la gente es tan idiota, y tiene tantos prejuicios, que creen que Fausto y Potemkine, etcétera, son superiores a esas bufonerías, que no son tales, y que yo las llamaría la nueva poesía». Y remata: «La equivalente surrealista, en cinema, se encuentra únicamente en esos films. Mucho más surrealistas que los de Man Ray». Esa nueva poesía cinematográfica es, para el joven cineasta, puro surrealismo, preferible a la elaborada imaginería de Man Ray. Justamente ese mismo año, en el número 60 de La Gaceta, Eugenio Montes recoge las impresiones que le ha causado la visión de Un chien andalou y las resume así: «En veinticinco minutos de film, Buñuel y Dalí borran la obra de sus compañeros de generación. Porque su film es eso: poesía. No lo otro: literatura». Borrado que arranca del famoso prólogo del film en el que la navaja secciona el ojo de la literatura para abrirnos el mundo de la poesía. METRÓPOLIS
Su reseña de la película de Fritz Lang, por último, se publica en La Gaceta en mayo de 1929. La visión de una película anterior de Lang, Der müde Tod (Las tres luces, 1921), nos confiesa en Mi último suspiro, su libro de memorias, está en el origen de su amor por el cine, del arranque de su definitiva vocación. Tilda Las tres luces de «inefable poema». Y justo esa línea lírica es lo que más le interesa de Metrópolis, superproducción lastrada, sin embargo, por el «trasnochado romanticismo» del guión, firmado por la esposa del realizador, Thea Von Harbour; así que para analizar la película de Lang prescinde de la anécdota y opta por centrarse en su innegable belleza plástica. CONCLUSIONES
Intentemos finalmente resumir, tras este repaso por la faceta crítica del joven Buñuel, las ideas fundamentales de estos textos en este intento por comenzar a establecer sus coordenadas poéticas. El cine norteamericano, y todavía más el cine cómico silente (equivalente perfecto del surrealismo), sin aparentes pretensiones intelectuales ni artísticas, logra lo que no consigue el cine europeo, ni su manifestación más progresiva, la vanguardia (Dulac, Ray): un cine altamente poético. Parece pesar, sobre el cine que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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se hace en Europa, una especie de determinismo geográfico basado principalmente en la herencia cultural acumulada a lo largo de los siglos; en tanto que el cine norteamericano no tiene detrás una tradición que lo condicione, e inventa, improvisa, nace casi al tiempo que se desarrolla una joven nación que acabará dominando el nuevo siglo. Y ese logro lo consigue a base de naturalidad y autenticidad. Reconoce, sin embargo, excepciones: Rien que les heures, de Cavalcanti, alcanza el grado de sinfonía visual; Dreyer, en su Juana de Arco, nos muestra, a través de la admirable autenticidad de sus intérpretes, la geografía del alma. Su rechazo al naturalismo y al simbolismo se manifiesta principalmente en sus reseñas de Greed y Napoleón y la aversión hacia esas propuestas estéticas será una de sus constantes como cineasta. No hay para él géneros cinematográficos prioritarios: un melodrama puede alcanzar altura poética (La dama de las camelias). El texto del que se parte («esa periclitada novela de Dumas») no tiene por qué condicionar la excelencia de la película, tal como en su carrera le ocurrirá a él con algunos de los textos literarios de los que parte. Los ejemplos más palmarios tal vez sean Belle de jour y Tristana. En algunas de sus declaraciones minusvalora ambas novelas. De Belle de jour dice que era una novela folletinesca en exceso y que fueron los productores, los hermanos Hakim, quienes insistieron hasta convencerlo, con la condición, eso sí, de que le dieran libertad absoluta. El juicio que le merece la novela de Galdós, autor que ignoró en su juventud pero que estuvo enormemente presente en su madurez, es un tanto arbitrario («Es una de las peores novelas de Galdós, género “Te amo, pichoncita mía”, muy cursi», declara a José de la Colina y Tomás Pérez Turrent en Prohibido asomarse al interior, Joaquín Mortiz-Planeta, México, 1986). En Mi último suspiro su opinión es más contenida al considerar que Tristana no es de las mejores novelas de Galdós (Op. Cit., p. 238). Su trilogía sobre Galdós (Nazarín, Viridiana, inspirada en buena parte en Alma, y Tristana) es uno de los grandes logros de su filmografía. Además propone un espectador activo, sensible y con cierta formación cinematográfica. Ante el nuevo arte que es el cine plantea una nueva terminología en la que predomina el préstamo lingüístico por más que sus voces favoritas sean cineasta e intérprete. Ser cineasta va más allá de ser un profesional del cine, el cineasta incorpora el cine a su vida; el intérprete hace a su vez de su profesión algo orgánico: vive su papel; nace, no se hace. Al igual que sucederá en su cine, Buñuel opta en estos sus textos crí 213
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ticos juveniles por un lenguaje poético, decididamente poético, lírico en muchas ocasiones. Desfilan greguerías («gran tenia del silencio», la cinta cinematográfica) y metáforas («llave de oro del film», el montaje), que enriquecen su personal lectura de los títulos reseñados. Plena confianza en que el cine contará en un futuro con un lenguaje propio y dejará de ser mera ilustración de textos literarios. Su propia obra será vivo ejemplo de ese juvenil deseo, aunque su amor por el cine decaiga con el paso del tiempo. Vemos también, en estos primeros textos, su horror por todo lo adicional a lo puramente cinematográfico: la música, el color, especialmente. Frente al manido tópico de que era un director descuidado, apenas atento a la forma, podemos comprobar el exquisito cuidado con el que considera el más mínimo detalle al recordarnos que un adjetivo vulgar puede «romper la emoción de un verso» al igual que «dos metros de más pueden destruir la emoción de una imagen». Pese al rigor que siempre imprimió a sus guiones, deja ya en estos primeros escritos la puerta abierta a la improvisación, al papel que el azar puede jugar en el rodaje. Interesante la distinción, para terminar, que Eugenio Montes hace entre poesía y literatura en su apasionada reseña sobre El perro andaluz. Distinción muy presente, por otra parte, en autores como Juan Ramón Jiménez y en buena parte de la generación del 27. Buñuel, pese a su amor por la literatura, apostará, desde el principio, por la poesía.
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· Gutiérrez Alea, Tomás: Dialéctica del espectador, La Habana, 1982. Más recientemente en Tomás Gutiérrez Alea, Poesía y revolución, Filmoteca Canaria, 1994. · Eisenstein, Sergei: Teoría y técnica cinematográficas, Madrid, Rialp, 1989. · Rozas, Juan Manuel: La generación del 27 desde dentro, Madrid, Akal, 1995. · Buñuel, Luis: Mi último suspiro, Barcelona, Plaza y Janés, 1982.
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Sobre la creación artística y el don Por Pilar Martín Gila
Posiblemente en ninguna época antes de ahora, los artistas (música, poesía… y las llamadas artes quietas también) han sentido tan acuciante la pregunta sobre la utilidad de su dedicación y han tratado de restituir con tanta urgencia la conexión entre el arte y la sociedad sometiéndose a los ritmos y las demandas de las actividades consideradas útiles o apelando a la importancia de su función crítica. Sin embargo, hay buenas razones para pensar que lo que un poeta, pongo por caso, podría ofrecer en una hipotética llamada a la práctica literaria, seguramente se parecería bastante a lo de aquel famoso anuncio que el explorador Ernest Shackleton puso en los periódicos solicitando compañeros para su viaje al Polo Sur: «Busco voluntarios para un viaje peligroso. Se ofrece: sueldo exiguo, frío intenso y se garantizan largas horas en absoluta oscuridad. Un regreso incierto». Shakelton no se hizo célebre por llegar a apartados lugares inexplorados sino, sobre todo, por la forma en que no llegó a ellos y que le puso, al menos con el tiempo, en su verdadero viaje. Y si bien esto puede verse como fracaso, también se puede interpretar como la realización de algo en la forma de no estar acabado, un viaje que no se deja terminar porque ahí reside la condición de su posibilidad en el sentido que damos a lo utópico, en tanto que lo no cumplido no estaría en el pasado, sino en el futuro. Así que lo valioso aquí no es la meta, el fin del viaje, ni siquiera su finalidad, su destino, adonde se llega. Se trata de la danza no del caminar, como decía Paul Valéry sobre la poesía, un acto que tiene un fin intrínseco que, al igual que la propia vida, no va a ninguna parte, «un estado, un encantamiento, un fantasma de flor, un extremo de vida, una sonrisa, que se forma finalmente en el rostro de quien la solicitaba al espacio vacío». Visto de este modo, si con ese «no ir a ninguna parte» se asume que no es indispensable para el arte la utilidad ni es una condición el servir para algo práctico, posiblemente haya que admitir cierta contrariedad también a la hora de asignarle una función eminentemente crítica o de denuncia del sistema y sus prácticas en la medida en que en ese mismo «no ir a ninguna parte», como veía Sartre, estaría su imposibilidad para comprometerse. Es quizá esa inutilidad del arte, que vinculamos a su manifiesta dificultad para generar beneficios o para valerse en las economías modernas de la producción, el consumo, la conservación, y, además, a su falta de peso para transformar el mundo o actuar en él como 217
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doctrina o siquiera como alivio de sufrimientos, lo que hace que buena parte de los creadores y no pocos lectores o receptores carguen con la marca del parásito social. Por otro lado, y a pesar de esto, no sólo es innegable el hecho de que al menos una parte de lo que reconocemos como creación no es en absoluto ajena a las tensiones que se producen en los sistemas de poder, donde incide a veces con una actividad directa como pueden ser las ferias y mercados, sino también la voluntad crítica del arte, que en la propuesta estética parece empecinado en tener algo que decir desde un lugar un tanto arrinconado donde se reclama al menos el valor del límite. De esta forma, oscilando entre la utilidad y la marginalidad, da la impresión de que el lugar del arte, su lugar específico en nuestro tiempo, está por dibujarse, me refiero al lugar político entendido en su sentido antiguo, como el que se da en la ciudad, el que le permite habitar entre sus muros y a la vez no ser reducida por ellos. Hay que pensar que la razón esencial por la que Platón rechaza la póiesis (en este caso la música y la métrica y la pintura) no es porque imite (al fin y al cabo, todo es imitación de lo verdadero) sino, como sostiene Massimo Cacciari, porque no lo hace, y al no hacerlo, al construir su propia mentira, constituye el «no» del logos que guardan los filósofos, el adversario, el «no» prohibido que terminaría expresándose en su interior, contradiciendo y a la vez constituyendo la buena ciudad. Quizá, entonces, se trataría de buscar ese lugar del arte en algo parecido a la tensión utópica, es decir, como un deseo, se podría decir, un sentimiento no útil de lo posible. La pregunta aquí, ya se ha dicho, es política más que poética, y se dirige a la forma en que el arte entiende su tarea en la sociedad. Como punto de apoyo para formular esta pregunta, he querido tomar algunas de las ideas que se extraen de aquel conocido trabajo de Marcel Mauss, «Ensayo sobre el don», que dio lugar a las más variadas interpretaciones y debates a lo largo del siglo xx. Por decirlo muy rápidamente, Mauss ve en la práctica social del don, ese principio que subyace en las sociedades humanas, desde las primeras hasta las modernas, el vínculo que mantiene unidos a los hombres, donde radica su pacto, su contrato y la base de toda acción y comprensión de la vida social. En este sentido, Marshall Sahlins afirma que «el símil primitivo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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del contrato social no es el Estado, sino el don». La práctica del regalo se remite a la obligación de dar y contiene las de recibir y devolver lo recibido mediante algo que sea similar o esté a la altura de lo regalado. Pero lo que obliga en el regalo no es el valor del objeto, que no tiene equivalencia, que carece de precio sino su poder para simbolizar, el hecho de que, como señala Mauss, «la cosa recibida no es algo inerte», conserva alguna esencia del influjo de quien la donó. A esto se refiere al utilizar el término maorí hau, el espíritu del regalo, el alma de las cosas, lo que las dota de dignidad, y que Mauss desplaza hacia algo parecido al alma o el espíritu de la colectividad (de evocación jungiana). Así, en este espíritu o valor de las cosas viven los lazos que vinculan a los hombres entre sí. El valor de las cosas se forma en su paso por la sociedad, en el movimiento que pone en juego el don dentro de la colectividad. Qué puede quedar hoy, en nuestro mundo mercantilizado, de esta práctica del don aparte de aspectos aislados, retales adheridos a alguna costumbre que de hecho han sido incorporados ya al cálculo utilitario. Da la impresión de que esta disponibilidad contable del mundo ha ido empobreciendo todo lo que entendemos por humano, dejándolo sitiado por el cálculo utilitario, quizá ese empobrecimiento de la experiencia con que Walter Benjamin describía la vida contemporánea. Aunque no todos los actos de los hombres en nuestra sociedad tienen por objeto la utilidad, claro está, y, por otro lado, ya se ha dicho, hay prácticas artísticas con gran incidencia económica, podemos tomar la creación artística como la actividad por excelencia del desprecio por lo útil, que se ha sostenido, en una u otra forma, a lo largo de la historia, donde hace aguas la moral del máximo rendimiento que no consigue atrapar completamente la voluntad que la mueve. Así, cabe preguntarse por el lugar social de la creación artística indagando en la semejanza que pueda guardar con esta práctica del regalo, reteniendo algunas de sus características esenciales, que podemos determinar, por un lado, con la idea de la pérdida, el exceso, el sacrificio y, por otro, con la existencia de la propiedad, atendiendo, en todo caso, a la estructura que compone el don: el dar, el recibir y el devolver, de forma que, a través de estos componentes, se pueda renovar la razón de ser del arte en la sociedad en tanto que en él se contiene algún modo de pacto que sigue obligando, ligando a los hombres. 219
