Cuadernos Hispanoamericanos, Abril 2023 nº 873

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5€ Abril 2023

nº 873

Dossier

Entrevista DIAMELA ELTIT

ASPECTOS FORMALES EN LA ESCRITURA GONZALO TORNÉ IGNACIO FERRANDO BRENDA NAVARRO MARGARITA LEOZ SOCORRO VENEGAS MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ MARÍA JOSÉ NAVIA

Tendríamos que llegar al horizonte igualitario en que lo importante sean las poéticas y las estéticas 1


DOSSIER

Edita Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación José Manuel Albares Bueno Secretaria de Estado de Cooperación Internacional Pilar Cancela Rodríguez Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Antón Leis García Director de Relaciones Culturales y Científicas Santiago Herrero Amigo Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Director Cuadernos Hispanoamericanos Javier Serena Comunicación Mar Álvarez Diseño Lara Lanceta Suscripciones Cuadernos Hispanoamericanos suscripciones@lapanoplia.com Impresión Solana e Hijos, A.G.,S.A.U. San Alfonso, 26 CP28917-La Fortuna, Leganés, Madrid

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.

La revista puede consultarse en: Fotografía de portada de Lisbeth Salas

www.cuadernoshispanoamericanos.com Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es

Depósito Legal M.3375/1958 ISSN 0011-250x ISSN digital 2661-1031 Nipo digital 109-19-023-8 Nipo impreso 109-19-022-2 Avda, Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915 838 401

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Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros Precio ejemplar: 5 €


SUMARIO

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ENTREVISTA

DIAMELA ELTIT por Michelle Roche Rodríguez DOSSIER

ASPECTOS FORMALES EN LA ESCRITURA: EL ESTILO, EL RITMO, LA VOZ, LA ESTRUCTURA, EL FRAGMENTO, LA PALABRA O EL PUNTO DE VISTA EN LA ESCRITURA.

LOS ESCONDITES DE LA FORMA

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por Gonzalo Torné

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por Margarita Leoz

MI LENGUA CANTA por Brenda Navarro

EN BUSCA DE COBIJO: UNA APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE ESTRUCTURA EN LA NARRATIVA APUNTES Y ASTILLAS por Socorro Venegas

LA RISA DE LISPECTOR Y LAS CARCAJADAS DE LA MEDUSA por Michelle Roche Rodríguez

UN TRÉBOL Y UNA ABEJA por María José Navia SEGUNDA VUELTA

EL ESPÍRITU DE LA REVOLUCIÓN, FANTÁSTICO Y ANACRÓNICO NOTAS SOBRE LA MUJER DESNUDA DE ARMONÍA SOMERS por Carmen M. Cáceres CORRESPONDENCIAS

ENRIQUE VILA-MATAS Y MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ: «LA VIDA SIEMPRE EN MEDIO DE TODAS LAS COSAS» por Valerie Miles

PERFIL

ENCUENTRO CON ALEJANDRO ZAMBRA EN MÉXICO, EN EL VERANO EN QUE ESPAÑA GANÓ UN MUNDIAL por Juan Gómez Bárcena

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LATIDO, RESPIRACIÓN Y ESCRITURA: RADIOGRAFÍA DE UNA OLA MENTAL por Ignacio Ferrando

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UNA PÁGINA

DICCIONARIO PARA RENOVAR LA MIRADA O UNA HISTORIA SECRETA DEL MUNDO por Diego Zúñiga

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RELATO

RETRATO DE ELIÁN DURMIENDO LA SIESTA por Daniel Saldaña París

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MESA REVUELTA

CARTA A SALVADOR ELIZONDO por Eunice Odio BIBLIOTECA

EN EL HUECO DE LA REALIDAD. Juan Ángel Juristo «QUIERO HACER UNA OBRA SUDACA TERRIBLE Y MOLESTA». Pedro Pablo Guerrero LOS FANTASMAS QUE NOS HABITAN. Eva Cosculluela CRÓNICAS DE UNA RESURRECCIÓN. Antonio Rivero Taravillo NARRAR LO INENARRABLE. Cristina Sanz Ruiz LA FLOR DEL VACÍO. Juan Carlos Abril CAUSAS POLÍTICAS QUE DEVORAN LA VIDA. Mey Zamora TWIST-WATUSI-BOOGALOO. Fran G. Matute VIDA INTERIOR DE UNA CHICA RARA. Carmen G. De la Cueva LEJOS. Sergio Galarza CONSTELACIONES DE UN ARTE VULNERABLE. Cristian Crusat LA REDENCIÓN DE LOS ENTROMETIDOS. Juan Marqués EL ANTIGUO PARAÍSO. Juan Carlos Méndez Guédez


ENTREVISTA

Fotografía de Lisbeth Salas

DIAMELA ELTIT

«Nos acostumbramos a ver a las mujeres como apoyo de los hombres, jamás como protagonistas de gestas propias» por Michelle Roche Rodríguez

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Arropados por las noches de finales del año 1983 y principios de 1984, en plena dictadura de Augusto Pinochet, los cinco miembros del Colectivo de Acciones de Arte (CADA) salieron a escribir en las paredes de Santiago de Chile una palabra y un símbolo que habría de dar al pequeño grupo fundado en 1979 un lugar destacado entre las vanguardias latinoamericanas del siglo XX. Se trataba de un «NO» sucedido de un signo «+». Al poco tiempo, las personas se apropiaron de los grafitis y añadieron palabras e imágenes, en las cuales se leían mensajes en contra del gobierno, como «NO + dictadura», «NO + tortura» o «NO + desaparecidos»; hubo incluso una enorme pintada en la cual a ese «NO +» se le acompañó con la figura de un revólver. De esa manera se cumplía el objetivo fundacional del CADA: llevar el arte a la calle para que la gente se lo apropiara. Y con creces. Como tatuajes en la piel de la ciudad, las pintadas medían el hartazgo de los chilenos con la dictadura. Carlos Granés en su ensayo Delirio americano: Una historia cultural y política de América Latina (2022) saca conjeturas sobre el alcance de esta iniciativa. Escribe que ese «NO +» perduró en la memoria de los ciudadanos seis años, hasta entrar como consigna en la campaña del plebiscito de 1989 que sacó a Pinochet del gobierno. Aquella fue la cuarta y última acción del grupo integrado por los artistas visuales Lotty Rosenfeld y Juan Castillo, el sociólogo Fernando Balcells, el poeta Raúl Zurita y la narradora Diamela Eltit, cuya obra amasada a contrapelo de la historia reciente de Chile es el tema de esta entrevista. «Vivíamos en el contexto de una dictadura, amanecíamos y dormíamos en ese contexto; esa vida estaba internalizada en cada uno de los chilenos. Sabíamos cómo caminar, cómo movernos, cómo reírnos. Cualquier

intento por sintetizar ese tiempo es injusto porque fue un contexto amplio e invasivo. Por eso nunca he usado la palabra “dictadura” en una novela», dice la autora, a través de videoconferencia, desde su casa en Santiago, donde vive la mayor parte del año, pues desde hace más de tres décadas pasa un cuatrimestre en Estados Unidos para dar clases. En el pasado ha estado de visita como escritora o profesora invitada en las universidades de Cambridge, Berkley, Columbia, Standford, John Hopkins, Virginia y Pittsburg; en la actualidad es Distinguished Global Professor del Programa de Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York. Si bien el mejor articulado, CADA era otro grupo vanguardista de los ochenta entre los que intentaban abrir un espacio para la democracia en Chile. En Fracturas de la memoria (2004), la crítica chilena Nelly Richard incluye a este colectivo en la denominación «Escena Avanzada», una suerte de generación integrada vagamente por agrupaciones de artistas provenientes de distintas disciplinas cuyo objetivo era reformular las mecánicas de producción creativa borrando las fronteras entre los géneros de la literatura, las artes plásticas y el performance, en el anquilosado encuadre militarista del pinochetismo. Lo que esas vanguardias dejaban por fuera era el aporte social de las mujeres. «Todavía no me enfrentaba de manera traumática a la discriminación, porque mi tiempo de ese tiempo apuntaba a cambiar los paradigmas políticos para romper las desigualdades sociales», recuerda Eltit en El ojo en la mira (2021), una colección de ensayos que describen su relación con la literatura y se estructuran como una biografía hecha de lecturas. «Nuestra política se sostenía en cuestionar y mantener una rebeldía permanente frente a los anestesiados mandatos sociales», es-

cribe refiriéndose a CADA sin nombrar al colectivo explícitamente en el libro. El ojo en la mira se suma a otras colecciones de ensayos sobre literatura, arte y política publicados por la autora entre los años 2000 y 2016: Emergencias, Signos vitales y Réplicas. Pero la discriminación no tardaría en llegar. En 1983, un periódico publicó una crítica demoledora de su primera novela, Lumpérica, en donde narra desde el punto de vista de L. Iluminada, una indigente, las actuaciones nocturnas —o «ejercicios de experimentación» bajo un cartel luminoso— de los marginados de Santiago. La novela transcurre en una plaza pública, y las actuaciones de los personajes son grabadas con una cámara de video. No existe una trama precisa, pues se privilegian las sensaciones durante los performances en un tejido urbano que tiende a desintegrase. El vínculo de Lumpérica con las actuaciones de CADA es evidente, razón por la cual la crítica contemporánea tiende a leerla como una respuesta estética de la autora a las estrategias biopolíticas del régimen neoliberal de Pinochet. Eltit se refiere a la seca recepción de su primera novela a través del ejemplo de una reseña en un periódico donde se aludía a la falta de claridad en Lumpérica y se acusaba a su autora de leer teoría. Y, sí. Eltit no lo niega. Es lectora de teoría y de teoría feminista en particular. Virginia Woolf y Simone de Beauvoir, por supuesto. Luce Irigaray es su académica favorita de la escuela francesa; Elaine Showalter y Nancy Fraser, lo son también, pero de la escuela estadounidense. Leyó con interés la novela-manifiesto de Las guerrilleras de la filósofa francesa Monique Wittig. Y se declara lectora de la española Amelia Valcárcel, así como de la socióloga chilena Julieta Kirkwood, entre otras. Sus lecturas han sido las propias de una intelectual que en-

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ENTREVISTA

«He puesto la mirada, por un lado, en los espacios reducidos y, por el otro lado, en las formas necesarias para construir cada relato. Como lectora, desde el principio me interesaron autores cuyas obras eran desacatos a los centros, como James Joyce y Juan Rulfo. Leyéndolos a ellos, me sentí legitimada para escribir desde una imaginación que no se fundara en los centros»

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traba a la profesión de la literatura desde la condición femenina en el último cuarto del siglo pasado, cuando la noción de écriture feminine había saltado de la academia francesa a universidades por todo el continente americano. El detalle es que ella lo hacía desde Chile, un país detenido en una dictadura militar. En Chile todavía se demoraría más de una década, pero en el resto de Occidente, la tercera ola del feminismo había llegado a su pleno apogeo, después de que las dos primeras olas conquistaran los derechos a la educación y al sufragio. Nuevas batallas se libraban en América Latina para lograr derechos sexuales y reproductivos, pero la moral católica imbricada en la raigambre de sus sociedades representaba un escollo difícil de superar. En Chile, el Decreto Amunátegui de 1877 había autorizado a las mujeres a cursar estudios universitarios, pero debieron esperar casi sesenta años para participar en una elección municipal y otros tres lustros más para votar por un presidente. La agenda sexual era especialmente difícil de gestionar visto que en ese país el divorcio entró plenamente en vigor ya en el siglo XXI, en el año 2004. Incluso durante la dictadura, Eltit fue pieza central de esta lucha. El 17 de agosto de 1987, cuatro años después de la conmoción urbana del «No +», se celebró el Primer Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, el cual rompió dos tipos de silencio: el silencio histórico de las mujeres, por un lado, y, por el otro, el de quienes escribían en plena dictadura militar. Una de las organizadoras fue la autora, a quien le habían adjudicado en 1985 la Beca Guggenheim. Trabajó con otras intelectuales hoy imprescindibles de la escena chilena, como las poetas Carmen Berenguer, Eliana Ortega y las académicas Lucía Guerra y la ya citada Richard. Hasta la década de los años ochenta, Eltit ha-

bía sido una lectora ingenua o, al menos, despreocupada sobre los asuntos del género. «Aunque tenía una cierta claridad sobre mis derechos, no me había interrogado de manera intensa acerca de la asimetría de género», explica en El ojo en la mira: «Y desde luego no sabía que iba a integrarme al espacio literario y cultural poblado de un machismo encubierto o manifiesto que todavía, después de tanto tiempo, me resulta asombroso». Sin embargo, el aporte intelectual de Eltit a la causa feminista no se limita a la academia. En la década de los años noventa publicó dos libros que dan cuenta de los avances políticos de las mujeres en su país: Elena Caffarena: El derecho a voz, el derecho a voto y Crónica del sufragio femenino en Chile. Caffarena fue una abogada, jurista y política fundamental en la lucha de la clase obrera chilena y, en particular, de las mujeres. De esa manera intentaba buscarse a sí misma una posición dentro del mundo, como escritora y como mujer. En El ojo en la mira, Eltit se refiere a la importancia de haber conocido y haber escrito un libro sobre Caffrena en estos términos: «Su inteligencia y perspicacia reafirmaron mi certeza de que las mujeres que escribíamos teníamos que trabajar en la protección de la memoria, en resguardar y a la vez relevar las figuras que se volcaron a los primeros gestos y gestas». Eltit hizo de la lucha por la igualdad de los géneros la columna vertebral de su literatura. Lo primero que llama la atención del compendio de su obra literaria es su compromiso político, el cual no se limita a sus acciones durante la dictadura pinochetista y ni si quiera a su país; sino que ha sumido también la causa política universal de la conciencia y el cuerpo femenino en el espacio público. ¿De qué forma ha condicionado el desarrollo de tu obra a lo largo de


Fotografía de Lisbeth Salas

los años el hecho de haber comenzado a escribir durante la dictadura de Pinochet? Habría escrito bajo cualquier sistema político. Estudié Literatura en la universidad, así que mi camino ya estaba trazado por allí. Además he dado clases toda mi vida. Ya antes de 1973, cuando llegó Pinochet al poder, yo había comenzado a escribir sobre una plaza, pero cuando publiqué Lumpérica diez años después del golpe, ya no era el libro tal como lo había diseñado al principio. Aunque, como signo total, la dictadura reprimiera algunos lenguajes y afectara a las escrituras de ese tiempo, no generó el acto de la escritura en mí, porque mi trabajo era encontrar el lenguaje y articular una poética. Las limitaciones se manifiestan de otra manera. En aquella

época había una oficina de censura que dependía del Ministerio del Interior. Todos los manuscritos tenían que pasar por allí, pues para que las librerías vendieran los títulos debían tener un comprobante del ministerio. Publiqué la novela con una editorial dedicada a las Ciencias Sociales que había abierto un pequeño resquicio para la narrativa y, como ellos querían vender en librerías, enviamos la obra al censor. Este la aceptó. La Universidad de Princeton compró mis archivos, así que allá está el documento firmado por el viceministro de Interiores en donde se autorizó la publicación de mi novela. Parece delirante que un cargo tan importante se dedique a permitir o no que se publiquen libros, pero esos eran los tiempos. Por mi parte, si bien escribí con

un censor al lado, nunca escribí para el censor. Las acciones culturales que se realizan en tiempos de dictadura adquieren dimensiones especiales. Además de los performances realizados por el CADA, durante los años ochenta publicaste tres novelas rompedoras —Lumpérica, Por la patria (1986) y El cuarto mundo (1988)— en donde el ejercicio estético de poner en crisis la sintaxis narrativa ha sido leído por la crítica como una forma de socavar la estrecha relación entre patriarcado y militarismo. ¿Cómo se produjeron tales obras a partir de esa doble necesidad estética tanto como ética? La decisión de trabajar así ha sido una constante en mi obra. He puesto

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ENTREVISTA

Encontré un camino propicio a partir de la escritura de Lumpérica. No llegué a pensar que la novela sería difícil de leer porque en Chile existe una tradición de vanguardias muy prestigiosas. Sin embargo, me topé con la marginación del «no se entiende». Yo había encontrado una ruta con la letra a la cual no iba a renunciar y no podía satisfacer a los lectores haciendo un ejercicio literario que me fuera adverso. Pienso que el problema era más bien mi imaginario: que esa escritura de vanguardia era la escritura de una mujer y no de un hombre.

Fotografía de Lisbeth Salas

la mirada, por un lado, en los espacios reducidos y, por el otro lado, en las formas necesarias para construir cada relato. Como lectora, desde el principio me interesaron autores cuyas obras eran desacatos a los centros, como James Joyce y Juan Rulfo. Leyéndolos a ellos, me sentí legitima-

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da para escribir desde una imaginación que no se fundara en los centros. Como vivía en un sistema de gobierno que había marginado la cultura, el mercado editorial estaba obturado, lo cual, al no haber una voz consumidora que pidiera tal o cual producto, permitía diversidad de escrituras.

El lenguaje es el asunto fundamental de tus obras y en las entrevistas vuelves una y otra vez sobre las posibilidades estéticas de esta herramienta. En una entrevista con Yanire Márquez Etxabe y Ethel Barja publicada en 2015 en la revista Letras femeninas conversaron sobre sobre cómo el Siglo de Oro Español y el barroco literario han influido en tus búsquedas estéticas, lo que ellas llamaron tu estilo «neo-vanguardista» pasado por el barroco. ¿Desde dónde trazas tal influencia? Me interesa el barroco debido a sus operaciones cifradas con el lenguaje. La primera vez que leí el poema Las soledades de Luis de Góngora me pareció de difícil comprensión. Más tarde entendí que allí la escritura logra consolidar un texto en el cual se notan dos aspectos de la situación de España en esa época. Me refiero, por un lado, a la muerte del catolicismo como religión monolítica debido al avance de los protestantismos por el continente europeo y, por el otro lado, a la ruptura que estaba sufriendo el unívoco universo cultural de ese país después de su encuentro con América. El poema Las soledades ensalza de todas las maneras posibles el catolicismo y la cultura española, al mismo tiempo que muestra las rupturas. El barroco muestra aquello que no puede mostrarse.


En términos de operaciones lingüísticas esto me parece muy interesante. El lenguaje no es transparente, nunca lo ha sido; es complejo y tiene capas. Me interesa la densidad en la escritura. Pienso en las palabras casi en un sentido tridimensional, cada una contiene en su interior un mundo. Como autora, ¿qué significó comenzar a escribir en el seno de esas vanguardias chilenas a las que acabas de describir como «prestigiosas», supongo que debido a su proyección fuera del país? Para mí las vanguardias no eran negativas, ni las chilenas ni las venidas del extranjero. Pero sí me di cuenta de que había un problema con la recepción: las vanguardias estaban ligadas al trabajo de los escritores, y no de las escritoras. Había algo que excedía al texto allí, pero eso no me importó porque mi asunto era lo de adentro, la tarea de la escritura; me importa la producción literaria, no la recepción literaria. ¿Cuáles crees que han sido los principales cambios del feminismo desde 1987, fecha en que ayudaste a coordinar el Primer Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana? Desde entonces he seguido participado en congresos que integran los temas de la mujer y la literatura, y seguiré participando siempre. Sin embargo, yo tengo claro que este tipo de separación reproduce el binarismo de género. El gueto de las mujeres es mucho más amplio ahora, por supuesto, pero sigue siendo un gueto; al final, la división continúa: la literatura por un lado y las mujeres en la literatura, por otro. Al dividirse de esa manera, la hegemonía de lo literario está todavía en manos de los autores, y las autoras integran una subcategoría. Las mujeres han comenzado a ganar batallas importantes en áreas

tan prestigiosas como el cine; allí está el ejemplo de las actrices que estuvieron avaladas por el mercado del entretenimiento en el contexto del #MeToo, por eso, ellas influyeron en otros contextos donde el cuerpo de la mujer se politizó. El caso de movimientos asociados a colectivos de menos prestigio fue distinto. En Argentina, el movimiento #NiUnaMenos no ha podido detener los crímenes contra las mujeres, que son más frecuentes que contra los hombres. El punto aquí es si el espacio en el ámbito literario es simétrico para hombres y mujeres. Diría que no. Hay quienes hablan en estos tiempos de un «boom» de la literatura escrita por mujeres. Sí, se habla hoy día de un «boom» de las mujeres, pero resulta que el «boom» fue una categoría creada para los hombres el siglo pasado, así que esa palabra vuelve a dividirnos ahora. En lugar de interesarnos por un «boom» de las escrituras, nos interesamos por un boom de hombres o de mujeres, así no se puede llegar a la democratización del espacio literario. Tendríamos que llegar al momento cuando la propuesta de la escritura sea el centro y allí confluyan mujeres y hombres. Ese es un horizonte en el sentido igualitario, donde lo importante sean las poéticas y las estéticas. A veces leo las entrevistas que hacen a ciertos escritores y cuando les preguntan qué están leyendo o cuáles han sido sus influencias literarias nunca citan a escritoras; no creo que sean malas personas, simplemente creo que su imaginario está invadido. Por eso creo que el boom de las mujeres es una ficción. Mientras no exista una democratización de las escrituras se mantendrá la asimetría en el espacio literario. No basta ser escritora para tener una escritura; tampoco basta con ser hombre, por supuesto. Lo que importa es el pro-

«El barroco muestra aquello que no puede mostrarse. En términos de operaciones lingüísticas esto me parece muy interesante. El lenguaje no es transparente, nunca lo ha sido; es complejo y tiene capas. Me interesa la densidad en la escritura» yecto de escritura, qué recoge, hacia dónde apunta. Está también el tema de la sororidad. Seguiré colaborando por todas las iniciativas llevadas a cabo por mujeres, porque está muy bien que nos leamos, pero también debemos generar oposiciones críticas a lo leído, de ser necesario. No basta ser mujer, de la misma manera que no basta ser hombre. Las escritoras tampoco podemos apoyar cuestiones distintas a nuestro parecer; eso reproduce un comportamiento materno. Es necesario romper el criterio maternal porque este reproduce el paternalismo del patriarcado para el género femenino.

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ENTREVISTA

CUERPO TEXTUAL, CUERPO DE MUJER Lo segundo que llama la atención del compendio de la obra literaria de Eltit es su indiferencia por los dictámenes del mercado, la convicción de que escribe literatura teniendo en mente a una lectora fundamental: ella misma, a quien siempre quiere mantenerse fiel. «Tengo la plena claridad de que estoy parada literariamente en un territorio minoritario o quizás ultraminoritario», apunta en El ojo en la mira. Porque lo complejo y experimental de su estilo literario en Lumpérica se extendió a sus obras posteriores. Según contó la autora a Julio Ortega fue Por la patria la novela que la convirtió en escritora. La entrevista con el crítico literario peruano se publicó en la revista La Torre bajo el título «Resistencia y sujeto femenino», en el año 1990. Por la patria presenta de nuevo la perspectiva de un sujeto femenino marginado, mestizo y revolucionario, cuyo nombre se alterna entre «Coya» y «Coa», y a través del cual reinterpreta por medio de la subversión de los discursos del patriarcado la historia reciente de Chile, en especial después de 1973, el año del golpe de Pinochet. Los policías matan al padre de Coya (Coa) durante una redada en su barrio pobre, y a ella la llevan presa con su madre. Los hechos se narran (y se confunden) desde la perspectiva de Coya (Coa) en un fluir de la consciencia que a veces narra, reflexiona o se comunica con el lenguaje mismo de sus torturadores. Las mujeres que están presas con Coya (Coa) son las destinatarias de ese hablar en el cual se mezclan ficción e historia y que aparece en forma de diálogos, manifiestos, fichas, cartas y documentos oficiales, textos a través de los cuales se puede reflexionar sobre la fragilidad de la memoria, y en especial de la memoria colectiva. Además de Lumpérica, la novela más conocida de Eltit y de mejor recepción crítica hasta la fecha es El cuarto mundo, recientemente editado en España por Periférica, igual que Jamás el fuego nunca (2007) y Sumar (2018). El punto de

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partida de El cuarto mundo es el discurso desde el vientre materno de unos gemelos cuyas subjetividades se convierten en el eje para narrar la vida de una familia migrante sudamericana. Más allá del paralelismo evidente que se establece entre el vientre materno, la casa familiar y el país de adopción —lo cual ya de por sí rompe la tríada más tradicional de vientre/hogar/nación—, la novela permite pensar en el límite de la construcción de los géneros al proponer el travestismo del hermano, cuando la hermana se refiere a él. «Mi hermano mellizo adoptó el nombre de María Chipia y se travistió de virgen», así comienza la segunda parte de la novela, cuyo título es «Tengo la mano terriblemente agarrotada». La fraternidad de los gemelos frente al poder castrador del padre (alegoría del poder patriarcal y del militar) puede leerse también como la fraternidad de naciones sudamericanas frente al imperialismo de Estados Unidos, el país preferido de los inmigrantes de la región. Se trata de una estrategia crucial en la literatura de Eltit, por medio de la cual los protagonistas permiten cuestionar desde su intimidad a las estructuras sociales y a los mitos impuestos por el patriarcado. Este es el caso de las novelas producidas durante la década de la transición: Vaca sagrada, Los vigilantes y Los trabajadores de la muerte. La primera es la historia de una mujer dividida entre dos amantes, a través de los cuales se relaciona con la interioridad de otras dos mujeres; las otras dos obras cuestionan a la pareja heteronormativa, una a través del discurso de una madre que rechaza las críticas que el padre de sus hijos hace sobre su crianza y, la otra, al actualizar la tragedia de Medea en la sociedad chilena contemporánea. Para la década de los años noventa, cuando escribió los libros antes citados sobre el sufragio femenino y comenzó a dar clases fuera de Chile, Eltit ya había publicado ocho obras y, según Julio Ortega, se había convertido en la principal

autora chilena trabajando dentro de su país. Los años de la transición ya habían comenzado, y según los recuerda Nelly Richard en Fracturas de la memoria estuvieron caracterizados «por la ritualización del consenso político y el desate neoliberal de las fuerzas modernizadoras». Como antes habían desafiado al militarismo, las novelas de la autora ahora comenzaron a cuestionar la domesticación de las subjetividades y el discurso oficial que superponía el pragmatismo democrático del neoliberalismo a la gestión de los traumas de la dictadura. Un ejemplo de las nuevas estrategias discursiva es la pareja que protagoniza Jamás el fuego nunca. Desde un plano a temporal y a través del punto de vista de la mujer se relata allí cómo ella y el hombre que la acompaña afrontaron la pérdida de un hijo, así como la obligación de replegarse en sí mismos durante los años más duros de la dictadura (época a la que Eltit nunca nombra sino a través de subterfugios). Para la autora, lo que vino después de la dictadura fue tan castrador como el régimen militar; recuerda que durante los años de Pinochet muchos artistas vivieron el «insilio», o exilio interior; un sentimiento que les hacía sentirse como desterrados dentro de su propio país. Eltit lamenta que una vez terminada la dictadura, la violencia de las armas se sustituyera por la del libre mercado. Y de nuevo, el sentimiento era el de estar y no estar en Chile. Este es el sentimiento que recorre Jamás el fuego nunca, su obra más melancólica. La entrada del siglo XXI consagró a Eltit como autora de obras de exploración de los márgenes culturales, sociales o políticos, en las cuales la forma narrativa libre trasciende el movimiento vanguardista de la centuria pasada con procedimientos que desnaturalizan los imaginarios de género al mismo tiempo que rompen la unidad de sentido que la crítica feminista identifica con la dominación masculina. A partir de ese mo-


mento, los críticos —y principalmente las críticas—comenzaron a comprender mejor el radicalismo de sus novelas, como puede comprobarse a partir del incremento de ensayos académicos que sobre sus obras se han publicado en universidades de Estados Unidos y América Latina. Desde entonces, la autora ha ganado importantes galardones dentro y fuera de su país, como el premio José Nuez Martín; el Manuel Montt (2004), el Iberoamericano de Narrativa José Donoso (2010); luego vino el Altazor (2015) por Fuerzas especiales; el Municipal de Santiago (2017) por la recopilación de ensayos Réplicas; el Internacional al Mérito Literario Andrés Sabella (2018); el Nacional de Literatura de Chile (2018) y el José María Arguedas (2020). En 2021 ganó dos importantes reconocimientos internacionales por su trayectoria: el FIL de Literatura en Lenguas Romances, que

otorga la Feria del Libro de Guadalajara, y el Carlos Fuentes a la Creación Literaria, concedido por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México. Los últimos veinte años también han sido los de la exploración de los personajes femeninos como alegorías del colectivo —es decir, como representación del pueblo— al mismo tiempo en que explora al sujeto colectivo como personaje. Un ejemplo del primer caso es Impuesto a la carne (2010) y del segundo, las novelas Mano de obra (2002), Fuerzas especiales (2013) y Sumar. Impuesto a la carne narra la historia de una madre y una hija encerradas en un hospital psiquiátrico desde el punto de vista de la segunda. Ambas tienen doscientos años, el mismo tiempo que tiene la nación chilena de formada, después de su emancipación de España. La novela explora la condición femenina poscolo-

nial y la marginación que ha sufrido la mujer en la historia de Chile (y Latinoamérica, en general). Igual que la pareja hija/madre es una alegoría del pueblo, los médicos lo son del poder arbitrario. «El médico director se llama Ismael, tiene un nombre antiguo, completamente bíblico, un nombre que en otras circunstancias habría resultado grotesco pero que funciona para él y su cargo nacional (o patriótico)», escribe Eltit. Madre e hija se mueven a través del hospital, bajo los designios de los médicos, igual que hacen los ciudadanos en el espacio público, acciones que obligan a leer los cuerpos de las protagonistas como alegoría del colectivo, sino del pueblo chileno, al menos del género femenino. Esta novela se publicó en plena época de las conmemoraciones por la Independencia de Chile. La noción de colectivo es más evidente en Fuerzas especiales, Mano de obra y Su-

Fotografía de Lisbeth Salas

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ENTREVISTA

mar. En la primera, una joven de un barrio marginal de Santiago se prostituye en un cibercafé, mientras los bloques de la zona son sitiados por las «fuerzas especiales» de la policía. Esa denominación, «fuerzas especiales», a la que alude el título, no se trata solo de la entidad policial que controla a la sociedad, sino al impulso extra, «especial» del que debe disponer la protagonista y los habitantes de los bloques, tan pobres como ella, para sobrevivir la prostitución y a la vida en los márgenes de la sociedad, bajo la amenaza y la represión de los organismos gubernamentales. En la segunda novela, un grupo de personajes dentro de un supermercado son sometidos a las prácticas económicas del neoliberalismo, como el consumismo desbordado y anodino de los clientes o el abuso de los supervisores; igual que los médicos en Impuesto a la carne, estos personajes representan el poder, pero ahora no se trata ya tanto del poder político, sino del poder financiero. En la tercera novela, el ambiente es el de una marcha de vendedores ambulantes que avanzan hacia el Palacio de la Moneda, la sede del poder ejecutivo en Chile. Allí se establece un juego con la palabra «moneda», que se refiere al poder económico: los caminantes de Sumar, cuyos nombres remiten a los luchadores por los derechos de los obreros en la historia de Chile, también toman la palabra a medida que avanzan sobre las calles. «Cuando termine nuestra caminata (esta marcha fundada en el poder de su persistencia y de su longitud) vamos a acceder a la moneda porque necesitamos torcer el tiempo para disponernos a vivir», explica una mujer que toma la voz del colectivo: «Tenemos que olvidar cuánto nos hemos esforzado solo por sobrevivir. Después de nuestro arribo alcanzaremos las últimas migajas de un sustento más benigno para nosotros» Publicada meses antes de la serie de

protestas, manifestaciones masivas y disturbios que se originaron en Santiago, y luego se extendieron al resto de las regiones de Chile, la novela Sumar ha sido con frecuencia leída en el contexto del estallido social de 2019. A Eltit no le interesa esta lectura, recuerda que en su novela se hace alegoría de todas las protestas sociales de la historia del país. Pero no rechaza la protesta sino esa lectura. Falta

pero ¿cómo es posible que hombres y mujeres coexistan en el mismo ámbito literario prescindiendo de los marcadores del sexo y el género, si el cuerpo es una herramienta de la experiencia humana utilizada por las escritoras tanto como los por los escritores? No se trata de deshacer el binarismo, sino de dejarlo sin poder. Al quitarle la carga cultural, se deshace. Occidente es muy binario. Entre las categorías de alto y de bajo, ¿a cuál se adjudica más valor?; entre lo blanco y lo negro, ¿qué se considera mejor?, y entre el hombre o la mujer, ¿quién tiene más presencia en la cultura? Todo binarismo propone un más y un menos. El pensamiento binario supone la existencia de dos polos y, en la práctica, uno siempre se superpone al otro. Para que se democratice el ámbito de la letra debe haber una interrupción del binarismo.

