5€ Enero 2023
nº 870
Entrevista ANDRÉS BARBA
Mesa Revuelta RUBÉN GALLO JUAN ARNAU
Dossier EL CUERPO Y EL SEXO EN LA LITERATURA MARTA SANZ LUISGÉ MARTÍN CRISTINA GUTIÉRREZ VALENCIA BRENDA NAVARRO BEGOÑA MÉNDEZ
Si no escribo estoy como un perro sin su hueso, desamparado 1
DOSSIER
Edita Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación José Manuel Albares Bueno Secretaria de Estado de Cooperación Internacional Pilar Cancela Rodríguez Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Antón Leis García Director de Relaciones Culturales y Científicas Santiago Herrero Amigo Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Director Cuadernos Hispanoamericanos Javier Serena Comunicación Mar Álvarez Suscripciones Cuadernos Hispanoamericanos suscripciones@lapanoplia.com Impresión Solana e Hijos, A.G.,S.A.U. San Alfonso, 26 CP28917-La Fortuna, Leganés, Madrid Diseño Lara Lanceta
CUADERNOS HISPANOAMERICANOS es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.
La revista puede consultarse en: Fotografía de portada de Eduardo Carrera
www.cuadernoshispanoamericanos.com Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es
Depósito Legal M.3375/1958 ISSN 0011-250x ISSN digital 2661-1031 Nipo digital 109-19-023-8 Nipo impreso 109-19-022-2 Avda, Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915 838 401
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Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros Precio ejemplar: 5 €
SUMARIO
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ENTREVISTA
ANDRÉS BARBA por Fran G. Matute
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SEGUNDA VUELTA
EL SEXO SENTIDO: THE BUENOS AIRES AFFAIR DE MANUEL PUIG
DOSSIER
EL CUERPO Y EL SEXO EN LA LITERATURA
EL CUERPO Y EL CUERPO por Marta Sanz
EL ALMA DE CARNE Y HUESO por Luisgé Martín
A, ANTE, BAJO, CABE, CON, CONTRA, DE, DESDE... EL CUERPO por Cristina Gutiérrez Valencia
LO NUESTRO NO ES UN COITUS INTERRUPTUS por Brenda Navarro
POÉTICAS DE LA GRIETA Y LA DESMESURA O CÓMO TUVE LA OCURRENCIA DE ESCRIBIR AUTO-SCI-FI PARA EL FIN DE LA ESPECIE
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MESA REVUELTA
EL INSTAGRAM DE MARCEL PROUST por Rubén Gallo
ORTEGA Y GASSET: EL FILÓSOFO DE LA CIENCIA por Juan Arnau CRÓNICA
SOMETHING FINAL (NORFOLK, AGOSTO DE 2022) por Cristian Crusat
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BIBLIOTECA
MÁGICO Y DESASOSEGANTE MUNDO. Mey Zamora UNA OPORTUNIDAD PARA KATCHADJIAN. Sergio Galarza DAR CUENTA DE SÍ MISMO EN DIECISÉIS FICCIONES BREVES. Michelle Roche VEINTICUATRO HORAS EN LA VIDA DE UN PAÍS. Eva Cosculluela
por Begoña Méndez
RAMÓN ANDRÉS Y LAS POLIFONÍAS DEL TRÁNSITO. Cristian Crusat
CORRESPONDENCIAS
EL PERSISTENTE PODER DE LA IMAGINACIÓN. Carmen M. Cáceres
RAMÓN ANDRÉS Y BERTA ARES: «UN RINCÓN PARA NUESTRA TREGUA» por Valerie Miles
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INSTAGRAM Y LITERATURA: EL SIGNIFICANTE VACIADO por Andrés Barba
por Javier García Rodríguez
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UNA PÁGINA
PERFIL
GAMONEDA, LA POESÍA EN LOS HUESOS por Violeta Serrano
RUSIA NO SE ACABA NUNCA. Eduardo Laporte ESCRIBIR LA CASA. Florencia del Campo LA MASCOTA DEL PARAMILITAR. Toni Montesinos UNA HERIDA EN EL LENGUAJE. Manuel Rico EL PEOR ESCENARIO POSIBLE. Diego Sánchez Aguilar
ENTREVISTA
Fotografía de Eduardo Carrera
ANDRÉS BARBA
«Si no escribo estoy como un perro sin su hueso, desamparado» por Fran G. Matute
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Tras alzarse con el Premio Herralde con República luminosa (2017), vuelve Andrés Barba (Madrid, 1975) a la ficción más pura de la mano de Anagrama con El último día de la vida anterior, sorprendente salto al género fantástico, con ecos pandémicos, sin dejar por ello de ser una novela prototípica de Andrés Barba, quien escribe ahora quizás en plena madurez. El autor de obras tan impactantes como La hermana de Katia (2001), Versiones de Teresa (2006) o Agosto, octubre (2010) abandona aquí definitivamente su barroco y transgresor primer mundo literario para adentrarse en uno nuevo más sugestivo, profundo, contenido y elocuente. Acerca de todas estas transformaciones girará a continuación la siguiente entrevista, realizada al autor en Argentina por videoconferencia desde España.
La última vez que nos vimos, hace unos años en Casablanca, recuerdo escucharte comentar que te preocupaba seriamente repetirte, escribir desde la posición del que, a fuerza de publicar, ha aprendido el oficio y se ha acomodado. ¿Qué has intentado hacer diferente en El último día de la vida anterior? Recuerdo esa conversación. Y sigo pensando que lo peor que le puede pasar a un escritor es profesionalizarse. Hay una cosa complicada y peligrosa en la profesionalización, como comentaba ya Pavese, y es depender económicamente de la literatura, de lo que uno escribe creativamente. Ahí uno, sin querer, puede resbalar y acabar convertido en un escritor sin gracia, que repite el mismo libro una y otra vez, a perpetuidad. Existe también el riesgo de terminar instaurando en la propia escritura los defectos de cada uno, porque lo primero que se volatiliza en un escritor es la frescura y la gracia, y con el paso del tiempo solo quedan los tics, tics que en un momento dado funcionaron pero que normalmente acaban perdiendo su poder. Cuando uno es un lector más o menos avezado, nota rápidamente cuando un escritor se ha aburrido escribiendo su libro. Esto es letal. Por eso he estado huyendo siempre, cambiando de género, por ejemplo, buscando escribir libros muy distintos todo el tiempo, tratando de hacer libros que no rindieran económicamente, como ensayos, libros de poemas, etc. Por otro lado, a mi narrativa nunca le ha ido arrebatadoramente
bien, al menos no tanto como para que las circunstancias me hayan puesto en peligro como escritor. Yo he visto ese peligro acechar a muchos colegas. Un caso claro sería el de Javier Cercas, que en un momento dado, por culpa del éxito, se pudo ver acorralado, tentado de repetir un determinado formato de novela. A mí nunca me ha ocurrido eso, afortunadamente, porque siempre he tenido un pie en la luz y otro en las sombras, gracias también a una decisión propia, pues siempre he tratado de que lo alimenticio estuviera en otra parte, no en mi narrativa. Para mí la literatura solo tiene sentido si uno se pone todo el rato en riesgo. Eso no significativa tratar temas cada vez mas límite ni escribir cada vez más complicado, sino ponerte en lugares donde no tienes recursos, donde no tienes tics profesionalizados. Estos tics nacen muy pronto. Con tres libros publicados, tú ya sabes qué cosas haces que funcionan. Es como aprender a sacar un pañuelito por aquí y una paloma por allá para que la gente haga: ¡oh! Pero si tú deliberadamente te pones en territorios donde esos tics se desactivan, te obligas a rejuvenecer tu relación con la escritura, te obligas básicamente a aprender a escribir cada vez. Si saltas de una novela realista a una novela de género, como podría ser el caso de El último día de la vida anterior, o a un libro de poemas, o a un ensayo sobre el humor, te estás constantemente poniendo en lugares donde no sirve de nada lo que has hecho antes.
Luego hay que tener en cuenta que dejar de escribir un libro se parece un poco a dejar de querer a alguien. Uno no se levanta un miércoles dejando de querer totalmente a quien querías el martes. Eso pasa mucho cuando se tiene una novia o un novio nuevo, que a veces se te escapa el nombre del anterior. Hay ahí entonces un periodo de latencia del viejo libro del que es difícil deshacerse. Proyectas así cosas en el nuevo libro que venían del anterior, así que entre uno y otro debe pasar un tiempo, que es más fácil de superar si uno cambia de genero completamente. Así evitas escribir Margarita cuando querías decir Sandra [risas]. ¿Debemos entender por tanto que esta nueva inclusión tuya en el campo de lo fantástico es pasajera, una suerte de huida hacia adelante? Con esta novela han ocurrido dos cosas. Por un lado, ha habido un viaje personal; y por otro, un viaje colectivo. El viaje colectivo parte de la certeza, absolutamente inapelable, de que hoy día la ficción se encuentra desacreditada. Todos sentimos cada vez más pereza a la hora de leer ficción, de ahí que se haya instaurado una especie de falsa literatura documental o falsamente autobiográfica. Este tipo de narrativas del yo diría incluso que se encuentra ya también en proceso de extinción. Nos encontramos así en un lugar extraño con respecto a la ficción, pues también se considera obsoleta, desde hace tiempo, la ficción
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ENTREVISTA
«Todos sentimos cada vez más pereza a la hora de leer ficción, de ahí que se haya instaurado una especie de falsa literatura documental o falsamente autobiográfica. Este tipo de narrativas del yo diría incluso que se encuentra ya también en proceso de extinción. Nos encontramos así en un lugar extraño con respecto a la ficción, pues también se considera obsoleta, desde hace tiempo, la ficción realista, la más clásica. Me pareció así buena idea regresar a la ficción y hacerlo además poniendo toda la carne en el asador, esto es, volviendo a la literatura de género más pura que existe que es la de lo fantástico» realista, la más clásica. Me pareció así buena idea regresar a la ficción y hacerlo además poniendo toda la carne en el asador, esto es, volviendo a la literatura de género más pura que existe que es la de lo fantástico. La literatura clásica fantástica tiene mucha relación con la literatura realista psicologista. Los grandes escritores de género fantástico han sido siempre escritores realistas. Pienso en Henry James, sobre todo, que es un poco el padre de todos nosotros. Edgar Allan Poe, también, era un escritor en esencia realista, por una razón muy clara y es que la literatura fantástica, para ser convincente, tiene que ser extremadamente coherente, dentro de sus parámetros de verosimilitud. En ese sentido, el escritor realista psicologista clásico posee ciertas cualidades naturales para moverse bien en el género fantástico. El caso de Borges, por ejemplo, es también bastante elocuente en este sentido. Este sería el viaje colectivo, pero por otro lado hay un viaje personal, que tiene que ver con una crisis de escritura surgida tras la publicación de República
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luminosa, que escribí antes de la pandemia y desde entonces hasta El último día de la vida anterior no había escrito ficción. A los escritores la pandemia nos ha atravesado como individuos que tratan de reflexionar sobre la realidad que nos rodea y lo ha hecho de una manera muy sobrecogedora, en el sentido de que nos hemos dado cuenta de que las herramientas que empleábamos antes en nuestras ficciones ya no sirven. Esta es una cuestión que he comentado con muchos compañeros y compañeras escritores, a los que la pandemia les pilló con una novela a medio escribir, lo que imposibilitó seguir con ella, porque el mundo conceptual, verbal incluso, que allí se retrataba se había quedado obsoleto. Se trata de un viaje individual compartido, en la medida en que gira en torno a la naturaleza de las historias que queremos contar a partir de ahí. Por eso creo que El último día de la vida anterior, por más que en la superficie pueda parecer una novela de fantasmas, es en el fondo una novela sobre el encierro y, por tanto, sobre la pandemia.
Noto también en esta última novela tuya una prosa más pulida que nunca, más concisa, y, sin embargo, más contundente, llena de contenido. Choca de hecho esta contención si la comparamos con el barroquismo que impregnaba tus primeras obras. ¿Qué ha ocurrido por el camino? Se trata este de un proceso de depuración muy consciente, hasta el punto de que creo que mi último libro debería ser un haiku [risas]. Creo firmemente que si uno puede decir algo en cien paginas no debe decirlas en ciento cincuenta. La atención que tenemos de las personas es muy limitada. Debe uno hacer un esfuerzo doble o triple para condensar las ideas y ser muy preciso. Creo que ahí está además la clave de por qué los clásicos son clásicos. En pandemia he releído algunas de las obras canónicas de Henry James y he alucinado precisamente con ese rasgo de su escritura, con cómo es capaz de dejar caer en mitad de una frase una observación, enunciada además con una comparación simple, de algo que es literalmente el destilado de
años de observación. Y no solo eso, sino que lo hace de tal forma que en una lectura distraída se podría pasar por encima de ese hallazgo sin darse cuenta. Creo firmemente que eso es lo que hace que Henry James sea un escritor tan importante. Uno se da cuenta entonces de que el autor que está contando esas historias las ha comprendido profundamente, ha comprendido algo de la realidad, sobre la amistad, sobre la paternidad, lo que sea… que está anunciando narrativamente a través de la literatura. Casi todas las novelas de James giran sobre sentimientos muy concretos y funcionan girando alrededor de estos sentimientos, que se enuncian de maneras muy distintas a lo largo del texto. Comprende uno así que, básicamente, la literatura sirve para eso, para comprender la realidad, por más que muchos piensen que esto es ingenuo, porque, a estas alturas de la película, ¿cómo va a creer nadie que se puedan decir verdades universales a través de la ficción? Hay ahí cierto resabio posmoderno que nos impide creer en esto, pero yo creo que es esa ingenuidad la que hay que mantener hasta el final para escribir libros memorables y que los grandes clásicos se escribieron así porque creían sin fisuras en ello. Dicho esto, a mí me encanta sumergirme en novelas barrocas y desmesuradas, como lo es Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez, que estoy leyendo ahora. Como lector, puedo disfrutar de ellas, pero como escritor es cierto que cada vez tolero menos escribir más de la cuenta. Citas de hecho a Mariana Enriquez en los agradecimientos de tu última novela, que es, por otro lado, muy cercana a su universo. ¿Es directa esta influencia? La idea de mi ultima novela es muy antigua, tiene más de diez años, pero hace unos seis se la comenté a Mariana en una pizzería en Buenos Aires donde quedábamos de vez en cuando. Le conté esta idea que me rondaba para que me dijera cómo la veía y fue muy bonito, porque para mí fue, digamos, como recibir la
lección del maestro. Hubo de hecho dos lecciones. Aquella en la pizzería, donde Mariana, preguntándome sencillamente por qué ocurrían las cosas en mi novela, me hizo ver que la cabeza de un escritor de género funciona siendo implacablemente realista, en la medida en que uno no debería escribir nada si no está perfectamente justificado, aunque esta justificación no se explicite en el texto. Ella me pedía al menos una respuesta mental a todas las preguntas que me hacía, y ahí me di cuenta de que la premisa de mi novela fallaba porque yo la había pensado más como un hallazgo lírico, basado en una imagen: alguien va a una casa y se ve repetido a sí mismo. Recuerdo que la primera pregunta que me soltó fue: «¿Pero por qué se ve a sí mismo?». Sus preguntas eran de una lógica extrema y ahí descu-
brí que una conciencia de género es una conciencia de lógica extrema y si no las novelas de género no funcionan. Y luego, cuando terminé el libro, se lo volví a pasar y me hizo muchas objeciones al encierro final del protagonista en la casa, donde básicamente veía aspectos de la relación con el niño que hacían que el libro no funcionara. Mariana es una escritora que, como todas las personas que tienen un talento extraordinario para algo, es capaz de determinar exactamente donde está el centro de gravedad de una historia o, en su caso, el potencial generador de inquietud. Finalmente, cuando me dijo que la lectura de la novela le había inquietado bastante, me dije: «Lo tengo». Si soy capaz de inquietar a Mariana Enriquez es que está bien la novela, ¿no? [risas].
Portada de la novela de Andrés Barba de próxima publicación.
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ENTREVISTA
Como lector, ¿qué relación tienes con la novela de género? Mi primera relación con la literatura, siendo adolescente, es con la literatura fantástica, que luego abandono para volverme un lector muy literario. Fíjate aquí lo clasista que estoy siendo al emplear ese término, pero que uso conscientemente para que nos entendamos. Mi reencuentro con el género se da no obstante con Stanisław Lem, con quien
Fotografía de Eduardo Carrera
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me estalla la cabeza. Su literatura supone para mi gusto la cuadratura del círculo entre lo fantástico y lo literario. Él me hace ver que verdaderamente hay un mundo posible para mí dentro del género. Luego, obviamente, siempre he tenido presente a Henry James, también a Bioy Casares, escritores que han sido extremadamente literarios sin tener que renunciar al género. Son ambos capaces de adentrarse en lo fantástico con toda
la artillería de una novela literaria clásica. Pero el que me hizo desear escribir así fue Lem, que me parece un prodigio de escritor que debería estar en el canon con mayúsculas. ¿Te atreverías entonces algún día a escribir una novela de ciencia ficción? Me encantaría. Ahora mismo no sabría como comerme ese filete, pero quizás algún día lo intente, cuando llegue el momento. Como escritor pienso que uno debería en verdad hacer lo contrario a lo que se esté haciendo. Las apuestas hay que hacerlas siempre al revés. Si los tiempos te dicen que tienes que caminar cada vez más rápido, deberías apostar por una literatura más lenta. Al optar literariamente por lo opuesto del entorno se descubren muchas cosas, piensas desde otro lugar, alimentándote de cosas distintas. ¿Por qué ese interés tuyo por la novela corta? Se trata de un formato ciertamente atípico en la narrativa española actual. Detrás de esa elección narrativa lo que hay es una fascinación por ciertos modelos mentales. Los libros más importantes de mi vida tienen ese formato. Estoy pensando en La muerte en Venecia de Thomas Mann, en La pasión según GH de Clarice Lispector y, por supuesto, de nuevo, en Henry James, en obras como Los papeles de Aspern. El formato, como bien dices, pertenece a una tradición distinta a la española, es más francesa, centroeuropea o anglosajona. Incluso dentro del castellano, tiene algo más de tradición en Latinoamérica que en España, pues allí siempre ha habido un mayor diálogo con las literaturas no castellanas. Se trata en todo caso de un formato que cuando funciona solo tiene ventajas, por la intensidad que logra, insostenible en textos más extensos. Son así novelas tácticas, propias de corredores de media distancia, donde todo ha de estar perfectamente medido para poder llegar con éxito a la meta. No funcionan por correr
muy rápido sino por aguantar durante mucho tiempo un ritmo pausado. Cada carrera, por otro lado, tiene su estrategia, en función de con quién estés corriendo o dónde, y lo mismo ocurre con este tipo de novelas de cien páginas, que cada una precisa su propia estrategia. Quizás por eso sean tan fascinantes, porque cuando funcionan son maravillosas. La experiencia de leer una novela así es única. Leer un libro en una hora y media, sin parar, con idea de sumergirte en la lectura, ese entrar por un lado de la montaña y salir por el otro tras haberla cruzado entera… Los grandes novelones también me gustan, como te decía, pero son obras que ofrecen experiencias lectoras distintas, basadas normalmente en el poder de resistencia del lector. Pero un tocho es incapaz de darte la intensidad que te da una novela corta. Uno como escritor trata de reproducir las grandes experiencias vividas como lector y por eso estoy fascinado con esa distancia. En tus primeras novelas se trataban muchos temas incómodos, cuando no escabrosos, relacionados con la enfermedad, las deficiencias, el sexo… Sin ánimo de psicoanalizarte, ¿qué crees que había detrás de esas obsesiones, hoy ciertamente abandonadas? Un intento obvio de matar al padre. Viniendo de una educación católica, con un contexto familiar y social muy conservador, digamos que aquella era una manera de pegar un sonoro puñetazo encima de la mesa para decir que yo estaba en otro lugar, no solo por tratar determinados temas extremos sino hacerlo además de la manera más bella posible, no de manera morbosa sino todo lo contrario, de manera celebrativa. Una vez uno aprende a saber quién es, también cuando uno sale de su país, se van apagando esas necesidades y tu relación con la literatura comienza a no tener nada que ver con producir golpes de efecto sino con tratar de comprender honestamente la realidad, lo que te pasa, el por qué te desenamoras, el por qué tienes miedo, el por
qué te duele la ausencia de los demás, el por qué quieres ser padre… También al tratar aquellos temas, soy consciente ahora, había de fondo cierta inseguridad juvenil, lo que me llevaba a querer doblar cada vez la apuesta con cada novela, para así resultar interesante. Cuando lees a los verdaderos magos del realismo, a gente como Alice Munro, en cuyos maravillosos relatos-novelas no ocurre nunca nada que no le haya ocurrido a todo el mundo, uno experimenta ahí la realidad como si fuera una novela de ciencia ficción. Eso es lo que hace un maestro. Y a medida que te vas volviendo un poquito más experimentado, y por tanto un poquito menos inseguro, también vas bajando en intensidad la carga pirotécnica que uno es capaz de volcar en cada texto. La infancia es sin embargo un tema recurrentísimo en tu obra. Te han preguntado muchas veces por ello, pero a mí me gustaría abordarlo desde otro ángulo, partiendo de una célebre frase tuya: «Odio tanto El principito que ya me gusta». ¿Tiene algo que ver esta relación amor-odio con el hecho de que no seas capaz de abandonar esa temática? Mi odio por El principito es célebre. En Estados Unidos me ocurrió, no obstante, quizás a modo de castigo, que la editorial que me publicó allí Republica luminosa era la misma que publicaba la obra de Saint-Exupéry, lo cual no solo desactivó mi odio por completo sino que para colmo la sala de la editorial en la que nos reunimos para hablar de mi libro se llamaba «El principito» [risas]. El principito es un libro que yo he llegado a quemar. He quemado pocos libros en mi vida, pero uno de ellos ha sido ese. Lo hice una vez para encender un asado que hicimos en casa. Fue un fuego purificador. Pero volviendo al tema de la infancia… yo creo que es difícil preguntarle a un escritor por sus temas más recurrentes, más que nada porque seguro que tiene ya muchas respuestas automatizadas, siendo en el fondo algo sin una respues-
«Viniendo de una educación católica, con un contexto familiar y social muy conservador, digamos que aquella era una manera de pegar un sonoro puñetazo encima de la mesa para decir que yo estaba en otro lugar, no solo por tratar determinados temas extremos sino hacerlo además de la manera más bella posible, no de manera morbosa sino todo lo contrario, de manera celebrativa»
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ENTREVISTA
ta verdadera. Sí te puedo decir que este interés mío por la infancia era algo que creía iba a ir desapareciendo con el tiempo y ya ves que en mis dos últimas novelas he vuelto a ello. Me coge ahora que soy padre, además, y pensaba que cuando esto me ocurriera iba a dejar de escribir novelas sobre niños, pero no. Este es un tema que está ahí instalado como una especie de energía alrededor de la cual termino orbitando sin darme cuenta. No lo puedo evitar, pero no sabría explicarte por qué.
para que me seduzca, esa es la verdad. Es interesante esto. ¿De qué tengo miedo para huir de ella? Tendría que pensarlo. Tengo la sensación de que tu narrativa, en términos generales, es muy aséptica políticamente. ¿Es buscado? Yo aquí matizaría: en mi narrativa lo que está deliberadamente borrado es el
sentido, sí considero que mis novelas son políticas, pero no ideológicas. En ellas es cierto que está ausente lo que podríamos denominar la conciencia social, pero a cambio la conciencia de clase sí creo que está muy presente en mi narrativa. Yo creo que toda la literatura manifiesta sus ingenuidades o crecimientos de manera muy obvia. Yo he sido una persona terriblemente ingenua en cuestiones políticas y eso se ve en mis primeros libros. Era en cambio una persona con una carga extremadamente moral y esa carga está ahí bien reflejada en mi literatura.
«Quien diga que es más interesante lo que se está haciendo en España frente a lo que se está haciendo en Latinoamérica es que no tiene ojos en la cara, partiendo de la base, claro está, que estamos comparando una literatura nacional con una continental. Pero lo mires como lo mires, los escritores latinoamericanos son más frescos y más atrevidos que los escritores españoles»
Siendo un escritor tan clásico, tanto temática como formalmente hablando, ¿qué relación tienes como lector con el posmodernismo literario, que tanto ha influido a tu generación? El único criterio de lectura que sigo es el del placer. Muchas veces acaba uno orientándose hacia ciertas cosas sin querer, porque el mercado lo empuja, y yo creo que en España se ha leído mucha literatura posmoderna por eso. En mi caso, hubo un momento en que me di cuenta que mis lecturas eran demasiado anglosajonas y comencé a sentir rechazo hacia ese descubrimiento. Me di cuenta de que me estaba alimentando solo de una tradición, que no respetaba además particularmente, así que una vez consciente de esa colonización literaria comencé a disparar hacia otros lados, sobre todo hacia la literatura centroeuropea, francesa y latinoamericana, que es de la que me he estado alimentando más últimamente. De ese tipo de literatura «pynchoniana», por así llamarla, he huido toda la vida pero sin saber muy bien porqué, tampoco le he dado mucha oportunidad
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debate ideológico. Esto es algo que no está en mi mapa intencional, porque en mi juventud y adolescencia la política no existía. Soy una persona cuyo despertar político ha sido muy tardío. Eso no significa que no tuviera un posicionamiento ético sobre las cosas. En mis novelas creo que sí se dan muchos conflictos, pero son de tipo ético o moral. En este
¿Cómo vives el hecho de que tu obra haya sido y siga estando tan traducida? ¿Dónde crees que reside el interés por lo que escribes? Habría aquí que plantearse primero hasta qué punto el localismo que desprenda el vocabulario semántico de un libro hace que este sea más o menos interesante fuera. Si te fijas en un libro aparentemente intraducible como Panza de burro de Andrea Abreu, que lleva creo ya quince traducciones, no te queda otra que pensar que es precisamente su idiosincrasia y su textura lingüística, extremadamente local, lo que la hace fascinante fuera, lo que genera precisamente el deseo de lo universal. En mi caso esto lógicamente no ocurre, así que no te sabría decir de donde surge el interés, que es real, de leerme fuera. Estamos además en un momento en el que hay poco espacio para la literatura en traducción. En algunos contextos como el anglosajón, es muy interesante ver cómo se han elegido las obras que se traducen, por-
que normalmente lo que hacen es confirmar los prejuicios que ya tienen de los países a los que pertenecen dichas obras. Al revés supongo que también ocurre. Cuando en España alguien decide traducir una novela turca es fácil ver si esta novela se ha traducido aquí porque nos ofrece la visión exóticamente prejuiciada de lo que entendemos por Turquía o por tratarse de una gran novela y punto. Visto así, no sé tampoco por qué me traducen, pues alguna que otra vez me han dicho que no soy un escritor demasiado español. Esto me llevaría a pensar que me traducen únicamente porque mis libros son buenísimos, ¿no? [risas], pero aquí habría que tener en cuenta también qué se entiende fuera por español. ¿Galdós? ¿Buñuel? ¿Almodóvar? Vete a saber los prejuicios que tienen. Es por tanto muy difícil saber realmente por qué está uno siendo traducido. ¿Cómo se percibe la literatura española actual desde Argentina? En términos generales, quien diga que es más interesante lo que se está haciendo en España frente a lo que se está haciendo en Latinoamérica es que no tiene ojos en la cara, partiendo de la base, claro está, que estamos comparando una literatura nacional con una continental. Pero lo mires como lo mires, los escritores latinoamericanos son más frescos y más atrevidos que los escritores españoles. Centrándonos en Argentina, que es donde vivo ahora y cuya literatura conozco mejor, te puedo decir que aquí no se toma demasiado en serio a los escritores españoles por muy buenos literariamente que sean, por muy bien que les haya ido en España. Es un tema este un poco resbaladizo, pero me parece fundamental abordarlo. Cuando llegué a Argentina tuve la sensación de que nadie me iba a tomar en serio si no me ganaba su respeto literario. Ese respeto no pasaba solo por escribir buenos libros sino por conocer muy bien la tradición argentina. Esto dice mucho de cierto sentimiento de superioridad intelectual que
yo creo tienen los argentinos sobre todo lo europeo, no solo lo español, sobre lo que mentiría si no dijera que noto también un cierto desprecio particular, me refiero hacia los escritores españoles, vistos en términos generales como poco sofisticados, en el fondo un pelín casposos. Los españoles, por otro lado, tenemos que desactivar aquí algo que llevamos de fábrica y es nuestro prejuicio de superioridad lingüística, eso de asumir que nuestro español es de primera clase, el castellano primigenio, y el resto es mestizo. En Argentina ocurre una cosa muy interesante con respecto al bagaje lector de sus escritores. Ellos llevan toda la vida leyendo no solo traducciones al castellano hechas en España sino traducciones hechas en muchos otros países latinoamericanos, lo que les otorga una riqueza de vocabulario increíble, no percibida en ningún caso como una invasión cultural. Esto hace relativizar mucho la idea de qué es lo correcto o no en castellano. En España seguimos muy anclados con el tema de la corrección lingüística, y eso hace que lo literario se confunda tanto con lo florido. Estas diferencias de concepción literaria las he vivido además en mis carnes tras la publicación de República luminosa. Álvaro Enrigue, que presentó la novela en Nueva York, me dijo que era mi primera novela latinoamericana y en aquel momento sentí que lo decía un poco burlándose, pero, sí, creo que lo es, sin duda, porque efectivamente ha sido leída de manera un poco diferente en un lado y en otro, dado que, en algunos casos, lo que en la novela se cuenta es una realidad palpable en algunos lugares de Latinoamérica. Cuando ves representada literariamente una realidad que en el fondo tienes delante de tus ojos, tu lectura es siempre distinta, pero también más crítica. La ensoñación literaria que puede tener un lector español no la tiene un lector de por aquí. Detrás de tus novelas, y esta entrevista es la prueba, parece siempre que haya
muchas lecturas, muchas reflexiones previas, o al menos así se presume al escucharte hablar sobre ellas una vez publicadas. ¿Funciona así tu proceso creativo? Todo ese andamiaje intelectual surge seguro a posteriori, una vez escrita la novela, y muchas veces surge al hilo de las preguntas que me hacen los distintos lectores. Obviamente, cuando estoy escribiendo, estoy también leyendo cosas que me ayudan a pensar lo que hago. Esto, estoy convencido, lo hace cualquier escritor. Uno termina buscando novelas temáticamente afines, o con tonos parecidos al que quieres desplegar, etc. Pero en mi caso, cuando acabo una novela, lo que hago con ella es muy parecido a lo que haría cualquiera que acaba de romper con alguien, esto es, preguntarse qué ha pasado aquí. Así que es después de escribir la novela cuando yo me siento a analizar en términos «intelectuales» lo que he hecho, también a conceptualizarlo. Cuando escribo, mi sensación es de pérdida absoluta, de desconcierto, de no saber adónde voy. Reculo muchas veces y tomo también muchas veces la dirección contraria a la que había seguido en un principio. Soy un escritor que funciona tanteando más que siguiendo un programa o un plan preconcebido. Improviso mucho sobre la marcha y por eso las tesis sobre la novela nacen en mi caso al final, una vez cerrado el libro. Es entonces cuando me doy cuenta de que, a lo mejor, el libro va efectivamente de algo con lo que ya había estado trabajando inconscientemente desde hacía tiempo. Te pongo un ejemplo reciente: realmente, no me di cuenta de que El último día de la vida anterior giraba sobre la pandemia hasta que terminé la novela. También te digo que esa desorientación de la que te hablo cuando escribo es una diversión, no soy un escritor sufriente. Sufro de hecho cuando no escribo. Escribo mucho sin voluntad de publicarlo. Es algo que me hace sentir tranquilo. Si no escribo estoy como un perro sin su hueso, desamparado.