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LA PÉRDIDA, EL EXCESO, EL SACRIFICIO
El don nada tiene de mercantil. El valor de la cosa recibida, en la práctica del regalo, como se ha dicho, no tiene un precio porque se trata, podemos decir, sobre todo, de una materia espiritual, es la entrega de algo con alma, con dignidad, que por ser imposible calcular, contabilizar, sólo puede verse como derroche, como pérdida siquiera pensando en el lucro cesante, o como sacrificio (incluso en su sentido etimológico de hacer sagradas las cosas, honrarlas). Entregado al gasto y al despilfarro, lejos de la acumulación productiva, en constante circulación de los bienes, el don carece de una verdadera naturaleza económica. En «La noción de gasto», basado en el «Ensayo sobre el don», Georges Bataille dice: «El término poesía, que se aplica a las formas menos degradadas, menos intelectualizadas de la expresión de un estado de pérdida, puede ser considerado como sinónimo de gasto; significa, en efecto, de la forma más precisa, creación por medio de la pérdida. Su sentido es equivalente a sacrificio». La poesía como pérdida se inscribe, junto con el resto de formas artísticas, en estos gastos improductivos, de los que habla el pensador francés, gastos inútiles y por tanto, incondicionales, contrarios a la economía de la contabilidad, vinculados a actividades que, al menos en su origen, encuentran su fin en sí mismas. El arte no tendría que ver con el acopio, sino con el derroche o la entrega, sólo se obtiene porque se da, eso es lo que aún lo dignifica, lo hace sagrado (en el sentido no eclesiástico). «El deseo ignora el intercambio, no conoce más que el robo y el regalo» (Deleuze-Guatari). La función creativa, añade Bataille, compromete, incluso, la vida misma del que la asume. «Es frecuente que el poeta no pueda disponer de las palabras más que para su propia perdición». Desde el momento en que la negación de la pérdida, del derroche sin objeto, sin finalidad rentable, está en el desarrollo de la mezquindad del hombre actual, el don visto como pérdida, como principio positivo de la pérdida, puede ser un hecho revolucionario. Hay un modo específico de poder: el despilfarro, el exceso, el poder de perder. Desde la interpretación de Bataille, el don tiene algo de antisistema, por decirlo de algún modo. Y, en este sentido, se podría añadir que, asumiendo su consideración como origen, origen del pacto, constituiría tanto el mismo sistema como el principio que lo niega, incluso, quizá, trayendo aquel rechazo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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de la poesía frente a la filosofía en Platón, se podría ver como su adversario, la negación prohibida, que se expresaría en el interior del sistema, contradiciéndolo tanto como constituyéndolo. Pero también, desde otro punto de vista quizá menos explícitamente ideológico, podemos decir que el lenguaje mismo es un exceso, está desbordado. En todo territorio de lo simbólico hay un derroche, según lo vio Lévi-Strauss en la introducción científica al volumen de los trabajos de Mauss, donde ofrece una solución a lo que considera científicamente inaceptable en Mauss, y que es el recurso al orden de los afectos para explicar la noción del hau, del espíritu de las cosas (que se mencionó más arriba). Así, Lévi-Strauss elabora su alternativa desde el desajuste del propio lenguaje; hay una estructura siempre en desequilibrio entre significante y significado, necesaria para que siga habiendo algo que decir, «garante de todo arte, de toda poesía, de toda invención mítica y estética». El lenguaje tiene una abundancia de significantes frente a unos pocos significados que vamos determinando en el proceso de conocer, de desvelar. Este exceso de significantes radica en que los elementos de la lengua sólo tienen sentido al relacionarse entre sí; la lengua está toda de una vez pero el conocimiento se asigna después, poco a poco. El derroche entra en el mundo, es el excedente que resulta del vínculo complementario entre el significante dado y el significado por determinar. Cuando LéviStrauss habla del «significante flotante», nos pone ante esa falla que abren en nuestro conocimiento determinadas palabras sin un significado asignado, con un valor simbólico vacío para que cualquiera lo ocupe. En esas expresiones siempre vacantes (se suele tomar el ejemplo de palabras como «cosa» o «chisme»), la lengua deja un lugar puramente significante siempre a la espera de ser llenado. Ese sería el caso del espíritu de las cosas, el hau. Y ese vacío de sentido precisamente es también la condición de la creación artística. El universo ha estado significado mucho antes de que nadie comenzase a saber lo que significaba […], desde el principio significó la totalidad de cuanto la humanidad puede llegar a conocer […], el hombre dispone desde su origen de una totalidad significante, y todo su apuro consiste en aplicarla a un significado concreto, el cual se le da como significado pero sin ser conocido (Lévi-Strauss). 221
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La creación artística es el exceso, la abundancia, no hay recuento, hay repetición, siempre hay algo que puede volver porque nada está en su lugar, y quizá, como dibujó Sánchez Ferlosio al personaje de don Quijote, ocupa un lugar en el orden del carácter que consiste, no obstante, en querer tener su lugar en el destino. El carácter es el lugar del gasto, el tiempo de los bienes, del don, donde la carencia ha quedado suspendida; el destino, por su parte, pone cada cosa en su sitio, es el tiempo de la adquisición, del almacenamiento, es el lugar en la historia. Pero ¿cómo se establece la propiedad de las cosas en el orden del carácter? ¿De quién es en última instancia la obra de arte, aquello de lo que hay en abundancia y que no se da de un modo consuntivo? LA PROPIEDAD
No hace tanto tiempo que las sociedades mantenían una obligación funcional de la riqueza (volvemos con esto un momento a Bataille). Los juegos y cultos paganos, en Roma, eran sostenidos por los ciudadanos ricos. Con el cristianismo se abolió la obligatoriedad de esta función sustituyéndola por las limosnas voluntarias. Así se puede decir que el cristianismo eliminó la función social de la propiedad al individualizarla y dejar en manos de su poseedor la plena disposición. El don, para que sea tal, ha de tener un lugar social, exige la circulación de los bienes, que pasen de unas manos a otras, que no queden retenidos en la acumulación productiva o en la propiedad individual. No hay que olvidar, porque en ello está el corazón del regalo, que las cosas no han sido en todas las épocas pasivas, meros objetos de transacción; las cosas llevaban la marca de quien las había tenido, las huellas de quien las inscribe en la sociedad. Mauss sostiene que el derecho romano opera con categorías cercanas al hau. La res, en su origen, no se referiría a la cosa bruta, tangible, en que se convirtió más tarde, tal como se ve en las sociedades actuales. «Sin duda, la mejor etimología es la que la compara con la palabra en sánscrito rah, ratih, don, regalo, cosa agradable. La res debió de ser, ante todo, lo que contenta a otro». Es posible afirmar que la obra artística tiene, de un modo específico, esa cualidad por la que las cosas conservan la huella de quien las poseyó (y esto vale para su creador pero también para los diferentes tipos de receptores –lectores, críticos, coleccionistas– en los que cae alguna de las «obligaciones» que se CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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derivan de ella). Se trataría de un rasgo eminente que hace que una obra artística no posea valor como objeto, sino en cuanto va diciendo y significando a cada momento, en su paso, en una circulación que nunca la agota. No hay equivalencia ni precio, no hay un verdadero valor de cambio. Esa marca que hace de la obra algo vinculado por siempre al autor, su propiedad, es a la vez el mejor signo del ingreso en algo colectivo (si no hubiera algo del individuo no podría haber algo común y viceversa), en un sentir compartido y de alguna manera, podríamos decir, sagrado (insistiendo, claro, en ese sentido no eclesiástico), con el que se certifica el carácter político del arte, atendiendo a lo que de vida en común significa lo político y que supone tanto el necesario estado para que pueda darse la creación como aquello que la constituye, el lugar donde recibe su peso simbólico. La propiedad de la obra, de algún modo, garantiza su condición social, me refiero a la creación contemporánea, en la que, se puede afirmar, no existe prácticamente ninguna forma parecida a lo que entendemos por arte popular y anónimo (seguramente por un declive del sentimiento de comunidad, de pueblo, más que de la creación). Por tanto, la obra ingresa en el circuito de una comunidad, más o menos frágil hoy en día, sólo porque alguien la ha puesto en circulación ahí, en ese lugar compartido que hace posible su autonomía, y con ello crea una cadena de compromisos y vínculos, que no se cierran con una mera venta o intercambio, es decir, una vez que la obra entra en movimiento, ésta no se consume en cada transacción, sino que genera nuevas correspondencias. Al igual que pasa con el don, la circulación de la obra artística tiene que ver con la cesión no con la adquisición, es decir hay propiedad pero lo que interesa, sobre todo, es que esta propiedad se cede. La adquisición podría saldarse con un acuerdo de compraventa, pero la cesión abre el circuito por donde discurren esas obligaciones inagotables que van a coincidir con lo fundamental de la estructura del don: la obligación de dar, la obligación de recibir y la obligación de devolver. Más allá, entonces, de la mera venta, una obra lo es plenamente cuando su autor, al hacerla pública –visto esto como una forma de cesión, aunque sea al correr del tiempo, en su paso al dominio público–, genera la obligación de su recepción (su lectura, su contemplación, su escucha) que necesariamente desencadenará la de la crítica o la 223
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interpretación, siendo de este modo como, desde la sociedad, se realiza la compensación al autor, al devolver a su origen algo similar, a la altura de lo que él entrega. Este rasgo de propiedad, de pertenencia de la obra por el que se produce su inserción en la sociedad y por el que el creador la cede como don por el que espera esa retribución mediante algo del mismo orden (lectura, interpretación, recreación, crítica), abre también el conflicto sobre unos derechos que surgen ligados por completo a la parte institucional de la creación, a la «institución arte», por llamarla así. Los derechos de autor serían una forma en que la sociedad salda mediante pago, en este caso sí, mediante una equivalencia, un valor de cambio, la labor del artista, y, de este modo, asimila la obra de creación a las demás cosas que se producen, no distinguiéndose de ellas en casi nada, y dando un lugar al autor dentro del sistema de producción, de modo que el precio de la obra se forma con la venta de los derechos a un productor que, a su vez, vende a un distribuidor para que la haga llegar al consumidor. Sin embargo, lo específico de las leyes que regulan esto junto con la dificultad para determinar esos derechos, las vacilaciones para optar por el derecho de la persona o el derecho sobre la obra así como la renuncia a ellos por parte de no pocos autores, la existencia del reconocimiento del dominio público de las obras, la defensa por parte de muchos colectivos de la obra como fruto del espíritu colectivo tanto como individual ponen de manifiesto, me parece, la peculiar condición del arte y llevan a pensar que queda mejor definida por las características del don que por las del derecho moderno o quizá sea mejor decir que el derecho parece haberse ordenado sobre la noción del don. De hecho podría ocurrir que el arte tal como lo concebimos en la modernidad pueda sobrevivir bien en los márgenes del sistema económico pero no pueda hacerlo fuera de estas «obligaciones» que se dan en los vínculos colectivos y que vienen a coincidir con la estructura y las características fundamentales del don. El anuncio que puso el explorador Shakelton como reclamo de voluntarios para su viaje al Polo Sur, aquel de regreso incierto, añadía lo siguiente: «Honores y reconocimiento en caso de finalizar el viaje con éxito». «Finalizar el viaje con éxito» en aquel entonces y por aquellos pagos debía de ser lo mismo que finalizar el viaje vivos. Los honores, si de nuevo pensamos en el periplo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
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de la creación artística, quedan despejados porque no nos llevan a ninguna reflexión. Pero el reconocimiento ya parece otra cosa, es algo externo, sí, que viene de los otros pero que no podría separarse, de hecho, no podría darse sin esa especie de voz interna, de repercusión interior que deja el diálogo con lo exterior; el reconocimiento es la voz a la que responde el individuo desde la comunidad.