«Occidente es muy binario. Entre las categorías de alto y de bajo, ¿a cuál se adjudica más valor?; entre lo blanco y lo negro, ¿qué se considera mejor?, y entre el hombre o la mujer, ¿quién tiene más presencia en la cultura? Todo binarismo propone un más y un menos»

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esperar para ver cómo se desarrollan los acontecimientos en su país. Y ella sabe esperar. Durante cuarenta años, su obra ha sido una apuesta sostenida en el tiempo por establecer en su país una sociedad más justa y más democrática. Por eso, la experimentación formal que propone con cada novela, en realidad, se trata de la verbalización de la palabra «libertad». Antes te referiste a la necesidad de la democratización del espacio literario,

El tema del cuerpo y, en especial, del cuerpo femenino es una constante de tu obra, ¿qué dificultades supone fundarse en ese imaginario para trabajar el lenguaje? En la ficción, el cuerpo de la letra lo tienes que generar tú; hacer de esa letra un cuerpo, al cual le puedes llamar «página» o «libro». Sin la escritura, sin el lenguaje, no hay novela. Hay quienes privilegian aspectos distintos al lenguaje, como la trama o los personajes, pero ninguno de esos aspectos existe sin la escritura. Incluso la ausencia del relato es escritura. A Samuel Beckett, por ejemplo, le interesaba llegar a la nada, pero para llegar allí necesitaba un cuerpo de escritura. Desde el primer día, mi gran obsesión han sido la escritura y la letra. Un tema distinto es el social. En ese ámbito, el cuerpo es una ficción porque ha sido pensado y diseñado por códigos ajenos al cuerpo mismo, que no pertenecen a la persona sino a las instituciones. Los cuerpos de la época del Renacimiento no son iguales a los del siglo


XX ni a los de principios del siglo XXI, han sido esculpidos por los discursos sociales de cada época. Desde la realidad, atenerse a tales discursos es imposible, en especial para las mujeres. En el caso de ellas es mayor la violencia de los discursos de poder sobre el cuerpo. Precisamente por esto, en mis libros no me interesa construir el personaje de una mujer específica ni construir su cuerpo. En tus novelas, los modelos de mujer parecen servir de alegoría en varias capas de discursos. Pienso en El cuarto mundo, en donde el universo de la familia se rompe por el adulterio de la madre y el incesto de los hijos. Cuando escribo, me parece importante ingresar a la ficción como si no fuera la autora. Una vez adentro, todo debe seguir moviéndose como sea necesario para el texto, sin que yo lo intervenga o lo ajuste. Hace casi cuarenta años que escribí El cuarto mundo, entonces me pareció necesario jugar con el personaje del hermano y convertirlo en un sujeto trans. En aquella época eso no era algo familiar, como ahora. Él cambia de un nombre masculino a uno femenino, incluso cambia de ropa; sin embargo, todavía habla como un hombre. Me pareció importante quebrar así los rígidos estatutos del grupo familiar y entrar en su «(des) orden». También los personajes y la familia pueden leerse como alegorías de lo social, si no ¿a qué obedece el uso de la palabra «sudaca», la noción de que la familia vive en la nación «más poderosa y famosa del mundo» o la misma alusión al tercer mundo que hace su título? Efectivamente, «sudaca» es un término despectivo con que los españoles comenzaron a nombrar a los inmigrantes sudamericanos hace tiempo. Quise darle la vuelta en la novela, quitarle la negatividad. Si tú mismo te nombras como «sudaca», entonces, ese es tu nombre, y puedes reírte al respecto. Se trataba de jugar. Otra cosa son las alusiones a Estados Unidos y al tercer mundo, denominación que como la palabra sudaca tiene

«Me interesaba pensar en el tiempo transcurrido después de la Independencia desde la perspectiva de las mujeres. Comencé cuestionando el lugar que ocupaban ellas en el universo más bien heroico y masculino de las guerras por la emancipación. Nos acostumbramos a verlas como apoyo de los hombres, jamás como protagonistas de gestas propias» un carácter menoscabador. Me parece una clasificación geográfica clasista, en la cual se supone que los primeros mundos están signados por la productividad. Me propuse seguir de largo y proponer un «cuarto» mundo, más allá de esas clasificaciones, las cuales tenemos la responsabilidad de poner en evidencia. Para eso hay que nombrarlas primero. En la denominación cuarto mundo, incluyo las tres anteriores para cuestionar dónde estamos los latinoamericanos, porque hay personas muy trabajadoras, muy productivas que vienen de esa región. Impuesto a la carne propone otra alegoría desde lo femenino, en donde una mujer confinada con su madre en un hospital psiquiátrico durante doscientos años aparece como signo del Chile poscolonial. ¿Cómo surgen y se van trenzando estos temas políticos con otros relacionados al cuerpo y la intimidad? Efectivamente, la novela la escribí en un contexto en el cual el país conmemoraba los doscientos años de la independencia de España y, por lo tanto, los discursos sociales públicos, en la prensa o los medios audiovisuales estaban centrados en ese tema. Me interesaba pen-

sar en el tiempo transcurrido después de la Independencia desde la perspectiva de las mujeres. Comencé cuestionando el lugar que ocupaban ellas en el universo más bien heroico y masculino de las guerras por la emancipación. Nos acostumbramos a verlas como apoyo de los hombres, jamás como protagonistas de gestas propias. ¿Qué había pasado con ellas en los últimos dos siglos?, me pregunté. En ese momento aparecieron frente a mí las imágenes de una madre y una hija que tenían la misma edad, doscientos años, y que estaban confinadas en un hospital. El poder médico es central, es un poder de poderes, por eso, la madre y la hija, ambas morenas, caminan dentro del hospital, entendido como un espacio de dominación masculina, y se someten a las órdenes de los médicos, hombres que deciden sobre la vida y la muerte. La pregunta sobre el papel que han jugado las mujeres en la historia sigue vigente; en ese sentido, un gesto importante dentro del libro es que la madre ingresa dentro de la hija como órgano biológico de su cuerpo. Es una madre que habla desde la hija, que no muere sino se hace orgánica en la siguiente generación.

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Aspectos formales en la escritura: el estilo, el ritmo, la voz, la estructura, el fragmento, la palabra o el punto de vista en la escritura Los escondites de la forma por Gonzalo Torné

Latido, respiración y escritura: radiografía de una ola mental por Ignacio Ferrando

Mi lengua canta por Brenda Navarro

En busca de cobijo: una aproximación al concepto de estructura en la narrativa por Margarita Leoz

Apuntes y astillas por Socorro Venegas

La risa de Lispector y las carcajadas de la Medusa por Michelle Roche Rodríguez

Un trébol y una abeja por María José Navia

Coordina Michelle Roche Rodríguez 15


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EL ESTILO

LOS ESCONDITES DE LA FORMA por Gonzalo Torné

I. La preocupación por la «forma» de un texto tiene algo de enigmático e impreciso. Sobre todo porque la palabra parece operar a distintos niveles y no siempre queda de buenas a primeras del todo claro a cuál nos referimos. Encontramos una forma de la frase, una forma del párrafo, una forma del capítulo y también una forma que afecta a la novela de la que nos ocupamos en su conjunto. Un equívoco parecido afecta a las consideraciones sobre el estilo, aunque por regla general lo resolvemos reservando la palabra para referirnos a una determinada elección de palabras en el plano de la frase. Pero como nunca hay tranquilidad en la casa de la literatura contra la identificación del estilo con la disposición de las palabras en la frase protestaba de manera muy airada Gusta-

«Flaubert explicaba su idea de “estilo” recurriendo a la imagen del “empalme”: una corriente eléctrica que lleva al lector desde el primer párrafo hasta el último montado sobre una electricidad, una intensidad coherente» 16

ve Flaubert, quien pasa por ser uno de los estilistas supremos del género, y al que esto de reducir el estilo a colocar palabras en la armadura sintáctica de la frase le sabía a poco. La palabra justa, «escribir bien», encontrar la mejor manera de decir algo... para Flaubert el estilo desbordaba estas nociones familiares en dos sentidos: iba más allá de las «palabras» para incluir ideas, pensamiento, ritmo y emociones… y abarcaba la novela al completo. Flaubert explicaba su idea de «estilo» recurriendo a la imagen del «empalme»: una corriente eléctrica que lleva al lector desde el primer párrafo hasta el último montado sobre una electricidad, una intensidad coherente. II. Otro desafío que nos propone la forma es que por momentos parece algo así como la pregunta oculta a la vista de todos. Se podría acordar que la «forma» es lo que sujeta de una determinada manera el contenido. Pero el precio que debe pagar por sostenerlo es la invisibilidad. En la frase se dan fundidas «forma» y «contenido», y solo tras una operación intelectual (el resumen, la síntesis…) podemos exponer el contenido en bruto. Y todavía mucho más esquiva es la «forma» que nos obliga a dar rodeos siempre nuevos para contar lo que está articulando en cualquiera de los planos donde opera, da igual si le llamamos «estilo» o «forma». Probablemente sean estas complicaciones las que estimulen y den sentido al ejercicio de la crítica literaria. Desentrañar las claves específicas de un estilo, poner en limpio una forma. Pero esta utilidad de la crítica queda empañada por la imprecisión de las categorías que maneja, de las que ya se quejaba con su característica vehemencia lúdica Flaubert. Aunque solo sea vigente mientras dure este artículo propongo dejar la palabra «estilo» (mal que le pese a Flaubert) para las cuestiones relativas a la elección y la disposición de las palabras en la frase (admitiendo, eso sí, su influencia sobre los párrafos y las páginas) y reservar


la palabra «forma» para caracterizar la disposición general de la novela (aunque también podríamos hablar de «estructura»). Una preocupación relativamente reciente de los novelistas. Inciso: se me ocurre que quedaría por referirnos a la «forma» que adoptan los capítulos (o por lo menos una medida, ¡es asunto endiablado!, entre el párrafo y el conjunto) y que podría resolverse con la palabra «técnica. La técnica podría entenderse como una caja de herramientas a disposición del novelista, desde las más manidas (la segunda persona, el estilo indirecto libre, el diálogo con acotaciones...) hasta las más originales. Desde el narrador-incompetente de Henry James a los ritornelli temáticos de Javier Marías, pasando por el uso malicioso de las notas a pie de página de Junot Díaz. En una república de las letras bien ordenada grandes honores esperarían a quién «descubriese» una técnica nueva y la dejase a disposición de la comunidad.

III. Fotografía de James Joyce. Pero volvamos a la «forma» y al relativo desinterés que los novelistas mostraron por cultivarla durante su siglo de oro, el de su expansión y su triunfo, el XIX vamos, por decirlo sin tanto énfasis. La forma de las novelas decimonónicas viene condicionada por las exigencias del mercado: una sucesión de capítulos que iban publicándose por entregas a la manera de un serial, y que solo pasado un tiempo se reunían en un volumen o en varios. Encontramos excepciones (¡de qué no las encontramos! ¡son de lo más entrometidas!) pero en general podría decirse que la forma de la novela no era un problema artístico, no se deliberaba, venía impuesto por las condiciones de producción. Por los motivos que sean (y que dejamos a los estudiosos de la sociología y de la historia de la literatura, que bastante tenemos con lo nuestro) en las décadas que corren entre la primera y la segunda guerra mundial encon-

tramos unas cuantas novelas donde la «forma» se ha convertido ya en una preocupación artística: para disponer el material, para ofrecer contrastes, para suscitar nuevas emociones en el lector. El caso paradigmático podemos buscarlo en el Ulises de James Joyce, no solo por su voluntad de dominar cada capítulo con una técnica distinta, sino porque la manera como esos capítulos estructuran el conjunto conduce a la gran escena del reconocimiento de Bloom y Stephen. Después de vagabundear por el laberinto de Dublin el padre sin hijos y el hijo repudiado se funden en un abrazo. La forma del Ulises permite condicionar el espacio y conseguir la mayor intensidad emotiva de una escena que escrita, frase a frase, exactamente igual, nos hubiese impresionado menos.

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Fotografía de Virginia Woolf

Otro ejemplo menos prestigioso lo encontramos en El tiempo y los Conway de J. B. Priestley. Aunque se trata de una obra de teatro, la «forma» podría trasladarse sin mayores quebrantos a una novela. En una clásica estructura en tres actos, Priestley altera el orden cronológico del segundo y del tercero. Así tenemos una presentación de los personajes en su juventud, cuando sus personalidades y sus relaciones se están formando; después una mirada a su edad madura, desde la que pueden contemplar su vida como las cartas sobre la mesa de una partida ya jugada; y un tercer acto situado cronológicamente entre los dos anteriores donde todavía jóvenes (pero ya no tanto como en el primero) fantasean con las ilusiones de la vida que esperan llevar. Esta sencilla alteración del tiempo (apenas una permutación del orden cronológico) empapa de una nostalgia retrospectiva el último acto (la

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distancia de las ilusiones a los logros) imposible de conseguir por otros medios. Aunque de la Inglaterra de aquel tiempo mi forma novelesca favorita sea Al faro. Virginia Woolf dispuso el texto en tres bloques. El primero y el tercero relatan con morosidad dos días de excursión familiar separados por la guerra. Toda la audacia constructiva recae sobre la segunda parte que recorre en un rápido travelling los años de la guerra fijándose no en las personas ni en las batallas ni en la economía ni en la socidad sino en el deterioro de la casa familiar. De manera casi mágica, gracias al cambio de velocidad y al inesperado movimiento del foco narrativo, comprendemos mejor que con una narración directa las pérdidas que han sufrido nuestros protagonistas. No me resisto a dejar constancia de una de las formas novelísticas más incitantes y logradas que encontramos en la narrativa española reciente. Se trata de las instalaciones narrativas de Luis Magrinyà que articulan la fascinante Intrusos y huéspedes y también Habitación doble, donde el autor ensaya diversas variantes de esta forma. Se trata de dos textos sujetos bajo el mismo título y de extensión similar, separados por un hiato (que puede separar el espacio, el tiempo, los personajes, el tono e incluso el género literario), cuyo vínculo no está del todo claro en un primer momento, y que se vinculan por similitudes temáticas, que pese a la distancia terminan enriqueciéndose mutuamente.

IV. La forma, en el sentido que le estamos dando, también contribuye a esconder lo que Orhan Pamuk ha llamado el «centro secreto» y que constituye uno de los mayores alicientes para leer novelas, al menos para mí. Quizás se trate de un arte de otra época, acostumbrados como estamos a escuchar y leer a los autores de promoción exponiendo con toda claridad cuales son los asuntos de los que tratan sus novelas (cada vez más discursivas y decididas a tomar partido), escoltados por un estamento crítico bien dispuesto a ser el eco de los propósitos explícitos, las contraportadas y las fajas.


Pero lo cierto es que como señala Pamuk muchas grandes novelas tienden a esconder bajo diversas capas y amagos narrativos sus intenciones: el verdadero tema que solo empiezan a soltar muy despacio, a veces después de que el lector haya atravesado cientos de páginas. ¿No es uno de los temas del Quijote la mutua transformación de las personas a través de las conversaciones y fantasías de años? ¿No va En busca del tiempo perdido de la reelaboración artística del material en bruto de la experiencia? ¿No es el tema de El mar, el mar la patología delirante (delictiva y casi carnívora) del enamoramiento? ¿No trata el cuarteto de Ali Smith también de la bondad reprimida bajo las malas decisiones políticas? Pamuk recoge la idea de «centro secreto» de una novela de Naipaul, Finding the center, donde el autor abandona una tentativa de memorias por no encontrar el tema que actúe como aglutinador de los episodios dispersos. Naipaul, maestro y precursor de tantas cosas, también lo fue de preservar el enigma de qué asunto actuará finalmente como un imán para reordenar lo narrado en un sentido inesperado y más profundo (y si la palabra suena excesiva podemos recurrir a «coherente»).

«En las décadas que corren entre la primera y la segunda guerra mundial encontramos unas cuantas novelas donde la “forma” se ha convertido ya en una preocupación artística: para disponer el material, para ofrecer contrastes, para suscitar nuevas emociones en el lector»

V. Dicen que un buen mago nunca revela sus trucos, y por si la advertencia no fuese suficiente siempre podríamos recurrir al pudor, al que jamás estaremos lo bastante agradecidos por librarnos de tantas situaciones embarazosas. Pero he sido convocado aquí en calidad de novelista, y lo cierto es que el asunto de la forma es uno de los que más me preocupan, o para ser preciso, es un aspecto de la novela que siempre se ocupa de mí. Aunque estoy interesado en mis personajes, en el asunto, las descripciones, los diálogos, las distintas técnicas y el «estilo» de la frase en el sentido que ponía de los nervios a Flaubert... lo cierto es que una y otra vez, en las cuatro novelas que he publicado, lo primero que se me ha ocurrido ha sido un vislumbre (no siempre preciso y nunca nítido) de su forma. Cuando empece a escribir Hilos de sangre lo que me entusiasmaba era la idea de contrastar a dos narradores, en dos épocas de tiempo distintas, sometidas a una temperatura moral casi contradictoria, que obligase a leer una parte de la novela con la lógica de la contraria. Recuerdo que mucho antes de entender de qué iba y quién iba a protagonizarla se me ocurrió una novela que fuese un movimiento continuo, una fuga a toda velocidad sin capítulos ni líneas en blanco, que obligase a acompañar al lector a una mente perturbada, atractiva e intensa sin el agarradero de la complicidad de un narrador, sin respiraderos. No lo sabía

pero estaba escribiendo Divorcio en el aire. Aunque llevé casi diez años a los personajes en la cabeza (y una silueta bien perfilada del argumento) solo cuando adapté la idea de Priestley de la alteración cronológica a mis propósitos el conjunto adoptó la gravedad imprescindible para que Años felices no naufragase. Recuerdo todavía bien (luego se olvida) como de camino a Bilbao, mirando por la ventanilla entre una madeja de pensamientos un tanto informes se me ocurrió una novela que estuviese sostenida por una doble brujería: la de diálogo transformador interpretado por la memoria de otro tiempo. Pero esto todavía suena muy oscuro para mí. VI. Sea como sea, no puedo pensar en mis novelas ni en la de los otros sin la forma que estructura el conjunto. Paso por alto su ausencia sin mayores problemas cuando leo a Charles Dickens o a Honoré de Balzac, pero en las novelas de mi tiempo siento un vacío muy vivo, una suerte de dejación o pereza, no lo llevo bien, ¡no lo llevo nada bien!

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EL RITMO

LATIDO, RESPIRACIÓN Y ESCRITURA: RADIOGRAFÍA DE UNA OLA MENTAL por Ignacio Ferrando

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l 16 de marzo de 1926 la escritora inglesa Virginia Woolf, que por entonces llevaba escritas unas 40.000 palabras ese opus summun del modernismo inglés que es Al faro1, escribe en una carta a la también novelista Vita Sackville-West: «El estilo es algo muy sencillo: todo en él es ritmo. Cuando lo entiendes, ya no te equivocas al elegir las palabras (…) El ritmo es algo muy profundo y va más allá de las palabras. Una visión, una emoción, crea una ola en la mente mucho antes de que esta engendre palabras que se ajusten a ella»2. Para la escritora de Bloomsbury el discurso narrativo se ordena no tanto por la suma de los significados de las palabras que lo componen, sino por el modo en que estas crean un ritmo recurrente cuya sonoridad viene dada por la alternancia de elementos débiles y fuertes, es decir, por un movimiento mental más o menos armónico que se proyecta a través del espacio narrativo. La escritora describe de modo intuitivo ese movimiento como una «ola en la mente», si bien se refiere, de un modo más extenso, a la respiración que acompaña al discurso, una suerte de partitura que permite acelerar y frenar la velocidad del texto y con ella acomodarla al decurso de la acción dramática y al modo en que este es percibido por el autor y finalmente por el lector. Si las palabras proporcionan significado, el ritmo interno de la prosa —su musicalidad— vendría a apuntalar la emoción. Pero si hay un escritor en el siglo XX cuya prosa ha convertido este latido en paradigma identitario es el novelista en lengua alemana Thomas Bernhard, quien convierte la repetición y la alternancia de sonidos en la esencia de su estilo, al extremo de que lo importante en sus textos no es tanto la trama, generalmente estática y planteada de modo preactivo, sino una marcada y característica sonoridad que construye el discurso de un modo orgánico y envolvente. En una entrevista a Brigitte Hoffer para ORF el escritor afirma: «…mis palabras son en realidad notas musicales, y tienen que tocarlas, entonces surge la música, es decir, no sé cómo ocurre cuando se leen, habría que leer en realidad partituras»3. Otros escritores lo plantean con símiles que remiten al mismo concepto. En 2016 John Banville

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lo expresaba así en la entrevista para Paris Review: «para mí todo empieza en el ritmo (…). Una línea, antes que nada, ha de cantar. Cuando más me emociono es cuando una frase empieza siendo completamente ordinaria y de pronto se pone a cantar y se eleva por encima de sí misma y de toda expectativa que yo pudiera haber tenido de ella». Solo son tres ejemplos de autores alejados estéticamente que dan una idea de lo que hemos llamado partitura, respiración o musicalidad, una potentísima herramienta estilística para crear emoción y hacer acompañar la acción dramática de oleadas de significado. Podríamos añadir a esta interminable nómina otros autores como nuestro Javier Marías —y la alargada sombra benetiana de su maestro— o los verdaderos músicos de la escritura: los escritores latinoamericanos. En el código genético de su escritura subyace una musicalidad propia y consustancial, desde el neobarroquismo de Alejo Carpentier a la musicalidad de Rubén Darío, desde la introspección de Alfonsina Storni a la costarricense Rosario Ferre —que cuenta en su haber con uno de los ingenios melódicos más aventurados y perspicaces: el relato Maquinolandera4—, de Lezama Lima a Jorge Luis Borges, de Julio Cortázar a... Este último, amante del jazz5, lleva al extremo la experimentación rítmica al inventar un lenguaje fónico al que bautizó como gíglico y que se fundamenta en la aliteración, la homofonía y el ritmo. En el famoso capítulo 68 de Rayuela, Cortázar usa este lenguaje, no solo para preservar la intimidad de los amantes y realzar su aislamiento del mundo —el lenguaje como frontera propia y cómplice con el lector—, sino para representar, a través del ritmo, la acción de un coito sexual: Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en nio-

1. Bell, Q. (1972). Virginia Woolf: una biografía. Barcelona. Lumen. 2. Woolf V. (1990). Congenial Spirits: The Selected letters of Virginia Woolf (compiladas por Joanne Trautmann Banks). Nueva York. Editorial Harcourt. 3. Österreichischer Rundfunk. Programa Todo en el fondo es una broma. Transcripción de una entrevista de Brigitte Hoffer el 12 de abril. 4. Ferre, R. (1976). Papeles de Pandora. Navaja Suiza. Madrid. 5. «El jazz es para mí una especie de presencia continua, incluso en lo que escribo. Mi trabajo de escritor se da de una manera en donde hay una especie de ritmo (…) una especie de latido, de swing, como dicen los hombres de jazz, que si no está en lo que yo hago, es una prueba de que no sirve y hay que tirarlo». Entrevista a Serrano Soler. A fondo. 6. Cortazar, J. (1963). Rayuela. Editorial RAE. Madrid.


lamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias6. El gíglico, cuyo precedente se encuentra en las jitanjáforas lorquianas7, es un lenguaje que significa no solo por las palabras que contiene, sino por cómo estas «suenan» y se distribuyen dentro de la partitura textual. Así, si sustituimos este vocabulario ficticio —entreplumaban (verbo), ulucordio (sustantivo)…— por otras similares que conserven su categoría gramatical comprobaremos que, más allá de las palabras, la escena sigue representando misteriosamente el mismo encuentro sexual de creciente fogosidad. Y esto es así porque la partitura —el modo en que se producen las curvas entonativas y la distribución de pausas— se mantiene. Bien. Bajemos ahora al nivel atómico de ese oleaje al que se refería la autora inglesa a fin de determinar los mecanismos que componen la sonoridad del texto. Podríamos decir que es la propia armonía de las palabras la causante de este efecto. O dicho de otro modo: no todas las palabras suenan y sugieren lo mismo. No es lo mismo, a efectos sonoros, utilizar la palabra «alba» o la palabra «blanca». Es cierto que ambas tienen un parentesco de sinonimia pero sus usos son bien diferentes, la primera se restringe a un uso poético y casi lírico; mientras la segunda registra un uso más extenso de textura narrativa. Y esto es así, al margen de otras consideraciones, porque «alba», en su composición fonética tiene una sonoridad mayor, como ocurre con los pares bello\bonito, tonto\necio o dicha\alegría. Estas diferencias se producen no solo a nivel fónico, sino, por supuesto, a través de la articulación de los acentos de intensidad. En un segundo nivel, tal y como vimos en el ejemplo del gíglico, podríamos mencionar todos aquellos recursos retóricos que repiten, de un modo u otro, ciertos sonidos. Las aliteraciones y los usos onomatopéyicos tienen la función de marcar el compás interno de la palabra o conjunto de palabras. Así, por ejemplo, en el primer capítulo de El señor Presidente, la novela de Miguel Ángel Asturias, comprobamos cómo la repetición de los fonemas l-u genera una sensación atmosférica, sulfúrica, casi tribal, de la que el guatemalteco se sirve para representar su particular infierno: …¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbre…, alumbra…, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbre…, alumbra…, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbra, alumbre…!8 Algo similar ocurre con el balbuceo de Leon Wojts, el banquero retirado de Cosmos, la novela del polaco Witold Gombrowicz, que construye un lenguaje propio de resonancias burlescas con intenciones similares a las del gíglico cortazariano:

—Tiru-liru-lá. —Hijita querida, ¿por qué no le das a tutulu papacítulu un rábanulu? Tíramulu. Lo que significaba que le pedía a Lena un rábano. Era difícil entender su lenguaje. «Hijita mía, flor del árbol paterno.» «Bolitita, qué trajintínulas ¿No te das cuenta qué tintín?»9 Podríamos añadir a este nivel todos aquellos tropos que, a través de la repetición de sonidos permiten controlar el compás de la escritura —marcar, en definitiva, la longitud interválica— ya bien sean anáforas, pleonasmos, concatenaciones o paralelismos, o incluso la suma de varios de estos recursos simultáneamente, como ocurre, por ejemplo, en Ojos Azules, la novela donde la premio Nobel Tony Morrison mezcla anáforas y ecos parciales reiterando el uso de ciertas palabras para encadenar el discurso: «ojos», «corre», «jip», «azules», «cuatro», etc. Ojos lindos. Lindos ojos azules. Corre, Jip, corre. Jip corre, Alice corre. Alice tiene los ojos azules. Jerry tiene los ojos azules. Jerry corre. Alice corre. Ambos corren con sus ojos azules. Cuatro ojos azules. Cuatro lindos ojos azules. Ojos azul celeste. Ojos del color de la blusa azul de la señora Forrest. Ojos de un azul como el de las campánulas. Ojos de Alice y Jerry, de un azul de libro de cuentos10. Por último, destacaremos el comienzo de Historia de dos ciudades de Charles Dickens, presidido por una antítesis que realza la oposición de las dos ciudades antagonistas del texto: París y Londres. Usando esta contraposición el autor muestra la naturaleza antitética de ambas urbes. El eje dibujado viene a señalar los pares interválicos para comprobar que la simetría en este párrafo de Dickens roza lo prodigioso y crea una respiración dual que ayuda a aventurar formalmente el tema principal del texto: Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación11. Pero sobre todo, y en un nivel más perceptible, la partitura de un texto se articula a través de las curvas entonativas y las pausas textuales. Estas pausas son provocadas, esencialmente, por comas, puntos y preposiciones coordinantes, y en general, por cualquier artificio que detenga el flujo narrativo, del mismo modo en que una partitura musical el ritmo se ordena a través de corcheas y silencios. Si tomáramos cualquiera de los ejemplos previos y elimináramos de ellos las palabras para conservar solo los signos de puntuación y las preposiciones coordinantes —y, ni, pero— obtendríamos lo que hemos llamado partitura, es decir, el compás exacto de ese latido al que refería Virginia Woolf en 1926, la radiografía de esa ola mental. El espacio de texto confinado entre dos pausas equivaldría a un intervalo. Consensuadamente, en castellano, ese intervalo ronda las ocho

7. Si bien la palabra jitanjáfora procede de una estrofa del poema «Leyenda» del escritor Mariano Brull: «Filiflama alabe cundre \ala olalúnea alífera \ alveolea jitanjáfora \ liris salumba salífera». 8. Asturias, M.A. (1946). El señor Presidente Alianza Editorial. Madrid. 9. Gombrowicz, W. (1965). Cosmos. Seix Barral. Barcelona. Traducción Sergio Pitol. 10. Morrison, T. (1970). Ojos azules. Debolsillo. Barcelona. Traducción Jordi Gubern. 11. Dickens, Charles (1859). Historia de dos ciudades. Alba Editorial. Barcelona.

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sílabas —no en vano esté cómputo marca en poesía la frontera entre el arte mayor y el menor— porque es el número de sílabas que un lector medio puede pronunciar en una expiración sin forzar la misma. Un intervalo de más de ocho sílabas obliga al lector a pronunciar más sílabas en el mismo volumen exhalatorio de aire, lo que redunda en una aceleración de la lectura. Es lo que ocurre, por ejemplo, en las lenguas germánicas donde el intervalo medio está entre nueve y once sílabas. Gustave Flaubert acostumbraba a decir que un buen estilo debía ajustarse a la necesidad de la respiración12. Nosotros podríamos añadir que, si esta respiración mantiene la misma longitud interválica durante un tiempo determinado, la prosa se vuelve monótona y constante, y a medio y largo plazo, se transforma en un mar estancado y sin olas. El ritmo se define como un «movimiento formado por pulsos de simetría regular y recurrente marcada por la sucesión de elementos débiles o fuertes, por condiciones opuestas o diferentes»13. O dicho de otro modo, no hay sonoridad en una prosa que carezca de puntos altos y bajos y que repita la misma cadencia sin alteraciones. A veces, sin embargo, es precisamente este ritmo monótono el que usan ciertos narradores de naturaleza marcadamente objetivista o cinematográfica para recalcar la distancia emotiva con sus personajes. Este hecho explica, por ejemplo, por qué autores minimalistas como Carver —centrados en la metáfora y el correlato objetivo— nunca necesitaron trascender en sus ficciones el límite de las pocas cuartillas; mientras otros autores, como Elfriede Jelinek o el portugués Antonio Lobo Antunes, construyen verdaderas catedrales de lenguaje con historias minúsculas. Lo que sí parece de sentido común, volviendo a Virginia Woolf, es establecer una relación directa entre ritmo y la acción dramática. Es decir, no parece un buen consejo acometer una descripción espacial que debiera trasmitir pasividad o estatismo con un ritmo rápido o frenético, de intervalo breve; como tampoco parece aconsejable iniciar una persecución policiaca a través de un ritmo moroso y de intervalo proustiano. Para hacernos una idea mucho más concreta y visual de esta relación entre lo representado y el modo en que respira la representación, vamos a reflejar en una gráfica el modo en que los intervalos se disponen en el comienzo de la Las olas, de Virginia Woolf. Este texto es conocido precisamente por tener un ritmo de vaivén dual que emula el batir de las olas a través de la prosa. Recurriremos a la versión original publicada en 1931 por Hogarth Press al objeto de preservar intacta la musicalidad. La gráfica representa el número de pausas —y por tanto de intervalos— por cada línea de texto. Una línea con un mayor número de caracteres generaría un mayor número de pausas, por supuesto, pero la gráfica mantendría su proporción que es lo que nos interesa en cuanto a la sonoridad del texto. Observamos en este comienzo que el número de pausas de la primera línea es de cuatro, mientras que en la segunda es de dos y en la tercera es de seis. Observamos, en definitiva, que el número de intervalos por línea fluctúa entre una y seis y se observa que

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en líneas anexas esta asimetría es muy marcada, lo que genera un ritmo corto-largo-corto-corto-largo de aspecto sinusoidal, con puntos bajos y altos, que está en la base de lo que Woolf llamaba «olas de pensamiento« y que caracteriza la prosa introspectiva de la autora inglesa.

Aún no se había levantado el sol. No se distinguía el mar del cielo, con la excepción de que el mar tenía unas tenues líneas como un paño con arrugas. Gradualmente, al blanquear el cielo, aparecía una línea oscura en el horizonte, y dividía mar y cielo, y se llenaba el paño gris de surcos de trazos gruesos en movimiento, uno tras otro, bajo la superficie, siguiéndose unos a otros, persiguiéndose unos a otros, perpetuamente. Al acercarse a la orilla, cada línea se elevaba, crecía, rompía y barría la arena con un leve velo de agua blanca. La ola hacía una pausa y volvía de nuevo, bostezando a la manera del que duerme cuyo aliento va y viene de forma inconsciente. (Trad. de Dámaso López)

Por supuesto esto es algo que transcurre de modo desapercibido y silencioso para la autora, pero que conecta directamente con el mecanismo creacional de su escritura, así como con el modo en que esta genera su significado. Si observamos, no solo el comienzo, sino el resto del pasaje, es fácil observar cómo la autora repite, de modo casi constante, ciertos modelos fónicos —muy corto-muy largo-corto-muy corto-muy largo— de modo casi periódico. En el ejemplo hemos recuadrado estas tendencias fónicas del texto, en el que vemos también como las líneas tres y catorce constituyen puntos de aceleración del texto, mientras las siete, nueve y trece constituyen, por el contrario, puntos de ralentización. Esta repetición de modelos fónicos, con variaciones propias, está muy presente en autores como Borges, Elena Garro y otros.

12. Cit. a través de Lucas, F.L. (1974). Style. The Harmony of Prose. Littlehampton Book Services. 13. Simpson, John y Weiner, Edmund. (1991). Compact Edition of the Oxford English Dictionary. Vol. II. Oxford University Press.


El lexicógrafo Henry Watson Fowler describía la narración rítmica en su Diccionario del inglés moderno como: «El discurso o la narración rítmicos son como las olas del mar, que avanzan alternando el ascenso y la caída, conectadas al tiempo que separadas, iguales pero distintas, sugeridoras de alguna ley demasiado compleja para ser analizada o formulada que controla la relación entre ola y ola, entre ola y mar, entre frase y frase, entre las frases y el discurso»14. Frente a este modelo de prosa sonora, analizaremos por contraste los primeros párrafos del relato «El tren», del norteamericano Raymond Carver, caracterizado por la ausencia retórica y la precisión descriptiva.

Si lo comparamos con el ejemplo precedente, las pausas por línea en este caso fluctúan invariablemente entre dos y cuatro por línea y se distribuyen de modo uniforme estableciendo una tendencia general de tres intervalos por línea. La representación es casi una línea recta. Digamos que en este caso las estructuras oracionales se mantienen con ligeras variaciones, así como la amplitud de los intervalos, produciendo una narración cinematográfica en el que lo importante no es tanto la tonalidad formal de la prosa como la distancia entre lo que el autor representa y el lector interpreta. La cantidad de efectos que a través de la prosa es casi infinito. Vimos el ejemplo del vaivén de Las olas, pero podemos marcar el movimiento mecánico de las acciones a través de un ritmo monocorde, tal y como logra Agota Kristof en su novela Ayer en la que la protagonista trabaja en una fábrica suiza

de relojes y su vida es reflejada como una triste sucesión de rutinas: Levantarse a las cinco de la mañana, caminar, correr en la calle para coger el autobús, cuarenta minutos de trayecto, la llegada al cuarto pueblo, entre los muros de la fábrica. Darse prisa para ponerse el guardapolvo gris, fichar zarandeándome ante el reloj, precipitarme hacia mi máquina, ponerla en marcha, taladrar el agujero, taladrar, siempre el mismo agujero en la misma pieza, diez mil veces al día si es posible, porque de esa velocidad depende nuestro salario, nuestra vida. El médico dice: —Es la condición del obrero.15 También podemos plasmar la ausencia total de movimiento en una descripción de corte atmosférica mediante el uso de intervalo largo continuado, como ocurre, por ejemplo, en Una casa en el desierto, de Javier Fernández de Castro: Las lejanas estribaciones de la sierra que surgen a su espalda hacen de pantalla a los frentes de nubes procedentes del mar y que tras chocar contra esa barrera montañosa se desvían hacia el este llevándose consigo la posibilidad de una lluvia que podría ser casi un milagro para esta tierra paupérrima y de aspecto lunar. Pese a las dificultades que por fuerza hubo de plantearles un medio tan hostil a la vida, los actuales propietarios tuvieron la precaución de plantar nada más instalarse una tupida arboleda que defendiese la casa y sus dependencias de los embates del cierzo y atemperase los efectos de las tormentas de polvo que con tanta frecuencia se desencadenan en esta parte del país. De aquellos árboles protectores quedan en pie bastantes ejemplares perfectamente robustos y saludables, aunque lo que predominan son las raquíticas siluetas de unas variedades que, encima de ser más débiles o menos aptas para medrar en un desierto, se han avisto afectadas por un mal que con toda evidencia acabará matando cualquier tipo de vida. Sin embargo, y en contra de lo que pueda parecer debido a semejante entorno, la casa misma ofrece un aspecto cuidado e incluso de las rejas del jardín y las contraventanas de las cuatro fachadas se diría que no hace mucho han sido repintadas de verde16. Sin ánimo de pretender ser exhaustivos, o aburrir con esta concatenación de ejemplos, solo hemos pretendido arrojar algo de luz sobre ese inabarcable y fascinante recurso que es la partitura textual. En la esencia de eso que llamamos estilo propio siempre está esa respiración propia, inimitable, un eco distante e invisible al discurso pero tan apabullante como las propias palabras. Si hoy conocemos a Cortázar, o a Bernhard, o a Woolf, no lo es tanto por sus inolvidables historias y personajes, sino por el modo en que sus historias respiran y son articuladas a través del lenguaje.