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SEGUNDA VUELTA
SEGUNDA VUELTA
El sexo sentido: The Buenos Aires Affair de Manuel Puig por Javier García Rodríguez
Digamos algunos títulos para ir abriendo boca (o boquita pintada): La traición de Rita Hayworth, Boquitas pintadas, Pubis angelical, Maldición eterna a quien lea estas páginas, Sangre de amor correspondido, Cae la noche tropical, El beso de la mujer araña (¿será ‘araña’ sustantivo o verbo?). Y digamos un nombre que los acoge a todos: Manuel Puig, el argentino que murió en México después de haber dejado todas estas piezas como legado de una escritura libérrima y descarada, autoconsciente y naíf, poética y desgarrada, paródica y original, cultísima y popular. Casi cincuenta años atrás -se cumple la efeméride en 2023- Puig escribe The Buenos Aires Affair, reeditado recientemente en la colección Biblioteca Breve de Seix Barral dentro de la empresa de recuperación de la obra completa del autor. De toda su obra su ficción, quizá no sea The Buenos Aires la más perfecta, la más completa, la de mayor valor literario. Pero sí representa el Puig más Puig. The Buenos Aires Affair, censurado y prohibido por el gobierno argentino, condujo al exilio a su autor. El peronismo más estricto no fue capaz de asumir la propuesta íntimamente libertaria de Puig tanto en el
plano literario como en el plano político y social. Fue el precio que pagó Puig por escribir lo que quería, por vivir como quería, poniendo en tela de juicio a las instituciones, proponiendo una literatura otra y una sociedad distinta, indagando en los recovecos de los deseos humanos y de las demandas sociales. La política es en esta novela una película de Hollywood, el sexo es una exhibición con voluntad de estilo, la libertad es, en definitiva, el único camino. De su formación como cineasta traslada a sus novelas la forma de abordar la construcción de personajes y el uso de los diálogos1. También la reproducción en sus novelas de partes narrativas y descriptivas fácilmente identificables con descripciones y acotaciones de un guion, generando de esta forma una sensación cinematográfica tanto en lo visual como en el formato, que permite unas técnicas narrativas y un estilo/ formato «guionizado» (información superprecisa, adelanto de datos, elementos constructivos de los personajes, etc.) En su manera de elaborar los diálogos con técnicas variadas, en los amplísimos capítulos sin descanso, en la puntuación con larguísimas frases, en las descripciones hiperpuntillosas, detallistas, excesivas y aparentemente innecesarias, así como el
1. Además, claro, de la aparición al inicio de cada capítulo, en forma de paratexto informativo pero también de texto en sentido estricto con un valor evidente en el desarrollo de la trama y en su interpretación, de diálogos de algunas películas clásicas de Hollywood protagonizadas por algunas de las divas más destacadas y crepusculares, maestras en la seducción física y mental, mujeres fatales para otros y para ellas mismas: Greta Garbo en La dama de las camelias y en Grand Hotel; Dorothy Lamour en La princesa de la selva; Joan Crawford en El suplicio de una madre; Marlene Dietrich en El expreso de Shangai y en Fatalidad; Jean Harlow en Cena a las ocho; Greer Garson en De corazón a corazón; Norma Shearer en De mujeres; Hedy Lamarr en Argelia; Susan Hayward en Mañana lloraré; Lana Turner en Las Follies de Ziegfeld; Bette Davis en La loba; Mecha Ortiz en El canto del cisne; Ginger Rogers en Tierna camarada y Rita Hayworth en Gilda, por orden de aparición en la novela. (En relación con la construcción de la figura de la actriz-diva en el cine de Hollywood, recomiendo los trabajos de Elisenda Díaz Garcés). 12
«De toda su obra su ficción, quizá no sea The Buenos Aires la más perfecta, la más completa, la de mayor valor literario. Pero sí representa el Puig más Puig» Fotografía de Wikimedia Commons 13
SEGUNDA VUELTA
lecturas dobles y triples de una realidad personal e íntima (sueño, fantasía y realidad se mezclan constantemente sin que el lector consiga muchas veces saber en qué plano se encuentra y, sobre todo, por qué), pero también una realidad social y nacional de la que los distintos planos narrativos son metáfora. El sexo como motor de la actividad humana, el psicoanálisis como motor de búsqueda e indagación, la política como tela de araña, la aceptación, el desamparo, la violencia, el arte, la sensibilidad, el deseo, la publicidad, la familia, la represión política y de los instintos. Y el sexo.
uso de las notas a pie de página como parte de la narración, está la base de la influencia que tuvo en autores de la talla de David Foster Wallace. Lo dejó escrito él mismo. Y es evidente en La escoba del sistema, por ejemplo, aunque también en los relatos de Entrevistas breves con hombres repulsivos. The Buenos Aires Affair es un manual de técnicas y formas narrativas (diálogos sin personaje, puntillismo, hiperrealismo, prosa más o menos poética, estructura fragmentaria con distintas líneas argumentales, bifurcaciones irracionales), una amalgama de fórmulas y soluciones formales (puntos suspensivos, puntuación dislocada), un ejemplo de autoconciencia autorial (narradores no fiables, omnisciencias de todo tipo, puntos de vista fuera de foco, confusión de voces, objetivismo exagerado), una «scape room» de los géneros literarios -que quedan en entredicho y se mezclan en un «mash up» cuando estos no existían-, un cruce de caminos temporales (pasado y presente son uno: el futuro es real). Están en esta novela el exceso y la búsqueda, la deconstrucción de los géneros literarios (en este caso el detectivesco, que queda mentado, mentido y desmentido, pero también otros menos evidentes), las 14
El mosaico de personajes de este The Buenos Aires Affair lo conforman inicialmente la sensible y destemplada Gladys Hebe D’Onofrio (nacida el 2 de enero de 1935, artista desde la infancia, dibujante, pintora de éxito, traductora, entre Argentina y Estados Unidos, enferma de fantasía y de otras dolencias menos espirituales, sensible al arte y al sexo, desaparecida sin rastro en la ciudad de Playa Blanca en 1969), su madre Clara Evelia Llanos D’Onofrio (poeta sin éxito, lectora de Nervo y Darío, de Ibarbourou y Storni, amante de la música clásica, declamadora, profesora de declamación, recitadora de memoria de poemas que le hacen vivir otras vidas, perseguidora de «gracia y exquisitez»). Un salto espacial y temporal conduce al lector a una escena cinematográfica (y es importante recordar que unas páginas antes la madre en búsqueda pasa por un cine cerrado por orden gubernamental donde ve un manifiesto que dice que «se cerraba la sala por razones de higiene y seguridad públicas»), una descripción de espacios y personajes que prefigura toda la trama posterior sin escatimar detalles, por nimios que parezcan («El objeto de menos valor de la habitación es una caja de fósforos, casi vacía»). Almas sensibles ambas, amantes del cine, lectoras incansables de novelas sobre la angustia personal y colectiva, y de revistas de moda. Y muy pronto, el sexo en la adolescencia de Gladys, que Puig relata con una mirada objetiva sistematizando los episodios como un listado en el que se van graduando los pasos desde la distancia de la mirada hasta llegar al acoso evidente (el lector sabrá después, mucho después, que estos episodios de la adolescencia de Gladys formarán parte de las otras vidas en sus mundos soñados, fingidos o deseados2). La historia de la joven Gladys se cuenta como «Acontecimientos principales de la vida de Gladys» a través de una estructura que semeja al tratamiento de una película o, incluso, a una escaleta de nudos o pulsos narrativos que después pudiera llevarse a la pantalla. Su estancia en Estados Unidos es un compendio de tópicos del cine, esperanzas de encontrar un hombre que cumpliera los ideales
del norteamericano perfecto que, además de cumplir estándares básicos (heredero hipersensible y tiernamente neurótico con el rostro del actor Montgomery Clift, el hombre casado dueño de empresas con el rostro de John Kennedy y el joven universitario con aspecto deportivo), tenía que conocer a los novelistas favoritos de la joven: Mann, Hesse y Huxley, reticencias al tratamiento psicoterapéutico. Y entonces sucede el ataque brutal, el intento de violación que le deja como secuela un globo ocular destruido y unos anteojos oscuros (y, suponemos, de manera análoga, una forma particular de mirar el mundo). El sexo pasa a ser en Gladys un ejercicio de control, búsqueda y afianzamiento de su personalidad. Y Puig lo explicita casi como un folleto o catálogo que informara de las virtudes de un producto: su nombre (Francisco o Frank, Bob, Lon, Danny, Ricardo, Pete) y los «motivos que llevaron a Gladys a estos acoplamientos»3. Analepsis y prolepsis interrumpen el relato principal de Gladys conduciendo al lector desde la objetividad realista de una línea argumental previsible hasta narraciones inesperadas (relatos que comienzan in medias res) que podrían ser sueños, fantasías, escenas de películas, deseos incumplidos, ensoñaciones producto de la fiebre o de los medicamentos, delirios, fijaciones mentales producto de sus neurosis4, y que se mezcla con escenas de cine policiaco (como las llamadas a la comisaria que el oficial contesta desganado mientras lee el diario una noticias que en otros capítulos se explicitarán como contrapunto realista a las ficciones que rodean a los personajes). Junto a Gladys, frente a Gladys, contra Gladys, emerge la figura de Leo, Leopoldo Druscovich, niño dominante e incestuoso, dominado por el deseo y la violencia, mal estudiante, comprometido políticamente casi a su pesar (antiperonista, sí, pero sin saber muy bien por qué), violador de pensamiento, palabra, obra y omisión, satisfecho solo con el sexo unido a la violencia, la fuerza y la dominación (tanto en mujeres como en hombres), impotente en las relaciones más
sanas («Leo cumplió los 31 años, ya de vuelta en su país, sin haber tenido nunca una relación sexual que fuese al mismo tiempo afectiva»), adicto a la prostitución, desertor de los estudios de arquitectura, ayudante de diagramación en una revista de fotonovelas e historietas5, inesperado funcionario de embajada, redactor después de una revista de arte, galerista. Animal embravecido, incontrolado, perpetuo navegante en sus oscuridades. El encuentro de ambos personajes -los encuentros de ambos, deberíamos decir, porque esa es la realidad- marca los distintos desarrollos argumentales de la novela. Entre las imaginaciones de Gladys (como la entrevista imaginaria que le hace Harper’s Bazar), las divagaciones de Leopoldo a su médico, las noticias de prensa, las entrevistas laborales, las declaraciones a la policía, las acciones imaginarias de los personajes durante el insomnio, el sueño o las pesadillas, las narraciones objetivas del narrador, etc., se va reconstruyendo (y deconstruyendo al mismo tiempo) el crimen, los crímenes, que han sucedido. Mientras, el lector, avanza a ciegas por entre datos veraces, fingimientos, deseos, discursos ficcionales dentro de la ficción, entrevistas falsas, declaraciones inverosímiles, acusaciones interesadas, narradores no fiables, personajes desmemoriados o demasiado memoriosos, técnicas autoconscientes, referencias omitidas y olvidos amañados. Y enmarcando todo ello, controlándolo todo en una temporalidad rota y en una lógica alucinada, una pulsión extrema: el sexo como primer motor. Sexo adolescente, marital, bruto, violento, doloroso, deseado, solitario, degradado, pagado, incontrolado, doméstico, demente, cinematográfico, omitido, ardiente. La disolución de cualquier atisbo de moralidad choca con una imagen de la realidad producto del cine y de la publicidad. El dolor es real, la degradación moral es real, la denuncia es real. Pero en The Buenos Aires Affair todo termina siendo literatura. Y la literatura salva y condena.
2. Por utilizar, de manera muy simplificada, la terminología de la Teoría de los Mundos Posibles. 3. No solo se sistematizan como un listado, sino que se narran como «relatos intercalados» de elevado contenido sexual en el fondo y en la forma. Detalles de los encuentros, gustos personales, usos individualizados, sensaciones, orgasmos, drogas, alcohol, jaquecas… 4. En uno de estos momentos van apareciendo todos los hombres con los que se ha acostado o desearía acostarse en una fantasía erótica a la hora de la siesta en la que, a unas páginas (70-89) de extraordinario nivel estilístico en la narración, se unen una serie de notas a pie de página introducidas por asteriscos en los que el personaje de Gladys, se masturba. 5. La presencia de la ficción es constante en la novela de Puig, como en este caso. Eso provoca que el lector nunca sepa en qué nivel de realidad debe situarse, ni es consciente de los pasadizos entre estas distintas realidades, que se cruzan sin previo aviso provocándole una constante sensación de extrañamiento. 6. Y esto sí hubo de leerlo David Foster Wallace. 15
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Fragmento de la escultura El rapto de Proserpina de Lorenzo Bernini, Galería Borghese
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El cuerpo y el sexo en la literatura El cuerpo y el cuerpo por Marta Sanz
El alma de carne y hueso por Luisgé Martín
A, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde... el cuerpo por Cristina Gutiérrez Valencia
Lo nuestro no es un coitus interruptus por Brenda Navarro
Poéticas de la grieta y la desmesura o cómo tuve la ocurrencia de escribir Auto-sci-fi para el fin de la especie por Begoña Méndez 17
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EL CUERPO Y EL CUERPO por Marta Sanz
1. Hace algunos años, José Ovejero y Edurne Portela realizaron un documental estupendo titulado «Vida y ficción». En él repasaban los géneros y líneas temáticas más significativos de la literatura española del siglo XXI a través de nombres propios como Cristina Fernández Cubas, Rafael Reig, Luisgé Martín, Sara Mesa, Fernando Royuela, Rosa Montero, Antonio Orejudo o Manuel Vilas. El documental recogió reflexiones sobre literatura política, humor, literatura como concepto apasionado y apasionante, transgresión, muerte, cuentos, terrores… A mí me tocó hablar sobre el cuerpo en mi escritura. Hasta ese instante, no había medido todo lo que pesaba el cuerpo en mis libros. Desde el principio, y en todos y cada uno de los géneros con los que he trabajado: poesía, ensayo, textos autobiográficos, ficciones novelescas. Mi cuerpo dentro de una idea del cuerpo, y del cuerpo familiar y social. Mi cuerpo dentro del corpus literario. Lo contrahecho. Lo armónico. Las licantropías y transformaciones. Crecer en una realidad que no solo es lenguaje -pero también- y en un lenguaje que no siempre se hace realidad, pero a veces sí. Y es materia. 2. En «Vida y ficción», rodeada de las postales-fetiche de actrices que me envía el escritor Óscar Esquivias, balbucí palabras sobre el cuerpo. Con las postales adorno eclécticamente las estanterías de mi casa: Madonna desnuda se apoya contra el lomo del Ulises, Jean Harlow no deja leer los títulos de las obras de Simone de Beauvoir. Quizá la disposición y el atavío del salón tengan un significado. El colorismo, lo diverso, lo contradictorio marcan mis estilos. Durante el confinamiento, observé mucho mi casa y la comparé con mi escritura: escribí un diario cómico -había que rescatar la alegría durante la peste- llamado Parte de mí. Mi casa es un correlato -aprendo la palabra viendo el comienzo de Ciudadano Kane- de quien la habita y un indicador de mi poder adquisitivo. No hablamos solo de psicoanálisis, sino también de dinero. Se me podría diagnosticar un síndrome de Diógenes, pero limpito, en la decoración de mi casa, y en la mezcla de lo paleto y lo pedante de mi escritura: he emprendido una cruzada anti-anoréxica y anti-gentrificadora en la que la acumulación enumerativa no pretende
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ser exhibición del capital lingüístico, sino pura inseguridad y merodeo. Pruebo, pruebo, experimento, descubro, digo y superpongo. Sin embargo, mi cuerpo es más bien magro. De momento. Todo llegará. El Barroco se apoderará de mis carnes igual que se apoderará de mi destino. Inexorablemente. 3. En «Vida y ficción» hablo del cuerpo porque soy una mujer, y las mujeres a lo largo de la historia del arte y la literatura hemos sido siempre cuerpo. El cuerpo observado de la musa, extrañado de nosotras mismas, que se presenta en dos versiones: el campo semántico de la madre, la santa, la buena mujer a menudo inculta, se opone al cuerpo seductor que arrastra al hombre a la perdición. La mujer fatal con su cabecita loca o con todas sus modulaciones de egoísmo y perversidad es a menudo el polo más atractivo del pequeño imaginario: el gusto por el sexo, el afán de poder, el deseo de matar criaturas, el ansia de conocimiento, la brujería… Todo reconcentrado en la metáfora de una vagina voraginosa y prensil como rasgo distintivo de Amparo Orts, una valenciana ludópata y riquísima, casada con un podólogo, que aparece en Un buen detective no se casa jamás. A propósito de podología, me doy cuenta de que mis libros están llenos de centros de salud, especialidades y pruebas médicas: consultas de atención primaria -¿serán espacio mitológico en breve?-, pruebas de esfuerzo, espirometrías, espéculos ginecológicos, paritorios, casas de socorro, residencias de cuidados paliativos, dermatólogas perversas, bellísimas geriatras hechas de la materia imposible de la que están hechos los sueños… 4. El cuerpo y el cuerpo. El cuerpo de las mujeres es también la representación del cuerpo de las mujeres. Porque metabolizamos los referentes culturales. Lo que el canon literario masculino piensa del deber ser del cuerpo de las mujeres -y de su sexualidad- forma parte de mí hasta un punto en el que mi excitación a veces nace de la lectura o el visionado de ceremonias sangrientas contras cuerpos femeninos, violaciones, vejaciones. Esto lo cuenta con una honestidad estremecedora Elisa Victoria en Voz de vieja. El deseo de las mujeres se ha conformado secularmente a partir de una expectativa masculina. Mi deseo. Mi animal. Son suyos. Y yo
me rebelo para sacar a Tolstoi de los dedos de mis pies -no me entran los zapatos- y al Marqués de Sade de mis secreciones pancreáticas. De mi flujo vaginal. La representación del cuerpo de las mujeres a la que he estado expuesta desde niña tanto a través del relato familiar heredado -no depilarse es de guarras, las taras de la menstruación, el momento mágico o sanguinario de la pérdida de la virginidad, las maravillas dolorosas de la maternidad-, como a través del relato de la alta cultura -amor necrófilo, incestuoso, fatal de Las sonatas de Valle, el suicidio de Ana Karenina, el bovarismoo de la cultura pop -musas del destape, Nadiuska, Amparo Muñoz, Ágata Lys- han hecho de mí la mujer que soy. Una mujer contracturada que busca el hilo de su respiración. Y escribe Daniela Astor y la caja negra, y La lección de anatomía. Para pensar en voz alta y compartir luces y sombras sobre las relaciones maternofiliales, aborto, el descubrimiento del propio cuerpo, sexualidad, la mirada de hombre con la que juzgo a otras mujeres, el día del parto de mi madre, mi desnudo sin Photoshop a los cuarenta años, lo que aprendí de mis amigas, lo que les reproché, cómo en mi occipucio habita, igual que en los cajeros automáticos, un enanito patrón al que tengo que expulsar de ahí. Cuanto antes.
violencia extrema, intenté que el dolor fuera cruel y repulsivo. Escamotear el cuerpo de la mujer maltratada para que un ojo rijoso no se pueda pegar a la mirilla a fin de disfrutar de su estertor o su turgencia muerta. Escribí «Con la descripción del artefacto es suficiente». Para que los hematomas no se confundan con rosas. Para no perpetuar un lenguaje normalizado de dominación y belleza cruel que siempre se ceba contra el cuerpo de las frágiles. Porque no hay nada de erótico en el águila que picotea las tripas de Prometeo y, sin embargo, resultan encantadoras: Andrómeda en el acantilado, las Sabinas, el cuerpo, indeseadamente fecundado por una lluvia de oro, de Dánae que debería haber sido no solo hija de Acrisio, rey de Argos, y madre de Perseo… 6. En «Vida y ficción» también hablé del cuerpo como cuerpo del dolor y del placer. Un placer que, en el caso de las mujeres, a menudo fue objeto de tachadura y vergüenza. Cuerpo del crecimiento y de la enfermedad. Espacio de las impresiones de la muerte. Gozo y deterioro. Porque, como decía la escritora Katherine Anne Porter, el cuerpo no es un buen lugar para vivir. Supongo que ella se referiría a los instantes ominosos. Es decir, el tipo de instantes que comienzan a colonizar la experiencia del cuerpo a cierta edad o el tipo de instantes que, desde la infancia de las mujeres más atrevidas, se tiñen de culpa y miedo. También Olvido García Valdés dice: no tenemos otra cosa que el cuerpo. Que no hay sin el cuerpo. Que el alma es el cuerpo. Por eso difieren tanto las almas -las vidas interiores como materia literaria- de la riqueza y de la pobreza, de la salud y de la enfermedad, de los sexos y los géneros que les vamos superponiendo. En este sentido, quizá ahora comenzamos a entender. Pensamos en el cuerpo y en sus espoletas: genitales, ombligo, sinapsis cerebrales, ojo.
«El cuerpo observado de la musa, extrañado de nosotras mismas, que se presenta en dos versiones: el campo semántico de la madre, la santa, la buena mujer a menudo inculta, se opone al cuerpo seductor que arrastra al hombre a la perdición»
5. El cuerpo y el cuerpo era el título de un fragmento de Susana y los viejos. La duplicación, la serialización, el espejo en los cuerpos femeninos son imágenes metafóricas muy presentes en mis novelas: Amparo Orts y Jani, Ilse y Marina, Erica y Estefanía son gemelas monocigóticas idénticas en Un buen detective no se casa jamás. De nuevo en Susana y los viejos, Pola y Clara comparten un aspecto físico que se diferencia cruelmente por efecto de la clase social y del lenguaje para nombrar los cuerpos ricos y los cuerpos pobres. Pola es hija de papá y bailarina. Pola tiene una vagina papirofléxica. Clara es de pueblo y asistenta. Clara tiene chocho. Los nombres dan forma a la realidad. Añaden valores, subjetividades, puntos de vista ideológicos a las realidades nombradas. En pequeñas mujeres rojas, una mujer es torturada hasta la muerte y, en el ejercicio de esa
7. La memoria del cuerpo y el cuerpo de la memoria son conceptos inseparables para mí. Ambos cristalizan en dos textos mucho más relacionados de lo que pudiera parecer a primera vista: Vintage, un poemario, y pequeñas mujeres
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«Creo, laicamente y orillando todo pensamiento mágico, que el verbo se hace carne no porque de repente Eva brote de una costilla, sino porque la escritura es una acción que siempre significa algo en el cuerpo social. Lo que me preocupa es que dejemos de entender la lectura como un acto físico. Y que llegue el olvido y la imposibilidad de reparar lo roto» rojas, una novela. La voz de los niños perdidos y de las mujeres muertas, esa voz orgánica con la que se narran partes fundamentales de este último episodio de la trilogía de Zarco, apareció por primera vez en los versos que escribí aterrada por la posibilidad de que mi padre muriese: «Si mi padre muere antes de tiempo voy a convertirme en una mala». En Vintage se incluye un poema en prosa titulado «Huesos» en el que se inicia la polifonía fantasmagórica de pequeñas mujeres rojas. Porque también los fantasmas -igual que las ficciones- forman parte de nuestro cuerpo, nuestra genealogía familiar y el lado más traumático de nuestra historia. Desaparecidos y desaparecidas. Máculas y arrugas. En la conciencia. En la piel. En la boca del estómago. La memoria del cuerpo resuena en la hipótesis de padecer unas enfermedades frente a otras; el cuerpo de la
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memoria es el intento imprescindible de que el horror no se repita y se pueda prevenir el Alzheimer histórico y social. 8. La memoria del cuerpo y el cuerpo de la memoria acotan el espacio de una poética. En mi cuerpo se escriben mis placeres y mis dolores, mis trabajos, lo que he hecho, las frustraciones que me acomplejan o los amores que me encorvan o me agrandan. El miedo genético de las enfermedades familiares o el miedo a la precariedad. Mi cuerpo es un texto y simultáneamente yo pienso en mis textos como cuerpos. La máscara de la ficción se pega al rostro y lo define. A la vez, una determinada configuración de la calavera ahorma las ficciones a su estructura. La caligrafía es dibujo del sistema circulatorio. La punta del lápiz deja una marca sobre el cuaderno entero más allá de la sombra del grafito. La piel de la página debe atravesarse. La lectura se entiende como lección de anatomía o práctica espeleológica. Los textos se vivifican a partir del elemento sensorial. Los textos copulan con otros textos y con otros cuerpos-textos. Estoy prendida a esa realidad. 9. «No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo», escribió Marguerite Duras. «Bajo la piel hay un código secreto», escribió Jeannette Winterson. También he aprendido muchas cosas de Brigitte Giraud y de Dacia Maraini. Ya lo dije antes: de Olvido García Valdés. Tengo pendiente la lectura de Helene Cixous. Aunque, visto lo visto, quizá ya no me haga falta. 10. Muchas veces he declarado que escribo de lo que me duele. Me parece que esa declaración sigue siendo verdad. Lo que me duele -literal o metafóricamente- se transfiere a la carne del libro. Se somatiza. El caso más evidente de esta transformación es Clavícula. La fragmentación y el carácter híbrido de su escritura quiso ser un reflejo de cómo el cuerpo se rompe ante la experiencia del dolor. Con la mezcla de géneros y de registros -humor, costumbrismo, meditación literaria, literatura de viajes, escritura terapéutica…- se construyen destrucciones e incertidumbres. Miedos agigantados en el caso de una mujer blanca, pequeña, occidental, escritora, privilegiada afectivamente, con ingresos oscilantes hoy por fin satisfactorios. Quién sabe por cuánto tiempo. Cuerdita floja. El cuerpo del texto reclama mi derecho a la queja, íntima y pública. El derecho a visibilizar lo que no se dice porque es obsceno -queda detrás del telón por falta de interés literario-, vergonzoso, impropio de la boca de una mujer elegante o púdica. Acaso inteligente. Soy una mujer y, pese a estar condenada a abnegación y sacrificio, me cisco en la inteligencia que me queda, me quejo y enseño lo abyecto: estreñimiento, hemorroides, dolor de los huesos, ausencia de apetito sexual, sequedades corpóreas. Menopausia. Aprendí muchas cosas mientras escribía ese libro sanador: que mi dolor físico era inseparable de mi ansiedad, y que tanto mi
ansiedad como dolor físico resultaban incomprensibles sin la carga de unas condiciones materiales que se estrechan especialmente cuando eres una mujer. Clavícula aborda el cuerpo de los cuidados y el cuerpo del trabajo. El cuerpo de una mujer que fui yo y que reconoce sus enfermedades como consecuencias de la violencia patriarcal y capitalista. Habla de una fragilidad que también anida en el corazón de los hombres más jóvenes que no encuentran hueco para expresar sus miedos o su imposibilidad de cuajar un proyecto vital. La profesora María Ángeles Naval define esta modalidad de la literatura política, que es política porque es poética -y viceversa- como una autocorpografía. Es un buen nombre. 11. El lenguaje es altamente sensible a la contaminación ideológica y esa contaminación ideológica dimana del poder. De los dueños de las palabras. Pero confío en la capacidad de las palabras para intervenir en la realidad y en sus cuerpos. Creo, laicamente y orillando todo pensamiento mágico, que el verbo se hace carne no porque de repente Eva brote de una costilla, sino porque la escritura es una acción que siem-
pre significa algo en el cuerpo social. Lo que me preocupa es que dejemos de entender la lectura como un acto físico. Y que llegue el olvido y la imposibilidad de reparar lo roto. 12. Mi poesía completa se ha recogido en un volumen: Corpórea (No quiero perder a mi animal. Que no se vaya) Allí se reafirma la relación entre poesía y cuerpo, palabra y carne, más allá del éter y la supersticiosa espiritualidad de los objetos sin forma. No hay en literatura una idea que no sea un estilo. No hay nada que signifique al margen de la materia fonética y el peso -peso, peso- de las connotaciones. «Digo carne/ y la boca se me llena de carne. /La boca caníbal se me llena de la fibra,/ el amasijo,/la pasta de un filete barato. /Carne./Arrastrando la erre./Alargando la a./ Caaaaaarrrrne./La punta de mi lengua es el cuchillo/que corta el nervio». Mi animal es mi deseo. Mi animal es la niña hiperestésica, curiosa, colibrí, salvaje más que rebelde, gobernadora, la niña que se creía mala y estaba al borde una santidad extática. La niña que me comí hace muchos años y que hoy está muy dentro de mi tripa. Pepita Grilla me habla a voz en grito. Colabora a mi acidez.
Olympia(1863), de Édouard Manet. Museo de Orsay
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EL ALMA DE CARNE Y HUESO por Luisgé Martín
«El cuerpo no es un buen lugar para vivir», me dijo una vez Marta Sanz con su gusto por el callejón sin salida mordaz. Es cierto. El cuerpo no es buen sitio: está lleno de intemperancias y necesidades caprichosas —sobre todo eróticas—, se deja afligir por la enfermedad a menudo, e incluso el más glorioso de todos envejece, se corrompe y va llenándose de gusanos. Seguimos sintiendo que hay una dualidad, que nosotros somos sobre todo espíritu —llamémoslo así para
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entendernos, nada más—, que nuestro pensamiento, nuestras ideas, nuestro deseo o nuestras emociones tienen una entidad superior. Incluso los más materialistas tienen una fe inconsciente en esa dualidad. En mi ensayo El mundo feliz dediqué algunas páginas a reflexionar sobre ese espíritu sin cuerpo que dibujan algunos tecnocientíficos. Si realmente pudiéramos conectar nuestro cerebro a una especie de hardware, nuestro cuerpo moriría, pero nosotros podríamos seguir viviendo en la realidad virtual, en el metaverso, compartiendo todavía dentro de mil años nuestras pasiones o incluso nuestras fornicaciones con personas diversas. El episodio de Black mirror «San Junípero» fantaseaba con esa posibilidad. Había tacto, había olores, había saliva, pero todo era creado por un programa, como en Matrix. La ciencia nos da otras alternativas. La biogenética y la biotecnología, con la reproducción de órganos a través de la impresión 3D, por ejemplo, nos ofrecen la posibilidad de soñar con cuerpos falsos, restaurados, manufacturados, que sostengan nuestro espíritu. O incluso que lo modifiquen a voluntad: la ciencia ficción —Rosa Montero y su Bruna Husky, entre otros— ha hablado ya sugestivamente de la modificación o la creación de recuerdos; es decir, de la alteración de la biografía de las personas y por lo tanto de sus sentimientos. Soy libidinoso e hipocondríaco y tengo miedo a la muerte. De modo que el cuerpo y sus fragilidades han estado siempre en el centro de mi literatura, incluso cuando yo aún no lo sabía. Sobre todo, los asuntos que tienen que ver con la sexualidad, con el deseo y con el erotismo, que, por razones biográficas, se metieron en mis libros desde el primer momento. La muerte en Venecia, de Thomas Mann, fue un libro fundamental para mí: no como modelo, sino como contramodelo; para oponerme a él, para repudiarlo. Yo era aún joven cuando lo leí, y la juventud siempre es iconoclasta (o mitificadora). Pero andados los años, desde la madurez, hay algo de mi censura a La muerte en Venecia que sostengo enfáticamente todavía: la sublimación del erotismo, de la sexualidad, es la causa más probable de
«Soy libidinoso e hipocondríaco y tengo miedo a la muerte. De modo que el cuerpo y sus fragilidades han estado siempre en el centro de mi literatura, incluso cuando yo aún no lo sabía. Sobre todo, los asuntos que tienen que ver con la sexualidad, con el deseo y con el erotismo, que, por razones biográficas, se metieron en mis libros desde el primer momento» las insatisfacciones sexuales —vitales y literarias— que nunca acaban de marcharse. No queremos reconocer el deseo. No nos atrevemos a aceptar la animalidad simple. Y por lo tanto lo contaminamos todo de religiosidad, de transcendencia y de misticismo de cualquier clase. La historia de Gustav von Aschenbach es la historia de un hombre maduro, viejo, que quería follarse a un chaval impúber. Pero Mann —y en buena medida Visconti, en la película— lo disfrazan de expresión artística, de exaltación de la belleza (o más bien de la Belleza, con grandes mayúsculas). Es posible que solo fuera, como sostienen algunos (Colm Tóibin en su biografía novelada de Mann, El Mago, por ejemplo), un disfraz social, ante la imposibilidad de hablar del deseo homosexual directamente. Pero el hecho es que todos esos disfraces, a lo largo de la historia literaria, han ido creando la idea de que el cuerpo es solo una especie de güija que conecta con el más allá, con lo extrasensorial. Es decir, lo mismo que sostienen quienes creen que la sexualidad debe ser santificada porque es únicamente un instrumento de procreación. En mi segunda novela, con la soberbia que caracteriza a la juventud, me propuse enmendarle la plana a Thomas Mann (que en cualquier caso no es un autor que me resulte especialmente atractivo). Retomé su personaje de La muerte en Venecia, Tadzio, y le hice volver a la ciudad muchos años después, ya viejo, para morir. Allí se enamoraba de otro muchacho, como Aschenbach se había enamorado de él. Pero mi empeño era quitarle el disfraz místico por completo: Tadzio no se encontraba con la Belleza, sino con un chico guapo de carne y hueso con el que quería compartir la cama y la corta vida que le quedaba por vivir. La reivindicación de la belleza física —puramente física, y por lo tanto erótica— ha estado durante toda la historia de la literatura bastante ausente, y sigue estándolo. Que
La Celestina nos siga pareciendo una obra moderna es una prueba de ello. La opinión social contribuye a que esto siga siendo así, porque el puritanismo no acaba de irse nunca, es una de esas rémoras que sobreviven a todos los cambios sociales históricos. Todavía hoy mismo, en 2022, defender que el cuerpo es un objeto —o al menos que puede serlo a ratos— es considerado una monstruosidad moral o ideológica. Y la literatura paga ese lastre. Un síntoma: la literatura erótica española o latinoamericana de las últimas décadas, con muy pocas excepciones, ha sido subliteratura, libros de entretenimiento en los que el romanticismo y el deseo sexual se entrelazaban con una consistencia fragilísima, como ocurrió en la literatura internacional con 50 sombras de Grey. Sexo, lujo y pasión. Tal vez desde Las edades de Lulú no haya habido en español una obra mayor que, tomando la sexualidad como motor, haya sabido elevarse. El mundo LGTBI, por razones obvias, sigue siendo un campo de experimentación y de avance. En estos tiempos, la literatura trans, todavía escasa, abre algunas de las puertas más interesantes —en todos los sentidos— respecto al cuerpo. Reina, de Elizabeth Duval, y sobre todo Solo los valientes, de Alejandro Albán, le quitan todos los disfraces a la vivencia trans y ofrecen las claves no solo existenciales, sino también sexuales, de la experiencia de vivir en un cuerpo en mutación. El debate sobre el sexo y el género —uno de los más enconados de la actualidad— olvida a menudo que detrás de los argumentos ontológicos y metafísicos hay siempre cuerpos reales. Aunque sería teóricamente posible que las feministas transexcluyentes tuvieran razón al decir que no existe el género (la biología y la neurociencia parecen apuntar cada vez más a que sí existe, aunque no tenga que ver nada con los estereotipos azules y rosas), lo cierto es que las personas reales seguimos viviendo
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«Junto a los autores LGTBI, las mujeres son las que están abriendo los caminos de reescritura del cuerpo más interesantes. El cuerpo femenino, hasta hace muy poco, no existió literariamente, y hoy sigue marcado por la violencia más que por el deseo» hoy como si existiera. Acabemos antes con el género socialmente, si fuera posible, y no con el género de los individuos concretos. Es decir, no utilicemos a las personas como arietes de transformación, porque las personas tienen deseos reales, instintos reales y emociones reales. La sexualidad, trágicamente, ha sido siempre el campo de batalla de la moral. Podrían haberlo sido con más lógica la honestidad o la honradez mercantil, por ejemplo, pero fue la sexualidad. Quizá porque es más fácil conectarla con algo transcendente, con la idea de Dios. Por eso la infidelidad es socialmente mucho más grave que la deslealtad o que la desidia. Un marido o una esposa están autorizados a ocultar secretos o a desentenderse de su cónyuge, pero no a traicionarle sexualmente. Este asunto me fascina desde hace años, y por eso acabé escribiendo Cien noches, la que hasta el día de hoy es mi última novela. ¿Por qué le concedemos al cuerpo —a sus instintos, a sus deseos— la capacidad metonímica de representar todo lo que somos? Es cierto que solo somos un cuerpo, desde el punto de vista más materialista, que comparto en este caso. Pero también es cierto que no es al cuerpo al que le atribuimos los deseos de leer, de ver arte, de reflexionar sobre la muerte (paradójicamente) o incluso de gozar con los paisajes de la naturaleza. Todo eso puede pertenecernos en exclusiva y podemos compartirlo con
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cualquiera sin traicionar nuestro amor. Sin embargo, el cuerpo sexual, los miembros —genitales o no— deben ser consagrados en exclusiva a alguien. A menudo leemos novelas y cuentos que parecen hablar de los sentimientos, pero que en realidad hablan del cuerpo y de su sexualidad. Y al revés (o casi): libros que pretenden trascender la sexualidad hablando de ella son tomados como libros de género. Yo he sido calificado en muchas ocasiones de novelista erótico, cuando jamás lo he sido. La literatura erótica —aunque todas las taxonomías pueden revisarse— trata de excitar al lector, de proporcionarle un placer derivado de sus sentidos; la literatura de sexo o con sexo trata de abordar todos los conflictos humanos en los que este está implicado. Que son muchos más de los que se suelen reconocer. Sara Mesa es una de las autoras que ha conseguido cambiar la forma de aproximarse a todo. También a la sexualidad, al cuerpo. Tanto en Cicatriz como en Un amor, sobre todo, crea estados sexuales literarios de una intensidad perturbadora. Convierte los cuerpos en objetos, en mercancía con la que se negocia no de una forma mercantil, como en la prostitución, sino casi existencialmente. Ese modo de mirar al cuerpo está a contracorriente de los tiempos, que suelen empeñarse en acercarse a él con una mirada religiosa o trascendente, como ya he señalado. Junto a los autores LGTBI, las mujeres son las que están abriendo los caminos de reescritura del cuerpo más interesantes. El cuerpo femenino, hasta hace muy poco, no existió literariamente, y hoy sigue marcado por la violencia más que por el deseo. En la última novela de Lara Moreno, La ciudad, hay un episodio —varios, en realidad, pero uno más explícitamente sexual— en el que el deseo de la protagonista principal y la sumisión de ese deseo al placer de su pareja derrumban cualquier paisaje de normalidad. En 2022, la sexualidad sigue siendo todavía una marca de desigualdad y un síntoma de los desequilibrios psíquicos y emocionales de los seres humanos. Aquellas ilusiones de avance imparable que se abrieron en los años 60 se han ido esfumando poco a poco, a pesar de los indudables progresos que se han producido. Los cuerpos siguen estando llenos de tabús. No solo los cuerpos que no son normativos —el sexo de los gordos, de los ancianos o de los discapacitados sigue estando bastante ausente de la literatura; no tanto del cine—, sino cualquier tipo de cuerpo. En los últimos años he continuado mis investigaciones sobre el sexo heterodoxo de un modo menos intuitivo y más documental, a través de lecturas, de papers universitarios y de indagaciones periodísticas directas. El resultado fue el ensayo ¿Soy yo normal? Filias y parafilias sexuales. En la literatura española hay también una escasez clamorosa de este tipo de libros. La mayoría de los
publicados —de gran calidad, por otra parte— se centran en aspectos médicos o psicológicos, pero no entran en la reflexión social sobre la sexualidad. Gracias a la escritura de este libro pude ratificar la mayoría de las ideas que había ido intuyendo en mis libros anteriores sobre la sexualidad: los prejuicios y los miedos interiores derivados de ellos limitan dramáticamente la vida espiritual del cuerpo. A mi juicio, la sexualidad forma parte de la estructura más profunda de la personalidad humana y configura incluso algunas corrientes de la Historia. Hace algunos años comencé un proyecto narrativo — retrasado por la falta de tiempo— que trata de repasar algunos de los grandes conflictos históricos del siglo pasado. Hace algunos meses, leyendo las anotaciones que había tomado, me di cuenta de una peculiaridad: me había acercado a esos conflictos a través del deseo, del cuerpo, de la belleza y de la divergencia sexual. No era un
acercamiento deliberado, sin una especie de instinto que me lleva casi obsesivamente a mirar siempre desde ese ángulo. El horror de los jemeres rojos, la Primera Guerra Mundial, la revolución cubana o el genocidio de Ruanda son episodios de una complejidad gigantesca en términos políticos, históricos y sociales. Acercarse a ellos a través de lo íntimo, de la sexualidad y del deseo, no deja de ser una anormalidad literaria, pero, como siempre se ha dicho, la obstinación es también un rasgo de estilo. Estoy convencido, en todo caso, de que ni mi obsesión ni diez obsesiones semejantes servirían para equilibrar el abandono o el silencio literario en el que siguen escondidos los cuerpos de carne y hueso, los genitales, los pezones, los anos, los dos metros cuadrados de piel que tiene aproximadamente cada adulto. Dos metros cuadrados que cubren carne, músculos y vísceras, pero que en literatura sobre todo siguen envolviendo esa cosa extraña a la que llamamos alma.