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â&#x2013;º The Morgan Library & Museum, Nueva York, 1906
Javier Padilla A finales de enero Tusquets, Barcelona, 2019 420 páginas, 22.00 € (ebook 12.99 €)
Para una nueva historia de la Transición Por MANUEL ARIAS MALDONADO He aquí un libro importante, que quizá no lo parezca tanto. Galardonado con el XXXI Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias, A finales de enero se nos ofrece como el retrato de tres protagonistas secundarios de la Transición política española que, como reza el subtítulo, componen juntos «la historia de amor más trágica de la Transición». Sin embargo, el libro es también una biografía de la propia Transición, que arranca antes de su comienzo y se prolonga mucho después de su final. Tal como ha quedado claro en los últimos años, lo que pensemos sobre la Transición cuenta; se trata de una realidad histórica que ha venido cumpliendo el papel de mito fundador de la democracia española. Y por más que su evocación sirviese primero para legitimar a la nueva monarquía constitucional, más CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
recientemente se ha extendido una contranarración peyorativa que atribuye los males de la democracia española a una falsa transición desde la dictadura. De ahí la relevancia potencial –pues su ejemplo puede cundir o ser ignorado– del presente volumen, que propone una manera nueva de mirar hacia ese periodo crucial de la reciente historia española. Javier Padilla, joven ensayista malagueño, ha rastreado así las peripecias de tres jóvenes cuyas vidas se vieron truncadas durante el periodo que media entre el tardofranquismo y la consolidación de la democracia. Sus nombres son, solían ser, conocidos: Enrique Ruano, Javier Sauquillo y Dolores González. Empleando las herramientas básicas del historiador, consistentes en la consulta de archivos y las entre-
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vistas personales, el autor ha dado forma a una exhaustiva narración que gira en torno a dos ejes: el itinerario vital de tres individuos y el desarrollo de un proceso colectivo. Este planteamiento es coherente: la vida de los protagonistas no podía contarse sin contar la Transición, igual que la Transición no puede contarse sin aludir a los episodios que directamente les conciernen. A saber: la muerte de Enrique Ruano en el curso de un interrogatorio de la policía franquista en 1969 y el asesinato de Javier Sauquillo en el crimen de Atocha de 1977, al que sobrevive una Dolores que era novia del primero y esposa del segundo cuando ambos fallecen. Y sobrevivir es aquí el verbo adecuado: uno de los méritos incontestables del libro es el conmovedor relato de las últimas décadas de Dolores González, que termina sus días abandonando voluntariamente una existencia en la que ya era un fantasma. En todos los casos, Padilla logra desvelar a la persona que hay detrás del símbolo, con el paradójico resultado de que el símbolo sale reforzado en lugar de lo contrario. En buena medida, el éxito del libro está prefigurado en las consideraciones que el autor hace en el prólogo. Señala Padilla en esas páginas todo lo que no ha hecho cuando se aproximaba a este episodio: no ha partido de una idea preconcebida de la historia de España, no ha asumido una perspectiva de izquierdas, no ha tratado de legitimar o deslegitimar la Transición. Tan solo se ha puesto a trabajar con la intención de conocer a fondo a los personajes y su historia. Pero de su investigación se deduce una nueva mirada sobre la Transición y ello sucede, precisamente, porque el autor ha sido fiel a su planteamiento. En lugar de dejarse llevar por el furor iconoclasta de otros miembros de su generación, el joven Padilla
se ha documentado rigurosamente, sabiendo mantener en todo momento una mirada desprejuiciada y alerta contra los propios sesgos ideológicos. Esta última cautela denota su familiaridad con las ciencias sociales contemporáneas, especialmente atentas al modo en que los individuos perciben y evalúan la realidad. En este sentido, la juventud del autor no es una anécdota: sólo quien no ha vivido la Transición puede tratar de escribir sin prejuicios sobre ella. Y es que ser a la vez protagonista e historiador quizá no sea la mejor receta para el análisis; no digamos cuando el objeto de estudio posee unas connotaciones emocionales que todavía se dejan sentir en nuestro debate público. Mérito adicional del autor es que su prosa se ha mantenido inmune al barroquismo que a menudo aflige al escritor joven. Su claridad expositiva, deudora de una impronta más anglosajona que francesa o alemana, se deriva de su claridad de pensamiento: conocer bien lo que cuenta le permite escribir con sobria claridad. La estructura del libro es ortodoxa, pues el autor toma a sus protagonistas desde la infancia y los acompaña hasta la muerte. Y como sucede con la propia existencia, la duración es mayor al comienzo y la percepción del tiempo se acelera paulatinamente: la juventud de Ruano, Sauquillo y González –incluidos los decisivos años universitarios– ocupan mayor espacio que los años posteriores. Es una decisión razonable, que viene dada por la propia índole de los acontecimientos y por la contextualización que el autor debe a los lectores: ni la muerte de Ruano ni la matanza de Atocha tendrían sentido sin su marco histórico correspondiente. Padilla empieza así por describir el origen social de los protagonistas, que como tantos otros antifranquistas eran
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«niños bien del franquismo». O sea: hijos de los vencedores que se rebelaban, a menudo sin enfrentarse directamente a ellos, contra sus padres. Para todos ellos, la entrada en la universidad fue determinante y la descripción que Padilla hace del movimiento estudiantil antifranquista es excelente: abundante en detalles y no exenta de un bienvenido sentido crítico. Hablamos de una institución más abierta que otras donde no obstante el conservadurismo del régimen se dejaba notar: un catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense, por ejemplo, hacía salir de clase a las alumnas cuando explicaba las causas dirimentes y los impedimentos para contraer matrimonio. Ruano, Sauquillo y González estudiaron Derecho conforme al famoso Plan de 1953, vigente en tantas facultades españolas hasta hace bien poco. En aquella universidad se encontraron con un ambiente a la vez convulso y variado, donde el aperturismo conservador representado por Ruiz-Giménez y su Cuadernos para el Diálogo coexistía con una hegemonía del PCE compatible, sin embargo, con el habitual faccionalismo de la izquierda. Nuestros protagonistas empezaron por vincularse con al Frente de Liberación Popular, al que también pertenecieron figuras como Manuel Vázquez Montalbán, Manuel Castells o Narcís Serra. Parte de esa izquierda acabaría, en algunos casos pasando antes por el movimiento vecinal, en la socialdemocracia; otros, como la propia Dolores González, no abandonarían jamás a esa izquierda crítica que –a su manera– reemergería años después con Podemos. En coherencia con la realidad que tiene delante, Padilla no deja de reflexionar sobre una paradoja que ya observó en su momento el filósofo polaco Leszek CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
Kolakowski: la posición acomodada de los jóvenes revolucionarios europeos que hablaban en nombre de los obreros. Esa brecha sociocultural sirve para explicar que los intentos por conectar las culturas estudiantil y obrera resultaran –en el FLP tanto como en la Francia del 68– en un fracaso estrepitoso. Aunque no por falta de empeño: aquellos felipes se cambiaban de ropa para tratar a los obreros, dando lugar a escenas que uno imagina a medio camino entre las películas didácticas de Passolini y las sátiras de Berlanga. Más interesante aún, si cabe, es la reflexión sobre las credenciales democráticas del antifranquismo. Tal como señala Padilla, el congreso de 1962 del FLP dejaba la puerta abierta a la violencia revolucionaria y muchos de sus integrantes optaron por una radicalización ideológica que se adornaba con la inescrutable jerga del marxismo-leninismo y sus distintas variantes. Como tantos otros compañeros de generación, los protagonistas de este libro se sumergieron además en el cine, la poesía y la canción-protesta: un arte al servicio de la revolución. Padilla observa con justicia que no todos los estudiantes eran activistas políticos y que Ruano, Sauquillo y González no dejaban de ser burgueses renegados, al menos parcialmente: luchaban contra una realidad de la que eran beneficiarios. Algo se ganaba a cambio, naturalmente, como observa el autor con una ironía que dirigida más bien hacia sus contemporáneos: «El Madrid de finales de los sesenta fue el último Madrid de la historia en el que se podía ser un poeta revolucionario y no ser al mismo tiempo ridículo» (p. 90). Asunto distinto, como se ha sugerido ya, es que el revolucionario fuese también un demócrata: el socialismo revolucionario orientado a la dictadura del prole
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tariado dominaba la universidad antifranquista, mientras permanecían en los márgenes liberalismo, socialdemocracia y conservadurismo. Padilla muestra un notable sentido de la orientación cuando se adentra en el laberinto de las formaciones de la izquierda universitaria e identifica con tino sus influencias teóricas: de Marcuse a Gorz, de la escuela de Frankfurt a Louis Althusser. De manera que nuestros estudiantes, como tantos otros opositores al franquismo, encarnaron un tipo peculiar de revolucionario a tiempo completo: radical en sus planteamientos intelectuales, convencional en muchas de sus costumbres vitales. En ese marco, y con una loable delicadeza, se nos presenta la evolución sentimental de los protagonistas. El amor inicial de Enrique Ruano y Dolores González, enturbiado por la inseguridad que el primero experimentaba hacia Javier Sauquillo, dio paso de manera natural al noviazgo y matrimonio de estos dos últimos. Y si la primera de estas relaciones apenas tuvo tiempo de desarrollarse debido a la muerte trágica de Enrique, la segunda se vería brutalmente interrumpida por el crimen de Atocha, del que Dolores sale física y espiritualmente traumatizada. Seguramente tiene razón el autor cuando apunta que las relaciones amorosas en las organizaciones clandestinas son «un elemento no lo suficientemente estudiado de la Transición española» (p. 139). Allí, desde luego, lo político era personal. Sea como fuere, el radicalismo antifranquista descrito por nuestro autor tenía enfrente a un régimen que podía ser brutal en la defensa de sus intereses. Tanto el probable asesinato de Ruano –las hipótesis sobre el suceso son aquí desmenuzadas de manera exhaustiva– como el crimen de Atocha sirven al autor para recordarnos que la idea
de una Transición «pacífica» debe ser matizada: si a la violencia ultraderechista sumamos los crímenes del Grapo y, sobre todo, de ETA, el resultado es un proceso político agitado y plagado de víctimas. El autor nos describe el panorama de las organizaciones ultraderechistas, desde los Guerrilleros de Cristo Rey a la Triple A, cuya existencia subterránea sale tristemente a la luz cuando un conjunto de individuos de dudosa salud psicológica entran en el despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha 55, cuya titular era Manuela Carmena, y asesinan a cinco personas. Entre ellas, a Javier Sauquillo. El resto es historia: la reacción de la sociedad española impulsó la legalización del PCE, convertido luego en actor secundario del régimen democrático tras la irrupción del PSOE y el consiguiente desencanto de algunos de los partidarios del socialismo democrático. Entre ellos, se encontraba una Dolores González que, como resume Padilla, «murió en el anonimato pese a ser una leyenda del antifranquismo» (p. 291). Un anonimato del que ahora, con este libro, es rescatada. Es imposible comentar aquí todos los aspectos de una obra tan rica en matices y vericuetos narrativos. Pero sí conviene reiterar la idea que se planteó al comienzo de esta reseña: A finales de enero contribuye al conocimiento maduro de la Transición, que tan necesario resulta para la autocomprensión de la sociedad española. Deberíamos ser capaces de dejar atrás el mito encomiástico –útil en la construcción de la legitimidad de la joven democracia– sin por ello caer en el mito denigratorio que cobró fuerza con la crisis económica de 2008. Ninguno de ellos constituye una representación fiel de nuestra fascinante transición política. Frente a esas simplificaciones, Ja-
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vier Padilla abre la puerta a una suerte de realismo ecuánime capaz de hacer justicia a la complejidad del proceso histórico. Se trata de una ambivalencia por completo inevitable: ninguna transición democrática es un cuento de hadas y la nuestra, marcada por el recuerdo de una cruenta guerra ci-
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vil, tampoco podía serlo. Es mérito de Javier Padilla habérnoslo recordado: al rescatar del olvido la desgraciada historia de Enrique Ruano, Javier Sauquillo y Dolores González nos ha proporcionado un valioso ejemplo historiográfico que merece ser imitado.