14. Fowler, Henry Watson (2009). Diccionario del inglés moderno. Oxford University Press. 15. Kristof A. (1995). Ayer. Libros del Asteroide. Madrid. Traducción de Ana Herrera. 16. Castro, J.F. (2020). Una casa en el desierto. Alfaguara. Madrid.

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LA MÚSICA Y LA VOZ

MI LENGUA CANTA por Brenda Navarro

1. Circula por las redes y se encuentra fácilmente en cualquier buscador de internet, aquella conversación que tuvo Hanna Arendt con Günter Gays para la televisión alemana en 1964. En youtube la encontramos si ponemos: «¿Qué queda? Queda la lengua materna.” En esta conversación, Arendt reflexiona sobre sus influencias políticas, los hechos que la convirtieron en la persona que fue y en la importancia que para ella tenía haberse hecho consciente de que después de todo, lo que quedaba en ella, era la lengua materna. “Hay una diferencia abismal entre tu lengua materna y todas las demás. En mi caso puedo explicarlo con total sencillez: en alemán me sé de memoria una buena parte de la poesía alemana, estos poemas se mueven siempre, de algún modo en mi cabeza, -in the back of my mind-, y esto es naturalmente irrepetible».1 ¿Qué es la lengua materna si no el cúmulo de experiencias que complejizan nuestro andar por el mundo? Si nuestra lengua materna es la que nos transmite nuestra madre, el seno familiar, o la comunidad en la que nos desenvolvemos, entonces somos palabras, lenguaje, códigos de comunicación construidos lentamente a lo largo de nuestra vida. Es la manera en la que el lenguaje, las expresiones que usamos y pensamos se vuelven acciones dentro de nuestra vida. Somos y hacemos al enunciarnos, al hacernos oír, al representarnos mediante letras y sonidos. Nos volvemos personas en continuo presente, enunciando el pasado y creando el futuro. La lengua materna, esa que sentimos propia, como parte de una singularidad de nuestra individualidad, -única e irrepetible-, es nuestra huella en el mundo y la confirmación de que nuestras palabras se complejizan y le dan sentido a la mezcla de afectos, deseos y pulsiones que defendemos ante la inexcrutable pérdida de memoria. Porque hay una batalla perdida, seremos olvido, y frente

1. Entrevista de Hanna Arendt

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a este hecho, nos rebelamos y nos aferramos a narrarnos y transmitirnos mediante palabras y acciones frente a los demás. Hay una resistencia a la futura desaparición del entorno y de nuestras experiencias, que nuestra lengua se proclama subversiva ante la finitud de nuestro ciclo vital, ya sea como personas o sociedades. Es la resistencia a lo efímero, a la levedad, a la indiferencia. Para quienes escribimos, entonces, la lengua materna es, sin duda alguna, nuestra voz literaria y cuando somos conscientes de esto, podemos darnos la oportunidad de jugar con ella y moldearla de acuerdo a las necesidades que demanda la historia, la que presenciamos y la que deseamos narrar. Podría decirse que la lengua materna es una especie de caballo de Troya desde el que nos narramos frente a la ignominia del propio mundo. Nuestras armas son frases, morfemas, fonemas y discursos, porque, finalmente el lenguaje es el resultado de nuestra capacidad creativa que persiste, pese a todo, incluso pese a nosotros y nosotras mismas. 2. ¿Qué pasa entonces, cuando en este reconocimiento de la lengua materna nos miramos y se pone de manifiesto la multi instrumentalidad de las palabras? ¿Cuál es la posición que tomamos frente a este hecho? ¿qué hacemos con la certeza de que las palabras están en todo aquello que tiene sonido y silencio? ¿Cómo nos forzamos a escuchar, a sentir, a palpar aquello que nos habla? Pienso que aquí es donde la música toma especial relevancia. Al menos en mi caso, pues considero que es en ese momento preciso donde adquirimos conciencia de la infinita capacidad que tiene la humanidad para hacer tangible la fineza con la que la vida se hace presente y esto se relaciona directamente con la música. Ese soundtrack circunstancial, muchas veces ni siquiera elegido, que nos impacta al momento de expresarnos verbalmente.


Porque la música es, ante todo, la posibilidad de tener conciencia del tiempo. Y el tiempo dota a las palabras y a los idiomas de un sentido más complejo, o en su caso, les da la justa dimensión. La melodía y los momentos que transcurren dentro de la música tienen la capacidad de jugar con la maleabilidad de las palabras en función del ritmo y de la intención. No es lo mismo el pronunciamiento de un sí meláncolico al de un sí enérgico y contundente. Así como tampoco es igual, ni requiere el mismo esfuerzo, un no cuando se canta en una canción de punk que en otra con ritmo pop. Las palabras y la música, finalmente, son nuestros instrumentos de creación. El caballo de Troya que destruye el entorno y lo transforma. Es el rizoma en constante movimiento, que enraiza y florece en distintas direcciones, siempre en continuo movimiento. Y este hecho dota de una potencia disruptiva a la lengua materna dentro de los procesos creativos. Porque, si la lengua materna permite y da la capacidad de narrar y dar coherencia a sucesos, -inventados o no- que expliquen o perfilen las emociones impronunciables, la música las expresa justo desde esa impronunciabilidad: aniquila lo extraordinario, para dar paso a lo ordinario convertido en arte. 3. Cuando me preguntan por mi proceso creativo y mi voz literaria, creo que acabo decepcionando a mis interlocutores porque no tengo un método que incluya algo así como que tengo una pluma especial, o una vieja máquina para escribir de madrugada. Tampoco tengo consejos para asesorar a otros escritores. Me aferro al acto mismo de pensar y escuchar. Aspiro a ser consciente del tiempo. Este acto de pensar, de imaginar, de desarrollar ideas, a veces lentamente, a veces más rápido, está intrínsecamente conectado con la música. Sin música no hay historia y sin historia, la música se convierte en una serie de canciones o ritmos que terminan por provocarme para escribir. Todo intento de escritura, en mi caso, está relacionado con la música. Y este proceso, el proceso neurológico, es fundamental para la conexión entre emociones, imágenes, impulsos, etc. Es el principio de mi sencillo método de comprometerme con aquello que me es ajeno y que deseo conocer mediante la imaginación. Y cuando hablo de imaginar, hablo de hacerlo mientras hago la cama, me baño, llevo a mi hija al colegio, o mientras cocino o lavo los platos, o incluso cuando voy al supermercado. No necesito ni tengo una habitación propia, lo que tengo es una casa compartida, un restaurante común, el metro y las calles llenas de gente. Es la observación mi instrumento, el puente que me ancla al mundo, para qué

«Para quienes escribimos, entonces, la lengua materna es, sin duda alguna, nuestra voz literaria y cuando somos conscientes de esto, podemos darnos la oportunidad de jugar con ella y moldearla de acuerdo a las necesidades que demanda la historia, la que presenciamos y la que deseamos narrar»

paradójicamente me aleje de él y es la música quien me acompaña. Así que, aunque mi forma de trabajar es como un bricolaje: tomo algo de esta canción, alguna fotografía, un capítulo, una escena o un diálogo de una serie de televisión o de una película u obra de teatro, es la música la que me va determinando la voz literaria. ¿Qué ritmo, que tono, qué narradora, qué posición, que altibajos se entretejen? Las melodías y las letras de las canciones son mi guía. Así entonces, el acto físico de escribir tiene que realizarse con la música que en ese primer momento me con-movió a pensar e imaginar la primera acción, enunciado o pensamiento crucial de mis personajes. Quizá por ello, no suelo leer textos literarios relacionados con el tema de la novela que estoy escribiendo, porque creo que la conversación empieza después, cuando tu propia voz dice todo lo que tiene que decir. No antes. ¿Dialogo con la literatura? Sí, pero es con la música, con cierta canción o estilo de algún cantante o grupo musical que me siento cómoda reconociendo la voz que necesito. Es

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cuando mi lengua materna y la lengua materna de otra persona se conjuntan, dialogan, se mezclan, juegan, se repelen, se toquetean, se vuelven otra cosa. 4. Pero también me interesa indagar en cómo es mediante la música que mi cuerpo estimula la creatividad y la memoria. Es esa obsesión que me da por escuchar una y otra vez aquello que me interpela, no solo porque estimula ese diálogo del que he hablado antes, sino porque en mi caso, la música es es el instrumento que dispara hacia ese espacio donde el mundo ficticio al que me entrego se vuelve palpable. En otras palabras: cuando pongo la música que me acompañó en el momento en el que pensaba en lo que

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sucedería con las personajas, -ya sea lavando los platos, caminando, entre los pasillos del mercado-, es mi cuerpo el que empieza a recordar las primeras sensaciones, opiniones o ideas y entonces puedo reconfigurar todo lo que sentí y lo plasmo en el texto. ¿Qué sensaciones me causó, qué imagen llegó a mí en tal verso o clímax musical? De eso depende el ritmo y el transfondo de mis textos. No le falta razón a Jude Rogers cuando en su libro The sound of being human (2022), explica la forma en la que la música ha formado su vida y sus recuerdos. Esos momentos en los que un suceso más allá de su control, detona un viaje personal por el tiempo. Se vuelve a la niñez, -a la lengua materna- a una forma de ser y en el caso de quienes escribimos, si ponemos la suficiente atención, hacemos uso de este fenómeno -los multi instrumentos con los que


«Este acto de pensar, de imaginar, de desarrollar ideas, a veces lentamente, a veces más rápido, está intrínsecamente conectado con la música. Sin música no hay historia y sin historia, la música se convierte en una serie de canciones o ritmos que terminan por provocarme para escribir»

contamos para crear- y expresamos y damos algo de aquello que recibimos de alguien más que a su vez también recibió y compartió con el mundo. Tal y como sucede con la música, que, con un ritmo, un tono, una nota específica, tiene la cadencia de lo impronunciable y es capaz de abrasar las entrañas, pero también, de abrazar, reconfortar, hacer único el momento/momentum en el que la ficción se confunde con la realidad y se consuma el hecho estético. 5. La forma en la que la lengua materna es capaz de anidar una voz literaria es tan poderosa que por ello, ahora mismo dentro de los espacios públicos se reivindica. Ya vivas en España y seas latinoamericano, o vivas en Nueva York o el sur de Estados Unidos, la lengua materna se usa como arma política. Y si el arte es en sí político, todo aquello que mamamos, chupamos, reímos, rechazamos o reconvertimos para que nos sea propio, es un estilo de habitar el mundo, de escribirlo, de inventarlo, de nombrarlo, de problematizar y de volverlo más, pues aunque el mundo nunca es el mismo, ni se detiene, ni nos espera, está en constante movimiento, es capaz de con-movernos. Nos empuja a otro sitio, a otra situación. Es infinito. La lengua materna, tal como la música, es la pauta que marca el tiempo vital de cada persona dentro de esta infinitud ante la que nos miramos tal y como somos: momentáneos. Nos comprende en un espacio determinado que no se repetirá. Por eso, es que insisto en asumirme como una lengua única e irrepetible, dueña de una voz literaria capaz de crear narrativas que merecen ser contadas, porque esa

singularidad que tiene la lengua materna es precisamente la de ser inacabable, porque aunque nos lo propongamos, somos capaces de transmitirla entera. Las palabras se transforman, se achican, se agrandan, se ennoblecen y desaparecen, y también, -de ahí la nobleza- nos perrmiten la concepción de algo que podemos decir con nuestras palabras, no con las de nuestra madre, ni las de nuestro padre, ni de los hermanos, ni los amigos, ni el amor que nos calcina. Por lo tanto, nuestras palabras, las que pronunciamos con un ritmo único, son la revelación de nuestro tiempo, de nuestro compás, de nuestro espacio vital que se extingue dentro de nuestro propio reloj biológico. Somos tiempo que se acaba y una especie de canción o melodía que se manifiesta a pesar de nosotros que usamos el tiempo, lo volvemos tangible, lo pronunciamos, lo cantamos. El tiempo es una madre, dice Ocean Vuong. «Time is a motherfucker, I said to the gravestones, alive, absurd».2 Y si el tiempo es una madre, tenemos la capacidad de crear y crearnos a través de la lengua, que es, en palabras de Arendt, lo único que queda. Esos poemas, esas canciones que se mueven de algún modo en una especie de loop dentro de nuestra cabeza. Somos una y otra vez, el soundtrack no elegido, sino el que nos tocó pronunciar. En mi caso, mi lengua canta y canta a través de estas palabras.

2. Voung, Ocean. Time is a mother, Penguin Press, Estados Unidos, 2022. Pág. 59.

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LA ESTRUCTURA

EN BUSCA DE COBIJO: UNA APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE ESTRUCTURA EN LA NARRATIVA por Margarita Leoz

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ntes de escribirse, este artículo sobre el concepto de estructura en la narrativa es una maraña de ideas, un listado de pensamientos inconexos, un cortapega de citas. Frases que anoto en cualquier parte y, al releerlas, carecen de sentido. Las primeras sesiones de trabajo son arduas. Recopilo material revolviendo en mis cuadernos, hurgo en mi librería. Busco subrayados que un día apuntaron en alguna dirección; los libros se apilan caóticos sobre mi mesa, torres que se derrumban. En la pantalla de mi ordenador hay demasiadas ventanas abiertas: webs de artículos, entrevistas a escritores, documentos Word de notas preliminares. La definición del término «estructura» del Diccionario de la lengua española, cuyas cuatro acepciones releo con obsesión, en particular la última que nada tiene que ver con la literatura sino con la arquitectura: «4. f. Armadura, generalmente de acero u hormigón armado, que, fija al suelo, sirve de sustentación a un edificio». En una confusión desesperada, indago en los rescoldos de mis asignaturas de filología y un recuerdo aflora: a finales de los noventa, en el aula en forma de pecera de una universidad del norte de Francia, todas barthesianas devotas por culpa de un profesor de literatura. En El oficio de vivir, Cesare Pavese asegura que escribir una novela tiene dos tiempos. En el primero de ellos hay «un agua que se enturbia» y en el segundo esa misma agua que tiembla «se inmoviliza, se aclara y todo se transparenta inesperadamente». Me pregunto si no es cuando se alcanza la estructura que las aguas se limpian, se calman. Así lo creo: cuando tienes la estructura, tienes el libro. Al cabo de los días, mi artículo,

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que se encontraba en el desorden de las ideas, empieza a dejar atrás esa fase de aguas caliginosas previas al hallazgo de la estructura, se endereza, toma forma. En la definición del Diccionario de la lengua española, la estructura es la distribución y el orden en las partes de un conjunto (primera acepción), de un edificio (segunda acepción) o de una obra de ingenio (tercera acepción). La cuarta acepción ya la he mencionado, corresponde a la armadura que sustenta un inmueble. Todos los escritores, incluso los abanderados del caos, buscamos una estructura, esa casa con sus habitaciones, sus tabiques, su tejado, su buhardilla, sus sótanos y sus escaleras que conectan unos pisos con otros, un hogar que cobije aquello que queremos contar. «Lo más importante es la organización, encontrar un orden», escribe James Salter en El arte de la ficción. Sabemos que no existe originalidad en los temas; que estos se repiten en nuestros poemas, cuentos, novelas (o libros híbridos); que todos rodamos, como Frank Capra, la misma película una y otra vez. Pero a veces habitamos en modernos chalés adosados, otras veces preferimos los pisos antiguos de largos pasillos, hay quienes intentan erigir rascacielos de mil páginas, otros se encuentran más cómodos en apartamentos de dimensiones reducidas donde cada metro cuadrado cuenta. Y por eso debemos reconocer el «procedimiento» —término escogido por Roman Jakobson en Ensayos de poética— como nuestro «personaje único», pues es en verdad lo que soporta el edificio literario que intentamos levantar al escribir. Regreso a mi yo de veinte años, a la barthesiana devota, a la escritora incipiente. Entonces me aferraba a las estructu-


«Todos los escritores, incluso los abanderados del caos, buscamos una estructura, esa casa con sus habitaciones, sus tabiques, su tejado, su buhardilla, sus sótanos y sus escaleras que conectan unos pisos con otros, un hogar que cobije aquello que queremos contar. “Lo más importante es la organización, encontrar un orden”, escribe James Salter en El arte de la ficción» ras de manual como si fuesen construcciones antisísmicas y yo habitase sobre la falla de San Andrés. Aristóteles inauguró las clasificaciones con su planteamiento, nudo, desenlace. Existe una curva narrativa básica bautizada con el nombre del filósofo Johann Gottlieb Fichte: acción ascendente, clímax y acción descendente. Descubrir que Vladimir Propp había conseguido aislar las treinta y una funciones —ni una más ni una menos— de los cuentos maravillosos rusos aclaró las aguas turbulentas de mis primeros conatos narrativos, sin que en ellos hubiese ni rastro de dragones, princesas o anillos mágicos. No hay mucha diferencia con lo que enseñan las escuelas de escritura: ¿cómo ordeno?, ¿cómo organizo lo que quiero contar?, ¿de qué gavetas dispongo para almacenar el contenido del gran cajón de sastre de mi escritura? Y en relación con el lector, ¿cómo vamos a dosificarle la información de la que disponemos?; ¿de qué manera va a ir componiendo su propia lectura, esa edificación paralela a la nuestra, al otro lado de la calle? Aquello de las clasificaciones era un espejismo, por supuesto. Me desenamoré a la vez del profesor especialista en Barthes y del estructuralismo. Conocer al dedillo las categorías estructurales no era la llave maestra que abría todos los gabinetes de la escritura, pero algo ayudaba. Yo aprendí que la estructura por sí sola tampoco vale nada, como esas urbanizaciones abandonadas que la crisis inmobiliaria dejó a medio construir, hileras de fachadas huecas sin puertas ni ventanas. Solo cuando la estructura se imbrica con otros elementos de la arquitectura literaria cobra sentido: con las partes o los capítulos (¿en cuántas estancias divido mi casa en relación con lo que quiero desarrollar en cada sección?), con el argumento o el tema, con los géneros —bien sea para asumirlos o para perturbarlos—, con el tiempo y el espacio —dándoles la mano o dinamitándolos—, con la perspectiva y la focalización, con el estilo y la elección de las palabras,

con la coherencia y la cohesión —también si se opta por lo fragmentario y las conexiones en apariencia se han esfumado—. Y tiene que ver también con las elipsis, ese vacío de palabras, aquello que decidimos no contar pero no obstante narra a través del silencio. En cuanto a la relación de la estructura con el argumento, trama o tema —englobando estos tres conceptos en una sola noción—, la teoría nos dice que existen, hablando al por mayor, estructuras argumentales lineales, no lineales, paralelas (varias líneas argumentales se desarrollan simultáneamente como en Middlemarch) o circulares (la historia termina donde empezó, como en Crónica de una muerte anunciada). Tomás González sostiene que «el tema es el que define tanto el tono como la estructura de la novela». Según explica, su primera novela, Primero estaba el mar, exigía por su trama una estructura lineal, relativamente sencilla, mientras que la siguiente, Para antes del olvido, requería una estructura más compleja con mayor abundancia de palabras y mayor longitud de frases. Esta reflexión sobre las diferencias estructurales abre un paréntesis y lleva a otra consideración: a menudo se asocia la idea de estructura con la idea de complejidad. En una entrevista, a propósito de la reedición de su novela Coleccionistas de polvos raros, Pilar Quintana clasifica las novelas como novelas de personaje, de lenguaje, de universo o de estructura, y esa novela por la que le preguntan es para ella una novela de estructura. «La hice», asegura, «porque necesitaba aprender a trabajar con unos narradores complicados, jugar con los tiempos narrativos y que el lector entendiera. Yo usé las herramientas para aprender a usarlas». Una novela de escritora joven que experimenta con lo que tiene, añade. La elección de la estructura viene determinada también por las reglas del género que hemos elegido para narrar. O con el amotinamiento de dichas reglas y, por tanto, la ruptu-

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ra de las expectativas del lector. Al comienzo de El adversario o de Limónov, el lector de Emmanuel Carrère puede creer que este ha adoptado estructuras establecidas propias del reportaje periodístico o del biografismo, pero enseguida percibe que se sirve de ellas para ir más allá de los pilares sobre los que se asientan estos géneros. Pienso también en la novela Tenemos que hablar de Kevin, en la que su autora, Lionel Shriver, dispone una historia a partir de las cartas que la narradora, Eva Khatchadourian, escribe a su marido, Franklin. Esta estructura epistolar no solo posibilita un tono confesional, acerca la identificación del lector con la protagonista y permite los vaivenes temporales de la narración en forma de analepsis y prolepsis como reflejo de los mecanismos memorísticos de la mente humana, sino que además establece desde el primer momento una certeza implícita en el lector: que en una carta existen dos entes vivitos y coleando

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—y este es el quid de la cuestión—, el remitente y el destinatario. A este respecto, cerca del final del libro, el lector se llevará algo más que una sorpresa, de nuevo gracias a esta estructura de género epistolar que da por sentadas unas bases comúnmente admitidas y pactadas. La estructura no es el tiempo ni el espacio, pero puede apoyarse también sobre sus puntales. A lo largo de su trayectoria, Juan Gómez Bárcena ha mostrado una honda reflexión sobre estructuras literarias emparentadas con tiempos y espacios narrativos. La espina dorsal de Kanada es una línea temporal invertida: la novela termina donde comenzaría la cronología, todo su desarrollo responde a un enorme y virtuoso rebobinado. En Lo demás es aire, su última publicación, es el espacio, la ubicación —el pueblo cántabro de Toñanes—, lo que consolida un armazón sustentado por capas temporales superpuestas las unas a las otras.


Precisamente Juan Gómez Bárcena debutó en la literatura con un estupendo primer libro de cuentos, Los que duermen. No es una receta universal, pero varios autores coinciden en que bregarse en las formas breves ayuda a ejercitarse con las estructuras. Gonzalo Calcedo, uno de los mejores cuentistas españoles de la actualidad, afirma que en el cuento «desaparece lo sobrante y queda el hueso, la estructura que lo sostiene todo». Así es: en una narración corta la estructura es aún más básica, más esencial, más desnuda y patente que en una obra de extensión mayor, porque en un cuento la estructura es siempre el problema: lo que no se puede tapar, enmascarar, maquillar, lo que hay que decidir antes que casi cualquier otra cosa. Por eso, si tu estructura no es firme, enseguida lo percibes: el castillo de naipes de tu cuento se te derrumba antes que en la novela. Prácticamente imposible enderezar las paredes con la obra muy avanzada, por lo que es conveniente asegurar el andamiaje estructural de un texto al principio, después tiene mal arreglo. Pedro Mairal, otro escritor que también ha cultivado la narrativa breve y cuyas novelas se acercan más a la distancia de una nouvelle, lo enuncia de este modo: «Cuando un texto fue escrito sin pensar ese esqueleto invisible, es muy difícil de corregir. Hay que empezar de nuevo». No obstante, cuantos más intentos de escritura acumulamos, más nos percatamos de que transitamos sobre puentes colgantes poco sólidos. Nos obstinamos en levantar estructuras, pero, si miramos abajo, no hay más que un hondo precipicio. Los muros narrativos que construimos no son de piedra, como la casa del tercer cerdito del cuento, sino de paja, como la choza del primero; una vez que los hemos usado para un libro, aparece el lobo y sopla. «No se puede conocer el propio estilo y usarlo», dice Cesare Pavese. Tampoco podemos reutilizar los planos de una estructura para la siguiente. Cada nuevo libro nos obliga a liar el petate y marcharnos en busca de una nueva residencia. «Para escribir tengo que instalarme en el vacío», asegura Clarice Lispector. El escritor es un nómada. A estas alturas, parece claro que la estructura no se deja definir por sí misma, se sostiene en otros elementos de la narración, se muestra esquiva. Está, pero a los ojos del lector debe ser invisible. Cambiante, personalísima, se relaciona también con el estilo y la voz de cada creador. Y con lo no dicho, porque las elipsis, lo que omitimos, esos capítulos que no vamos a contar, son también boquetes constitutivos de estructura. Las elipsis son ladrillos que cimentan desde la ausencia; me recuerdan a esos huecos que se dejan entre dos placas de construcción para evitar que la dilatación térmica reviente los muros. Vuelvo a Tomás González. «Mi obra ha ido tomando la forma de mi vida», afirma en su último libro, Asombro, cuando reflexiona sobre el hecho de que su escritura ha optado por

«No obstante, cuantos más intentos de escritura acumulamos, más nos percatamos de que transitamos sobre puentes colgantes poco sólidos. Nos obstinamos en levantar estructuras, pero, si miramos abajo, no hay más que un hondo precipicio. Los muros narrativos que construimos no son de piedra, como la casa del tercer cerdito del cuento, sino de paja, como la choza del primero; una vez que los hemos usado para un libro, aparece el lobo y sopla» estructuras narrativas que luego ha trasvasado a estructuras poéticas y viceversa. Esos vasos comunicantes le han funcionado bien en ambas direcciones, cohesionando el total de su obra. «Claro que también lo hago por jugar. A fin de cuentas, todo esto de las artes y las artesanías no es más que juego. Un juego muy complejo y serio, como el de los niños». Pues eso, juguemos poniéndonos serios, enamorémonos de unas clasificaciones para luego subvertirlas y que nos dé un poco la risa. Contémonos cuentos que son el mismo y cada vez distinto. Probemos a habitar todas las casas, porque sabemos que no permaneceremos demasiado tiempo en ninguna de ellas. Vaguemos y divaguemos. Busquemos cobijo. No paremos de jugar en todo caso. De eso se trata.

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EL FRAGMENTO

APUNTES Y ASTILLAS por Socorro Venegas

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omo ocurre con las islas, los textos fragmentarios están rodeados de significados, a veces, de profundidades incalculables. Lo que sostiene al fragmento es su sustrato, un cúmulo de nutrientes, visiones, experiencias, voces, el deliberado gesto de silenciar todo lo que no es escritura. Lo visible no existiría sin el silencio que le rodea. Archipiélagos de sentido y elipsis. En su magnífico libro El corazón del daño, escribe la autora argentina María Negroni: «Opuse a tu figura espesa, la fragmentación; a la grandeza de tu ficción, el encanto de lo microscópico: alcé barricadas ante la falta de límites». Y así va narrando con una prosa que es poesía la historia de su madre. Su relato no es nada convencional, se fuga constantemente («un censo de escenas ilegibles», dice de esta obra la propia autora). La madre es escritura, la madre y su daño habitan el corazón. La madre se escribe, rompe y recrea todo texto, propicia reflexiones sobre la naturaleza del lenguaje, escenas de exilio o el acto de escribir. Una mirada, la de la hija, sobrevuela ensimismada. Se ve creciendo junto a su madre, se ve escribiendo. Se ve creando. La pluma de Negroni muestra reminiscencias hondas, recrea el lugar infinito de la infancia y también se dirige a la madre, la intepela y suma otras voves, cita a escritores: Un libro es una perplejidad de la claridad, anotó Edmond Jabès. Escribir sería, en tal sentido, enfrentarse a un rostro que no amanece. O lo que es igual: esforzarse por agotar el decir para llegar más rápido al silencio. Ese momento, escribe Jabès, en que el hombre se escribe a sí mismo y se vuelve vocablo. Pienso en el prólogo de María Negroni a su libro El arte del error, donde afirma la necesidad de oponer la escritura, sobre todo la poética, a los discursos petrificados. Un lenguaje que nos conmueva porque está vivo. La intensidad que permite la forma narrativa breve es semejante a la del poema. Escribe Negroni: «en la prosa que vale, la poesía sigue estando cerquísima de sí misma». Más que una columna vertebral que preserve el seguimiento de una trama, el fragmento ofrece esa clase de alumbramiento/deslumbramiento del texto poético. René Char, por ejemplo:

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Por la boca de este cañón está nevando. Teníamos el infierno en la cabeza. En el mismo instante, la primavera en la punta de los dedos. Son las andanadas de nuevo permitidas, la tierra enanmorada, las hierbas exuberantes. También el espíritu, como todo lo demás, ha temblado. El águila está en futuro. Más que una narración, visiones. O quizá lo que Negroni ha llamado «estampas del desacomodo» (cito de memoria). *** El fragmento como espacio de contención. Pienso en las narrativas de duelo. En su libro No he salido de mi noche, la autora francesa Annie Ernaux usa la estructura del diario para narrar la difícil convivencia con su madre, enferma de Alzheimer: «Al final, tuve que ingresarla en una residencia de ancianos. (…) No sabía que aquel periodo me conduciría hacia su muerte, en 1986. (…) No he querido modificar nada al transcribir aquellos momentos en que me quedaba junto a ella, fuera del tiempo, de todo pensamiento». Una escritura que necesita atemperar el dolor para expresar, para cumplir su interpretación del mundo. La transcripción de momentos: el registro de lo significativo. Lo que emerge en el oceano, esa tierra a la vista. Cada entrada del diario un texto autosuficiente. Aun después de la muerte de la madre, la escritora mantiene sus islas condensadas, la extensión efímera de algo eterno: La vida, la muerte, se quedan cada una a un lado, disyuntivas. Estoy en plena disyunción. Puede que un día deje de ser así, y todo aparezca ligado, como en una historia. Más adelante reconoce que en una ficción nunca podría escribir «mamá se ha muerto». Cada entrada del diario es un corte de tajo en la vida. Como atrapar de milagro un pájaro en pleno vuelo, esa rareza, lo irrepetible. Entre un fragmento y otro, ese espacio que dejamos en blanco, un hiato. Una disyunción, tal vez, a la manera de Ernaux. Una necesidad de divorciar lo anterior de lo que sigue. Esa elipsis que permite dejar fuera lo que no es esen-


cial, lo que podría petrificar la escritura. Elegir lo que arde. Lo que importa. La construcción del fragmento entonces es un alarde: deliberadamente dejaré fuera lo que no me importa. La ambición de narrar lo esencial. Jabès decía que deberíamos pensar que cada palabra nos mira a los ojos.

Melena de animal: ardilla, caballo y la dicha de una cabeza sin rostro, narciso del tacto sin ojos, la mirada fundida en músculos, pelos, colores pesados, lisos, apacibles. Mamá: anamnesis.

Tal vez el espacio del fragmento sea el de todas esas posiblidades que Roberto Juarroz vio en las Voces de Antonio Porcchia: «donde se juntan el pensamiento y la imagen, la poesía y la filosofía, cuya artificial separación tal vez constituya uno de nuestros lastres mayores». En el territorio de la no ficción, pero sí de la literatura, pienso en el ensayo Stabat Máter de Julia Kristeva. Ese estudio portentoso sobre el cuerpo de la madre, la que se deshace en llanto y leche. Máter dolorosa. Entreverada en la página, una columna que resalta en negritas un discurso paralelo. Una voz fragmentaria, un lenguaje que no precisa hilarse como el del ensayo, rompe la formación del texto corrido: escinde. Ahí hay otra mirada, otra realidad, la poética:

En su novela Ayer, Agota Kristoff traslada a pequeños capítulos el trauma del abandono, la soledad, la herencia de la guerra. Comienza con la narración de un sueño, como suelen ser los sueños, perfecto y comprensible en su ámbito absurdo. Seguirá con esa puesta en escena del mundo interior de su protagonista. Cada texto una intensa visión de esa alma dolida. En el texto de Kristoff se pasa del sueño donde un tigre ríe a la vigilia donde todas las chicas podrían llamarse Line. En la propuesta de Kristeva se encabalgan dos discursos: quiero cuatro ojos para leer simultáneamente, me fascinan ambos, por distintas razones. Fragmentariedad que se basta a sí misma.

FLASH: instante del tiempo o del sueño sin tiempo; átomos desmesuradamente henchidos de un vínculo, de una visión, de un estremecimiento, de un embrión aún informe, innombrable. Epifanías.

T.S. Elliot: «Estos fragmentos he orillado contra mis ruinas». Hay algo residual, algo de intentar comprender el buque por las piezas que han quedado de su naufragio. El fragmento es lo que queda de algo que se ha querido romper. No se buscaba la pieza íntegra, sino su estallido, la resonancia de sus significados.

La columna, breve e intensa, aparecerá varias veces junto al estudio de corte más bien académico, brillante y exigente. Con el rabillo del ojo el lector verá ahí ese otro texto, deberá decidir cuándo naufragar en esa seductora verbalización, en esa subyugante madre caracterizada con libertades que el texto paralelo no toma:

Tal vez deba terminar confesando lo mucho que difruto pulsando en el teclado de mi MacBook el comando para dejar un espacio. Abrir un lugar vasto, la creación de esa distancia. No es un sitio vacío. Está lleno de lo que tú, lector, pondrás ahí.