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A, ANTE, BAJO, CABE, CON, CONTRA, DE, DESDE... EL CUERPO por Cristina Gutiérrez Valencia Esto que tocas no es un libro Esto que tocas es mi cuerpo. J.A. González Iglesias
E
n El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon, ambientada en los años finales de la II Guerra Mundial, su protagonista, el militar norteamericano Tyrone Slothrop, sufre -el término no es inocente- una erección cada vez que lanzan una de las bombas alemanas V-2. Ya lo decía, al parecer, Oscar Wilde, que todo en la vida trata sobre el sexo, excepto el sexo, que trata del poder. Si lo pornográfico se define por la capacidad de estimular la sexualidad, Slothrop, entre la erótica del poder y el poder de lo erótico, nos muestra cómo la violencia ha sido el detonador de ciertas pulsiones sexuales, y cómo, en última instancia, Eros y Thánatos están condenados a encontrarse. Susan Sontag explicaba en «La imaginación pornográfica» que Bataille entendía con más claridad que nadie que el auténtico leitmotiv de la pornografía no es el sexo, sino la muerte. Como escribe la escritora argentina Leila Sucari en Fugaz, «deceso suena a deseo». Si apuntamos el misil a otras coordenadas más cercanas, como los países de habla hispana en lo que llevamos de siglo XXI, nos encontramos con un conjunto de narradoras, de las cuales veremos aquí una muestra necesariamente incompleta, que vienen a expandir la visión falocéntrica de Slothrop, y a mostrar que la navaja extendida ante el cuerpo femenino no tiene un solo filo, ni es la de Ockham, sino que es compleja y multiusos. No es que la literatura clásica se haya limitado a este respecto a la relación entre cuerpo y sexualidad, basta recordar a Rabelais y la deglución y lo escatológico de Gargantúa y Pantagruel, o la llamada prosa peristáltica, imitadora de la digestión, de James Joyce en algunos capítulos del Ulises, pero debemos reconocer que en la Historia de la Literatura la nota predominante ha sido el cuerpo de la mujer como objeto de deseo. El nuevo corpus en español de este milenio ya no es neutro, como el sustantivo latino del que procede, sino que
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en lo relativo al cuerpo se ha hecho femenino plural y parece que se está cumpliendo el desiderátum de Hélène Cixous en La joven nacida: una escritura del cuerpo. En el plano sexual encontramos algo parecido a la declaración reciente de Jesús Palacios sobre el séptimo arte, «el nuevo milenio está asesinando a Eros en el cine actual». En las narradoras en español, pese al predominio del cuerpo, no hay apenas literatura erótica o pornográfica, sino que el sexo y el cuerpo se problematizan, son racionalizados en sus dimensiones relacionadas con la violencia o el poder (todo por el cuerpo pero sin el cuerpo), o encarnados formalmente en un estilo sensual, sensorial, pasional, exuberante, o utilizados como motor (el cuerpo como cerebro de la escritura frente al logocentrismo), pero no instrumentalizados para la excitación ajena. Por la misma razón podría explicarse la casi total falta de humor en estas narraciones: los humores corporales han bajado de cuatro a cero en el proceso escritural de indagación en nuestra materialidad y sus derroteros simbólicos, identitarios o históricos. Hay obras que indagan en el despertar sexual, a veces de la sexualidad femenina heterosexual, como en la hipersexualizada La memoria del alambre, de la española Bárbara Blasco, o en «Amar al padre» (en Primera persona) desde la autoficción y en Hasta que pase un huracán desde la ficción, ambas de la colombiana Margarita García Robayo, que naturaliza la sexualidad como parte de una cultura caribeña en la que el calor se apodera de los cuerpos. Otras veces de la sexualidad femenina homosexual, como en algunos cuentos de Quiltras, de la chilena Arelis Uribe, en Nombres y animales, de la dominicana Rita Indiana, o en Panza de burro, de la española Andrea Abreu. En esta última novela aparece también un tema recurrente en varias obras, el asunto de la masturbación femenina en la infancia y adolescencia, como ocurre, tratado desde la inocencia, en la
novela autoficcional El cuerpo en que nací, de la mexicana Guadalupe Nettel, o de forma mucho más turbia en la ficción de la novela Mandíbula, de la ecuatoriana Mónica Ojeda. Estos primeros pasos se acercan a veces a lo siniestro a través de las relaciones femeninas que rozan lo incestuoso, como las hermanas del cuento de la boliviana Liliana Colanzi en Ustedes brillan en los oscuro que juegan a la vaca y el ternero (una se subía el camisón y la otra chupaba su teta), o la madre e hija de La débil mental, dentro de la trilogía de la pasión de la argentina Ariana Harwicz, en las que ambas giran en un frenesí sintáctico de deseo, sexo, masturbación y destrucción que conducen hacia la locura. El incesto, esta vez con el padre y que da paso a una maternidad recluida y que resulta también enloquecedora, se da en La azotea, de la uruguaya Fernanda Trías. Relacionada con estos primeros descubrimientos está la educación sexual, tratada en narraciones como en las autobiográficas y opuestas en el sentido educativo El cuerpo en que nací de Nettel y Educación sexual. Folletín adolescente de García Robayo. En la primera se ve reflejada la absoluta libertad sexual en la que los padres creían y educaron a su hija, lo cual no la preparó para la comprensión de la sexualidad real, a veces encarnada en el abuso, como el que sufrió su vecina; en la segunda se refleja una educación sexual restrictiva y religiosa en un colegio del Opus Dei, en el que se cambia la educación sexual obligatoria en el país por un curso de castidad, lo que produce el efecto contrario, con alumnas embarazadas, desenfreno libidinoso y una violación múltiple. El mismo contexto de un colegio del Opus es el de la ya mencionada Mandíbula. En esta novela de perversidad sexual adolescente lo que comienza como un juego termina con la mitificación de lo sexual a través del llamado Dios Blanco. Todavía mucho más clara pero en este caso positiva es la mitificación de la sexualidad y la creación de una mística del cuerpo en Lxs niñxs de oro de la alquimia sexual, de la peruana Tilsa Otta, a cuya protagonista Dios le muestra imágenes del futuro cuando tiene orgasmos con su novio, por lo cual inicia una búsqueda que la lleva a la magia y la orgía. En general, sin embargo, se puede observar también un movimiento contrario, de desacralización, que no tiene que ver tanto con quitarle importancia al sexo o el cuerpo, sino precisamente de darles valor desde su propia carnalidad, sin relacionarlos con un halo espiritual ni racional: en Sanguínea, de la ecuatoriana Gabriela Ponce, el flujo de conciencia se convierte en ese flujo sanguíneo estilístico que narra su pulso y su pulsión sexual, el placer más descarnado que a ratos se asemeja al dolor. Sangre y erotismo se unen también en el vampirismo de la protagonista de Malasangre, de la venezolana Michelle Roche Rodríguez. En esta preponderancia de la corporalidad se enmarca el hecho de que al principio de El asedio animal la colombiana Vanessa Londoño coloque la cita «Somos cuerpos encerrados en almas», de Margaret Cavendish, y en la novela Mandíbula de Mónica Ojeda encontremos que «el alma es la cárcel del cuerpo».
«Si apuntamos el misil a otras coordenadas más cercanas, como los países de habla hispana en lo que llevamos de siglo XXI, nos encontramos con un conjunto de narradoras, de las cuales veremos aquí una muestra necesariamente incompleta, que vienen a expandir la visión falocéntrica de Slothrop, y a mostrar que la navaja extendida ante el cuerpo femenino no tiene un solo filo, ni es la de Ockham, sino que es compleja y multiusos» La apertura hacia otras sexualidades que forman parte del tabú, los fetichismos o la no normatividad se encuentran también con bastante facilidad en el nuevo milenio. La sexualidad de las personas discapacitadas puede verse en el encuentro entre Kamtchowsky y un chico con síndrome de Down en Las teorías salvajes de la argentina Pola Oloixarac, en el deseo del primo discapacitado en La débil mental de Harwicz, en el «vecino mongólico» de la abuela que le enseña su pene a la protagonista de Lo que no aprendí de García Robayo y sobre todo en Lectura fácil, de la española Cristina Morales, en la que cuatro primas con discapacidad tratan de disfrutar libremente de su sexualidad y su vida frente al sistema. El voyerismo, por su parte, se presenta en «Afortunada de mí», último relato de Qué vergüenza, de la chi-
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lena Paulina Flores, la morbosidad turbia del sexo a cambio de favores es la clave ambiental de Un amor de Sara Mesa, y la necrofilia asoma brevemente en La memoria del alambre de Bárbara Blasco. Pero sin duda la reina de las divergencias sexuales es la peruana Gabriela Wiener, que explora en su propio cuerpo y a través de la observación directa, tanto en sus crónicas gonzo-sexuales de Sexografías como en Nueve lunas, aspectos como la pornografía (desde los productores a los consumidores), la transexualidad, la prostitución, el sexo con muñecas, las parejas swingers, la bisexualidad, el poliamor y la poligamia, la excitación del sadomasoquismo o el deseo de las embarazadas. También trata asuntos corporales no relacionados directamente con la sexualidad, como el efecto de la ayahuasca, la donación de óvulos, el embarazo, el aborto, el parto, o los tatuajes de los presos (un tema, el de la tinta inserta en la piel, que la emparenta con la española Begoña Méndez en Autocienciaficción para el fin de la especie, que es un buen ejemplo de pensamiento desde el cuerpo). En la última obra de Gabriela Wiener, Huaco retrato, aunque persiste la sexualidad, omnipresente en su obra, el cuerpo se liga también desde la primera persona a la identidad personal, familiar, y sobre todo cultural y racial, transitando desde el deseo en el duelo por el padre a la identidad migrante
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de piel oscura de regreso al país expoliado por el antepasado blanco. Carne y migración son también esenciales en el relato «Biografía», en Sacrificios humanos, de la ecuatoriana María Fernanda Ampuero, en el que una inmigrante indocumentada consigue escaparse de un asesino de mujeres migrantes y utiliza esta precisa metáfora: «las mujeres desesperadas somos la carne de la molienda. Las inmigrantes, además, somos el hueso que trituran para que coman los animales. El cartílago del mundo. El puro cartílago. La mollerita». La argentina Fernanda García Lao escribe en Nación vacuna una pseudoucronía en la que a través del canibalismo y la «prostitución patriótica» se hace patente cómo el cuerpo es usado literalmente por el estado, el gran embaucador, con la excusa del enemigo extranjero, a través del control del discurso, como si pusiéramos en práctica hasta las últimas consecuencias los presupuestos de Foucault sobre el régimen de poder-saber-placer en La voluntad de saber. En la distopía narrada por la también argentina Agustina Bazterrica en Cadáver exquisito la metáfora se encarna en la realidad postapocalíptica, pues tras infectarse toda la carne animal con un virus los humanos comienzan a crear granjas de inmigrantes para el consumo. El canibalismo requiere la deshumanización de las llamadas «cabezas», a las que cortan las cuerdas vocales y de las que no se permite «gozar». La prohibición del sexo las deshumaniza para, supuestamente, humanizar a los antropófagos y concienciar de que es solo carne lo que comen, dándose realmente una doble animalización. Esta animalización, no obstante, no siempre es vista de forma negativa, sino que se asocia al regreso al cuerpo, al instinto y a la naturalidad de la animalidad y la sexualidad salvaje (recordemos que el volumen que reúne la poesía de la española Marta Sanz, titulado Corpórea, lleva el subtítulo No quiero perder a mi animal. Que no se vaya). En Ampuero vemos claros la animalización y el canibalismo en el relato «Monstruos», de Pelea de gallos, en el que dos gemelas son comparadas con un toro y un gusano, y una de ellas sueña que aparecen «por todos lados bebés monstruosos pequeñitos como ratas a comérsela a bocaditos», pero también la salvación por lo salvaje, por la vuelta a la animalidad en «Subasta», donde la hija de un gallero es secuestrada y cuando violan a otra mujer a su lado, vacía su vientre y actúa como un animal salvaje para que nadie puje por ella y ser liberada. También es salvada por lo salvaje la protagonista de «Piel de asno» (en Tierra fresca de su tumba), de la boliviana Giovanna Rivero, cuya llegada a una reserva en Canadá, junto con el góspel y la visión de una osa combaten milagrosamente un tumor: «llevo el espíritu de esa osa en el centro de mis hemisferios y es la osa la que canta y la que ruge». Una autora de la que ya hemos hablado, Mónica Ojeda, investigadora además del pornoerotismo de escritoras del exilio latinoamericano en los años 80, es una de las figuras más interesantes en la tematización del sexo en relación a la violencia, al horror, a lo abyecto. Además de las turbulentas
relaciones de poder entre mujeres de Mandíbula, en Nefando lleva al límite la obscenidad aberrante de la pederastia incestuosa al tratar la filmación del abuso sexual de unos padres a sus hijos, que al crecer utilizan esas grabaciones para crear un videojuego en la deepweb. Esta conexión entre sexo, violencia y abuso por parte de los hombres es probablemente la más fértil de esta literatura. Desde lo autoficcional narran la historia de sus abusos y violaciones las españolas Lidia Caro Leal y Paula Bonet en Los años que no y La anguila, respectivamente, y la argentina Belén López Peiró en Por qué volvías cada verano, que relata los abusos por parte de su tío y sus consecuencias («Y despatarrada quedó el resto, lo que no sirve y está por desechar. La sobra. Mi sobra. Mi cuerpo»), y desde la ficción recrea la historia de una violación en grupo la también española Cristina Araújo en Mira a esa chica. La violencia exacerbada hacia los cuerpos femeninos, a través de bucles repetitivos de violaciones, torturas o mutilaciones son la constante en La sangre de la aurora, de la peruana Claudia Salazar Jiménez, que enfoca la brutalidad del contexto de Sendero luminoso en lo femenino a través de tres mujeres que son capaces de desear, pero son asimismo testigos, víctimas y armas de la masacre a machetazos, los rostros comidos por los perros, las violaciones múltiples en fila como tortura o la conversión del propio cuerpo en arma violenta: «Dedos bala. Brazos fusil. Cuerpo revolver». Las amputaciones y el sentimiento del cuerpo extirpado de los miembros fantasma no son poco habituales, aparecen en El asedio animal de Londoño, donde a una mujer le cortan las piernas con una motosierra y la dejan morir, a otra le mutilan los brazos con un machete y paga para que le prendan fuego (como se queman en hogueras para protestar por esta forma de violencia machista las mujeres de «Las cosas que perdimos en el fuego», de la argentina Mariana Enríquez) y a otra le amputan la lengua; en La muerte me da, de la mexicana Cristina Rivera Garza, donde una serie de hombres son mutilados y asesinados en una castración no solo simbólica que supone el reverso de los feminicidios tan literaturizados en la narrativa contemporánea latinoamericana, o en Fruta podrida de la chilena Lina Meruane, en este caso por la diabetes -igual que en un personaje de Las malas de Camila Sosa-. A veces la violencia va aparejada a la maternidad y la animalidad del parto («Experimentaré / lo animal del parto / la sangre, el sudor / y la fuerza», escribe Paula Bonet en Cuerpo de embarazada sin embrión, donde habla de sus abortos), como en «La cueva» de Liliana Colanzi, donde una mujer primitiva pare gemelos y los degüella allí mismo, o de nuevo en El asedio animal, cuando la protagonista es llamada para atender el parto de unos mellizos sobre el suelo porque comparan su costumbre de cortar arroz en el monte con las tareas que le encomiendan: «cortar la tripa es como filetear la paja del grano». Otras veces la violencia proviene de la falta de aceptación de los cuerpos o identidades sexuales y de género di-
ferentes, sea la propia, como la niña gorda que se hace cortes con tijeras en los muslos en el relato «Hermanita» de Ampuero, o la ajena, como en la autoficción de la argentina Camila Sosa sobre un grupo de travestis prostitutas en Córdoba, que son maltratadas sistemáticamente («Eso somos como país también, el daño sin tregua al cuerpo de los travestis»), incluida ella, abusada desde muy joven: «Desde ese día mi cuerpo cobró un valor distinto. Dejó de ser importante el cuerpo. Una catedral de nada», pero también más adelante: «Nuestro cuerpo es nuestra patria». Otros aspectos del sexo femenino tratados son la primera menstruación, que aparece en el ámbito de las narraciones del yo en La lección de anatomía de Marta Sanz o en «Amar al padre», de García Robayo, y descrito desde la ficción en «Monstruos», de Ampuero; la maternidad, desde su deseo desesperado (Casas vacías, de la mexicana Brenda Navarro), su rechazo («El día que mi madre me habló de la experiencia de su parto decidí que nunca tendría hijos» dice Marta Sanz en La lección de anatomía. También en Contra los hijos, de Lina Meruane) o la lactancia y su escritura obsesiva y alienante, que se observa muy bien en Fugaz, de Sucari y en «Leche» de García Robayo. Sexualidad y enfermedad riman y se entrelazan en la narración de Dicen los síntomas, de Bárbara Blasco, quizá porque la degradación corporal por la enfermedad y enferm-edad son asuntos capitales. Mi cuerpo también, de la española Raquel Taranilla, analiza la relación de la joven autora con el cáncer y el discurso de la enfermedad (y sus metáforas). Guadalupe Nettel y Lina Meruane afrontan en El cuerpo en que nací y Sangre en el ojo sus dolencias oculares y cómo cambian estas sus lazos con el otro, con su identidad y su escritura, lejos ya de la sombra de Borges. En Diario del dolor la mexicana María Luisa Puga utiliza la segunda persona con su propio dolor producto de la artritis. La chilena Diamela Eltit, en Jamás el fuego nunca, quizá la novela donde con mayor densidad aparece la palabra cuerpo de todas las citadas, narra la decadencia del cuerpo propio y del compañero, similar a la del proyecto revolucionario que ambos encarnaban. A ellos se añaden el cuerpo del hijo muerto y el de los ancianos que la protagonista limpia en su trabajo, tratando de deshacerse de los remanentes y los olores corporales que anticipan la muerte cercana. Las células de todos estos cuerpos y las células políticas a las que han pertenecido se hacen una: «quizá lo más sensato sería decir de una vez por todas: nuestro cuerpo, para asumir que estamos fundidos en una misma célula, en la célula que somos y que nos dispara ya hacia la crisis». El cuerpo, efectivamente, no es eterno y acaba descomponiéndose, pero, en una época de obsesión por los anticuerpos, al corpus hispánico sobre (pongan aquí la preposición que les plazca) el cuerpo femenino no dejan de salirle miembros que habrá que ir analizando bajo el atento microscopio de lo literario.
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LO NUESTRO NO ES UN COITUS INTERRUPTUS por Brenda Navarro
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na de las primeras preguntas que me hicieron muchas personas cuando publiqué mi segunda novela, se enfocaba en el posible sufrimiento de escribir frente a la hoja en blanco del segundo libro. ¿Te costó trabajo, sufriste en el proceso, te pesaba el «éxito» de la primera novela? Y aunque entendía el planteamiento, no lograba conectar verdaderamente con ello. ¿Por qué se tiene que sufrir al escribir un libro o por qué tendría que ser un peso lo antes escrito? La primera vez, justo por el cariño y la cercanía que tenía con mi interlocutor, me atreví a bromear y decir que esas preguntas no podía hacermelas por la simple razón de que yo no era un hombre. Es decir, que esos planteamientos sobre dolor y sufrimiento frente al proceso creativo no podía plantearlo una persona, que como yo, tiene que hacer malabares con su tiempo para poder sentarse a escribir. ¿Cómo tener miedo o sentir pesar a lo que se desea y en lo que se trabaja? ¿Cuáles son los parámetros con los que medimos escribir literatura? Si mis dobles y a veces triples jornadas de trabajos domésticos y de cuidados, exprimen cada minuto de mi vida, ¿por qué el acto mismo de escribir -sentarse frente a una pantalla y comenzar a teclear- tendrían que ser abrumador si es lo que busco con ahínco cada que se me presenta una historia que quiero contar? Broma o no, mucho se ha hablado sobre la forma en que el canon literario se ha construido a partir del movimiento de la Ilustración que nació a mediados del S.XVIII (búsqueda del conocimiento a través de la razón) y de cómo la ausencia de experiencias y textos escritos por mujeres ha permeado en la forma de concebir la literatura, incluso cuando es un hecho social. Pierre Bourdieu, en su libro Las reglas del arte: génesis y estructura del campo literario (1995), exponía que aquella idea del genio todopoderoso y casi tocado por la divinidad, no era sino el producto de las determinantes sociales y de
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la subordinación estructural que hace la burguesía respecto a la concepción que se tiene del arte. No es baladí, entonces, pensar que las exigencias que tienen las clases burguesas respecto a lo que debe de ser la literatura genere una tensión en todas aquellas personas que aspiran a cumplir con el mandato burgués de cómo debe de vivirse y experimentarse el arte: a base de mucho esfuerzo, trabajo y meritocracia que será compensado por el otorgamiento del halo de divinidad al que se supone que todo escritor pretende ser reeconocido como parte del campo literario. Sin embargo, no es así en el mundo actual. Por mucho que deseemos postergar esa idea de herencia cultural europea sobre quién es y puede escribir literatura, las condiciones sociales, políticas y económicas han devenido en la precarización de las personas que se dedican a actividades literarias y culturales. No hay mecenas, industria editorial o estados-nación que sean capaces de sostener la lógica de una élite cultural burguesa al cien por ciento. Además, desde que el papel determinante de las redes sociales se ha establecido como punta de lanza del mercado editorial, las reglas del juego han cambiado. Los campos literarios atraviesan diversas variables que ni el más perverso de los panoramas podía plantear dentro del S.XX. Si a principios de la primera década del siglo XXI la búsqueda de la democratización del conocimiento se manifestaba por medio la llegada de internet y mediante blogs, MySpace, etc. En esta segunda década, los likes, los posts, las stories, los videos de TikTok y la viralización de contenido nos han metido en una vorágine corrupta en la que tanto escritores como escritoras se han convertido en el producto a vender. No hay libro que no tenga detrás de sí una serie de pasarelas frente a la prensa para que se hable una y otra vez de los temas de los libros, no de los textos en sí mismos. No hay escritor o escritora que
se salve de tener un portafolio de fotografías actuales que den buena imagen en Instagram, ni de las constantes peticiones de imágenes, vídeos y mensajes por servicios de mensajería instántanea para tener enganchadas a las audiencias. El cambio de paradigma de lectores y lectoras que leían en soledad y en silencio, ha dado paso hacia la concepción de audiencias, ergo, clientes, que además de tener un papel activo dentro de las decisiones editoriales, también han reclamado el derecho a la calidad, no como críticos de un texto, sino como clientes decepcionados que pueden hacer fila para hacer devoluciones de finales,
personajes o capítulos no deseados. Sin embargo, estos nuevos clientes también han influido para que la mercadotecnia editorial normalice la precarización del gremio. No de todes, claro, existen quienes debido a la pertenencia a las élites, pueden sortear los ires y venires de una economía cultural que no termina por crear sus propias reglas y que, por lo tanto, agudiza que quien escribe no solo tiene que dividir su tiempo entre los trabajos que le dan dinero, sino también, -especialmente las escritorasentre los labores domésticas, el cuidado de sus comunidad y el tiempo de promoción. Estos tres últimos rubros, generalmente, sin pago.
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«Ante este panorama, el cuerpo, -la utilización de mi cuerpo y la percepción del mismo- se hace más presente en mi día a día. ¿Qué tanto involucro lo que sucede en mi cuerpo en el proceso creativo? ¿Cuánto permito que esta representación de mi identidad cultural sea un performance de mi persona sin que sea mi yo?» Ante este panorama, el cuerpo, -la utilización de mi cuerpo y la percepción del mismo- se hace más presente en mi día a día. ¿Qué tanto involucro lo que sucede en mi cuerpo en el proceso creativo? ¿Cuánto permito que esta representación de mi identidad cultural sea un performance de mi persona sin que sea mi yo? ¿Hasta qué punto tengo verdadera conciencia de las formas en que debo crear/generar el performance que haré de mi imagen a la hora de promocionar mi trabajo? Pero, especialmente, cómo puedo ser capaz de seguir siendo responsable de que el momento en el que me dedico físicamente a estar sentada frente al ordenador y ejercer mi proceso creativo me pertenezca en tanto mi propia experiencia del «yo»
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Vuelvo al inicio: ¿Fue difícil el proceso creativo de mi segunda novela? Sí, por los términos materiales en los que se desenvolvió: una pandemia que trajo consigo la ausencia de autonomía corporal y de espacio-tiempo. ¿Lo disfruté? También, porque era justo en los espacios compartidos, -un apartamento pequeño dentro de un barrio de Madrid- que no daba la posibilidad a que yo pudiera aspirar a esa idea burguesa de la habitación propia; por el contrario, comprobé que, como ya lo había dicho la escritora Gloria Anzaldúa, se escribe donde se puede y a la hora que se puede. (La premio Nobel Alice Munro, ya ha contado que escribe cuentos porque es el formato que más se acomodaba mientras cuidaba a sus hijas y planchaba la ropa). Así que la preparación corporal del acto mismo de escribir, comenzaba a partir de la planeación del hecho: apartar los quince o treinta minutos que podía salir a la calle y escuchar música para «ambientarme» en la atmósfera que me exigía la novela y después, tomar notas de la forma en la que deseaba desarrollar los capítulos del texto, para que al final, -podían pasar unas horas o días para que esto sucediera-, el proceso creativo que iniciaba mientras caminaba, lavaba trastes, hacía de comer o cuidaba a mis hijas, se materializara en lo que poco a poco fui denominando como «la cita para hacer». Ese tiempo-espacio en el que después de bañarme y desayunar, podía sentirme preparada para escribir. Escribir como ese «trance» en el que no deberían de existir interrupciones, ni pendientes más importantes que el acto mismo de teclear las ideas trabajadas con anterioridad. Lo que sucedía con mi cuerpo en esos momentos ha sido tema de conversaciones entre colegas: ese desear con todas las fuerzas poder dar rienda suelta a las ideas, pero también a ese dolor de barriga que te da la emoción de estar escribiendo y esa ansiedad de poner punto final que se refleja en una especie de paz interior que deseamos repetir una y otra vez, una y otra vez. Y que a su vez me mantiene en la condición de querer escribir a pesar de lo que significa ser escritora no-burguesa en estos momentos. La primera vez que hablé de esto en público fue en un encuentro con las escritoras Katixa Agirre y Michelle Roche, en un diálogo en el Centro Cultural Conde Duque a finales del dos mil veinte. Si bien, la conversación versaba sobre maternidades, el proceso creativo tomó relevancia justo por la condición de madres tanto de Agirre como mía. Y salió así, de manera espontánea, como si no hubiera público frente a nosotras (o justo porque éramos conscientes de que hablábamos entre muchas). Sucedía que la falta de tiempo incrementaba la emoción que nos causaba sentarnos a escribir, por lo que era posible equi-
pararlo al preámbulo de una cita romántica destinada al ejercicio y disfrute del acto sexual: Anticiparse poniendo una fecha concreta, prepararse emocional y corporalmente, ilusionarse, no dejar de pensar en ello y después, en el acto mismo de escribir, disfrutarlo a tal punto que lo sigamos buscando e intentando tantas veces sea necesario hasta dar el acto por concluido. El fin de la ficción y la vuelta a la realidad. ¿Puede sufrirse la escritura de un texto cuando se concibe así? No. Se disfruta, se ansía, se espera, se busca, se encuentra. Hay encuentros. Porque en realidad el acto de escribir es una especie de enamoramiento que no busca sino el placer mismo. Escribir da placer. Y por eso sigo/seguimos escribiendo. Tejemos vasos comunicantes mediante hilos conductores que llevan a la poligamia literaria. Un día leo a una mujer, otro a un hombre, otro a un muerto, otro a una escritora jovencísima. No me canso. Leo coqueta y atenta, aprendo, sopeso, comparo, introyecto. Y luego, me miro dentro del espejo interior para buscar ese divertimento que me entusiasma a pesar de que el lapso entre un texto y otro sea distendido y se prolongue por meses o años. El deseo al proceso creativo como fin mismo de la literatura. No el reconocimiento del campo literario exhibido por Bourdieu, no los tuits virales, no las reseñas ausentes o el cúmulo de ellas. El proceso de escribir y echar a volar la imaginación que traspasa no solo las conexiones neuronales del acto mismo de pensar, imaginar y crear (poiesis) sino que atraviesa el cuerpo en su conjunto: las manos y dedos veloces al teclear, la tensión muscular, el bombeo de la sangre que nos circula, el corazón latiendo fuerte y el descanso -la distensión- que viene cuando se termina. Es, en principio, el objetivo. La búsqueda, el clímax, el cumplimiento del hecho estético. Como un orgasmo, que lejos de banalizar, ponemos en su justa dimensión: el punto culminante de mayor satisfacción nos hace sentir que hemos realizado algo corporal, que nos conecta como un cable a tierra, que nos mantiene en el mundo y nos conecta a él. Podemos decirnos a nosotras mismas: he escrito. Seguiré haciéndolo. Quiero más. ¿Te pesa el éxito de tu primera novela? No, porque todo lo que ha transcurrido a partir de este acontecimiento, me ha llevado a escribir más. El deseo de escribir es el camino para conocer, explorar, ordenar y disciplinarme. Es el constante juego que necesita práctica, que usa distintas herramientas y aprende nuevas técnicas. El deseo del proceso creativo nos reta, nos obliga a incomodarnos e intentar hasta que sepamos que algo funciona para volver a sentirnos cómodas. ¿Cómo sentir pesadumbre frente al descubrimiento del placer? ¿Cómo evadir la belleza
«El proceso de escribir y echar a volar la imaginación que traspasa no solo las conexiones neuronales del acto mismo de pensar, imaginar y crear (poiesis) sino que atraviesa el cuerpo en su conjunto: las manos y dedos veloces al teclear, la tensión muscular, el bombeo de la sangre que nos circula, el corazón latiendo fuerte y el descanso -la distensión- que viene cuando se termina» si es la que nos estimula a desear estar fuera de nosotras? El deseo, que irremediablemente lleva a la pasión, es el camino para llegar a nuestra propia anagnórisis y a tener la capacidad de mirar al otro, a la otra. El juego de miradas con el mundo. El divertimento de sabernos humanidad. El estímulo, la pulsión de poner nuestros sentidos en una historia, en una ficción que reconfigura la realidad. Narrarnos, ser narradas mediante el placer. ¿Cómo tenerle miedo a eso?