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Dubravka Ugrešić Zorro Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek Impedimenta, Madrid, 2019 376 páginas, 22.80 €
De migraciones y ansiedades Por CRISTIAN CRUSAT En el movedizo y cambiante conjunto europeo, los Balcanes han funcionado de manera habitual como un espacio sobre el que los poderes culturales europeos proyectaban las más variadas imágenes identitarias. Así, mientras la región les permitía verse a sí mismos como modernos y avanzados, procedían a volcar despreocupadamente su propio nacionalismo sobre este territorio. Pero, al cabo, sobre todo en la década de 1990, en cuanto «otro» de Europa, los Balcanes fueron, y de manera tan trágica, prototípicamente europeos. La situación que se creó en Yugoslavia, lejos de resultar atípica, representa, en realidad, una proyección local de ciertas formas de confrontación y conflicto características de toda Europa. Como afirmó Étienne Balibar, más le valdría a Europa re-
conocer en la situación de los Balcanes, no una monstruosidad desarrollada en su propio seno, sino una imagen y un efecto de su propia historia. Cumple, entonces, recordar aquella espinosa frase de Edgar Morin: «De Europa han venido los peores enemigos del género humano». Desde las campañas de Julio César en la Galia y su decisivo giro al noroeste, con sus consecuencias imperiales, se fraguó en el territorio europeo un modelo de poder, como quiso recordar Claudio Guillén, impuesto manu militari, centralizado y autoritario. En consecuencia, los sucesivos proyectos de hegemonía europea –los que emprendieron Carlomagno, Carlos V, Napoléon o los totalitarismos del siglo xx– derivaron en una dialéctica combativa, y a menudo destructiva, entre el núcleo y la periferia,
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entre la centralización y la secesión, que no han dejado de reproducirse, tal y como sucedió durante las Guerras Yugoslavas. De ahí la certera reflexión que Maria Todorova colocó al principio de su emblemático estudio Imagining the Balkans: «Un fantasma recorre la cultura occidental: el fantasma de los Balcanes». Pero ya se sabe: los Balcanes siempre son los otros. Para los serbios, los Balcanes empiezan en Albania; para los croatas, en Serbia; para los eslovenos, en Croacia… Y así sucesivamente, hasta que se alcanza el mar del Norte, a cuyas orillas resonaría la exagerada postura británica con la que ha bromeado Slavoj Žižek: al final, toda Europa sería un turbio e inmenso territorio balcánico y Bruselas, una nueva Constantinopla. Por medio de sus imponderables narraciones, ensayos y textos de crítica cultural, Dubravka Ugrešić es, desde hace años, uno de los principales cazafantasmas que se enfrentan a las tensiones heredadas tras las Guerras Yugoslavas y a los incoherentes reduccionismos aplicados a aquellas regiones al otro lado del río Sava. Como ironizó Žižek –para quien el humor y los chistes constituyen una insolente y preciadísima manifestación del inconsciente colectivo–, el Sava ha representado de facto el límite geográfico entre los Balcanes y Mitteleuropa, es decir, entre una zona donde reinarían el horror y el despotismo orientalista y otra donde se supone que campa la inmaculada civilización. Junto a otros escritores como Aleksandar Hemon, David Albahari, Velibor Čolić, Milenko Jergović o Faruk Šehić, la autora de Zorro, Dubravka Ugrešić, se alza como una penetrante e insoslayable observadora de las complejas construcciones culturales tejidas en torno a la antigua Yugoslavia, la identidad malherida y el exilio; sin duda CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
(y en este aspecto trasciende cuanto tenga que ver con el referido balcanismo), es quien goza del mejor olfato literario para detectar cualquier fluctuación ideológica en el ecosistema mediático. Dubravka Ugrešić estudió Literatura Comparada y Literatura Rusa en la Universidad de Zagreb, donde dio clases hasta que estalló la guerra y partió al exilio. Rápidamente se convirtió en persona non grata para una parte de la opinión pública de la incipiente República de Croacia, ya que sus críticas del patrioterismo de nuevo cuño promulgado por Franjo Tudjman, quien sería el primer presidente del país al finalizar la guerra, le valieron la censura y aun su inclusión en una lista negra de dizque «brujas croatas». Desde entonces ha ejercido la docencia intermitentemente en distintas universidades del mundo que la han contratado como profesora visitante en sus departamentos de lenguas y literaturas eslavas, fundamentalmente en Estados Unidos, aunque su lugar de residencia oficial es Ámsterdam. En novelas anteriores como El Museo de la Rendición Incondicional (1996; Alfaguara, 2003) y El Ministerio del Dolor (2005; Anagrama, 2006), formidables ambas, figuran motivos recurrentes que el lector encontrará ahora en Zorro: la reconocible y encantadora ficcionalización de la propia Ugrešić, sujeta siempre a situaciones de inestabilidad y cambio, connaturales al tipo de vida dañada que, según Adorno, caracteriza a los desplazados; la redoblada precariedad por mor de su condición de escritora y exiliada, ya como docente y beneficiaria de becas literarias, ya como participante en los más rocambolescos y deprimentes festivales literarios; el recuerdo de la guerra y la consecuente erosión de todo cuanto confi-
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guró su identidad anterior al conflicto bélico; un inteligente sentido del humor y una magistral habilidad para engastar múltiples historias en un mismo marco novelesco; un lenguaje chispeante, repleto de imágenes; y, por último, su fatal e irremediable adscripción a una literatura nacional, la croata, una de esas «pequeñas literaturas de las que se espera que en su hatillo lleven sus particularidades locales, regionales, étnicas, ideológicas y otras» en el seno de la confundida república mundial de las letras, cada vez más parecida a un Festival de Eurovisión: «La principal razón para ser un escritor croata es que entonces no eres un escritor serbio». Todas estas facetas forman parte del orbe literario de Ugrešić, si bien resultan esenciales en otros libros de ensayo y crítica cultural ya traducidos al español, como en Gracias por no leer (2003; La Fábrica, 2004) o No hay nadie en casa (2007; Anagrama, 2009), donde no sólo se censura el tráfico de identidades como fórmula comercial en el mercado literario moderno («Porque el mercado siempre necesita a un búlgaro, a un serbio, a un croata y a un albanés. A uno. Más, desconciertan»), sino que se analizan con audacia y gran penetración sociológica algunos de los principales tics contemporáneos, como la obsesión cultural con la invención o la reinvención del yo y el delirio de la comunicación en el mundo global, donde «la autopromoción se ha convertido en norma social». Sobre este último asunto ahondó con brillantez en Karaoke Culture (2010), un inolvidable ejercicio de crítica cultural (que tiene por objeto múltiples fenómenos y prácticas, desde la publicidad al cine de Emir Kusturica y el nacionalismo serbio) a partir de la célebre práctica japonesa, ya universal, de la «orquesta
vacía», metáfora de la cultura contemporánea. Have A Nice Day: From the Balkan War to the American Dream (1994), Europe in Sepia (2013) o American Fictionary (1993) gravitan asimismo sobre las paradojas y los peligros de la nostalgia convertida en mercancía, el envilecimiento del lenguaje, las absurdas convenciones sociales importadas de Estados Unidos o las inanes tentativas por parte de una exhausta Europa de escapar a su triste pasado. Zorro es un auténtico y feliz compendio del quehacer narrativo de Ugrešić, toda vez que en él se pueden identificar algunos de los más recurrentes temas de su obra; pero, por si esto no fuera suficiente, también se acentúan algunos motivos que en anteriores libros no habían sido tratados con tanta profundidad. En efecto, su formación como especialista en literatura rusa no había sobresalido de una manera tan evidente en El museo de la rendición incondicional o El ministerio del dolor. Este hecho le permite a Ugrešić sentar las bases de la trama mediante el desarrollo de un análisis casi filogenético del motivo del zorro en un cuento de Boris Pilniak, lo cual encarrila el primer capítulo de Zorro hacia la obra de Junichiro Tanizaki y, a través del autor japonés, a uno de los episodios más ignorados de la historias de las emigraciones rusas: la diáspora rusa en Extremo Oriente (Irán, Indonesia, China o Japón), apenas reseñada en comparación con la que tuvo lugar en Europa o Norteamérica. A partir de estos presupuestos, Ugrešić teje con la maestría que le caracteriza un cautivador laberinto de ficciones y metaficciones que, en última instancia, elevan un puñado de interrogantes esenciales sobre el arte de contar historias y sobre el papel que juegan en sus sociedades quienes las escri-
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ben y difunden. Asociados al campo semántico del zorro (astucia, traición, hipocresía, egoísmo, seducción, habilidad, adulación, sexualidad…), los escritores, como la narradora de este libro, se ven envueltos en peripecias determinadas por la codicia, el engaño o la sospecha. Y así vemos a la narradora deambular por Nápoles durante unas tristes jornadas sobre migraciones europeas, lo cual le recuerda que la vida literaria «sólo es emocionante mientras uno está sentado a la mesa de trabajo, entre cuatro paredes. Todo lo demás produce sensación de fracaso, humano y profesional». Este viaje a Italia le permite a Ugrešić elaborar uno de sus característicos y sutilísimos ejercicios de observación flaneurista, como en la inolvidable recreación de Ámsterdam en El ministerio del dolor –la cual, alzada sobre arena y agua, se convierte gracias a la prosa de Ugrešić en un símbolo de todo lo efímero y eventual– o de Berlín en El museo de la rendición incondicional –ciudad de refugiados y de ruinas cubiertas de hierba–. A continuación la narradora regresa por un tiempo a Croacia y protagoniza un breve romance que no hace sino enfatizar la fragilidad de su existencia dañada: la historia de amor tiene lugar en un pueblo insignificante, junto a un bosque sembrado de minas por donde se escurren los zorros. El cuento, como era previsible, acabará mal. La figura del zorro se cuela también, de distintas formas, en Londres, epicentro de un rompecabezas biográfico para eslavistas, y en la reconstrucción del primer via-
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je a través de los Estados Unidos que emprendió Vladimir Nabokov junto a su familia en 1941. Todos estos vaivenes se entremezclan con los diálogos que la narradora entabla con su sobrina, un cotidiano y magistral ejemplo de transitoriedad sentimental y desánimo post-bélico. En conjunto, más que un hermoso engaste de relatos o una reflexión sobre el alcance de la ficción, Zorro es un sofisticado, intrincado y a veces incómodo artefacto literario cuya máxima e insólita virtud es la de encarnar en sí misma todas las tensiones que guarda el declinante arte literario en nuestros días. Dubravka Ugrešić es, en la terminología de George Steiner, una escritora extraterritorial, es decir, alguien que forma parte de una tradición literaria hecha por exiliados y sobre los exiliados. (Y, aún más, por si cupiera aclararlo: Ugrešić es una escritora imprescindible, y tan erudita y honda como guasona y corrosiva; única en todo caso). El material con el que elabora su literatura está compuesto de álbumes fotográficos desaparecidos, recuerdos traicionados, ataques de lumbago, visados prescritos, maletas de hipermercado y anodinos gestores culturales. No busque el lector que las seis partes «encajen» como se supone que deberían hacerlo. No busque mero orden, continuidad, un sentido general. La vida misma no respeta estas leyes; ahora menos que nunca. Y la literatura no debería plegarse a ciertas convenciones. Quien se exilió lo sabe.
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Restif de la Bretonne Las noches revolucionarias Traducción de Juan Pablo Pizarro de Trenqualye Tres puntos, Madrid, 2018 442 páginas, 25.00 €
La revolución de a pie Por WALTER CASSARA El día que conozca la historia de la estrella que he visto esta noche asomarse al cielo... Algo así se deja caer, al paso, por la pluma inexpugnable de Michelet, en el prólogo al cuarto tomo de su célebre Historia de la Revolución francesa, esa cordillera maciza de tinta que asciende a más de tres mil quinientas páginas, donde, sin embargo, no es raro descubrir ocurrencias e impromptus de tal índole. Procediendo de uno de los historiógrafos más importantes del siglo xix, la frase es reveladora y habla por sí sola, ya que pone en escena, mediante una suerte de interjección lírica y a la vez áspera, la perplejidad consustancial que induce al desolado ejercicio de la memoria histórica; la misma perplejidad, al fin y al cabo, que arrastra a cada hombre a fondear ciegamente en los pantanos del pretérito imperfecto,
a sabiendas de que lo único indiscutible, lo único en verdad vivo que uno puede encontrar allí –y esto las mentes del despotismo ilustrado lo entenderían mejor que nadie– es ruina y desconcierto, ratería y crimen organizado; el resto es literatura o demagogia, inferencias optimistas, sortijas imaginarias, mendrugos de tiempo más o menos rancios e inasibles. Si bien condenada al silencio perpetuo, la estrella de Michelet tiene forma de gorro frigio. No obstante, el insigne historiador arguye de antemano la derrota metódica: para hacerse una idea completa del proceso revolucionario, tan significativo ha de ser el estudio a fondo de la reforma financiera efectuada por el ministro Jacques Necker, como una exégesis correcta de ese apego enfermizo a la cerrajería que profesaba el rey Luis XVI. De cualquier manera, con
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todos sus secretos galácticos, la estrella terminará sepultada en el barro. La sombra omnisciente de la derrota persigue también a Restif de la Bretonne, pero no es, claro está, el fantasma romántico del derrumbe ideológico que podría agitarse en el gabinete de Michelet, sino la presencia inmediata de lo ominoso que se revela en las calles, con el maremágnum de los primeros acontecimientos, cuando la Revolución –merci d’avoir été si sympa, étoile– aún no ha sido bautizada con su nombre abstracto; cuando sólo es la fiebre roja de la anarquía que se propaga velozmente por todos los estamentos sociales; un Moloch de carne y hueso, con la misma sed de justicia y vandalismo que podría sentir cualquier hijo de vecino, serpenteando a tientas entre la masa informe y sublevada. Frente a este monstruo turbio y viscoso, por más carrera de libertinaje que se haya hecho en la vida, uno no puede experimentar otra cosa que no sea el pánico, el terror profético anunciando el fin del mundo. Y en efecto, así ocurre, durante la toma de la Bastilla, la Bretonne –que, como todo libertino, era en el fondo un simple párroco de aldea– recorre espantado las calles de San-Antoine de una punta a la otra. Y lo que entonces observa no es ciertamente el constructo histórico, sino las súbitas estampidas de la muchedumbre, las banderas desplegadas y las peroratas de los agitadores; una mujer encinta que recibe el balazo equivocado; barricadas, toques a rebato, disparos y gritos en la oscuridad; la ristra de cabezas colgando de las lanzas…; en síntesis, vislumbra, desde la confusión y el miedo, la barbarie que recién comienza a generalizarse; escucha el aullido animal del caos que lo empuja al borde del abismo; vive y reproduce en directo esa página policíaca con la que suele mezclarse, al principio, todo alzamienCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
to popular; se hace eco de la situación política aún incierta, de los vaivenes de la opinión pública, ese libro abierto, antifonal, flotante y anónimo, que se escribe o canta en cada esquina, sin ningún prosista o lírico apoderado que lo castigue con su plectro. Dado que era un fervoroso impulsor de las ideas de la Ilustración, la Bretonne no podía abstenerse de los resabios dogmáticos que enviciaban a aquellos filósofos y al común de sus herederos, los escritores libertinos, esa especie de chicos malos del arrabal enciclopedista, que habrían de embriagarse hasta con las heces –o sólo con las heces– del racionalismo y el ateísmo. De hecho, entre las páginas de sus Noches revolucionarias, va intercalando unos relatos amorosos que el lector podrá saltearse a gusto: «Felicité o el amor médico», «Las gradaciones», «La desafortunada de dieciséis años», «Las ocho hermanas», «La hija en pantalón corto»…; parábolas sobre los infortunios de la virtud –ajenas por completo a los furores tántricos del Divino Marqués–, sentimentales e inconexas, trenzadas con los ardides típicos del pícaro ilustrado, que apelan a una catequesis ya vacía de cualquier significación; horas muertas en las que los oradores se alisan la peluca y el pueblo insurrecto templa las guadañas, hasta que se enciende el próximo motín, nuestro cronista se olvida del magisterio y se lanza a las calles a hacer su siguiente ronda crepuscular. La historia – reflexiona– no se guardará ninguna pincelada, pero «yo, espectador nocturno», iré a los suburbios y a las fondas a recoger los episodios que nadie advierte. Y zarpa entonces a la pesca de nuevos sucesos, capturando todo lo que le sale al cruce, como una redoreja que barre arbitrariamente el fondo del texto social, o un ladrón de frutas que sondea gustoso los puestos del mercado; curio-