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EL PUNTO DE VISTA

LA RISA DE LISPECTOR Y LAS CARCAJADAS DE LA MEDUSA (NOTAS SOBRE EL SURGIMIENTO DE LA AUTORA COMO PUNTO DE VISTA) por Michelle Roche Rodríguez

H

élène Cixous se enamoró de Clarice Lispector a los cuarenta años durante un período de sequía creativa, en el verano de 1978. Como ocurre en las tragedias, ese amor nunca sería correspondido, pues la autora brasilera nacida en Ucrania había muerto de cáncer meses antes. Quedaron sus cuentos, sus novelas y algunas reflexiones memorialescas en donde, descritas con profundidad y mesura, las mujeres son algo distinto a subjetividades suplementarias de la identidad masculina. Cautivada por la manera como la prosa de Lispector trastorna los binarismos de género, la académica francesa leyó todo lo que encontró de su nueva autora fetiche poseída por un rapto y convencida de que cada una de esas obras eran paradigmas

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de la écriture feminine, un procedimiento narrativo a través del cual ciertas autoras subvierten la construcción social de las diferencias entre el género masculino y su contrario. El matrimonio entre Cixous y el espíritu de Lispector inspiró a la primera al menos una decena de los setenta textos entre ficción, ensayo y teatro que ha publicado hasta ahora y convirtió a la segunda en una de las autoras más leídas en los programas universitarios de Estudios de Género. Algunas críticas literarias han denunciado que la posición privilegiada de la francesa nacida en Argelia como académica y figura central del feminismo puede haber tergiversado el legado de la narradora. (Cixous fue parte del grupo que fundó la innovadora Universidad de París VIII en donde estableció la primera


escuela interdisciplinaria de Estudios de Género en 1974). Sin embargo, ¿qué sentido tiene ahora pensar en otro escenario? La obra de Lispector es una parte fundamental de la tradición literaria en lengua romance, y el prestigio de Cixous es equiparable al de Jacques Derrida, con la variante que ella se niega a reconocerse como filósofa. El caso es que Lispector y Cixous están para siempre unidas en la tradición intelectual de Occidente, en especial desde que la académica publicó La risa de la Medusa, una colección de tres ensayos escritos entre 1975 y 1989, el último de los cuales se titula «La hora de Clarice Lispector». En este libro se encuentran la mayoría de las claves de su pensamiento feminista. «¿Dónde está ella, dónde está la mujer, en todos los espacios que él frecuenta, en todas las escenas que prepara en el interior de la clausura literaria?», cuestiona Cixous en el libro. Se trata de una pregunta retórica a través de la cual denuncia que el lugar destinado a las mujeres es aquel de la sombra sobre la cual los hombres proyectan sus intereses. Se queja de que ellos han «inmovilizado» a las mujeres entre «dos mitos horripilantes: entre la Medusa y el abismo»; es decir, entre la monstruosidad y la nada. A Cixous le preocupa más la nada —la ausencia del pene, en la teoría freudiana; la falta de subjetividad, en la literatura—. Con su particular estilo más poético que académico, insiste en la necesidad de encontrar lugares de enunciación para la alteridad femenina. Pone en el centro de la discusión el cuestionamiento de las nociones de identidad, al tiempo que señala a la escritura femenina como el mejor lugar desde donde abarcar la otredad, pues esta literatura enuncia formas dife-

rentes de relaciones entre hombres y mujeres y quiebra así el binarismo de género. Para Cixous lo crucial en las obras de Lispector es que están enunciadas desde una subjetividad femenina, incluso cuando narra un hombre, como es el caso en La hora de la estrella. Quien relata la historia se llama Rodrigo S.M; sin embargo, desde la «Dedicatoria del autor» el subtitulo revela que narrador y autora son la misma persona, «En verdad, Clarice Lispector»; así se establece el juego de espejos que presenta a una protagonista (Macabea) vista desde la perspectiva de un hombre que la describe como alguien tan insignificante que le obliga a prescindir de los «términos suculentos» en el texto, a su vez narrado por una autora que pone en él preguntas fundacionales de la identidad y de la profesión de la escritura, como ese «¿quién soy?» que Rodrigo S.M especula que la protagonista no se pregunta —escribe: «Si fuese tan tonta como para preguntarse “¿quién soy?”, se espantaría y se caería al mismo suelo»—. Se trata, en otras palabras, de una mujer vista por un hombre visto por una mujer, como si fuera un trabalenguas urdido por la estadounidense Siri Hudsvet, autora de La mujer que mira a los hombres mirar a las mujeres, el compendio de ensayos que habla de la influencia de los prejuicios en las percepciones. En La hora de la estrella, Lispector no escoge a una mujer monstruosa —una Medusa— desde donde enunciar la historia de Macabea, sino que subraya la manera como el narrador masculino convierte a su personaje femenino en una mujer-objeto. Por eso, esta novela es para Cixous un lugar utópico en el cual se reconstruye, reconfigura y recuenta la subjetividad femenina, un caso paradigmático en la literatura de una autora

«Cautivada por la manera como la prosa de Lispector trastorna los binarismos de género, la académica francesa leyó todo lo que encontró de su nueva autora fetiche poseída por un rapto y convencida de que cada una de esas obras eran paradigmas de la écriture feminine, un procedimiento narrativo a través del cual ciertas autoras subvierten la construcción social de las diferencias entre el género masculino y su contrario»

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que, mientras satiriza el lenguaje y la perspectiva masculina tradicional examina cómo ha sido inscrita en la cultura patriarcal la psique femenina y, por extensión, el cuerpo de la mujer. La risa de Lispector. La hora de Clarice Lispector que Cixous decretó el último cuarto del siglo pasado marca el surgimiento del punto de vista femenino en el texto literario, no desde la hechura de genios de las letras como Gustave Flaubert o León Tolstói, sino a partir la palabra de las autoras. Se trata de algo más que la ruptura con el realismo que un siglo antes preconizaban las novelas canónicas del tipo de Madame Bovary o Anna Karenina. Introducir la perspectiva de la mujer en la ficción abrió un nuevo camino para la igualdad de los géneros: la igualdad de las mentes, al equiparar la subjetividad de unos y la de otras. Sin embargo, esto no podía hacerse con las herramientas literarias tradicionales, por lo cual el surgimiento de la subjetividad femenina dentro del texto vino a expensas de una completa revolución de las formas literarias. No se trató solo de variaciones de lo externo, como la voz, el estilo o el ritmo; sino de otros cambios más profundos que influyen incluso en el argumento. Uno de estos cambios radicales son los monólogos interiores que reconfiguran la realidad según la percepción de quien narra y las estructuras narrativas fragmentarias que proponen lecturas lúdicas. Sin embargo, Lispector no fue la única escritora de su tiempo, ni si quiera la primera, en quebrar el relato a partir de la psique femenina. Veinte años antes de que ella escribiera su primera novela, Virginia Woolf había publicado el prodigio del fluir de la conciencia que es La señora Dalloway, y ya en 1933, Gertrude Stein había narrado sus memorias sobre la París de los años veinte desde el punto de vista de su amante en Autobiografía de Alice B. Tolkas. Hacia mediados de siglo ya eran varias las narradoras que experimentaban con la perspectiva. La carrera de la autora de La Pasión según G.H. fue paralela a la prolífica Margarite Duras —aunque esta la sobrevivió dos décadas—. Para cuando Cixous descubrió a Lispector, ya Duras publicaba en Gallimard y sus obras caracterizadas por el estilo de las frases cortas se habían convertido en modelos de los planteamientos del nouveau roman. De hecho, desde principios del siglo, con la aparición de las vanguardias con el objetivo de transformar la sociedad a través del cambio radical en los criterios estéticos, ya la experimentación con la forma se había convertido en la regla y no era excepcional en el trabajo literario de hombres ni de mujeres. Lo que Cixous celebra en Lispector es un ejemplo entre varios en aquella época de cómo la experimentación con las formas narrativas pone de manifiesto la psique de las mujeres como lugar de enunciación del mundo. Porque lo esencial de la écriture feminine no es la impugna-

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ción de las formas en la tradición literaria, sino la validación de lo que antes se consideró alteridad como espacio desde donde escribir. Puede parecer un capricho declarar en Lispector el nacimiento de la perspectiva de la autora, y lo es, tanto como la obsesión de Cixous con su obra. Sin embargo es innegable que la Medusa se ríe del hombre-autor del mundo en La hora de la estrella con más fuerza que en otras obras. Siguiendo la misma libre voluntad, me gustaría proponer que a continuación escuchemos algunos ecos de esa risa en libros más cercanos a nuestro tiempo. Propongo pensar un poco en escritoras que puedan servir como eslabón entre Lispector y cierta écriture feminine contemporánea. Tampoco puedes hacer nada para impedírmelo, este texto está, como todos, sujeto a la dictadura del punto de vista que te condena a seguir el hilo de pensamiento de un autor… o autora. Porque también las palabras que tú lees en este instante son el producto de una consciencia femenina que escribo yo desde mi condición de ensayista de narradora de académica. «Una escritora es una escritora es una es una escritora», diré parafraseando a Stein. Hacer visibles aspectos de la psique o del cuerpo de las mujeres son los objetivos que guían la fragmentación del discurso en Libro de las horas (2013) de Nélida Piñón, igual que en el monólogo interior de la novela El lugar del escritor (1992) de Victoria de Stefano. Diamela Eltit usa de manera más radical las herramientas formales de la narrativa en obras como Impuesto a la carne (2010), donde el cuerpo textual y el cuerpo femenino funcionan como alegoría uno del otro. Escojo para comentar estas obras como podría tomar en cuenta otras de las mismas autoras, o referirme a escritoras distintas. Me guía la arbitrariedad. Las carcajadas de la Medusa. Acaso solo la inclusión de Piñón aquí sea la única justificada: a esta autora que se negó a identificarse con el Boom Latinoamericano se la considera heredera del legado de Lispector. Pero su relación con las demás va por otros derroteros. Algunas reflexiones sobre los espacios y la profesión de la literatura en Libro de las horas recuerdan a De Stefano, quien falleció semanas después de ella —una murió el 17 de diciembre de 2022, la otra el 6 de enero—. Nacida en 1949, Eltit es una generación posterior a Piñón (1937) y De Stefano (1940), pero las une el espacio literario. Para la década de los noventa ya las tres habían publicado sus obras más importantes: La república de los sueños (1984) dio un lugar destacado a Piñón en la escena literaria de Brasil, como La noche llama a la noche (1985) dio a conocer a De Stefano como una voz singular en Venezuela y El cuarto mundo (1988) a Eltit en Chile.


Libro de las horas parodia los horarium de la Edad Media en una estructura menos rígida por no seguir los días del calendario, sino las digresiones de la autora que se mueve entre el pasado y el presente, alrededor de su ciudad y viaja por el mundo. «No soy fuerte ni poderosa», así comienza el libro de memorias donde a través de una estructura de fragmentos combina reflexiones sobre el tiempo, la cotidianidad y la trascendencia. «Opto por ser la heroína de las ideas y de los actos que desarrollé, en especial por haberme sometido a lo que el cuerpo y la imaginación me dictaran», escribe más adelante. Quien habla aquí es una escritora que no se plantea dudas sobre su condición profesional ni de género. Es Macabea tomando la posición de Rodrigo S.M para revelar la subjetividad de la autora. «Estaba pálida, ojerosa», se dice a sí misma Claudia, la narradora de El lugar del escritor: «La tez gris de una mujer que ha pasado de los cuarenta que ha perdido su lozanía, el perfil, la luminosidad de sus rasgos». Estos pensamientos formulados frente al espejo comparten la melancolía por el paso del tiempo del libro de Piñón. «Una mirada que cuando se demora me devuelve una imagen chocante», escribe De Stefano. En su novela no se presenta el punto de vista diferente de una escritora, sino el de una mujer que quiere escribir y no puede. Esto es fundamental: una escritura femenina que no puede ser. El énfasis que la autora hace en los espacios (una sala de fiestas, la cocina, un despacho, la calle) hacen pensar en el ensayo Un cuarto propio de Woolf. En cualquier sitio piensa Claudia en la escritura, pero la practica rara vez. El estilo de flujo de conciencia subraya a cada momento esta imposibilidad; las marcas que hacen avanzar el monólogo interior son los distintos lugares en donde Claudia no escribe. Es revelador que el título de la novela no aluda a la condición femenina de la protagonista narradora, sino al lugar del escritor, así, en género masculino. Con este solo gesto, De Stefano hace guiño a la subversión tan celebrada por Cixous y utiliza el procedimiento contrario al de Lispector para reivindicar la perspectiva femenina: muestra a la mujer que no puede ser un hombre y, por ende, tampoco un escritor. La conciencia de la mujer existe, también de su necesidad de escribir; lo que no existe en ella es un escritor. En Impuesto a la carne no hay escritoras ni escritores. Pero hay

una subjetividad femenina que cuenta la tragedia de dos mujeres, madre e hija, que tienen doscientos años encerradas en un hospital psiquiátrico. El punto de vista es el de la más joven, quien absorbe el cuerpo de la madre, y se supone que absorbe también su mirada. «El cuerpo de mi madre que yace dentro de mi cuerpo arde (de manera anarquista) de la cabeza a los pies», escribe Eltit: «Tengo definitivamente dos anatomías, una, la más destruida y emotiva, está a la vista de todos, cualquiera puede verla y evaluarla, ese cuerpo es perturbador y ocupa demasiado espacio, pero mi otro cuerpo contiene el lugar orgánico que circula y se desplaza, duele, hiere al cuerpo, me humilla, aunque esta es una operación demasiado dramática». El dolor y su tratamiento clínico por médicos que aparecen como alegorías del patriarcado es el estado de conciencia de la narradora protagonista que se estructura en fragmentos marcados por los espacios dentro del hospital (las camillas, las salas de espera, los consultorios de los doctores, las emergencias). Aunque Impuesto a la carne ha sido leída como una alegoría al lugar marginal de las mujeres en el Estado chileno, me interesa detenerme la narradora que absorbe el cuerpo (y la persona) de su madre. Eltit plantea aquí una vuelta de tuerca a la propuesta de La hora de la estrella. No es una autora que mira a un hombre narrar una mujer, aquí ni siquiera se plantea la perspectiva masculina. Se trata de un punto de vista que es femenino por partida doble: el de la mujer que narra y el de la tradición que absorbe la mujer que narra. La Medusa suelta aquí carcajada sobre carcajada.

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EL LENGUAJE

UN TRÉBOL Y UNA ABEJA por María José Navia

I En mi cuento favorito de Nathaniel Hawthorne –quizás mi cuento favorito en el mundo– un hombre decide retirarse de su vida. Se llama Wakefield, o eso nos dice quien narra, y un día le anuncia a su mujer que se va de viaje para volver pronto. Pero no. No vuelve. Y no para dar la vuelta al mundo o tener un amorío furioso sino para mudarse a un par de cuadras de su casa. Así, contempla su vida desde afuera. Él no lo sabe, pero la voz que narra sí lo piensa y nos lo dice: con ese gesto, Wakefield se arriesga a desengancharse del mundo. En inglés dice que se convertirá en «The Outcast of the Universe». En español suele traducirse como «paria». Pero hay algo en ese tránsito que hace que el desconcierto se pierda en la traducción. Algo se desengancha de ese desengancharse. Y, quizás, nos perdemos aún más. Vivir en otro idioma se siente un poco así. Examinar tu lengua desde afuera y, al hacerlo, mirarla con ojos nuevos. En mi caso, vivir una vida en inglés, e ir aprendiendo el idioma cada vez más, maravillándome con expresiones como «steal your thunder» o «lost and found» y volver a la maravilla con las sorpresas de mis estudiantes al llegar, conmocionados, a decirme lo poético que es que, en español, se «de la luz» a los hijos. Como cambiarse las gafas para mirar a ratos de lejos y luego de cerca, vivir entre idiomas te deja un poco flotando como Wakefield. Hace que, al escribir, le prestes más atención a las palabras, que las mires por todos lados. Que entiendas que, en una sola, puede esconderse un mundo. O que hacen falta dos para crear un universo. Emily Dickinson escribió famosamente que se necesita un trébol y una abeja para hacer una pradera. Su escritura breve pero fulminante, captura en la miniatura el chispazo de lo eterno. Esos versos escritos en pedazos pequeños de papel, en sobres. Los narradores tenemos mucho que aprender de lo conciso que guarda en sí al infinito. Me pasa con los títulos. Me gustan los de una sola palabra. Llegar a ese destilado que cuente exactamente lo que quiero. En mi último libro cada relato lleva un título breve.

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En «Dependencias», por ejemplo, la palabra se relaciona con una casa, un lugar que se posee y se habita (la historia habla de una casa embrujada o embrujándose) y también con la dependencia emocional hacia la pareja (o química a ciertos medicamentos) que permiten navegar los días. En mi libro anterior, Una música futura (nombre tomado de un verso de la maravillosa poeta peruana Blanca Varela), todo comienza con un relato de título «Cuidado» que busca guardar en sí tanto el afecto de preocuparse del bienestar de alguien como la advertencia ante un peligro. A veces el título viene del idioma extranjero que es mi segunda casa (o una casa a la que siempre estoy volviendo). En Todo lo que aprendimos de las películas, dos cuentos llevan títulos en inglés. Uno de ellos se llama «Bond». La palabra, nuevamente, concentra distintos caminos. La referencia al espía James Bond (en un libro con un importante elemento cinematográfico ya desde el título) y también el significado de la palabra en inglés: lazo, vínculo. Se trata de uno de mis cuentos del «casi»: historias que exploran vínculos afectivos fundamentales pero sutiles, fugaces incluso, que no calzan en las categorías de siempre. En este caso, una mujer y su relación con la ex pareja de su madre, con quien ella estuvo por solo ocho meses y que, sin embargo, se ha mantenido con los años en una constante leve pero importante. Una marca sobre una hoja. II Cuando se piensa en la forma y el lenguaje en la literatura, se piensa en complicadas construcciones, pero a mí me gusta considerar algo más pequeño: la frase, la oración. Después: el desafío de la página. Y es que hay escritores que son buenos con las tramas y otros que son mejores con las oraciones. Que las pulen y afilan, con destreza. Una oración puede ser un mundo, una galaxia. Esconder vidas enteras que luego se desvanecen o funcionar como máquinas del tiempo. Brian Dillon, en su brillante libro Suppose a Sentence (publicado en español por Random House con el título Imaginemos una frase)


analiza, con cuidado e inteligencia, algunas líneas famosas. Siguiendo el gesto y en una que a mí me gusta particularmente de Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf, vemos a Clarissa conversando con Peter, su gran amor del pasado. Ha llegado sin avisar en el día de su fiesta. Mientras conversan, de a poco, nos vamos enterando de tensiones y sentimientos (Peter juega con un cuchillo mientras habla; Clarissa con una aguja y una tijera). Ella debió casarse con él en su juventud, pero escogió en su lugar al confiable Richard. Él ha seguido una vida de aventuras que a ratos a ella le parece tanto más luminosa que la propia. La narración describe cómo parecen dos ejércitos preparándose para la guerra. Mientras, por fuera, se sonríen e intentan disimular el temblor del tiempo. Pero entonces la oración: «Take me with you, Clarissa thought impulsively, as if he were starting directly upon some great voyage; and then, next moment, it was as if the five acts of a play that had been very exciting and moving were now over and she had lived a lifetime in them and had run away, had lived with Peter, and it was now over». [Llévame contigo, pensó Clarisa impulsivamente, como si, en ese momento, Peter se dispusiera a emprender un gran viaje; y entonces, al siguiente instante, fue como si los cinco actos de una obra de teatro fascinante y conmovedora hubiesen llegado a su fin y ella hubiese pasado una vida entera en ellos, hubiese escapado, hubiese vivido con Peter, y ahora todo hubiera terminado]. Clarisa se imagina, por el lapso de unos instantes contenidos en una oración larga y sinuosa, toda su vida junto a Peter. La imagina mientras se prepara para caminar los pasos que la acercarán a él, junto a la ventana. Un acercamiento que marca la distancia, insalvable, pues, al terminar la frase, vuelve ella también al mundo, a su mundo, a esa realidad en la que sigue siendo Clarissa Dalloway y, más aún, en la que quiere seguirlo siendo. Pero como lectores imaginamos. Y eso que no pasó sigue pasando y pesando sobre la historia. Rodrigo Fresán hace de sus páginas una estructura compleja. Juega con notas al pie, profusas, boscosas, con signos especiales y cambios de letra. En su tríptico de las partes (compuesto magníficamente por La parte inventada, La parte soñada y La parte recordada), la tipografía parece funcionar como una letra fantasma, una voz de otro lado que interrumpe. Así lo hace también de forma magistral en Melvill (y desde su portada) en la que una voz que interpela desde las notas al pie, la voz del hijo que se enfrenta al delirio de su padre, sube desde los pies de la página, que es también los pies de la cama a la que está atado ese padre, absorbiendo delirios, configurando su propia lengua paterna (esa que hace del hijo un ventrílo-

«Vivir en otro idioma se siente un poco así. Examinar tu lengua desde afuera y, al hacerlo, mirarla con ojos nuevos. En mi caso, vivir una vida en inglés, e ir aprendiendo el idioma cada vez más, maravillándome con expresiones como “steal your thunder” o “lost and found” y volver a la maravilla con las sorpresas de mis estudiantes al llegar, conmocionados, a decirme lo poético que es que, en español, se “de la luz” a los hijos» cuo como en Una casa para siempre de Enrique Vila-Matas, referencia mencionada en varias entrevistas por Fresán). Las páginas de Melvill construyen un arca en la que cabe todo y en la cual el mundo sumergido (quizás esa «obra viva» de las embarcaciones) va de a poco inundándonos con su particular uso de las palabras, navegando en paréntesis eternos y oraciones subordinadas. A mí me interesa particularmente la forma de los cuentos; armar constelaciones y recurrencias. Filigranas, incluso. Esas ramas, raíces y enredaderas que logran (si hay suerte) que los relatos dialoguen y se entrelacen. Como en Olive Kitteridge, de Elizabeth Strout, las colecciones

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de Stephen Dixon o esa belleza que es Fight No More de Lydia Millet. En mi último libro, publicado en España por Páginas de espuma, Todo lo que aprendimos de las películas, quise llevar esa conexión tanto dentro como fuera de la obra. Es decir, por un lado, que los relatos se fueran comunicando (por menciones a películas, luces, sombras y casas encantadas) y, por otro, que se conectaran a su vez con mi próximo libro, una novela sobre El Mago de Oz. La conexión se dio entonces, no solo desde el uso de las palabras, sino en la evocación del lenguaje del cine. Así, el último cuento de esta colección, «Calima», nos trae un mundo en sepia, con una mujer sola junto a un perro. Una forma de terminar como en la película de Victor Fleming. Con ese mundo en Kansas. Antes de la llegada del tornado que lo cambiará todo. III La persona que me trae los libros a casa cree que soy madre. Hace poco más de un año nos mudamos a un lugar con un pequeño jardín. Traía un árbol grande y un columpio (algo simple: un neumático y una cuerda) dejado por sus dueños anteriores. Con mi marido pensamos si quitarlo,

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pero ambos, tíos muy felices, acabamos por dejarlo allí para los sobrinos. La primera vez que vino Oliver, el cartero, a dejarme libros, me trajo también algo más. Aunque él no lo sabía. Al abrirle la reja y recibir la caja de turno, Oliver miró por detrás de mi hombro y dejó la vista fija en el columpio. Sonrió. Sonrió muy lindo. No me hizo preguntas, esperó a que firmara el recibo y se fue deseándome un lindo día. Yo quedé con una caja en las manos. También con una primera línea: «El columpio siempre los confunde». En los segundos que tardé en firmar, Oliver —pude verlo sobre su frente, en esos ojos fijos, en esa sonrisa grande— imaginó que en mi casa vivía una niña. O niño. Quizás niños, en plural. En los meses posteriores, cada vez que ha venido, vuelve siempre a mirar como esperando que aparezca. Sigue sin preguntarme nada y sigo sin sacarlo de su equivocación. Reconozco que me da tristeza por anticipado el momento en que tenga que decirle la verdad. (No por mi vida. Por su historia). Pero esa tarde encontré, en esa primera oración, un mundo. La forma perfecta de empezar mi cuento «Dependencias».


«El columpio siempre los confunde. Hace que nos pregunten cosas que no queremos contestar». IV Siempre me he imaginado la escritura como patinar sobre hielo. El estilo, aunque parezca lo más personal y solitario, no lo es. O no lo creo. Es una conversación. O, mejor aún, y volviendo al hielo: es patinar en compañía, formando circuitos con las palabras. Coreografías, bailes. Rodrigo Fresán lo dice de otro modo en La parte soñada: «Para bien o para mal, los escritores a solas nunca están solos. Los acompañan otros escritores también a solas». Configurar (quiero decir: conjurar) un estilo propio es dibujar fortalezas con las debilidades (en mi caso: no ser capaz de describir minuciosamente, más por impaciencia que por pereza; no atreverme con largos diálogos, quizás por mi timidez profunda que mira todo sin saber muy bien cómo participar) y es también ir afinando una conversación que te sostenga. Se escribe (me parece) emulando aquello que nos hizo felices como lectores: la familiaridad de los personajes y motivos recurrentes en la obra de Rodrigo Fresán, Elizabeth Strout o Virginia Woolf; la potencia de la miniatura y de lo mínimo en Sarah Manguso, María Negroni, Emily Dickinson; acercarse y rodear los afectos (y los abismos) en los cuentos de Joy Williams, Mavis Gallant, Amy Hempel, o esas novelas breves y fulminantes de Jean Rhys, por decir algunos. Las formas también conversan con otras formas. Traer palabras sobre la página es traer asociaciones y resonancias. De otros libros, de otros autores. Palabras extranjeras también que hagan que quien lee se sienta un poco extranjero, que lo obliguen a mirar de nuevo. Palabras que vienen de nuestras familias, de nuestros recuerdos y que, al dejarlas caer en nuestras historias, se convierten en amuletos que no pretenden ser descubiertos por los lectores. Voces. Yo, por ejemplo, para editar mis textos, los leo en voz alta y los grabo. Por horas, días o semanas, los voy escuchando como si fueran canciones. El lenguaje adquiere así otras texturas. El largo de las frases se siente en el cuerpo; las cacofonías o repeticiones mal hechas molestan en los oídos. Rasguñan. V El estilo es también es un milagro que nos trae el lenguaje. Mary Ruefle en un maravilloso libro de ensayos/conferencias, Madness, Rack, And Honey, dice que la mejor lección de escritura se la dio una profesora de dibujo.

Cuenta Ruefle que la instructora tomó una hoja en blanco y apoyó levemente un lápiz, dejando una marca. Tenue. Eso es, dijo entonces. No es más que eso, pero es un milagro. En su ya clásico ensayo Una habitación propia, Virginia Woolf decide hablar de los temas que le importan (también, hay que decirlo, de los temas que le han encargado), dando un paseo por ellos. Rondándolos, sin atacar de frente. Para escribir un ensayo, parece proponer, hay que escribir distinto de los autores que han estado a cargo de ese tipo de textos en el pasado. Y entonces Woolf abre una ventana (en Mrs Dalloway, en sus primeras páginas, Clarissa se asoma a la ventana abierta —una ventana que recuerda a aquella por la que luego se lanzará Septimus— y los tiempos empiezan a mezclarse. La mujer de cincuenta tiene ahora dieciocho. La felicidad es otra. El día es muchos días. Y, nos dirá ella pronto, es tan peligroso siquiera vivir uno de ellos). En Un cuarto propio, Woolf le abre la ventana a la vida cotidiana como algo que no debe separarse de la vida de las ideas. Roberto Bolaño pregunta «¿Qué hay detrás de la ventana?» al final de Los detectives salvajes y nos deja con un recuadro en franjas que no cierran del todo a modo de «última palabra». Una ventana, quizás, para que entre el desierto. Rodrigo Fresán termina Melvill sin un punto final (quizás porque en literatura nunca lo hay; la conversación siempre continúa). Woolf hace de su estilo un pasear sin rumbo en el cual los encuentros despiertan revelaciones. Una persona abre una reja y alguien te regala algo. Una sonrisa. Una hija. Una oración. También, quizás, una lengua materna. El columpio siempre los confunde. *** Escribo este ensayo en un tren. Hay personas que hablan; a veces miro por la ventana. Cuando no sé cómo avanzar, leo. A Mary Ruefle, a Virginia Woolf, a Rodrigo Fresán. También un libro que acaba de salir en español: Material de Construcción. Uno que esperaba mucho luego de esa belleza que es Un corazón demasiado grande. La autora es Eider Rodríguez y sus palabras dibujan hermosas piruetas; marcas en el hielo. Leo: «Las piedras resuenan en el desierto». Seis palabras: un amuleto. Es todo. Pero es un milagro.

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SEGUNDA VUELTA

SEGUNDA VUELTA

El espíritu de la revolución, fantástico y anacrónico NOTAS SOBRE LA MUJER DESNUDA DE ARMONÍA SOMERS por Carmen M. Cáceres

Vamos a liberarnos rápidamente de los acontecimientos para detenernos, cuanto antes, en sus efectos. El día en que Rebeca Linke cumple treinta años se desnuda, se corta la cabeza, se la vuelve a poner y sale a caminar sin ropa por el campo. Atraviesa el bosque, se tumba en la cama del leñador y su esposa, deambula junto al río. Más tarde se cruza con unos labradores gemelos que la denuncian y el pueblo armado sale a buscarla. Pero no la encuentra y, durante dos días, la posibilidad de que una mujer desnuda entre a sus casas electriza a hombres, mujeres y niños. Los enfrenta a sus deseos adormecidos, a sus frustraciones y a la pobreza de sus convenciones. Desata lo que la autora llama fenómenos singulares: hombres sencillos empiezan a soñar y a exigir cosas a sus mujeres, que se resienten ante la autonomía de Rebeca Linke. Nace entonces «el verdadero desasosiego: haber perdido el miedo codificado». Mucho se ha dicho de La mujer desnuda en los casi setenta años que han pasado desde su publicación. Los inquietantes elementos surrealistas, su aporte al género gótico hispanohablante, la valentía de Somers desde la perspectiva de los estudios feministas y la potencia de su estilo la han ubicado en el podio de obras raras en nuestro idioma. Pero al igual que El desierto y su semilla de Barón Biza o El libro vacío de Josefina Vicens, La mujer desnuda no abandona del todo la etiqueta de culto. Lo curioso es que a diferencia del 42

argentino y de la mexicana, la obra de la uruguaya se compone de cinco novelas, siete libros de cuentos y sólo en su entrada de Wikipedia podemos ver indexados más de cincuenta artículos sobre su obra. La academia se ha detenido mucho en La mujer desnuda, le ha otorgado un enorme poder simbólico y ha acertado en considerarla un libro sobre la libertad de las mujeres y el placer, tanto por las peripecias de la protagonista como por el contexto en el que la concibió y publicó la autora. Armonía Liropeya Etchepare Locino tenía una larga y exitosa carrera como maestra y pedadoga en Uruguay cuando publicó La mujer desnuda, su primera novela, y por eso decidió firmarla con seudónimo. Esto generó al principio ciertas dudas de sobre la autoría, algunos incluso llegaron a sugerir que detrás del seudónimo se escondía un hombre o un grupo de hombres. Sin dudas, el estilo y los temas del libro se alejaban bastante de los intereses del contexto uruguayo del momento, con Juan Carlos Onetti como centro y la Generación del 45’ alrededor. Voy a robarle a Ricardo Piglia la idea de que la literatura no se encuentra en la página escrita sino en los efectos que la lectura desata en la intimidad de cada lectora o lector. La construcción literaria no es un objeto sino un acto que deja una impresión, pero no una huella. La literatura no pisa, no se impone a la materia fosilizando una marca, sino que estimula sutilmente ciertas zonas de la intimidad para desencadenar


«Cabe preguntarnos entonces, como anticipa el nombre de esta sección, qué efectos desencadena la lectura de La mujer desnuda hoy, cuando lectoras y lectores nos encontramos revisando nuestras experiencias bajo la luz de la revolución feminista» 43


SEGUNDA VUELTA

algún movimiento autónomo, alguna sensibilidad inexplorada en la imaginación. Cabe preguntarnos entonces, como anticipa el nombre de esta sección, qué efectos desencadena la lectura de La mujer desnuda hoy, cuando lectoras y lectores nos encontramos revisando nuestras experiencias bajo la luz de la revolución feminista. O, para mantenernos alerta ante la brisa que precede a los libros de culto en general, cabe preguntarnos si La mujer desnuda todavía consigue estimular la sensibilidad de nuestro tiempo. Lo primero es el estilo. En el prólogo de la edición de Cuenco del Plata, Elvio Gandolfo escribió: «Una y otra vez tenemos la sensación de no saber dónde estamos parados, a un mismo tiempo dentro y fuera del relato». La mujer desnuda está escrita en uno de esos estilos que acorralan tanto que quitan el oxígeno. La intensidad es tan palpable que no nos permite olvidar que, aunque asistamos a los pensamientos de Rebeca Linke, no somos ella. Tanto no sorprenden su modo de registrar la realidad y las decisiones que toma —o que no toma— que estamos obligadas a admitir que sólo somos testigos de sus decisiones, depositarias de su texto. En ese sentido Somers es impiadosa, como Lispector, y un poco más lírica. La escritura, hecha de espesura y rigor, ostenta ese tipo soberanía que no intenta convencer sino provocar un efecto mucho más subversivo: liberarnos de la necesidad de entender. «A quien no capte hay que dejarlo en su penumbra mental», contestó en una ocasión en la que le pidieron que explicara sus cuentos. La penumbra es una apuesta arriesgada. Algunas lectoras contemporáneas podemos recibirla como un bálsamo, una garantía a la decisión inalienable que cada cual tiene de no comprender y, sin embargo, disfrutar igual. Pero otras lectoras pueden sentirse incómodas e irritarse ante su altivez, acostumbradas como estamos a las prosas claras, de frases con pocos caracteres y anécdotas que se puedan trasladar a un guion audiovisual. Lo segundo es la audacia de la propuesta. La particularidad que transforma a Rebeca Linke en una alegoría es su desnudez. Y toda desnudez, por ser el signo excluyente de una singularidad, nos expulsa. Cuando ella instala su superficie privada en el paisaje público, busca «golpear a la sociedad en su impotencia». Su gesto es plano como un cartel luminoso y desata una ola expansiva en la intimidad de pastores, leñadores, sacerdotes y demás vecinos del pueblo. Lo fascinante de la trama es que después del encuentro con los gemelos, la mujer desnuda desaparece, transformando su presencia en la idea de un cuerpo, un fantasma, una posibilidad. «La descripción de los gemelos poseía una falta de relieves tan acorde a sus lisos cerebros, que era capaz de responder a todos los sueños personales». La batalla se traslada del lúgubre escenario rural al exuberante ámbito de la imaginación, y allí todos odian a la desconocida. Los hombres sienten furia, 44

cierran los puños y gritan ante la perspectiva de que aparezca Rebeca en sus casas, pero a la vez no quieren cerrar puertas ni ventanas. «La hembra desnuda ha invadido la sangre» y ya no hay marcha atrás. Dejar correr la pasión de las fantasías puede ser liberador, pero no por eso es menos violento. Lo que perturba a los hombres se llama deseo. Lo que perturba a las mujeres, en cambio, es el rencor. Desprecian a la mujer desnuda porque les recuerda lo que no han sido ni serán: libres de vivir sus deseos. «Por culpa de la mujer cada uno se había descubierto a sí mismo y esa revelación es de las que no se perdonan». No cuesta demasiado imaginar lo que implicaba el desnudo público de una mujer en 1950. De hecho, la desnudez como metáfora era tan potente que la propia Somers no pudo evitar salvaguardar el gesto justificándolo en la belleza de Rebeca Linke. «Una hembra espectacular como aquella surgiendo de la tierra… para ofrecer así, como inmolándose, lo que el hambre y la sed de consumir otro cuerpo es capaz de inventarse». Para que el desnudo fuera tolerable y la novela efectiva, el cuerpo de la mujer debía ser bonito. Es más, debía ser reconocible por las clases medias lectoras como una de ellos. Rebeca había comprado la casa en el campo, se pintaba las uñas de rojo y era culta (le susurra al carpintero los nombres que ha tenido la figura arquetípica de Eva en las distintas culturas). «Olor a mujer fina», dice el leñador. Todos signos de que, además de bonito, el cuerpo de Rebeca era el de una mujer distinguida —la belleza, en esta novela rural, sin duda es un atributo de clase. Comprensible que sea así, sólo de esa forma Somers consiguió desactivar los prejuicios de su época para que llegara el mensaje. La novela no trataba de una mujer pobre, marcada por la necesidad, y sobre todo no trataba de una loca. Cualquiera de estas alternativas habría explicado la desnudez con demasiada facilidad para un lector medio de su tiempo. Pero no del nuestro. En una época en la que el poder mediático del desnudo femenino está bastante desactivado (al menos en occidente) y en la que la lucha consiste en reivindicar las diferencias entre los cuerpos femeninos o feminizados: un cuerpo bello y de clase alta pierde potencial. Para conseguir los efectos que desencadena la incómoda libertad de Rebeca, Somers tendría que poner hoy en escena un cuerpo trans o un cuerpo vetado por nuestra sociedad de consumo. El cuerpo de una mujer mayor, por ejemplo, el desnudo de una vieja. Tal vez sólo un gesto así nos devolvería a lo que en mi opinión es una de las fuerzas motoras de la novela: el cuerpo como prisión y, al mismo tiempo, agente de libertad. O mejor dicho: el deseo como de prisión, y al mismo tiempo, agente de libertad. No olvidemos que, para lanzarse a su aventura, Rebeca Linke primero tuvo que quitarse la cabeza. Regresemos un instante a ese momento. En las pri-


meras páginas, la protagonista hunde la daga en la garganta, tropieza con cosas que se podrían llamar arterias, venas, etcétera, hasta que la cabeza rueda pesadamente como un fruto. Tras registrar un instante ese nuevo estado —el vacío— recoge su cabeza y la coloca en un pedestal para verla sin los ojos. «La muñeca sin rostro parecía desafiarla con su insólita metamorfosis». Qué envidia da Rebeca Linke. Qué maravilla verse a una misma así, virgen de toda cultura y prejuicios, entera en la concentración del rostro propio que, por supuesto, es el que menos conocemos. Una vez más, como dijo Gandolfo respecto al estilo, nos encontramos ante ese doble movimiento del afuera y adentro. «Para ser propio, el cuerpo debe ser extraño y así encontrarse apropiado», ha dicho Jean-Lu Nancy. Enajenada de sus propios rasgos, Rebeca decide volver a ponerse la cabeza y salir. La diferencia entre lo propio, lo apropiado y la propiedad es otro de los juegos interesantes que se alternan todo el tiempo en la novela. Evidentemente, decapitarse equivale a arrancarse la mala peste de la cultura y con ella, la represión y los miedos. «Ni nombre, ni procedencia ni explicaciones que irían a conducir siempre a lo mismo, a esa trilogía esclavizante». He aquí la libertad. Pero semejante gesto promueve también otra lectura: quitarse la cabeza equivale a quedarse sin un pasado privado, es decir, sin intimidad. Y ya sabemos lo que significa eso para una mujer desnuda: imaginado o real, el cuerpo de Rebeca se vuelve un cuerpo del pueblo. «Ella era una especie de propiedad colectiva», acierta en decir el cura. Sin embargo, a medida que avanza el texto Somers olvida la decapitación y su posterior recolocación. Nadie vuelve a reparar en la cicatriz, ni siquiera la propia Rebeca. Cuesta imaginar que alguna editora o editor contemporáneo deje pasar esta omisión hoy. Desde luego yo, como lectora, no puedo hacerlo. Cuando esta mujer decide cortarse la cabeza, no está eligiendo una muerte trágica sino algo mucho más potente: está decidiendo convertirse, sin complejos, en un cuerpo «deforme», cosa que —en esta segunda lectura— me parece una decisión acorde a la ética contemporánea. Es más, al despojarse de la cabeza y de la ropa, queda condenada a un mundo sin recuerdos que invita a lo mismo, al precipicio constante de lo nuevo. «Ella estaba tan en su hoy, tan florecida en su rama, que era toda una muestra de presente». La mujer desnuda se vuelve entonces una figura entre tiempos, sin pasado, pero también sin futuro: un espectro. Y como tanto ha repetido Derrida: «Intempestivo, out of joint… el espíritu de la revolución es siempre fantástico y anacrónico». Volver a leer un libro que nos ha gustado es peligroso, igual que perdonar a un padre: si nos decepciona, lo que está en juego es la orfandad, la pérdida de un referente. La primera vez que leí La mujer des-

«Hay muchas maneras de estar desnuda. No se trata sólo de sacarnos la ropa y salir a la calle. De lo que también se trata es de imaginar distintas formas de cortarnos la cabeza y abandonar nuestros uniformes para ver qué efectos tiene esa libertad en nosotras mismas y en la sensibilidad de los demás» nuda quedé pegada a la audacia de la propuesta. En la segunda vuelta, sin embargo, se desactivaron los fuegos de artificio y lo que quedó no fue sólo un goce estético sino también, por qué no, un regocijo moral. «Los escribidores solemos adelantarnos a las cosas. Es lo que pasó con La mujer desnuda. Si yo la escribiera ahora no pasaría nada, se leería como una novelita rosa. En aquel momento se venía el mundo encima. Entonces habrá parecido una ruptura, hoy ya está todo tan roto, que nadie se da cuenta», dijo Somers en una entrevista con Carlos María Domínguez en 1990. Creo que la sentimentalidad de su pesimismo la lleva a equivocarse. Si algún gesto revolucionario se puede atribuir a la literatura es el de estimular sutilmente ciertas zonas de la intimidad para desencadenar allí un movimiento autónomo. Hay muchas maneras de estar desnuda. No se trata sólo de sacarnos la ropa y salir a la calle. De lo que también se trata es de imaginar distintas formas de cortarnos la cabeza y abandonar nuestros uniformes para ver qué efectos tiene esa libertad en nosotras mismas y en la sensibilidad de los demás. En esto, Rebeca Linke tiene mucho que decirnos. 45


CORRESPONDENCIAS

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Fotografía de Nina Subin

Fotografía de Magdalena Siedlecki

Valerie Miles

Enrique Vila-Matas

Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.