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POÉTICAS DE LA GRIETA Y LA DESMESURA O CÓMO TUVE LA OCURRENCIA DE ESCRIBIR AUTO-SCI-FI PARA EL FIN DE LA ESPECIE por Begoña Méndez
«Un cuerpo es lo que puede», afirmó Spinoza en el siglo XVII y es en primera instancia la idea que animó la escritura de Autocienciaficción para el fin de la especie. Pero, ¿cómo se modula lo que puede o no puede un cuerpo? El filósofo holandés también respondió a esto: los cuerpos encuentran su potencia en su capacidad de afectar y de ser afectados; esto es, en el deseo. «Aún no sabemos lo que puede un cuerpo», reza otra sentencia spinoziana. Pues bien, con urgencia autolesiva y curiosidad kamikaze, escribí para explorar los confines de lo que puede mi cuerpo, para saber qué ocurre cuando un cuerpo deseante se hace texto literario, hasta qué lugares llega, si produce corrimientos, si estremece de algún modo, si un ensayo es capaz de dar amor y de morir en manos de sus lectores. Después de releer El uso de la foto de Annie Ernaux, comprendo que escribir sobre el deseo significa asumirse como estructura del tiempo; si el deseo es potencia de vida y por tanto subterfugio para escapar de la muerte, su ausencia o su cumplimiento le revelan a la carne su condición vulnerable, su carácter inestable, siempre al borde de la ruina. Mortal y rosa, así quise en algún momento terminar mi ensayo. En todo caso, un futuro muy cercano. El horror y el descanso. Una paz insoportable. (Mortal y amarilla, me corregiría ahora si así lo hubiera finalizado porque, esto es algo que antes no sabía, la muerte es amarilla). Yo ya no sé si escribí para entender el cadáver que llevo dentro de mí o si traté de zafar de un destino irremediable matándome como humana y resurgiendo después como un astro irrelevante, un cúmulo de mujeres y criaturas lisiadas en tercera persona, ni siquiera ya el nosotras, sin ninguna identidad a millones de años luz de mi cuerpo y de mi nom-
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bre, de mi experiencia de vida y de toda literatura: «Y las hijas de la Shell resurgían como astros en la locura danzante de un sistema sin sol. Sus cuerpos de basurero gravitaban trayectorias enajenadas. Bailes que celebraban su condición sagrada y despreciable: sus deseos inhumanos, sus pasiones mistéricas, la ideología del hambre y los afectos torcidos. Los hombres asesinados y los niños abortados. Las violencias grabadas en sus cuerpos minerales. Todo lo danzaban. Todo». Sí sé que escribí para huir de los grilletes del sustantivo «mujer» («mujer, ¿qué es eso?», me pregunté constantemente durante meses y meses) y renegar de lo humano («¿qué es todo este entramado de afectos devastadores, de emociones desgarradas y anhelos impugnados? ¿qué cosa es este mundo, los lugares estragados de nuestro planeta, todas las vidas precarias y que no importan a nadie?, ¿qué es todo esto?», me repetí sin descanso durante un año y medio); escribí para escapar de toda taxonomía estrecha y lacerante (de este lado, feminidades indignas y explotadas, úteros subrogados desgajados de sus cuerpos, putas, brujas, místicas desquiciadas, viejas desmemoriadas, abuelas sin voz; del otro lado, masculinidad sin fisura, la legitimidad del hombre para ejercer violencia y El Niño convertido en ilusión de futuro, ese espejismo vano, mientras quema el presente y nadie apaga los fuegos). Sé que escribí para ser, sin biografía, monstruo de vida y anhelo, para cancelar mi carne y convertirla en lenguaje. Para reventar los discursos que contienen nuestros rostros y fijan identidades. Para amar y señalar todos los cuerpos en crisis, esa grieta permanente. Para denunciar la violencia que las mujeres ejercen sobre otras mujeres. Así es como volqué mis huesos, mis vísceras
y mis deseos en la escritura. Y su peso desfondó los moldes que me sujetan, los discursos culturales que llevo sobre los hombros y agarrados a la piel, la mugre que no se va: Begoña, cuerpo de mujer, humana; ficciones consensuadas y asumidas como ciertas. Pero basta hurgar un poco para que cedan las hormas y se generen los rotos. Las palabras apuntalan, sí, pero no es menos verdad que si te abismas en ellas, se abren zanjas, pasadizos, túneles subterráneos que conducen a extramuros de la piel que te contiene, a otros cuerpos y otras sexualidades, a experiencias extranjeras, a otras fragilidades. Rebuscar en las ficciones marcadas como verdad implica abrir una herida que justo porque no cura permite la reinvención. Desentrañarme en la entraña, irradiar la desmesura de las voces y los ecos que llevo sedimentados, habitar en la extrañeza de las vidas de otros cuerpos que vivo o que me viven. Eso me propuse hacer. Eso sentí que podía mi cuerpo. Del mismo modo que el cuerpo es cultura y convención, también lo son los géneros literarios; ofrecen horizontes de expectativas, dan certezas y agarres a la experiencia lectora, domeñan los cauces escriturales y permiten que las obras encajen y sean parte de la historia y la tradición. Pero a la vez atesoran la posibilidad de un desvío, de la toma de un ramal alternativo que destartale estructuras y desordene las formas. La semilla de un poder disidente: exactamente igual que ocurre con los géneros que nos asignan cuando nacemos. Y yo quería tentar los límites del ensayo, transmutarlo en no-lugar, manipular la ficción y la vida material, mezclar lo existente con lo irreal, otorgarle una textura poética y xenomorfa, refundarlo y amasarlo desde un amor extranjero y una rabia sobrehumana. Hacer de mi escritura un cuerpo extático e ingobernable. Convertir la carne y sus deseos en probatura y error. Digamos que ese fue otro motivo esencial que atraviesa Auto-sci-fi para el fin de la especie: la vocación de indagar en las posibilidades que la cultura ofrece para habitar los deseos de modos no normativos, para ensanchar molduras (tu cuerpo llega hasta aquí; aquí acaba tu deseo) y emborronar dicotomías (cuerpo de mujer, cuerpo de hombre) que recortan y ordenan nuestras carnes anhelantes. Y puesto que todo libro es una colaboración (palabra de Susan Sontag), mi ensayo está lleno de materiales ajenos, de libros, de música y de poemas; de películas, de citas, de personajes monstruosos, de mujeres marginales que nunca existieron, de mujeres en silencio que tuvieron una vida. Todo eso adherido a mi autobiografía y que es parte de mi cuerpo y también de mi escritura. Como mi retina enferma que me tuerce los contornos de las cosas que veo. Llevamos bajo la piel universos enteros. Es hermoso descubrirlos. Es hermoso deformarlos, jugar con la intimidad, manipular esas vidas, secretas e interiores, que acarreamos por dentro. Me apropié de lo extranjero que también me habita para volcarme
«Después de releer El uso de la foto de Annie Ernaux, comprendo que escribir sobre el deseo significa asumirse como estructura del tiempo; si el deseo es potencia de vida y por tanto subterfugio para escapar de la muerte, su ausencia o su cumplimiento le revelan a la carne su condición vulnerable, su carácter inestable, siempre al borde de la ruina» en un texto desmesurado y obsceno. Ensayo Hybris. Cuerpo informe. Cuerpo extraño. Un texto que fantasea con llegar al grado cero de la experiencia humana o, como dejó dicho la poeta argentina Irene Gruss: «En la ficción ella tiene que morir». Morir. En mi libro muere un montón de gente. Mueren los buenos y también los malos. Mueren los hijos que nunca tendré y muere El Niño tan cargado de promesas, de panes bajo el sobaco, y también mueren los hombres que ostentan en sus manos el poder del macho blanco; mueren los seres bellos incapaces de aguantar su condición vulnerable y mueren asesinadas las criaturas inocentes que no pueden, que no saben, formar parte de este mundo. Mueren las brujas ancianas cuando se han asegurado del traspaso de su herencia. (¿Qué es una bruja? Una mujer que no teme la potencia de su cuerpo ni su sagrada alegría.) Y también está el legado de nuestras madres primeras: Lilith (prostituta
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«Digamos que ese fue otro motivo esencial que atraviesa Auto-sci-fi para el fin de la especie: la vocación de indagar en las posibilidades que la cultura ofrece para habitar los deseos de modos no normativos, para ensanchar molduras (tu cuerpo llega hasta aquí; aquí acaba tu deseo) y emborronar dicotomías (cuerpo de mujer, cuerpo de hombre) que recortan y ordenan nuestras carnes anhelantes» amancebada con demonios y alimañas) y Eva (hueso callado ante Adán, sierpe deseante en su altísimo secreto). Ellas dos nos enseñaron los afanes del hambre. «Soy una mujer ávida, esa es realmente la única cosa más o menos justa, de mí», escribe Annie Ernaux en Perderse. Y es que el mundo está lleno de mujeres hambreadas. También mi ensayo. El hambre es un hueco que debe colmarse. Vida y sexualidad. El deseo de la carne. Por eso renunciar al hambre implica querer morir. «Mi estómago lleno de Hot-dogs y de tequilla está con los muertos de Hiroshima; mis senos dulzones están con las palabras hostiles de Margarithe Duras: “Lloran. - Y un día moriremos. -Sí. El amor estará en el ataúd con los cuerpos”.». He escrito sobre mujeres que han perdido su cuerpo («haber perdido el cuerpo significa que la carne se ha desvinculado del lenguaje del mundo. Es el alma que desiste de todo lo que está fuera del límite de la piel») y sobre cómo el deseo supone la vuelta al cuerpo. Basta que haya un cuerpo que se agite en resonancia con otro cuerpo para irse más allá de las fronteras que erige el tegumento. Si en un cuerpo sin deseo el mundo es indisponible, una mujer deseante es instancia de contacto, superficie de fricciones, bofetadas o caricias, más acá o más allá del envoltorio de piel que nos contiene. Y sentí que ningún otro lugar como en la existencia ciborg se hace tan evidente la caída de fronteras de la experiencia humana: el cuerpo se convierte en dispersión de datos que se vuelca en el afuera y la vida se estira como metal maleable para acercarse a otras vidas. Y esa cosa tan extraña que ocurre y que es real quise escribirla en mi ensayo para entenderla: cómo se toca la gente en el espacio-red, cómo puede un ser viviente desasirse de su carne y sin embargo encon-
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trarse con otros seres que viven. Cómo se ordena el deseo, cómo se ejerce el poder en un espacio sin piel: eso quería saber. Cómo es el juego de fuerzas, cómo el vencimiento y la rendición, cómo la violencia, cómo el tacto y el amor, cómo el sometimiento. Y comprendí que da igual en qué entorno nos movamos, hay que anhelarse siempre con sumo respeto. ¿Me amas? es otra cuestión crucial que atraviesa mi ensayo. Tal vez sea la cosa más importante. Es Hari quien nos recuerda el valor de esa pregunta. Hari es el sueño hecho carne de un hombre desesperado, la mujer extraterrestre que nace en la pesadilla de un hombre bueno. Actividad cerebral que adopta apariencia humana en el océano del planeta Solaris. ¿Me amas? le pregunta constantemente al hombre que la ha soñado. Deseo, amor y también sexo. En Auto-sci-fi hay niñas que se masturban y mujeres que follan porque el goce de la carne es lo más cerca que estamos de la experiencia de muerte mientras tenemos la vida. Acaso es ese encuentro con el futuro cadáver todo cuanto tenemos para vislumbrar la carne, para entender qué es eso. El contacto con la muerte, esa paz, ese placer innombrable. Se tocan bajo las faldas las chiquillas curiosas, sucias y despeinadas; se tocan las escritoras desnudas ante un espejo o tumbadas en la cama. Follan las brujas con sus dulces amadas y también las poetas con sus amantes y esposos. Follo yo con un extraño convertida en dinero; PayPal: pasarela de deseo de mi cuerpo a otro cuerpo. Y María Magdalena penetra la oscuridad de un Cristo Dios hecho carne: «Tu boca fue mi manjar, tu sangre fue mi bebida: alimento sagrado, licor venenoso. Anuncié tu primavera y los frutos exquisitos […] Jamás derramé una lágrima de arrepentimiento. Mi llanto perfumado fue dádiva de amor, mi carne desposeída volcándose en tu persona. Me puse en tus manos, Señor, en señal de sacrificio. Y desistí para siempre de
los límites del yo. Por eso entre en tu carne. Convulsión. Río afiebrado. Jamás me eché a tus pies para obtener tu perdón. Yo me arrojé al suelo para atarte los tobillos con mis largos cabellos. Me arrodillé ante ti y te poseí entero». Escribir sobre María Magdalena fue uno de los momentos más hermosos y divertidos del proceso de escritura. Para reescribir su historia, me inspiré en un fragmento de Bluets, de Maggie Nelson: «[…] tuve un sueño y, en este sueño, apareció un ángel y dijo: “Deberías pasar más tiempo pensando en lo divino y menos tiempo pensando en desabrochar los pantalones al príncipe de azul del Hotel Chelsea”. “Pero ¿y si los pantalones desabrochados del príncipe de azul son lo divino?”, supliqué. “Así sea”, contestó, y me abandonó en mi llanto, con mi rostro apoyado contra el suelo de pizarra azul». Azul. El color de un Cristo tenebroso y animal, un dios cristiano sexuado amante de Magdalena. Azul es también el color de los cuerpos cuarteados de dolor, amoratados por dentro, encerrados en sí mismos. Las heridas que no sangran y se llevan en secreto. Azul es además el color del mar. Y las aguas salobres y los cuerpos tristes son materias esenciales en mi escritura sci-fi. Proyecté en el mar la imagen de un líquido primigenio, un amnios capaz de engendrar criaturas extrañas. Un claustro planetario que transforma los pesares de la existencia humana en otras formas de vida monstruosas y extranjeras. Solo ahora me doy cuenta del enorme desarraigo que emerge de mi escritura. La ruptura radical entre el mundo y mi cuerpo, una distancia insalvable entre vivencia interior y las cosas del afuera, la hendidura desfondada entre el modo en que miro y cómo me mira el mundo; la rajadura insondable entre los otros y yo. De ahí que en mi ensayo me encarne en el dolor de los seres que no pueden sostener más la dureza de la vida en la Tierra. Y me sumerjo en el mar y me transformo en sirena, una sirena lesbiana y enamorada que solo quiere abismarse en su dulce soledad. La dureza de la Tierra es insoportable; por eso en Auto-scifi nado la dicha y me ahogo en ella, a millones de años luz de las leyes de los hombres y de las mujeres, porque, como escribí una madrugada con un café y un chal echado sobre los hombros, El mar es la respiración del tiempo eterno. Hablar de cuerpo, de sexo y de deseo es por sobre todas las cosas hablar de tiempo perecedero. Y si tiene razón Annie Ernaux cuando escribe que el cuerpo es tan solo un soplo… Ya no hay mucho que decir después de las palabras de la escritora francesa. Hemos llegado al final. Y entonces ahora sí, me permito la licencia de terminar este texto con aquel otro final que no vi claro en el momento de cerrar Auto-sci-fi para el fin de la especie: «¿Qué quería en este ensayo? Preguntarme qué mujer, no saber qué contestar y escribir mortal y rosa. O acaso descubriré, cuando me mire la muerte y tenga los ojos de un ser querido, que no es rosa la carne que no desea, sino dura y amarilla como arena compactada».
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CORRESPONDENCIAS
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Fotografía de Nina Subin
Fotografía cedida por el autor
Fotografía de Marco Senesi
Valerie Miles
Ramón Andrés
Berta Ares
Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Ramón Andrés (Pamplona, 1955) es ensayista, poeta y estudioso de la música. Ha publicado numerosos libros y ha sido galardonado con el Premio Príncipe de Viana de la Cultura (2015), el Premio Nacional de la Crítica por el libro de poemas Los árboles que nos quedan (2020), y el Premio Nacional de Ensayo por Filosofía y consuelo de la música (2021). En 2005 obtuvo el Premio Ciudad de Barcelona por Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros, y en 1994 el Premio Hiperión-Ciudad de Córdoba por el poemario La línea de las cosas.
Periodista e investigadora cultural. Premio Extraordinario de Doctorado UPF en Humanidades. Autora del libro “La leyenda del santo bebedor”, legado y testamento de Josep Roth (Acantilado, 2022). Colabora en diversos medios como Jot Down, Letras Libres, Mercurio, Revista de Letras, El Cultural, El País y Canal Europa, y con instituciones públicas y privadas del ámbito de la cultura.
CORRESPONDENCIAS
Ramón Andrés y Berta Ares: UN RINCÓN PARA NUESTRA TREGUA Coordinado por Valerie Miles
VALERIE MILES Ramón, como poeta y músico, en tu obra ensayística sondeas el pensamiento desde la perspectiva del lenguaje musical. También eres estudioso en las humanidades, como ahora Berta Ares, y dedicáis una parte importante de vuestro tiempo a analizar, describir y contextualizar la vida y la obra de artistas de otras épocas. La historia como espejo, la antigüedad como fuente, la modernidad como ¿consecuencia? ¿Hay retorno posible? Ramón, has aportado obras sobre Johann Sebastian Bach, Claudio Monteverdi, o más recientemente, Josquin des Prez. Berta, examinas desde la hermenéutica y el lenguaje la tradición hebrea en la obra de Joseph Roth. Exploramos ideas del tiempo, del paisaje tanto físico como mental en vuestras indagaciones en el arte y la historia. ¿Qué nos queda si el paraíso no existe?
BERTA ARES Querido Ramón: ¿Cómo estás? He comenzado a leer tu último trabajo, que dedicas al compositor renacentista Josquin; un «príncipe de los músicos» que había caído en el olvido y ahora muchos conoceremos gracias a ti. Hace años que leo y sigo tu obra de cerca y advierto lo mucho que te dejas envolver por el paisaje de Elizondo desde que has regresado a tu Navarra natal, cómo este paisaje se ha incorporado a tu escritura. Te veo en la cubierta del libro, tras Josquin. Caminas entre piedras y charcas en
un reconocer los pasos de lo que ha sido antes, sigues las huellas de quien ya ha transcurrido el camino. A una distancia cuyas cuestas y recodos, dices, son los siglos. Pero el tiempo no se disuelve, escribes, ya que es uno y el mismo siempre. Me ha venido a la mente, leyéndote, una carta que Carl Jakob Buckhardt escribe a Hugo von Hofmannsthal. En ella explica que el hombre clásico piensa espacialmente el tiempo. Pasado, presente, futuro contenidos en un gran espacio sobre cuya bóveda el espíritu humano se mueve, como un sol, en un círculo seguro y el tiempo se vive en una
eternidad clásicamente ordenada. Luego está el hombre romántico, completamente a merced del tiempo, de su miedo, de su melancolía, de sus enfermizas esperanzas en el futuro y en un precipitarse siempre hacia adelante, siempre inclinado a dejarse llevar. Se lamenta, promete y toca la cuerda de la piedad sentimental. Este es el camino de Joseph Roth. Lo he seguido durante años. Aun lo hago. El camino de Roth es el desierto. No hay nada trazado. Toda huella es inmediatamente borrada. Para tener referencias hay que mirar arriba, al arco celeste, a partir de que sale
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CORRESPONDENCIAS
la primera estrella y ya solo queda detener los pasos y montar la tienda. La noche y el desierto se convierten en espacios abiertos a la imaginación y a la facultad creadora a través de la palabra y el silencio. La palabra percute en el silencio y el silencio sostiene la narración. Cada noche es lo mismo y es diferente. Comencé a leer a Roth por el final, por La leyenda del santo bebedor. Me impactó. Al principio no me interesaba el autor, solo quería comprender qué tradición sostiene esa extrañeza que provoca el texto. Luego observé que es la tradición de aquellos que cruzan un desierto y a la vez anhelan esa eternidad ordenada y sosegada del clásico. Miro la cubierta de tu libro. Atardece y sin embargo llevas la cabeza tocada con un sombrero, supongo que en homenaje a Josquin y a su toca de viaje con la que siempre sale retratado. Te veo siguiéndole. Al fondo un árbol, ¿quizá una referencia a tu último libro de poesías? Dices que el tiempo es uno, y, sin embargo, fragmentas tu texto a modo de diario a partir del cual trazas un camino hecho de innumerables referencias. ¿Cómo comenzaste a trazarlo, a tientas, o algo te marcó el sendero?
RAMÓN ANDRÉS Querida Berta: ¿Cómo estás? Es cierto lo que comentas. El haber pensado espacialmente el tiempo fue el modo, desde la Antigüedad, de situarnos, de reconocernos en un punto determinado, en un espacio y un tiempo finitos. Pero bien sabes que en el pensamiento antiguo no cabía la posibilidad de lo infinito. Descubrir que no hay un centro, que no sólo el geocentrismo, sino que el heliocentrismo es también una ilusión, descubrir que por lo tanto fluimos en el infinito, como defendió
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Bruno ya en el XVI, ha hecho que seamos una especie en continua búsqueda de hogar, si me lo permites decir así. Imploramos un lugar. Creo que fue, al menos en parte, lo que le ocurrió a Roth. Leyendo tu libro, he vuelto a percibir en él esa añoranza, incluso esa nostalgia del país en el que no se ha estado nunca. He de decirte que, por razones de mi biografía, mi vida se ha parecido a la del desplazado que va en busca de una casa. A saber dónde está. Por eso entiendo bien lo que dice Roth, lo que persigue. Qué oportuno es que menciones a Hofmannsthal, él sabía que los que van en pos de un hogar, los errantes sin remedio, son el telón de fondo de la memoria del mundo. No sé si viene a cuento, pero recuerdo un relato de Hofmannsthal en el que cuenta que en la biblioteca de un presidio los libros más consultados eran los de geografía... No creas, no es un atardecer el de la fotografía de la cubierta de mi libro, al contrario, eran las ocho menos cuarto de la mañana, en un caminito de Lekaroz, a dos kilómetros de mi casa. La luz era extraordinaria a esa hora, aunque en la cubierta se pierde. Y ya que hemos hablado de caminos, se me ocurrió emprender el de Josquin Desprez, ese gran compositor que, pese a no tener jamás un hogar (él tampoco), escribió una música arquitectónica, llena de resonancias y contrapuntos que nos albergan, que ofrecen un rincón para nuestra tregua.
encontré en su libro Los desorientados, decía algo así como que, a largo plazo, todos los hijos de Adán y Eva son niños perdidos. Yo entonces le preguntaba si esos hijos que hoy conformamos la humanidad no habremos creado relatos y mitos para suplir la falta de respuestas y también le preguntaba si comenzar por el paraíso (el Gan Eden o jardín del Edén) no fue quizá un error de partida de nuestra narración. Me dijo que no, que esa edad de oro es importante para el futuro, y que el sentido de futuro es precisamente recuperarla. Hay mucho de sabiduría mística en su respuesta, me parece ahora. Esa necesidad de desandar el camino para ir al comienzo, donde todo empezó. El comienzo como un lugar-tiempo ordenado. Escribió un sabio medieval, Nahmánides (rabino, talmudista, filósofo, médico, poeta, místico y cabalista) que sólo aquel que se adentre en la sabiduría de los antiguos beberá el vino puro. De ese vino bebe Roth, no solo absenta Pernod. En su trabajo descubro sedimentos de antiguas culturas: Egipto, Mesopotamia, Grecia clásica, están ahí. Culturas que crearon monumentos a la imaginación cuyas imágenes y figuras todavía nos interpelan. Tú también te has hecho con buenos odres de sabiduría, Ramón, has hecho numerosas incursiones a esas fuentes de saber. A veces, leyéndote, me pregunto si no tendrás también en tu biblioteca carpetas llenas de mapas del tesoro. Cada cruz, una fuente.
RAMÓN ANDRÉS BERTA ARES ¡Cuánta belleza somos capaces de crear para acompañar nuestra finitud! Tus palabras me llevan a una conversación que tuve hace años con el escritor de origen libanés Amin Maalouf. Hablábamos de una afirmación que
Buenos días, casi buenas tardes. Entiendo bien lo que dices, también lo que refiere Maalouf. Sin embargo, quizá yo viva menos convencido de las cosas, sobre todo acerca de lo que comentas del paraíso. Siento que todo lo que hemos fabulado es un conjuro
contra la muerte, todo lo que hacemos, lo que proyectamos. La finitud es algo que el ser humano no resuelve ni puede resolver. La muerte es el núcleo del conflicto, es lo que nos lleva a fabular, a crear, a arrancarle al tiempo un poco de su devastación en cada poema, en cada composición, en cada obra de arte. Los ideales, la tecnología, los sueños y las utopías, las creencias, la necesidad de producción y de llenar la nada, son un descargo y una necesidad de refutar el final. Más que el entusiasmo, lo que mueve a la humanidad es el miedo, por eso somos tan violentos. Niños perdidos. Lo somos. Al menos yo me vivo así, y cuanto más aprendo más desasido estoy, más intempestivo en el devenir del mundo. Y, sin duda, no te equivocas cuando adviertes en Roth esa lejanísima herencia de las civilizaciones pasadas. Todo espiritual encarna una puesta al día del pasado, porque, lo decía Job: «Somos de ayer». Lo demás es una huida hacia adelante, una fuga que, en la escapada, ha dado pie a extraordinarias creaciones, es verdad, pero debemos saber que nunca nos llevará al paraíso.
BERTA ARES Buenas tardes, después de haber alimentado a un batallón. Es sólo un adolescente, pero cuánta tierra sembrada y animales sacrificados para que un solo guerrero cumpla sus días. «Muera el día en que nací», exclama el Job veterotestamentario. Qué gran respuesta a la pregunta sobre el mal y la injusticia. Una pregunta que ya se hicieron otros hombres y mujeres siglos atrás, entre el Éufrates y el Tigris, en ese Oriente hoy devastado y bombardeado. Job es, como Eva, Edipo y Yocasta, hijo del (re) conocimiento, de ese acontecimiento del juicio. De repente, saber. De repente, recordar lo que un día se supo o de repente dar sentido a lo que un día se
«Pero bien sabes que en el pensamiento antiguo no cabía la posibilidad de lo infinito. Descubrir que no hay un centro, que no sólo el geocentrismo, sino que el heliocentrismo es también una ilusión, descubrir que por lo tanto fluimos en el infinito, como defendió Bruno ya en el XVI, ha hecho que seamos una especie en continua búsqueda de hogar, si me lo permites decir así» supo. Cuando estoy ante una pieza artística o ensayística me gusta descubrir si lo que hay tras ella es el impulso de reconocimiento de ese semper dolens (sobre el que tú tanto has escrito), o del autoengaño. De alguna manera los dos son modos de expresar la tragedia, para mí. Yo me resisto a quedarme en el absurdo, querido Ramón, por eso admiro la rebeldía y la ironía, lo imprevisible, lo que nos aparta del camino trazado, busco la belleza, las flores del mal.
RAMÓN ANDRÉS ¿Qué tal estás? A tenor de lo que te he escrito puedo parecer un nihilista, alguien atenazado por la oscuridad irremediable. No, no, créeme, todo lo contrario, yo también estoy del lado de la rebeldía y de esas flores del mal que
mencionas, si es necesario. Sólo quería decirte que trato de huir de todo atisbo de espejismo y de las construcciones ilusorias que nos hacen vivir como si nada ocurriera. Los paraísos, las grandes causas, las luces utópicas, no son para mí. Me gusta mirar a los ojos de la vida y pedirle que me mienta lo menos posible, y aunque sé que eso no es del todo real, por lo menos intento no esconderle mis dudas. Me doy cuenta de que he empleado mi existencia en desarticular el tiempo en la medida que me ha sido posible, y eso significa estar fuera de lugar, ser intempestivo, en el sentido que lo empleaba Nietzsche. Siempre cerca de Oriente en lo espiritual, no creo en casi nada, sólo en la humildad y en la inteligencia crítica, en la honestidad y la fuerza de saber vivir con pocas cosas. Berta, que no te aburran estos correos. Cualquier día hablamos de Roth y de su afición a la música.
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CORRESPONDENCIAS
«Pero cambio de tercio, en una parte de tu libro le preguntas al maestro: ¿qué hay más allá de la música? Y él: —Mundo e impaciencia. Querido Ramón, me haces pensar que la música no necesita argumentos para darnos consuelo. Es fuente de redención y salvación. Me pregunto de qué está hecha»
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BERTA ARES Mi querido Ramón. Un amigo íntimo de Roth, para hacerle rabiar, le dijo, poco tiempo antes de su colapso y mientras escuchaban juntos música klezmer, que las canciones tristes siempre hacen llorar a los malos de corazón. Ya ves. A mí también, a veces, la música me provoca el llanto. ¿Has escuchado la canción de Menuchim, la pieza que el compositor austriaco Eric Zeisl dedica a su libro Job. Historia de un hombre sencillo? Tu trabajo Filosofía y consuelo de la música me hizo comprender el final redentor del relato por el cual el alma torturada de Mendel Singer, el piadoso protagonista, se entrega al alma elevada y musical de su hijo, el otrora tullido Menuchim. La salvación a través de la música humilde y espiritual del shtetl, del klezmer. La música, sostienes en este libro que de ninguna manera puede ser obra de un nihilista, es un modo de enraizarse en el pasado, es el medio de rememoración de lo que no debe desaparecer. Ahí comprendí. Ese amigo, diré ahora su nombre, Morgenstern, había ayudado a Roth a interpretar una alabanza cantada titulada A dudele far Got: «Señor del Universo. Cantaré una canción para ti. ¿Dónde te encontraré? ¿Dónde no te encontraré? ¿Dónde puedo encontrarte? ¿Dónde no puedo encontrarte? Tú». Esa tenacidad de diálogo con su dios y el énfasis místico del canto oriental son consuelo para Roth poco antes de morir. La pieza lleva en su nombre la palabra dudele en un doble sentido, en parte en referencia al tuteo con su dios, pero también para referirse a la dudka o flauta de origen ucraniano que se empleaba para el klezmer. Ya ves, la música para tutearse con la divinidad. Vuelvo a tu libro dedicado a Josquin: cantar, escribes, es en cierto modo conceder que tuvimos un paisaje,
una región que, sin darnos cuenta, hemos perdido. Cuántos itinerarios posibles me abres con este pensamiento si lo pongo en relación con el dudele cantado que escucha Roth, una y otra vez, el día de su colapso. Pero cambio de tercio, en una parte de tu libro le preguntas al maestro: ¿qué hay más allá de la música? Y él: —Mundo e impaciencia. Querido Ramón, me haces pensar que la música no necesita argumentos para darnos consuelo. Es fuente de redención y salvación. Me pregunto de qué está hecha.
RAMÓN ANDRÉS Buenas noches. La música ¿de qué está hecha?, me preguntas. En el libro de Josquin digo que la música es una forma de ser del aire, y es verdad. Es su medio, su materia prima también. Soplo, aliento, pneuma. Desmiente casi todo lo que hacemos y pensamos, impulsados, sin darnos cuenta, por el determinismo. Pero ella lo rebate, va más allá, se anticipa al error, lo revierte, nos salva de lo que creíamos irremediable. Es el arte más poderoso, el más rápido en incidir en nuestro interior. Un primer compás, según su carácter, puede elevarnos o, por el contrario, recluirnos en la melancolía. Qué sería de nosotros si no tuviéramos la posibilidad de cantar. La música demuestra el origen aéreo de las cosas. Lo suplantamos todo con el lenguaje, pero ella dice la existencia y la realidad de otro modo, sin determinar, sin apresar como lo hace la palabra. Y es un alegato contra el tiempo, porque lo centra todo en el instante, y ese instante tiene a menudo visos de eternidad, tal como la pensaba Hölderlin, que quiso ser músico. Que un motete de Josquin Desprez y un
cuarteto de György Ligeti formen parte de un único flujo temporal y trabajen con la misma materia, resulta extraordinario. Por otra parte, hay que decir que la metafísica, hoy rechazada por la filosofía, todavía encuentra muchos argumentos en la música. Eso debería hacernos pensar. En fin, podríamos hablar mucho sobre este asunto, tan grato. Querida Berta, buenas noches. Muxus+besiños
BERTA ARES Querido y admirado Ramón: Muy buenos días. ¿Cómo estás? ¿Cómo amanece el día en Elizondo? Después de leer varias veces tu último mensaje, después de leer de arriba abajo nuestra correspondencia, no sé qué escribir, Ramón. Escribo y borro, así muchas veces, porque después de tus últimas palabras qué puedo decir yo. Ya sólo quiero seguir leyendo tu Josquin y escuchar su música. Llega el momento también de despedirse. Por mi parte, lo haré trayendo a esta correspondencia a nuestra querida Hélène Cixous. Estos días estoy trabajando en la crónica de su magnífica intervención junto con Marta Segarra durante Los Encuentros de Pamplona, que los dos tuvimos la suerte de vivenciar. Su conferencia se tituló «Éxodos». Habló del éxodo como liberación, escape, fuga guiada. Mientras que el exilio es algo con lo que no nos podemos reconciliar, es expulsión, implica trauma. Luego recordó los enormes incendios del verano 2022 en el sur de Francia y cómo algunos vecinos y vecinas debieron abandonar sus casas en quince minutos. En sólo quince minutos debían pensar qué salvar, qué llevarse; todo lo demás quedaría
atrás, arrasado por el fuego. Hablaba Cixous de los grandes movimientos a lo largo de toda la historia de una humanidad en errancia. De cómo ella, al verse impelida a abandonar su casa por ese incendio (un exilo urgente que hoy llamamos evacuación; también los ucranianos han sido evacuados de algunas de sus ciudades y poblaciones) salva a sus dos gatos y se lleva una pequeña mochila. Para ella, partir es una manera de nacer. Siempre «partimos de» y por tanto ese lugar del que partimos no nos abandona nunca; y a la vez siempre «partimos hacia», hacia otra vida, hacia otra forma, hacia otro nacimiento. Somos, por tanto, polinativos, polinacientes. La partida como forma de pluralidad. Hablabas de la metafísica y de su estrecha relación, si no dependencia, con la música. Yo aún me aferro a la filosofía de la natalidad que Hannah Arendt trae a nuestro presente, pero que ya encuentra raíces en Agustín y también en el famoso rabino Rashi (siglo XI). Me aferro a la palabra y a su infinita interpretación. La natalidad insiste en una visión de lo porvenir como producción siempre imprevista de lo nuevo, también de nuevos significados. Cada nacimiento como acontecimiento altamente aleatorio, abierto a un porvenir radicalmente imprevisible. Ahí radicaría una marca radical de infinitud. Créeme, no lo entiendo como una utopía sino como acto de piedad. Querido Ramón. ¿Qué salvarías tú, qué te llevarías?