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sea entre las marisqueras y los carniceros; habla con los moscardones de los bajos fondos; esquiva a la guardia urbana; acude a las tribunas populares, a las tertulias y los burdeles del Palais-Royal, siguiendo un criterio de selección de los materiales bastante extraño para el momento, que consiste en el acopio de testimonios, percances y anécdotas de lo más disímiles, o de conversaciones casuales que husmea desde atrás de una columna, libelos que alza del pavimento, boletines de la prensa… Un siglo y medio antes que Tom Wolfe, y sin el hastío de tener que vestir siempre los mismos trajes blancos, podría decirse que la Bretonne está haciendo a su manera el descubrimiento del new journalism; se está aventurando en el reportaje, la narración instantánea de los hechos o más bien de los «sucedidos», ya que no podría afirmarse todavía que fuesen hechos, como el modo más justo de aproximarse al presente; pero he aquí que el presente ya no puede significar nada para él, puesto que no se corresponde con ningún orden cronológico, no es ya presente sino solo un instante amorfo que cuelga del árbol del pasado o del futuro, tiempo absoluto, abstraído del calendario y los relojes, y disuelto en el devenir histórico; porque un día delante de la Revolución –podríamos decir, parafraseando el salmo bíblico– es como mil años, y mil años son como un día, intentar aprehender todos los signos que en dicho proceso suelen desgranarse, supera lógicamente cualquier tentativa testimonial o historiográfica; de suerte que nuestro buen hombre se las arreglaba como mejor podía, jugándose el pellejo en cada expedición (cierta vez le ocurrió que lo confundieran con un chivato y se salvó por un pelo de los fusiles) para ir en busca del documento vivo, la palabra incandescente,
arrojado de aquí para allá, como otro papelucho más de la calle, por la agitación patriótica que incendiaba la realidad. Así, momentos antes de la decapitación de Luis XVI, lo vemos fungir de vicario saboyano con una pobre dama, muy perturbada por las circunstancias, que concurre cada tarde a rezar por el monarca cerrajero, frente a la prisión del Temple. «¡Ciudadana!» – la increpa Restif con el apelativo de moda, y enseguida pasa a aleccionarla–: «lea el Evangelio: si usted cree, como no me cabe duda, verá que es el libro más republicano, el más demócrata. Verá que los sacerdotes, por quienes el triste Luis pierde su corona y quizá la vida, son unos bribones, heréticos, canallas o ignorantes». Y sin embargo, en la plaza más célebre y sanguinaria de París, frente a la ejecución del soberano, frente a aquella epifanía imprevista de un cúmulo de asonadas en apariencia puramente espontáneas, advierte la amplitud histórica del acto, al mismo tiempo que no puede dejar de condolerse por el desamparo mítico que acarrea la tragedia, mientras ya está rodando la cabeza de Luis Capeto hacia el buche de la guillotina, allí donde todo el fragor de la Historia se hiela y enmudece, y junto con aquella cabeza lánguida y legendaria, trofeo de caza mayor –tan del gusto de los sires– se troncha no solo una antiquísima forma de gobierno, sino también el orden simbólico que regía la vida cotidiana desde tiempos inmemoriales; se hunden las instituciones que filtraban la letra espuria del contrato social hasta no hace mucho, hasta ayer nomás, hasta la convulsa alborada del 28 de abril de 1789, cuando algunos trabajadores gráficos, hartos de los sobreprecios y la hambruna, se sublevaban y prendían fuego a una fábrica de papel: trabajadores que no eran, según las malas lenguas, sino
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una tropa de gorrones expertos, generosamente abastecidos por los bolsillos de cierto duque tramoyista. Bajo la chaqueta lustrosa y el peluquín empolvado del libertino, habitaba en Restif un viejo paisano borgoñón de pupila escasa, con las uñas sucias de tierra, el vino atabernado chorreándole por la perilla y todas las esperanzas puestas en el calendario agrícola medieval; este viejo paisano de mentalidad arcaica –que se había pasado un poco de rosca, sin embargo, en el culto dieciochesco de la recta ratio–, era en el fondo un crítico de costumbres con alma de niño rebelde, que se planteaba muy seriamente elevar el meretricio a la categoría de institución pública, para lo cual se tomó el trabajo de redactar un tratado entero: El pornógrafo (1769), obra inclasificable y tan tediosa como un vademécum sobre derecho impositivo, donde se mezcla el dato erudito o pseudocientífico con el disparate erotómano; la consabida visión positivista de la época con un programa de libertinaje módico y sanitario, todo ello con los mejores designios para un correcto avance hacia la armonía social. Era bastante razonable, entonces, que la criatura rústica que palpitaba en el buen corazón de Restif, con su reformismo infantil y sus perversiones más bien modestas, temblara ante el terror que había desatado la Revolución ya con los primeros zarpazos; de forma análoga, lo era también que condenase rotundamente, por pura envidia profesional o por una cuestión de principios, la sofisticada crueldad y las cotas de extremismo que podía alcanzar la imaginación en el marqués de Sade, cuyo fantasma astroso lo hostigaría involuntariamente desde las sombras del manicomio, a modo de una existencia paralela, un pariente lejano e insufrible. En esta existencia paralela, la cual se revelaría, con el correr de los tiempos, como CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
una página aventajada de la ortodoxia revolucionaria, sabemos que no existe ningún fundamento para la compasión; tampoco hay lugar para la conjetura utópica, esas navidades perpetuas de la ciudadanía feliz. Pero, aún con esa marca paranoica que denota su raciocinio, Sade quisiera ir al fondo del problema; de nada sirve –argumenta– abolir el Estado monárquico y sancionar nuevas leyes si no se acaba para siempre con la esclavitud religiosa; a cambio de ello, y puesto que el ejercicio del poder fáctico depende básicamente de la representación de un poder simbólico o espiritual, plantea la soberanía del terror como preludio a un nuevo gobierno, fundado en la libertad individual, hermanando así los dos términos –libertad y terror– en un mismo nivel ontológico, rectilíneo, insoluble. Este nuevo evangelio del terror, este extraño principio de autoridad que proponía el marqués desde su encierro en Picpus, no podía estar más en las antípodas del utopismo moderado que predicaba la Bretonne en sus andanzas por los bulevares parisinos. Y, sin embargo, bien visto, el paroxismo nihilista que exigía Sade al aparato revolucionario, ese placer mecánico (mesiánico) de la destrucción por la destrucción que muchas veces subyace a la verdad histórica, no resulta muy distinto, después de todo, al engranaje de terrorismo banal, cotidiano y anónimo, que se refiere detalladamente en las Noches revolucionarias… Para aquellos puristas que buscaban apresar alma de la Revolución –es como si nos quisiera confesar nuestro espectador nocturno–, aquí está, se las dejo documentada: es el aire último que se hincha entre las costillas de un viejo penco arrodillándose en el barro, apaleado por un épicier o un batallón de infantería, un par del reino o un simple ciudadano de a pie.
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Karina Sáinz Borgo La hija de la española Lumen, Madrid, 2019 220 páginas, 18.90 € (ebook 8.99 €)
El príncipe azul con ojos de sangre Por JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ En uno de los más brillantes relatos del libro Cementerio de médicos, titulado con el mismo nombre, el escritor Slavko Zupcic construye una historia en la que un grupo de venezolanos escapa a Salerno y allí deciden reunirse una vez al año para ensayar sus propios funerales. «Epitafio», cuento de la autora Silda Cordoliani, nos muestra una mujer que experimenta la desesperación y la agudeza del deseo con un cadáver de piel rugosa, llena de pliegues y desgaste. La desesperanza, el negro humor, la descarnada ferocidad de estas anécdotas centrales revelan lo que es una señal propia de la narrativa venezolana de este momento: la muerte como presencia ineludible, como cotidianeidad, como compañía inevitable. Esa figura mortuoria acompaña también un título como Los cielos de curumo de
Juan Carlos Chirinos: historia recorrida por la figura o la sombra de un pájaro luctuoso que sobrevuela calles en las que sucede con naturalidad la destrucción; y también palpita de manera tangible en la novela ganadora del Premio Tusquets (2015): Patria o muerte, de Alberto Barrera Tyszka, pieza narrativa donde la agonía del dictador signa todas las páginas de una narración llena de ansiosos y derrotados personajes. Hay una cruda realidad venezolana: la «normalidad» con la que desde 2012 se superan en ese país la cifra de veinte mil homicidios anuales. Normalidad que habla de un clima apocalíptico que también tiene su correspondencia en el número de asesinados durante las protestas políticas de calle, como las vividas en 2014 y 2017 (más
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de cuarenta en la primera revuelta y más de ciento treinta en la segunda). La muerte es el argumento central de la Venezuela de este siglo xxi y, como sabemos, la literatura necesita crecer desde las heridas profundas de su entorno. Por eso, no es extraño que el relato del horror signe la reciente producción literaria de ese país catalogado por algunos como el más violento del mundo actual. Ya conocimos una situación similar en la literatura argentina o chilena de la dictadura, lo vemos en la literatura cubana del exilio, y lo apreciamos en la propia literatura española actual que cada tanto regresa al espanto del franquismo. Títulos como En rojo de Gisela Kozak, El complot de Israel Centeno, The Night de Rodrigo Blanco Calderón, Blue Label de Sánchez Rugeles y Rojo Express de Marcos Tarre Briceño edifican la brillante nómina de narraciones venezolanas que están surgiendo estos años como mirada al espanto cotidiano que se escenifica en el país que alguna vez fue el oasis democrático y económico de la América Latina. Hablamos de piezas que, si bien tienen un trasfondo testimonial valioso, son ante todo artefactos estéticos de inmenso valor ficcional. En su lúcido ensayo: El desengaño de la modernidad (cultura y literatura venezolana en los albores del siglo xxi), el novelista y crítico Miguel Gomes afirma que en años recientes es posible verificar la consolidación de un ciclo narrativo del chavismo que encarna el: «desaliento por la pérdida de oportunidades históricas de desarrollo o nostalgia cuyas iniciativas de regreso fracasan». Y, como no es difícil precisar, el chavismo es ante todo una idea de muerte. Sus discursos esenciales (la consigna que gritan sus partidarios, tal y como se evoca en la novela de Barrera Tyszka), sus conmemoraciones CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
de fechas heroicas, sus rituales guerreros, son en síntesis la celebración de la muerte, en tanto esta representa el aniquilamiento del enemigo, por lo que la sangre derramada por el adversario se transforma en festividad y victoria. La respuesta literaria mayoritaria a este discurso del poder es la de creaciones que se ubican al otro lado de las balas. Es la voz de las víctimas, con sus matices, con sus perplejidades, con su profundo desengaño y su desencanto. Esto incluye también, en nuestro concepto, a novelas que hablan de la irrupción del elemento militar en la vida cotidiana previa a la consolidación del chavismo, como son: Valle zamuro de Camilo Pino y La ciudad vencida de Yeniter Poleo. No extraña entonces que la primera novela publicada por Karina Sáinz Borgo (autora nacida en Caracas en 1982) se abra con una lapidaria frase de dolor y muerte: «Enterramos a mamá con sus cosas, los zapatos negros sin cuñas y las gafas multifocales». Ese inicio marca el clima de La hija de la española, y desde allí percibimos uno de sus grandes valores estéticos: la contención afectiva. Una narración que comienza en un entierro puede amenazarnos con un despliegue lacrimógeno indetenible, y sin embargo, esta novela alcanza siempre la dimensión emocional precisa. Sáinz Borgo nos ubica siempre en el sobrio espacio de la desesperación, pero nunca lo traspasa y jamás se disuelve en el tópico del melodrama. La inteligencia ficcional de esta obra se asoma a todos los recovecos de la relación madre/ hija, pero los elabora con nitidez, con agudeza y sobriedad. Se trata, sobre todo, de un discurso sostenido en la memoria. Una relación entre dos mujeres reconstruida en medio del dolor. Evocaciones precisas, brochazos anec-
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dóticos, escenas sugerentes. La novela avanza y dentro de ella vamos contemplando los nexos entre Adelaida Falcón, la protagonista de esta historia, y esa madre suya que fallece apenas al inicio de la historia. Ese halo de sombra signa la totalidad del libro pero al alternarse con las urgencias del presente crea un contraste de gran efectividad narrativa. Hay una memoria constante del desaliento, pero también se despliega una cotidianeidad feroz que no permite el desarrollo del duelo. Adelaida Falcón vive aterida por su pérdida aunque no tiene tiempo de inmovilizarse y hundirse en la tristeza. La muerte de su madre es sólo otro eslabón del horror. Apenas al ocurrir la visita al cementerio, uno de los tantos grupos paramilitares del gobierno invade su casa y la expulsa de ella. El duelo se duplica; en pocas horas la protagonista de La hija de la española pierde sus esenciales referencias afectivas y espaciales. La orfandad marca ese comienzo de la novela y se extiende a lo largo de todas sus páginas. No hay país, no hay casa, no hay madre. Hablamos de un personaje desnudado de certezas desde el principio de la historia. Adelaida se enfrenta a la posibilidad del hundimiento total o a la del aguerrido combate para sobrevivir. Esta novela se sostiene sobre la segunda de esas posibilidades. De allí que la protagonista afirme en alguna de sus páginas: «Olvidamos la compasión, porque ansiábamos cobrar el botín de aquello que iba mal». Una lucha sin reglas, sin límites, sin fronteras. La normalidad hace tiempo que saltó hecha pedazos y el personaje protagonista (que socialmente forma parte de lo que en Caracas sería un hogar de clase trabajadora, ubicado en el humilde oeste de la ciudad) comprende que la ferocidad de ese
universo represivo sólo puede ser combatida con una ferocidad semejante. Aquí se desarrolla uno de los contrastes más entrañables de esta narración; frente a la evocación de una infancia con tintes rurales, con unas tías que elaboran dulces en medio de la lasitud de un pequeño pueblo (momentos que evocan las brillante novelas de Teresa de la Parra) se contrapone el cotidiano suspense que conlleva vivir en una Caracas donde la dictadura ha creado un cotidiano clima de guerra. El discurso de muerte que mencionábamos el principio de esta reseña entra de lleno en la protagonista de la historia. Hay momentos estremecedores, como el ritual de sexo y sangre que presencia el personaje cuando unas niñas bailan sensualmente sobre la urna de un delincuente; o el descubrimiento que hace Adelaida del amor cuando se obsesiona con la fotografía de un soldado asesinado en el golpe de estado del año 91. «Me pareció un ser perfecto, hermoso. Con la cabeza caída y colgada en un borde de la acera. Pobre, flaco, casi adolescente. El casco ladeado dejaba al descubierto la cabeza reventada por una bala de FAL. Ahí estaba: desparramado como una fruta. Un príncipe azul con los ojos anegados en sangre. A los pocos días me bajó la regla: ya era una mujer: la dueña de un bello durmiente que me mataba al mismo tiempo de amor y tristeza». Adelaida Falcón vivió una solitaria infancia en la que su mayor nexo afectivo era su madre; una situación propia de una Venezuela donde la figura del padre ha permanecido históricamente ausente. Así, esta novela escenifica esa situación en la que dos mujeres han subsistido en una sociedad cada vez más machista, violenta, militarista; en la que el caudillo dictador fun-
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ciona como una especie de padre terrible que todo lo controla, que todo lo decide, y que incluso más allá de la muerte, premia y castiga a una sociedad en la medida en que se cumplen sus designios y sus órdenes. La relación de la protagonista con esa madre es el sostén que ahora se disipa. Una familia «criolla» de dos personas, con mestizajes en los que existen muy remotos parientes extremeños combinados con una abuela negra de ojos indios. Una familia que es principio y fin, porque como se afirma: «mi mamá y yo nos parecíamos únicamente a nosotras mismas. Por mis venas corría una sangre que nunca me ayudaría a escapar. En aquel país en el que todos estaban hechos de alguien más, nosotras no teníamos a nadie». La escueta novela familiar de la protagonista de La hija de la española colapsa sin remedio. No tiene futuro ni escape. De allí ese giro maravilloso que dispara las acciones del libro, cuando el personaje principal, rodeado por una cotidianeidad en la que resuenan los disparos, la escasez, los ajusticiamientos, los arrestos, comprende que su opción de supervivencia es convertirse en otra persona; suplantar la identidad de alguien que sí tiene expectativas. La fina ironía de esta pieza narrativa nos sorprende cuando vemos que la esperanza y la huida no están del lado de Adelaida Falcón, sino que se encuentran junto a Aurora Peralta, española recientemente fallecida. Porque
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en Venezuela el futuro es de los cadáveres; no de las personas vivas. El espacio no nos permite extendernos en otras consideraciones y sugerencias que contiene esta novela apasionante. Pero imposible no referir otro de sus grandes momentos: esas páginas en las que Adelaida recorre asombrada una casa en ruinas dentro de la que se presencia la destrucción y el saqueo, pero también la huella de una sensibilidad arrasada: bocetos de obras, dibujos, desplumados libros de arte sobre Calder, Jean Arp, Duchamp. Un momento alegórico que, con desolación, hace pensar en Ídolos rotos, esa novela de Díaz Rodríguez de 1901, dentro de la que un artista venezolano contempla cómo las hordas caudillescas mutilan y violan las piezas que conformaban su exposición artística. De este modo, la ficción traza un siniestro ciclo del eterno retorno en los que la brutalidad y la violencia se imponen a la tentativa de una belleza adolorida y frustrante. La hija de la española es una novela compacta, con un despliegue anecdótico de gran hondura, de conmovedora humanidad. Su estructura eficaz, sostenida en una prosa que imanta, conduce siempre al punto exacto de su sentido. Es una inmensa suerte, para esos lectores de los diecisiete idiomas a los que está siendo traducida, tener pronto entre sus manos esta obra excelente, imborrable, de tan desoladora, de tan necesaria hermosura.