Barcelona 1948. De su obra narrativa destacan Historia abreviada de la literatura portátil, Bartleby y compañía, El mal de Montano, París no se acaba nunca, Kassel no invita a la lógica, Marienbad eléctrico, y Montevideo. Chevalier de la Legión de Honor francesa. Prix Médicis-Étranger, Premio de la FIL de Guadalajara (México) y premio Rómulo Gallegos (Venezuela). Pertenece a la convulsa Orden de Caballeros del Finnegans, y es destacado miembro de la Sociedad de Refractarios a la Imbecilidad General (con sede en Nantes).

Fotografía de Belén Campillo

Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) es profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia. Ha sido director del CENDEAC, Research Fellow del Clark Art Institute (Williamstown, Massachusetts) y Society Fellow de la Society for the Humanities (Cornell University). Ha publicado las novelas Intento de escapada (Premio Ciudad Alcalá de Narrativa, traducida a cinco idiomas); El instante de peligro (finalista del XXXIII Premio Herralde de Novela); El dolor de los demás (Premio Libro Murciano del Año); y Anoxia. También es autor del ensayo El don de la siesta y de los dietarios Presente continuo, Diario de Ithaca y Aquí y ahora.


CORRESPONDENCIAS

Enrique Vila-Matas y Miguel Ángel Hernández: «LA VIDA SIEMPRE EN MEDIO DE TODAS LAS COSAS» Coordinado por Valerie Miles

VALERIE MILES Además de los elementos estilísticos, retóricos y en alguna medida temáticos del arte que emplean como herramientas narrativas, en vuestras poéticas hay plena conciencia del artista en movimiento. Miguel Ángel en la contemplación de una fotografía, este instante congelado que vemos desde otro tiempo, desde el extrañamiento también del espacio, como explica Nabokov en Habla, memoria cuando mira la imagen de sus padres antes de su nacimiento. El vértigo existencial: ¿Y dónde estoy yo? O Enrique, con el paseo por este bulevar que nos permite ver la realidad como imagen en movimiento, que podemos detener y acelerar a voluntad, y su mirada espejo, el flujo interior al modo del ojo de la mente. Los dos sois diaristas y los dos jugáis con la vida y su azar, como una herramienta más en la caja del narrador móvil, aunque no se desplace ni un ápice físicamente porque su famosa habitación es lo más interesante. ¿Exploramos?

MIGUEL ANGEL HERNÁNDEZ 13 de febrero de 2023

Carlos Pazos y Eloy Fernández Porta en la Fundació Vila Casas, pero al final me quedé leyendo en el hotel.

Querido Enrique: Me alegró muchísimo verte el otro día en Barcelona. Una pena que fuese tan breve el encuentro. Disfruté enormemente de los días en tu ciudad. Saludé a amigos y sobre todo aproveché para comprar libros que no llegan a Murcia e inspeccionar algunas librerías. Curiosamente, no visité ninguna exposición, y eso que llevaba apuntada alguna referencia ineludible. Quería, por ejemplo, haber visto el proyecto de

Es extraño, a veces me ocurre. Tanto que me interesa el arte... y cuantísimo me cuesta visitar exposiciones. Me avergüenza un poco confesarlo: pero me cansan los museos y las galerías. A pesar de ser –aunque ya no sé si soy mucho– «historiador del arte» y dedicarme a esto. Me cansa «tener que ir», estar de pie y tratar de experimentarlo y entenderlo todo allí, en medio de ninguna parte. Me sucede que necesito el espacio íntimo

de la casa para pensar en el arte. Y que a veces la experiencia de la exposición me resulta el mal necesario para poder escribir o pensar sobre lo que he visto. No sé si debiera escribir esto, pero prefiero la experiencia íntima de los libros que la pública del arte. Me interesa más el arte en la literatura que en los museos, casi más los artistas de papel que los artistas reales, las obras descritas con palabras que las expuestas en los museos. Exagero un poco, pero hay mucho de verdad en lo que te digo. Quizá sea que en el fondo me puede 47


CORRESPONDENCIAS

«Me interesa más el arte en la literatura que en los museos, casi más los artistas de papel que los artistas reales, las obras descritas con palabras que las expuestas en los museos. Exagero un poco, pero hay mucho de verdad en lo que te digo. Quizá sea que en el fondo me puede la pereza. Me gustan las cosas que se hacen sentado»

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la pereza. Me gustan las cosas que se hacen sentado –leer y ver cine; también comer–; las cosas que se hacen de pie me cuestan algo más –pasear, ver cosas, visitar exposiciones, perder países–. Soy, lo sabes bien, un amante del descanso y la comodidad –aunque siempre ande acelerado y sin tiempo–. Un Oblomov en toda regla. He llegado a pensar que tanto la lectura como la escritura tienen que ver con ese síndrome del que tan bien escribió Goncharov. Y que quizá salir a ver exposiciones, a visitar museos y galerías, estaría más relacionado con el otro modelo de comportamiento – contraparte del de Oblomov– sobre el que el propio Goncharov escribió en ese librito delicioso que tú me recomendaste mientras escribía el pequeño ensayo sobre la siesta: El mal del ímpetu. Echarse a la calle, escapar del hogar, buscar el afuera en lugar del interior. ¿Te sucede a ti algo parecido? ¿Te has perdido exposiciones por quedarte en casa leyendo? ¿Tú, que tanto has escrito sobre el paseo y el movimiento, pero también sobre la renuncia y el abandono? ¿Cómo te organizas para visitar exposiciones? ¿Tomas notas? ¿Te llevas la hoja de sala? ¿Te dejas acariciar por el aire que surge del abismo como escribiste en Kassel no invita a la lógica? Un abrazo perezoso, M.

ENRIQUE VILA-MATAS 14 de febrero de 2023 Querido Miguel Ángel: Fue breve nuestro encuentro en el Biblioteca Breve, pero aún más el fulminante pacto para emprender este intercambio de cartas breves. Tras el acuerdo, me pregunté feliz de qué hablaríamos en ellas. De arte y literatura probablemente. Ahora bien, me dije, convenía no alejarse del atractivo género del diario filtrado en una carta de las de antes. A fin de

cuentas, regresar al carteo del siglo pasado era toda una oportunidad para comparar épocas y revivir el día en que envié la carta más sincera que escribí nunca y que, enviada a la última vivienda de Rimbaud en París, me fue devuelta con la inscripción Inconnu à cette adresse (Desconocido en esta dirección). Pero, además, el regreso al carteo del siglo pasado era toda una oportunidad para lograr que viajaran unas palabras de Kafka que, a pesar de su aparente sencillez, siempre pensé que tenían que haber sido difíciles de pensar y de escribir: «Me siento como un chino que va a casa». No decía Kafka que volvía, sino que iba. Iba hacia un alto pensamiento, no hay quien me quite esto de la cabeza. Porque lo que sucede con la frase es que si quien la escribe eres tú mismo, o el que la cita como si nada en una reunión de amigos, enseguida te darás cuenta de que el pensamiento puede ir más allá de todo. El alto pensamiento es un lugar sin moral, sin gran muralla, sin sentido, sin mundo incluso, lo que facilita que te reconozcas libre al sentirte un chino que va a casa. Pero haber llegado a ese punto del camino es el problema mismo del pensamiento. Para Steiner estamos aún en los albores, pero el gran pensamiento traspasa, desinhibido, ciertos límites y siempre es peligroso. Y, aunque ahora no puedes verme, te aseguro que me ha dejado paralizado, casi rehén, esa frase de apariencia banal, pero extremadamente difícil. ¿Tienes la misma impresión que yo de que las próximas generaciones saldrán perdiendo si rechazan la dificultad, que es la esencia del arte y la literatura? Creo que, en literatura, al menos, no hay nada duradero y valioso que no sea difícil. Las cosas sencillas, me dijo un día mi padre, son simplemente sencillas, pero las difíciles son mucho más que ellas mismas.


En tu última novela me ha parecido verte caminando por el Grand Chemin (como lo llamaba Julien Gracq), porque no se me ha escapado que en Anoxia te has decantado por el sendero difícil y, por eso, discurriendo y discutiendo por la corriente aparentemente fácil por la que avanza la lectura, has logrado que dialoguen y se ensamblen dos de tus novelas anteriores. Desde mi punto de vista, esa es una señal estimulante, porque significa que tienes «algo» a lo que ya puedes ver como obra personal en marcha. Dejo para otro momento los museos. Sólo decirte que muchas veces, con insistencia en el caso del Louvre, los cruzo alegremente corriendo. Sí, claro. Como el inefable trío de Bande à Part, de Godard.

MIGUEL ANGEL HERNÁNDEZ 16 de febrero de 2023 Querido Enrique: Tal vez no te lo creas, pero cuando te pregunté sobre tus visitas a los museos, te imaginé precisamente cruzándolos corriendo y me vino a la cabeza la bellísima escena de Bande à Part. Será porque también se me cruzó en el pensamiento la imagen de ese personaje con sombrero y abrigo largo que en la cubierta de tu novela Dublinesca parece huir de algo o, todo lo contrario, perseguir su sombra. Creo que nunca te lo he dicho, leí ese libro de camino hacia mi primera aventura norteamericana. Y mientras lo disfrutaba durante el trayecto a Williamstown, sentía que, como Samuel Riba, yo también escapaba de algo y, a la vez, trataba de encontrar un espacio para el pensamiento en un hogar que aún no había creado. «Como un chino que va a casa». Pero volvamos a «correr». Y a la exposición. También yo me he visto salir a toda prisa de la sala de exposiciones en más de una ocasión para encerrar-

me a escribir sobre lo que acababa de experimentar. Me ha sucedido incluso en el cine: desear que la película terminara cuanto antes para abrir el cuaderno y dar rienda suelta al pensamiento. Es la urgencia de la escritura, que para mí es casi la medida de lo que me interesa una obra, una película, un paisaje o incluso una situación. Si quiero irme de allí rápidamente para escribir, es que me ha fascinado. Si no siento esa urgencia y me quedo hasta el final, será que no me ha apasionado tanto. Tal vez me vaya a escribir «como un chino que va a casa». También a mí me ha paralizado esa frase. Pero más aún tu manera de interpretarla y leerla viendo en ella todo lo que no es evidente –o lo que no se aprecia a primera vista–. Siempre me ha fascinado eso en tu escritura, tu forma de hilar las palabras y los pensamientos. Comienzan en un sitio y los llevas a otro completamente diferente. La magia de lo inesperado. Creo que eso es lo que hace que la experiencia de leerte se aproxime en cierto modo a la de ver un cuadro o cualquier obra de arte. Que te lleva a un lugar que no es visible al principio, pero que acaba abriéndote a un mundo de posibilidades y futuros. Y precisamente aquí entramos en la cuestión de la dificultad. No puedo estar más de acuerdo con lo que dices. Abrazar la dificultad, igual que la posibilidad del fracaso, es la única salida. Y la verdadera vía del arte y el pensamiento. Aunque es cierto que la dificultad del hacer no siempre se corresponde con la que uno traslada al receptor –supongo que eso vale para todas las artes–. Es cierto que en Anoxia me he dejado las pestañas. Pero el lector no tiene por qué enterarse. A veces, de hecho, la dificultad está precisamente en la construcción de lo aparentemente fácil. Y solo algunos identifican esa complejidad, ese volver hacia atrás para construir de nuevo sobre lo ya construido. Lo has visto tú aquí. Tú, que tan bien lo supiste hacer volviendo desde Mac y su contratiempo a Una casa es para siempre. También, y

parece que es el leitmotiv de esta carta, «como un chino que va a casa». Un abrazo kafkiano, M.

ENRIQUE VILA-MATAS 17-18 de febrero de 2023 Querido Miguel Ángel: Disculpa el retraso en contestarte, pero esta mañana se ha estropeado el calentador del gas y el lío, que ha sido descomunal, ha durado hasta ahora que salgo de la siesta y acabo de ducharme con agua muy caliente. He exagerado en la elección de la temperatura a modo de venganza por el contratiempo del calentador. Por fin, estoy en mi despacho, con mi papel de carta enfrente, yo creo que muy feliz, no por lo limpio, pulcro, que pueda sentirme, sino feliz de que me haya dado por decirte que te estoy escribiendo desde el fondo de un peligroso callejón de film noir. Y también por pedirte que no te extrañes si te escribo completamente afantasmado. El adjetivo habría hecho las delicias de Pedro Garfias, un hombre que podía pasar quince días en Ciudad de México buscando un adjetivo. Cuando su compatriota Buñuel lo veía, le preguntaba si había encontrado ya ese adjetivo. «No, sigo buscando», respondía Garfias alejándose pensativo. «No, sigo buscando» respondo a veces a cualquier pregunta que no entienda. Viene alguien y quiere saber, por ejemplo, si alguna vez me gustaron los toros. Y yo, poniéndome metafísico, digo que sigo buscando. «¿Otro arte?», quiso saber alguien el otro día después de mi respuesta a la cuestión taurina. «No, otra vida», dije. Si me veo ahora así de afantasmado, en parte es por una frase que acabo de descubrir y que habla de una especie de certidumbre que sería la responsable de nuestro común afán de buscar 49


CORRESPONDENCIAS

la dificultad para llegar a lo simple. La frase es de Borges, pero podría ser de Macedonio Fernández. ¿Y qué importa de quién sea si en el fondo es la que me ha perseguido tantas veces? Dice: «La certidumbre de que todo está escrito nos anula y afantasma». No creo que en el peligroso callejón desde el que te escribo te sintieras como en casa, yo creo que lo conoces bien, los dos lo conocemos. En él puede pasar de todo. De hecho, siempre pasa de todo ahí y, por poco que uno en la oscuridad sepa intuir o escuchar, aprende a la larga ahí a narrar historias de todo tipo, historias de la vida que dejarás atrás cuando del callejón encuentres la salida. Me pregunto si fue una historia más de la vida el sobresalto del día 16 cuando hablaste de mi forma de hilar las palabras y los pensamientos. Y es que me hizo descubrir, sin angustia, la posibilidad de que hubieras acabado detectando con toda precisión qué procedimiento literario utilizo cuando escribo y, encima, qué clase de estado de ánimo estuvo presente siempre en mí mientras te escribía la carta. Dicho de otro modo: que hubieras pillado de largo mis procedimientos de escritura y, entre otras tantas cosas, compartas ahora mi impresión de que aquello que más me atrae de la escritura, lo que más me conmociona, no es la obra, sino su búsqueda, el movimiento que conduce a ella, la aproximación a aquello que hace la obra posible: el arte, la literatura y lo que ocultan esas dos palabras. De ahí que, por ejemplo, el pintor prefiera las diversas etapas del cuadro antes que éste. Y de ahí que el escritor desee frecuentemente no terminar casi nada, dejar atrás cantidad de narraciones que sólo le interesan por estar llevándole a un determinado punto. A un punto, o callejón sin salida, del que sabe que, tarde o temprano, podrá escapar para por fin, en su aventura singular, tratar de dedicarse a explorar más allá de los límites de su texto. 50

Pero bueno, quizás todo esto no sea más que un súbito deseo por mi parte de que nadie, antes que yo, se decida a contemplar fríamente cómo con Montevideo he intentado ir más allá, ir aún más cerca del punto puro de la inspiración de la que partí, y ha pasado, una vez más, que he vuelto a topar con el único argumento de mis obras: alguien que, aun sabiendo que todo está escrito, trata de ir más allá, y esa misión que él mismo se ha impuesto termina por hacerle ver que lo que persigue como la esencia de lo que ama y querría apasionadamente descubrir es en realidad la no literatura.

MIGUEL ANGEL HERNÁNDEZ 19-20 de febrero de 2023 Querido Enrique: Espero que el calentador continúe funcionando y el calor de la casa no se disipe. Estamos teniendo unos días gélidos que ya comienzan a cansar. Entre lluvias, brumas y frío, incluso Murcia parece Londres. Quizá por eso me tomé como una aventura salir de casa ayer sábado para acercarme a la presentación del último libro de relatos de Javier Moreno, Magnífica desolación, publicado por Candaya –con una elogiosa frase tuya, por cierto, en la contracubierta–. Fue también un emotivo homenaje a Paco Robles, editor querido y persona generosa, cuya partida nos sumió en la tristeza hace unas semanas. Tengo ahora el libro sobre la mesa y me voy a sumergir ahí dentro en cuanto acabe esta carta. Pero llevo toda la tarde preocupado y no sé si también algo afantasmado –cómo me intriga ese adjetivo– por algo que escuché durante la presentación y que no me quito de la cabeza. En uno de los cuentos del libro, Javier relata la historia de un escritor que viaja a Chicago en busca de las huellas de la posible –pero nunca corroborada– relación entre dos artistas marginales: el creador Henry Darger, que vivió como un mendigo, y la fotógra-

fa Vivian Maier, cuyos miles de negativos fueron descubiertos tras su muerte en varias maletas abandonadas. Todo lo que se contó sobre el relato me sedujo. Pero la intriga llegó después: al terminar la presentación, alguien del público preguntó al autor si el cuento estaba inspirado en la polémica afirmación de Joan Fontcuberta de que Vivian Mier es una invención suya. Javier afirmó no saber nada de la polémica. Pero el misterio, de repente, inundó toda la librería. Al llegar a casa, lo primero que hice fue entrar a internet y rápidamente encontré una conferencia en la que Fontcuberta reivindicaba como suya la creación de la figura de Maier. «Vivian Maier es fake news». Incluso explicaba su método para inventar fotógrafos, utilizado también para crear a Ximo Berenguer. He recorrido varias páginas webs y llevo desde ayer inquieto. Aunque, claramente, me parece que se trata de un «metafake», reivindicar como ficción una verdad. Y sobre todo sembrar dudas sobre la construcción de la realidad. Por alguna razón, esta singular performance, me condujo una vez a tus libros y a tu procedimiento: el cuestionamiento constante de lo ya dado, de lo supuestamente cierto. La obra de arte devolviendo la ficción hacia la vida. Por otro lado, todo esto me hace pensar en el asunto de la verdad, pero también en esa frontera tan artificial entre el arte y la vida y en esa pregunta que tantas veces te habrán hecho y habrás respondido cansado: si hay que elegir entre vivir o escribir. En las obras de estos creadores (Maier o Dager), esa cuestión está clara: no hay frontera. Vivir y crear son la misma cosa. El arte, la escritura, la fotografía... son la herramienta de contacto con el mundo. Una forma de habitarlo. Y quizá ahí puede estar una probable respuesta a por qué seguimos escribiendo o pintando cuando ya está todo dicho. Por qué uno se empeña en ir más allá y cruzar puer-


tas, como tú sigues haciendo de modo tan hipnótico en Montevideo. Tal vez ahí también esté ese «sigo buscando». Y quizá no haya otra cosa, un destino al final, sino tan solo un camino. ¡Pero vaya camino! El viaje, el proceso, la alegría y la inquietud de intuir que se va a algún lado, aunque detrás de cada puerta, como ya lo entrevió Kafka, siempre haya otra puerta. Pero un poquito más lejos. En un más allá a veces imperceptible. Acabo de escribir esta carta, supongo que será la última –qué delicia de conversación, por cierto–, mientras miro de reojo la maleta a medio hacer en una esquina de la habitación. Mañana salgo hacia Madrid para visitar ARCO y tratar de escribir algo sobre lo que voy a encontrarme allí. Intuyo que todo será nuevo y a la vez ya dicho. Y también supongo que, como en otras ocasiones, terminaré cruzando a toda prisa los pabellones de IFEMA. Pero no solo para encerrarme rápidamente a escribir, sino especialmente para escapar de los saludos y las conversaciones de todos los conocidos que, a buen seguro, me voy a tropezar allí. Será, como siempre ha sido, un eslalon gigantesco. La vida, siempre, y, a fin de cuentas, en medio de todas las cosas. Un abrazo afantasmado y feliz, M.

ter hecho con Photoshop y basado en un texto, Farmacias distantes (http://enriquevilamatas.com/textos/textfarmacias.html), que escribí para ella y donde la ponía al corriente de una historia de mi infancia. En ese texto hablaba de cuando, con ocho años, acompañaba a mi padre en su trabajo por las calles de la parte alta de Barcelona, donde medía con una cinta métrica la longitud de las aceras y la distancia que había entre farmacia y farmacia, ya que la ley exigía una cifra muy concreta de metros para autorizar una nueva. Mi recuerdo más angustioso y más tierno a la vez de todo aquello estriba en que marchábamos padre e hijo encogidos, prácticamente arrodillados a veces, siempre cerca del suelo, especialmente mi padre con su cinta métrica. A Dominique le fascinaron lo que podríamos llamar tambores lejanos de mis farmacias distantes. De hecho, partió del «épico» episodio (con sus puntos en común con el padre y el hijo de Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica, precisamente una de las películas favoritas de mi padre), para construir el diorama a tres caras que retrata una alucinada farmacia-bar en la que se han refugiado personajes como –santa casualidad– la fotógrafa Vivian Maier, que parece estar ahí para desmentir la metafake de Fontcuberta y, cuando uno menos podía esperarlo, devolver la ficción hacia la vida.

ENRIQUE VILA-MATAS 23 de febrero de 2023 Querido Miguel: A la misma hora en la que salías de Murcia hacia Madrid para visitar ARCO y tratar de escribir algo «sobre lo que fueras a encontrarte allí», yo obraba de forma idéntica y dejaba Barcelona para irme a Madrid, en mi caso para visitar una galería de la calle Barquillo, la Albarrán & Bourdois, con stand en ARCO. En esa galería daban un cocktail de presentación de un espectacular diorama, un collage de mi amiga Dominique Gonzalez-Foers-

Otros de los refugiados en la farmacia, donde predominan vasos con aspirinas efervescentes (Dominique me vio una vez confundir una farmacia de Zúrich con un bar cuando, en plena y dura resaca de la noche anterior, me sirvieron una aspirina efervescente en el mostrador), son Isak Dinesen, Marilyn Monroe, el psiquiatra Francesc Tosquelles, Klaus Kinski, Franz Kafka (en el Collège de France, con sombrero y de espaldas, casi irreconocible), y hasta yo mismo, en varias edades distintas.

En la presentación del alucinante diorama lúdico-farmacéutico apareció, como si hubiera inconscientemente aspirado a ser el sello de todas las cartas de nuestra correspondencia, nuestro común amigo Fernando Castro Flórez. Hubo una sonrisa de entrada, por su parte, como un eco de anteriores risas vividas por los tres en los más insólitos lugares. Y reconoció enseguida, en el extremo izquierda del panel, a Vivien Maier y, más abajo de ella, como súbditas de la propia VM, las infinitas reproducciones de su autorretrato. Con Fernando hablamos, como cabía esperar, de ti y del homenaje nada velado de Dominique a todas esas farmacias que, durante la pandemia, se convirtieron en puntos de encuentro, en epicentros de salvación, en expendedoras de esperanza. Y también de mi imagen de juventud en el diorama, extraída del film underground de 1974 Tam-Tam, de Ado Arrietta. Y también de mi impresión de que, a ciertas horas, no había nadie caminando por la calle Alcalá a la altura del número 66. Cuando Fernando se fue, por un momento imaginé que, sin nadie que lo oyera, sonaba el órgano de la catedral de Murcia, el mismo que a veces parece organizar con sigilo nuestras vidas. Nuestras vidas, sí. Cerrando esta correspondencia, pero abriendo aún más la visión del gran diorama, quiero decirte que, desde tu última carta, no dejo de alegrarme de que permanezca vigente la más admirable pulsión del modernismo literario, aquella que nada menos nos recuerda que la escritura parece estar ahí para aplazar su propia desaparición.

La vida, siempre. 51


PERFIL

Encuentro con Alejandro Zambra en México, en el verano en que España ganó un Mundial Érase una vez cuarenta artistas iberoamericanos que recorren México en un autobús, becados por el Fondo Nacional de Cultura y las Artes. En el interior de ese autobús reina cierta atmósfera a excursión escolar: se escuchan conversaciones y risas y canciones de Aterciopelados cantadas a voz en grito. En uno de los asientos traseros viajo yo: apenas hablo, no me río, tampoco canto. Puede que ni siquiera sepa todavía quiénes son los Aterciopelados. Tengo veinticinco años, el pelo muy corto, un bigote ridículo. Tengo los veinte mil pesos de nuestra primera asignación escondidos en el doble fondo de una mochila, como recomienda la guía Consejos para tu primera vez en México. Lo que no tengo todavía es una novela publicada. Recuerdo todas y cada una de las cartas de rechazo editorial que recibí a lo largo de aquel verano; el verano que España ganó el Mundial de Fútbol y yo perdía todos los premios literarios a los que me presentaba. Era el más joven de los cuarenta becados, o al menos así me recuerdo yo: peque-

Fotografía de Daniel Mordzinski 52

ño e insignificante entre todos esos artistas consagrados o que entonces me parecían consagrados. Escritores que ya han publicado sus primeros libros, directores de cine que han filmado películas, pintores que celebran exposiciones individuales. Trece años más tarde, quiero recordar los nombres y las nacionalidades de cada uno de los pasajeros de ese autobús. No lo consigo. Recuerdo a un director de cine panameño y a una pintora uruguaya; una bailarina nicaragüense, una narradora argentina, un músico colombiano. Recuerdo, claro, a un poeta chileno. Recuerdo su aire ausente y melancólico; recuerdo su cabello largo y las gafas gigantescas tras las que parecía esconderse. En algún lugar entre San Miguel de Allende y Guanajuato, ese chico con cierto aspecto de intelectual de los setenta me preguntó si el asiento que había a mi lado estaba ocupado. No lo estaba. ¿Eres escritor? me preguntó en el momento de sentarse. Ojalá, le contesté. Y él, el poeta chileno, se echó a reír.