RAMÓN ANDRÉS ¿Cómo estás? Ya vamos terminando estas cartas, escritas a bocajarro, como te he dicho. Es verdad, no somos solo de un lugar. En cualquier caso descendemos, como dice Bachelard, de los que no han tocado tierra. Siempre he pensado que somos las semillas celestes de las que hablaba Lucrecio, y eso me tranquiliza. Siento menos responsabilidad. Me entiendo mejor con el aire que con el barro. Y me preguntas: ¿qué me llevaría? Salvo a mi podenca, seguramente nada. Manos en los bolsillos. Hace años te hubiera dicho: «tal libro, tal música...». La edad te lleva a asimilarlo todo, quiero decir, que todo lo aprendido va para siempre con uno. Soltar lastre me ayuda a respirar mejor. Y en cuanto a lo que dice Cixous acerca del exilio es verdad. No sé si recuerdas en el Éxodo que, desanimados, los músicos dejan de tocar y cuelgan los instrumentos en las ramas de los árboles. Eso significa la mayor rendición, renunciar al canto. También me preguntas cómo ha amanecido Elizondo: muy frío, estaba todo mojado a causa del relente, un cielo gris con un sol muy tibio, otoño puro.
Besiños + muxus PS. Es de madrugada. Escribo mientras escucho música de Josquin. Este mochuelo se va a su olivo, deseando leer mañana tu última respuesta a esta correspondencia. Laila tov! Bona nit! Boas noites!
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PERFIL
GAMONEDA
la poesía en los huesos «Yo no puedo hablar de mí como un angelito del cielo», dice. Del fraile no supo más nada. La última vez que lo vio era una sombra cayendo por las escaleras del edificio. Él lo empujó y salió corriendo para nunca más volver. Tenía 14 años y no era la primera vez que se metía en líos. Primero intentando quemar el colegio desde el sótano con un compañero. Después, haciendo de la justicia algo propio cuando sintió en su cuerpo cómo ese fraile le tocaba en un piso alto casi desierto. Antonio Gamoneda era menos que nadie: un pobre que no le importaba a ningún adulto, salvo a su madre, viuda y audaz. Tanto que, para que no estuviese por ahí descalzo, llevó unos zapatos de la abuela a un remendón para que les quitase el taco y así el Antonio niño pudiese ir a la escuela con algo mejor que la nada. La burla llegó igual. La rabia comprimiendo los abismos. La escalera a punto para la huida. El vacío y la desolación. Y, por contraste lógico, la defensa de la libertad forjándose como una premisa imbatible dentro de él. Hasta hoy, casi 90 años después, casi un siglo de
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una voz que habla con los ojos cerrados, que escribe desde un lugar anterior al lenguaje, que guarda un secreto ancestral y único: la música de la poesía. Siempre estuvo ahí. Incluso los muchos años que su palabra no tenía salida ni lectores mientras el poeta mayúsculo resistía en un rincón helado de la ciudad de León. Antonio fue un chico que vio cómo su madre buscaba huesos y los pulverizaba, los metía entre las brasas de la lumbre y ahí, una vez calcinados, los machacaba hasta hacerlos nutriente útil para mezclarlo con caldo, puré o, en casos privilegiados, mermelada o miel. Con ese remedio trataba de darle fuerza a un adolescente en pleno apogeo, empeñado en crecer como resorte a un contexto que lo prefería muerto. Sin contemplación. Tan poca que una vez, en la fila de racionamiento, ni tres días le pudieron fiar a esa madre sola y no hubo para comer. Y Antonio dijo basta. Y decir basta significó aceptar la ayuda de un asesino. El juez instructor del penal de San Marcos, familiar de su madre y borracho, por lo general, antes del mediodía, dijo que sí, que claro, señora, cómo no le voy
a ayudar. Y Antonio entró de mozo en el Banco Mercantil y se levantaba a las 4 de la mañana para hacer las labores que le darían mérito suficiente para poder cobrar alguna peseta digna algún día, quién sabe, Dios dirá. Llevar leña sobre un esqueleto mal alimentado para encender una caldera enorme antes de que empezara la jornada. Trasegar paquetes. Tragar odio y precariedad. 89 pesetas por 80 horas semanales al fin. El poeta se hace adulto a la sombra de un balcón con vistas a hombres encadenados que caminan desde el penal hasta la muerte. Un ocaso ordenado por el mismo que le había dado a él ese empleo por caridad. Un balcón a la miseria humana desde el Barrio de la Sal. Así era la España de posguerra para un niño pobre, para un niño inteligente, para un niño sin zapatos propios. Un niño que décadas después se convertiría en uno de los poetas más importantes de la lengua española. No hay forma de sacarle al maestro un verso que no contenga toda esa intensidad que su cuerpo lleva inscrita en la memoria. Los abusos, la vergüenza, la falta de fe. Nunca la tuvo y nunca la tendrá. Vota como un mal menor. -España es una democracia habitada por una dictadura económica. Es el capitalismo el que decide las estructuras generales del país y cómo van a recaer estas sobre los ciudadanos-, dice. Sigue pensando, como dejó escrito en Canción errónea, que las ‘finanzas financieras’ son el mal de nuestro tiempo. Que la democracia en la que vivimos es una ficción chusca en la que lo esencial es invisible a los ojos. Que el progreso, y lo dice señalando una pantalla enorme donde escribe cada noche, «si entontece, es regresión». Y ahí estamos. De la rebelión que no podía ser porque los suyos estaban más preocupados por llevarse algo a la boca que por protestar, al silencio de centro comercial que atiborra los estómagos agradecidos de comida ultra calórica del todo a cien. Estamos ciegos de exceso y la lucidez sobrevive únicamente en los actos revolucionarios que podríamos tener. Y son pocos. Veinte años atrás, una Violeta sin hambre ni sed había subido por la escalera de su casa con unas hojas manuscritas. Temblaba siguiendo la ruta que el maestro hacía todas las noches para llegar a su guarida: un despacho lleno de máscaras, fósiles, insectos y libros. Esa Violeta era la inocencia misma navegando en una balsa de esperanza inútil. Él entonces tenía 71 años y una paciencia tallada en piedra.
Me escuchó. Me advirtió que buscara un trabajo del que comer en todos los casos. Me dijo que me leería y que sólo después me diría algo. Esperé. Me lo dijo. Me pidió que no dejara de escribir. Que me pusiera a la cola de la oportunidad. Pasaron muchos años. Emigré. Él lo supo. Me apoyó. Le conté hazañas con la poca épica que le podía dar para alguien con su historia personal. Yo nunca pasé hambre. Miedo sí, sed no. Él aplaudía igual. Publiqué mi primer poemario en Buenos Aires. Traje unos cuantos ejemplares para bautizarlos con él. Vino, con su bastón y su sonrisa, hasta la Casa Panero de Astorga para dejarme entrar en su altar. Si no lloré fue por vergüenza o milagro. Quizás el fantasma de Leopoldo María se encargó de sellarme los párpados aquella tarde. 6 años después volví, con una casa en construcción con vistas al Teleno en un pueblo mínimo, para contarle que me había hecho adulta, que me había convertido en esa escritora que soñaba y, como él, también había dicho no a Madrid: -Hija, si puedes ver la montaña la mitad de los amaneceres de tu vida, ya has ganado. Es un acto revolucionario. Y le abracé. Por fin me atreví a hacerlo. De adolescente sólo acertaba a mirarle con distancia pensando que no podía haber nada peor que interrumpir el pensamiento de aquel mastodonte de ese arte superior que es la poesía, de aquel sabio oculto en una casa a los pies de la catedral vidriada. Aquel maestro esta vez era un amigo que invitó a café con orujo y dijo, cuando le pregunté por qué se quedó en León, por qué no se fue a Madrid cuando le ofrecieron dirigir una importante editorial, ser académico de la RAE, entrar en los círculos esféricos que dicen de altura: -Me hubiera corrompido. Yo quería estar aquí, hablando contigo una tarde cualquiera: eso es lo que quiero, lo que siempre quise. -Eso también es un acto revolucionario, dije. Y sonrió. Ojalá los perdidos busquen dentro de sus versos la lucidez y encuentren la revolución que no mancha en el fondo de sí mismos. En los libros. En la paz de la buena compañía. En la calma de una ciudad de provincias donde lo único de lo que puedes disfrutar es de la vida.
por Violeta Serrano
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UNA PÁGINA
Instagram y literatura: el significante vaciado por Andrés Barba
Entre todas las redes sociales, Instagram ha resultado ser -o ha acabado siendo contra todo pronóstico- un extraño lugar de resistencia literaria en dos variantes relativamente reconocibles: la comercial y la privada. La comercial con sus miles de fotos de portadas en distintas situaciones (junto a platos o bebidas o frente a playas idílicas y sofás con hogueras recién encendidas) reproduce el concepto atomizado de escaparate gourmet, y la privada se ha concentrado en la imagen de la página subrayada. Esas dos formas de pervivencia -social e íntima- están sin embargo atravesadas por una falta total y absoluta de contexto, algo que constituye paradójicamente una de las condiciones sine qua non de la experiencia de lo literario. En ausencia de un contexto que nos permita dirimir la importancia o banalidad de esos subrayados, de ponerlos al menos en relación con otra cosa, las representaciones de esas portadas y esos fogonazos de experiencias lectoras ajenas están condenados a devorarse a sí mismas y, en última instancia, a desintegrarse como experiencia. Es decir, la única red social que parecía haberse acercado a lo literario, no ha hecho más que crear un significante vacío y autorreferencial que lo excluye. No es más que un espacio en el que parece que se produce algo, pero solo a costa de completarlo con nuestra proyección fantasmática. En Contra la tentación populista Zizek ofreció un buen ejemplo de ese tipo de significantes vacíos: la «Oda a la alegría» del último movimiento de la Sinfonía n.º 9 de Beethoven. En Francia, Romain Rolland la elevó a la categoría de oda humanista a la hermandad de los distin-
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tos pueblos («la Marsellesa de la humanidad»), pero en 1938 se la interpretó como momento culmen de los Reichsmusikstage, y se sabe que sonaba habitualmente en el cumpleaños de Hitler. Durante la revolución cultural china, en medio de una atmósfera de rechazo hacia todo clásico europeo, se la redimió como una pieza de la lucha de clases progresista. Hasta los años 70, durante la época en que los equipos olímpicos de las dos Alemanias tenían que presentarse como uno solo, fue el himno que sonaba cada vez que un deportista lograba una medalla de oro, pero también el régimen racista de Ian Smith en Rodesia la transformó en su himno nacional. Podríamos imaginar -afirma Zizek- una interpretación de la «Oda a la alegría» en la que los enemigos más encarnizados, de Hitler a Stalin y de Bush a Saddam, olvidaran sus diferencias y participaran de un mismo momento de extática fraternidad escuchando esos compases, cada uno pensando en una cosa diferente. ¿No se parece un poco esa condición de significante vacío de la música de Beethoven a (y estos ejemplos son literalmente ciertos) la portada de Los cantos de Maldoror junto a un daiquiri, una foto de La Náusea junto a un plato de mejillones, o El viaje al fin de la noche junto a la mesilla de noche en una luna de miel en Camboya? Si fueran literales -o literarias- esas imágenes serían estrictamente cómicas, pero como no lo son, o no lo intentan, no cabe otra respuesta que la de que han sido vaciadas. Y ni siquiera las imágenes con subrayados tiene una condición literaria. Sin conocer los motivos que han llevado a esa persona a subrayar el texto, hasta la emoción que puedan producir en nosotros tendrá siempre una condición espectral. Si nos emocionan será, al fin y al cabo, por otros motivos, los que nos incumben a nosotros, y nunca sabremos si son coincidentes con los
de la persona que los ha posteado. Emocionan, si acaso, como texto sin contexto, un texto en el que no hay antes ni después, puro epigrama, y en el que por tanto nunca sabremos si estamos solos o acompañados. La paradoja literaria con respecto a las redes sociales es, al fin y al cabo, esa ficción asumida: realizamos la representación de una comunicación como si creyéramos que esa comunicación es posible (a pesar de que sabemos que no lo es), hablamos de libros en Instagram, a pesar de que sabemos que ninguna experiencia remotamente literaria puede producirse, pero lo hacemos como si nuestra fe fuera suficiente para crear una nueva realidad en la que sí se produjera esa experiencia. La literatura sucede solo en ese espacio proyectado e irreal en el que nunca llega a ingresar en la red social, en buena medida porque de algún modo el mismo acto de la lectura es esencialmente hermético (solo podemos ver los ojos que leen, no su lectura, como diría Barthes). Pero si hay algo que resume a la perfección esa condición vaciada de lo literario en Instagram es ese tipo de imágenes en las que se utiliza la portada de un libro para hacerla coincidir con un objeto correspondiente en el mundo real, en las que -por ejemplo- a una portada que es la mitad del rostro de una persona, se une la otra mitad del rostro de la persona real, o una portada con una playa continúa mágicamente, como en una fantasía de Escher, en una playa real idéntica. Perfecto resumen del vaciado, el libro se convierte entonces en lo único que puede ser en Instagram: paisaje u objeto. Como en el Oda a la alegría, solo nosotros suplimos lo que ha sido vaciado con los réditos literarios de nuestra mirada y nos emocionamos de otra cosa, del recuerdo -tal vez- de una lectura real.
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MESA REVUELTA
EL INSTAGRAM DE MARCEL PROUST por Rubén Gallo
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arcel Proust murió hace cien años y no llegó a conocer Instagram, pero durante toda si vida usó, y con mucho entusiasmo, un número impresionante de tecnologías que fueron las redes sociales de su tiempo: el teléfono, los neumáticos, el Teatrófono… Marcel pasó sus años de juventud desviviéndose por ser invitado a las cenas, fiestas y salones de la aristocracia parisina. En ese mundo, Proust fue siempre un outsider: era mitad judío, de clase media, y aunque su familia tenía dinero, sus orígenes hacían de él un descastado en los círculos de príncipes, duques y marqueses que luego retrataría en En busca del tiempo perdido. Era, además, un frívolo: mientras sus compañeros de bachillerato publicaban sus primeros libros, estrenaban obras de teatro o dirigían orquestas, Marcel pasó sus años de juventud publicando crónicas de fiestas en las páginas de sociales, describiendo los vestidos y las joyas, maravillándose ante la alcurnia de los invitados. Reynaldo Hahn, su primer novio —un venezolano que es uno de los personajes de mi libro Los latinoamericanos de Proust— comenzó su carrera musical a los quince años, componiendo, cantando y dando recitales; a los 25 estrenó su primera ópera en París. Marcel, en cambio, no publicó nada serio hasta los 42 años. Sus amigos y conocidos lo consideraron, durante décadas, un caso perdido: André Gide, editor de la Nouvelle Revue Française, rechazó el primer volumen de En busca del tiempo perdido sin siquiera hojear el manuscrito: alguien que se pasaba la vida comentando los chismes del mundillo parisino, pensó, no podía escribir algo que valiera la pena. El teléfono de Proust Después de los treinta años, la vida de Proust dio un giro de 180 grados: dejó de ir a fiestas, dejó de asistir a los salones de la aristocracia y se fue encerrando, cada vez más, en su apartamento y en su habitación. Al cumplir 40 en 1911 era ya un recluso que pasaba días enteros sin levantarse de su cama. Hipocondriaco y neurótico, hizo tapizar su habitación de corcho para protegerse del ruido de los vecinos, del tráfico, de la calle. Dormía de día y escribía de noche. Su sirvienta, Céleste Albaret, cuenta que se despertaba a las cuatro de la tarde y desayunaba un café, una pechuga de pollo, un croissant y una cerveza antes de ponerse a escribir.
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Fue en esa época, durante su encierro, que Proust comenzó a apasionarse por las tecnologías de los primeros años del siglo XX. Primero hizo instalar un teléfono en su apartamento. En ese entonces los poquísimos teléfonos que había en París estaban en la oficina de correos, en los cafés y restaurantes: lugares públicos que cobraban por cada llamada. Proust fue uno de los primeros parisinos en tener uno en su casa: para alguien que no salía de su cama, era una manera de mantener el contacto con el mundo exterior. El teléfono aparece retratado en la novela: un día, mientras el narrador veranea en Cabourg, un empleado del hotel le avisa que hay una llamada para él, de su abuela. Corre al teléfono, emocionado y le dice que la quiere, que la extraña, que ya pronto volverán a verse. Pero la telefonía en esos años era aún muy primitiva y Marcel apenas logra escuchar la voz, entrecortada, entre ruidos e interferencias, del otro lado. «¿Abuela?» pregunta. «Sí, pero no reconozco tu voz» le responde alguien que resultó ser una abuela que no era la suya. Ese pasaje, que retrata la sorpresa y la maravilla que experimentaron los primeros usuarios del teléfono, es también la primera aparición en la literatura de un número equivocado. Los SMS de Proust Además del teléfono, Proust usaba todas las tecnologías de comunicación disponibles en los primeros años del siglo XX: cartas, telegramas y los famosos «neumáticos». En París, el cartero pasaba tres veces al día. Alguien que recibía una carta por la mañana podía enviar su respuesta al mediodía y saber que sería entregada al final del día. Para comunicaciones más urgentes dentro de la misma ciudad, Proust podía pedirle a su sirvienta o a su chofer que entregaran una carta en persona y, si urgía, que esperaran allí mismo hasta que la persona entregara su respuesta. Para comunicarse con ciudades de provincia o con el extranjero existían los telegramas. Dentro de París había también un servicio de «neumáticos»: una red de tubos subterráneos que atravesaba la ciudad de punta a punta, y que permitía enviar mensajes urgentes en cuestión de minutos. Uno podía enviar un neumático al otro extremo de la capital y saber que sería entregado en menos de una hora y que la respuesta llegaría, también por neumático, al poco tiempo. Los bancos y las grandes empresas tenían redes internas de neumáticos, que les permitían enviar, en segundos, oficios, cheques y recibos de una oficina a otra y de un piso a otro: los papeles se plegaban antes de colocarse dentro de una cápsula metálica que se insertaba en uno de los tubos para ser conducida, impulsada por el aire — «pneuma» en griego— hasta su destino final. Proust, como casi todos sus contemporáneos, escribía docenas de cartas al día: algunas largas y elaboradas; otras, brevísimas, que contienen sólo un par de palabras. Etas últimas son como los SMS de la época: todo lo que
nosotros haríamos hoy por mensajes de texto —quedar con alguien para cenar, confirmar la invitación, avisar que habrá un retraso— Proust lo hacía por carta, enviada por correo o por neumático. Los veintiún volúmenes de la correspondencia de Proust editados por Philip Kolb contienen cientos y cientos de estos «mensajitos» que son una fuente riquísima de detalles sobre la vida cotidiana del escritor… y de sus obsesiones y neurosis y tiquismiquis. Una carta del 28 de mayo de 1915 a María de Madrazo, la hermana de Reynaldo Hahn, casada con el pintor Raimundo de Madrazo, anuncia solamente: «demasiado enfermo para escribirle, le envío estas fotografías de Reynaldo». Facebook Live Aunque Proust no se levantaba de su cama, no quería perderse lo que ocurría en París. En 1910 o 1911 hizo instalar en su piso uno de los aparatos más modernos y más caros de la época: el Théatrophone, un dispositivo que funcionaba como un teléfono y que establecía una línea directa entre la casa del suscriptor y la ópera: al levantar el auricular, Proust podía, sin tener que vestirse ni salir de su cama, escuchar a los músicos y a los cantantes que actuaban en el escenario del Palais Garnier. Así escuchó, entre otras, Pélleas y Mélisande de Debussy, que después comentó, por carta, con sus amigos. El Théatrophone puede considerarse como una versión, con cables, del Facebook live, ya que permitía transmitir, en vivo, un concierto o una función. Proust uso esa tecnología para no perderse la vida cultural de París, aunque su salud y sus neurosis lo obligaran a quedarse en cama. Google Como todo escritor, Proust tenía que buscar información —fechas, detalles— que necesitaba para su novela. Varios de sus amigos nos han dejado anécdotas sobre cómo el escritor googleaba sin ordenador. Jean Cocteau recuerda que un día Proust lo llamó, angustiado porque tenía un problema enorme que no lograba resolver: para terminar un pasaje que estaba escribiendo, necesitaba ir al Louvre para ver el San Sebastián de Andrea Mantegna. «No entiendo cuál es el problema», respondió Cocteau, haciéndole ver que ese cuadro estaba expuesto en una de las salas y el museo abría al público todos los días. Proust le explicó que como el Louvre cerraba a las cinco de la tarde y él se levantaba a las cuatro, tendría que hacer un esfuerzo sobrehumano para despertarse más temprano, desayunar, vestirse y salir de casa con tiempo de sobra para llegar al museo por lo menos una hora antes de que cerrara. Temía que ese cambio brusco en su rutina y en sus horarios pudiera provocarle insomnio, indigestión, fatiga y ansiedad. Cocteau se comprometió a acompañarlo. En su diario cuenta cómo Proust, en pleno verano, llegó al museo envuelto en un abrigo, tapado hasta la coronilla con guantes, bufanda y sombrero. «Ya nadie miraba los 49
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cuadros» cuenta, «todos miraban a Proust, tan pálido que parecía un espectro». La otra anécdota sobre cómo googleaba Proust la cuenta Ramon Fernandez, un crítico franco-mexicano que, para horror de Alfonso Reyes, que lo conoció en sus años como Embajador en París, insistía en escribir su nombre así, sin acentos. En un artículo que lleva, quizá con ironía, el título de «L’accent perdu» y que fue publicado en el número de homenaje que le dedicó la Nouvelle Revue Française a Proust después de su muerte. Fernandez recuerda, que una noche durante la Primer Guerra Mundial, ya de madrugada, lo despertó una llamada telefónica: era Marcel, exaltado, diciéndole que necesitaba verlo urgentemente, y pidiéndole que fuera a su casa de inmediato. A pesar del toque de queda y del peligro constante de bombardeos aéreos, Fernandez se arriesgó, cruzó la ciudad y llegó al apartamento de Proust casi al amanecer. Se encontró al escritor en su cama atormentado por un gran problema: estaba redactando un pasaje de la novela en que se usaba la frase «senza rigore» pero, como no hablaba italiano, no podía pronunciarla y eso le molestaba al grado de no poder seguir escribiendo. Le pidió al joven crítico que pronunciara esa frase en italiano. Fernandez accedió, Proust cerró los ojos, lo escuchó concentrado en cuerpo y alma, y al final le pidió que la repitiera dos o tres veces. Al final el novelista quedó satisfecho, le dio las gracias y se despidió. En la novela, la frase aparece en la descripción del salón que Odette soñaba con tener: un espacio informal, relajado, senza rigore. Hoy en día, googlear es una actividad solitaria; Proust, en cambio, lo veía como una manera de involucrar a sus amigos, de llamarlos o escribirles, de pedir que vinieran a verlo y que lo ayudaran a resolver sus dudas. Se trataba de una tarea colectiva para la que el escritor recurría a sus redes sociales, a su grupo de amigos, colegas y conocidos. A fin de cuentas, la vida de Proust se parece a la nuestra: el siglo XXI nos ha vuelto inseparables de los teléfonos, adictos a las redes sociales y cada vez menos dispuestos a levantar la vista de la pantalla. De haber vivido en 2022, podemos imaginarnos que Proust hubiera visto en los teléfonos inteligentes, con sus miles de apps, una bendición: desde su cama hubiera podido organizar toda su vida, chateando, siguiendo a la Duquesa de Guermantes en Facebook, dándole like a las fotos subidas por otros aristócratas, escuchando las transmisiones en vivo de la ópera y de los teatros por Facebook, y googleando todos los detalles que le hacían falta para su novela. Con un celular en mano, el novelista no hubiera tenido que despertar a Ramon Fernandez ni que madrugar para ir a ver el San Sebastián de Mantegna en el Louvre: ¡todo lo tendría al alcance de su mano! El mundo de À la recherche, sin embargo, es, de muchas maneras, todo lo contrario de ese universo digital que rige nuestro extraño siglo XXI. Nada más distinto, por ejemplo, de los personajes que fascinan al narrador, como la Duquesa de Guermantes o el Barón de Charlus que los influencers de hoy. Todo en la vida de los influencers es público — sus desayunos, sus 50
desplazamientos, sus amores y sus odios — mientras que los grandes personajes proustianos son seres privados: muy pocos pueden penetrar en su intimidad y los envuelve un aura de misterio. El narrador pasa cientos de páginas luchando para al fin ser admitido a las cenas de la Duquesa de Guermantes o del Barón de Charlus. Los influencers son unidimensionales — todo está a la vista — mientras que los personajes de Proust son complejos, multifacéticos, contradictorios. Los influencers cortejan a las multitudes, buscando siempre aumentar su número de seguidores, mientras que los aristócratas del Boulevard Saint Germain detestan a las masas y buscan mantener un círculo minúsculo y selecto: entre menos seguidores, mejor. Y Proust ¿hubiera sido un influencer de haber vivido en nuestros días? No lo fue en su época: los aristócratas que lo invitaban a sus salones y recepciones nunca dejaron de considerarlo un parvenu, un pequeño burgués que se había colado a su mundo y que siempre estaba allí, sentado al final de la mesa. Y tampoco lo sería hoy: sus frases laberínticas e interminables no cabrían en un tweet ni en una entrada de Facebook y sus amigos seguramente no le darían like a sus larguísimas disquisiciones sobre temas tan recónditos como la etimología latina de los nombres de los pueblos en las provincias francesas. Proust en Grindr La vida sexual de Proust fue, como los demás aspectos de su personalidad, excéntrica. Vivía aterrorizado de los gérmenes y del contagio. Céleste cuenta cómo, antes de recibir a una visita, el escritor le pedía que sometiera al visitante a un extenso interrogatorio: ¿había estado en el campo? ¿había tocado plantas o flores? ¿le había estrechado la mano al alguien que hubiera estado el campo o tocado plantas? Proust sufría de alergias y asma y vivía aterrado de todo lo que pudiera provocarle ataques: nunca abría las ventanas de su cuarto y cuando paseaba por el Bois de Boulogne para ver los jardines lo hacía encerrado en el interior de un carruaje con las ventanas cerradas. Dada sus fobias, Proust evitaba el contacto físico, aunque buscaba la cercanía de muchachs jóvenes. Camilla Wixler, que trabajó como maître d’hôtel en el Hotel Ritz de París, recuerda como Proust se entusiasmaba con los camareros más lindos, les dejaba propinas descomunales (el equivalente de varios miles de euros) y los contrataba para que fueran a pasar horas sentados al lado de su cama. Nunca los tocaba: prefería conversar con ellos, preguntarles sobre su vida, sobre su mundo, mientras los escuchaba y miraba. Uno de esos muchachos, el sueco Ernest Forssgren, contó en sus memorias lo que fue su extraña relación con el novelista y que sólo consistió en hablar. Para Proust el erotismo dependía de la presencia y del lenguaje. Es por eso que nuestras apps de ligue no le hubieran dicho nada y que resulta imposible imaginar un perfil de Marcel en Grindr.
Instagram y Proust A fines del siglo XIX, regalarle una fotografía a alguien era una muestra de gran intimidad. Solamente los novios o los amigos más cercanos intercambiaban retratos. Proust pasó años, sin éxito, pidiéndole a su amigo Robert de Montesquiou —uno de los modelos de Charlus— que le consiguiera una foto de la Condesa de Greffulhe. En la novela, el narrador le pide a Saint-Loup, también sin éxito, un retrato de su tía, la Duquesa de Guermantes. Dar una fotografía era regalar una parte de uno mismo: un acto tan íntimo como besar o hacer el amor. Proust logró tener retratos de su padre, de su madre, de su abuela, de su novio Reynaldo Hahn y de su amigo Montesquiou … pero nunca de la Greffulhe ni de las otras mujeres elegantes que tanto admiraba. Nada más distinto de nuestra actitud hacia las imágenes. En el mundo de hoy la fotografía se ha vulgarizado y se ha devaluado: resulta tan fácil sacar una foto, compartirla, subirla a Instagram o enviarla por WhatsApp que las imágenes han perdido su brillo y su importancia. Por las redes sociales desfilan millones y millones de fotos que no logran mantener la atención del usuario más de una fracción de segundo. Son fotos efímeras y desechables que se ven sustituidas por otras, igual de transitorias. Las imágenes han, además, reemplazado a la palabra. Hoy ya casi nadie lleva un diario ni escribe cartas: toma fotos y las comparte. Incluso la conversación se ve amenazada por esa iconofilia tecnológica: ¿cuántas veces no le hemos pedido a un amigo que nos cuente cómo le fue en una cena, en una fiesta, en un viaje, para recibir como respuesta un silencio acompañado de una mano que ofrece un teléfono cargado de fotografías? Proust vivió en un mundo sin imágenes. Y es precisamente por esa ausencia que pudo escribir miles de páginas que retratan, con filigrana literaria, a sus personajes y su mundo. Freud pensaba que las imágenes generan pereza intelectual: contar algo requiere un trabajo mental que requiere elegir las palabras más adecuadas, organizarlas en frases y párrafos, darle una estructura al relato; tomar una foto, en cambio, es un procedimiento casi automático. En busca del tiempo perdido es la anti-fotografía de una época. Conclusión: el iPhone de Proust Proust fue un pionero de las tecnologías de su época: tuvo teléfono y Théatrophone, enviaba neumáticos y telegramas, coleccionaba fotografías de las personas que más quería y era un usuario entusiasta de las redes sociales de principios de siglo, en donde todo era presencial. Con esas herramientas pudo escribir una de las grandes novelas de la historia de la literatura. ¿Y si Proust hubiera tenido un teléfono inteligente y todas las apps que tenemos ahora? En su Instagram, hubiera colgado fotos de Charlus, Swann y Saint-Loup. Se hubiera hecho seguidor de la Duquesa de Guermantes en Face-
«De haber vivido en 2022, podemos imaginarnos que Proust hubiera visto en los teléfonos inteligentes, con sus miles de apps, una bendición: desde su cama hubiera podido organizar toda su vida, chateando, siguiendo a la Duquesa de Guermantes en Facebook, dándole like a las fotos subidas por otros aristócratas, escuchando las transmisiones en vivo de la ópera y de los teatros por Facebook, y googleando todos los detalles que le hacían falta para su novela» book y le hubiera dado like a sus historias. Usaría WhatsApp para comunicarse con sus amigos sin levantarse de su cama, y Zoom para asistir a conferencias, recitales y óperas sin salir de su casa. Sus agudísimas observaciones sobre la sociedad, sobre el deseo y el amor, sobre la crueldad que rige la vida mundana, quedarían reducidas a tweets de 280 caracteres. Su perfil de Grindr no tendría mucho éxito y le sería difícil atraer a camareros lindos y muchachos de clase trabajadora que vinieran a sentarse a su lado… y si llegaran, no podrían conversar porque los muchachos no levantarían la mirada de las pantallas de sus teléfonos. De haber tenido un iPhone, Proust nunca hubiera escrito En busca del tiempo perdido. ¡Qué gran alivio que la Condesa de Greffulhe no haya tenido Instagram y que Steve Jobs no haya nacido en la Belle Époque!