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Luis Landero Lluvia fina Tusquets, Barcelona, 2019 272 páginas. 19.00 € (ebook 12.99 €)
Días de lluvia Por LUIS BELTRÁN ALMERÍA Si algo llama la atención de la trayectoria literaria de Luis Landero es su versatilidad estética. Nunca se repite. En cada una de sus novelas –la última es la undécima– ha ensayado algo nuevo, una variación en su concepción de la novela. Esta variedad es importante porque sólo está al alcance de los más grandes talentos literarios y porque permite construir una obra mayúscula si el autor atina en sus apuestas, pues el destino de la novela, en cuanto género, es la autocrítica. Y, sin embargo y como no puede ser de otra forma, hay una línea de continuidad entre todas las novelas –y sus ensayos–. Esa línea de continuidad responde a la crisis y ruptura familiar como consecuencia de la revolución urbana del mundo moderno. Es lo que en teoría estética venimos llamando, desde Schiller, idilio y, después, el drama idílico o la destrucción
del idilio. Las familias de las novelas de Landero son –como lo fue su propia familia– víctimas de la emigración del campo a la ciudad y, por tanto, estampas de la migración de la cultura popular-rural a la cultura urbana e internacional. Esa migración viene enmarcada por un triángulo formado por varones inútiles, escritores o artistas soñadores y mujeres activas –ya sean salvadoras o demoníacas–. En sus novelas anteriores es el hombre inútil, inmaduro y soñador, con pretensiones artísticas el eje sobre el que se asienta la obra. Así fueron el gran Faroni o el anónimo hombre inmaduro. Y así se autorretrata Landero en El balcón en invierno, una de las cumbres de su producción. En Lluvia fina nos sorprende con un personaje femenino, Aurora, que no se parece a ninguna de las mujeres del elenco landeriano. Es Aurora un alma bella, pero
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es un alma bella paciente. Las almas bellas de Goethe tienen un carácter activo. Se imponen a las adversidades. Aurora no es así. Es un personaje pasivo y funcional. Por eso la novela acaba con su suicidio. Acabada la función el personaje se disuelve, como ocurre con las novelas de orientación didáctica y humorística. Recuérdese el Máximo Manso galdosiano. Constatado su fracaso pedagógico, se disuelve. Los personajes funcionales están revestidos de identidad. En el caso de Aurora esa identidad es la de la mujer comprensiva, que sabe escuchar a todos y que a todos inspira confianza. Es una santa –como Aliosha Karamázov, en cuya presencia los demás personajes adoptan su mejor versión y al que todos hacen partícipes de sus dramas–. Y arrastra su propia cruz: el fracaso de su matrimonio y la minusvalía psíquica de su hija. Los personajes que giran a su alrededor, tres hermanos –como los Karamázov– y una madre-suegra de perfil autoritario y cruel –aunque sin llegar a la dimensión satánica del padre Karamázov– se confiesan –por teléfono, como Faroni y Gil en Juegos de la edad tardía–. Y Aurora va cargando con la desesperación de todos los demás, insensibles con su propio drama. Todo transcurre en seis días –una semana de carnaval–. Una iniciativa fatal –la pretensión de Gabriel, esposo de Aurora y niño mimado de la madre autoritaria– de reunir a la familia con motivo del cumpleaños (ochenta) de la madre desencadena la vorágine telefónica. Esa vorágine tiene una dimensión original, pues las conversaciones quedan relatadas –es decir, incrustadas– en otras conversaciones, con lo cual las palabras de los personajes se refractan, acentuando el perspectivismo de sus puntos de vista. Éste es el rasgo que más está llamando la atención de la crítica: que los relatos de los personajes, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
pese a fundarse en los mismos hechos, ofrecen interpretaciones diametralmente opuestas. No faltará el crítico sagaz que hable de la novela ortegiana, a la luz de ese perspectivismo. José-Carlos Mainer ha visto ese perspectivismo como una composición musical, lo que parece una interpretación muy sugerente, dado el profundo simbolismo que caracteriza la obra de Landero. Me llama poderosamente la atención que las lecturas que hoy pueden encontrarse en la red –incluidas las de avezados críticos, como Mainer y Sanz Villanueva– ponen el acento en el carácter dramático de esta novela. Este lector preferiría hablar de carácter tragicómico. Incluso podría decirse que, tras la tragedia familiar que se ofrece a los oídos de Aurora, parece representarse una comedia. En apariencia, Lluvia fina es una novela biográfico-familiar, un género novelístico moderno muy en boga. Sin embargo, ciertos aspectos de la novela biográfico-familiar están ausentes o muy disminuidos. No se ofrece la biografía de Aurora –en todo caso, es la biografía de la familia de Gabriel, el marido–. Tampoco se desarrolla la dimensión histórica que es esencial en las novelas biográficofamiliares. Apenas va más allá de alusiones a los años 1966 y 1982, que tienen un poderoso simbolismo, pero que no tienen continuidad en la semana de carnaval que es el tiempo de la novela. Estas ausencias deben hacernos pensar que el objetivo de Lluvia fina no es la representación de una crisis familiar conectada con unos acontecimientos históricos, sino algo distinto: ironizar sobre la novela biográfico-familiar o, si se prefiere, superar la etapa biográfico-familiar de la trayectoria novelística del autor –hacer una cierta autocrítica o simplemente una variación–. Para sustentar la lectura cómica de Lluvia fina, me apoyaré en tres argumentos.
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El primero es el carácter tremendista de la crisis familiar. De todos los personajes, excepto de Aurora, se ofrece la peor imagen posible. En lenguaje dostoievskiano podríamos decir que se representan sus miserias pero no sus más altos ideales. La madre, insensible; los hermanos, incompatibles entre sí, dicen quererse y se detestan; Horacio –exesposo de una de las hermanas y amante de la otra– es visto a la vez como ángel y demonio. Gabriel, el hermano filósofo y privilegiado, es el hombre inútil. Cuando el infierno familiar ha quedado bien patente se ensaya un falso final feliz. Ese tremendismo debe ser entendido como un juego del autor con el lector. Ninguna conclusión puede sacarse del conflicto y de las contradicciones de los relatos. Así es la novela tragicómica. De nuevo, la referencia es Dostoievski. La crítica del novelista ruso ha constatado –incluso con irritación– que no hay soluciones a los debates que plantea. Nada queda resuelto. Al revés, se alimentan diferentes interpretaciones. El segundo es que toda la vorágine familiar surge de un error: el intento de convocatoria de la fiesta de cumpleaños de la madre, que además se sitúa en tiempo de carnaval. Esa iniciativa errónea es propia de la novela cómica. Este motivo ya había aparecido en otras novelas de Landero. El mágico aprendiz parte de la iniciativa de un hombre fracasado que consigue el éxito para volver a su situación inicial. Y la acumulación tremendista –incluida la muerte de Aurora– debe leerse como la irritación de las leyes del drama provocada por lo que los románticos alemanes llamarían ironía. El autor juega con el lector. Éste es un motivo humorístico, habitual de las novelas policiacas pero también de otros géneros populares. Y permite lecturas ingenuas –serias– y una lectura crítica, consciente del juego que se propone al lector.
Y, por último, conviene considerar la arquitectura misma de la novela. Aquí pueden observarse la tendencia a la forma dialogal –telefónica–, la armonía musical –que ha visto Mainer– o, incluso, el número 16. Dieciséis son los capítulos de la novela. A este número se le atribuyen varios sentidos: es el número de personas que han tenido un pasado duro o pleno de desórdenes, pero es también el número perfecto, pues es el número de la división perfecta. Landero es un novelista al que le gusta planificar sus novelas como si fuera un arquitecto. Todas denotan esa planificación minuciosa. Pero en esta ocasión parece haber ido un paso más allá. A la paciente y comprensiva Aurora se opone la madre intransigente, un personaje que nunca ha reído (agélastos). Quizá esa sea la clave de esta novela. Landero ha jugado con varias formas novelísticas –la novela de pruebas, la novela de educación, la novela biográfica –, siempre desde una perspectiva simbolista que lo sitúa más allá del horizonte del realismo de la actualidad. El hermetismo –la lucha de contrarios de los relatos contradictorios–, el humorismo –la irritación de las leyes de la novela biográfico-familiar– y el ensimismamiento –un material autobiográfico disperso y elaborado las salpica– se entrelazan en sus novelas para construir una visión del mundo muy diferente de las habituales. En Lluvia fina ha ensayado dos cambios trascendentes: es la novela de un personaje femenino y, al mismo tiempo, es la más coral de sus novelas, porque se apoya en el entorno familiar de ese personaje femenino y funcional. El resultado es una novela compacta y compleja, que permite una interpretación ingenua –el drama familiar tremendista– y una interpretación cómica –la de su arquitectura irónica–.