Ése es Alejandro Zambra: una persona que sabe reírse siempre de las cosas que a uno le parecen serias. Un mes después estábamos viviendo en el mismo bloque de departamentos de la calle Anaxágoras, en la Ciudad de México. Yo fracasaba con un nuevo libro y él revisaba los relatos que algún día compondrían Mis documentos. Para entonces ya éramos amigos. Habíamos intercambiado recomendaciones de lectura y vasos de mezcal; cajetillas de cigarrillos y consejos vitales en ciertas noches que parecían definitivas. En realidad era casi siempre él quien sabía brindarme esos consejos, esas recomendaciones, esos cigarrillos: yo me conformaba con ser capaz de sorprenderlo cada tanto con un libro que no hubiera leído, y puede que llegara a consolarlo también una o dos veces por cosas que hoy ya no tienen importancia. Eso bastaba. Porque Alejandro había vivido por aquel entonces mucho más que yo y había leído muchísimo más aún. Podría decirse que ésa fue su primera enseñanza, que el escritor es ante todo alguien que lee sin cesar, que ama la literatura no como un camino -¿a dónde?- sino como un fin en sí mismo. Recuerdo la fascinación que me produjeron algunas de sus recomendaciones: Jorge Barón Biza, Natalia Ginzburg, Clarice Lispector. Recuerdo también el curso sinuoso de nuestras conversaciones, mezclándose con las volutas de humo de nuestros cigarrillos. Todo mentor tiene un reverso oscuro: en aquellas conversaciones, Alejandro Zambra me enseñó a leer los libros que quería escribir y también me enseñó a fumar. Alejandro Zambra es también eso: un escritor que enseña, tal vez sin proponérselo. Enseña con sus libros y con sus gestos. Enseña a quienes conoce y a los que no, a los que tan sólo -¿tan sólo?- le leen en la distancia. Leer a Alejandro Zambra. Conviene explicar que por extraño que parezca, por aquel entonces todavía no había leído ninguno de sus libros. Tal vez tenía miedo de que me decepcionara; tal vez se me hacía extraño creer que vivía con un auténtico escritor en la puerta de al lado. Sea como sea, no pude postergarlo más tiempo. Un día se presentó en mi cuarto con sus dos novelas publicadas hasta la fecha, Bonsai y La vida privada de los árboles. Era un gesto insólito y hermoso, porque Alejandro casi nunca hablaba de los libros que escribía: prefería hablar de las cosas que estábamos por escribir. Yo no tenía ningún libro que ofrecerle a cambio, así que sólo pude darle las gracias y tal vez invitarle a un cigarrillo. Leí ambos libros esa misma noche: una noche que recuerdo larguísima, porque en ella hubo tiempo para muchos descubrimientos. Me resulta difícil decir qué encontré en aquellas escasas doscientas páginas que no había visto o comprendido hasta ahora. Lo que vi o comprendí fue quizás esto: allá dentro, en esas páginas, estaba mi amigo Alejandro. Lo que escuchaba no era una compleja pirotecnia de frases ensambladas con esfuerzo las unas a las otras; lo que resonaba en mi cabeza era su voz,

con la misma ternura y exactitud, con la misma poesía con que sabía hablar de su propia vida. Aquellos libros eran Alejandro hecho literatura. ¿Y mis libros? me pregunté entonces por vez primera. ¿Acaso se me veía a mí en mis libros? Alejandro Zambra es alguien que confía en su propia voz y nos obliga a preguntarnos por qué no confiamos nosotros en la nuestra. Pero el mayor milagro que mi amigo operó en mí fue probablemente éste: logró que me inscribiera en un gimnasio. Previsiblemente, no duré mucho más de una semana. Pero recuerdo que en el momento de rellenar el formulario de ingreso, dudé, como siempre dudaba por aquel entonces, al rellenar la casilla “Profesión”. Escribí “Estudiante” y Alejandro me arrebató el papel. ¿Cómo que estudiante? Pon ahora mismo escritor, me dijo; tú lo que eres es escritor. Y yo le hice caso y ya no pude dejar de escribir, para hacerlo cierto. Desde entonces no he vuelto a dudar: de profesión, escritor. Bueno o malo, como puede haber buenos o malos fontaneros, buenos o malos o hasta pésimos taxistas, pero taxistas al fin y al cabo. Alejandro Zambra: alguien que te habilita para ser la clase de escritor que deseas ser. ¿Qué clase de escritor deseaba ser yo? No tenía ni idea. Alejandro parecía saber algo más que yo, algo que yo ignoraba, pero por algún motivo prefería callar. Durante el período de beca escribí muchísimo y le envié tres, siete, puede que doce relatos. Muchos de esos envíos los acogió con un piadoso silencio. Otras veces me sugería diplomáticamente algunos cambios, o mejor dicho me hacía preguntas que me obligaban a que yo mismo reconsiderara todo el texto. Pero hay un relato, hay un encuentro que no he olvidado. Ocurrió la última semana de beca; puede que el último día. De nuevo se presentó en mi cuarto, con unos papeles bajo el brazo. No era su novela: era mi último relato. Y esa vez dijo simplemente: Esto sí. Esto sí me gusta. Aquí sí te veo. Eso me dijo, justo antes de que dejáramos de vernos por varios años: Aquí sí te veo, Juanito. Horas más tarde, mientras sobrevolaba el Atlántico para regresar a casa, pensaba en mi vida en México, que terminaba, y pensaba también en Alejandro, y en ese relato que ahora sí, por fin le había gustado. Y entonces supe por vez primera que algún día iba a publicar un libro; porque si había logrado estar a la altura de las expectativas de Alejandro una vez, aunque sólo fuera una sola, entonces podía repetirlo. Aquí sí te veo, me había repetido al darme el abrazo de despedida. Así que no cabe duda de que nos seguiremos viendo, Juanito. Nos estamos viendo, pues, en los libros. Alejandro Zambra: alguien que siempre sabe cómo cerrar una historia.

por Juan Gómez Bárcena

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UNA PÁGINA

Diccionario para renovar la mirada O Una historia secreta del mundo por Diego Zúñiga

Quizá todo buen libro remite siempre a aquella época en que uno descubrió la lectura; esos años jóvenes cuando lo único que importaba era lo que estaba entre tapa y contratapa, más allá de cualquier consideración. Recuerdo haber leído Madame Bovary en una edición económica donde ni siquiera aparecía quién lo había traducido, sin embargo el goce, el deslumbramiento, estaban ahí; o esa versión de Los hermanos Karamazov a la que, estoy seguro, le faltaba más de un capítulo; o ese ejemplar de Las olas que tenía una letra pequeñísima, incómoda, perfecta para no ser leída, y sin embargo. Ya después vendrían tiempos para ser exigente, pero en ese entonces, todo era alegría y entusiasmo, todo era un descubrimiento. Quiero creer que estas experiencias las compartimos muchos lectores, quiero creer también que no fuimos pocos quienes, en algún momento, antes de llegar a la ficción —o quizás al mismo tiempo que descubríamos esas novelas y cuentos que iban a formarnos—, dedicábamos horas y horas a hojear pequeños diccionarios y enciclopedias añosas cuya promesa era saciar nuestra curiosidad o, simplemente, acompañarnos alguna tarde de verano a capear el aburrimiento y el calor. ¿Cómo habían llegado esos diccionarios y enciclopedias a nuestra casa? Seguramente habían sido algún regalo o una herencia familiar, quién sabe, pero ahí estaban, siendo parte fundamental de nuestra educación, único lugar al que podíamos recurrir para resolver las

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tareas escolares, pues internet, entonces, era algo que ocurría lejos y recién aparecía la famosa Encarta. Ahora que lo pienso, en alguna dimensión la Encarta iba a ser nuestra primera forma de acercarnos a internet: buscar un término y ver, frente a nuestros ojos, cómo se desplegaba la información, las imágenes, que inevitablemente nos llevarían a buscar otros y otros términos, sólo con un clic, eso era lo revolucionario, pues aquel ejercicio, el de saltar de un término a otro, ya lo practicábamos en la lectura de los diccionarios y enciclopedias, y lo disfrutábamos tanto, tanto, que por eso estoy aquí, recordando aquellos tiempos, gracias a la lectura de un libro gozoso y deslumbrante: Lexikón (Mansalva), del poeta argentino Sergio Raimondi, que se publicó el año pasado en Buenos Aires y que contiene, como dice su contratapa, “doscientos cincuenta y cinco poemas, ciento treinta y ocho encabalgamientos abruptos, cuarenta y nueve mil quinientas sesenta y nueve palabras, siete mil novecientas dos estrofas, dieciséis mil doscientos cuarenta y ocho versos”. La contratapa es tan buena que dan ganas de citarla por completo —difícil no pensar que fue el mismo Raimondi quien la escribió, pues se palpa su sintaxis—, pero mejor hacer el intento de buscar nuevas palabras para decir que este libro de poesía, de más de cuatrocientas páginas, funciona como un diccionario o una pequeña enciclopedia de términos tan arbitrarios como fascinantes: azotea, belota, chimuchina, Gaioa pombalina, Lota, nimbus, ΝΥΜΦΟΛΗΠΤΟΣ, schäume, Quimantú, weichafe, y un largo etcétera que incluye conceptos de materias como la biología, el psicoanálisis, la inteligencia


artificial, la astrofísica, la economía, la literatura y tantas otras, atravesando varios idiomas, buscando abarcar —comprender, desentrañar— eso tan complejo que se llama realidad: “Desplegada la historia en su vastedad/ el rey ya no es la figura importante./ Mejor ocuparse de la distribución de los itinerarios del ganado lanar/ de la fluctuación del precio de la plata/ del comercio a través de la distancia./ Cualquier oscilación en el agua repercute y se propaga./ Mejor no subestimar de dónde/ llegan las ondas a esta orilla…”, escribe Raimondi en el poema titulado “Duraçao (Longa)”. La aparición de Raimondi en la poesía argentina y latinoamericana fue fulminante; le bastó un libro, Poesía civil —publicado en 2001 y reeditado en España por Ediciones Liliputienses—, para remecer a su generación —los “poetas de los 90”— y convertirse en un imprescindible. Lo que planteaban esos poemas era una mirada nueva sobre una realidad política, social y cultural, que se desbordaba por completo. Poemas que buscaban el origen de las cosas: cuándo, cómo y por qué fueron producidas; la poesía en un diálogo directo con la economía, de eso se trataba. Y entonces un poema que buscaba definir qué es el mar se convertía en una enumeración de procesos económicos y políticos invisibles, por lo general, ante nuestra mirada. Tuvieron que pasar más de veinte años para que Raimondi volviera a publicar, y esta vez, en Lexikón, la apuesta es aún más compleja y arriesgada: la poesía puesta en diálogo con el pensamiento científico y, a la vez, con distintas disciplinas del conocimiento: “De ese lado la vida depende, literalmente/ de multiplicar el saber, no de especializarlo:/ hay que aprender rápido a maniobrar rápido/ el taxi entre miles de otros taxis y autos (…)/ ser capaz de freír yuquitas calientes preparar/ ceviche seco de pollo y hasta leche de tigre/ ofrecer cumbia por tres soles en la plaza o tocar/ con un corno francés un nocturno de Debussy…”, va a escribir Raimondi en uno de los poemas de Lexikón, cuya lectura exige intensidad, compromiso y, sobre todo, estar dispuestos a renovar por completo la mirada e ir más allá de nuestras propias —y sobrevaloradas— experiencias. Raimondi, de hecho, sugiere una forma perfecta de cómo abordar este libro: “Al final el mejor método de lectura consiste/ en pasarse horas y horas en la misma página”. Es decir, no avanzar, sino detenerse por un tiempo indefinido. Y volver a tener esa curiosidad joven, salvaje, que impulsaba a hojear y hojear esos diccionarios y enciclopedias, como si la historia secreta del mundo hubiera estado escrita ahí. Y sí, no descartaría que es eso, justamente, lo que atraviesa los poemas de este libro excepcional: una historia secreta del mundo.

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RELATO

RETRATO DE ELIÁN DURMIENDO LA SIESTA por Daniel Saldaña París

L

a primera vez que lo vi eran las 9 de la noche. Volvíamos de una cena en un tren de la línea 2, bajando por el costado oeste de Manhattan hacia el sur para luego cruzar a Brooklyn, donde teníamos que transbordar a la línea Q antes de llegar a casa. (Decir casa es una exageración: vivíamos temporalmente en un departamento prestado, antes de mudarnos a otro departamento prestado, como hicimos todo aquel invierno. Pasamos dos semanas cuidando la colección de bonsáis de una mujer que estaba de vacaciones en Puerto Rico; estuvimos a cargo de un gato tuerto en Astoria y, poco después, de un gato sordo en Crown Heights; un novelista famoso, de esos que escriben cada seis años La Gran Novela Americana, nos contrató para ordenar su biblioteca personal mientras él daba clases en París. Elián era el que conseguía los lugares: llevaba una década viviendo en Nueva York y parecía conocer a todo el mundo. Era alto y encantador, sonreía mucho, usaba un delineador negro que resaltaba sus ojos oscuros y había algo indescriptible en él que hacía que la gente le diera las llaves de su casa sin apenas conocerlo. Yo era –soy– mucho más discreto, el novio cuyo nombre nadie recuerda, pero era mi atención al detalle, mis costumbres prolijas –Elián diría neuróticas– y mi buena mano con las plantas lo que nos volvía una pareja ideal para cuidar casas.) El vagón no iba muy lleno ni muy vacío, me parece que era jueves. El tipo iba sentado casi enfrente de nosotros. Aparentaba unos sesenta años, tenía un ligero sobrepeso, el cabello largo y cano asomado bajo un gorro de Santa Claus. Vestía jeans, un abrigo algo gastado y una mochila que sostenía, con cierta aprensión, en su regazo. A su lado, una mujer de unos veinticinco años, maquillada y con tacones, lo escuchaba con una sonrisa cordial pero tensa, lanzando miradas de auxilio a otros pasajeros. Elián iba leyendo una novela erótica, uno de esos productos subliterarios que se venden en aeropuertos y

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supermercados. Le gustaba leer esos libros en el metro porque decía que nadie te hace conversación si vas leyendo una novela erótica, aunque en realidad yo creo que lo enganchaban las historias, cuanto más ridículas mejores, y se había inventado ese pretexto para leerlas sin culpa: a mí nadie me hace conversación en el metro y casi nunca voy leyendo nada. A lo que voy con esto es a que fui yo el que se fijó primero en el tipo, no Elián, y aunque su inglés era mejor que el mío, fui yo el que puso atención a lo que decía (a esa catarata de información y opiniones que volcaba sobre la mujer maquillada): «Para entender el presente es necesario remontarse a la presidencia de Richard Nixon, ahí fue donde todo se empezó a ir efectivamente al carajo», decía con aire pedagógico. Lo escuché divagar enardecidamente sobre el escándalo del Watergate, la crisis de los misiles, el 11 de septiembre y la interferencia rusa en las elecciones presidenciales de 2016. Cuando el metro se detuvo en la calle 42, la mujer se puso en pie, murmuró algo inaudible y salió disparada del vagón en cuanto se abrieron las puertas. El hombre del gorro de Santa Claus se despidió de ella alzando la mano y alcanzó a gritarle «piensa en lo que te dije sobre el sionismo». Luego se quedó solo y un poco perdido; miró a su alrededor como buscando a su siguiente víctima, pero todos los pasajeros viajaban en grupos o llevaban los audífonos puestos o tenían aspecto amenazante. Recuerdo que pensé que nunca había visto a nadie tan solo en mitad de una ciudad tan grande; me dieron ganas de invitarlo con nosotros al departamento prestado y escuchar su soliloquio mientras regaba los bonsáis. Pero cuando nuestros ojos se encontraron percibí una voracidad inquietante en su mirada, así que bajé la vista, le acaricié la muñeca a Elián y recargué mi cabeza en su hombro, cerrando los ojos. Pocos días después, Elián y yo nos mudamos a un diminuto loft en el Upper East Side, que fue donde empezaron nuestros problemas. Para empezar, nunca me quiso decir a quién pertenecía el estudio, y se me hizo raro que justo ahí no tuviéramos ninguna tarea asignada: no había plantas que regar, gatos que alimentar ni libros que poner en orden. Husmeando entre la correspondencia que llegaba, descubrí que el dueño era un actor gringo que había aparecido en un par de películas independientes. Lo busqué en Google y me puse nervioso al instante: conozco a Elián lo suficiente para saber que era exactamente su tipo. Confronté a mi novio y se hizo el desentendido. Me dijo que había conocido al actor en una fiesta y que, por pura caridad, le había prestado aquel loft mientras estaba de gira (había montado una obra basada en el asesinato de Pasolini y tenía varias presentaciones en ciudades del Midwest). Miré a Elián con desconfianza pero dejé pasar el asunto porque creo que todos necesitamos un secreto cada tanto: una zona de sombra a la que no accede el otro, donde

nos podemos meter a respirar cuando la vida cotidiana resulta abrumadora. Qué importaba que se hubiera cogido al falso Pasolini: Elián estaba conmigo, llevábamos dos años viviendo juntos, primero en aquel sótano insalubre en el culo de Inwood y después, desde comienzos del invierno, en aquella serie de departamentos prestados a los que me esmeraba en llamar casa. Cierto que mis secretos eran de otra índole: a veces, cuando Elián dormía la cruda después de una noche de juerga, yo sacaba mi cuaderno de bocetos y lo dibujaba. Tenía ya quince o dieciséis esbozos de Elián dormido en diferentes posturas, a veces vestido y a veces sin ropa, a veces sólo su rostro y a veces su cuerpo entero, o un detalle, un pie colgando fuera del sofá, su espalda encorvada, el rastro de baba escurriendo de su boca. La segunda vez que lo vi era más tarde, quizás la una o las dos de la mañana. Volvíamos al estudio del falso Pasolini después de una inauguración en una galería de Chelsea a la que habíamos ido por el vino gratis. Elián estaba muy emocionado porque había hablado toda la noche con una coleccionista de arte y mecenas que tenía una casa en los Hamptons y que, según le había dicho, viajaba mucho por negocios a Europa el Este y a China. No había una oferta concreta todavía, pero Elián creía que si la veíamos de nuevo, en otra inauguración, podía conseguir que nos prestara la casa de los Hamptons al menos por tres semanas. Mientras lo oía contarme su estrategia, vi por el rabillo del ojo al tipo del gorro de Santa Claus, vestido igual que la vez pasada, hablando sin parar con otro hombre, de su edad y complexión, que discutía con él acaloradamente. Dejé de escuchar a Elián y me concentré en lo que decían. El del gorro de Santa Claus argumentaba que el origen de todos los males del mundo era el socialismo. Con un tono de impostada templanza, le explicó al otro que Obama no había nacido en Estados Unidos, sino en un país africano que en realidad era un títere de China. Sin ningún tipo de transición, se soltó a defender el derecho de Israel a custodiar sus fronteras ante el terrorismo islámico, mientras su interlocutor manoteaba con desesperación tratando de defender la solución de los dos estados. Elián se dio cuenta de que no lo estaba escuchando y, siguiendo mi mirada, volteó a ver a los dos tipos que discutían. «¿Te acuerdas del del gorro de Santa?», le pregunté. «Lo vimos en otro metro hace unos días. También iba hablando de política con una desconocida, una pobra chava que al final salió huyendo. Lo raro es que esa vez era de izquierdas y ahora es de derechas». Pero a Elián le pareció menos interesante que a mí el personaje. Se encogió de hombros y puso una cara que le había visto muchas otras veces y que quería decir: «Así es Nueva York, a mí también me sorprendían esas cosas al principio, pero te acostumbras».

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RELATO

Sólo que yo no quería acostumbrarme, quería seguir dibujando a Elián mientras dormía y quería seguir sorprendiéndome y espiando las conversaciones ajenas mientras pudiera, y quizás lo único que hubiera cambiado de mi vida en ese momento hubiera sido la situación de la vivienda, porque aunque me gustaba cuidar plantas ajenas, no quería que Elián le debiera favores al falso Pasolini, que a saber cómo se los cobraría. Dos días después, Elián me dijo que tenía que salir de la ciudad. Le había salido un trabajo de fin de semana en Chicago, algo de una fiesta en la que tenía que entretener gente, y aunque a mí me pareció que ese no podía ser, propiamente, el trabajo de nadie, le dije que fuera, porque a veces la zona de sombra de la persona que amas necesita expandirse, como una casa embrujada cuyos cuartos se ensanchan o encogen según el humor de sus habitantes, y en verdad yo entiendo y respeto la necesidad de esa sombra, me parece saludable alimentarla con secretos, permitir que respire, porque la sombra constreñida es un cáncer capaz de comerse desde adentro al amor, y mi amor por Elián, sus siestas en el sillón, el sol derramándose sobre su cara de querubín cansado eran, en ese momento, mi casa, el único espacio al cual volver, en metro, por las noches. Con Elián fuera de la ciudad, me sentía un poco a la deriva. El loft del falso Pasolini me hacía pensar en esa zona de sombra, en esa habitación inaccesible de mi amado donde quizás, en ese mismo momento, sucedía lo impensable. Una ola de viento polar envolvió la ciudad y era imposible caminar por las calles, y como tampoco tenía dinero para gastar en museos o restaurantes, decidí pasar el mayor tiempo posible en el metro, recorriendo Manhattan de un extremo a otro, explorando las líneas que se internaban en las profundidades de Queens o las que desembocaban en Coney Island. Me alimentaba de lo que vendían en los andenes. Cruzaba los puentes de la ciudad asomado a la ventana, tratando de pescar un poco de sol antes de que el tren entrara a un nuevo túnel. La tercera vez que lo vi fue casi al final de la línea E, llegando a Jamaica Station. Me había quedado dormido en algún punto y, cuando desperté, me sentí desorientado, con esa tristeza particular que a veces provocan las siestas y que tiene una raíz hundida en la infancia. Me palpé el abrigo para confirmar que no me hubieran robado nada, aunque no tenía nada que pudieran robarme, y miré hacia el fondo del vagón, que iba casi vacío. El hombre del gorro de Santa Claus estaba de pie, frente a una señora de rasgos asiáticos que iba sentada y que leía un periódico con caracteres chinos, ignorándolo. A él no parecía importarle; hablaba con la misma determinación con la que lo había escuchado dirigirse

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a sus dos víctimas previas. «Lo importante», decía, «es permitir que la inercia propia del mercado expanda por sí misma los valores democráticos. Que las naciones en vías de desarrollo, al abrazar los principios de la libertad económica, alcancen una madurez republicana, sin demasiada intervención del estado». La mujer asiática no lo miraba siquiera; el tipo podría haber lanzado su discurso ante un extintor o un poni y obtener el mismo resultado. Me sorprendió su falta absoluta de recato, y a la vez me confirmó lo que ya sospechaba desde el primer encuentro: que era uno de los tantos personajes que pueblan el metro neoyorquino, enfermos mentales, toxicómanos, solitarios crónicos y víctimas casi fatales de un sistema de salud depredador y for profit. Poco antes de que el metro en que viajábamos entrara a la estación, el tipo del gorro de Santa Claus se volvió hacia a mí y, al ver que me había despertado y estaba solo y confundido, empezó a avanzar hacia donde yo estaba. Un pánico se apoderó de mí, me puse en pie y caminé hacia el otro extremo del vagón, alejándome de él. Fue como una persecución muy lenta. Justo cuando estaba a punto de darme alcance, se abrieron las puertas y salí del metro. Sus ojos, extrañamente hundidos en una cara pálida, se me quedaron viendo a través de la puerta ya cerrada del vagón mientras el tren reemprendía su marcha. Eran las 2:35 de la tarde. Esa noche, de regreso en el estudio del falso Pasolini, intenté llamar a Elián, pero no contestó el teléfono. Saqué mis cuadernos de dibujo y estuve un rato mirando los retratos de Elián dormido. No eran malos, pero les faltaba algo. A mí también me faltaba algo. Y supongo que a Elián le faltaba algo, por eso se la pasaba buscándolo. Vacié una papelera metálica que el falso Pasolini tenía bajo su escritorio. Arranqué los dibujos de Elián de la espiral de mi cuaderno y los arrugué uno por uno, metódicamente, sin enojo. Metí todos los papeles en la papelera metálica y arrojé un cerillo encendido dentro. En unos pocos segundos, empezó a salir un humo denso de la papelera, y luego unas llamas escandalosas. La alarma de incendios, adosada al techo, empezó a hacer un ruido fuertísimo. Intenté apagarla con un palo de escoba, pero no llegaba, y tampoco pude apagarla subido en el escritorio del falso Pasolini, así que agarré mi mochila, guardé las pocas cosas que tenía repartidas sobre la cama y salí de allí. Cuando cerré la puerta, la lengua bífida del fuego había saltado de la papelera a una de las cortinas. La cuarta vez que vi al tipo del gorro de Santa fue unas horas más tarde. Yo había recorrido todo Manhattan, de norte a sur, y al cambiar de trenes en Canal Street lo vi caminando en uno de los pasillos. Decidí seguirlo. Para mi sorpresa, no se dirigió a uno de los andenes


sino que salió a la calle, y yo salí detrás de él. Caminé a una distancia prudente durante un par de cuadras, por Chinatown. El viento polar se metía por las costuras de mi chamarra, por los agujeros para las agujetas de mis tenis, por entre las fibras de mi gorro, helándome todo. Pensé en la zona de sombra de Elián, y luego en la mía. Pensé que quizás los bomberos no habían llegado a tiempo para apagar el incendio en el loft del falso Pasolini. A lo mejor el fuego se había extendido al edificio contiguo, o a toda la cuadra. El viento polar no haría más que avivar las llamas. El hombre del gorro de Santa Claus entró a un edificio. No me atreví a seguirlo y me quedé parado en la banqueta, sin saber qué hacer con mi vida. Me di cuenta de que tenía hambre, además de frío. Tenía ganas de tener una casa que no fuera una metáfora. Traté de recordar, una por una, todas las casas en las que había vivido hasta antes de conocer a Elián, pero no me acordé de todas.

Cuando estaba a punto de irme, de volver al metro o al loft del falso Pasolini o a mi país, escuché un ruido sordo y muy fuerte, unos metros detrás de mí. La quinta vez que lo vi, el hombre del gorro de Santa Claus no tenía el gorro de Santa Claus puesto, y todo él era una masa de carne, tendones y huesos sobre el asfalto. Había una mancha de sangre manando de su cabeza. Tenía una pierna doblada en un ángulo imposible y ambas muñecas torcidas hacia adentro. Pero no estaba muerto. De su boca salía un quejido constante: parecía que cantaba.

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MESA REVUELTA

CARTA A SALVADOR ELIZONDO (* Extracto del libro La lucha por la Lengua, Eunicie Odio contra Salvador Elizondo, editado por Los Tres Editores) por Eunice Odio

M

i querido amigo:

En el Excélsior de México del 6 de noviembre de 1970, un reportero nos hizo conocer unas declaraciones tuyas, hechas en cátedra universitaria, que se prestan a ser discutidas. Dijiste, entre otras cosas, que como lo ha señalado Jorge Luis Borges, la lucha de Hispanoamérica por el lenguaje «es descorporizar el castellano de su riqueza sensual, desatenderse de su tradición “realista” e instaurar nuevas normas susceptibles de expresar las categorías más puramente abstractas del pensamiento». *** En primer lugar, he de recordarte un lugar supercomún: todo idioma va haciéndose a la medida de quienes van inventándolo y hablándolo, de acuerdo con sus necesidades más profundas. Los españoles que trajeron el castellano a nuestras tierras eran místicos, pasionales y sensuales como los de ahora. Por otro lado, ¿quieres algo más sensual que la corte de Moctezuma, tan bien descrita y con tanto regodeo de sus sentidos, por el ilustrísimo Bernal Díaz del Castillo? ¿Crees que hay algo más sensual, por su colorido y textura, que los cuadros hechos de plumas por los grandes artistas anónimos del Imperio incaico? Sí, los indios que hallaron los españoles eran como ellos; tenían grandes afinidades con ellos. Como ellos, eran sensuales, pasionales, místicos. Y para probar que eran todo esto, tenemos muchas vías: pintura, arquitectura, música, escultura, prosa, poesía y teogonías que tú conoces, supongo, perfectamente. ***

Sí, hombre, sí. Los hispanoamericanos somos sensuales, pasionales, místicos y, además, nos gusta ser todo eso ad infinitum. 60


Por lo tanto, cuando anuncias tus designios consistentes en despojar al castellano de su riqueza sensual, cualquiera que sepa algo de estas cosas se dice que lo que quieres es nada menos que transformar el temperamento y el alma –el ser– del continente hispanoamericano y de España. ¿No te parece que lo que intentas es algo demasiado grave y difícil? ¿No crees que la tarea redentora que te has propuesto llevar a cabo –es decir, volver frígidos y otras cosas a los fundamentalmente ardientes y disparados hacia el milagro– tiene proporciones demasiado grandes para ser realizada por un hombre o hasta por varios (aunque entre esos varios estén tú y Jorge Luis Borges)? Más todavía: pienso que si reflexionas seria, lúcidamente, verás que tu empeño es inútil, ya que el español puede ser sensual, asensual o lo que gustes, según lo manejes, y que, ciertamente, Jorge L. Borges es la demostración más acabada de que, si esa es la voluntad de quien crea en español, puede –a condición de que domine su idioma– despojarlo de su «riqueza sensual» y de lo que se le ocurra, para convertirlo en un instrumento magnífico, absolutamente eficaz, con el cual es posible llegar a ideas abstractas e irrealidades de una vivacidad y pureza incomparables. Y eso sin meterse en el lío totalmente morrocotudo (valga un superlativo sobre otro) de intentar lo imposible: reestructurar (como tú pretendes) lo que no digamos que está estructurado, sino superestructurado, desde hace varios siglos. También, según dijo el periodista de Excélsior, hablaste de la «rispidez» que aqueja a nuestro idioma y que, según tú, habría que quitarle a ultranza. Y volvemos a lo mismo. El castellano puede ser tan ríspido como el mar bravo, o tan ligero y tierno como una pluma, según sea la voluntad de quien lo maneje. *** Y vamos a cosas más trascendentes. Afirmaste que el castellano «solo tiene dos formas ontológicas de expresar el verbo ser o estar» (bastardilla mía), en tanto que «en alemán hay diecisiete formas» (de decir lo mismo). Pues no, señor. En esa o está todo el mal; o sea, tu error grave. Porque no es el alemán el idioma en que podemos decir ser o estar, ya que en tal lengua no se trata de ser o estar, sino de ser y estar, puesto que en ella no hay diferencia ninguna entre esos dos estados tan fundamentales y «ontológicamente» distintos y, por lo tanto, no cabe, donde y como la empleaste, la disyuntiva o. La absolutamente necesaria, para el caso, es la copulativa y. La conjunción disyuntiva o que empleaste al decir ser o estar, solo está perfectamente empleada si nos referimos al castellano, y redondamente más si hablamos de otros idiomas vivos, con referencia a ese peliagudo problema que forma el binomio ser-estar. Porque el

castellano es la única de las lenguas vivas modernas (y esto lo dije hace poco sin pretender el descubrimiento del Mediterráneo, porque sé que eso lo sabe la gente más o menos enterada en cuestiones de lingüística y de la filosofía de esta) que establece la diferencia esencial que existe entre el ser y el estar. En francés, en italiano, en inglés, en alemán (y hasta en ruso, que, según los expertos, es una lengua riquísima), no se trata de ser o estar, como en español, sino de ser y estar, porque en esos idiomas, ajenos al ámbito de la bella y sabia lengua española, superestructurada en todos los sentidos –semántica, etimológica, gramatical y, por encima de todo, ideológicamente–, ser y estar son una misma cosa, aunque no lo sean en la realidad viva. El español que menosprecias es el único idioma de nuestros días que te permite decir: estaba en tal parte y era en tal otra, o lo contrario. ¿Te parece poco? Tú, en español, puedes estar en Calcuta y, al mismo tiempo, ser en México o en Londres, a la par de alguien que amas entrañablemente. El español es el único idioma occidental cuyos hacedores intuyeron los hoy llamados fenómenos parapsicológicos y dieron instrumento adecuado para decir de ellos. Los fenómenos parapsicológicos –en los que sé que crees, porque ya hemos hablado de esos asuntos– te demuestran, como ninguna otra cosa, cuánta diferencia hay entre estar y ser. Tú y yo y centenares de miles de almas hemos tenido noticia de gente que, físicamente, estaba muriendo en una cama o en un campo de batalla y que, simultáneamente, era a tres mil kilómetros de distancia, para avisarle a su madre o a alguno de los suyos que iba a morir. De todo esto podemos concluir que estar es físico; espacial, por lo tanto. Y que ser es una manifestación del espíritu, relacionada directamente con una forma del tiempo: lo intemporal e invariable. ¿Ves lo que tenemos en español y lo que otros no tienen? *** Mira, Salvador, en realidad, en alemán hay una forma indiferenciada de decir ser y estar, como si cosas tan completamente distintas fueran una misma; y otras dieciséis maneras de decir la «misma cosa» (que no es «misma») indiferenciadamente. En español hay dos términos para decir dos cosas sustancialmente diferentes. ¿No te sirven las dos formas hiperdiferenciadas del castellano, que significan ser y estar, más que las diecisiete formas indiferenciadas del alemán para decir, como si fuera lo mismo, «eso» que no es lo mismo, como lo sabe cualquier individuo, sea cual sea la lengua que hable o escriba? Si así es, allá tú. Dedícate a escribir en alemán, que, por lo demás, según opinan quienes lo conocen y a juzgar por su gran literatura, es un bello idioma. 61


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BI BLIO TECA


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En el hueco de la realidad Andrés Barba

El último día de la vida anterior Anagrama 140 páginas

Desde que en 2001 Andrés Barba (Madrid,1975) publicara La hermana de Katia, su primera narración, con la extensión adecuada a la nouvelle o novela corta donde se trataba con singular atención una historia de formación, la de una adolescente, hija de una prostituta y hermana de una stripper, dotada de un aire misterioso, inocente e inquietante pero también proclive a la redención más absoluta, ya se señaló que la narrativa de Barba era distinta a la de la mayoría de lo que se hacía por nuestros pagos. El que el autor eligiese para una primera novela la tradición muy centroeuropea de la historia de formación -la Bildungsroman, que desde el Wilhelm Meister de Goethe ha dado obras que se cuentan entre las más poéticas y sutiles de la literatura moderna, desde Las tribulaciones del estudiante Törless, de Musil, a Le Grand Maulnes, América, o El tirachinas, de Alain Fournier, Kafka y Ernest Jünger respectivamente- nos hablaba bien a las claras de una personalidad tendente a una reflexión sobre la literatura y desde luego de un modo de proyectar la obra como algo en con-

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tinua transformación, una suerte de work in progress, y que tendía también hacia la perfección de la forma. Después le siguió La recta intención, una novela susceptible de transformarse en cuatro nouvelles por las cuatro historias que contenía. En ese libro, se nos daba cuenta de una anoréxica de aires casi demoníacos, un corredor de maratón cuyo único objetivo era la meta de la carrera, una mujer que contempla el progresivo deterioro de su madre y las reflexiones amargas de un viejo homosexual, unidos todos por la soledad y el miedo a relacionarse con los demás, en una especie de inteligente recorrido por los recovecos de nuestra interioridad. Una vez más, el relato largo o la novela breve, la nouvelle, se presentaban como el molde idóneo, el hallazgo de la forma ideal para dar cuenta de aspectos de la realidad que atienden a nuestra más inconfesada intimidad. Ni que decir tiene que todo ello con el requerimiento de una prosa tendente a la más acentuada precisión y aliada a un sentido ahorrativo de los recursos literarios. Así pues, la demora en el valor de la palabra, como en la

poesía, empleada en unas narraciones de extensión muy medida, resulta muy adecuada para el género de la nouvelle, que pide una precisión mayor que en las novelas de dilatados horizontes, donde se admiten mejor los altibajos de una larga travesía. Ese escoger de la medida da como resultado un estilo de intensidad sostenida que no decae a lo largo de las obras de Barba y, por consiguiente, consigue que el lector asista a un ejercicio de escritura de la fascinación que muchos han calificado de «literatura hipnótica». Ocurre en los distintos géneros que frecuenta Barba, tanto en la poesía, como en la novela o el ensayo. Si tomamos por ejemplo la República luminosa, Premio Herralde de Novela en 2017, o Crónica natural, un libro de poemas donde se da cuenta de la muerte del padre -temática esta de la familia que pasa por ser terreno abonado de la llamada «autoficción»-, el tratamiento de los temas aboca inevitablemente a una sugestión por parte del lector, y que no creo sea otra cosa que la feliz e inteligente unión de un estilo muy


trabajado junto a la presentación de las cosas con un sesgo ante el que lector español, acostumbrado a las mil y una formas que adopta el realismo, se queda «descolocado», atrapado por el hechizo de su rareza y su singularidad. Si una historia como la relatada en República luminosa -donde se da cuenta de un suceso acaecido en una localidad rural que limita con la selva tropical en donde treinta y dos niños comenzaron a organizarse en pandillas para delinquir- hace que el lector suponga que se va a encontrar con una crónica de sesgo realista o con rasgos documentales, una vez más en la narrativa de Barba prima la indagación en nuestra interioridad que en el exterior. El tratamiento del asunto en Barba es tan distinto del esperado que en un momento determinado se dice: «En aquellos niños había una alegría y una libertad en la que en cierto modo nunca podrían llegar los niños “normales”, que la infancia quedaba mejor expresada en sus juegos que en los juegos reglados y llenos de prohibiciones de nuestros hijos». No es de extrañar, pues, que en su última nouvelle, El último día de la vida anterior, el autor retome de nuevo lo insólito incrustado en la vida cotidiana. Ahora Barba nos deleita -no hay otro modo de decirlo- con una historia de aparecidos que se saltan las maneras de conformar la realidad a que estamos acostumbrados, en este caso los códigos del tiempo, para una vez más introducirnos en una historia de tremenda soledad en el que se recurre a ese salto temporal como único modo de ser auxiliado. La historia ha sido comparada con Una vuelta de tuerca, de Henry James, autor que Barba ha traducido; pero esos saltos nos recuerdan también el aparente caos de Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo. De hecho, el libro se abre con una cita que es una conversación entre Alicia y el Conejo Blanco: «¿Cuánto tiempo es para siempre? A veces sólo un segundo...».