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ORTEGA Y GASSET: EL FILÓSOFO DE LA CIENCIA por Juan Arnau
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a ciencia no existe. Ni como unidad, ni en singular. Ese es el ídolo de nuestro tiempo. Existen, claro está, las prácticas científicas, muy diversas y eficaces. Todas las frases del tipo: «la ciencia demuestra x» son la retórica y propaganda de un grupo de investigación (o de un periodista atolondrado) que, al presentar sus resultados, se presenta a sí mismo como el conjunto de la ciencia. Debido a la presión mediática y financiera, hoy resulta difícil que la persona culta y reflexiva entienda esta situación. Existen numerosas disciplinas científicas, contradictorias, geniales, que trabajan fervientemente para hacer mundo, para edificarlo (más que para descubrirlo), conscientes (en mayor o menor medida) de su condición ontológica, de su capacidad para crear realidades. La verdad se da siempre bajo una perspectiva, nos recuerda Ortega. Y, aunque las perspectivas son múltiples, la verdad es una. Esa es la fe del filósofo y el gran misterio del conocimiento. En el gran teatro del saber, cada ciencia es como un personaje, con su carácter propio, con sus fortalezas y debilidades. Cada ciencia tiene su destino singular. «La vemos, como el héroe de una biografía, atravesar vicisitudes, gozar de horas triunfantes sufrir desdenes, ser reina o caer en servidumbres». Cada ciencia tiene sus manías. El físico, nos dice Ortega, necesita la medida. La medida es, en su esencia, relatividad. No hay medida sin metro y el metro no es una cosa cósmica, no es una realidad, sino una arbitrariedad. El metro es una cosa humanísima. La física, que no puede apresar las cosas, les toma las medidas, que son los fantasmas de aquellas. Galileo, fundador de la física, define maravillosamente la nueva ciencia. «Consiste en medir todo lo que se puede medir y en conseguir medir lo que no se puede medir». Además, Galileo cree que los fenómenos naturales se comportan matemáticamente. A esa creencia se debe la instauración de la física. La nouva scienza es la cuantificación radical de los fenómenos, la introducción formal de la matemática en la observación. «Pero la realidad no coincide con la matemática. Ninguna ma-
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Escultura El pensador de Auguste Rodin
temática rige o da leyes a la realidad». Ese fue el error de Galileo. Un error de larga duración que para muchos sigue siendo un acierto. «Respetemos estas cegueras que permiten que veamos algo. Todo lo que somos positivamente lo somos gracias a alguna limitación». Ortega ha declarado su hostilidad al siglo XIX (el siglo del progreso), que considera una rémora para la nueva sensibilidad emergente. La genialidad del filósofo no está en sus argumentos, sino en su intuición. La filosofía es un arte más creativo que lógico. Para los silogismos tenemos a las máquinas, que son las maestras de lo automático, de lo que carece del juego del instinto. Ese olfato permite a Ortega predecir lo que va a ocurrir en la física: «no hay mejor síntoma de la madurez de una ciencia que la de revisar sus principios. Supone que la ciencia está tan segura de sí que se da el lujo de someter a revisión sus principios». Y anticipa algunas ideas de Niels Bohr sobre la teoría del conocimiento que se deriva de la mecánica cuántica. «El experimento es una manipulación nuestra mediante la cual intervenimos en la naturaleza, obligándola a responder. No es pues, la naturaleza, sin más y según ella es, lo que el experimento nos revela, sino sólo su reacción determinada frente a nuestra determinada intervención». La consecuencia de ello es que «la llamada realidad física es una realidad dependiente y no absoluta», pues es condicional y relativa al hombre. Es decir, que el físico llama «realidad» a lo que ocurre si él realiza una manipulación. Sólo en función de dicha práctica científica, de dicha manipulación, existe esa realidad. En este sentido, es una vergüenza que los físicos, después de tanta teoría del conocimiento elaborada por los filósofos, tengan la última palabra sobre el significado de sus prácticas. Como si pudieran saltar utópicamente fuera de la sombra de esa misma actividad. La física, «lejos de representar la ejemplaridad y prototipo del conocimiento es, en rigor, una especie inferior de teoría, distante del objeto que intenta penetrar». Y, debido a sus éxitos, «la física quiere ser metafísica», mientras que la filosofía, amilanada, «quiere ser física». Galileo Los aristotélicos que enfrentaba Galileo eran en general nominalistas, gentes que no creían que la naturaleza fuese racional. Por lo que sólo cabía en ella el conocimiento empírico (eran empiristas radicales al modo de William James). Se limitaban a la observación, a formar teorías que «salvasen las apariencias». De ahí que en París y Padua se hicieran experimentos cien años antes de que en la ciudad estudiase Galileo. La introducción de la matemática es la gran novedad. Ortega pone un ejemplo certero. Alguien nos presenta un papel con operaciones aritméticas y signos matemáticos. No se nos dice si esas operaciones se refieren a sillas o berenjenas. Suponga-
mos que entendemos esas cuentas en lo que tienen de puras cuentas. Y, en ese momento, alguien añade.: eso que usted ha entendido es la realidad de las cosas, la naturaleza, el universo. ¿Quedaríamos satisfechos? Otro ejemplo. Imaginemos el guardarropa de un teatro. La gente deja en él sus abrigos y recibe a cambio una ficha numerada. Al conjunto de fichas le corresponde el conjunto ordenado de los abrigos. Gracias a ello, teniendo una ficha, se puede localizar el abrigo. Y, sin embargo, una ficha no se parece en nada a un abrigo. Se trata de una correspondencia sin semejanza. El conjunto de las fichas es la teoría física, el conjunto de los abrigos la naturaleza. Con una diferencia. Las fichas son cosas tangibles y visibles, como los abrigos. Pero si convertimos las fichas en entes ideales (los números y sus combinaciones), entonces tenemos reproducida la física de funda Galileo. Paradójicamente, en ella se funda el orgullo (y el éxito aparente) de la civilización occidental. Pero la ciencia física no nos pone en la cabeza más que fichas (o mejor, números). ¿Cabe llamar a esto conocimiento? ¿No podría llamársele, guardarropa? Queda entonces por averiguar si el mero conocimiento simbólico es de hecho conocimiento. En defensa de la física puede decirse que esta ciencia sirve para muchas cosas mientras que la filosofía no sirve para nada. Ya lo dijo el santo patrón de los filósofos, Aristóteles. «Soy filósofo porque no sirve para nada serlo». Esa inutilidad acaso sea el mejor síntoma del conocimiento genuino. «Una cosa que sirve es una cosa que sirve para otra y, en este sentido, es servil. La filosofía, que es la vida auténtica, la vida poseyéndose a sí misma, no es útil para nada ajeno a ella misma. En ella, el hombre el sólo siervo de sí mismo [del “sí mismo” (ātman) dirían las upaniṣad]. Queda usted en entera libertad de elegir o ser filósofo o ser sonámbulo. Los físicos, en general, van sonámbulos dentro de su física, que es el sueño egregio, la modorra genial de Occidente». Pero la física, nuestra ciencia ejemplar, evoluciona, y, como por arte de magia, se convierte en algo parecido a la filosofía. El artífice, al que Ortega parece no conocer: Niels Bohr. «Una persona encerrada en una habitación, sin aparatos de observación ni materia que observar, por simple combinación de ideas, puede en pocas semanas redescubrir lo que ha requerido emplear trescientos años y treinta mil laboratorios». Se dice que la observación será quien decida si esos teoremas inventados en la soledad de una habitación son ciertos. Pero lo cierto es que el instrumento se elabora con la teoría, que es la que nos dice qué buscar. El físico sólo habla de la porción de realidad que está al alcance de su aparato. Ahora bien, la abstracción permite aventuras insólitas. El término «universo» significa que ya hemos trascendido los límites de lo observable. Así, la física teórica es la creación de un repertorio de mundos ideales. La gran cuestión es si el fundamento de esta ciencia es la ideación o la observación. Esa pregunta «es 53
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«La ciencia no sólo es la creencia colectiva moderna, es también el espíritu de nuestro tiempo. Es la convicción de ese sujeto anónimo que llamamos sociedad. Tiene completa vigencia, aunque un individuo particular no la acepte. Está en el ambiente. Desde que nacemos vamos absorbiendo esas convicciones respirando el espíritu de nuestro tiempo. Pero, al meditar sobre este mundo vigente, el filósofo puede, al menos momentáneamente, desembarazarse de él» lo que se discute desde hace trescientos años». La mera observación no funda la ciencia. Para observar, para poder ver algo, hace falta una teoría. Einstein se lo reprochaba a Heisenberg (aunque él mismo también se había servido de la retórica de la pura observación). La observación de Galileo, como la del neandertal, es imposible sin invención previa. Los hechos no nos dicen nada espontáneamente. Esperan a que nosotros les hagamos preguntas. Ortega da en la diana. La naturaleza no habla ningún lenguaje en particular. Habla el lenguaje que nosotros queramos proponerle. Y no hay un lenguaje privilegiado. Dependerá de lo que queramos hacer con ella, de lo que queramos preguntarle, de cómo (en qué idioma) queremos que hable. Nos han contado la historia al revés. «Lo que interesa a Galileo no es adaptar sus ideas a los fenómenos, sino, al revés, adaptar los fenómenos a ciertas ideas, rigurosa y a priori, independientes del experimento, en suma, a formas matemáticas». Esta fue la innovación de Galileo: construir a priori, matemáticamente. Si los fenómenos no se comportan según esta construcción, peor para ellos (quedan descartados, no existen). Ortega parece un teórico dialogando con la física cuántica, que entonces (1933) todavía no conoce. Cualquier artista lo sabe. La magia de toda ciencia consiste en ocultar sus procedimientos. La idolatría del experimento Ortega se queja repetidamente contra la idolatría del experimento, contra el terrorismo intelectual de los laboratorios. Las ciencias no son sólo hechos o datos, ni siquiera prácticas laboratorio. Esa es la superstición de la llamada «verdad científica». La filosofía ha quedado aplastada, humillada, por el imperialismo de la física. 54
«Cada ciencia acepta su limitación y hace de ella su conocimiento positivo». Se hace independiente de las demás, soberana. Repele la pretensión de ser legislada por otra. Defiende con celo su jurisdicción. Las ciencias, cuando encuentran un problema irresoluble, dejan de ocuparse de él. No así la filosofía, que enfrenta todos los problemas (lo que no quiere decir que los resuelva), y admite la posibilidad «de que el mundo sea un problema insoluble». Platón entrevió el asunto. Sólo el ser humano sabe que no sabe. «Ni Dios ni la bestia tienen esa condición. Dios sabe todo y por eso no conoce. Pero el hombre es la insuficiencia viviente, el hombre necesita saber, percibe desesperadamente que ignora». Dentro de la persona biológica y utilitaria hay otra «lujosa y deportiva» que en vez de facilitarse la vida se la complica. Ese es el filósofo. Las objeciones contra la ciencia se extienden a la mística. «La filosofía es un enorme apetito de trasparencia, una resuelta voluntad de mediodía». La mística no redunda en beneficio intelectual. Algunos místicos, como Plotino, Eckhart o Bergson, han sido geniales pensadores. Pero el misticismo vive en lo abismático. Ahora bien, a la filosofía no le interesa sumergirse en lo profundo, «sino emerger de lo profundo a la superficie, traer a la superficie, tornar aparente, claro, perogrullesco, lo que estaba subterráneo, misterioso y latente». Eso sí, entiende el apetito de integridad del mismo, la nostalgia de la unidad. «Vivimos hacia un mundo que sentimos o presentimos completo». El científico taja esa integridad y, aislando un trozo del mundo, hace de él su cuestión. La verdad científica es exacta, pero secundaria, incompleta y penúltima. Deja intacta las últimas y decisivas cuestiones. «El físico renuncia a buscar el primer principio y hace bien. Pero el hombre donde cada físico vive alojado no renuncia… y se le va el alma hacia esa primera y enigmática causa».
La naturaleza de la ciencia Resumamos. La ciencia es la fe moderna. Toda ciencia es una construcción, no un espejo de la realidad. Su tarea es doble. Por un lado, imagina y crea. Por el otro, confronta eso imaginado con lo que no es la persona, con lo que la rodea. Lo que llamamos realidad no es el dato (que por sí mismo no significa nada), sino la construcción que se hace con el material dado. La ciencia hace eso. Primero tiene que desentenderse de los hechos, quitárselos de delante y ocuparse en el puro imaginar. Luego, edificada la teoría, confrontarlos mediante la observación experimental. «La ciencia toda de las cosas, sean éstas corporales o espirituales, es tanto obra de la imaginación como de la observación». Un ismo hecho material tiene las realidades más diversas cuando se inserta en vidas diferentes. Un hecho humano nunca es puro pasar y acontecer, es función de toda una vida individual o colectiva. Galileo construyó la física e hizo de ella una ciencia ejemplar, norma del conocimiento. Todas las demás ciencias la imitarán, con mayor o menor éxito. Si la historia, que es la ciencia de las vidas humanas, pudiese ser exacta, significaría que las personas son piedras o cuerpos inertes. Y la vida, la de cada cual, es por fuerza interpretación, a partir de unas convicciones, más o menos firmes. «A esa arquitectura que el pensamiento pone sobre nuestro contorno, interpretándolo, llamamos mundo o universo. Este, pues, no nos es dado, no está ahí, sin más, sino que es fabricado por nuestras convicciones». Sin darnos cuenta nos hallamos instalados en una red de soluciones ya hechas. El idioma mismo, que aprendemos de niños, es ya un sistema encriptado de valores. Esa es la inherente dualidad del vivir. El más escéptico vive ya con ciertas convicciones, vive en un mundo, en una interpretación. Nadie escapa al círculo hermenéutico, como nadie escapa a la gravedad inversa, por tenue que sea. «El mundo del dubitativo es tan mundo como el mundo del dogmático». Cuando se habla de una persona sin convicciones, esto es sólo una manera de hablar. El escéptico está convencido de que todo es dudoso. Lección sexta sobre Galileo La ciencia no sólo es la creencia colectiva moderna, es también el espíritu de nuestro tiempo. Es la convicción de ese sujeto anónimo que llamamos sociedad. Tiene completa vigencia, aunque un individuo particular no la acepte. Está en el ambiente. Desde que nacemos vamos absorbiendo esas convicciones respirando el espíritu de nuestro tiempo. Pero, al meditar sobre este mundo vigente, el filósofo puede, al menos momentáneamente, desembarazarse de él. El individuo moderno comienza siendo un cartesiano. El gran viraje de 1600 fue el resultado de una grave crisis histórica. La crisis actual sólo puede entenderse si se
entiende aquella, que fue la de nuestro nacimiento. «Ahora tenemos que salir de donde entonces se entró. El pensamiento medieval ha agotado todas sus posibilidades, descubiertos sus limitaciones e insuficiencias. El Renacimiento fue un periodo de confusión. El individuo moderno re-nace con Descartes y Galileo, que fraguan los cimientos de la mente occidental. En la Edad Media las ciencias particulares son un modo de conocimiento secundario, supeditado a la teología, que es la ciencia dominante. Las cuatro generaciones que hay entre Copérnico y Galileo constituyen cuatro fases en la reivindicación de las ciencias como tales: Luis Vives, Miguel Servet, Giordano Bruno, Tycho Brahe son sus protagonistas. ¿Quién mejor para orientarnos en nuestra vida que las ciencias? Pero la confusión de la perspectiva científica con la vital genera sus problemas. Es tan falsa como hacer de la perspectiva religiosa una perspectiva vital. «La vida no tolera que se la suplante ni con la fe revelada ni con la razón pura… por eso se ha abierto ante nosotros, tenebrosa, enigmática, una nueva crisis». De modo muy saludable, Ortega se revuelve contra la «beatería del racionalismo» y la «beatería del culturalismo». Frente a esas devociones propone una razón vital. En las crisis son frecuentes las posturas fingidas, «generaciones enteras se falsifican a sí mismas», se embarcan en destinos artísticos o en doctrina insinceras. «Cuando se acercan a los cuarenta años, esas generaciones quedan anuladas, porque a esa edad ya no se puede vivir de ficciones». Vivir es, como hemos visto, estar en alguna convicción, creer algo acerca del mundo. En las crisis el individuo no sabe quién es. Desorientado, da unos pasos en una dirección, luego en otra. Y acaba quedándose sin mundo, entregado al caos de la circunstancia. El vacío de su vida le incita a gozar brutalmente, cínicamente. Y la vida toma un sabor amargo. Una nueva fe, imprecisa, «como la luz de la madrugada», surge de cuando en cuando. Pero esos entusiasmos inestables no duran. La serenidad es el atributo esencial del ser humano. Por eso algunas escuelas budistas, como la de Nāgārjuna, recomiendan el abandono de todas las opiniones. Cuando se pierde la serenidad se está «fuera de sí». Entonces resurge el animal, pues estar «fuera de sí», esclavo de la inquietud del entorno, es la característica del animal. «Ensimismarse es el privilegio y el honor de nuestra especie». Ortega lo advierte contemplando los chimpancés en el zoo del Buen Retiro. Detenerse un instante es lo contrario de vivir atropellado por la circunstancia. Vivir fuera de sí es vivir una vida falsa. «En todo ser animado, el más importante de sus mecanismos es el de la atención. Estamos allí donde atendemos. Dime a lo que atiendes y te diré quién eres». Ortega parece un maestro de meditación. La atención al sí mismo es fundamental. El hombre es ese animal que puede desatender lo de fuera para volverse sobre sí mismo, «invertir la puntería de su atención», dar la espalda al paisaje. Lo que nos hace humanos no es la razón sino la atención, el ensimismarse. 55
CRÓNICA
CRÓNICA
Something final (Norfolk, agosto de 2022)
por Cristian Crusat
«En todo caso, se trataba de un brillo de una densidad aterciopelada que sugería algo recóndito y oculto, tal vez anticipatorio: ese embrujo del corazón de quien viaja hacia un lugar muy amado y, sin embargo, coyuntural, como la agitación de la sangre. Seguí leyendo»
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A mediados de agosto de 2022, cuando la canícula se acercaba a su fin y Salman Rushdie había sido apuñalado cerca de Nueva York, hice escala en Ámsterdam para volar hasta Norwich, cuyo minúsculo aeropuerto operado fundamentalmente por vuelos chárters parecía un hangar asiático de la época de la Concesión Internacional. Pero primero, en Ámsterdam, como había previsto con anterioridad, el pequeño y semivacío KLM Cityhopper ascendió hacia el apelmazado friso de nubes que se descolgaba sobre el aeropuerto de Schiphol antes de cambiar drásticamente el rumbo con dirección oeste. Detuve la lectura para contemplar ese viraje. A causa de unas pocas gotas de lluvia, el fuselaje había cobrado un aspecto vagamente escamoso, semejante al de las carpas que en las dársenas de los puertos se alimentan de pompas de gasoil y una desidia animal. En todo caso, se trataba de un brillo de una densidad aterciopelada que sugería algo recóndito y oculto, tal vez anticipatorio: ese embrujo del corazón de quien viaja hacia un lugar muy amado y, sin embargo, coyuntural, como la agitación de la sangre. Seguí leyendo. Pronto se divisó desde la cabina de pasajeros la superficie gelatinosa del mar del Norte, extendida como una plancha de aluminio sobre la que unos pocos barcos parecían detenidos ad infinitum, igual que en la cuadrícula del juego de mesa destinado a «hundir la flota». Aunque la duración del vuelo entre Ámsterdam y Norwich era de cincuenta minutos, mi impresión fue que el viaje no debió de alcanzar los cuarenta minutos, a buen seguro menos, ya fuera por un viento de cola favorable, ya por mi propio estado de ánimo, rebosante de expectativas y, al mismo tiempo,
atenazado por un puñado de temores enquistados desde el comienzo de una época particularmente cruda. Por lo demás, ¿cuánta comisión me habían cobrado en el mostrador de Travelex al cambiar mis euros por libras? Aunque había planeado ese viaje casi dos décadas antes, nunca lo había llevado a cabo. Hasta que una mañana de julio de 2022, bajo el agua de la ducha, un intuitivo aguijonazo me dictó que había llegado el momento. El momento de poner el corazón en su sitio. Cuando el Cityhopper de KLM tomó tierra inglesa y la puerta delantera se abrió, los pasajeros bajamos por una escalerilla y caminamos a lo largo de la pista del aeropuerto de Norwich hasta una precaria sala donde se realizaba el control de pasaportes. Caminar por una pista de aeropuerto, como anteriormente en Ibiza o Agadir: he ahí un gesto que renueva la elasticidad del alma. Tras aguardar turno en el control de pasaportes, cada uno pareció escurrirse por algún ángulo muerto de su propia existencia, pues enseguida no hubo mayor movimiento en la entrada del aeropuerto que el que procedía de los pocos vehículos que circulaban protocolariamente por sus pistas –un diminuto camión de bomberos, una lánguida patrulla de policía–, al otro lado del cercado metálico que rodeaba el aeródromo. Eran las cuatro y media de la tarde. La temperatura bordeaba los treinta grados y aquel extraño calor forraba ya los huesos de mi carne. La parada de taxis, lo que se intuía de ella, se encontraba desierta. Dentro del aeropuerto, la garita de información permanecía cerrada y un cartel pegado en la puerta remitía a un número telefónico. Aquel letrero me recordó que en mi teléfono continuaba activado el modo avión, así que lo desactivé y aguardé a que me llegara algún mensaje, sin éxito. Aunque puse en marcha la itinerancia de datos y los datos móviles, no tenía conexión a internet ni tampoco podía efectuar llamadas. Había olvidado activar el roaming. ¿Cómo me hacía sentir aquello? Necesitaba hacerme ese tipo de preguntas, aprender de ellas.
Fotografía cedida por el autor
Después de merodear unos minutos alrededor del parking vacío, resolví echarme a andar hacia la carretera, en cuyos arcenes la grama quemada por las altas temperaturas había adquirido un tono ocre, pajizo. A los pocos minutos vi acercarse un autobús de dos pisos de la línea 501 que conectaba con Anglia Square y Tombland, en el centro de Norwich, así que me subí. Dentro del vehículo me sentí mejor. Un cuarto de hora más tarde llegaba a la habitación de mi hotel, muy cerca de la catedral. Me deshice de la mochila y, como siempre, zapeé un rato por los canales de las televisiones locales con la mirada perdida, mi forma predilecta de sintonizar con la identidad de los sitios a los que arribo. Salí a dar una vuelta. A pesar de que las tiendas estaban a oscuras y la jornada comercial había tocado a su fin, aún tuve tiempo de entrar en la catedral de estilos normando y gótico, solitaria a esas horas. No obstante, era demasiado tarde para acceder al claustro, de modo que volví a la calle y dirigí mis pasos hacia la ribera. En mi trayecto, me topé con Browne’s Meadow, algo así como el campito del autor de El enterramiento en urnas. Sabido es que la casa y el jardín de Thomas Browne junto a
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Haymarket constituyeron en el siglo XVII, en el corazón de Norwich, un curioso gabinete de curiosidades botánicas, tanto que pronto necesitó ampliarlo. Por esa razón, Browne alquiló unos terrenos aledaños a la catedral para complementar sus cultivos e, incluso, observar qué ocurría con ciertas especies cuando crecían descuidadamente, o en un entorno distinto. Tras la muerte de Browne, la parcela pasó a utilizarse como huerto de la catedral y, actualmente, como parking de coches para residentes de la zona. Hice la foto, pero no he vuelto a verla.
«Aunque había planeado ese viaje casi dos décadas antes, nunca lo había llevado a cabo. Hasta que una mañana de julio de 2022, bajo el agua de la ducha, un intuitivo aguijonazo me dictó que había llegado el momento. El momento de poner el corazón en su sitio»
Durante el resto de la tarde recorrí London Street o Gentleman’s Walk y, en un momento dado, por si acaso, cambié de acera. Continué. Las puertas de Marks & Spencer arrojaban a la calle a los últimos compradores de tapenade y vino Malbec. Como en todas las capitales europeas, los alrededores del Mc Donald’s se habían convertido en el escenario de varios ritos de paso adolescentes. Antes de regresar a Tombland, vagué asimismo por las despobladas calles de adoquines adyacentes a Elm Hill, con sus casas del período Tudor, sus iglesias normandas del siglo XV y una aguda quietud sólo contrapunteada por el lejano zumbido de una aguja procedente de algún estudio de tatuaje que, tras la finalización del horario comercial, con las persianas bajadas, se alzaba como una extraña zona de triaje metafísico, un mundo de oráculos intermedios y pensamientos aplazados. Al rato me topé con un Five Guys, y allí cené. Los repartidores entraban y salían del local, aparcaban sus motocicletas y las ponían en marcha de nuevo, hablaban entre ellos y terminaban sus frases sin mirarse, distraídos, concentrando su efímero resuello en una melena rizada o un tubo de escape. Mientras pensaba en mi itinerario del día siguiente, regresé a Tombland y probé una cerveza local en la terraza de The Ribs of Reef, asomado al puente Fye. Allí me hice otro selfie. Cuando cayó la noche, me duché y vi dos capítulos de Family Guy en el canal itv2 (memorables por la escena del ataque de un puma y un gag sobre el porno de los payasos). Luego leí un rato la biografía de Carole Angier y me quedé dormido. Todo lo anterior apenas fue una manera de bordear el vórtice sentimental de mi desplazamiento a Norwich: las pequeñas transacciones entre seres humanos, los murmullos de nuestra voz interior, Evian y Toblerone en el duty free, paroxismos de la mirada, ayudar o no a una pasajera a bajar el equipaje, un Liverpool-Crystal Palace por la televisión del pub, el pánico a la fiebre. Tengo claro que se viaja siempre para algo. Sé a lo que he venido. En estas ocasiones se observa el mundo con el rabillo del ojo del alma. Y si he de escribir mi viaje, me ceñiré a la reflexión de Aleksandar Hemon: no tomar notas, confiar en la memoria y sus lagunas. A la mañana siguiente me desperté temprano y, todavía sin desayunar, me monté en una de las bicicletas disponibles del hotel. Había venido para hacer aquello. Llevaba en mi mochila un mapa impreso, un chubasquero, dos libros, media vida. Al trabajador de mantenimiento del hotel que me agenció un inflador le dije que me dirigía hacia Poringland y que, por las consultas realizadas en Google Maps, parecía un trayecto fácil desde el centro de Norwich. «Relatively», contestó, antes de desearme suerte.
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Fue al dirigirme hacia el suroeste de la ciudad cuando entendí las reservas expresadas por el trabajador del hotel respecto a mi itinerario. Por suerte, Rocío había logrado activarme el roaming la noche anterior: al segundo intento logré embocar King Street, cuyo suave declive acompañó mis dubitativas pedaladas. Callejeé al ritmo del piñón grande de mi bicicleta. Poco después divisé, al otro lado del río, Carrow Road, el estadio de fútbol del Norwich City. Al cruzar el puente se asentó mi ánimo, pues un rótulo indicaba que aquel era el «Novi Sad Friendship Bridge». ¿Dónde, si no en Norwich, se podría tender un puente hacia Novi Sad, la ciudad a la que llegó Danilo Kiš procedente de Subotica y donde sobrevivió de milagro a la matanza de judíos y serbios de enero de 1942? En una especie de parque comercial junto al estadio de Carrow Road entré en un Costa Coffee y, reconfortado por el buen augurio del puente de Novi Sad, desayuné un hot chocolate y un croissant con mermelada. Tras esto, volví a cruzar el puente y busqué la A147, en cuyos márgenes empezaron a sucederse viejas fábricas, chasis anaranjados y granjas asediadas por nubes de mosquitos. Estaba saliendo de Norwich. No lograba acostumbrarme a conducir mi bici por el lado izquierdo de la calzada, especialmente en los cruces y semáforos. Vacas, pastos y antiguas manufacturas precedieron mi entrada al pueblo de Trowse Newton, donde me asomé a su iglesia del siglo XIII. Bordeé un campo de deportes y, al salir de Trowse, pedaleé un buen rato en línea recta, mientras se abría un claro y las nubes se dispersaban hacia el sur. Noté el aumento de la temperatura y una tenue modificación en la presión del aire, así como la pequeña mancha de sudor que empezaba a sellar la mochila a mi espalda.
Fotografía cedida por el autor
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Fotografía cedida por el autor
Fue la última vez que la silueta de la ciudad y de la catedral se recortaron en mi horizonte. Pronto me incorporé a Stoke Road y, al seguir por Arminghall Lane, el arcén se pobló de vegetación, la carretera se estrechó y, al cabo de una frondosa curva, apareció la iglesia de St. Mary’s, con su torre cuadrangular en el frente. En el jardín sembrado de lápidas se hallaba asimismo una tumba de la Commonwealth, aunque lo que más llamó mi atención fue el césped quemado por el sol y la gran cantidad de ardillas muertas desperdigadas por el asfalto de la carretera, como si estas criaturas, desesperadas por la sed y el bochorno, salieran al paso de los vehículos para entregarse a la inclemente labor de los neumáticos. El camino serpenteó entonces entre granjas, arbustos de dedaleras y anuncios con distintos precios para la docena de huevos frescos. Ese bucólico tramo desembocó en la B1332 en dirección a Poringland y Framingham Earl. Empezaba a molestarme el raquítico sillín. La velocidad máxima de circulación era de treinta kilómetros por hora y, allá arriba, planeando sobre esa insignificante parcela de vida que discurría a ambos sentidos de la carretera, las nubes se agrietaban como una
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costra a punto de caerse. Poco a poco, la luz se abría paso al compás del mediodía y batía esporádicos reflejos en las lunas delanteras de los coches o en el escaparate de una tienda One Stop. Llegué a una rotonda. Supe que me hallaba cerca. Tras rodear aquella rotonda, enfilé Long Road, definitivamente en mi ambiente. Los frondosos árboles a ambos lados de la carretera creaban un sombrío cañón a través del que me desplacé con energía renovada. Hacía una hora y media desde que había salido de Norwich y ya se imponía la impresión de que «el verde empapaba el verdor de un verde más verde» (Nabokov). Casas unifamiliares, muérdago y majuelo, cottages, el marasmo. Robles como el representado en un famoso cuadro de John Crome, el pintor romántico. No me crucé con nadie durante un buen rato, apenas vi dos caballos tras una empalizada, y la sombra de unas hayas. Fotocopiado y clavado en todos los postes al borde de la carretera, un cartel rogaba a los residentes de la zona que dejasen un platillo con agua para los sedientos erizos. Le hice una foto: el dibujo del animal era encantador, probablemente obra de una persona neurótica y candorosa. Excitado, giré a la izquierda en Hall Road, oteando por encima de sicomoros y hayas, intuyendo ya la torre circular de St. Andrew’s. Pedaleé unos cincuenta metros y giré hacia la derecha en Yelverton Road, dejándome caer y fijando mi ser en la entrada de madera, cuya puerta me llegaba por la cintura. Hice varias fotos antes de entrar. Levanté el pasador y accedí al jardín desierto, no sin antes hacer otra fotografía con la bicicleta aparcada en el camino. Fui paso a paso. Bordeé la torre circular y, con todos los poros de mi cuerpo galvanizados, vagué entre las antiquísimas lápidas, agrietadas por el moho y el olvido, sin saber muy bien adónde dirigirme. El cielo, plenamente abierto, se extendía como una sábana azul nueva y recién almidonada. Me asomé al diminuto pórtico de estilo normando, continué haciendo fotos. Una ardilla movediza dio un par de brincos desde un terreno vecino, aunque pronto la perdí de vista. Volví sobre mis pasos y observé cómo la densa luz rebotaba en la piedra, que devolvía un reflejo parecido al de la miel sobre una tostada. Rodeé en sentido inverso la iglesia.
«Por supuesto, invoqué mi oración profana, levantada sobre una costumbre de duelo holandesa que, al parecer, Thomas Browne apuntó en algún lugar de su Pseudodoxia Epidemica. ¿Tenía algo de despedida? Creo que sí»
Y la vi. Antes de llegar a la zona trasera del jardín, la vi; mi sangre hizo una pausa entre dos latidos. Estaba allí, nimbada por un enorme arbusto. Aquí está, pensé, aquí está, y no pensé nada más, mientras me aproximaba en silencio. Pero, aunque no pensé nada más por un rato, sí sentí qué lejos estaba, qué lejos había estado, qué solo. Con el paso de los días, la aparición de esa alargada losa de mármol en medio de las antiguas y desvaídas lápidas me trae el recuerdo del monolito de 2001: A Space Odyssey: un trozo de piedra capaz de convocar persistentes resonancias «a una distancia que sólo la muerte puede medir» (Don DeLillo). Aquí está y no hay cruz, fue lo siguiente que pensé aquel mediodía en Framingham Earl, envuelto por la cálida brisa y un silencio que tejía puentes. La soledad pinta colores, había dicho mi madre en su peor hora.
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¿Cómo me sentía? Aquello me hizo sentir bien. Yo tampoco encargué una cruz para la de mis padres. Hice recuento de todo lo que me había llevado hasta allí: un recorrido que, geográficamente, trazaba una línea simbólica desde esa iglesia de St. Andrew’s en Framingham Earl y un viejo y abandonado cementerio afroamericano en Washington D. C, junto al arroyo Rock Creek. Por supuesto, invoqué mi oración profana, levantada sobre una costumbre de duelo holandesa que, al parecer, Thomas Browne apuntó en algún lugar de su Pseudodoxia Epidemica. ¿Tenía algo de despedida? Creo que sí. El cielo se había ido salpicando de cirros hasta conformar un resplandeciente sudario. Sentado en un banco, observé los pequeños cambios que se operaban en aquel rincón del mundo. Los servicios meteorológicos pronosticaban lluvia para esa misma tarde. Me despedí, agradecido. Hice algunas fotos más, guardé el libro, volví a ponerme la mochila y encajé el pasador de la entrada. ¿Cuánto tiempo había pasado? Dos días más tarde, aguardando la salida del vuelo que me traería de vuelta en una sala de espera del aeropuerto de Stansted, estuve leyendo un libro de viajes de Geoff Dyer donde se recoge un fragmento de D. H. Lawrence que me hizo doblar la esquina superior de la página: «Whereas “some places seem temporary on the face of the earth”, Lawrence believed, “some places seem final”». No sé cuánto tiempo pasé frente a la losa de mármol. Ese tiempo pasado, obviamente, ya no existe, pero –como leí en Agustín de Hipona– fue mucho tiempo mientras fue presente. Norwich reunió durante mis días allí todas las cualidades de ese tipo de lugares que consignó Lawrence: «When you get there you feel something final. There is an arrival». Había llegado. No me refiero a que había llegado a Norwich, sino que había llegado en Norwich, tal y como aquel día de julio, bajo la ducha, antes de organizar mi viaje, presentí: «El vigor del deseo acaba siempre acertando» (Victoria de Stefano). El resto son pespuntes alrededor de este vórtice sentimental, algunos, no obstante, muy significativos. La ubicación y visita de The Old Rectory, la pedalada de regreso a Norwich mientras el aire cambiaba de dirección, las bandadas de cuervos esquivando el tendido eléctrico, bolsas de luz fugitiva y mi gratitud a Rocío. En Norwich visité luego la iglesia de St. Julian’s, erigida hacia el 900, destruida en 1942, reedificada en 1953. Y hacia las siete de la tarde me dirigí a pie hacia Carrow Road, donde el Norwich City F. C., que había descendido de la Premier League a la Championship, se enfrentaba al Huddersfield Town en su primer partido de la temporada en casa. Me gustó ocupar aquel asiento del estadio, y no disimulé las lágrimas. El código del candado de la bicicleta que me acompañó aquellos días era el 1066. No pude dejar de relacionarlo con la batalla de Hastings y el poema «Secuoya», de Zbigniew Herbert, que tanto vinculo con ese lugar y esa literatura. Paninis de mozzarella al día siguiente en el café de Waterstones, los terrenos frente a los edificios de estilo brutalista de la University of East Anglia arrasados por la canícula (semejantes al fotograma de un imitador de Tarkovski), el jardín de la iglesia de St. Stephen’s sembrado de lápidas
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y sepulcros que lindan con el bullicio de los restaurantes Gourmet Burger Kitchen y Wagamama (del próximo mundo apenas nos separa un paño de seda/una burger/un niguiri), o el libro de Dr. Seuss What Pet Should I Get? para Bruno. Y para mí, discos de Anekdoten, Sonic Youth y Swans en Beatniks, en Magdalen Street, muy cerca de Aladdin’s Cave, una tienda de segunda mano donde compro también un tren Percy para Vidal. En una de sus vitrinas identifico con asombro dos juguetes míos que aún conservo: un cochecito de atracadores a la fuga y una figura del séptimo de caballería. En otra época de mi vida los hubiese comprado para seguir atesorándolos, ahora no, y estoy casi seguro de que los míos fueron adquiridos en Londres durante un viaje que hice con mis padres, ¿cuándo? Estoy aquí porque nadie puede responder a eso, porque ya no hay testigos del mundo que me precede, y porque es así. El último día hubo huelga de trenes, razón por la cual debí hacer trasbordo en la estación londinense de Liverpool Street para llegar al aeropuerto de Stansted, lo cual no supuso en realidad un contratiempo para mí. Tampoco tomé notas personales sobre el viaje mientras leía el libro de Geoff Dyer y los aviones despegaban monótonamente de las pistas Stansted, que, más que un aeropuerto, me pareció un acantonamiento de pasajeros. El último texto del libro de Dyer termina con la siguiente reflexión del autor, llena de ternura: la vida me parece tan interesante, dice, que me gustaría quedarme aquí para siempre, aunque sólo fuera para ver qué ocurre, para ver cómo resulta todo. Mi madre podría haber dicho eso. De hecho, creo que me lo dijo, aunque con otro tono. Pero yo no quiero quedarme aquí para siempre, pensé, consciente de mi despedida en Norwich. De todas formas, aquí mismo también ha empezado algo definitivo e inapelable y frágil. En Norwich acaba de empezar la segunda parte de mi vida, pensé, o más bien sentí, y entonces cerré el libro y miré hacia la pantalla de vuelos de salida.