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Cristina Borreguero Beltrán La Guerra de los Treinta años (1618-1648). Europa ante el abismo La esfera de los libros, Madrid, 2018 698 páginas, 34.90 €
La verdadera primera guerra mundial Por ISABEL DE ARMAS La Guerra de los Treinta Años ha sido considerada como «guerra total», sobre todo a partir de la entrada de Francia en el conflicto y la intervención de su aliada sueca contra el Imperio hasta la Paz de Westfalia de 1648. Fue entonces cuando hubo una escalada bélica sin precedentes al extenderse los frentes de batalla a todas partes. Pero además de la denominación de guerra total y de guerra mundial, también ha sido considerada como la última gran guerra de religión. Este apelativo, para la autora de este libro, es bastante discutible por cuanto las cuestiones religiosas siguieron presentes en conflictos posteriores y porque en la guerra de 1618 a 1648 se mezclaron otros intereses muy distintos al de la cuestión religiosa, como la lucha por la hegemonía o el dominio de los mercados. Citando al histoCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
riador Peter Wilson, Cristina Borreguero opina que, ante todo y sobre todo, esta larga guerra fue un conflicto de gran envergadura que tuvo un impacto profundo y unas consecuencias duraderas. Así pues, concluye afirmando que, frente a los conceptos de «guerra mundial» y «guerra total», considera preferible hablar de conflicto internacional, concepto que aúna todas las pretensiones globalizadoras, cuya extensión o prolongación alcanzó otros espacios transoceánicos donde se dirimían también intereses europeos. En cuanto al término Guerra de los Treinta años, parece ser que por primera vez, y de forma definitiva, fue utilizado por Samuel Pufendorf, eminente jurista e historiador del siglo xvii, quien acuñó esta expresión para describir la serie de conflictos que asolaron Europa entre 1618
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y 1648. Esta guerra no fue un único conflicto, sino un conjunto de varias guerras entre contendientes diferentes: muchos fueron los contendientes y muy numerosos y diversos los enfrentamientos. La autora del presente trabajo, catedrática de Historia Moderna de la Universidad de Burgos, ha pretendido hacer un trabajo de síntesis; un enorme trabajo de aproximación al inabarcable estado de la cuestión, acometiendo un análisis de la evolución historiográfica de la ingente producción científica de las últimas décadas en torno a este conflicto bélico clave del siglo xvii. La profesora Borreguero, ya en la introducción, reconoce que no es fácil emprender un objetivo de este calado, puesto que los estudios realizados en todos los países involucrados en la contienda han sido muy numerosos y aún hoy esta conflagración sigue despertando enorme interés, debido, sobre todo, a la magnitud de la documentación que se ha preservado. La envergadura de la contienda hizo que los documentos se multiplicaran en todas partes y en muchas lenguas diferentes. A modo de ejemplo concreto nos recuerda que, sólo sobre la Paz de Westfalia existen más de cuatro mil títulos. Pero no podemos olvidar que el acontecimiento no era para menos. Antes de la Paz de Westfalia los Estados no tenían ni bien definidas sus fronteras. Tras esta trascendente Paz, los Estados diseñaron un territorio definido, una población estable y una soberanía que les otorgaba una autoridad exclusiva que no permitía ninguna interferencia externa en la esfera de su jurisdicción territorial. Esta soberanía les concedía el uso de la fuerza en la defensa de sus intereses. También tras la Paz de Westfalia, se instauró el sistema de congresos internacionales entre las grandes potencias para la resolución de los conflic-
tos, creando el concepto de legitimación de acción conjunta, precursor del presente sistema institucional internacional. En la actualidad, historiadores y expertos no dudan al afirmar que el estallido de la Guerra de los Treinta Años en 1618 significó el primer conflicto armado de dimensiones europeas, mundiales e incluso totales. La profesora Borreguero sintetiza así su serio y concienzudo trabajo: Desde sus inicios hasta 1629, la contienda parecía enmarcada en un contexto exclusivamente alemán, pues incluso Christian IV de Dinamarca, al declarar la guerra a los Habsburgo, lo hizo como duque de Holstein y no como rey de Dinamarca. No fue hasta 1630, con la llegada de Gustavo Adolfo de Suecia al norte de Alemania, cuando el conflicto se internacionalizó. La declaración de guerra hecha por Francia a España en 1635 señaló la expansión del conflicto en toda su crudeza, comenzando el duelo a muerte de la corona francesa por despojar a la monarquía española de su hegemonía europea. Los holandeses se unieron a Francia para lanzar un ataque contra los ejércitos españoles en el sur de los Países Bajos. La contienda alcanzó proporciones mundiales desde el momento en que el desafío holandés al dominio ibérico comenzó a ser productivo en América, particularmente en Brasil, pero también en África y el lejano Oriente. Como dato importante, la autora apunta que la destrucción y la devastación llegaron a extremos nunca vistos hasta entonces. Como consecuencia de ello, se ha calculado que las pérdidas humanas fueron del veinte por ciento de la población de preguerra. Nos hacemos mejor a la idea del significado de esta cifra si la comparamos con el cinco y medio por ciento en la Primera Guerra Mun-
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dial y el seis por ciento en la Segunda Guerra Mundial. Este libro arranca con un primer capítulo introductorio, que acude a las fuentes políticas y literarias y a la «publicística» para analizar cuáles fueron las visiones contemporáneas de la Guerra de los Treinta Años. «La riqueza de avisos –comenta la autora–, relaciones, crónicas y panfletos hispanos permite conocer cómo se entendían en el discurso de la monarquía española los conceptos clave de guerra justa y guerra irremediable». También aquí señala que el mayor desarrollo de la destacada «publicística» a la que hace referencia tuvo lugar a partir de 1635, cuando, tras la declaración de guerra a España por parte de Francia, surgió una floreciente generación de polemistas españoles. «Todo ello aportó –puntualiza–, también en Francia, interesantes puntos de vista sobre la situación política de la guerra franco-española». Seguidamente, este serio trabajo trata de estudiar aquellos territorios que constituyeron el núcleo y origen de la contienda. Cristina Borreguero considera que al ser un conflicto enormemente complejo, cuya génesis estuvo en Bohemia para extenderse a todo el Imperio y a una gran parte de Europa, este capítulo ha de comenzar por analizar los territorios patrimoniales de los Habsburgo, un espacio con sus propias características territoriales, demográficas, políticas y sociales. Concretamente, en Bohemia se puso de manifiesto la renuencia de muchos aristócratas a involucrarse en la revuelta debido a que existían más diferencias que puntos en común entre ellos; «no compartían un lenguaje común –escribe la autora–, ya que en el reino de Bohemia se hablaban cinco lenguas: checo, alemán, eslovaco, polaco y serbio; tampoco se consiCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
deraban racialmente cercanos, llegando algunos rebeldes incluso a considerar que los checos de las provincias de Bohemia y de Moravia no tenían un origen común». Además, aunque todos eran protestantes, no compartían la misma doctrina, y cuando el calvinista Federico inició un programa iconoclasta en Praga, generó rechazo incluso en los protestantes. Junto al avispero bohemio, aquí se analizan también aquellos principados y electorados del Imperio que tuvieron un protagonismo determinante en el inicio de la contienda: el Palatinado, Sajonia, Baviera y Brandeburgo. La extensión de las rivalidades más allá de los territorios patrimoniales de los Habsburgo y del imperio es el tema tratado en el siguiente capítulo. Aquí se analizan las distintas actitudes de aquellos estados que fueron interviniendo en el conflicto: la monarquía española, Dinamarca, Suecia y Francia, sin olvidar los enfrentamientos en Italia, en el Báltico y las intervenciones en Hungría. También se nos recuerda en estas páginas que la onda expansiva de la guerra se extendió, por aquel entonces, fuera de Europa, transformando aquella contienda en lo que algunos historiadores han denominado guerra mundial o guerra total. A continuación, y bajo el título «El sonido de las trompetas de guerra y los tambores de paz», describe el desarrollo de la contienda, dividiendo el conflicto en dos grandes periodos: el de 1618 a 1629, en el que la guerra aparece como un problema del imperio alemán, y el segundo, a partir de 1630, en que se generaliza y desborda las fronteras del imperio para convertirse en una conflagración a gran escala. Pero también en 1630, con motivo de la Paz de Ratisbona, «fue cuando empezaron a sonar –escribe la profesora Borreguero– tímidamente, pero ya
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con nitidez, los tambores de paz. Se inició así un largo camino en el que se mezclaron la acometividad e ímpetu de la guerra con los deseos de paz». Este libro dedica un capítulo completo al análisis del instrumento principal de la guerra, los ejércitos, dándonos a conocer sus capacidades e insuficiencias, así como sus progresos y perfeccionamiento. En estas páginas se aborda el estudio de los engranajes de la maquinaria bélica: el reclutamiento, el abastecimiento y la logística, así como los recursos financieros. Y para finalizar el consistente trabajo que comentamos, la autora lleva a cabo un breve estudio sobre las consecuencias y secuelas de la Guerra de los Treinta Años, un tema que considera de gran interés y sobre el que se ha especulado y debatido mucho hasta llegar a la creación de un mito: «el mito de la devastación –comenta la autora–, de la feroz violencia hasta extremos inusitados, que facilitó la construcción en el siglo xix de la identidad de Alemania». Considera de gran interés el conocer a fondo cómo los europeos concibieron sus vidas frente al devenir de la violencia; cómo enfocaron las consecuencias humanas, sociales y económicas producidas por la devastación de los ejércitos mercenarios y, en definitiva, cómo llegaron a digerir aquel larguísimo conflicto. Finalmente, en el epílogo se lleva a cabo una aproximación al debate historiográfico de la Guerra de los Treinta Años y sus múlti-
ples y variadas implicaciones –geográficas, políticas, diplomáticas, militares, económicas, sociales, religiosas, etcétera– que han motivado que sea uno de los campos más estudiado y debatidos de la historiografía moderna. Por un lado, se analizan aquellas obras de carácter general sobre la contienda y, por otro, los estudios de temática concreta. Borreguero puntualiza que este capítulo, evidentemente, no tiene pretensiones de totalidad, sino poder servir de base para futuras investigaciones y estudios, especialmente en España. Este epílogo concluye afirmando que, en definitiva, la amplitud de los estudios historiográficos ha confirmado que la Guerra de los Treinta Años fue el mayor conflicto bélico del siglo xvii y que en él se enfrentaron dos concepciones contrapuestas del hombre, del mundo y de la vida, pero de él también se derivó, tras la Paz de Westfalia, una nueva mentalidad y un nuevo concepto de Europa. Con motivo del iv centenario de la contienda ha salido a la luz, tras muchos años de intenso y lúcido estudio, la magistral obra de Cristina Borreguero, que, no dudamos, va a ser importante referencia sobre este tema capital: la historia de uno de los conflictos más largos, trágicos e influyentes que marcaron el devenir de un orden europeo en el que España acabó perdiendo la preponderancia europea que ostentaba a favor de Francia y también tuvo que reconocer la independencia de las Provincias Unidas.
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Juan Sánchez Peláez Antología poética Edición de Marina Gasparini Lagrange Visor, Madrid, 2018 165 páginas, 12.00 €
La peregrinación al centro Por MIGUEL GOMES Quienes conocen la tradición lírica venezolana, rara vez vacilan en colocar el nombre de Juan Sánchez Peláez (1922–2003) entre los miembros de un restringido canon en el que figuran José Antonio Ramos Sucre, Vicente Gerbasi y Eugenio Montejo. Autor de siete libros –Helena y los elementos (1951), Animal de costumbre (1959), Filiación oscura (1966), Un día sea (1969), Rasgos comunes (1975), Por cuál causa o nostalgia (1981) y Aire sobre el aire (1989)–, su producción, con el agregado de algunos inéditos, apareció reunida por primera vez en España luego de su fallecimiento (Obra poética, Lumen, 2004). Ese volumen, donde Álvaro Mutis, con toda razón, declaraba a Sánchez Peláez «el secreto mejor guardado de América Latina», dejó de circular hace varios años, lo que justiCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
fica plenamente que Marina Gasparini Lagrange vuelva a poner a nuestra disposición una compilación. El momento es, de hecho, oportuno, ahora que la literatura venezolana parece menos ajena al público de otras nacionalidades y Sánchez Peláez, en particular, es objeto de atención más allá de la lengua española –lo corrobora la espléndida traducción al inglés hecha por el poeta estadounidense Guillermo Parra (Air on the Air: Selected Poems of Juan Sánchez Peláez, New York: Black Square Editions, 2016)–. Familiarizarse con esta obra equivale, hasta cierto punto, a explorar la ambigua relación de Venezuela con la modernidad. La variante de surrealismo practicada por Sánchez Peláez entre 1950 y 1975, es decir, mucho después de que el movimiento dejara de ser vanguardista e iniciara su fase
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más espiritual, resulta en varios sentidos inseparable de la vida cultural de un país que tiende a encarar el futuro remontándose paradójicamente al pasado. No importa lo hermética o exenta de referencias políticas que parezca esta poesía a primera vista: todo intento de aproximación a ella sería inútil si ignorásemos su contexto social e histórico. Una serie de drásticas transformaciones se inició en el estado venezolano a fines de la segunda década del siglo xx, cuando el régimen de Juan Vicente Gómez, caudillo de una sociedad agraria, cedió a compañías extranjeras el monopolio de los hidrocarburos. Los vertiginosos cambios alcanzaron su apogeo en los años cincuenta. En ese entonces, se había consolidado la inserción de Venezuela en la red del capitalismo internacional, así como la adopción de sus modos de vida. Los vestigios de sociabilidad semifeudal se esfumaban; industrias y mano de obra se concentraban en las ciudades; a lo que se añadió, por razones económicas, un creciente número de inmigrantes del sur de Europa. La bonanza petrolera colocó a Venezuela entre los países más prósperos de Latinoamérica; de hecho, en 1950 podía jactarse de tener el cuarto PIB más alto del mundo y –hasta 1983– una de las monedas más estables. El conocido antropólogo Fernando Coronil ha hablado de un «Estado mágico», capaz de respaldar con sus recursos un desarrollismo fervoroso y conductas nuevo ricas. En pocas palabras, cuando Sánchez Peláez comienza su carrera, el país se había entregado a un sueño venezolano auspiciado tanto por la dictadura de Marcos Pérez Jiménez que concluye en 1958 como por la democracia que de inmediato la sigue. El «sueño» o la «magia» sólo dan señales de disiparse en los años ochenta, cuando era obvio que, pese a la abundan-