En esta última novela de Barba, una mujer que trabaja en una inmobiliaria se encuentra en la cocina de una casa de corte racionalista de súbito a un niño, una aparición surrealista que se incorpora a la realidad con suma naturalidad: «Abre el grifo para aclarar el trapo y, al cerrarlo y darse la vuelta, se lo encuentra en una de las sillas. Tiene unos siete años, aspecto embobado y un uniforme de escuela marrón. No es una entelequia, sino un cuerpo tan real como la balda o el fregadero», escribe Barba al incorporar esa figura. Y a partir de aquí la narración adopta, por la inquietud de la aparición, cierta ansiedad propia de esas historias de suspense de otros tiempos. Cabe añadir, también, la existencia de unas similitudes cinematográficas bien asimiladas, como la poética contenida de Vértigo, de Alfred Hitchcock, o la asfixia de una historia de vampiros como Déjame entrar, de John Ajvide Lindqvist. La relación de la mujer y el niño está adaptada a los puntos de vista de ambos, de ahí que la narración esté dividida en dos partes que corresponden cada una de ellas al dominio de la mujer y, luego, del niño. En este juego de intercambio del predominio de ambos protagonistas, ambos se alternan para expresar sus propias soledades. Pero antes de la conciencia de la soledad está el ejercicio de la introspección. Cuando la mujer conoce al niño, mejor dicho, cuando éste se le presenta como una aparición venida de otro mundo, ella sabe que no es una fantasía, que está ocurriendo realmente pero en otra dimensión. En ese momento ella toma conciencia de la necesidad imperiosa de la introspección, de esa indagación en la conciencia a través de este pretexto cierto pero surreal: «Y hay también algo vil, algo de estafa burda en la distancia con la que el niño le ha hecho acercarse, como si la hubiese obligado a husmearse a sí misma», dice, en una atracción que la mujer vive como un imperativo, a pesar de asegurar:

«es feo el cabrón, como un demonio». La atracción se vive, entonces, como una obligación irrechazable. Por eso, a pesar de algunos esfuerzos iniciales de la mujer por cumplir sus tareas laborales en la inmobiliaria y vender la casa en donde encuentra al niño, finalmente advierte que no es posible prescindir de esa propiedad y perder al niño, a quien está ya indisolublemente ligado. Arriesgándose a estropear su reputación como mejor vendedora de la inmobiliaria, la mujer pasa cada vez más tiempo en la cocina de la mansión a la espera de la aparición del niño y sus caprichos. Abandona cada vez con más frecuencia a su marido, dejándolo en el domicilio conyugal mientras ella decide quedarse en esa casa vacía hasta que el niño se le aparezca y, entonces, se le viene a las mientes la aventura de Alicia, cuando ante la aparición del Conejo Blanco, cae por la madriguera hacia otra dimensión: «No es verdad, nadie ha engañado a Alicia. Ni el Conejo ni ninguna otra cosa. Alicia quiere bajar al infierno. ¿Para qué? Para sentir, tal vez». Pasamos, ahora, a la segunda parte del libro, donde el paisaje, la mansión, es la misma y la mujer se encuentra allí pero en el tiempo en que el niño es real y en un cambio de tornas ella adquiere ahora la cualidad de ser la aparición, aquella que se ha colado en un intersticio del tiempo, haciendo honor al título de la narración porque ese colarse en el intersticio del tiempo se vive como el último día de una vida anterior y el primero de una vida por venir. ¿Hay que volver a decir que esta historia es fascinante y proclive a desenredar de nuevo lo de la escritura hipnótica a que nos referirnos antes? Lo haremos.

por Juan Ángel Juristo

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«Quiero hacer una obra sudaca terrible y molesta» Diamela Eltit

El cuarto mundo Editorial Periférica 184 páginas

Fue Agota Kristof quien manifestó, por boca de Sándor Lester, el protagonista de la novela Ayer, que «uno no puede escribir su propia muerte». Se lo hace ver el psiquiatra, y el personaje está de acuerdo con él, porque obviamente cuando uno está muerto no puede escribir. «Pero, en lo más profundo de mi ser, pienso que puedo escribir cualquier cosa, incluso si es imposible y aunque no sea verdad», se rebela el alter ego literario de la narradora húngara. Simétricamente, así como no se puede escribir acerca de la muerte propia, o mejor dicho sobre lo que ocurre tras ella, tampoco se puede escribir de lo que sucede antes del nacimiento. Los dos extremos de la vida son inefables. Solo escritores audaces, por lo general inclasificables, se han atrevido a traspasar estas fronteras. En lo que respecta al comienzo de la existencia, tal vez sea Sterne el primer escritor que concibió una novela literalmente ab ovo: el protagonista de su Tristram Shandy (1759) es capaz de narrar, con un detallismo que llega a ser cómicamente absurdo, el momento exacto en el que fue concebido. Con un tono muy distinto, el narrador inicial de El cuarto mundo recuerda el día en que fue engendrado por su padre y, a 66

continuación, los meses de vida intrauterina y el parto. Publicada en 1988, El cuarto mundo es la tercera novela de la escritora chilena Diamela Eltit, después de Lumpérica (1983) y Por la patria (1986), textos formalmente más rupturistas y exigentes, motejados con cierta liviandad por algunos críticos como «experimentales», en el sentido de que no hacen concesiones al lector y exhiben una escritura «opaca», de arduo desciframiento, que reproduce el flujo de conciencias alteradas propio de personajes marginales, quienes deambulan entre la indigencia y la locura. Contrastada con sus predecesoras, El cuarto mundo exhibe en su primera parte un lenguaje menos ríspido, una prosa más trabajada, de mayor transparencia a nivel de la enunciación, por mucho que bajo la superficie se agiten pulsiones tan violentas como las que dominan a los personajes de Por la patria. De este libro, precisamente, retoma Diamela Eltit, en El cuarto mundo, la escena liminar de una voz que precede al nacimiento del narrador, testigo desdoblado de su propia concepción, producto de un acto de sojuzgamiento nada compasivo, llevado a cabo por el hombre cuando su esposa se encuentra en un estado de

suma debilidad por culpa de la fiebre. Al día siguiente, con el mismo oportunismo, el padre engendra a una niña, la melliza que asume la voz en la segunda parte de la novela, ostensiblemente más breve. Unidos de forma inextricable, los hermanos comparten el espacio fetal, cada vez más exiguo, en una lucha por hacerse un lugar en el mundo que se prolongará luego del nacimiento. Una vez fuera, competirán por captar la atención de los adultos, abstraídos en sus propias guerras de poder. Ella logrará dominar primero el lenguaje articulado, mientras que su mellizo caminará antes, conquistando así los rasgos más distintivos del animal humano. Ambos niños quedarán marcados por la mirada de sus progenitores, pero sobre todo por su palabra. Él recibe el nombre del padre; ella, «otro nombre». Ninguno de los dos se menciona en el texto. Solo conocemos aquel no oficial que la madre le da, secretamente, al hijo hombre, travistiendo de esta forma su identidad: María Chipia. En una entrevista, Diamela Eltit ha explicado que lo tomó del libro Las brujas y su mundo, de Julio Caro Baroja, que estaba leyendo mientras escribía la novela, debido a su interés en las mujeres juzgadas por la Inquisición. Del mismo


estudio sacó el nombre de María de Alava, la nueva hermana que nace cuando los mellizos son todavía niños, desatando otra escalada de celos y envidia. Este quinto integrante trastorna aún más el frágil equilibrio de la familia. Surgen dos bandos: la madre estrecha su vínculo con los mellizos mientras que el padre se acerca a la recién llegada, a quien intentará moldear a su imagen y semejanza luego de fracasar en su intento de hacerlo con el hijo. Casi de más está explicitar que, en El cuarto mundo, «la familia, pilar intocable de la ideología oficial nacional, es desmontada en su realidad más profunda y oculta», tal como advierte la investigadora chilena Marcela Prado Traverso. Frente al opresivo espacio cerrado del hogar, el mundo exterior es, a los ojos de los mellizos, una fuente constante de amenazas, pero también de nuevos objetos del deseo. Declara el narrador: «La ciudad, tibiamente sórdida, nos motivó a todo tipo de apetencias y activó nuestras fantasías heredadas de mi madre. Se podía palpar en el espesor ciudadano el tráfico libidinal que unía el crimen y la venta. Los bellos torsos desnudos de los jóvenes sudacas semejaban esculturas móviles recorriendo las aceras. En ese breve recorrido nuestros ojos caían en una bacanal descontrolada». Un día, el hermano se pierde entre las calles de la urbe, alcanzando en la periferia una ambigua experiencia sexual cuyo recuerdo lo obsesiona y que termina por confesar a su hermana melliza, induciendo en ella, como por contagio mental, un estado de enfermedad y delirio. Los sueños, sobre todo aquellos que maduran al calor de la fiebre, juegan en El cuarto mundo un papel determinante. Conectan a los personajes con sus miedos y deseos secretos, y hasta son capaces —de una forma que está más cercana al pensamiento mágico que al psicoanálisis— de transmitirse de la madre al hijo en gestación, modelando su identidad sexual y su personalidad. El inconsciente, libre de su guardián por un tiempo, se abre paso mediante la actividad onírica hasta hacer estallar las compuertas que mantienen a raya los tabús más arraigados.

Transcurridas las dos terceras partes de la novela, y luego de sobrepasar un punto de no retorno en materia de trasgresiones, ni el lenguaje empleado hasta ese momento ni su capacidad de representación parecen ya suficientes. La revelación necesita echar mano de la alegoría. La hermana melliza asume la voz narrativa subvirtiendo el simbolismo mariano de la anunciación para proclamar que un hijo viene en camino. En este nuevo ciclo, el encierro uterino se extiende a toda la casa. Los personajes se enclaustran en ella cortando toda comunicación con el mundo exterior. Los tres hermanos se entregan a ritos inenarrables mientras sus padres se convierten en testigos horrorizados y, a la vez, morbosos. A partir de este punto, Diamela Eltit adopta un estilo más cercano a sus primeros libros. Sin llegar a los extremos neobarrocos de Lumpérica, el lenguaje se enrarece: tan pronto da rienda suelta al erotismo como asume extrañas formas hieráticas o histéricas que incomodan al lector. «Quiero hacer una obra sudaca terrible y molesta», confiesa la hermana melliza en cierto momento del relato. En uno de sus gestos autorales más reconocibles, Eltit configura situaciones y elabora imágenes perturbadoras que cifran la alienación del momento histórico por el que atraviesa la urbe sudaca a fines de los años ochenta, entregada al «maleficio» de la codicia y las privatizaciones que le había lanzado «la nación más poderosa del mundo». Si bien El cuarto mundo es una novela «situada» —como diría Enrique Lihn—, en la medida en que pertenece a un contexto ideológico y cultural irrepetible, su vigencia radica en que propone una respuesta que trasciende a las limitaciones de la época y resuena hoy con toda su potencia oracular. Como se puede leer en el libro: «[María Alava] Dijo que la nación más poderosa cambiaba de nombre cada siglo y resurgía con una nueva vestidura. Afirmó que únicamente la fraternidad podía poner en crisis a esta nación». Nacida en 1949, Diamela Eltit es adscrita por Cedomil Goic a la «contes-

tataria» generación de 1972, «cuya experiencia se vio afectada por los golpes de estado militares y la represión y el exilio», pero también por la «desglobalización ideológica y el derrumbe del socialismo», como apunta el crítico chileno en su Brevísima relación de la historia de la novela hispanoamericana (2009). En una sincronía casi perfecta, comprobamos que El cuarto mundo se publicó en 1988, un año antes que la caída del Muro de Berlín y dos años después que apareciera El gran cuaderno, de Agota Kristof, primera parte de la trilogía «Claus y Lucas», sobre dos gemelos abandonados por su familia, en un país en guerra, que quedan al cuidado de su abuela, a quien todos llaman la Bruja. Resulta evidente la alusión al cuento de hadas «Hansel y Gretel», recopilado por los hermanos Grimm. Como los protagonistas del Märchen —así prefiere llamar André Jolles a esa forma literaria que solo en apariencia es simple o ingenua—, los gemelos de Kristof deben sobreponerse a los maltratos de la vieja y aprender a sobrevivir en un mundo hostil que no pueden enfrentar con las herramientas que proporcionan la moral convencional ni la ética filosófica. Consecuentemente, son al mismo tiempo cándidos y crueles, generosos y egoístas, capaces de cualquier artimaña para comer, y de someterse a brutales pruebas de resistencia. Los mellizos sin nombre de El cuarto mundo también plantan cara a una sociedad hostil, represiva en el más amplio sentido del término, heredera de las prácticas de control y exterminio del Tercer Reich y de la moral castrense y castrante del Tercer Mundo. El «cuarto mundo» es, por contraposición, el espacio de la «fraternidad», que asume sin complejos la oscuridad que habita en cada ser humano, oponiendo a las arteras metamorfosis del poder «un homenaje simple y popular».

por Pedro Pablo Guerrero 67


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Los fantasmas que nos habitan Elvira Navarro

Las voces de Adriana Literatura Random House 142 páginas

Cuando se sufre la pérdida de un ser querido, al dolor se suma la extrañeza de que el mundo siga girando como si nada hubiera pasado. ¿Cómo es posible que salga el sol, que abran las tiendas, que la gente vaya a trabajar? ¿Cómo es posible que la vida no se detenga? Pero es esa misma vida la que se encarga de bajarnos a la tierra para que podamos seguir adelante. Adriana ha perdido a su madre y aún está viviendo el duelo cuando su padre, que vive a trescientos cincuenta kilómetros, sufre un ictus. La vida de la joven estudiante de doctorado se ve alterada por las cuestiones prácticas que conlleva cuidar a un enfermo: los viajes, la convivencia temporal pero exigente, la búsqueda de alguien que lo ayude, el choque con el fuerte carácter del hombre… El padre, todo un personaje, es un hombre vitalista que necesita probarse que está vivo. Todavía arrastrando algunas secuelas del ictus, empieza a usar una aplicación de citas y encadena relaciones con mujeres que, con suerte, le duran unas semanas. Una huida hacia delante para vencer el miedo a estar solo.

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Adriana debe recalibrar su relación con su padre, y ese es el punto de partida de esta novela que se expande a continuación hacia otros dos territorios: el recuerdo de la casa de su abuela, donde Adriana creció y que ahora está a la venta, y la fuerza de las raíces y el amor hacia su madre y su abuela. La novela está dividida en tres partes (‘El padre’, ‘La casa’ y ‘Las voces’) y cada una de ellas aborda desde ángulos distintos sus temas centrales: el duelo y la pérdida, los vínculos familiares, la conciencia de la finitud de la vida y, sobre todo, como verdadero motor de la narración, la memoria. La primera parte es una reflexión sobre ese momento crítico en que se pasa irremediablemente a la adultez. «Cuando los hijos empiezan a ser padres de sus padres, ¿comienzan a estar definitivamente solos?», se pregunta Adriana mientras repara en que convirtiéndose en la responsable de quien hasta entonces la había cuidado, está perdiendo definitivamente la condición de joven para entrar en una madurez que preferiría no asumir. Eso hace que la conciencia de la muerte y

de los límites de la vida, muy presente desde que su madre enfermó, sea mucho más poderosa. A la orfandad que siente desde que murió su madre se suma otro tipo de orfandad que llega con la pérdida de la casa familiar, que tenía para ella algo de útero materno, de lugar donde estar a salvo. «Antes que individuos, somos lugares donde confluye todo lo que nos precede», reflexiona la joven, y eso incluye las ausencias, el recuerdo de quien estuvo antes, de quien nos dio la vida y nos cuidó. Esa genealogía se muestra en ‘Las voces’ a través de tres generaciones de mujeres —la abuela, la madre y la propia narradora— que hablan por boca de Adriana. Escuchándolas descubrimos el enorme arco que diferencia sus vidas. La abuela trae el recuerdo de una generación educada para cuidar de la familia y de la casa: «Enseguida tuve hijos y demasiadas cosas que hacer. […] Afirmo que esto fue lo mejor porque me ha impedido desear. Frustrarme. He tenido siempre lo que quería porque lo que quería coincidía con lo que tocaba», explica, mostran-


do una resignación de la que quizá no era —o no quería ser— consciente. La madre es la voz de una generación que empezaba a ser libre sin serlo del todo. Ella, que estudió medicina, no pudo elegir la especialidad, sino que fue su padre quien le impuso que fuera pediatra, lo único que no resultaba ridículo siendo mujer. Y, por último, la voz de Adriana, que se infiltra a lo largo de toda la novela y que nos habla de una generación a la que le cuesta abrirse y relacionarse, que se esconde tras la distancia de las redes sociales y que busca un lugar en el mundo que no termina de encontrar. La reflexión sobre la familia, la orfandad y los vínculos gira en torno a una reflexión más amplia sobre la memoria. Por un lado está la memoria familiar, explorando los recuerdos de la niñez de Adriana —con algunos pasajes muy hermosos, como cuando explica sus juegos con la máquina de rayos X de su madre—, sus primeros años con la abuela, la relación de sus padres; por otro lado, la memoria histórica, presente a través de la voz de la abuela, cuyos hermanos fueron asesinados durante la guerra por ser los hijos del patrono. También está presente una memoria muy física de la narradora, que se apoya en texturas, materiales y olores para rescatar sus recuerdos: las habitaciones de la casa, que guardaban el olor de quienes las ocuparon años atrás, las baldosas hidráulicas del suelo, el tacto frío de la escalera de mármol, el musgo que cubría los muros. Todo ello lleva a una descripción muy hermosa del descubrimiento del mundo de la Adriana niña, un asombro que ha mantenido intacto y que aún le permite apreciar que «la existencia está hecha de tan pocas cosas que parece un milagro». En las páginas finales de ‘La casa’, Adriana recorre mentalmente las estancias de la vivienda y repara en que el zaguán servía como preparación «para llegar al universo familiar, para asumirlo de una manera orgánica».

Las dos primeras partes de la novela funcionan como el zaguán de esta narración, un espacio para que el lector entre al poderoso capítulo final de una forma orgánica y natural. ‘El padre’ y ‘La casa’ están al servicio de ‘Las voces’, son la introducción necesaria para llegar hasta ahí con el contexto que hace falta para que entendamos en toda su dimensión lo que estas voces vienen a decirnos. Elvira Navarro (Huelva, 1978) ha cuidado especialmente la arquitectura de esta novela en la que cada suceso narrado y cada fragmento de información están en el orden exacto y tienen el peso exacto. Alterando cualquiera de ellos la construcción se derrumbaría, y esto evidencia el meticuloso trabajo de orfebre de la autora, preocupada porque el lector no se quede en la superficie del relato, sino que la acompañe en el proceso vital que está relatando. Que sienta sus dudas y su incertidumbre. Que entienda que sobre los asuntos verdaderamente capitales hay más vacilaciones que certezas, más zozobra que sosiego. Hace falta un gran dominio de la técnica narrativa y un sentido del tiempo y del ritmo muy precisos para que todo encaje y el resultado no sean unas notas deslavazadas sobre el sentido de la vida. También es necesario dominar el tono de la narración, y de nuevo la autora demuestra su saber hacer jugando con él, ajustándolo en cada parte: podríamos decir que más que una historia, nos está haciendo partícipes de un estado de ánimo. En la primera parte la historia está contada con ligereza y humor, representa el presente y el futuro; en la parte central, el tono se vuelve más melancólico para transmitir la nostalgia de la niñez y de un pasado en que su madre y su abuela estaban vivas; y en la parte final, la intensidad aumenta para revivir a estas dos mujeres y darles voz, para permitirles que nos cuenten lo que no contaron antes, lo que no sabían que podían contar.

La narración también se articula alrededor de preguntas que, repartidas hábilmente a lo largo del texto, revelan las preocupaciones de la narradora: ¿Cómo se reordena el mundo tras una muerte? ¿Hasta dónde nos acompañan los muertos? ¿Por qué no se olvidan las cosas que se perdonan? ¿Contar las cosas es repetirlas? ¿Acaso no sabemos que todo es una ficción? La autora despliega una interesante reflexión sobre lo que la escritura tiene de reconstrucción, de reinvención de unos hechos que pasados por el filtro de la memoria y el lenguaje acaban por ser otros. También reflexiona sobre la imposibilidad de «usurpar» completamente la voz de otros: la madre y la abuela de Adriana se rebelan —en un perspicaz recurso metaliterario— y protestan porque ellas nunca utilizarían el lenguaje con el que hablan en el texto, o no podrían expresar esas ideas porque no tenían conciencia de ellas, y se preguntan quién les estará poniendo esas palabras en su boca. Adriana escribe —vomita, según ella misma confiesa— unos «poemas malos» al hombre con quien tuvo una relación. Aunque la idea del vómito como «lo que se escribe en un estado emocional que no es el más adecuado para la literatura» es atinada, reproducirlos aquí resulta innecesario, pues no aportan demasiado a la narración, igual que algunas repeticiones excesivas —como la insistencia de la madre en contar su desmayo durante una operación de ojo cuando estudiaba Medicina—, con las que la autora subraya algunos rasgos. Estos detalles no empañan el acierto con el que Elvira Navarro ha resuelto esta novela, que combina una admirable técnica narrativa con un relato lleno de vida para ofrecernos un libro notable.

por Eva Cosculluela

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Crónicas de una resurrección Julián Herbert

Ahora imagino cosas Penguin Random House 168 páginas

Julián Herbert (Acapulco, 1971) lo tenía todo para haber acabado muy mal. Hijo de una prostituta que vivía a salto de mata, podía haberse sumido en los bajos fondos mexicanos y haber terminado al servicio de uno de los cárteles de la droga, sicario o delincuente por cuenta propia. Podría haber empleado sus dotes literarias como letrista de narcocorridos. Y es cierto que se hundió en el pozo del alcoholismo, que consumió sustancias estupefacientes. Pero salió de eso, resucitó si se puede decir quitándose de un manotazo de voluntad lo que era casi título de novela: crónica de una muerte (física, moral) anunciada. Antes y después de ese golpe de timón ha sido, es, uno de los más destacados escritores mexicanos de su generación. No fue excepción en el mundo de los escritores, y mucho menos en los de su país. La literatura mexicana ha dado muchos alcohólicos y no pocos acabaron tan mal como el padre de Octavio Paz, «atado al potro del alcohol». Incluso algún mexicano de adopción fue notorio ebrio que legó esa propensión al protagonista de su libro más cono-

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cido. Me refiero a Malcolm Lowry y al cónsul Geoffrey Firmin de Bajo el volcán. Otros han conseguido zafarse del mentado potro, y como el crítico Christopher Domínguez Michael o el poeta y traductor David Huerta, fallecido el año pasado, son o han sido, no alcohólicos anónimos, sino ex alcohólicos ilustres dentro de ese país que parece estar, como un alacrán borracho, metido en una botella de mezcal. Es autor, Herbert, de Un mundo infiel (2004), Cocaína (Manual de usuario) (2006) y el premiado y estremecedor Canción de tumba (2011), donde recrea la historia de su infancia y de su madre, además de otros libros que incluyen, junto a la novela, poesía y cuento. Ahora imagino cosas es una colección de ocho crónicas (él las llama así) variopintas: algunas de ellos remiten a épocas anteriores a la resurrección, y alguna es inmediatamente posterior. La inteligencia y las dotes narrativas están presentes en todas. Quizá sería más exacto calificarlas de narraciones a secas. Mencioné antes a Lowry. Fue camino de Acapulco cuando al novelista se le ocurrió la trama de Bajo el volcán. Una

de las mejores piezas de la colección de Herbert trata de esta ciudad costera del estado de Guerrero, de la que él mismo es nativo, que en tiempos fue lugar idílico (Luis Cernuda iba allí con su amor de principios de los años cincuenta) y hoy es poco recomendable o, en todo caso, un entorno muy deteriorado, como el alcohol adulterado (y en ocasiones mortal) que el narrador y su novia ansían beber al comienzo de «Acapulco Timeless» (lo de «atemporal» solo puede ser ironía referido a un sitio que tanto ha sufrido el paso del tiempo). El cronista se entrevista con lugareños, incluido algún policía. Recibe de boca de otros lo que él ya sabe: la extensión de la corrupción, los tentáculos larguísimos de la delincuencia, la falta de futuro que como una costra cubre gran parte de México, donde suceden cosas que resultan inverosímiles en otras latitudes. El cronista más de una vez dice que no puede revelar el nombre de su interlocutor, ya personaje en letra impresa, para preservar su seguridad. País de extremos México, el narrador visita en Acapulco el Polígono D:


«distópicas barriadas posrurales cortadas a tajo por el bulevar Vicente Guerrero, la avenida por la que circula el Acabús, un moderno transporte público que atraviesa el maxitúnel no sólo para llegar más rápido desde la periferia lumpen hasta la zona hotelera, también para pasar debajo de la carne humana en descomposición sin tener que mirarla». Ese contraste se produce también en el choque entre lo más sórdido, tantas veces aireado por otros, no sin sensacionalismo, y el Acapulco sensual que todavía resiste y, sobre todo, el de antaño: «Siento que algo recóndito quedará del Acapulco arruinado y sin embargo glamoroso y romántico que atisbé en mi niñez. Quiero encontrarlo». Le sirve para ello un tal Virgilio (¿nombre también ficticio?) que, como el autor de la Eneida guía a Dante en su Comedia, hace lo propio con Herbert en este recorrido simultáneo del Paraíso, el Purgatorio y el Infierno que es este Acapulco, «un lujo derritiéndose al sol». No solo refleja lo que ve, también apunta causas, y sin exculpar al narco aduce explicaciones sociológicas e históricas. Si uno deseara solo un reportaje, la intromisión del narrador podría resultar fastidiosa. Pero Herbert ha pasado hace tiempo la raya de ser un escritor reconocido y admirado, de modo que esa presencia suya en estas páginas (y casi todas) es bienvenida. Es un valor añadido y, si se quiere, tenemos aquí un puñado de capítulos parciales de unas memorias. «No soy lo que llaman un periodista puro: yo sólo soy un escritor que va de paso, por eso sé cómo decir sin decir un secreto», guarda sus espaldas Herbert. El fútbol y el sexo, con las juergas en las que corre el licor y la droga, son el telón de fondo de la pieza que da título al libro. No faltan los homenajes literarios, como el de la celebración del Bloomsday en 2015 (aquí, a los excesos se suma el whiskey irlandés y los riñones «como lo ameritaba St. James

Joyce»). Una enfermedad en Shanghái seguida del reencuentro con el hermano del autor, que vive en Japón, proporciona un emocionante encuentro tantos años después en un contexto aparentemente inopinado para dos mexicanos. El recuerdo de sus inicios literarios es paralelo a los musicales, pues el importe de un primer premio se lo gastó en sufragar un disco de su banda, y otra de las crónicas de este libro es de una gira con el grupo, un catálogo de demasías, de demasiadas demasías. El final de esta pieza, «Radio Desierto», es explícito: «Ahora todo es distinto. Tengo cuarenta y siete años. Hace poco me interné en una clínica prepsiquiátrica para el tratamiento de las adicciones». Mazatlán, en Sinaloa, es puerto de muy buen pescado y marisco pero aquejado en los últimos lustros de esa otra producción, droga y muerte, que tiene su capital en Culiacán, patria de El Chapo Guzmán pero también de uno de los autores que mejor ha contado el ambiente del narco: Élmer Mendoza. Mazatlán no es manca tampoco: en ella nació el cantante y actor Pedro Infante. Y en ella han trabajado en los fogones dos importantes chefs. Este texto, «El camino hacia Mazatlán», está narrado en el presente histórico tan apropiado para la crónica y, quizá el relato más luminoso del conjunto, irradia cierto optimismo alentado por un turismo aún no en manos de las grandes cadenas y que conserva lo que se puede llamar una proporción humana. «Bajan» se desarrolla en Baja California Sur, en Los Cabos. Allí Herbert cuenta cómo, al enfrentarse a la idea de que, absorto en el bourbon y la cocaína, deja desamparado a su hijo, toca fondo y decide cambiar de forma de vida. «Esto es como respirar oxígeno y gasolina al mismo tiempo», dice por teléfono a su ex mujer, pidiéndole ayuda. No es México, con China, el único escenario de Ahora imagino cosas: «Ñoquis con entraña» se desarrolla

en Talca (Chile), a cuya universidad el narrador ha acudido a intervenir en un congreso académico. Pero congreso e intervención quedan eclipsados por el asesinato de una muchacha. La crónica se convierte así en la reconstrucción de ese crimen, a lo Truman Capote en A sangre fría. Herbert administra muy bien las dosis de información, las idas y venidas en la estructura del relato. Más crímenes, más violencia aborda el último texto del libro, «La leyenda del Fiscal de Hierro», sobre las guerras del narcotráfico en el noreste de México, en Tamaulipas, con un protagonista de ellas. «La trama oculta de este relato [...] no cabría en una peli o en una crónica», escribe Herbert. Pero lo que cuenta en la suya ya es una narración poderosa que cubre muchos años aunque seleccionando sus momentos álgidos o, como el autor dice, sus highlights. Literatura de viajes en la que pasan cosas es esta, testimonios de primera mano y reconstrucciones a partir de documentación proporcionada por otros peinada con el fin de articular una narración, episodios autobiográficos que transitan las ambiguas sendas de lo confesional y la autoficción. Varias de estas piezas se publicaron originalmente en Letras Libres, El País Semanal, Gatopardo o en Aire, la revista de Aeroméxico. Cuatro de ellas (la mitad) permanecían inéditas. Una primera edición apareció en 2019 en la filial mexicana, antes de volver a ver la luz en España en 2022. «La crónica, ornitorrinco de la prosa», escribió Juan Villoro tratando de mostrar el carácter híbrido del género. Ahora mismo imagino cosas es, bajo ese análisis zoológico, un pasaporte por el cual entendemos que Herbert no reside en Saltillo, Cohauila, México, sino en la Australia de la literatura.

por Antonio Rivero Taravillo

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Narrar lo inenarrable Cristina Araujo

Mira a esa chica Tusquets 329 páginas

Tras una noche de fiesta popular, una chica —esa chica— camina con varios chavales que acaba de conocer. Bromean. Se ríen. Están alegres y borrachos. De pronto, un portal, un hueco minúsculo. No hace falta seguir: todos conocemos esta historia que no es sólo un argumento, sino un dramático suceso real. En Mira a esa chica, ganadora del Premio Tusquets de novela 2022, Cristina Araújo (Madrid, 1980) construye un relato de ficción a partir del esquema argumental del caso de La Manada. Sus páginas trazan suficientes paralelismos con el mediático proceso judicial como para que el lector pueda identificar enseguida el modelo. Sin embargo, las similitudes del texto con el asalto de los Sanfermines de 2016 van más allá de los elementos del crimen ya anclados a nivel simbólico en nuestro imaginario (el ambiente de fiesta, el portal, las grabaciones, el móvil roto, el banco) y se incardinan en el debate que el juicio suscitó a nivel público, político y jurídico: la cuestión clave del consentimiento, la complejidad emocional que asoló a la víctima e incluso el sentimiento de perplejidad

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de los agresores ante la denuncia, esos tipos «imbéciles, simples y primarios», según dijo su propio abogado, cuyo único pecado fue, oh pobres inocentes, no saber interpretar como «no» la ausencia de palabras de una chica acorralada. A partir de ahí, Mira a esa chica coloca el episodio de la violación como epicentro de una historia que se expande temporalmente hacia atrás y hacia delante. Ese núcleo es un hito que dividirá a Miriam Dougan, la protagonista, en dos personajes distintos: la joven acomplejada por su gordura que se desvivía por llamar la atención y la joven anulada que solo querrá pasar desapercibida. Un díptico de dos muchachas separadas por una mínima y a la vez contundente bisagra: la traumática agresión. Los capítulos que ponen el foco sobre la Miriam de antes sirven para dotar al personaje de su dimensión psicológica necesaria a la vez que incorporan otros motivos (el bullying y la gordofobia, sobre todo) que alejan la obra de nuestro conocimiento sobre el caso de La Manada. El historial de Miriam, los desprecios que ha sufrido desde niña,

los complejos provocados por su físico y su desesperado anhelo por ser deseada explicarán —aunque no haría falta— su conducta aquella noche, su actitud desinhibida e incluso provocativa con chicos mayores que ella. También explicarán —aunque tampoco haga falta— su sentimiento de culpa («estaba lubricada») y las vacilaciones de su testimonio. Por otro lado, dichas analepsis permiten insertar la anécdota en un retrato más amplio, entre costumbrista y cruento, de la adolescencia. Para completar el fresco, los capítulos que giran en torno a la segunda Miriam, la joven violada, relatan cómo continúa la vida de esa chica —ya casi sin nombre ni identidad, despersonalizada en el demostrativo— mientras se desarrolla el proceso judicial y el resto de la sociedad discute su caso como si la vida le fuera en ello. Estas dos Miriams se van dando el relevo en una narración de capítulos cortos a través de saltos cronológicos rápidos con una técnica bien medida que, a pesar de su viveza, no genera mareo ni confusión. Allegro ma non troppo, que podríamos decir. En el texto


se incorporan, además, diversas pinceladas de narración extradiegética (algunas declaraciones del juicio, un fragmento del informe forense o las conversaciones del grupo de WhatsApp de los violadores, por mencionar algunas) que se añaden a manera de collage sobre un lienzo en que se alternan, siempre en tiempo presente —el tiempo detenido en que vive Miriam—, las voces en segunda y tercera persona. El uso de la segunda persona narrativa presente se convierte en uno de los mayores aciertos de la novela: muestra verbalmente la escisión del personaje, esa chica que ya nunca será la que era, que se cuestiona, se analiza y se reprocha, que se culpa y se perdona, que habla de sí misma con la única interlocutora posible: esa chica, ella. A estos procedimientos Araújo suma un reiterado recurso a la elipsis, el empleo de diálogos sin comillas y la tendencia hacia las frases entrecortadas («Pero si tú ni siquiera sabes si. Y además, cómo llamarías a.»). Todo ello, creemos, forma parte del empeño consciente por generar un lenguaje propio que refleje el coloquialismo y los rasgos comunicativos de la generación Z. La escritora madrileña consigue encontrar así un estilo eficaz cuyo aspecto sencillo se asienta, en realidad, sobre un andamiaje bien edificado. Pero no todo son aciertos. Si bien no albergamos dudas de que nos hallamos ante una obra ambiciosa con un resultado más que notable, algunos pasajes, en especial de la segunda mitad, quedan desgajados y no logran integrarse bien en el conjunto del libro. Tampoco terminan de convencer la mayoría de personajes secundarios. Frente al fino trabajo que la autora realiza al moldear a Miriam, el resto de figuras secundarias quedan desdibujadas, como concluidas en apenas tres brochazos: Vix, la amiga fiel; Jordan, el guaperas buena persona; Paola, mujer ideal, hermosa y empática. La construcción un tanto esquemática de dichos personajes se ve, además, las-

trada por un arbitrario bautismo con nombres extranjerizantes (los ya mencionados y otros como Tallie, Monique o Lukas, acompañados de apellidos como el mismo Dougan, pero también Tibbets, McGrath, Kaplan, Lachance o Kazatchkine) que no se explica dentro del universo de un relato que, a pesar de evitar las coordenadas geográficas, evoca referencias que necesariamente sitúan la trama en España (¿en qué otro lugar del mundo podría un personaje aludir a la casposa serie La casa de los líos?). Suponemos que esta torre de Babel en que parece desarrollarse la historia obedece a algún designio específico de la autora (¿o responderá, sin más, a un guiño personal e inaccesible?), pero, frustrados e incapaces de adivinar cuál puede haber sido, sólo hemos conseguido que el asunto nos distraiga esperando encontrar, en cualquier línea, una clave hermenéutica que finalmente no llega. Dejemos de lado, no obstante, estas pequeñas objeciones que atañen, a fin de cuentas, a cuestiones más bien accesorias. Al hablar de cualquier asunto relacionado con La Manada, no podemos evitar el sentimiento de que deslizamos los pies sobre un cable de funambulista —cada paso al borde del vacío— y preguntarnos, como Silvio, qué palabras usar «sin que se haga sentimental, fuera de la vanguardia, o evidente panfleto». Todo lo dicho sobre el brutal asalto sexual que sufrió una adolescente —podría haber sido yo, nos repetimos— en aquel julio suena —ha de sonar— indefectiblemente frívolo al lado del hecho en sí. Porque cómo hablar de lo innombrable. Y no es que la violación sea una novedad en literatura. Si, por ejemplo, probásemos a quitar las violaciones de las Metamorfosis de Ovidio, este colosal texto quedaría casi reducido a la extensión de un microrrelato. Hera, Deméter, Alcmena, Leda, Europa, Dánae o Calisto. Y otras tantas. Tamar. Lucrecia. Laurencia. Isabel Crespo. Doña Ana de Ulloa. Tristana. Lolita. Eréndira. Tam-

poco resulta exactamente novedoso hoy contarlo desde la perspectiva de la víctima. Lisbeth Salander. Offred. Precious. Incluso existe ya un primer acercamiento literario al material de La Manada: en 2019 Jordi Casanovas montó Jauría, una sobrecogedora pieza de teatro documento cuyo texto se construía a partir de la reproducción verbatim del proceso judicial. Ahora, Mira a esa chica se suma a esta necesaria tradición de las letras universales que habla de la violencia sobre las mujeres y engrosa la lista de relatos que lo hacen conscientes de que importa tanto el qué como el cómo. Buena acróbata de las palabras, Araújo atraviesa con éxito la cuerda floja. Publicada apenas dos meses después de la aprobación de la ley del solo sí es sí, se trata de una novela que, en términos de mercadotecnia, ha sabido aterrizar muy a tiempo. De las obras que nacen con el don de la oportunidad suele recelar una y, prejuiciosa como es, sospechar de sus méritos literarios. Sería injusto hacerlo en este caso: más allá del tema que aborda, Mira a esa chica tiene las virtudes necesarias para ganarse con derecho propio el valioso tiempo del lector que la tome en sus manos. La ficción plasma con acierto ese cosmos aparte en que consiste ser adolescente, la difícil tarea de hacerse hueco, crearse una identidad o sentirse deseado (y, aún más, comprendido). La vívida recreación de ese paraje púber junto a una prosa que se abre paso con indudable voluntad de estilo conforman aval de sobra para este libro. Cristina Araújo se estrena en la narrativa, en fin, con una voz que se anuncia contundente. Y esto es quizás lo que más nos gusta. Porque lo bueno de las primeras veces buenas es que, quieran o no, llegan siempre preñadas de futuros deseables. Mira a esa chica nos trae de regalo esa promesa.