Fotografía cedida por el autor
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Mágico y desasosegante mundo Pilar Adón
De bestias y aves Galaxia Gutenberg 208 páginas
Cuando el ser humano se sumerge en la naturaleza y esta no es un simple decorado sino que constituye un espacio que todo lo ocupa, siente el peso de su inmensidad y el implacable dominio de sus ciclos. La persona percibe la escala y el papel que le corresponde -la hormiga, incluso, parece como aumentada por una lupa, un ser mayor-. Deviene un animal pequeño, muy pequeño, cuya mejor estrategia será buscar el hermanamiento con el entorno y adaptarse al trasiego de una realidad que funciona con sus propias reglas. La naturaleza con su doble versión: idílica y hostil, siempre imponente, grandiosa, inabarcable, sometedora y auxiliadora. Esa fuerza superior que empequeñece al más poderoso de los seres vivientes es una de las protagonistas de la novela de la madrileña Pilar Adón (1971). La tierra, el agua y el aire impregnan las doscientas páginas de este poderoso e inquietante relato, donde también aparece una casa llamada Betania y un grupo de mujeres. Pilar Adón intensifica en De bestias y aves los ingredientes habituales de sus obras. En ellas reinan las mujeres,
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y los elementos naturales. Traductora y editora, ha escrito novelas, como Las hijas de Sara o Las efímeras, volúmenes de relatos, como Viajes inocentes o El mes más cruel, y de poesía, como Mente animal o Las órdenes. Coro, o Coro Mae, o Coro Mag, distintas variantes de un mismo nombre que los padres usaban en función de las circunstancias, es una pintora que recala en un paraje aislado huyendo de una pena que la invade: la muerte de su hermana ahogada. Ha salido desaliñada, descontrolada, precipitadamente. Deja atrás su cotidianidad y se aleja – prescindir del móvil es una clara apuesta por la desconexión-. Su coche se ha quedado sin gasolina y azarosamente ha llegado al final de un camino frente a la verja de la finca de una vivienda rodeada de vegetación. Coro lleva en el maletero nueve retratos de la hermana que ha ido elaborando en un intento de retenerla con ella («Como un par de nutrias de río pasando el invierno»). Es un personaje heredero de protagonistas de novelas anteriores. Dos mujeres la acogen cuando llega al anochecer. La acompañan a
cruzar el linde entre lo real y lo fantástico. Coro siente el vértigo de dar el paso. Se aferra a la excusa de que solo necesita combustible para seguir su camino. ¿Hacia dónde? Si no había ruta ni destino predeterminado en su conducción. El destino ha aparecido en medio de la oscuridad y va a ubicar al personaje, y a los lectores, en ese espacio mágico, en el que habitará de ahora en adelante, acompañada de unos perros y de los sonidos de diferentes pájaros. Ese es el andamiaje bien armado de esta novela, que tiene aires de fábula. En la actualidad abundan los relatos literarios que plasman ese ejercicio de poner freno a una vida asfixiante y alejarse de un entorno «civilizado» para buscar respuestas a tantas incertidumbres vitales. Suelen ser historias con un patrón similar: persona abrumada por el peso de una vida insatisfecha en lo personal y/o en lo profesional, busca equilibrio en el campo. Allí se reencuentra consigo misma para redirigir su vida. Un viaje de ida y vuelta –no siempre- con los pulmones purificados y el alma apaciguada.
De bestias y aves podría parecer una más de esas novelas de huida del mundanal ruido para encontrar armonía y silencio, pero no lo es. Esta novela no se parece a nada más a que a la propia literatura de su autora, Pilar Adón, que lleva tiempo construyendo un universo literario original y potente, que engulle a quien lee. Se trata de una escritura que remueve, que exige, que tiene un tono poético en muchas de sus frases y cuyos personajes se expresan hacia dentro, hacia su interior; explican poco de su superficie y mucho de sus entrañas. Su obra contiene temas de nuestros días como la incomunicación, las relaciones de dominio o el cuidado del entorno pero trasciende a las particularidades. El relato se sitúa en otro plano. La escritora madrileña construye una ficción que comparte elementos con otras autoras contemporáneas. En Las vencedoras, Laetitia Colombani plasma la convivencia de un grupo multicultural de mujeres en una gran casa de acogida social en pleno París. Aixa de la Cruz sitúa en Las herederas a cuatro primas en un enclave en el campo y destapa sus incertidumbres vitales. Adón reúne aquí también a mujeres pero estos seres no parecen habitar un mundo real con historias concretas, más bien parecen prototipos simbólicos. El poder lo ostentan Catina y Tressa, la anciana Missa Tita es la experiencia frente a la pequeña Adel o la osadía de las jóvenes gemelas. La comunidad que presenta De bestias y aves es femenina y autosuficiente. Los hombres están al margen, a las afueras. No tienen cabida en el orden establecido. «Además, los hombres siempre se están marchando a otra parte», señala una de las mujeres. Solo hay un personaje masculino, Tobías Mos, quien vive en los confines de una propiedad que dice que construyó y que le pertenece. Sin embargo parece resignado a la marginalidad y a no intervenir en ese microcosmos. Betania es otro lugar de la marca Adón. La casa aislada y apartada es
una constante en sus obras (Las hijas de Sara, Eterno Amor o Las efímeras). La vivienda de esta novela aparece despojada de artificios. La visualizamos esquemática, con espacios compartidos en la planta baja, un sótano donde habita Gloria encargada de controlar a los animales y la poza, un piso superior con un pasillo y sobrias habitaciones, iguales para todas las habitantes. Una suerte de austero internado sectario – hay incluso una vestimenta a modo de uniforme -. En ese lugar Coro va pasando los días. La dicotomía entre buscar una salida o quedarse atraviesa la narración. Y arrastra a quien lee, tan deseoso de salir corriendo de esa jaula de cristal, de esa especie de secuestro, como de dejarse caer rendido y aceptar lo establecido. También es constante la sensación de aislamiento personal a pesar de la compañía. Cada personaje carga con su mochila. Sabemos que Coro convive con la culpa de la hermana muerta en un canal, pero el dolor no se comparte. Van intercalándose las voces de esas mujeres que viven juntas pero que se comunican muy poco («Mejor no decir nada»). Quizá porque la vida es eso. Vivir rodeados de otros seres pero acompañados solo por uno mismo, por un interior frondoso donde se posan episodios que no se pueden socializar. «Un árbol. El olor de la lluvia. El caos de la/tormenta./Y la perenne impresión de estar sola. No me/dejes sola» rezan unos versos de la escritora del poemario Da dolor. Y ese espíritu es el mismo que impregna estas páginas. Coro está sola y querría «una coraza que cubriera la zona del cerebro en la que se generaban la pena y la añoranza». La naturaleza, como decíamos, es fuente de energía y de vitalidad y allí esta mujer encontrará certezas. Las raíces de los árboles creando redes de conexión por los que transitan nutrientes, las ramas de los árboles absorbiendo la luz…movimientos en
cadena que fijan la vida: «La vida como energía. La vida como esencia». Los murmullos y gritos animales la rodean y ella se funde con ellos («pegó la frente al tronco y siguió chillando»). Hay algo ancestral, primigenio, que lleva a un reconocimiento del terreno y a reconocer los límites. Lejos del apacible espacio vegetal que arropa en su enfermedad a la italiana Pia Pera, sola en su vergel (Aún no se lo he dicho a mi jardín). En ambos relatos se reivindica el cuidado del entorno y la necesidad de los libros, las plantas y los cuadros. El agua también tiene en el texto de Adón una doble cara: sanación y oscuridad. La hermana ha muerto ahogada, en la finca hay un lago y una poza que inquieta, pero es también un elemento de purificación y limpieza (de las hormigas en el cuerpo o del alma herida). Sospecharán los lectores de estas líneas que el clima del relato no es complaciente ni cómodo. Y así es. Son escasos los instantes de sosiego. Se impone el tono inquietante, misterioso e incluso siniestro, el estado de alerta ante la amenaza -¿por qué las mujeres guardan un cuchillo?-. La presencia de una roca que parece abalanzarse y proyecta su sombra en estas páginas crea un escenario opresivo. La escritora ha sabido escoger y situar con acierto los elementos para generar un efecto impactante en los lectores. De bestias y aves es una obra puro estilo Pilar Adón (1971) y ese es el mejor elogio que se le pude hacer. Fiel a su universo literario, ha trabajado una escritura con sello propio, alejada de tendencias y modas, perturbadora, que se adentra en las profundidades del ser.
por Mey Zamora
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Una oportunidad para Katchadjian Pablo Katchadjian
Una oportunidad Sexto Piso 144 páginas
Quizás algunos lectores recuerden a Pablo Katchadjian por el escándalo que supuso la denuncia contra él de María Kodama, albacea de Borges, pero sobre todo guardaespaldas de una obra que abre tantas puertas como las que habría cerrado a la literatura un fallo a favor de censurar El Aleph engordado, obra del primero. El libro, tal y como lo anuncia su título, es un engordamiento literal de El Aleph con cinco mil seiscientas palabras más, publicado por IAP (Imprenta Argentina de Poesía, dirigida por el mismo autor) con una tirada de apenas doscientos ejemplares. Este intento por desacralizar el texto fue visto por Kodama como una profanación. No era una reescritura porque se respetaba la integridad del original, sino la búsqueda de una versión alternativa que se centraba más en la psicología de los personajes, otro aspecto que es frecuente en los libros de Katchadjian. Y menciono otro ya que la característica principal de su obra es plantear un desafío desde el primer párrafo. Es difícil encontrar otro escritor que haga dudar tanto cuando uno abre sus libros y de inmediato se pregunta si está de-
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lante de una novela, de un ensayo o de un género nuevo. Pareciera que su afán máximo es escapar de cualquier encasillamiento y crear textos que se conformen con ser llamados Literatura. Una oportunidad, publicada por Sexto Piso, es la novedad gracias a la cual los convoco. No es la primera en aparecer en España. La editorial H&O (Hurtado y Ortega), lleva publicados tres libros: la novela Qué hacer, los relatos Tres cuentos espirituales y el inclasificable Amado Señor. Qué hacer es un viaje onírico a través de cincuenta capítulos cortos que empiezan con la pregunta de un alumno gigante a Alberto y al narrador, una pregunta que no son capaces de responder. El alumno trata de comerse a Alberto y aquí empieza la aventura literaria. En Tres cuentos espirituales un poeta es perseguido por una banda de matones a quienes los sabios de la comunidad pretenden juzgar, un gigante acompañado de su asistente busca a un sastre para que le haga un traje para su velorio, y un hombre que vive atrapado en un pozo es rescatado y convertido en un santo pero debe ocultar su nueva
identidad para sobrevivir cuando se dicta una ley que condena a muerte a la gente solidaria. Amado Señor es su libro más raro entre los que he podido leer, una recopilación de cartas dirigidas a un dios que ni siquiera podemos identificar como el dios de una sola religión, pues es una especie de dios transversal, único, totalitario. Son cartas llenas de relatos, metáforas y reflexiones en las que el remitente se mantiene y el destinatario varía en apariencia, dejando entender que ese ser supremo habita en cada rincón del universo: «Vos me hablaste y te vi, y vi que estabas formado por cosas que conocía. Estabas en el humo. Y después estabas en los insectos, incluso en los que nos picaban. Eso decía mi amiga: que vos estabas en los insectos que nos picaban, porque esos insectos nos estaban incluyendo en su mundo y estaban incluyendo su mundo en nosotros. Quizás por eso los escarabajos son tan enigmáticos: porque no pican y no incluyen a nadie en su mundo». El humor como hilo que conduce la lectura es otro elemento fundamental en la obra de Katchadjian. Una oportu-
nidad es la historia de un narrador que un día decide librarse del embrujo que pende sobre él. Entonces decide consultar su problema con una de las tres brujas que le ha recomendado su amiga Luz. Pero ya ese primer paso supone un desafío, pues el embrujo le impide hacer ciertas cosas, aunque puede entenderse que también es una liberación: «Elegir es una condena: lo ideal es que las cosas se elijan solas, que se propongan como la única opción. Elegir sólo es agradable cuando uno no tiene que pensarlo, pero en ese caso no es elegir, es simplemente hacer algo». Las reflexiones brotan en cada página, el narrador tiene una urgencia y su cabeza no para de maquinar. Es una característica de su obra en conjunto: el lector es invitado a instalarse en la mente del narrador y a pasear por cada rincón de sus pensamientos. Además hay una tendencia a repetir hechos, o sea volver a contarlos con variaciones ligeras, aportando otros puntos de vista y reflexionando una vez más y las que hagan falta sobre lo mismo, como si uno entrara en un laberinto, lo que podría resultar agobiante pero gracias a ese humor que nace de las contradicciones humanas no hay inconveniente en quedarse atrapado. Camila, otra amiga y dueña de un bar, acompaña al narrador a visitar a la primera bruja. Esta amiga trabaja por el día en un restaurante refinado del que se lleva «botellas de vinos increíbles a medio tomar o casi tomadas del todo para ofrecer copas por poca plata». Al parecer no hay personaje libre de alguna extravagancia, o ingenio para ganarse la vida. Sandra, la bruja, le informa que lo acompaña un egregor, «una especie de monstruo que te interrumpe y molesta». La visita sirve para que la bruja, después de un ritual predecible, deshaga el hechizo y lo proteja, advirtiéndole de que la persona que lo embrujó volverá a intentarlo, y quizás de manera involuntaria, porque hay gente que no sabe que tiene ese poder y a veces sólo busca el bien de sus seres que-
ridos ayudando, y embrujando de paso. Pese a la advertencia el embrujo vuelve. El narrador se da cuenta cuando quiere ver a Camila pero algo se lo impide. Al final consigue ir a su bar, hablan de su embrujamiento y él decide visitar a otra bruja, Alberta, con quien termina yendo a una discoteca y acostándose. Recién a estas alturas del libro nos enteramos del oficio del narrador, cuando en una historia convencional y, según los consejos que se reparten en los talleres literarios, lo aconsejable es ofrecer esta información desde un inicio: está sin trabajo pero se dedicaba a golpear personas y antes fue policía. Ahora quiere ser escritor y «escribir una novela autobiográfica de autoayuda contando ordenadamente lo que me pasó al tratar de deshacerme del embrujo». Tiene otro amigo, Miguel, que es autor de literatura gauchesca. Y él no deja de meterse en líos, como la pelea en la puerta de una discoteca. La narración se acelera y las contradicciones no cesan. Afirma el narrador que quiere contar ordenadamente lo que le pasó y, sin embargo, se distrae a cada rato, da rodeos eternos cuando tiene la explicación a la vuelta de la esquina. Y he ahí la gracia y la personalidad del libro, estructurado en espiral, nunca hacia delante. En el segundo capítulo el narrador recibe la visita de dos policías literarios y graba el interrogatorio a escondidas. La situación no deja de ser divertida pese a la obviedad de la representación y su significado. Es, sin duda, la parte menos sugerente del libro, una especie de justificación de este artefacto literario, de la obra de Katchadjian en general. Las preguntas sobre el papel y la importancia de la literatura y sus mutaciones ya estaban presentes en toda la historia, camufladas bajo el disfraz de la autoayuda desde las primeras páginas: «Probablemente la autoayuda sea el mejor género posible, el único realmente válido, y a la vez un género imposible, porque nació estropeado por el comercio y con un nombre ridículo. Así que,
pienso, habría que retomar la elección pero no el género, escribir verdaderos textos de autoayuda que no sean del género autoayuda». Además Una oportunidad es el propio taller de experimentación, aquí se pone a prueba una propuesta arriesgada, casi como una perfomance, resulta muy complicado adivinar lo que vendrá al doblar cada página. Lo confirmo cuando en el siguiente capítulo el narrador encuentra un trabajo nuevo como corresponsal de guerra gracias a un contacto de Miguel. Este amigo lo convence de que un cambio de vida lo liberará del embrujo. Y así llegan las escenas más conmovedoras del libro. No es un cambio de registro, porque no desaparece la ironía, pero hay momentos llenos de belleza que provocan digerirlos de a poco con varias pausas, no son como otros que se releen para estar seguros de la broma que propone Katchadjian. ¿Persiste el embrujo o el narrador logra romper el hechizo? Esto no es lo más importante. Una oportunidad es una invitación para que el lector disfrute con las divagaciones filosóficas sobre aspectos cotidianos, trascendentales, literarios, esotéricos, con una sonrisa, lejos de la seriedad usual que plantean las cuestiones filosóficas, y sin por ello perder el rigor que exige pensar. La prosa es precisa, que nadie espere adornos o un lenguaje duro, aquí el tono de una conversación distendida exige naturalidad. Este libro está escrito para crecer en cada lector. Las interpretaciones no son infinitas, pero me quedo con la parodia de la literatura autobiográfica que subyace desde el inicio y el guiño melvilliano que supone el embrujo. Entre tanta solemnidad literaria que cansa y cansa, se agradece la frescura de Katchadjian.
por Sergio Galarza
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Dar cuenta de sí mismo en dieciséis ficciones breves José Ovejero
Mientras estamos muertos Páginas de espuma 151 páginas
Al sujeto lo elude la comprensión de sí mismo. A esta conclusión se llega después de leer buena parte de la filosofía ética producida desde mediados del siglo XX. En La condición humana (1958), Hannah Arendt aborda el problema desde una perspectiva social, refiriéndose a cómo reacciona el conjunto de seres humanos ante el estado del mundo heredado de la generación anterior. Michel Foucault se interesó en la cuestión de cómo se conforma la personalidad a partir de condiciones sociales dadas; pregunta que enuncia una y otra vez en sus obras publicadas entre las décadas de los años sesenta y los ochenta, como Las palabras y las cosas, Vigilar y castigar o los tres tomos de Historia de la sexualidad. Judith Butler postula que el recuento de uno mismo sobre el cual se elabora la propia identidad jamás sería un recuento in stricto sensu si no estuviera dirigido a las otras personas. A esto se refiere en su libro Giving an Account of Oneself (2005). Allí, las citadas obras de Arendt y de Foucault sirven de marco teórico para el análisis de Relating narratives: Storytelling and Selfhood
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(2000), en donde Adriana Cavarero toma ejemplos de literatura producida desde las tragedias de Sófocles hasta La autobiografía de Alice B. Toklas de Gertrude Stein para subrayar las estrategias narrativas por medio de las cuales los escritores —y las escritoras también, por supuesto— expresan sus rasgos esenciales en correspondencia con la época y el lugar desde donde escriben. La conclusión que propone Butler a la obra de Cavalero es que, si bien la identidad es una narración en la cual se da sentido al conjunto de rasgos propios que nos diferencian de los demás, el desgarro del yo es imposible de representar. Sin embargo, ese desgarro es único en cada persona y por eso es el más certero rasgo de la personalidad. La pregunta sobre el yo es una que con frecuencia queda de lado, más en tiempos como estos cuando el nosotros es urgente. La imposibilidad de dar cuenta de uno mismo —o de una misma— es la mayor dificultad que afronta quien decide escribir una autobiografía. Ahora que la autoficción es una tendencia cada vez más cultiva-
da y abundan los libros en ese género vale la pena problematizar el asunto: ¿cuánto de lo que leemos en estas obras corresponde a la intimidad real de quienes las escriben? Dar cuenta de la propia vida implica dar cuenta también de las vidas de aquellos que nos rodean. Porque la vida transcurre en constante interacción con los demás. La primera frontera de la personalidad es la familia: ¿constituye la familia nuestra otredad o es la persona quien se erige como otra distinta a la familia? La segunda frontera de la personalidad es la sociedad. La tercera, el Estado. Si persistimos perentoriamente en la obligación de contestar a preguntas como quiénes somos, en qué nos parecemos a los otros o por qué nos comportamos de la manera en que nos comportamos es porque la vida transcurre en constante interacción con los demás. Butler nos recuerda la imposibilidad de ser lo mismo que el otro, es decir: de fundirse dentro de la comunidad. Esto no quiere decir que no valga la pena intentarlo: la mejor literatura se ha producido persiguiendo este anhelo.
Mientras estamos muertos, el libro de cuentos más reciente de José Ovejero persigue ese anhelo. Partiendo de la premisa de que la historia personal también puede ser colectiva o, en términos tomados de las teorías de Butler, que el recuento del yo solo tiene sentido refractado en el tú, el autor nacido en 1958 en Madrid ofrece en su libro dieciséis relatos en donde narra la experiencia de crecer —o, en otras palabras, formar su identidad— durante la segunda mitad del siglo XX en España, cuando ocurrían dos procesos tan significativos como el paso de una sociedad en su mayoría rural a una urbana y la transición de la dictadura franquista a un sistema parlamentario democrático. La familia como primera frontera de la personalidad se convierte aquí en un vector a través del cual Ovejero intenta dar cuenta sobre de su yo desgarrado. «La familia, en aquellos tiempos de pobreza, era una sociedad de producción en la que cada miembro tenía su cometido», escribe sobre su infancia en uno de los relatos: «Los patronos eran los padres». El lenguaje de la cita da cuenta también de centralidad de la perspectiva de izquierda a lo largo del libro. Ovejero afronta en el libro ese yo refractado en el tú señalado por Butler convencido de la imposibilidad de escribir autoficción sin hablar de lo que sucede alrededor, por eso los relatos abundan en anécdotas sobre problemas como las desigualdades, los desahucios y los suicidios. «He recorrido el mundo con esa sensación, la de ver imágenes que no estaban destinadas a mis ojos», escribe en el cuento «Breve historia de mi ascensión social». En este relato presenta un prodigio estilístico, pues condensa en un único párrafo de ocho páginas la vida de su familia que de vivir en las chabolas de Madrid pasó a un chalé en una urbanización, un movimiento que deja huella en él: «Mi marca de clase seguiría allí, una cicatriz sin herida porque no estaba en el cuerpo, sino en el origen,
en estructuras socioeconómicas, en la herencia de la que no me tocó nada en un reparto de botín realizado durante generaciones, despojos traspasados de padres a hijos por los siglos de los siglos». La intención de unir la historia individual con la historia reciente de España se lee como un prolongado diálogo consigo mismo que toma la forma de la narración de su entrada en la clase media; como ejemplifican los relatos «Yo brindé con champán el día que mataron a Carrero Blanco», «Recuerdo del suicida» y «Unas botas de trescientos cincuenta pavos». La materia de este último cuento son sus convicciones políticas y parte de lo que impresiona al lector aquí es la pericia de quien puede crear un relato a partir de la pura ideología. «Lo de ser de izquierdas una contradicción permanente», escribe allí: «Me gustaría mucho ser de derechas porque eso te permite estar de acuerdo todo el rato contigo mismo y te desgasta menos que estar obligado a pensar las cosas y juzgarte, y criticarte, y esperar que nadie critique tu incoherencia». El personaje que con más frecuencia aparece en Mientras estamos muertos es el padre del narrador; en siete de los dieciséis cuentos está presente, incluyendo los cuatro en los cuales es el personaje principal. En él están representadas las masculinidades tóxicas de las zonas rurales forjadas durante la dictadura y, por eso mismo, su personaje es una bisagra entre el pobre pasado familiar y las holguras del presente. «Las manos del padre están hechas para el trabajo y la bofetada, para empuñar herramientas y castigar, y la madre, de la que cabría esperar más capacidad para la ternura, no ha aprendido a expresarla si es que la siente», escribe en el cuento «Él, Ella», en el cual también en un párrafo, ahora de dieciséis páginas cuenta la relación entre el padre y la madre. Como este relato viene después de «Do you love me? (Like I love you)» en
donde el narrador se refiere a su sobria historia de amor con E, no puede dejar de compararse a una pareja con la otra. Esta trasposición —el presente antes del pasado— se puede tomar como una clave desde la cual leer al padre. Según Butler, alguien puede darle forma narrativa a ciertas condiciones de su surgimiento como individuo, lo cual significa asignar significados a sus singularidades, preguntarse qué implica emerger en un contexto íntimo determinado o examinar cuándo y dónde se aprendieron ciertos discursos. A estas preguntas ser refiere Ovejero. Pero, como advierte Butler, lo único imposible de representar es el desgarro íntimo. O quizá sí, quizá sea justo en eso donde la autobiografía en cuentos de Ovejero sea más novedosa. Porque en Mientras estamos muertos el desgarro del yo aparece representado en el personaje del padre. Por eso el libro cierra con el recuento de su entierro real que sucede al inventado. He allí el logro más interesante de la autoficción actual en España: convertir en personaje aquello que no puede representarse.
por Michelle Roche Rodríguez
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Veinticuatro horas en la vida de un país Paco Cerdà
14 de abril II Premio de No Ficción Libros del Asteroide Libros del Asteroide 248 páginas
En ese fantástico libro titulado El queso y los gusanos, Carlo Ginzburg habla del molinero Menocchio, un hombre común y corriente nacido en 1532 cuya vida pudo reconstruir gracias a las actas de dos procesos que la Inquisición instruyó contra él. Esa forma de abordar la historia a partir de lo pequeño, de lo cotidiano, desde la mirada de la gente corriente, se conoce como ‘microhistoria’ y de ella se ha servido Paco Cerdà (Genovés, Valencia, 1985) para relatar lo sucedido el 14 de abril de 1931, día en que se proclamó la Segunda República. Para algunos fue el día en que la esperanza salió a la calle. Para otros, una anomalía que no acababan de creerse y que, estaban seguros, duraría poco. No había términos medios. La euforia convivió con la tragedia durante esas veinticuatro horas cruciales: sentimientos desiguales, pues también las vidas lo eran. Si para algunos la llegada de la República significaba el fin de la miseria y del hambre, vivir al fin en un país más libre y más justo, para otros significaba el final de un orden que creían inalterable garantizado por la iglesia y la monarquía, un orden que
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les permitía pasear por el lado bueno de la vida. La crónica abarca tres planos de información, distintos niveles que al confluir ofrecen un retrato completo de lo ocurrido aquel 14 de abril. La estructura del libro está marcada por las horas canónicas medievales, haciendo que la narración avance según avanza el día, y abriendo cada una de estas horas encontramos el plano más personal, con capítulos que cuentan las últimas horas de personas comunes, de las que no salen en los libros de historia, que murieron ese mismo día. Los capítulos están titulados con sus nombres —son los únicos capítulos que tienen título— en un hermoso homenaje: Emilio, Cándida, Francisco, Antonio, Eduardo… Esos hombres y esas mujeres tenían una profesión, tenían familia, tenían sueños. Algunos eran chiquillos. Y todos perdieron la vida sin merecerlo. En el extremo opuesto de estas historias personales y cercanas encontramos la Historia en mayúsculas: Cerdà reconstruye cómo se vivió ese día en las instancias gubernamentales: la visita de Sanjurjo a Miguel Maura para
poner a la Guardia Civil al servicio de la República, el intento de negociación en casa de Marañón —territorio neutral— del conde de Romanones con Alcalá-Zamora y la severidad del republicano —«La República se proclamará antes de que el sol se ponga»— o la decisión de Alfonso XIII, siguiendo el consejo de Romanones, de alejarse de España hasta que volviera «la normalidad», sin renunciar a sus derechos dinásticos. Pero esa historia oficial también tiene su letra pequeña, y es en esos capítulos narrados desde lo íntimo donde el relato gana fuerza y envuelve al lector, que comparte la desolación del ayuda de cámara mientras prepara el equipaje del rey, sigue al joven redactor de El Socialista que lleva a Julián Besteiro a la plaza de la Villa para proclamar la República en Madrid, acompaña a los nuevos concejales y alcaldes en su entrada a los Ayuntamientos y observa al linotipista que prepara la edición del día siguiente de La Gaceta, que ya ha cambiado la corona de la portada por una alegoría de la República, y que anuncia los nombramientos del nuevo Gobierno —«todos burgueses», piensa
el obrero, mientras compone el texto que explica que el Gobierno podrá suspender los derechos reconocidos sin autorización judicial si considera que la República está en peligro—. El relato del viaje nocturno del rey hacia Cartagena para zarpar en barco a Marsella, en una suerte de viacrucis en el que pasan por distintos pueblos que de una u otra forma guardan relación con la Corona, es también un momento de enorme fuerza en la narración. Entre estos dos planos, el personal y el oficial, se despliega una serie de escenas costumbristas que llenan de vida el libro. Porque la vida estaba en la calle y Cerdà lo cuenta muy bien: en las plazas donde la gente cantaba espontáneamente La Marsellesa (maravillosa la escena de Miguel Fleta cantando en la Gran Vía la versión zarzuela del himno francés), sobre las tablas del teatro Muñoz Seca, donde Margarita Xirgu representaba una obra de Jacinto Benavente después de escribir a su hermano, dándole noticias y contándole que los días previos llenaron las plazas de arena para absorber la sangre que correría; en la Puerta del Sol, donde Alfonso capturaba con su cámara un instante que se convertirá en un icono —un oficial del Ejército subido al techo de un camión con una bandera republicana, iluminado por el sol, toda la plaza con la vista fija en él—; el vestíbulo del hotel en la plaza Santa Ana, donde de madrugada Josep Pla se sentó a registrar en su dietario lo vivido ese día. Pero no sólo es Madrid el escenario de este libro: también el Ayuntamiento de Éibar, primer pueblo de España en proclamar la República al entender mal el mensaje de «preparar» la República; la Academia General Militar de Zaragoza, donde su director, Francisco Franco, anuncia a alumnos y profesores que deben ponerse al servicio del nuevo Gobierno, pero se resiste a bajar la bandera monárquica y a alzar en su lugar la tricolor; Salamanca, donde Unamuno se dirige a los ciudadanos que lo han elegido concejal desde el balcón del
Ayuntamiento; Barcelona, donde Francesc Macià todavía no puede creerse que un partido creado tres semanas atrás haya arrasado en las urnas consiguiendo la mitad de los concejales del pleno; Granada, Jaca, Cádiz, Valencia… Son muchos los aciertos de este libro ganador del II Premio de No Ficción Libros del Asteroide. El primero de ellos es la habilidad de Cerdà para abrir el foco de los acontecimientos y alejarse o acercarse según le conviene, como si estuviera manejando el objetivo de una potente cámara, sin que resulte forzado o artificial. Así, un detalle aparentemente pequeño es el hilo del que tirar para contarnos algo mucho mayor que excede el marco temporal del libro: al describir la entrada de De la Cierva en el Consejo de Ministros, Cerdà nos cuenta la resistencia heroica de los últimos de Filipinas; al retratar la soledad de Alfonso XIII cuando decide dejar España, el autor nos recuerda su coronación a los dieciséis años y lo convulso del sistema político durante sus tres décadas de reinado («Con veinte presidentes del Consejo. Con ciento dos gobiernos distintos. Con dictaduras y con dictablandas. Con desastres marroquíes y una semana trágica en las calles catalanas»). Con el relato de este día, Cerdà nos está contando el final del siglo xix y todo el primer tercio del siglo xx en España. Y qué bien lo hace. También resulta un acierto la decisión de Cerdà de abordar la narración desde la no ficción pura, sin caer en la tentación de envolverla en un género híbrido que justifique la invención de escenas o diálogos. El autor advierte que todas las historias narradas en este libro son reales y están documentadas: ficcionar algunos pasajes le hubiera resultado más fácil, pero la crónica sería mucho menos rigurosa (y mucho menos interesante). Y eso nos lleva a otro de los puntos fuertes del libro: el exhaustivo e ingente trabajo de documentación necesario para escribirlo. Para cada historia que asoma en estas páginas, sea grande o
pequeña, Cerdà apoya su relato en manuales y tratados, prensa de la época, documentos oficiales, dietarios, correspondencias, memorias, actas de defunción, pasquines… ¡hasta el calendario lunar! Hay un impresionante trabajo de investigación, lectura e interpretación de cada historia, que consigue que todo esté perfectamente encadenado e integrado en la narración. La lista de fuentes consultadas es abrumadora (esta es la única pega que puedo poner al libro: no es necesario descender tanto al detalle y contar al lector que se ha utilizado Google Maps). Paco Cerdà ha escrito una crónica de alto vuelo literario en la que tan importante es lo que cuenta como la forma de contarlo: a Cerdà le importan el rigor y el valor testimonial, pero también (y sobre todo) le importa contarlo bien, que el texto tenga altura y poesía, que tenga un valor literario por sí mismo, al margen del interés histórico. Siguiendo la tradición de los mejores cronistas del XIX y XX, Cerdà ha mirado a Chaves Nogales, a Pla, a Sender, pero también a Talese y a Carrère, los ha hecho suyos y ha compuesto este gran libro: ojalá nos enseñaran historia con textos tan hermosos como este.