cia, no se habían generado las condiciones para un bienestar sostenido. La inseguridad financiera y política a lo largo de los noventa, el desencanto de la clase media, la nostalgia por una tabula rasa, la mitologización de un origen heroico de la nación –encarnado en los caudillos de la Independencia– pronto se adueñan del ideario colectivo y su astuta manipulación en manos del populismo altera las reglas del juego democrático en 1999. El proyecto inacabado de la modernidad venezolana implica esa mezcla de regresión devota a su fundación decimonónica y de rendición incondicional a los avatares de la industria petrolera. Sánchez Peláez vivió lo suficiente para ser testigo del proceso. Si nos concentramos en el campo cultural, el período en que publicó sus primeros cinco libros suele identificarse como el de una nueva cristalización de los principios vanguardistas en Venezuela, luego de la desintegración abrupta de los primeros grupos a fines de los años veinte bajo la represión política. Esta puesta al día con la estética moderna es doblemente extemporánea porque a mediados del siglo xx las vanguardias originales se habían consagrado, pertenecían a la historia y los museos: el retorno a ellas anulaba el avance arrollador al porvenir ansiado por el arte previo a la Segunda Guerra Mundial. No obstante, si consideramos el cuadro social que acabo de describir, la adhesión al surrealismo de Sánchez Peláez también podría interpretarse como velada crítica a la programada asimilación venezolana al sistema capitalista. Ello no habría de sorprendernos ya que, como Pierre Bourdieu lo ha demostrado, las empresas culturales urden un «mundo al revés» transgresor de las cosmovisiones comunitarias. El hermetismo o el amour fou
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constituían, además, armas útiles esgrimidas contra el realismo aún prevaleciente en numerosas manifestaciones de las letras venezolanas, indisociable de la occidentalización –como ocurre en las novelas canónicas de Rómulo Gallegos, en las cuales se retrataban conflictos de la «civilización» europea y la «barbarie» local–. La respuesta a todo ello Sánchez Peláez la ofrece mediante una inmersión en el inconsciente, donde los poderes latentes del lenguaje posibilitan el cuestionamiento de lo que hemos decidido concebir como real o verdadero. Las aparentes contradicciones de su labor se resuelven cuando las entendemos en sus circunstancias: la vuelta en los años cincuenta, sesenta y setenta a la vanguardia tiene el propósito de hallar la clave de una renovación convincente de la experiencia humana cuando esta parece subordinarse y reducirse a la incesante generación de novedad del progreso y lo moderno. El surrealismo no fue para Sánchez Peláez un ancla en la tradición ni una excusa para detener el tiempo literario; tuvo, por el contrario, un cariz opositor. Una de las mejores maneras de abordar el problema es recordar lo postulado por Raymond Williams acerca de cómo hacer historia cultural; todo momento histórico contiene al menos tres componentes de consideración: «lo hegemónico», «lo emergente» y «lo arcaico o residual»; respectivamente, las fuerzas que regulan, las que empiezan a manifestarse como iniciativas de cambio y las que sobreviven de otras eras. Para Williams, sin embargo, «arcaico» no equivalía a «residual»: si ambos vienen del pasado, lo primero quiere preservarlo y lo segundo pugna con las fuerzas hegemónicas. En la poesía que nos ocupa, los descensos surrealistas en los abismos de la psique, magia indiviCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
dual de la introspección, contrarresta las magias estatales y sus engañosas promesas de felicidad. Guillermo Sucre, en La máscara, la transparencia, estaba en lo correcto cuando sugirió que Sánchez Peláez superó toda fascinación infantil por las pirotecnias surrealistas –sed de escándalo, prestidigitación verbal, automatismo– y describió la trayectoria del poeta como evolución desde el delirio exuberante hasta una ascesis apenas disimulada por imágenes oníricas (FCE, 1986, p. 302). Alberto Márquez, en su prólogo a esta Antología poética, atina al sumarse a las opiniones de Sucre para resaltar en Sánchez Peláez «el erotismo, la noche, el inconsciente, la memoria y el olvido, la palabra poética como revelación, como instante de encuentro con cierta zona de plenitud», elementos no de una «praxis» de la escritura, sino de una «ética frente a la poesía y la vida» (p. 11). La única manera de comprender a cabalidad el surrealismo de posvanguardia al que se afilia nuestro poeta consiste en observar cómo sus libres asociaciones o su ludismo elocutivo se alejan de la mera provocación o el tanteo experimental para conducirnos a planos míticos, religiosos, y a un relato en especial: el de la peregrinación al centro; el viaje al lugar sagrado, propicio para la unio mystica. Aunque localizable solo en el alma humana, el vocabulario geográfico, natural o social se torna la única manera de representarlo. Si emprendemos ese recorrido ateniéndonos a la sabia selección de Marina Gasparini, nos hallamos de entrada en el escenario de una pérdida del Edén: «Al arrancarme de raíz a la nada / Mi madre vio, ¿qué?, no me acuerdo. / Yo salía del frío, de lo incomunicable» (p. 21). A continuación, surgen la nostalgia y la búsqueda: «Las cartas de amor que escribí en mi infancia eran
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/ memorias de un futuro paraíso perdido. El rumbo / incierto de mi esperanza estaba signado en las colinas / musicales de mi país natal. Lo que yo perseguía era la / corza frágil, el lebrel efímero, / la belleza de la piedra que / se convierte en ángel» (p. 24). Poco a poco, el inconsciente se definirá como destino de la exploración, refugio del origen verdadero que ha de recobrarse: «Si solamente reposaran tus quejas a la orilla de mi país, / ¿Hasta dónde podría llegar yo, hasta dónde podría? // […] // Me veo en constante fuga. / Me escapo a mí mismo / Y desciendo a mis oquedades de pavor. / […] / Al nivel de la noche, mi sangre / es una estrella / que desvía de ruta» (p. 27). Pasajes como los precedentes, tomados de Helena y los elementos, inevitablemente desembocan en otros de Rasgos comunes, completando la narración mítica, con una perseverancia que en la literatura hispanoamericana solo tiene parangón en Omar Cáceres –a quien Sánchez Peláez leyó durante su estancia juvenil en Chile y cuya Defensa del ídolo (1934) sin duda homenajea con los siguientes versos–: «Alguna vez avanza nada casual / hacia el centro de tu morada hermética, / y no hay evasivas para ti / y ya no empujas inmensos bloques de hielo / entre las rosas y el miedo / y hay fragancia para tu pecho / cuando bajo la hierba o el cielo / brilla el carruaje firme de fuego» (p. 90). Repárese en que la coincidencia de los contrarios ocurre en ese «centro», como lo confirma después otro poema: «De nadie es mi sombra. Tuyo y de nadie es el camino abierto. // De nadie es mi luz: se encorva en mis bolsillos como una / sombra más, la nada en común del girasol» (p. 92). O como todavía
lo esboza, transcurridos los años, Aire sobre el aire, libro en el que el onirismo se ha mitigado: «Ápice y cima / a ras de nuestro fin primero» (p. 150). «Huellas» –composición que data de 2002, una de las últimas de Sánchez Peláez, y elegida por Gasparini Lagrange para cerrar su antología–, mientras delinea un reino apacible donde materia y espíritu se funden, hace explícita la persecución de una meta que supere la hostilidad de las vivencias exteriores: «Sube un vaho / de mundos invisibles, / la lluvia toca un tambor, / serenos / lo desconocido y el mañana viajan; / cambian saludos, interceden por nosotros / los peregrinos en el desierto» (p. 159). El anhelo metafísico de un edén o una tierra prometida que tanta continuidad y coherencia aporta al quehacer de Sánchez Peláez expone el cimiento de su poética: origen y expresión resultan indeslindables –por algo, su poesía se inaugura con un alumbramiento, un sujeto «arrancado de raíz a la nada»–. Cualquiera que sea nuestra identidad auténtica, esta se construye con signos. Y en ellos resuena un ansia de comunión, eternidad y trascendencia que la concepción lineal del tiempo o el consumo compulsivo de lo nuevo, propios de lo moderno, jamás logran asimilar. Como bien lo apuntó Octavio Paz –otro adepto del surrealismo en épocas posteriores a la vanguardia–, André Breton, en su incansable «búsqueda del comienzo» conjugó con naturalidad «el pasado más antiguo y el futuro más remoto» (Corriente Alterna, Siglo XXI, p. 61): no imagino frases más adecuadas para sintetizar lo que también se propuso Sánchez Peláez.
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Luis Loayza Otras tardes Introducción de José Muñoz Millanes Pre-Textos, Valencia, 2018 164 páginas, 20.00 €
El lujo de estar solo Por JUAN MARQUÉS La muerte de Luis Loayza el 12 de abril de 2018 coincidió, fatalmente, con un discreto, pequeño, casi secreto repunte de su «fama» en España gracias a la feliz reedición de los cuentos de Otras tardes, uno de sus libros más celebrados, que claramente merecía volver a circular. La larga vida de Loayza, que falleció con ochenta y tres años, ha dejado como legado literario una obra relativamente exigua, algo que es más frecuente de lo que pudiera parecer y que, en todo caso, parece coherente procediendo de un hombre que, según todos los testimonios, fue sigiloso, prudente y, sobre todo, escrupulosamente respetuoso con la escritura. Una sola novela (Una piel de serpiente, de 1964) y dos libros de cuentos (El avaro, cuya edición final es de 1974, y estas Otras tardes) constituyen lo específicamenCUADERNOS HISPANOAMERICANOS
te literario en una obra sostenida ante todo por lo ensayístico. El sol de Lima, de 1974, o Sobre el Novecientos, de 1990, son célebres estudios sobre literatura peruana, a los que desde el año 2000 hay que añadir la publicación, también en Pre-Textos, de Libros extraños, un libro algo raro en sí mismo, y desde luego misceláneo dentro de su brevedad, que abordaba textos de James Joyce, Jorge Luis Borges o, especialmente, Thomas de Quincey, a quien Loayza tradujo fervorosamente y cuyos prólogos a esas traslaciones (publicadas en su día en España por Barral Editores) se recuperaban en este tomito, junto a otras piezas dispersas. Pero hubo otros prólogos: cuando en mayo de 1974 la barcelonesa colección Ocnos de poesía publicó Sombras como cosas sólidas y otros poemas, del también pe-
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ruano Sebastián Salazar Bondy, era Loayza quien estaba detrás de la selección y, desde luego, de la presentación. Allí Loayza afirmaba que Lima, la ciudad natal de ambos, era una «ciudad casi siempre indiferente a sus escritores», y no sé si en esas palabras puede leerse una indirecta queja íntima de alguien que, mucho más por vocación que por moda, ya vivía en Europa desde diez años atrás, según ha contado en su necrológica su íntimo amigo Mario Vargas Llosa, que convivió con él en sus primeros años parisinos, a finales de los cincuenta (y con quien dirigió la revista Literatura, junto a Abelardo Oquendo). Después Loayza, ya con familia, volvió a Lima una temporada, en 1961, pero enseguida, en 1963, su oficio de traductor o intérprete en organismos internacionales le llevaron primero a Nueva York y durante décadas a Ginebra y finalmente de vuelta a París, donde murió. Según Vargas Llosa, no volvió a pisar Perú en sus últimos treinta años de vida, por motivos pudorosamente reservados. Lo cierto es que el último de los cuatro extensos cuentos que componen Otras tardes, antes de los desconcertantes «Fragmentos» finales (que son como un apéndice de curiosidades y embriones de historias nunca culminadas), el narrador comienza a leer el libro de «un viajero francés que estuvo en el Perú a mediados del siglo pasado y encontró que los limeños somos muy malas personas, dice que por culpa del clima». Así, y aunque sea por (supuesta) persona interpuesta, se remata un libro en el que en otros sitios (concretamente en «Enredadera», mi cuento favorito del conjunto) hemos leído que «nos animaba esa generosidad o ingenuidad de los jóvenes que aún son capaces de indignarse por abusos que no los afectan directamente, hablábamos
de la gran miseria del Perú, que por entonces Lima ocultaba tan bien, de la hipocresía y la injusticia que nos rodeaban y de las que éramos beneficiarios», mientras que un personaje de «Padres e hijos» (otro relato magistral) se pregunta «¿Cuándo han sido buenos los tiempos en este país?» y en otro lugar es el propio narrador quien sentencia que «el terror del ridículo era, en Lima, uno de los grandes principios de la existencia»… La relación del escritor con su patria era, pues, efectivamente complicada, pero lo cierto es que ese tipo de «bernhardismo» no es en absoluto infrecuente entre los creadores y, sin necesidad de salirnos del Perú, lo podemos rastrear también en el propio Vargas Llosa («¿En qué momento se había jodido el Perú?», releemos en la célebre cuarta línea de Conversación en la catedral, novelón muy vigente que, por cierto, está dedicado a Luis Loayza) o en el estupendo Julio Ramón Ribeyro, quien también mantuvo con Loayza una correspondencia muy rica (y que está parcialmente publicada en internet). En las narraciones de este autor importa más el tono que la trama, pero una vez que ha sido bien entendido que la trama está meditadísima: se diría que Loayza sólo se ponía a contar cuando sabía que tenía entre manos una buena historia, pero, una vez encontrada y acometida, el cómo se contaba importaba tanto como el qué, algo que queda definitivamente demostrado en esas curiosas piezas fragmentarias que cierran el volumen, alguna de las cuales recuerda lo suyo a Borges (y no en vano Vargas Llosa y Oquendo siempre se dirigieron a su amigo «Lucho» como «el borgiano de Petit Thouars»). Todos los personajes son de clase acomodada (a menudo francamente privilegiada), y el autor, al modo de su ido-
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latrado Henry James, juega con ellos para desplegar una honda sutileza psicológica («la exasperaba que los hombres la tratasen con los modales amables que se usan con un chico, que podemos querer y aun admirar pero a quien no reconocemos como un igual»; «cada vez que alguien se había enamorado de él su primera reacción fue de sorpresa, que se transformó en un agradecimiento ya próximo a la ternura: tendía a querer a quien lo quería y la indiferencia ajena despertaba en él una sincera indiferencia») y exhibir cierta sabiduría aforística («las rutinas poseen un poder curativo y hasta creativo»; «esa curiosa manía didáctica que surge de pronto en las mujeres cuando se ponen de mal humor»), con lo cual logra desbaratar elegantemente (es decir, sin burlas) algunos prejuicios sociales o privados o, entre otras cosas, desmitificar la juventud con una exactitud que llega a ser dolorosa (y hay dos alusiones como de pasada a lo nítidamente deprimentes que son las juergas: ver páginas 39 y 116). En este libro los casos de brillantez textual saltan por
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todas partes, cada pocos renglones, y por otra parte, como explica con buena puntería José Muñoz Millanes en su introducción, las narraciones «destacan por la precisa captación de esos tiempos muertos donde parece que no sucede nada, de los intersticios de los hechos que, por el contrario, hacen progresar la trama». En ese aspecto, sí, puede llegar a ser muy japonés, aunque seguramente él tenía la literatura (¿y el cine?) de Francia como referencia más próxima y grata. En estas páginas se habla asimismo de «el lujo de estar solo» o se fantasea con «una conspiración formada por una sola persona». Son ideas que podrían ser aplicadas al propio creador y a su actitud, pues, radicalmente honesto con lo literario, insobornablemente comprometido consigo mismo, al margen de conveniencias externas, fue literalmente tejiendo una obra narrativa y ensayística distinta y sobresaliente, un pequeño mundo propio en el que Otras partes puede funcionar como una óptima puerta de entrada.
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Fotografía de portada © Miguel Lizana
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ENTREVISTA José María Merino
MESA REVUELTA José Balza, Juan Fernando Valenzuela Amelia Pérez Villar, Adolfo Sotelo Carlos Barbáchano, Pilar Martín Gila