por Cristina Sanz Ruiz

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La flor del vacío Luis García Montero

Un año y tres meses Tusquets 80 páginas

La poesía de Luis García Montero ha dado un paso al frente con Un año y tres meses. De tono elegiaco sostenido, y con trazo firme, se trata sin duda de uno de sus libros más difíciles de escribir. Su materia resulta muy comprometedora desde el punto de vista creativo. La interpelación que se propone en «Lectores» (15-16) no puede ser más oportuna para entender esa tematización temporal, ese año y tres meses, desde la que se nos emplaza. Lectores son la pareja que leen juntos, que leen

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en la cama y comparten experiencias y conversaciones, pero también silencios en la noche y complicidad. Por eso dice en sus versos iniciales: «También es el amor una luz negociada. / Somos barcos nocturnos que fondean en esta habitación / junto a una cama que parece un puerto» (15). El libro adquiere densidad en «La verdad de las ficciones» (17-18), uno de los más interesantes poemas del conjunto, y que se convertirá, con el tiempo, en un manifiesto para los enfermos de cáncer que pierden el cabello por la quimioterapia. Una profunda indagación en lo que supone perder la identidad y recuperarla desde la ficción. Un guiño a los entresijos de la magia del arte, de ese misterio a través del cual la poesía nos ofrece una verdad. Pero la verdad de este libro no es demasiado alentadora, porque «la muerte es miserable, miserable, / la muerte es miserable» (de «Últimos pasos», 37-38). Unas páginas antes, en «Nuevo diagnóstico» (21-22), comienza a imponerse la frialdad, y el tiempo a «correr indiferente» (22). Esa frialdad posee un correlato en la composición siguiente, «La costumbre del daño» (23), una suerte de canción con tintes simbólicos que se plantea como un interludio poco esperanzador. El personaje que nos relata la historia de la enfermedad asiste perplejo al zarpazo que la vida le está propiciando a su historia de amor, a cómo ha cambiado todo de la noche a la mañana. Los lectores asistimos a ese sino inexorable, que es también el nuestro. «Historia de un desorden» (27-28) nos entrega una lección de ansiedad ante la imperturbabilidad de los objetos. Por eso concluye: «Que todo esté en su sitio / es el mayor desorden que pueda imaginarse» (28). A partir de los siguientes poemas, vienen sin duda los mejores momentos del libro, «Fuera de casa» (29), «Conversación con las ausencias» (45-46), «Animal doméstico» (47-48), «La muerte es sueño» (51-52) y «De la triste figu-

ra» (57-58) son los que más destacan a nuestro parecer. En estos poemas el sujeto verbal se halla vacío o vaciado «en medio de la nada» (29), asolado como un territorio destruido. La necesidad de salir, no solo de manera material, sino de uno mismo, de volcarse hacia otra cosa, fundirse en otro mundo, hace que el poeta huya o escape a la calle, impelido por el movimiento, por cambiar de aires y despejarse, pero «En el fondo es lo mismo / porque Madrid no está cuando piso la calle / y escucho en un murmullo, / por detrás de los coches, / estas conversaciones con la ausencia / que quería dejar encerradas en casa». (46). El poeta procura distraerse, pero la afligida realidad se impone: «Lo vacía que está una nevera llena, / la soledad de una toalla / al lado de la ducha, / el teléfono inútil al llegar al hotel, / el no callar de la televisión / que nada tiene que decir, / la falta de costumbre de un silencio / o de un sofá a la deriva / o del ordenador y la butaca / que me miran sin ojos / al pasar por la puerta del despacho» (p. 48). Realidad sin centro, sujeto sin ilusión que al final acaba asumiendo, poco a poco, la suerte que le ha tocado vivir: «Es condición del ser humano / la despedida y el encuentro / con lo desconocido, / reconocer la casa que se deja, / la habitación que nos espera / entre las fechas de los calendarios» (51), entendiendo estoicamente que «el vacío da su flor» (57). Una flor que no deseamos y que debemos aspirar, amarga pero flor en definitiva, porque la vida sigue para los que se quedan.

por Juan Carlos Abril


Causas políticas que devoran la vida María Elena Morán

Volver a cuándo Siruela 244 páginas

Hay realidades de las que tenemos conocimiento pero que se diluyen cuando la noticia desaparece de la pantalla del informativo. Pasan a otro plano. Son realidades que se viven lejos pero que ocupan los días, las semanas y los años de quienes las habitan. La escritura tiene la capacidad de expo-

nerlas de forma persistente y fijarlas en nuestra memoria, incluso, en nuestra retina. Y entonces es imposible no dolerse con los personajes que encarnan tantas existencias vividas en precariedad, víctimas de promesas salvadoras. María Elena Morán (Maracaibo, 1985) ha escrito un libro lleno de su Venezuela natal aunque lo haya redactado en Brasil donde vive en la actualidad. Su obra, galardonada con el Premio de Novela Café de Gijón 2022, nos presenta a una familia donde tres mujeres –abuela, madre e hija- afrontan las pérdidas personales y las miserias de un país cuyos dirigentes no han respondido a su entrega y militancia. La abuela Graciela ha perdido a su marido y vive con su nieta Elisa. Su hija, Nina, se ha ido a la ciudad brasileña de Porto Alegre («era mejor recomenzar en una ciudad donde los venezolanos todavía no fueran una peste») cuando la situación en su país se ha hecho insostenible. Busca ganarse la vida y poder ayudar a los suyos. Nina está separada de Camilo, un hombre que apostó por el chavismo desde el salvavidas de unos orígenes acomodados. Las tres mujeres viven sus penas de la forma más racional posible pero la narración está cargada de emoción con la descripción de escenas conmovedoras como la del vecindario sacando los colchones a la calle para dormir cuando el clima es asfixiante y la falta de electricidad se perpetúa o la conversación entre susurros entre la madre escondida en un cuarto trastero del campus universitario donde se ha instalado clandestinamente y su hija de doce años, que habla desde el piso bien acondicionado del padre. Volver a cuándo es una obra política que disecciona un país donde las cosas solo pueden ir a peor: «toda mala noticia es o será cierta». Una obra donde se alzan varias voces, todas bien definidas, todas creíbles, incluso la de los muertos, como el abuelo Raúl. Esa presencia se cuela en varios episodios de esta historia con naturalidad a pesar del compo-

nente mágico que aporta; porque hay personas que continúan dialogando con los que se fueron. Siguen muy vivas en los espacios que ocuparon y en las palabras que pronunciaron. Una forma de convivencia que no hace falta explicar. La trama evoluciona en un tono dramático sostenido donde los lectores vamos descubriendo el pasado de los personajes y las historias de unión y distancia entre ellos mientras se intensifica la situación de supervivencia (las pertenencias en una mochila salvada del fuego, la suerte de encontrar un lugar donde comer a bajo precio la que será la única ingesta del día…). En cuanto a los hombres de esta obra, el abuelo Raúl actúa como bálsamo mientras que Camilo aparece como el hombre engullido por la ideología y su causa, aquel que necesita el espaldarazo como sea («Despertaste hecho un héroe y te gustó, aunque solo tuvieras un ojo para ver tu victoria»). De su mano el relato vira en las últimas páginas hacia el género de suspense intensificando la acción pero diluyendo en parte la carga social que arrastraba el relato. El «éramos gente chévere» que expresa Graciela cuando conversa con su marido fallecido pasa a un demoledor «nos volvimos nada». La vida se ha puesto del revés para ellos, que se devoran las cutículas de las manos hasta sangrar. Este es un libro epidérmico, que el lector siente en la piel. Es la historia de venezolanos que han echado raíces fuera de su tierra, en países de esa «América desquiciada, revolucionada en promesas y esperas». Morán, como también ha hecho con la escritura su compatriota Karina Sainz Borgo, se erige en esta novela en cronista de un país acuciado por la crisis económica y moral de sus dirigentes. Combina el tono del buen reportaje periodístico de interés humano con la escritura literaria.

por Mey Zamora

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Twist-watusiboogaloo Andrés Felipe Solano

Gloria Sexto Piso 132 páginas

Es Gloria una novela llena de hallazgos, que parece haber nacido del encuentro, o reencuentro, o quizás descubrimiento de varias fotografías antiguas tan impactantes, tan chocantes, tan estimulantes, que bien merecían que alguien se inventara una historia alrededor de ellas. Una de estas imágenes, probablemente la más icónica, cierra de hecho emocionalmente el libro. No revelaré aquí su contenido, pero baste decir que hará dar un respingo a cualquier mitómano del Nueva York pop callejero. Es por esto que la intensa historia familiar que en esta novela se condensa transcurre en las 76

calles de esa ciudad. Lo hace además en un día muy concreto de 1970, en paralelo a la celebración de un magno concierto en el Madison Square Garden, más que representativo del poder latino del momento. Suena en esta novela, de fondo, mucho twist, mucho watusi, mucho boogaloo. Andrés Felipe Solano (Bogotá, 1977) no había nacido entonces, de ahí que aplaudamos la vívida ensoñación que nos regala de un tiempo y un lugar más que reconocible para la mayoría probablemente gracias al cine de la época, teniendo esta novela mucho de cinematográfico, no ya por una mera cuestión plástica sino porque parece que haya sido escrita con una steadicam. Solano nos lleva de este modo por su texto sigilosamente, elegantemente, sinuosamente de un lado para otro, acompañando todo el rato a la Gloria protagonista, de la que pronto sabremos que no es otra que la madre del autor. Estas páginas contienen por tanto un cántico a su figura, a su independencia femenina, a sus arrestos como mujer trabajadora en un mundo de hombres. Solano nos la dibuja llena de vida, también de dudas, de zozobras, pero dispuesta a darlo todo por un futuro mejor en los Estados Unidos. Qué duda cabe que bajo el retrato particular late el de la inmigración, también el de una ciudad compleja pero aparentemente llena de oportunidades. Solano se traslada de este modo, desde el presente, como extraño narrador corpóreo y acompaña a su madre de la mano por aquellas calles de Nueva York que estoy seguro al autor le hubiera gustado conocer entonces, por más que las conociera varios años después, experiencias estas que darán lugar a varios paralelismos en la trama, y que, justo es decirlo, no siempre funcionan. Uno hubiera deseado de hecho que la trama no se moviera de 1970. Los acontecimientos que en ese momento se cuentan surgen además del encuentro de varias capas de realidad, en las que la frenética noche del concierto, una intensa mañana en el

trabajo, el desconcertante visionado de unas fotografías (de nuevo aquí otro paralelismo metanarrativo, quién sabe si buscado) y el encuentro luego fortuito con el presunto autor de esas fotografías habrían bastado para dar forma a la novela. La propuesta es sin duda arriesgada, pero no se percibe en ningún momento voluntad alguna de complejizar la historia porque sí. Hay cierto lirismo sensorial en ella, pero sobre todo ha de valorarse un esfuerzo comprometido para con las posibilidades expresivas literarias. Con todo, Solano a veces da la impresión de que no confía en su lector y subraya sin querer la relación entre algunas de estas escenas que se superponen temporalmente. Es por esto que el mayor logro de esta novela reside al final en la cercanía que ofrecen sus personajes. Se sienta uno allí con ellos toda la noche y es capaz de vivir en sus carnes las tensiones que entonces se generan, presumiendo de que algo violento está ahí a punto de estallar. Hay sin duda algo de morbo en estas situaciones, también la incómoda sensación de que se está siendo testigo no invitado a la revelación de ciertas intimidades ajenas. Ocurre igual, claro está, con ese regalo literario último, tan hermoso, que Solano le hace aquí a su madre en forma de novela, que parece escrita, no obstante, solo para ella. Al finalizarla queda en cualquier caso flotando en el aire la intrigante sensación de que cuanto más se asemeje la autoficción del futuro a este tipo de propuestas mejor será para todos.

por Fran G. Matute


Vida interior de una chica rara Inma Monsó

La maestra y la bestia Anagrama 352 páginas

Inma Monsó (Lérida, 1959) ha escrito una gran novela. La maestra y la bestia (Anagrama, 2023) es una novela única, extraña, diferente en el panorama contemporáneo español. Y, al mismo tiempo, es una novela heredera de las mejores escritoras españolas del siglo XX: Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Josefina Aldecoa. Una comienza a leer la historia de Severina, una muchacha que es maestra y llega a su primer destino como interina en un pequeño pueblo de montaña en el

Pirineo catalán y acaba arrastrada por la corriente de estas trescientas cuarenta y nueve páginas que son como un caudaloso río incapaz de serenar sus aguas. Digo que es una novela río —categoría que yo misma acabo de acuñar— porque las ideas, las frases, los fragmentos de la vida interior de su protagonista se mueven, fluyen, circulan sin descanso y acaban desembocando en una misma. Es imposible no sentirse parte de las agitadas aguas que son la vida interior de Severina, una de esas chicas raras que diría Martín Gaite. La verdadera protagonista de esta historia es la mente de Severina y cómo esa mente, esa mirada, esos ojos curiosos que quieren saberlo todo y no hacen apenas preguntas, cuestionan el mundo y a los otros con una sed de infinitas experiencias. La leía y me acordaba mucho de Gabriela, la protagonista de Historia de una maestra (1990) de Josefina Aldecoa, porque, justamente, tiene diecinueve años como Severina cuando llega a su primer destino en el autobús de línea y lo cuenta todo desde su propia voz: «Yo creo que no me acuerdo nunca de la primera escuela que tuve como interina porque fracasé en ella. Fue un fracaso mío, personal, porque no supe, no pude en tan poco tiempo entrar de verdad en el pueblo». El fracaso de Gabriela se parece, en parte, el fracaso de Severina, porque Severina quiere que Dusa sea su pueblo, quiere un pueblo, quiere la nieve, quiere la soledad de estar en el mundo para verlo todo. Pero hay algo que divide las aguas de estas dos novelas como si fuera una enorme presa: la guerra civil. Gabriela se hace maestra en un momento histórico donde la enseñanza cobraba protagonismo y las Misiones Pedagógicas extendían sus raíces por las áridas tierras españolas. Severina, en cambio, se inicia en la enseñanza en 1962, en plena dictadura franquista, con la alargada sombra de la Sección Femenina sembrando su influencia en cada gesto y cada decisión en la vida de las muchachas hasta conformar su existencia y sus costumbres. La guerra y todo lo que vino después —la terrible dictadura, el miedo, la re-

presión, la muerte y la violencia más atroz, los sueños enterrados, exiliados, muertos en el alma— tienen un papel crucial en la historia de Severina, sobre todo, en su infancia, una infancia llena de silencios y de un lenguaje secreto con el que sus padres —un padre anarquista que colaboraba de manera clandestina como podía con una multicopista y viajes secretos a Francia y una madre tuberculosa que es el motor de toda la curiosidad de Severina— lo hablaban todo para que ella no pudiera entender nada de nada. Cada personaje importante de esta historia de Inma Monsó tiene algo mágico y maravilloso, una potencia, una lengua propia. Como Simeón, la bestia, el hombre herido y poeta que será uno de sus interlocutores en el pueblo o Simona, su madre, maestra antes de la guerra e hija de maestra y que le transmitirá todo lo que sabe y todo lo que no sabe sobre la vida, los libros y la cultura para que la imaginación de Severina nunca deje de volar. Hay muchos momentos memorables en este libro, como cuando Simona le regala a Severina por su décimo cumpleaños una libretita encuadernada con la misma tela de la bata que llevaban las dos en casa, con rayas azul pastel y blancas que tenía un candado y una llave diminuta y le pide que la use para ponerse «en contacto consigo misma». O cuando Severina, después de sentirse hechizada por el atractivo eléctrico de Simeón, se masturba en el monte: «ella seguía convencida de que nada de aquello sobrepasaba los límites de su mente, de que todo ocurría en lo más profundo de su interior». La Severina de Inma Monsó es una chica tan rara y maravillosa como la Andrea de Carmen Laforet —magnéticas, profundas, inteligentes ambas— que, más allá de los límites de la Sección Femenina, llegaron al mundo para poner en cuestión la conducta amorosa y doméstica que la sociedad española del momento imponía y para buscar su propio camino.

por Carmen G. De la Cueva 77


BIBLIOTECA

Lejos Santiago Roncagliolo

Lejos Alfaguara 248 páginas

Desde su primer libro Crecer es un oficio triste, publicado el año 2003, Santiago Roncagliolo no había regresado al género del cuento, salvo para participar en antologías o revistas. Aquellas historias mostraban ya el talento del peruano para penetrar en el corazón de las relaciones humanas, en esos miedos y vergüenzas sobre los que se teje una manta de mentiras para conservar el orden social. Y lo hacía con una mirada nostálgica que no renunciaba al humor, porque en vez de exhibir a sus personajes lamiéndose las heridas, buscaba un lector cómplice, a un buen amigo que aceptara a los suyos sin reproches y fuera capaz de reír en medio de una desgracia. 78

Después vino el éxito con Abril rojo y varias novelas de las que rescato sobre todo Memorias de una dama, libro que ya no se puede conseguir por culpa de problemas extraliterarios. En ese camino de casi dos décadas SR ha probado la comedia, el policiaco, además del ensayo y la literatura juvenil, con un balance a su favor, pese a que alguna de sus ficciones apuntaban más que nada a ser guionizada, descuidando la materia que lo había encumbrado: un lenguaje que aspiraba a la mayor claridad para desnudar miserias en las que pudiéramos reconocernos. Sí, te hablo a ti, porque todos sufrimos en la tristeza, pero vamos a reírnos de nosotros mismos, nos decía la mejor versión de su escritura. Por eso hay que celebrar los doce cuentos que acaba de publicar. En apariencia ajeno a la moda de la autoficción, SR ha encontrado la trampa para contar su biografía. Barras y estrellas, cuento con el que abre su nuevo libro, es el recuerdo de una amistad por defecto. Carlitos representa la alienación de una gran parte de la sociedad peruana que creció adorando todo lo extranjero, en un momento en el que la autoestima nacional era pisoteada por los reveses económicos, sociales y hasta deportivos. Además es un niño ensimismado en su burbuja, ajeno a los ritos de su edad, y así crece, sin interés por las chicas, sin estudiar, sin más anhelos que los cultivados por su alienación, hasta que la tragedia toca a su familia y emigran. El reencuentro entre Carlitos y el narrador será en ese paraíso extranjero, con un final contundente que cierra una de las mejores historias de SR. La universidad y el despertar en un mundo nuevo y desconcertante ocupa la trama del segundo cuento, Donde Marcela, otro notable en este libro. La chica del título carga con la fama de acostarse con cualquiera que se le ponga delante, pero esta leyenda obedece más a las malas lenguas que a un deseo desenfrenado. Marcela vive con una madre vigilante de su moral mientras que el padre es una figura

que aparece en momentos de auxilio material, lo cual se corresponde con el estereotipo de una época. Hasta que la madre decida abandonar a su hija y su casa se convierte en el paraíso de los universitarios: un club para la juerga eterna. Drogas, alcohol y sexo (real, por fin) llegan a la vida de los personajes y no abandonarán el resto del libro. Marcela y el narrador, sin consumar su relación en el plano sexual, confirmarán a lo largo de lo años que sus carencias afectivas son el imán que siempre los atraerá. La búsqueda de un futuro en el extranjero, la lucha por conseguir los papeles de trabajo en Europa, la competencia en el mundillo cultureta, el asentamiento en la vida adulta y sus encrucijadas, sobre todo cuando no se sabe qué decisión es la correcta y lo más fácil es huir hacia un pasado seguro, forman la secuencia vital del narrador de los demás cuentos, entre los que destacan A la cama con Tony y Asuntos internos. Este último es un retrato certero de la corrupción en la sociedad peruana, sin renunciar al humor que nace de los mismos sobornos y chantajes, un sistema podrido que poco o nada ha cambiado y que tiene su mayor ejemplo en la clase política que mantiene al Perú a la deriva. Puede decirse que Lejos es la segunda parte de su primer libro de cuentos, corregida y mejorada.

por Sergio Galarza


Constelaciones de un arte vulnerable Lorena Amaro

El espejo del gólem. De la biografía a la fábula hispanoamericana Editorial USACH 205 páginas

Autora de dos libros esenciales sobre las innumerables máscaras del yo y los modos mediante los que estas se representan en la escritura literaria –Vida y escritura. Teoría y práctica de la autobiografía (2009) y La pose autobiográfica. Ensayos sobre narrativa chilena (2018)–, la profesora y crítica chilena Lorena Amaro es también una insustituible voz teórico-crítica en el ámbito de la biografía, en

particular de su más feliz y desmesurada variante: la «vida imaginaria». La prosapia de esta tradición, tan ilustre como descabellada, reúne a un tipo de autores que el asalvajado Juan García Madero denominó, a propósito de Alfonso Reyes, «autores casita» («Leyéndolo solo a él o a quienes él quería uno podría ser inmensamente feliz»). En efecto, resulta difícil imaginar una casa lectora más confortable que la que fueron levantando desde sus cimientos biodoxográficos, a finales del siglo XIX, algunos de los principales cultivadores de la «vida imaginaria»: Marcel Schwob, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Juan Rodolfo Wilcock, Roberto Bolaño, Danilo Kiš o Antonio Tabucchi (por nombrar a unos cuantos), a cuya audaz subversión del género biográfico no contribuyeron en menor medida precursores de la talla de Diógenes Laercio, John Aubrey, James Boswell o Thomas de Quincey. Y si bien este ejercicio de name-dropping debería ayudarnos a contextualizar un género fecundo y reconocible, gracias al estudio de Amaro advertimos otros aspectos soslayados de esta misma tradición, como el reduccionista espacio que la imaginación masculina reservó para las figuras femeninas en sus biografías: mujeres fatales, victimizadas o suicidas (desde la mujer africana «hermosa, bárbara y mala» que Marcel Schwob describe en la «vida» de Lucrecio, al comienzo de esta tradición, hasta las escritoras que, en el capítulo «Letradas y viajeras», responden en La literatura nazi en América de Bolaño a estereotipos de sacrificio, masoquismo y misteriosa sensualidad). Con perspicacia, Amaro se adentra en El espejo del gólem en la tradición de las biografías imaginarias, que le ofrece sin duda distintas «formas de escritura, algunas muy ingeniosas y rebeldes, para revelar otras agendas, aquellas que no son cubiertas por las biografías de los grandes “hombres públicos” ni las celebridades». En relación con Flush, la biografía de Virginia Woolf sobre Elizabeth Barrett, escrita desde el punto de vista de su cocker spaniel, se analiza incluso la posibilidad de nuevos sujetos biográficos. La seductora y amenísima lectura de Amaro en El espejo del gólem se propul-

sa a partir de este dialecto de alusiones y consigue perfilar los más acuciantes impulsos de lo que Leonor Arfuch ha denominado «la tentación biográfica». Un indisimulado aliento ensayístico recorre las consideraciones del libro de Amaro, entre cuyos logros cumple destacar la decisiva acuñación del concepto de «fábula biográfica», que subraya con éxito el carácter corrosivamente crítico e irónico con el que los integrantes de esta tradición fueron esmaltando sus textos, en especial desde la segunda mitad del siglo XX. La lectura de esta «forma literaria incierta, escurridiza y erudita» por parte de Amaro no sólo se funda en el acendrado afán de esta tradición por descolocar el pensamiento canónico, sino también en el delineamiento de un corpus actualizado –esencialmente latinoamericano–, susceptible además de ventilar un género cuyos cultores y comentaristas «cerraron sobre todo a la producción masculina». Exhaustivo, amable y riguroso, El espejo del gólem constituye un arsenal de referencias y posibilidades, una fiel promesa de felices lecturas. La cartografía de relaciones e itinerarios es sencillamente espectacular y configura un panorama de las principales líneas de fuga de la literatura biográfica en español del siglo XXI. Las reflexiones con las que Amaro cierra el libro se anudan en torno a los argumentos de Lotman sobre el origen del género –«cada tipo de cultura elabora sus modelos de “personas sin biografía” y “personas con biografía”»– y resultan de gran utilidad para adquirir definitiva conciencia de la misoginia que rigió los mecanismos por los que las mujeres tuvieron la posibilidad tanto de escribir biografías cuanto de acceder al derecho a una biografía. Galería de autores quiméricos y de vidas conjeturales, inventario de fricciones entre la realidad y la ficción, balance de ininterrumpidas luchas de poder, El espejo del gólem representa, además de todo esto, un admirable atlas de lecturas que engarza un audaz pensamiento crítico con algunas de las más intrépidas expresiones de la literatura contemporánea.

por Cristian Crusat 79


BIBLIOTECA

La redención de los entrometidos Juan Manuel Gil

La flor del rayo Seix Barral 416 páginas

“Si uno quiere leer, tiene que estar dispuesto a asomarse al vacío”, se afirmaba en Trigo limpio, la novela que Juan Manuel Gil (Almería, 1979) publicó en 2021, pero esa sentencia, en la que había razón pero también gravedad, convivía en el mismo libro con la certeza de que “no existe peor escuela que la del aburrimiento”. Son ésos los polos por los que se ha movido siempre la litera-

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tura de Gil: por un lado la atracción por el misterio (que no por lo oscuro), un anhelo por escarbar en la realidad y emprender viajes al centro de algunas verdades (para lo cual, inevitablemente en su caso, parece insoslayable lo metaliterario), y por otro un tono desenfadado, es decir, oportuno: en cuanto las cosas se ponen remotamente serias, allí se activan los chorros de auto-ironía del autor para quitar hierro a lo que sea que se esté empezando a tratar con peligrosa seriedad. Ya dice él en La flor del rayo, su nueva novela, que “prefiero lo ridículo a lo solemne” (p. 243), o que “mi vida tiene más que ver con una función de títeres que con una tragedia griega” (p. 361). Si no fuera por esta actitud, que en todo caso es moderada (estas novelas no son en absoluto astracanadas, y queda claro en todo momento que Gil se toma la literatura –y su literatura– muy en serio, para lo cual ha tenido la decencia de darse cuenta de que para contar algo sobra toda pompa), la lectura de este tipo de textos podría hacerse un poco cuesta arriba. Si no estás dispuesto a meter nada de humor en tus narraciones, más te vale tener una historia suficientemente atractiva que justifique y salve el libro por ese lado, como sucede, por ejemplo, con las novelas de Álex Chico (más con la realidad de Los seres partidos que con la invención de Los nombres impares). Pero Gil es más de la estirpe de Eduardo Halfon: más que esperar a que llegue un buen proyecto o una buena trama que escribir, el impulso primero, acuciante, es el de la escritura: lo que se cuenta es al cabo bastante inane (como que está siempre aparentemente cerca de la cotidianeidad del que narra…), pero el tono de la prosa, su calidad y, al final, la inteligencia y la habilidad del relato, elevan todo. Se saca una buena novela de donde no había mucho que decir, y se demuestra que, si uno se lo propone y tiene el talento imprescindible, se puede hacer una buena narración de casi nada, de cualquier anécdota se puede extraer implicaciones medio trascendentes.

En el caso de La flor del rayo, desde el principio se identifica la acción con la escritura y la pasividad con el silencio. El protagonista, un tal Juanma, se siente bloqueado tras ganar un importante premio literario, así que pasea por su barrio, con su perro, a la búsqueda un tanto obsesiva de algo que contar, como si escribir fuese necesario. Quien se dijera en Trigo limpio que “ir por la vida confundiéndolo todo es como no ir por la vida”, va husmeando por los rincones en busca de algún estímulo, algo que convertir en un enigma que le saque de su indolencia. En ese caso es Boludo el que observa con sabiduría y Juanma el que olisquea posibles rastros. Y, como “un jardín siempre es una pregunta” (p. 85), es un mínimo incidente ante el de una vecina lo que de repente, por pura sugestión, pone en marcha la supuesta intriga, el alto cotilleo (subtrama especialmente divertida en la que brilla el personaje de Seve, un virtuoso del espionaje de urbanización) y la desesperación de la familia del escritor, a la que pulverizan los nervios (y la privacidad) las pesquisas de un hijo o un marido o un hermano al que ven avanzar como un zombi por su propia narración: “No se puede ser escritor todo el rato. Porque eso cansa. Y no me refiero a ti. Nos cansa a nosotros” (p. 196). Lo mejor de la novela es el coro que trata de apartar a Juanma de sus obsesiones, conspirando para “curarle” y entrometiéndose tanto por amor hacia él como por propio interés, pues ven sus vidas amenazadas por la ficción. Al final hay revelaciones, pero importan y convencen mucho menos que la propia urdimbre creada desde el vacío, aunque en todo caso conducen a consideraciones de orden general que aplacarán y complacerán a ese lector que odia perder el tiempo con “historias”. Y también puede ser verdad que la novela podría tener cien páginas menos, pero entonces tendríamos cien páginas menos de placer.

por Juan Marqués


El antiguo paraíso Rodrigo Blanco Calderón

Simpatía Alfaguara 315 páginas

Uno de los pasajes inolvidables de La insoportable levedad del ser exalta la relación de los seres humanos con los perros. La novela de Kundera expone que el amor hacia estos animales es una de las últimas conexiones con el paraíso original. Leer esas páginas es comprender que en la mirada del perro persiste una inocencia adánica, una ternura imbatible que escapa del pensamiento práctico, del afecto humano en el que el tiempo produce inevitables desgastes. El amor hacia los perros desemboca en un acto

sospechoso porque en su estable virtuosismo hay algo que remite a lo sagrado, en tanto, si seguimos las reflexiones de Mircea Eliade, este contiene una saturación de realidad, de fuerza y potencia. Puede afirmarse que, en la mirada del perro es posible experimentar hierofanías que nos asoman a un tiempo fuera del tiempo, a un lugar fuera de todos los lugares. Con el perro asistimos a una parte del universo en la que las frases del lenguaje común solo se asoman, como si se impregnasen de un balbuceo esencial que remite a las búsquedas de Blas Coll, el personaje creado por Eugenio Montejo, en quien se encarna la urgencia de una palabra condensada. La conexión con el perro y su ternura remiten a una de las sentencias de este insólito personaje: «Deja que en tu voz se dibuje la luz del paraíso». Elaboro estas acotaciones porque los perros son figura fundamental de Simpatía, la nueva novela de Rodrigo Blanco Calderón. Obra que contiene en sus páginas iniciales una desoladora imagen: un perro corre detrás del coche de sus antiguos dueños, que atenazados por el hambre y la represión dictatorial lo abandonan antes de huir del país. Como era de esperar, la atmósfera de este nuevo libro se encuentra plagada del ambiente opresivo que genera un régimen tomado por la corrupción y el sectarismo. Recordemos entonces la definición sobre lo sectario que elabora López Pedraza: «yo y el grupo de personas al que pertenezco somos mejores y tenemos propósitos de más valía que las personas que no pertenecen a este grupo…». Así, cuando desde el poder emana un discurso semejante, la vida de las personas sufre una resquebradura en la que extravían su cotidianeidad, su empatía, su sosiego. Desde una excelente ficción realista, construida de manera compacta, Blanco Calderón desnuda en Simpatía esa herida esencial. El narrador caraqueño elabora el retrato de una sociedad en la que el poder ejerce una insólita cruel-

dad sobre las personas y los animales, y en el que incluso las víctimas del régimen se transforman en victimarios. La expansión del mal es uno de los grandes hallazgos de este libro. Ya no se localiza tan solo en las reconocibles siluetas del poder militar, sino que abarca a la gente común. Entre todos escenifican la rotura de un vínculo sagrado y cotidiano con animales de compañía que son incapaces de defenderse del abandono. La crueldad se impone como discurso central en un contexto en el que la supervivencia surge de la posibilidad de dañar a los más débiles. Si el siglo XXI irrumpe en esas calles como una forma del infierno es indispensable cortar las conexiones con el antiguo paraíso; la mirada de los perros se convierte en un recordatorio de lo prohibido y lo execrado. Un personaje llamado Ulises Kan protagoniza esta historia configurada por ambiciones insospechadas, intrigas palaciegas, y por la idea de la orfandad como un elemento que resignifica la existencia. El diálogo entre la historia de los personajes y el contexto social sucede con naturalidad deliciosa. La obra es a ratos novela familiar, novela de intriga, novela histórica o novela política con esa mutabilidad propia de los grandes libros que son una totalidad disgregada en parcialidades. Pero como los libros verdaderamente perturbadores, Simpatía huye de las tesis o los discursos periodísticos y posee la hondura corrosiva de la ficción, de las pequeñas anécdotas cuya suma construye un fresco humano conmovedor en el que, frente a la voz única del poder, hay personajes que asumen un acto de rebeldía profunda: la compasión con el otro. En síntesis: una apasionante novela.

por Juan Carlos Méndez Guédez

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DOSSIER

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