por Eva Cosculluela
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Ramón Andrés y las polifonías del tránsito Ramón Andrés
La bóveda y las voces. Por el camino de Josquin Acantilado 384 páginas
Declaró una vez George Steiner que, al estar cara a cara con alguien, siempre se preguntaba: ¿Qué vivencias ha tenido esta persona?, ¿cuál ha sido su victoria, o su gran derrota? En otras palabras: ¿qué quiere hacer con su vida? Semejante cuestión sugeriría un punto de vista posible para el biógrafo, si es que se tratara de eso. Aunque La bóveda y las voces no se configura como una biografía en sentido estricto del princeps musicorum Josquin Desprez, sí cabe reseñar que Desprez se alza como el testigo a través del que Ramón Andrés se adentra en una época (el siglo XV, en lo fundamental) y, por así decirlo, en una dicción. A medio camino entre el cuaderno y el diario, la biografía y la crónica, el libro de Andrés constituye un ponderado registro de apuntaciones que oscilan entre lo íntimo y lo social, siempre a partir de las circunstancias de Desprez. Se trata de un genuino «libro para leer», según la expresión de Salvador Elizondo; de un nuevo anillo alrededor de la «nebulosa biográfica» proclamada por Barthes. Una forma del ensayo, cómo no. Los lectores de Andrés reconocerán
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estos rasgos en otras obras de su admirable bibliografía, aunque debería convocarse aquí primero El luthier de Delft (2013), de una erudición y sensibilidad magnéticas, inolvidables en su trazado de las sutiles y decisivas relaciones entre música, pintura y ciencia durante la época de esplendor cultural de los Países Bajos, es decir, durante esa brecha histórica en la que el ser humano aprendió a concebir las esferas de lo íntimo y lo privado. En ocasiones, las inflexiones adoptadas a lo largo de La bóveda y las voces recuerdan también las de Pensar y no caer (2016) por su asombrosa capacidad para interpretar una partitura o un retrato y, así, devolver al lector a las arenas movedizas sobre las que se levantan sus más profundas convicciones. El texto se salpica incluso de fogonazos expresivos y aforismos, cultivados anteriormente en Caminos de intemperie (2022) o Los extremos (2011). Y la presencia omnímoda de la música, siempre, como en Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros (2005), El mundo en el oído. El nacimiento de la música en la cultura (2008), Claudio Monteverdi. «Lamento della Nin-
fa» (2017), o Filosofía y consuelo de la música (2020). En resumidas cuentas, el último libro de Ramón Andrés significa un nuevo y valioso contrapunto entre las líneas instrumentales de su escritura, vinculada siempre a los matices del pensamiento. Pero, por encima de todo, La bóveda y las voces es un ejercicio reflexivo sobre el tiempo oportuno y la paciencia. Los apuntes de este cuaderno acechan el latido de las chansons y los motetes de Desprez, piezas de una música «que no es antigua, sino del pasado. Es sagrada, pero su centro está en la tierra; es profana, aunque a la vez celeste». Resuena esta música entre las grietas de un mundo prehumanista, «anterior a la realidad tasada por el comercio del mundo». Cambrai, Gante, Mons, Douai, Brujas y Tournai demarcan esta «tierra prometida de la polifonía», la prodigiosa vereda que nos llevaría de Van der Weyden a Rimbaud y que, en la actualidad, asociamos a las penalidades de la Gran Guerra: remolacha, achicoria, cementerios de la Commonwealth. A través de la serena prosa de Ramón Andrés el lector acompañará a Des-
prez por los caminos de Europa, entre ribazos y molinos de agua, peregrinos y capellanes, mulas y oblatos. Hay algo en Desprez de hijo pródigo, esa figura protagonista de la parábola que mejor expresó la confusión de las almas en el siglo XV, el siglo –no lo olvidemos– de François Villon y la peligrosa Coquille. ¿El otoño de un mundo? Al menos así lo explicaban los manuales escolares, que solían escoger El carro de heno de El Bosco para ilustrar este período de transición entre la Edad Media y el Renacimiento: «Me refiero al siglo XV, una época en la que se formaliza, ya sin retorno, la necesidad de escindirse de la realidad para crear una propia, que también defraudará. Lo moderno es, en parte, esta continua forja de universos personales y la inherente desilusión que sigue tras comprobar su precariedad». He ahí, instalado desde siempre, el carro de heno: enorme en su apariencia, fútil en esencia. Desprez tal vez sintió que se trataba de una era inaugural, propicia a una insólita alianza entre el intelecto y el espíritu. Ramón Andrés, por su parte, siente que ese tiempo ya no es de nadie; la búsqueda de nitidez lo ha guiado hasta la música creada en esa encrucijada histórica Y en las múltiples dimensiones temporales que se abren entre el ayer y el hoy ha encontrado la legitimidad de su proyecto. Acompañándose, pues, de la música y de las razones biográficas de Desprez, el autor de La bóveda y las voces aspira a esclarecerse a sí mismo. Por esta razón dio inicio al cuaderno que acabó convirtiéndose en La bóveda y las voces. Lo comenzó, en concreto, la última semana de 2019. Las apuntaciones del 23 de diciembre de 2019 abren el texto. Estructuralmente, La bóveda y las voces responde en gran medida a la forma del dietario, a pesar de que la escritura se module progresivamente hacia el cuaderno de notas de un ensayista impenitente (razón por la que el neto «sentido del fragmento», tan característico del diario, se subordine al surgimiento de anchas reflexiones y viñetas narrativas
que conectan con la naturaleza de escritura y lectura sin planes, caprichosa y aleatoria, típica del ensayo moderno, inseparable de los matices impresionistas y las siempre gratas desviaciones del centro de gravedad temático). Del 23 de diciembre de 2019 al 29 de diciembre de 2020, Desprez guiará a Andrés en su particular forma de pintar el tránsito de un año de vida. Y qué año. «No pinto el ser», escribió Montaigne; «pinto el tránsito». Esto es: no hay cosas, sino procesos. En su texto, el dizque confinamiento se entrelaza con los hechos de una vida que no deja de correr en los siglos anteriores: «25 de marzo. Algunas personas cercanas me escriben diciendo que se sienten angustiadas. Les digo que se abandonen a la pasividad. Que se dejen. No se trata de filosofía budista ni hinduista ni estoica, tampoco es un consejo tomado de la Guía espiritual de Miguel de Molinos, sino la aceptación de que nuestra voluntad está en falso cuando cree que, por instinto, todo nos es alcanzable». De la manera más inesperada y oblicua, las referencias al covid-19 constituyen el principal rasgo diarístico del conjunto, en especial si se considera la proverbial vinculación entre diario y enfermedad (recuérdense los padecimientos consignados en sus diarios por Pavese, Pizarnik, Katherine Mansfield, Ribeyro…). En este caso, es el mundo el auténtico enfermo. Al trasluz de las calamidades tardomedievales o de la peste desatada en Ferrara en 1504 (de donde tuvo que huir el propio Desprez), Andrés consigna también las vicisitudes del coronavirus y los vaivenes de un «tiempo de adversidades, despropósitos y pérdidas». No obstante, cumple rechazar cualquier identificación entre el texto de Andrés y los llamados «diarios de confinamiento». Las referencias a la pandemia se integran en la pintura general del tránsito, cuajada particularmente de viajes, de teofanías escondidas y, sobre todo, del vértigo de una música que «nos desplaza como centro,
y ese desplazamiento es el único auxilio que puede asistirnos ante el cepo dentado de la trampa que nos ha traído hasta aquí». Mientras tanto, gracias a su franca mirada humanista, Andrés entrelaza trayectorias personales, estilos artísticos y anécdotas; cumple destacar el modo en que examina la figura de Juana I de Castilla (a quien prefiere llamar la Melancólica), recluida en Tordesillas mientras resuena la música de Desprez, uno de los compositores escuchados en la corte. Al cabo, la identificación entre épocas y caracteres es verdaderamente significativa, si bien esto no constituye el propósito del libro, que gravita en todo momento en torno a las peripecias biográficas de Desprez y se propulsa a partir de la meditación musical. Al cabo, encontramos en La bóveda y las voces una nueva faceta de esa ética destilada en la bibliografía del autor, adaptada con enorme naturalidad al rostro de Josquin Desprez, quien no precisa reflejarse en la mirada de otro para ser: «No llenar, dejar que una mente tenga su propio silencio. Callar no significa no decir». En La bóveda y las voces –libro que guarda un acusado «aire de familia» con magistrales libros recientes como Mi vecino Montaigne, de Juan Malpartida, o Stendher en Santandal, de Moisés Mori–, la música acompasa el correr de los días y las calamidades, mientras se hace tarde y alguien se duerme con la música de Desprez, de Ayub Ogada o, como esta noche en el caso del reseñador, del hechizante álbum Umdali de Malcolm Jiyane Tree-O. La bóveda –el mundo– y las voces –su polifónico misterio–.
por Cristian Crusat
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El persistente poder de la imaginación Gabriela Speranza
Lo que no vemos, o que el arte ve Anagrama 190 páginas
Quién hubiese imaginado que un libro de crítica de arte podía alcanzar hoy dos ediciones en apenas nueve meses. Quién hubiese imaginado además que ese libro, aparte de un lúcido catálogo de interpretaciones, fuera un empujón para que lectoras y lectores comprendiésemos la necesidad de corrernos del centro de la escena —esa falsa impor-
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tancia a las que nos han acostumbrado las redes y las ficciones el yo— y nos enfrentara a pensar el abismo de las dos mayores amenazas contemporáneas: el descalabro ambiental y un mundo digitalmente administrado. Lo que no vemos, lo que el arte ve (Anagrama) es una cálida e inteligente invitación a detenernos en la complejidad de los dos máximos impensables, y para eso postula que «la potencia política del arte radica en reorganizar el campo de lo sensible, modificar lo visible, las formas de percibirlo y expresarlo», pero no para regodeo de iniciados, sino para ayudarnos a imaginar un futuro posible. El libro está compuesto por tres partes. La primera, «Hacer con el cosmos», aborda la urgencia de los cambios en nuestro planeta a través de obras que evidencian la responsabilidad de la especie humana en este descalabro planetario, como Wheatfield de Agnes Denes, Un meteorito para la Sociedad Científica Argentina del año 2105 de Faivovich y Goldberg o Los errantes de Olga Tokarczuk. Siguiendo la estela de Donna Haraway o James Bridle, Speranza nos invita a pensar en una «cosmología multiespecie» en la que árboles, seres humanos e insectos cohabitan, como una posible salida de este Antropoceno en el que nos hemos enceguecido. En «Detrás de la red», la segunda parte, de lo que se trata es de perder ingenuidad frente al imperio digital que usa las imágenes como trampas para controlar y domesticar a nuestras sociedades. En la voz de Speranza, las obras de Trevor Paglen o la novela gráfica SABRINA de Nick Drnaso se vuelven metáforas para advertir de qué forma «la pantalla táctil no sólo funde el sentido de la vista con el tacto… sino que desafía la separación entre sujeto y objeto… Los nuevos gestos se han invisibilizado con el hábito… y ya tocamos sin tocar y vemos sin ver en la tersa superficie de las pantallas». En «Reconstrucciones», la última parte, Speranza ilumina las obras del colectivo Forensic Architecture o la novela La compañía de Verónica Gerber Bicecci para postular la imaginación como
único mecanismo de salida, siguiendo la propuesta de Hal Foster de que la ficción es el método para «volver a hacer real lo real, esto es, volver a hacerlo efectivo». La decisión de describir las performances e instalaciones en lugar de incluir imágenes (es decir, la voluntad de no ilustrar) parece hoy casi una provocación. Así la autora consigue reinventar la relación del lector con lo visible forzándolo a ser partícipe de la creación. Al igual que en libros anteriores, lo que deslumbra de Graciela Speranza es la profundidad de su pensamiento híbrido, capaz de conectar sencilla pero inexorablemente arte, filosofía, literatura y ciencia, y regresarnos a aquella antigua sensación de unidad en la experiencia con la que alguna vez percibimos el mundo, pero en la que, por algún pobre motivo, creímos que era ingenuo continuar. En Lo que no vemos, lo que el arte ve se percibe la robustez de una escritora que no sólo piensa el arte —esa lejana y lujosa propuesta de ferias y premios que a algunas personas nos cuesta mucho desentrañar— sino que lo vive desde el asombro, la empatía y el respeto por la capacidad que tienen las mujeres y los hombres no sólo para destruir, sino sobre todo para crear. Lo que se agradece profundamente es la ausencia total del cinismo imperante. «En el discurso de la política, de la economía e incluso en el de las ciencias sociales reina un realismo craso —dice Speranza— incapaz de imaginar el futuro». Su libro no sólo nos cuenta cómo las obras de arte ofrecen maneras de vernos más adelante, sino que sobre todo nos recuerda que todavía tiene sentido entregarse a pensar en lo que hacen los demás.
por Carmen M. Cáceres
Rusia no se acaba nunca Olga Merino
Cinco inviernos Alfaguara 187 páginas
Ni la autora ni la editorial que la publica podían prever, cuando firmaron el contrato de edición, que un mes después de la publicación de Cinco inviernos (en librerías desde enero de 2022), Rusia invadiría Ucrania. Tampoco lo podría imaginar la Olga Merino de 28 años que firma esos cuadernos de reportera en el Moscú de los primeros noventa, y que visita Chernóbil, en suelo ucraniano, para un reportaje. Ese es uno de los atractivos extraliterarios del libro: la relación entre aquella Rusia a estrenar, tras el des-
mantelamiento torpón de la URSS, y la actualidad protagonizada por un Vladimir Putin cuya supervivencia en el poder se entiende por entradas como esta: «Putin ha apuntalado el Estado ruso y recuperado cierta proyección de potencia internacional. Los rusos viven ahora mejor. Un poco mejor». Lo dice una de las dos voces que nutren el relato. Porque Cinco inviernos se lee como un diario de dos dimensiones; una, la de los cinco años que pasa la autora en Rusia, de 1993 a 1998, y la otra desde un tiempo ‘presente’ que podemos fijar en torno a 2015. En la parte de puntos menos brillantes o discutibles, este diálogo entre las dos ‘olgas’ quizá sea prescindible, sobre todo porque se genera cierta confusión al no haberse introducido algún elemento gráfico, otra tipografía, por ejemplo, para distinguir ambas voces. Quizá la intención de la autora era presentar a esa Olga Merino (Barcelona, 1965) del ayer y del hoy, la mirada algo paternalista desde la madurez, aunque esto pueda lastrar un ritmo narrativo, como suele ser habitual en el diario literario, poco dinámico a pesar de ciertos temas recurrentes. De hecho, culminar el libro con un relato de ficción quizá sea otra decisión discutible en cuanto que le resta la redondez a la que toda obra aspira. Sobre todo, si es una obra con tantas luces como Cinco inviernos, mosaico de aquella Rusia que Boris Yeltsin se aceleró a privatizar, pero también el relato íntimo de una mujer en la encrucijada: crisis de vocación (periodismo frente a literatura) y crisis personal: ser madre o apostar por la vida creativa sin cesiones. Porque no basta una habitación propia, sino una habitación vacía, reconocerá, parafraseando al nobel Imre Kertész que renunció a la paternidad para escribir. Esa parte introspectiva, esos insertos de puro diario íntimo, con la generosidad de abrir lo privado al lector anónimo, no desmerecen de las mejores páginas del género. Como en la escena en que una ginecóloga, «con un aire hom-
bruno, muy resolutiva», le espeta: «¿Por qué no tiene usted un hijo?». Pero el peso específico del libro se encuentra en su propio cometido, que la autora logra con creces: mostrar esa Rusia que sobrevive a duras penas a sus políticos, a su historia. Y hacerlo de la manera más expresiva posible, a través de la metonimia, de mostrar partes bien seleccionadas que conforman ese particular todo. Como el uso de esas bolsas de nylon denominadas avoska, que se traduce como «por-si-acaso», y que reflejan la precariedad de una sociedad entonces a la espera de lo que cayera. Un pueblo «en eterna espera». El binomio «privatización salvaje» aparece a menudo para describir el nuevo orden ruso en que la televisión bombardea ahora con anuncios de chocolatinas americanas, que si Snickers y Mars. De fabricar calefacciones de tubo para submarinos se ha pasado a la fabricación en serie de bienes de consumo: teteras, samovares, planchas y ollas a presión en plantas de producción con retratos de Margaret Thatcher. Cinco inviernos nos aporta los polvos que ayudan a entender estos lodos. Como la carta magna que redactó para sí mismo un golpista como Yeltsin que le brindó unas atribuciones casi de zar y que explicaría la supremacía un Vladimir Putin instalado en el poder: «Aún se vale de ella». Unos plenos poderes con los que el entonces presidente ruso, Yeltsin, «destruyó la industria soviética». Es una de las lecturas que ofrece al compartir en estas páginas sus hallazgos como periodista que, como el maestro Juan Martínez, estaba allí. Pero, además, logra de manera elegante sumergirnos en «el alma rusa», un territorio que no se acaba nunca, en sentido literal y figurado. En sus trayectos por «la campiña monocorde» y los «kilómetros de taiga sin fin» lo aprendió en carne propia. Como aprendió, tras ese lote de inviernos, que ese no era su lugar en el mundo ni el periodismo su camino, lo cual añade un sutil sonido a canto del cisne existencial.
por Eduardo Laporte
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BIBLIOTECA
Escribir la casa Mariana Sández
Una casa llena de gente Impedimenta 328 páginas
La abuela, la madre, la hija. La otra madre, la otra hija. La vecina de las vecinas. Las mujeres: Una casa llena de gente. Algunos títulos de la narrativa contemporánea se clavan como imágenes, permanecen, resisten, y construyen un corpus. Las casas se levantan en esa construcción. Se erigen al interior de las tramas, pero también en los títulos mismos. Casas vacías de Brenda Navarro, Siete casas vacías de Samanta Schweblin, Segunda casa de Rachel
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Cusk, Una casa lejos de casa de Clara Obligado… y aunque muchísimos otros, paro acá para destacar que son cuatro autoras que en estos libros o en otros hablan de la maternidad. ¿Por qué freno en seco en la maternidad? Porque Una casa llena de gente es la escritura de la madre (Leila) para que escriba la hija (Charo) en una especie de legado; es la madre de la madre (Granny), que juzga la casa, lo juzga todo, con una lengua mixta, híbrida, que extranjeriza la lengua madre; es la madre que piensa sobre el ser madre (Gloria): «Si sos mujer, debés querer ser madre y no solo una vez sino cuantas más mejor». Si en los cuatro títulos casi aleatorios que cité están el vacío, la lejanía y lo secundario, aquí quiero señalar lo lleno, lo cercano y lo primero. En una de las cartas que le deja la madre (Leila) a la hija (Charo) están las tres cosas. Por un lado, en esa carta encontramos la llave que revela el título: «La única casa llena de gente que vale la pena es la literatura» le dice la madre, y en ese punto se diferencia de su hija. Si la primera no soporta lo que se aleja del silencio y los libros, la segunda quiere vivir en otro tipo de casa: en la cercanía absoluta y casi peligrosa con los vecinos, en el despelote, en el caos. La carta acaba así: «Es la primera gran disculpa». Pedir perdón por escribir. Pero seguir escribiendo. Llenar las páginas, llenar la casa. La novela se arma con las voces de los personajes femeninos y con la escritura de la madre muerta. Es la novela polifónica y metaliteraria. Una madre que antes de morir se ocupa de escribir; una literatura que antes de decir se ocupa de decirse. Esa madre que escribe y se escribe a sí misma le dice a su hija: «La loca de tu madre», como una manera de nombrarse. Me viene a la cabeza, aquí, que traigo títulos aleatorios, este otro: La loca de la casa, de Rosa Montero. Me pregunto: ¿cuánta distancia hay entre casa y madre? ¿Son acaso lo mismo? ¿O qué
nos quería decir Louise Bourgeois de esa mujer-casa, mujer-madre?... ¿Madre-casa? Como sea, La loca de la casa, como «la loca de tu madre» o Una casa llena de gente, más concretamente, son literatura sobre la escritura. Acabamos siempre dándonos contra la palabra. Y entonces cito lo que no puedo evitar citar: «Escribir es el acto por el cual queda demostrado que las palabras no sirven para narrar. […]. Es merodear lo imposible». Queda demostrada esa imposibilidad: Una casa llena de gente es la novela de la madre que escribe, es decir, que habita/aloja lo imposible; ¡qué locura! Si googleamos libros con la palabra «casa» en el título, nos aparecen muchísimos infantiles. ¿Qué nos dice la casa de la infancia? ¿Qué se dice en la infancia de la casa? ¿Por qué infancia y casa irían de la mano? Parecen preguntas igual de aleatorias, pero esta novela es también una novela sobre la infancia; sobre el trauma, sobre la memoria, sobre la reconstrucción del pasado. ¿Cómo se construye una memoria de la infancia, con qué materiales? Las cinco partes en las que se divide la novela se titulan: Cimientos, Andamiaje, Exteriores, Interiores, y la quinta: Escombros y reconstrucción. Parece otro camino que nos devuelve. Circular. Un regresar, una regresión. Derrumbe y vuelta a empezar. ¿Es el derrumbe la muerte de la madre, el fin de la infancia, o ambos? ¿Son los escombros fragmentos de una memoria? ¿Se reconstruye a partir de la memoria o de la palabra (inservible)? Preguntarse todo esto es merodear lo imposible. Pero ahí nos quedamos, insistiendo; nos quedamos ahí como un quedarse en casa. De lleno, en la literatura. Como habitar esta novela, como alojar lo imposible.
por Florencia del Campo
La mascota del paramilitar Santiago Wills
Jaguar Literatura Random House 213 páginas
Formación estadounidense y periodismo de investigación. Estos dos grandes factores han vehiculado la trayectoria de Santiago Wills (Bogotá, 1988), en la actualidad profesor de cátedra del Centro de Estudios en Periodismo de la Universidad de los Andes (CEPER). Este autor, que disfrutó de una beca Fulbright y tiene estudios de Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia,
de Escritura Creativa en español en la Universidad de Nueva York y de Periodismo en la Universidad de Columbia, se ha lanzado ahora al terreno de la ficción narrativa por vez primera, y el resultado es llamativo e interesante. Todo comienza con tono de reportaje fidedigno, con recursos cervantinos y el tópico del manuscrito hallado o reescrito, por así decirlo, para introducirnos en el pasado del comandante paramilitar Martín Pardo, dueño de una singular mascota, un jaguar llamado Ronco. Con ello, Wills, fiel a su espíritu escudriñador de la actualidad de su nación, se interna en la guerra en Colombia y en cómo este Martín Pardo, a inicios de los años 2000, hizo desaparecer, brutalmente, todo un pueblo. En un panorama literario absolutamente yermo de propuestas estilísticamente potentes, en que las bellas artes narrativas de antaño han pasado a convertirse en textos escritos con lenguaje propio de los medios de comunicación, con una aplastante mediocridad léxica, semántica, hasta sintáctica, libros como Jaguar son bienvenidos. Paradójicamente, es un periodista quien da una lección de vocación artística y respeto por la tradición literaria. En el apartado de agradecimientos, se percibe el cuidado de la escritura que un buen día emprendió: las obras que le sirvieron de inspiración literaria o las personas a las que recurrió para ir mejorando su libro. Tras el breve prólogo, la narración empieza siguiendo los pasos y hasta las sensaciones del jaguar Ronco: «Aprieta la mandíbula y saborea el lagarto que se retuerce en sus fauces. Siente la sangre, el sabor a almizcle y las escamas». A partir de ese momento surgirá la Cordillera Occidental que verá la evolución del joven Martín, junto a su hermano mayor, en una vida volcada en el crimen y que nos lleva a la historia más negra de Colombia: asesinatos de políticos, guerrillas, cárteles. Luego, va cobrando protagonismo Martín Pardo a raíz de algunas personas que lo trataron, de tal modo que Wills se ejercita bien en lo estimu-
lante de colocar a un personaje de modo poliédrico, casi como si estuviera realizando un reportaje lleno de testimonios. Esto, a su vez, puede lastrar el relato, que se convierte en algo monótono por momentos, retórico, en demasía denso, como si la historia avanzase en círculos. Sin embargo, eso mismo que apuntamos también tiene sorpresas audaces, de verdadero escritor que busca nuevos senderos narrativos. Por ejemplo, podemos referirnos al capítulo fechado en diciembre de 2002, titulado «Amalia», redactado en tiempo verbal presente, en que cada línea está compuesta de interrogaciones: «¿Qué miras, Martín? ¿Qué es eso que ves más allá de mi cuerpo? ¿Cuáles son las deformidades que te impiden dormir esta madrugada? ¿Ves de nuevo tigres, moluscos y sinsontes, o alguna otra combinación de todos los animales del mundo en un solo ser?», etcétera. Por su parte, Ronco devendrá el leitmotiv de la acción; con él empieza cada una de las dos partes en la que está dividida la novela y hacia el final vuelve a adquirir una dramática importancia. Es siempre arriesgado incidir en la mirada o la presencia significativa de un animal en una historia de ficción, pero Wills ha aprendido bien a hacerlo de sus lecturas de Jack London, y sigue con su reto estilístico y estructural al llegar al último capítulo, «Coro», donde parece que convergen las distintas voces que han opinado sobre Martín. Un personaje este que empezó a emerger en la imaginación del escritor a medida que viajaba, lo dice él mismo, «mientras escribía crónicas sobre oro ilegal, contrabando de gasolina, robo de petróleo, coca y desaparecidos. Solo necesitaba alejarme del país para excavar la memoria de esos lugares y encontrar lo que era común a todos». Y así lo hizo, en Nueva York y más tarde en Bogotá, para acabar concibiendo esta novela que bien ha merecido que acabara viendo la luz.
por Toni Montesinos
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BIBLIOTECA
Una herida en el lenguaje María Ángeles Pérez López
Incendio mineral Vaso Roto 85 páginas
La poesía española del último medio siglo ha circulado, en lo esencial, por dos caminos: el que descansa en el realismo, en lo figurativo, de dicción directa, a veces próxima a lo conversacional, y el que evoluciona por los meandros y secretos del lenguaje, en el que el poeta busca zonas ocultas, misterios, significados imprevistos. En esta última senda cabe situar la poesía de María Ángeles Pérez López, ganadora del premio de la Crítica 2022 con Incendio mineral, un libro que integra dos preocupaciones: la lingüística,
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basada en la indagación en las posibilidades de la palabra más allá de la convención, y la cívica, conectando el lenguaje con la vida, con sus desavenencias con el mundo, con la sima de las injusticias, con la memoria propia y con las propias raíces. El título del libro es casi un oxímoron cuyo sentido y cuya dualidad recorren el conjunto de los textos. La solidez de lo mineral, de lo térreo y visible, y la fugacidad devastadora de la llama. Llama y piedra, explosión y quietud, velocidad e inercia. El volumen está compuesto por 15 poemas en prosa que, a la vez, actúan como capítulos (hecho que, gráficamente, confirma la disposición de cada uno de ellos con una portadilla y con una numeración), y un epílogo de Julieta Valero que sitúa el alcance del libro en una suerte de «poética de la conjugación» con el entorno próximo, íntimo, y con el lejano: con «los demás, sean personas, objetos, lugares, sucesos, esplendor o violencias del mundo». La poeta intenta explicarnos, en los quince textos aludidos, el trasfondo y el sentido de la propia identidad. Una identidad que no se encuentra en un lugar distinto de la palabra poética en su acepción más profunda y existencial: «Solo soy una herida en el lenguaje»- En esa herida, como si se tratara de un espacio de complejidades, encuentros y desencuentros, arde el incendio que da significación y entidad al título. La palabra poética no se encuentra exclusivamente en el ámbito de lo más personal, sino que establece una relación dialéctica con el mundo, con lo colectivo. En los poemas de Incendio mineral asoman los marginados, las mujeres relegadas, el valor de la naturaleza y sus criaturas, animales y vegetales, la gravitación sobre la conciencia contemporánea de los flujos migratorios con su secuela de muerte y de fracaso, los narcotraficantes y los migrantes que llegan en pateras. Todo ello convive con la crítica a la cultura de «de la pantalla» como vía de deformación del «estruendoso zumbido de
lo real», o la inabarcable mancha de la sangre derramada en las guerras que forman parte de la historia contemporánea —Nagasaki, Srebrenica, Alepo… antecedentes de la guerra de Ucrania, posterior al cierre del libro— y el mito de Sísifo tras el que se apunta la sombra de Camus. En esa tensa indagación sobre la identidad encontramos dos procesos de incursión en la raíz lingüística de los apellidos de la propia autora y ahí se advierte la fusión, mediante la palabra, de los referentes materiales, visibles, que proceden de la realidad, y los que construye la imaginación: el término Pérez (hija o hijo de Pedro, derivado de «piedra»), y de otro, la indagación en los vínculos entre lo animal y lo ficticio, de López (hija de Lope, término que tiene en su origen el misterio del «lobo»). Con un lenguaje lleno de giros imprevistos, de imágenes y derivas hacia un irracionalismo controlado, María Ángeles Pérez López no rehúye el contagio. Al contrario, lo busca. Así, la empatía (o el diálogo) con textos de poetas referenciales de nuestra lengua (María Ángeles Maeso, José Emilio Pacheco, Gonzalo Rojas, Antonio Machado) o con el pintor Miquel Barceló, aportan una sutilísima intertextualidad y una complicidad ética consecuente con el hilo conductor del volumen. La poesía como lugar de irreverencia e investigación lingüística. También de compromiso y civilidad. Un libro necesario.
por Manuel Rico
El peor escenario posible Alejandro Morellón
El peor escenario posible Fulgencio Pimentel 168 páginas
Alejandro Morellón adorna cada una de sus colecciones de relatos con un galardón. Su anterior libro, El estado natural de las cosas, recibió (nada menos que) el Premio Internacional de Cuento Gabriel García Márquez; El peor escenario posible, su último libro de relatos, se ha editado bajo el paraguas del Premio Ignacio Aldecoa que, además de la dotación económica, implica la publicación en la siempre exquisita Fulgencio Pimentel. Paradójicamente, esto puede levantar ciertas suspicacias, pues todos sabemos que hay
ciertos prejuicios críticos ante los «cuentos de premio». Esta etiqueta, utilizada despectivamente, señala un virtuosismo vacuo o un apego demasiado superficial a ciertas técnicas narrativas «de taller». Estos once relatos pueden parecer cuentos de premio, pero habría que eliminar todo mohín y condescendencia crítica al referirse a ellos, porque no caen en ninguna de las debilidades o vicios antes mencionados; aquí no solo hay oficio y técnica: hay un gran escritor, una prosa cuidadísima y, sobre todo, hay una voz que habla de cosas que importan, que interpela al lector, más allá, y más acá, de cuantos juegos y técnicas narrativas ponga en funcionamiento. En El peor escenario posible, como sucedía en El estado natural de las cosas, Morellón recurre a la técnica de incorporar un acontecimiento o elemento fantástico dentro de una realidad cotidiana; que ese acontecimiento sea de carácter sobrenatural (como la montaña de heces de «La montaña mágica») o sea un simple accidente que altera la rutina de los personajes (como la infidelidad de «Algunas verdades del mundo que te ha tocado vivir) no tiene demasiada importancia en cuanto a la construcción y sentido de los relatos. En ambos casos hay una extrañeza, un desvío, que consigue revelar ciertos aspectos del ser humano y de la sociedad que suelen quedar invisibilizados o enmudecidos por la fuerza de la rutina y del sentido común. Esta incorporación de lo fantástico en lo cotidiano puede recordar a Cortázar, por supuesto, pero también a Juan José Arreola, o a Quim Monzó. En cualquier caso, la personalidad de Morellón está por encima de los modelos que puedan haberle influido y reside, en mi opinión, en la magistral forma en que consigue que esas técnicas del relato fantástico sirvan para poner sobre la mesa cuestiones sociales y humanas que retratan toda una época y una sociedad. Morellón capta a la perfección el ambiente pre-apocalíptico presente en la sociedad de principios del siglo XXI (hay dos relatos cuyo tema central es la extinción o el colapso, pero la idea de
«desastre inminente» o «futuro incierto» está en muchos más) y, además, lo hace incluyendo también una mirada divertida y perpleja ante la naturaleza contradictoria del ser humano y de la sociedad contemporánea. El primer relato «Pájaros que cantan el futuro» es un perfecto ejemplo: una niña regala a su amigo un peluche (el furby que ilustra la portada) que profetiza el colapso de la sociedad y del planeta. En esa imagen, Morellón concentra esa contradicción entre la infantilización colorista de la mayoría de los discursos o productos que llenan la vida en las sociedades regidas por el capitalismo y el miedo soterrado que recorre nuestras vidas. La contradicción, el absurdo, aquello que supera lo humano, entendido esto como lo conocido o lo lógico, es decir, como lo rutinario y previsible, es el otro gran eje temático que atraviesa todos los relatos. Y estas contradicciones las plantea, además, en perfecta consonancia con la técnica narrativa, como sucede por ejemplo en el relato «Por lo que sé de mi marido», donde una mujer sorprende a su esposo viendo unas imágenes de desnudos; la perspectiva de esa primera persona nos obliga a corregir continuamente las suposiciones que íbamos haciendo de esa situación, y nos fuerza finalmente a aceptar que el nuestro es un mundo extraño. El mérito de El peor escenario posible es, también, el acierto continuo en todas sus decisiones técnicas y narrativas. Aunque predomina el narrador omnisciente focalizado en un personaje, encontramos también relatos en segunda persona, en primera, narradores objetivos y relatos completamente dialogados. Ese despliegue de técnicas parece siempre tocado por la gracia: en cada caso es capaz de extraer de ellas lo que el relato requiere para funcionar a la perfección, para mostrar con más fuerza esas contradicciones humanas o sociales, para provocar un humor oscuro o una reflexión sobre el mundo. Este es, en definitiva, un libro que cualquier jurado premiaría.
por Diego Sánchez Aguilar
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